Capítulo vigesimoquinto

En el que como en las obras de Béroul y Chrétien de Troyes, como en las de Wolfram von Eschenbach y Hartmann von Aue, como en las de Gottfried de Estrasburgo, Guillermo de Cabestaingt y Bertrán de Born, se habla del amor y de la muerte. El amor es hermoso. La muerte no.


En esencia podía ser verdad lo que uno de los mentores praguenses de Reynevan había intentado demostrar en lo relativo a los vuelos hechiceriles, a saber, que están sometidos al control mental del hechicero o hechicera que se ha untado la crema voladora. Los objetos sobre los que se vuela, la escoba, el atizador, la pala o cualquier otra cosa, son sólo objetos muertos, materia inanimada sometida a la voluntad del mago y completamente dependiente de su voluntad.

Algo de ello debía de ser verdad, puesto que la banqueta que llevaba a Reynevan y a Nicoletta, elevándose hacia el cielo nocturno a la altura de los tejados de las torres del castillo de Bodak, dio vueltas a su alrededor hasta que Reynevan vio cómo abandonaban el castillo dos jinetes, de los cuales uno trazaba una enorme e inconfundible silueta. La banqueta se balanceó levemente siguiéndolos, como si quisiera tranquilizarlo mostrando que ninguno de los que cabalgaban a toda velocidad en dirección a Klodzko se encontraba herido de gravedad y que no los perseguía nadie. Y como si verdaderamente percibiera su alivio trazó alrededor de Bodak todavía un círculo, después del cual se elevó j a las alturas, hacia el espacio, por encima de las nubes bañadas por el resplandor de la luna.

Sin embargo, como resultó, también Huon von Sagar tenía razón cuando afirmó que toda teoría es gris, puesto que las conclusiones del doctor praguense acerca del control mental sólo eran verdad en una medida limitada. Y muy limitada. Cerciorado Reynevan de que Scharley, y Sansón estaban sanos y salvos, la vuelabanqueta dejó de depender de su voluntad por completo. No era voluntad de Reynevan en absoluto el volar tan alto que la luna pareciera estar al alcance de la mano y donde hacía tanto frío que sus dientes y los de Nicoletta repicaban como castañetas españolas. Lejos de la voluntad de Reynevan estaba también el volar en círculos como un gavilán al acecho. Su voluntad era volar siguiendo a Sansón y a Scharley, pero precisamente aquella voluntad le importaba un pimiento a la vuelabanqueta.

Tampoco tenía Reynevan gana alguna de estudiar la geografía de Silesia a vuelo de pájaro, de modo que no se sabe por qué milagro y por influencia de qué control mental el mueble descendió y voló en dirección noreste sobre la cordillera de Reichenstein. Dejando a la derecha los montes de Jawornik y Borowkowa, la banqueta planeó sobre un castillo que estaba rodeado de una doble muralla erizada de torres, un castillo que sólo podía ser Paczków. Luego los condujo sobre el valle de un río que no podía ser otro que el Nysa. Al poco les pasaron por debajo los tejados de las torres del obispado de Otmuchów. Aquí, sin embargo, la banqueta cambió de dirección, trazó un amplio arco, volvió al Nysa y esta vez voló río arriba, siguiendo la retorcida cinta plateada por la luz de la luna. El corazón de Reynevan latió por un momento a un ritmo acelerado, pues parecía como si la banqueta quisiera regresar a Bodak. Pero no, se volvió de pronto y voló hacia el norte, planeando sobre la llanura. Al poco pasó por debajo de ellos el complejo del monasterio de Kamieniec, y Reynevan volvió a inquietarse de nuevo. Al fin y al cabo, Nicoletta también se había untado la mezcla volandera y también podía influir en la vuelabanqueta con su fuerza de voluntad. Podía volar -esto es lo que parecía señalar la dirección- directamente en dirección a Stolz, la sede de los Biberstein. Reynevan dudaba de que lo recibieran bien allí.

La banqueta, sin embargo, se dirigía algo hacia el oeste, volaba sobre alguna ciudad. Reynevan, no obstante, había perdido poco a poco la orientación, había dejado de reconocer el paisaje que se deslizaba ante sus ojos llorosos a causa del viento.

La altura a la que volaban no era ya excesiva, de modo que los pilotos no temblaban ya ni les castañeteaban los dientes. La banqueta volaba con fluidez y estabilidad, sin acrobacias, las uñas de Nicoletta dejaron de clavarse en las manos de Reynevan, la muchacha, percibió él claramente, se relajó un tanto. Él mismo, para qué decir más, también respiraba con más libertad, no lo ahogaba ni la presión del viento ni la adrenalina.

Volaron bajo nubes iluminadas por la luna. Abajo se extendía un ajedrez de bosques y campos.

– Alcasín… -habló ella por encima del viento-. Sabes… adonde…

La apretó más a su pecho, sabiendo que era preciso, que ella lo esperaba.

– No, Nicoletta. No lo sé.

No lo sabía. Pero lo sospechaba. Y tenía razón. Ni siquiera se sorprendió demasiado cuando un sordo chillido de la muchacha le anunció que tenían compañía.

La bruja a su izquierda, una mujer en la flor de la edad y con toca de mujer casada, volaba con una clásica escoba, la fuerza del viento tiraba de la tela de su zamarra de piel de carnero. Acercándose un poco a ellos, los saludó alzando la mano. Al cabo de un momento de indecisión, ellos le devolvieron el saludo y la bruja los adelantó.

Las dos que volaban a su derecha no los saludaron y lo más seguro es que ni siquiera los advirtieran, tan ocupadas como estaban consigo mismas. Ambas eran muy jóvenes, llevaban las trenzas sueltas, se sentaban a horcajadas la una detrás de la otra sobre un patín de trineo. Se besaban apasionada y ávidamente, actividad con la cual la primera, daba la sensación, se estaba rompiendo el cuello para alcanzar con sus labios los labios de la segunda, que estaba sentada detrás. La segunda, por su parte, iba completamente absorta en los pechos de la primera, extraídos de la camisa abierta.

Nicoletta carraspeó, tosió de forma extraña, se retorció sobre la banqueta, como si quisiera separarse, alejarse de él. Reynevan sabía por qué lo hacía, se daba cuenta de su excitación. Su origen no estaba en la vista erótica que tenían ante sí, al menos no solamente en ella. Huon von Sagar le había advertido de los efectos secundarios del preparado, Reynevan recordaba que en Praga también se hablaba de ello. Todos los especialistas estaban de acuerdo en el hecho de que la crema voladora untada en el cuerpo actuaba como un potente afrodisiaco.

Sin que se dieran cuenta, el cielo se había poblado de brujas voladoras, volaban ya en una larga cadena o más bien una procesión cuya cabeza se perdía allá entre las nubes fosforescentes. Las hechiceras, bonae feminae -aunque había en la procesión también unos cuantos hechiceros de sexo masculino- volaban a horcajadas sobre los más diversos objetos, desde las más clásicas escobas y atizadores, pasando por bancos, palas, bieldos, azadas, vigas y varas de carro, pértigas y estacas de vallas, hasta los palos y tarugos más comunes, ni siquiera pelados. Por delante y por detrás de los voladores aleteaban los murciélagos, los chotacabras, los buhos, los cárabos y los cuervos.

– ¡Eh! ¡Confráter! ¡Saludos!

Se dio la vuelta. Y, lo que era extraño, no se asombró.

La que le había gritado llevaba su negro sombrero de bruja, del que surgían unos cabellos de fogoso color rojo. Detrás de ella, como un velo, revoloteaba un pañuelo de lana verde sucio. Junto a ella volaba la que entonces había profetizado, la jovencita de cara de zorro. Por detrás se balanceaba en un atizador la morena Jagna, por supuesto, no demasiado sobria.

Nicoletta carraspeó con fuerza y volvió la cabeza. Él se encogió de hombros con un gesto inocente. La pelirroja sonrió. Jagna eructó.

Era la noche del equinoccio de otoño, para la gente del pueblo la noche de la Fiesta del Aventado, el mágico principio de la estación de los vientos que facilitaban el aventar la mies. Para los hechiceros y las Viejas Tribus era, sin embargo, Mabon, uno de los ocho sabbats del año.

– ¡Eh! -gritó de pronto la pelirroja-. ¡Hermanas! ¡Confráter! ¿Nos divertimos?

Reynevan no tenía ganas de diversión, cuanto más que tampoco tenía ni idea de en qué radicaba la tal diversión. Pero la banqueta era ya a todas luces parte de una bandada y hacía lo mismo que la bandada.

Una abundante escuadra realizó un picado en dirección al brillo de un fuego que se dejaba ver. Casi rozando las copas de los árboles se deslizaron, alborotando y voceando, sobre una pradera, hacia una hoguera, alrededor del cual estaban sentadas una docena de personas. Reynevan vio que miraban a las alturas, pero apenas escuchó sus gritos excitados. Las uñas de Nicoletta se clavaron otra vez en su cuerpo.

La pelirroja fue quien demostró mayor temeridad. Voló aullando como un lobo, tan bajo que la escoba levantó en el fuego una nube de chispas. Después de ello, todas volaron en vertical hacia arriba, perseguidas por los gritos de los de abajo. Si éstos hubieran tenido ballestas, pensó Reynevan, quién sabe cómo habría podido acabar la diversión.

El grupo comenzó a bajar. Se dirigieron hacia una montaña que surgía de un bosque y estaba cubierta de árboles. Decididamente, sin embargo, no se trataba de la Sleza, pese a la sospecha de Reynevan, que se esperaba que fuera el objetivo del vuelo. La montaña era demasiado pequeña para ser Sleza.

– Grochowa -lo sorprendió Nicoletta-. Esto es Grochowa Góra. No lejos de Frankenstein.


En las faldas de la montaña ardían hogueras, de detrás de los árboles se elevaba hacia las alturas una llama amarilla, resinosa, un resplandor rojo iluminaba la mágica neblina que se retorcía por las gargantas. Se oían gritos, cánticos, el chillido de la flautas y de las chirimías, el tintineo de las panderetas.

Nicoletta temblaba a su lado y no precisamente de frío. Él no se asombró especialmente. A él también le corrían escalofríos por la espalda, mientras que el corazón, que latía a toda prisa, se le subía a la garganta en el momento en que intentaba tragar saliva.

Junto a ellos aterrizó y se bajó de una escoba una criatura de ojos ígneos y de desordenada melena de color zanahoria. Sus patas, delgadas como palos, estaban armadas con retorcidas uñas de seis pulgadas de longitud. Cerca bufaban y gritaban cuatro gnomos con gorras en forma de bellota. Los cuatro, parecía, habían llegado volando en un gran remo. Por el otro lado venía, pataleando y arrastrando tras de sí una pala de panadero, un ser que llevaba puesto un algo que recordaba a un zamarro de piel, pero que podía ser también su pellejo natural. Una bruja que pasó a su lado con una camisa blanca y abierta de una forma bastante retadora les lanzó una mirada de desagrado.

Al principio, durante el vuelo, Reynevan había planeado escapar de inmediato, nada más aterrizar pensó en alejarse lo más rápidamente

posible, bajar de la montaña, desaparecer. No tuvieron éxito. Aterriza

ron en grupo, en manada, la manada los arrastró como un río. Cada movimiento inadecuado, cada paso en otra dirección habría llamado la atención, habría sido advertido, habría provocado recelo. Decidió que

sería mejor no despertar tales recelos.

– Alcasín. -Nicoletta se pegó a él, percibiendo evidentemente lo que él sentía-. ¿Conoces este refrán: del fuego a las brasas?

– No tengas miedo. -Reynevan superó la resistencia de sus cuerdas vocales-. No tengas miedo, Nicoletta. No permitiré que te pase nada malo. Te sacaré de aquí. Y desde luego que no te dejaré sola.

– Lo sé -respondió al momento, y lo dijo con tanta confianza, con tanto calor, que de inmediato él recuperó el valor y la confianza en sí mismo: valores que, a decir verdad, para entonces había perdido en buena medida. Alzó la cabeza, le tendió cortésmente la mano a la muchacha. Y miró a su alrededor. Con buen gesto. Y hasta se diría afable.

Los adelantó una hamadríada que olía a humedad, pasó delante de ellos, haciendo una reverencia, un enano con los dientes sobresaliendo de por su labio superior, con su tripa desnuda brillante como una sandía surgiendo de su cortísima camisilla. Reynevan había visto antes algo parecido. En el cementerio de Wawolnica, en la noche que siguió al entierro de Peterlin.

A la suave pendiente al lado del abismo fueron llegando los siguientes. Hombres y mujeres voladores aterrizaban los unos detrás de los otros, poco a poco se iba formando una muchedumbre. Por suerte, los organizadores se habían cuidado de mantener el orden, unos encargados dirigían a los que aterrizaban hacia una pradera donde, en una superficie especialmente delimitada, iban deponiendo las escobas y otros instrumentos voladores. Había que guardar cola allí durante unos minutos. Nicoletta le apretó más fuerte el brazo cuando detrás de ellos se puso a esperar una delgada criatura envuelta en un sudario y que olía más bien a tumba. Delante de ellos, estampando los pies con impaciencia y nerviosismo, tomaron plaza dos marranas con los cabellos llenos de espigas secas.

Al cabo, un grueso duende tomó la banqueta de las manos de Reynevan y le tendió un resguardo: una concha de almeja de río con un ideograma mágico pintado y la cifra romana CLXXIII.

– Ten cuidado con ella -dijo, con aire cotidiano-. No la pierdas. No voy a andar luego buscando por todo el parking.

Nicoletta se ciñó otra vez más fuerte contra él, le apretó la mano. Ahora por motivos más concretos y visibles. También él se había dado cuenta.

Se habían convertido de pronto en objeto de interés y no precisamente afable. Unas cuantas brujas los estaban mirando con ojos enfadados. Ante cada una de ellas hasta Formosa von Krossig podría haber alardeado de juventud y belleza.

– Vaya, vaya -graznó una que sobresalía por su fealdad incluso entre una compañía tan horrible-. ¡Ha de ser verdad lo que se dice! ¡Que la flugsalbe se puede comprar al presente en cada botica de Swidnica! ¡Ahora vuela todo quisque, cangrejo, pez o rana! ¡Ya verás cómo empiezan a venirnos sotanas, clarisas de Strzelin! Y yo pregunto, ¿y lo vamos a aguantar? ¿Quién cono son éstos?

– ¡Tie razón! -brilló el único diente de la segunda meiga-. ¡Razón tie usted, señora de Sprenger! ¡Que digan quién son! ¡Y quién les hablara del vuelo!

– ¡Cierto, cierto, señora de Kramer! -graznó la tercera, que estaba muy doblada y cuyo rostro portaba una imponente colección de verrugas peludas-. ¡Que lo digan! ¡Puesto que pudieran ser espías!

– Cierra el pico, vaca vieja -dijo, acercándose, la pelirroja del sombrero negro-. No te hagas la importante. Y a estos dos los conozco yo. ¿Te basta con eso?

Las señoras de Kramer y de Sprenger quisieron oponerse y pelearse, pero la pelirroja cortó la discusión amenazándolas con el puño cerrado, y Jagna subrayó todo aquello con un regüeldo de desprecio, sonoro y brioso, sacado, se diría, de lo más profundo de sus tripas. Luego, la comitiva de brujas que subían la cuesta separó a las contendientes.

A la pelirroja, aparte de Jagna, la acompañaba la mozuela de carita de zorro y tez malsana, la misma que había profetizado en el cementerio.

Como entonces, llevaba en sus cabellos blondos una corona de verbena y trébol. Como entonces, tenía los ojos brillantes y con grandes ojeras. Y miraba con ellos sin parar a Reynevan.

– También otros os miran -dijo la pelirroja-. De modo que para prevenir más incidentes tenéis, como nuevos que sois, que presentaros ante la domina. Entonces nadie se atreverá ya a tocaros. Venid conmigo. A la cumbre.

– ¿Puedo contar -Reynevan carraspeó- con que no corremos allí peligro alguno?

La pelirroja se dio la vuelta, clavó en él su verde mirada.

– Un poco tarde -arrastró las palabras- para preocuparse. La precaución habría estado en su sitio antes de untarse la pomada y sentarse en la banqueta. No quiero, amado confráter, ser demasiado picajosa, mas ya en nuestro primer encuentro comprendí que eres de los que siempre se pierden por donde no hay que hacerlo y se meten en los líos en los que no hay que meterse. Pero, como se dice, no es esto cosa mía. ¿Si hay peligro por parte de la domina? Eso depende. De lo que escondan vuestros corazones. Si es maldad y traición…

– No -negó él apenas ella dejó la voz en suspenso-. Te lo aseguro.

– Entonces -sonrió- no tienes de qué temer. Vamos.

Pasaron una hoguera y los grupos de hechiceros y otros participantes en el sabbat que se habían reunido a su alrededor. Allí se discutía, se saludaba, se reía, se reñía. Corrían las tazas y los cuencos que se llenaban de calderos y tinajas, se alzaba, mezclado con el humo, el agradable olor de la sidra, el licor de pera y otros productos finales de la fermentación alcohólica. Jagna tuvo intención de acercarse, pero la pelirroja la detuvo con una palabrota.

En la cumbre de la montaña Grochowa aullaba un fuerte viento que barría las llamas, millones de chispas volaban hacia el negro cielo como avispas de fuego. Junto a la cumbre había una pequeña hondonada que terminaba en una terraza. Allí, bajo un caldero instalado sobre unas trébedes, ardía una hoguera más pequeña, alrededor de la cual se divisaban unas borrosas siluetas. En la base de la terraza unas cuantas personas estaban esperando a todas luces a que se les concediera audiencia.

Se acercaron más, tan cerca que las borrosas siluetas que surgían por entre el vapor del caldero se transformaron en las figuras de tres mujeres que sujetaban escobas decoradas con cintas y hoces doradas. Junto al caldero se hacía notar un hombre con larga barba y larga estatura, más alto aún por un capirote de piel con unos cuernos de ciervo adosados. Y todavía había allí también, detrás del fuego y del vapor, una oscura figura, inmóvil.

– Lo más seguro es que la domina -les explicó la pelirroja cuando ocuparon su puesto en la fila de los que esperaban- no os pregunte nada, nosotras no solemos ser curiosas. Si sin embargo lo hiciera, recordad que a ella hay que dirigirse por «domna». Recordad también que en el sabbat no hay nombres, como no sea entre amigos. Para todos los demás sois joioza y bachelor.

La peticionaria que los precedía era una joven muchacha con una gruesa coleta rubia que le colgaba por debajo de la paletilla. Aunque era muy guapa, tenía un defecto: cojeaba. De una forma tan característica que Reynevan pudo diagnosticarle una luxación congénita de la cadera. Cuando pasó a su lado iba limpiándose las lágrimas.

– El mirar fijamente a alguien se tiene por descortés y está mal visto aquí -le recriminó la pelirroja-. Sigue. La domina está esperando.

Reynevan sabía que el título de domina -o de anciana- le pertenecía a la hechicera mayor, conductora del vuelo y sacerdotisa del sabbat. De modo que, aunque en lo profundo de su alma tenía la esperanza de ver a una mujer un poco menos desagradable que la Sprenger, la Kramer y los otros engendros que las acompañaban, no esperaba ver a persona en edad otra que no fuera, por decirlo suavemente, anciana. En pocas palabras: se esperaba a una persona mayor. Lo que no se esperaba era sin embargo a Medea. A Circe. A Herodías. La feminidad madura encarnada, mortalmente atractiva.

Era alta, gallarda, la estructura de su cuerpo lanzaba señales de autoridad, producía una sensación de poder. Su alta frente, por debajo de unas cejas regulares, estaba decorada con una hoz de plata que ardía al cornudo brillo de la media luna, de su cuello colgaba una dorada cruz ankh, la crux ansata. La línea de los labios hablaba de decisión, la nariz regular recordaba a la Hera o la Perséfone de los vasos griegos. Sus cabellos negros como el alquitrán le caían en serpenteante cascada de divino desorden sobre la nuca, se desbordaban en olas sobre los hombros, uniéndose en lo oscuro de la capa que le cubría el torso. El vestido que se revelaba bajo la capa cambiaba de color ante el brillo del fuego, transformándose con multitud de tonos ya en blanco, ya en cobre, ya en púrpura.

En los ojos de la domina había sabiduría, noche y muerte.

Lo reconoció al instante.

– Toledo -dijo, y su voz era como el viento de las montañas-. Toledo y su noble joioza. ¿La. primera vez entre nosotros? Bienvenidos.

– Yo te saludo. -Reynevan hizo una reverencia, Nicoletta bajó la cabeza-. Yo te saludo, domna.

– ¿Tenéis algo que pedirme? ¿Pedís una acción?

– Solamente quieren -dijo la pelirroja, que estaba de pie a su lado- rendirte su homenaje. A ti, domna, y a la Gran Trinidad.

– Lo acepto. Id en paz. Festejad el Mabon. Alabad el nombre de la Gran Madre.

Magna Mater! ¡Gloria a ella! -repitió el hombre barbado de la cabeza armada con los cuernos de ciervo y con una piel que le caía sobre la espalda.

– ¡Gloria! -repitieron las tres brujas que estaban tras él, al tiempo que alzaban las escobas y las hoces de oro-. ¡Eia!

El fuego lanzaba chiribitas, el caldero bullía con vapor.

Esta vez, cuando bajaron por la pendiente en la garganta entre las dos cumbres, Jagna no se dejó detener, se dirigió de inmediato a grandes pasos hacia donde les llegaba la mayor algazara y alcanzaba el mayor olor a líquidos destilados. Al poco, colándose por entre todos, tragaba sidra de tal modo que su garganta gorgoteaba. La pelirroja no la contuvo, ella misma tomó con gusto la jarra que le tendió un osillo orejudo, parecido como un gemelo a Hans Mein Igel, aquél que un mes antes les había visitado a él y a Zawisza el Negro de Garbowo en el vivaque. Reynevan, aceptando un vaso, se sumió en pensamientos acerca del trancurrir del tiempo y lo que aquel tiempo había cambiado en su vida. La sidra era tan fuerte que hasta le salía por la nariz.

La pelirroja tenía entre los bebedores muchos conocidos, tanto entre humanos como no humanos. Efusivamente la saludaron las mariuñas, las dríadas, los zorros y las ninfas, intercambió apretones y besos con aldeanas fuertes y de sonrosadas mejillas. Trocó también rígidas y distinguidas referencias con mujeres que llevaban atrevidos vestidos de color de oro y ricas capas, con rostros en parte ocultos por máscaras de negro raso. Corría en abundancia la sidra, el licor de manzana y el slibowitz. Había barullo y se empujaban los unos a los otros, así que Reynevan abrazó a Nicoletta. Debiera llevar una máscara, pensó él. Catalina, hija de Johann de Biberstein, señor de Stolz, debiera ir enmascarada. Como otras damas de la nobleza.

Los bebedores, una vez habían bebido algo, se pusieron, está claro, a cotillear y comadrear.

– La vi en la cumbre, con la domina. -La pelirroja señaló con los ojos a la inválida de la coleta rubia, que andaba tranqueando por allí, con el rostro hinchado de tanto llorar-. ¿Qué le pasa?

– Lo de siempre, las cuitas de siempre -encogió sus anchos hombros una rolliza molinera que todavía portaba acá y allá restos de harina-. En vano se acercó a la domina, en vano le pidiera. Lo que ella quería, la domina lo rechaza. Manda confiar en el tiempo y el destino.

– Lo sé. Yo misma pedí algo alguna vez.

– ¿Y qué?

– El tiempo trajo lo que era menester. -La pelirroja mostró una sonrisa maligna-. Y al destino lo ayudé yo un tanto.

Las brujas estallaron en unas risas que le erizaron a Reynevan los cabellos. Era consciente de que las bonae feminae lo observaban, le enervaba el que estuviera allí tieso como un palo, delante de tantos hermosos ojos, quedando como un primitivo acomplejado. Dio un trago para cobrar valor.

– Es extraordinario los muchos… -habló, carraspeando-. Los muchos representantes de las Antiguas Tribus que hay aquí…

– ¿Extraordinario?

Se dio la vuelta. No era de extrañar que no hubiera escuchado los pasos, quien estaba junto a su brazo era un silfo, alto, de piel oscura, de cabellos blancos como la nieve y orejas puntiagudas. Los silfos se movían sin hacer ruido, no se les podía escuchar.

– ¿Extraordinario, dices? -repitió el silfo-. Ja, puede que aún llegues a ver que sea ordinario, muchacho. A lo que tu llamas Antiguo yo lo llamo Nuevo. O Renovado. Llega un tiempo de cambios, mucho ha de cambiar. Cambiará incluso aquello que muchos, algunos incluso aquí presentes, creyeron inmutable.

– Y lo siguen creyendo -dijo, al parecer tomando personalmente las provocativas palabras del silfo, un ser al que Reynevan no hubiera esperado encontrar en tal compañía: un cura con tonsura-. Y lo siguen creyendo, puesto que saben que ciertas cosas no volverán jamás. No se baña uno dos veces en el mismo río. Tuvisteis vuestro tiempo, señor silfo, tuvisteis vuestra época, era, hasta vuestro eón. Mas qué se le va a hacer, omnia tempus habent et suis spatiis transeunt universa sub cáelo, todo tiene su tiempo y su hora. Y lo que pasó, no vuelve. Pese a toda la mudanza que, dicho sea entre nosotros, muchos estamos esperando.

– Cambiará por completo -repitió testarudo el silfo- la imagen y el orden del mundo. Todo se reformará. Aconsejo que volváis vuestros ojos al sur, a Bohemia. Allá cayó ya la chispa de la que se alzarán las llamas, el fuego limpiará la naturaleza. Desaparecerán de ella las cosas malas y enfermas. Del sur, de Bohemia, va viniendo el cambio, les llegará el final a ciertas cosas y asuntos. En concreto, el libro que con tanto agrado citáis se degradará hasta ser tan sólo un compendio de refranes y proverbios.

– Yo no me esperaría demasiado de los husitas bohemios -el cura meneó la cabeza-, en algunas cosas son aún más santurrones que el Papa. No irá, me parece, en dirección adecuada para nosotros esta reforma checa.

– La esencia de la reforma -dijo con potente voz una de las nobles enmascaradas- es ciertamente el que cambia cosas en apariencia inmutadas e inmutables. Que produce fisuras en estructuras en apariencia intocables, que resquebraja monolitos en apariencia sólidos y formidables. Y si algo se puede quebrar, resquebrajar, llenar de fisuras… Entonces también se lo puede reducir a polvo. Los husitas bohemios son como un poco de agua que se congela en una roca. Y la quiebra.

– ¡Lo mismo dijeron de los cataros! -gritó alguien desde detrás.

– ¡Eso era como la piedra contra el muro…!

Comenzaron a pelearse. Reynevan se encogió un tanto, un poco asustado del barullo que había formado. Sintió una mano en el hombro. Se dio la vuelta y le recorrió un escalofrío al ver a un ser de género femenino, de considerable altura y bastante atractiva, pero de ojos brillantes como el fósforo y piel verde y que olía a membrillo.

– No tengas miedo -dijo en voz baja el ser-. Sólo soy de las Antiguas Tribus. Una ordinaria extraordinaria.

»Los cambios -dijo alzando la voz- no los detendrá nadie. El mañana será otro que el hoy. Tan lejano que la gente dejara de creer en el ayer. Y razón tenía el señor silfo al aconsejar que mirarais más a menudo al sur. A Bohemia. Porque de allá van viniendo las nuevas. De allá proviene el cambio.

– Me permito dudar un tanto de ello -afirmó ácido el cura-. De allá provienen la guerra y la muerte. Y vendrá el tempus oda, el tiempo del odio.

– Y el tiempo de la venganza -añadió con voz rabiosa la coja de la trenza dorada.

– Bien para nosotras. -Una de las brujas se restregó las manos-. ¡Falta hace algo de bureo!

– El tiempo y el destino -dijo con voz llena de significado la pelirroja-. Pongámonos en manos del tiempo y el destino.

– Ayudando -añadió la molinera- en lo que se pueda al destino.

– De una forma u otra -el silfo enderezó su seca apostura-, afirmo que esto es el principio del fin. El orden presente caerá. Caerá ese culto salido de Roma, ese culto ambicioso, con arrogancia de amo, henchido de odio. Hasta resulta asombroso que haya aguantado tanto tiempo siendo tan falto de lógica y para colmo tan poco original. ¡Padre, Hijo y Espíritu! Una tríada común y corriente, como un sinnúmero que existen.

– En lo tocante al Espíritu -dijo el cura-, cercanos estuvieron a la verdad. Sólo equivocaron el sexo.

– No lo equivocaron -negó el ser de piel oscura y olor a membrillo-. ¡Mintieron! En fin, puede que ahora, durante los cambios, comprendan por fin a quién estuvieron dibujando durante tantos años en los iconos. Puede que por fin a alguno de ellos le entré en el entendimiento a quién representan verdaderamente las madonnas de sus iglesias.

– ¡Eia! Magna Mater! -gritaron a coro las brujas. A sus gritos se unió el estallido de una violenta música, el golpeteo de tambores, los gritos y los cánticos de las hogueras cercanas. Nicoletta-Catalina se apretó contra Reynevan.

– ¡A la pradera! -gritó la pelirroja-. ¡Al Círculo!

– ¡Eia! ¡Al Círculo!


– ¡Escuchad! -gritó, alzando las manos, el hechicero de los cuernos de ciervo en la cabeza-. ¡Escuchad!

La muchedumbre reunida en la pradera murmuró de excitación.

– ¡Escuchad -gritó el hechicero- las palabras de la Diosa, de aquélla cuyos brazos y muslos abrazan el Universo! ¡Quien al Principio separó las Aguas de los Cielos y bailó en ellos! ¡De cuyo baile nacieron los vientos y de los vientos el aliento de la vida!

– ¡Eia!

Junto al hechicero se puso en pie la domina, incorporando orgullosa su figura de reina.

– Alzaos -gritó, extendiendo su capa-. ¡Alzaos y venid a mí!

– ¡Eia! Magna Materl

– Yo soy -habló la domina, y su voz era como el viento de las montañas- la belleza de la verde tierra, yo soy la blanca luna entre miles de estrellas, yo soy el agua secreta. Venid a mí, puesto que yo soy el espíritu de la naturaleza. Todas las cosas provienen de mí y a mí habrán de volver todas, ante mi rostro, amado de dioses y mortales.

– ¡Eiaaa!

– Yo soy Lilith, yo soy la primera de las primeras, yo soy Astarté, Cibeles, Hécate, yo soy Rigatona, Epona, Rhiannon, la Yegua de la Noche, la amante del viento. Negras son mis alas, los pies míos más rápidos que el viento, mis dedos más dulces que el rocío de la mañana. No conoce el león cuando piso, no conocen mis caminos las bestias de campos y selvas. Puesto que en verdad os digo: yo soy el Secreto, yo soy el Entendimiento y la Ciencia.

Las hogueras crepitaron y lanzaron lenguas de fuego. La multitud se agitó excitada.

– Adoradme en lo profundo de vuestros corazones y en la alegría de vuestras costumbres, ofreced vuestro sacrificio en el acto del amor y del placer, porque tal sacrificio me es grato. Puesto que yo soy la virgen inmaculada y yo soy la amante de dioses y demonios ardiente de deseo. Y en verdad os digo: como estuve con vosotros al principio, del mismo modo me encontraréis al final.

– ¡Escuchad -gritó para terminar el hechicero- las palabras de la Diosa, de aquélla cuyos brazos y muslos abrazan el Universo! ¡Quien al Principio separó las Aguas de los Cielos y bailó en ellos! ¡Bailad también vosotros!

– ¡Eia! Magna Materl

La domina arrojó con un brusco gesto la capa de sus hombros desnudos. Salió al centro de la pradera con dos acompañantes a ambos lados.

Las tres estuvieron allí, agarradas de las manos, que tenían estiradas hacia atrás, los rostros hacia afuera, las espaldas hacia adentro, del mismo modo en que a veces se representa a las Gracias en la pintura.

Magna Mater! ¡Tres veces nueve! ¡Eia!

A las tres se añadieron otras tres brujas y tres hombres, todos, uniendo las manos, formaron un círculo. Ante sus gritos, sus llamadas, se añadieron los siguientes. Todos en la misma posición, los rostros hacia afuera, las espaldas hacia los nueve que eran el centro, formaron otro círculo. Al momento se formó otro, y luego otro y otro, y otro, cada círculo con las espaldas al anterior y, por supuesto, mayor y más numeroso. Si al nexus formado por la domina y sus acompañantes lo rodeaba un círculo con no más de treinta personas, en el último círculo, el exterior, había por lo menos trescientas. Renevan y Nicoletta, llevados por la muchedumbre enfebrecida, se encontraron en el penúltimo círculo. La vecina de Reynevan era una de las nobles enmascaradas. Un extraño ser blanco sujetaba la mano de Nicoletta.

– ¡Eia!

Magna Mater!

Otro grito agudo y una música salvaje que les llegaba de no se sabía dónde dieron la salida: los bailantes se movieron, los círculos comenzaron a girar y agitarse. Los giros -cada vez más rápidos- se llevaban a cabo al contrario, cada círculo giraba en dirección contraria al siguiente. Sólo con verlo daba vueltas la cabeza, la inercia del movimiento, la loca música y los gritos frenéticos completaron la obra. Ante los ojos de Reynevan el sabbat se disolvió en una mancha caleidoscópica, los pies, le dio la sensación, dejaron de tocar la tierra. Perdió la consciencia.

– ¡Eiaaa! ¡Eiaaa!

– ¡Lilith, Astarté, Cibeles!

– ¡Hécate!

– ¡Eiaaaa!

No supo cuánto duró. Se despertó en el suelo, entre otros que estaban también tendidos y se iban levantando poco a poco. Nicoletta yacía junto a él: no había soltado su mano.

La música seguía sonando, pero la melodía cambió. Al acompañamiento loco y monótono del baile giratorio lo sucedió una cadencia sencilla y agradable, a cuyo ritmo los hechiceros, que se estaban alzando, comenzaron a canturrear, bailar y saltar. Al menos algunos y algunas. Otros no se alzaron de la hierba en la que habían caído después del baile. Sin levantarse, se unieron en pares, al menos en su mayoría, porque se daban casos de tríos y cuartetos y hasta de configuraciones aún más numerosas. Reynevan no podía alzar la vista, miraba al tiempo que se pasaba la lengua por los labios sin darse cuenta. Nicoletta -él vio que también su rostro ardía no sólo por el brillo del fuego- tiró de él sin decir palabra. Y cuando Reynevan volvió la cabeza, le reprendió.

– Sé que es el ungüento… -Se apretó contra su lado-. El ungüento volador es el que los desboca así. Pero no los mires. Me enfadaré si los miras.

– Nicoletta… -apretó su mano-. Catalina…

– Prefiero ser Nicoletta -lo interrumpió al punto-. Pero a ti… A ti sin embargo preferiría llamarte Reinmar. Cuando te conocí eras, no puedo negarlo, el enamorado Alcasín. Pero al fin y al cabo no lo eras por mí. No digas nada, por favor. Las palabras no son necesarias.

Las llamas de una hoguera cercana estallaron hacia arriba, lanzando hacia el cielo una nube de chispas. Los que bailaban a su alrededor gritaron de felicidad.

– Se han desmandado tanto -murmuró- que no se darán cuenta si nos esfumamos. Y creo que es hora ya de esfumarse…

Ella volvió el rostro, el reflejo del fuego bailó sobre sus mejillas.

– ¿Adonde vas con tanta prisa?

Antes de que él hubiera tenido tiempo de librarse de su estupefacción, escuchó que alguien se acercaba.

– Hermana y confráter.

Ante ellos estaba la pelirroja, llevando de la mano a la joven profetisa de rostro de zorro.

– Tenemos un asuntillo.

– ¿Cómo?

– Elisilla, ésta de aquí -sonrió alegre la pelirroja-, por fin se ha decidido a hacerse mujer. Le he explicado que da igual con quién, al fin y al cabo no faltan acá voluntarios. Pero ella se ha puesto cabezona como una cabra. En plata: sólo él y él. O sea, tú, Toledo.

La profetisa bajó sus ojos de grandes ojeras. Reynevan tragó saliva.

– Ella -continuó la bona femina- se avergüenza y no se atreve a preguntar llanamente. Algo también te teme a ti, hermana, no sea que le arañes los ojos. Y como la noche es corta y sería una pena andar dando vueltas por las ramas, os pregunto sin más: ¿qué pasa con vosotros? ¿Eres para él su joioza? ¿Y es él para ti tu backelor? ¿Es libre o reclamas tu derecho para con él?

– Éste es mío -respondió Nicoletta breve y sin vacilaciones, produciendo a Reynevan una estupefacción sin límites.

– Todo claro. -La pelirroja asintió con la cabeza-. En fin, Elisilla, si no se tiene lo que se quiere… Vamos, te encontraremos otro. Adiós. ¡Que os divirtáis!

– Es ese ungüento. -Nicoletta le apretó el brazo y tenía una voz tal que le hizo temblar-. Es culpa de ese ungüento. ¿Me perdonarás?

– Porque puede ser -la muchacha no le dejó salir de su asombro- que tuvieras ganas de ella. Ja, cómo que puede, con toda seguridad la tenías, este ungüento actúa sobre ti de la misma forma que… Sé cómo actúa. Y yo te estorbé, me entrometí. No quería que ella te tuviera. Por pura envidia. Te he quitado algo sin prometerte nada a cambio. Como el perro del hortelano.

– Nicoletta…

– Sentémonos aquí -lo interrumpió, señalando una pequeña gruta en la pendiente de la montaña-. No me he quejado hasta ahora, pero apenas me tengo en pie a consecuencia de todas estas diversiones.

Se sentaron.

– Dios -dijo ella-, cuántas emociones… Y sólo de pensar que entonces, después de la persecución junto al Stobrawa, cuando lo relaté, ninguna me creyó, ni Elzbieta, ni Anka, ni Kata, ninguna me quiso creer. ¿Y ahora? ¿Cuando les hable del rapto, del vuelo por el cielo? ¿Del sabbat de las hechiceras? Creo…

Carraspeó.

– Creo que no les voy a contar nada.

– Es lo mejor. -Él afirmó con la cabeza-. Dejando a un lado las cosas increíbles, mi persona no quedaría bien servida en esta historia. ¿Verdad? De lo ridículo a lo horrible. Y lo criminal. De idiota me convertí en ladrón…

– Pero no de propia voluntad -lo interrumpió ella al instante-. Y no a consecuencia de las propias acciones. ¿Quién lo ha de saber mejor que yo? Yo fui quien siguió en Ziebice a tus camaradas. Y les revelé que te iban a meter prisionero en Stolz. Me imagino lo que pasó después y sé que todo fue culpa mía.

– No es tan sencillo.

Estuvieron sentados en silencio durante algún tiempo, mirando al fuego y a las siluetas que bailaban a su alrededor, escuchando los cánticos.

– ¿Reinmar?

– Dime.

– ¿Qué quiere decir Toledo? ¿Por qué ellas te llaman así?

– En Toledo, en Castilla -le explicó-, hay una famosa academia de magia. Se ha convertido en costumbre, al menos en algunos círculos, el llamar así a quienes han estudiado los arcanos de la nigromancia en las universidades, a diferencia de aquéllos que poseen los poderes mágicos de nacimiento y cuyo saber se transmite de generación en generación.

– ¿Y tú has estudiado?

– En Praga. Pero más bien poco tiempo y por encima.

– Fue suficiente. -Con una leve vacilación tocó su mano, luego la aferró con más decisión-. Se ve que fuiste estudioso. No me ha dado tiempo a agradecerte. Con un valor admirable y ayuda de tus habilidades me liberaste, me salvaste… de la desgracia. Antes de aquello solamente me dabas pena, estaba fascinada por tu historia, que parecía provenir directamente de las páginas de Chrétien de Troyes o de Hartmann von Aue. Ahora te admiro. Eres valiente y sabio, mi Celeste Caballero de la Banqueta de Roble Voladora. Quiero que seas mi caballero, mi mágico Toledo. Mío y sólo mío. Por eso precisamente, por egoísta y codiciosa envidia, no quise darte a esa muchacha. No quise cederte ni por un instante.

– Tú -balbució él, azorado- me has salvado a mí muchas más veces. Yo soy tu deudor. Y tampoco te lo he agradecido. Al menos no como se ha de hacer. Porque me juré a mí mismo que cuando te encontrara caería de rodillas a tus pies…

– Dame las gracias. -Se apretó contra él-. Como ha de hacerse. Y cae de rodillas a mis pies. Soñé que caías a mis pies.

– Nicoletta…

– No así. De otro modo.

Se levantó. Unas risas y unos locos cantos les alcanzaron desde las hogueras.


Veni, veni, venias,

Ne me mori, ne me mori facías!

Hyrca! Hyrca!

Nazaza!

Trillirivos! Trillirivos! Trillirivos!


Comenzó a desnudarse, pausadamente, sin prisa, sin bajar los ojos, que ardían en la oscuridad. Se desató el cinturón adornado con plata. Se quitó el cotehardie hendido a los lados, de estrecha lana, bajo el que tenía sólo una finísima chemise blanca. Con la chemise vaciló un segundo. La señal era bien legible. Él se acercó lentamente, la acarició delicadamente. Reconoció la camisa al tacto, estaba hecha de una tela flamenca llamada con el nombre de su descubridor, Batista de Cambrai. El hallazgo de don Batista había tenido gran influencia en el desarrollo de la industria textil. Y en el del sexo.


Pulchra tibi facies

Oculorum acies

Capiliorum series

O quam clara species!

Nazaza!


Con cuidado la ayudó, con aún mayor cuidado y aún mayor delicadeza venció su resistencia involuntaria, su mudo miedo instintivo.

En el momento en el que el hallazgo de don Batista se encontró en la tierra, sobre los otros vestidos, él suspiró, pero Nicoletta no le permitió recrearse largo tiempo con la vista. Se apretó fuertemente contra él, abrazándolo y buscando sus labios. Él obedeció. Y comenzó a admirar con el tacto lo que había sido privado a sus ojos. A ofrecer su homenaje con temblorosos dedos y temblorosas manos.

Se arrodilló. Le cayó a los pies. Ofreció su homenaje. Como Perceval ante el Grial.


Rosa rubicundior,

Lilio candidior,

Omnibus formosior,

Semper, semper in te glorior!


Ella también se arrodilló, lo abrazó con fuerza. -Perdona -susurró-. Me falta experiencia.


Nazaza! Nazaza! Nazaza!


A él no le molestó su falta de experiencia. En absoluto.

Las voces y las risas de los bailarines se alejaron algo, enmudecieron, mientras que en ellos crecía la pasión. Los brazos de Nicoletta temblaban levemente, sintió también el temblor de los muslos que lo rodeaban. Vio cómo le temblaban sus cerrados párpados y su labio inferior, que tenía mordido.

Cuando ella por fin le permitió, él se alzó. Y la admiró. El óvalo del rostro como pintada por Robert Campin, el cuello como las madonnas de Parler. Y por debajo, modesta y azorada nuditas virtualis, unos pequeños pechos redondos con pezones endurecidos por el deseo. Un fino talle, unas finas caderas. Un vientre plano. Unos muslos vergonzosamente encogidos, llenos, hermosos, dignos de los complementos más rebuscados. Complementos y alabanzas que hervían en la cabeza del febril Reynevan. Era, al fin y al cabo, erudito, trovador, amante -según él mismo- al menos como Tristán, Lancelot, Paolo da Rimini, Guillermo de Cabestaing. Él podía -y quería- decirle que era lilio candidior, más blanca que la lila, y ómnibus formosior, la más hermosa de todas. Podía -y quería- decirle que era pulchra inter mulieres. Podía -y quería- decirle que es forma pulchemma Dido, deas supereminet omnis, la regina savorosa, Iseult la Monde, Beatrice, Blancheflor, Helena, Venus generosa, herzeliebez frowelin, lieta come bella, la regina del cielo. Todo aquello podía -y quería- decirle. Y sin embargo no era capaz de empujar palabra alguna a través de su garganta.

Ella se dio cuenta. Lo supo. ¿Cómo podía no darse cuenta y no saberlo? Puesto que a sólo ojos de Reynevan, embotado de felicidad, era una muchacha, una doncella que se estremecía, se apretaba contra él, se mordía el labio inferior en un doloroso éxtasis. Para cualquier hombre sabio -si hubiera habido uno así por los alrededores-, la cosa habría estado muy clara: no era una asustada e inexperta jovencita, era una diosa que aceptaba con orgullo el homenaje que le estaba reservado. Y las diosas todo lo saben y de todo se dan cuenta.

Y no esperan homenajes en forma de palabras.

Lo atrajo hacia sí. Volvió a comenzar el ritual. El rito eterno.


Nazaza! Nazazal Nazaza!

Trillirivos!


Antes, en la pradera, las palabras de la domina no habían llegado del todo a él, la voz que era como el viento de las montañas se perdía sin embargo en los rumores de la muchedumbre, se hundía entre los gritos, cantos, músicas, entre el crepitar de las hogueras. Ahora, embargado por la delicada locura del amor realizado, las palabras regresaban sonoras, claras. Penetrantes. Las escuchó por encima del rumor de la sangre en sus oídos. ¿Pero las entendía del todo?


Yo soy la belleza de la verde tierra, yo soy Lilith, yo soy la primera de las primeras, yo soy Astarté, Cibeles, Hécate, yo soy Rigatona, Epona, Rhiannon, la Yegua de la Noche, la amante del viento.

Adoradme en lo profundo de vuestros corazones y en la alegría de vuestras costumbres, ofreced vuestro sacrificio en el acto del amor y del placer, porque tal sacrificio me es grato.

Puesto que yo soy la virgen inmaculada y yo soy la amante de dioses y demonios, ardiente de deseo. Y en verdad os digo: como estuve con vosotros al principio, del mismo modo me encontraréis al final.


La hallaron al final. Los dos.

Las hogueras lanzaban al cielo locas explosiones de chispas.


– Perdóname -dijo él, mirando su espalda-. Por lo que ha sucedido. No debiera… Perdóname.

– ¿Cómo? -Ella volvió la cabeza-. ¿Qué es lo que tengo que perdonarte?

– Lo que ha sucedido. He sido un irresponsable… Me he dejado llevar. Me he comportado incorrectamente…

– ¿Acaso he de entender -ella lo interrumpió- que lo lamentas? ¿Es lo que querías decir?

– Sí… ¡No! No, no eso… Pero debiera… Debiera haberme contenido… Debiera haber sido más juicioso…

– Lo lamentas entonces. -Ella lo interrumpió de nuevo-. Te acusas a ti mismo, tienes un sentimiento de culpa. Piensas, llevado por los remordimientos, que se ha causado un daño. En pocas palabras: darías mucho para que lo que ha pasado no hubiera pasado. Para que yo no hubiera pasado.

– Escucha…

– Y yo… -No quería escucharle-. Yo, y pensar tan sólo… que yo estaba dispuesta a ir contigo. Ahora, en cuanto me levantara. Adondequiera que fueses. Al fin del mundo. Sólo por estar contigo.

– El señor Biberstein… -balbuceó, bajando la vista-. Tu padre…

– Por supuesto. -También esta vez lo interrumpió-. Mi padre. Enviará alguien a perseguirte. Y dos persecuciones son demasiado para ti.

– Nicoletta… No me entiendes.

– Te equivocas. Te entiendo.

– Nicoletta…

– No digas más. Duérmete. ¡Duerme!

Ella tocó sus labios con la mano, con un movimiento tan rápido que desafiaba a la vista. Se estremeció. Y sin saber cómo, se encontró de nuevo en la parte fría de la colina.

Durmió, le había parecido, sólo un instante. Y sin embargo, cuando se despertó, ya no estaba ella junto a él.


– Por supuesto -dijo el silfo-. Por supuesto que la recuerdo. Pero lo siento. No la he visto.

La hamadríada que lo acompañaba se puso de puntillas y le susurró algo al oído, después de lo cual se escondió a su espalda.

– Es un poco vergonzosa -explicó, acariciando sus rígidos cabellos-. Pero puede ayudar. Ven con nosotros.

Bajaron la montaña. El silfo canturreaba en voz baja. La hamadríada olía a resina y a húmeda corteza de álamo. La noche de Mabon se acercaba a su final. Llegaba el alba, pesado y cargado por la niebla.

En un grupo de los escasos asistentes al sabbat que todavía quedaban en Grochowa discutiendo, encontraron al ser de género femenino, el de ojos brillantes como fósforo y piel verde y de perfume de membrillo.

– Ciertamente. -Membrillo afirmó con la cabeza cuando le preguntaron-. Vi a esa muchacha. Se fue en dirección a Frankenstein con un grupo de mujeres. Hace algún tiempo.

– Espera. -El silfo agarró a Reynevan por el brazo-. ¡Sin prisas! Y no por ahí. Por ese lado rodea la montaña el bosque Budzowski, te perderás en él tan cierto como que dos y dos son cuatro. Te guiaremos. Al fin y al cabo también nosotros tenemos que ir en esa dirección. Tenemos allí cierto negocio.

– Voy con vosotros -dijo Membrillo-. Os mostraré por dónde se fue la muchacha.

– Gracias -dijo Reynevan-. Os estoy muy agradecido. No nos conocemos… Y sin embargo me ayudáis…

– Acostumbramos a ayudarnos los unos a los otros. -Membrillo se dio la vuelta, lo atravesó con su mirada fosforescente-. Formabais una hermosa pareja. Y han quedado tan pocos de nosotros. Si no nos ayudamos los unos a los otros, nos extinguiremos del todo.

– Gracias.

– Pero yo -Membrillo arrastró las palabras- no estaba hablando de ti para nada.

Entraron en una garganta abierta por un arroyo seco, rodeado de sauces. Se escucharon unas maldiciones que provenían de la niebla por delante de ellos. Y al poco vieron a una mujer que estaba sentada en una peña musgosa y que estaba sacando unas piedrecillas de sus escarpines. Reynevan la reconoció al punto. Era la fornida molinera que aún portaba huellas de harina, otra de las participantes en el debate del barrilete de sidra.

– ¿La moza? -reflexionó, cuando le preguntaron-. ¿La rubia? ¿La dama que estaba contigo, Toledo? Cierto, la vi. Por allá se fue. Hacia Frankenstein. En grupo, varias había. Hace algún tiempo.

– ¿Por allí fueron?

– Por allí. Sus, sus, esperadme. Voy con vosotros.

– ¿Porque tienes allí cierto negocio?

– No. Porque vivo allí.

La molinera no se encontraba, por decirlo delicadamente, en su mejor momento. Caminaba pesadamente, tropezando, murmurando y medio arrastrando los pies. Se detenía para arreglarse la ropa demasiado a menudo, de una forma desesperante. No se sabe cómo se le llenaban constantemente los zapatos de piedrecillas, tenía que sentarse y sacarlos, y lo hacía tan despacio que ponía nervioso. A la tercera vez, Reynevan estaba dispuesto hasta a llevar a la mujer a hombros sólo para poder ir más deprisa.

– ¿Y no podemos un poquito más deprisa, comadre? -preguntó el silfo con voz dulce.

– Tú serás la comadre -le contestó agria la molinera-. Ya termino. Sólo un… momento…

Se quedó inmóvil con el zapato en la mano. Alzó la cabeza. Aguzó el oído.

– ¿Qué pasa? -preguntó Membrillo-. ¿Qué…?

– Silencio. -El silfo alzó la mano-. Escucho algo. Algo… Algo viene…

De pronto tembló la tierra, sonó ruido de cascos. Unos caballos surgieron de la niebla, toda una manada, de pronto todo a su alrededor se llenó de cascos que golpeaban y arañaban la tierra, de crines y colas agitándose, de dientes en morros espumeantes, de ojos enloquecidos. Apenas les dio tiempo de saltar detrás de las piedras. Los caballos cruzaron en un galope salvaje, desaparecieron tan rápido como habían aparecido. Sólo la tierra seguía temblando por el golpeteo de los cascos.

Antes de que les diera tiempo a calmarse, otro caballo surgió de la niebla. Pero a diferencia de los anteriores, éste llevaba un jinete. Un jinete con armadura completa, con capa negra. La capa, desplegada por el galope sobre los hombros, parecía las alas de un espectro.

Adsumus! Adsuuumuuus!

El jinete tiró de las riendas, el caballo se alzó sobre las patas traseras, barrió el aire con las patas delanteras, relinchó. El jinete tomó la espada y se lanzó contra ellos.

Membrillo lanzó un grito agudo y antes de que se apagara el grito se disolvió -sí, ésa era la palabra justa-, se disolvió en un millón de mariposas nocturnas que volaron por el aire en una nube, desaparecieron. La hamadríada se clavó sin ruido en la tierra, en un abrir y cerrar de ojos se hizo más fina, se cubrió de corteza y hojas. La molinera y el silfo, que al parecer no tenían a mano parecidos trucos, simplemente echaron a correr. Reynevan, se entiende, también los siguió. Tan deprisa que los superó. Hasta aquí me han encontrado, pensaba febril. Hasta aquí me han encontrado.

Adsumus!

Al pasar, el caballero negro dio un golpe de espada a la hamadríada transformada en árbol, el arbolillo lanzó un horrible grito, vertió un fluido. La molinera miró hacia atrás, a su propia perdición. El caballero la derribó con el caballo, cuando aquélla intentó levantarse, se inclinó en la silla y le asestó un tajo, de tal modo que los huesos del cráneo crujieron. La hechicera cayó, retorciéndose y gritando entre las secas hierbas.

El silfo y Reynevan corrían lo que daban sus piernas, pero no tenían ni una oportunidad contra un caballo al galope. El jinete los alcanzó rápidamente. Se separaron, el silfo corrió a la derecha, Reynevan a la izquierda. El jinete galopó detrás del silfo. Al poco se alzó un grito por encima de la niebla. Un grito que atestiguaba que al silfo no le había sido dado esperar a los cambios y a los husitas de Bohemia.

Reynevan corría a lo loco, jadeando y sin mirar atrás. La niebla ahogaba los ruidos, pero seguía escuchando el golpeteo de los cascos y los relinchos detrás de él, o al menos eso le parecía.

Escuchó de pronto golpeteo de cascos y relinchos delante de él. Se quedó quieto, helado de miedo, pero antes de que pudiera hacer nada, surgió de la niebla una yegua de color manzana, que llevaba en la silla a una mujer fornida y no muy alta vestida con un jubón de hombre. La mujer, al verlo, sujetó a la yegua, se retiró de la frente el desordenado flequillo de claros cabellos.

– Doña Dzierzka… -jadeó, asombrado-. Dzierzka de Wirsing…

– ¿Mi pariente? -La tratante de caballos no parecía menos asombrada-. ¿Tú? ¿Aquí? ¡Diablos, no te quedes parado! ¡Dame la mano, súbete aquí!

Agarró la mano que se le tendía. Demasiado tarde.

Adsuuumuuus!

Dzierzka saltó de la silla con una gracia y agilidad sorprendentes en alguien de su complexión. Con igual agilidad se descolgó de la espalda una ballesta y se la lanzó a Reynevan. Ella agarró otra que llevaba colgada de la silla.

– ¡Al caballo! -gritó, lanzándole un virote y el instrumento para tensar, llamado «pata de cabra»-. ¡Apunta al caballo!

El caballero negro se dirigía hacia ellos con la espada en alto y la capa desplegada a un galope tal que saltaban hacia arriba las briznas de hierba arrancada. Las manos de Reynevan temblaban, los ganchos de la pata de cabra no querían aferrar la cuerda ni los topes en la cureña de la ballesta por nada del mundo. Maldijo desesperado, esto ayudó, los ganchos agarraron, la nuez atrapó la cuerda. La mano temblorosa colocó el virote.

– ¡Dispara!

Disparó. Y falló. Porque pese a las órdenes no apuntó al caballo sino al jinete. Vio cómo la punta de la flecha lanzaba chispas al rozarse contra el pecho de acero. Dzierzka lanzó unas horribles blasfemias en alta voz, se sopló los cabellos del ojo, apuntó, apretó la llave. El virote acertó al caballo en el pecho y se clavó hasta el fondo. El caballo chilló, ronqueó, cayó de rodillas y sobre la testa. El caballero negro rodó de la silla, se golpeó, perdiendo el yelmo y la espada. Y comenzó a levantarse.

Dzierzka maldijo de nuevo, ahora les temblaban las manos a ambos, ambos se les resbalaba la pata de cabra, los virotes se salían del canal. Y el caballero negro se levantó, tomó de la silla una enorme maza de armas, se lanzó hacia ellos a paso ligero. Al ver su rostro Reynevan ahogó un grito por el procedimiento de apretar los labios contra la cureña de la ballesta. El rostro del caballero era blanco, plateado incluso, como el de un leproso. Sus ojos, rodeados de una sombra rojo oscuro, eran locos y sin consciencia, en su boca babeante y cubierta de espuma brillaban los dientes.

Adsuuumuuus!

Las cuerdas resonaron, silbaron los virotes. Ambos acertaron, atravesando la armadura con un sonoro chasquido, ambos entraron hasta las plumas, uno por la clavícula, el otro por el pecho. El caballero se tambaleó, osciló violentamente, pero se mantuvo en pie. Para horror de Reynevan se dirigió otra vez hacia ellos, gritando algo ininteligible, escupiendo la sangre que le salía por los labios y agitando la maza de armas. Dzierzka maldijo, retrocedió, intentando en vano recargar la ballesta, al ver que no le daba tiempo saltó atrás ante el golpe, tropezó, cayó, percibió la bola llena de pinchos que volaba hacia ella, se cubrió la cabeza y el rostro con los brazos.

Reynevan gritó, el grito salvó la vida de la mujer. El caballero se volvió hacia él y Reynevan disparó de cerca, apuntando a la tripa. También esta vez el virote entro hasta las plumas, agujereando con un seco chasquido la armadura. La fuerza del golpe fue imponente, la punta debía de haberse clavado bien profunda en los intestinos, pese a ello el caballero tampoco ahora cayó, se tambaleó pero recuperó el equilibrio, se lanzó rápido hacia Reynevan, gritando y alzando la maza de armas para golpear. Reynevan retrocedió, intentando enganchar la cuerda con la pata de cabra. La enganchó, la tensó. Y sólo entonces se dio cuenta de que no tenía más virotes. Dio con un tacón en un montón de tierra, resbaló y se sentó en la tierra, contemplando con horror cómo se acercaba la muerte: pálida como la lepra, de ojos enloquecidos, con la boca llena de sangre y espuma. Se cubrió con la ballesta, sujetándola con las dos manos.

Adsumus! Adsum…!

Aún medio tendida, medio sentada, Dzierzka de Wirsing apretó la llave de la ballesta y le metió el virote directamente en la nuca. El caballero dejó caer la maza, agitó las manos desmañadamente y se derrumbó como un leño con tanta fuerza que el suelo tembló visiblemente. Cayó cerca de Reynevan. Con una punta de hierro y varias pulgadas de madera de fresno en el cerebro no estaba, extrañamente, muerto del todo. Aún balbuceó durante unos largos instantes, se agitó y arañó la hierba. Al fin quedó inmóvil.

Dzierzka maldecía todo el tiempo, apoyada en sus brazos extendidos. Luego vomitó con brusquedad. Luego se levantó. Recargó la ballesta, puso un virote. Se acercó al caballo del jinete, que ronqueaba todavía, apuntó de cerca. Resonó la cuerda, la testa del caballo golpeó sin fuerza la tierra, las patas traseras se estiraron espasmódicamente.

– Amo a los caballos -dijo, mirando a Reynevan a los ojos-. Mas en este mundo, para sobrevivir hay que sacrificar a veces lo que se ama. Recuérdalo, pariente. Y la próxima vez apunta adonde yo te diga.

Él asintió, se levantó.

– Me has salvado la vida. Y has vengado a tu hermano. Al menos un poco.

– Ellos… estos jinetes… ¿mataron a Peterlin?

– Ellos. ¿No lo sabías? Pero no es hora de charlas, pariente. Hay que huir, antes de que acudan sus camaradas.

– Me han seguido hasta aquí…

– No a ti -le contradijo Dzierzka sin entusiasmo-. A mí. Estaban esperándome emboscados al salir de Bardo, cerca de Potworów. Espantaron a la manada, liquidaron a la escolta, catorce muertos yacen allá, en el camino. Yo estaría entre ellos de no ser… ¡Hablamos demasiado!

Colocó los dedos en la boca, silbó. Al poco golpearon unos cascos contra el suelo, la yegua de color manzana surgió de la niebla al trote. Dzierzka subió a la silla, dejando de nuevo a Reynevan asombrado de la agilidad y gracia casi felina de sus movimientos.

– ¿Qué haces ahí parado?

Él agarró su mano, subió detrás de ella, en las ancas de la yegua. La yegua ronqueaba y arañaba con los cascos, torciendo la testa se alejó del cadáver.

– ¿Quién era?

– Un demonio -respondió Dzierzka, al tiempo que se quitaba de la frente sus rebeldes cabellos-. Uno de los que habitan las tinieblas. Sólo me interesa saber quién cono me habrá delatado…

– Hashsh'ashin.

– ¿Qué?

– Hashsh'ashin -repitió él-. Estaba bajo el influjo de una sustancia obnubilante, herbácea, de origen árabe, llamada hashsh'ish. ¿No has oído hablar del Viejo de la Montaña? ¿De los asesinos de la ciudadela de Alamut? ¿En Jorasán, en Persia?

– Al diablo con tu Jorasán. -Se dio la vuelta en la silla-. Y con tu Persia. Estamos, por si no te has dado cuenta, en Silesia, al pie de la montaña Grochowa, a una milla de Frankenstein. Pero hay mucho de lo que tú, me parece, no te das cuenta. Bajas de la cima de la Grochowa al alba después del equinoccio de otoño. Y bajo el influjo del diablo sabe qué sustancia arábiga. Pero debieras de darte cuenta de que nos amenaza la muerte. ¡Así que cierra el pico y agárrate, porque voy a cabalgar en serio!


Dzierzka exageraba. El miedo, como de costumbre, tenía mil ojos. En el camino y en las cunetas cubiertas de malas yerbas sólo había ocho muertos, de los cuales cinco pertenecían a la escolta armada, que se había defendido hasta el final. Cerca de la mitad del cortejo de catorce personas se había salvado por el procedimiento de huir al bosque cercano. De aquéllos sólo había vuelto uno: un joven mozo de cuadra que no había huido demasiado lejos. Y al que ahora, cuando ya el sol estaba más alto, hallaron entre los arbustos unos caballeros que llegaban por el camino desde Frankenstein.

Los caballeros -su comitiva, junto con escuderos y pajes, constaba de veintiuna personas- cabalgaban en pie de guerra, con las armaduras completas y los gallardetes al viento. La mayor parte de ellos ya había estado en la guerra, la mayoría había visto en su vida más de una. Pese a ello, la mayoría tragó saliva al ver los cuerpos terriblemente destrozados, retorcidos sobre una arena ennegrecida a causa de la sangre. Y ninguno de ellos se burló de la malsana palidez que embargó los rostros de los más jóvenes y menos experimentados ante aquella vista.

El sol se alzó aún más, dispersó la niebla, a su brillo resplandecieron las gotas color rubí que colgaban, como bayas silvestres, en los cardos y estragones. Aquella visión no despertó en ninguno de los caballeros reminiscencias estéticas ni poéticas.

– Cuidado que los han rajado, sus muertos -dijo, escupiendo, Kunad von Neudeck-. Vaya una matanza, eh.

– A golpes de matarife -asintió Wilhem von Kauffung-. Una carnecería.

Surgieron del bosque otros supervivientes, pajes y caballerizos. Aunque pálidos y medio inconscientes del miedo, no se habían olvidado de sus obligaciones. Cada uno de ellos llevaba consigo algunos caballos de los que se habían desbocado durante el ataque.

Ramfold von Oppeln, el más anciano de los caballeros, miró desde la altura de su silla al palafrenero, que temblaba de miedo entre los jinetes que le rodeaban.

– ¿Quién os atacó? ¡Habla, mozo! Tranquilízate. Sobreviviste. Nada te amenaza ya.

– Dios me salvó… -En los ojos del mozo de cuadra seguía habitando el pánico-. Y la Santa Madre de Bardo…

– Si hay ocasión, da para una misa. Pero ahora habla. ¿Quién os atacó?

– ¿Y cómo lo voy a saber? Nos atacaron… Portaban armadura… De yerro… Como vos…

– ¡Caballeros! -estalló un grandullón con cara de monje que llevaba un escudo con dos estacas de plata cruzadas sobre campo de gules-. ¡Caballeros atacan a los mercaderes por los caminos! ¡Por los clavos de Cristo, ya es hora de poner punto final a los caballeros de rapiña! ¡Ya es hora de hacer uso de medios radicales! ¡Igual si rueda alguna que otra cabeza en el cadalso se darán por fin cuenta estos señores en sus castillejos!

– Santa tenéis razón -añadió con rostro de piedra Wencel de Hartha-. Santa razón, señor Von Runge.

– ¿Y por qué -continuó sus pesquisas Von Oppeln- os atacaron? ¿Acaso llevabais algo de valor?

– Quiá… Como no sean los caballos…

– Los caballos -repitió pensativo De Hartha-. Cosa tentadora, caballos de Skalka. De los establos de doña Dzierzka de Wirsing… Que Dios la…

Se detuvo, tragó saliva, sin poder levantar la vista del destrozado rostro de la mujer que yacía sobre la arena en una postura macabra e innatural.

– Ésa no es ella. -El mozo guiñó los ojos aturdidos-. Ésa no es doña Dzierzka. Ésa es la mujer de un palafrenero… Oh, de aquél que allá yace… Ella venía con nosotros desde Klodzko…

– Se equivocaron. -Kauffung afirmó el hecho con frialdad-. Tomaron a la palafrenera por Dzierzka.

– Deben de haberla tomado -confirmó sin entusiasmo el mozo-. Porque…

– ¿Por qué?

– Tenía noble aspecto.

– ¿Acaso sugerís -Von Oppeln se incorporó en la silla-, acaso sugerís, don Wilhem, que no fue éste un asalto bandoleril? ¿Que la señora de Wirsing…?

– ¿Era el objetivo? Sí. Estoy seguro de ello.

– Era el objetivo -añadió, al ver la mirada interrogante de los otros caballeros-. Era el objetivo, como Nicolás Neumarkt. Como Fabián Pfefferkorn… Como otros que, pese a las prohibiciones mercadeaban con… el extranjero.

– Los culpables son los caballeros de rapiña -dijo tozudo Von Runge-. No pienso dar crédito a tontos cuentos, chismorreos acerca de conspiraciones y demonios nocturnos. Todo esto son y fueron asaltos bandoleriles comunes y corrientes.

– Pudiera bien ser -dijo con una voz fina el joven Enrique Baruth, a quien, para distinguirlo de todos los otros Enriques de la familia, se le llamaba Gorrión-, pudiera bien ser que todos estos crímenes los cometieran los judíos. Para hacerse con sangre cristiana, sabéis, para las hostias. Oh, mirad aquí a este pobre desgraciado. Ni gota de sangre, creo, le ha quedado…

– Y cómo le había de quedar -Wencel de Hartha miró al joven con compasión-, si no tiene ni cabeza…

– ¡Pudieran también -introdujo serio Gunter von Bischofsheim- haberlo hecho las brujas de las escobas, las que anoche nos cayeran encima cuando estábamos acampados! ¡Por el gorro de San Antonio! ¡Principia a resolverse poco a poco el enigma! ¡Pues si os dije que entre los diablos estaba Reinmar de Bielau, que lo reconocí! Y cosa cierta es que De Bielau es hechicero, que ocupábase de la magia negra en Olesnica, que hechizaba allá a las mujeres. ¡Aquellos señores pueden confirmarlo!

– Yo de eso nada sé -murmuró, mirando a Benno Ebersbach, Ciervo Krompusch. Ambos habían reconocido a Reynevan entre las brujas que volaban por el cielo la noche anterior, mas preferían no decirlo.

– Cierto, así es. -Ebersbach carraspeó-. Nosotros no solemos andar por Olesnica. No prestamos oídos a los comadreos…

– No son éstos comadreos -Runge lo miró-, sino hechos. Bielau practicaba los embrujos. Parece ser que mató al mismo su hermano, como Caín, cuando éste sus prácticas infernales descubriera.

– Eso es cosa cierta -lo apoyó Eustaquio von Rochow-. Habló de ello el señor Von Reideburg, el estarosta de Strzelin. Tales noticias le llegaron de Wroclaw. Del obispo. El joven Reinmar de Bielau enloqueció de la práctica de los hechizos, el diablo le revolvió el seso. La mano del diablo lo dirige, al crimen lo empuja. Mató a su propio hermano, mató a don Albrecht Bart de Karczyn, mató al mercader Neumarkt, mató al mercader Hanusz Throst, y hasta le alzó la mano al duque de Ziebice…

– Ciertamente se la alzara -confirmó Gorrión-. Y por ello a la torre lo mandaron. Mas se escapó. Con ayuda del diablo, de seguro.

– Si esto es asunto diabólico -Kunad von Neudeck miró a su alrededor con desasosiego-, vayámonos entonces de aquí presto… Porque todavía algo malo se nos puede pegar…

– ¿A nosotros? -Ramfold von Oppeln tocó con la mano en el escudo que llevaba colgado de la silla, un escudo que por encima de un arpón de plata llevaba una lista con una cruz roja-. ¿A nosotros? ¿Con esta señal? ¡Desde que tomáramos la cruz somos cruzados, con la cruzada del obispo Conrado vamos a Bohemia, a combatir herejes, a defender a Dios y la religión! El diablo nada puede contra nosotros. ¡Somos milites Dei, milicia angelical!

– Como milicia angélica -advirtió Von Rochow- tenemos no sólo privilegios, sino también deberes.

– ¿Qué queréis decir con ello?

– El señor Von Bischofsheim reconoció a Reinmar de Bielau entre los hechiceros que volaban al sabbat. Esto, en cuanto lleguemos a Klodzko, al punto de reunión de la cruzada, hay que denunciarlo al Santo Oficio.

– ¿Denunciar? ¡Don Eustaquio! ¡Nosotros somos caballeros!

– En lo tocante a hechiceros y herejes, una denuncia no mancha la honra de caballero.

– ¡Siempre la mancha!

– ¡No la mancha!

– La mancha -dijo Ramfold von Oppeln-. Mas es necesario denunciarlo. Y se denunciará. Pero sigamos adelante, señores, en marcha, a Klodzko, no vayamos, milicia angélica, a llegar tarde al punto de reunión.

– Sería una vergüenza -confirmó Gorrión con voz fina-. Cuanto más que aquí nada podemos hacer ya. Otros, por lo que veo, se ocuparán del asunto.

Ciertamente, por el camino se iban acercando los soldados del burgrave de Frankenstein.


– Aquí es. -Dzierzka de Wirsing detuvo al caballo, suspiró con fuerza. Reynevan, que iba pegado a su espalda, sintió el suspiro-. Esto es Frankenstein. El puente sobre el río Budzówka. A la izquierda del camino, el hospicio del Santo Sepulcro, la iglesia de San Jorge y la Narrenturm. A la derecha los molinos y las casetas de los tintoreros. Más allá, al otro lado del puente, la puerta de la ciudad, llamada la puerta de Klodzko. Allí también el castillo ducal, allá la torre del ayuntamiento, la parroquia de Santa Ana. Baja.

– ¿Aquí?

– Aquí. No tengo intención de mostrarme en las cercanías de la ciudad. Y tú debieras pensártelo también, pariente.

– Yo tengo que ir.

– Así pensaba. Baja.

– ¿Y tú?

– Yo no tengo.

– Me refería que adonde ibas.

Se retiró los cabellos de un soplido. Lo miró. Él comprendió la mirada y no hizo más preguntas.

– Adiós, pariente. Hasta la vista.

– Que sea en mejores tiempos.


Capitulo vigesimosexto


En el que en el lugar de Frankenstein se encuentran muchos antiguos -aunque no necesariamente buenos- conocidos.


Casi en medio de la plaza del mercado, entre la picota y el pozo, había un enorme charco que apestaba a estiércol y a meado de caballo. Se bañaban en él muchos gorriones, a su alrededor estaba sentada una bandada de niños, harapientos, desgreñados y sucios, los cuales se entretenían en remover aquella suciedad, en salpicarse los unos a los otros, en hacer ruido y en echar a navegar barquitos de corcho.

– Sí, Reinmar. -Scharley terminó su sopa, rebañando con su cuchara el culo del tazón-. Tengo que reconocer que tu vuelo nocturno me impresionó. No volabas mal, ciertamente, alguien podría haber dicho: un águila. El rey de los aires. Recuerdas, te lo profeticé entonces, después de la levitación con las brujas del bosque. Que te convertirías en águila. Y te has convertido. Aunque no creo que sin la asistencia de Huon von Sagar, pero en cualquier caso. Lo juro por mi picha, muchacho, me estás haciendo enormes progresos. Sólo que pongas un poco más de esfuerzo y saldrá de ti un Merlín. Y nos construirás aquí en la Silesia un Stonehenge. Uno tan grande que el inglés le cabrá dentro.

Sansón bufó.

– ¿Y qué hay de la Biberstein? -siguió al cabo el demérito-. ¿La dejaste segura ante la puerta del castillo paterno?

– Casi. -Reynevan apretó los dientes. Había estado buscando a Nicoletta sin resultado toda la mañana, por todo Frankenstein: miró en las posadas, esperó después de la misa en la iglesia de Santa Ana, echó un vistazo a la puerta de Ziebice y al camino que se dirigía a Stolz, preguntó, vagabundeó por las pañerías de la plaza. Y allí precisamente, en los soportales, había encontrado para su gran alegría y alivio a Scharley y a Sansón.

– Seguro -añadió- que la muchacha está ya en casa.

Ésa era su esperanza, contaba con ello. El castillo de Stolz estaba a menos de una milla de Frankenstein, la ruta que llevaba a Ziebice y Opole era muy concurrida, a Catalina Biberstein le bastaba con decir quién era y le habría prestado asistencia y ayuda cualquier mercader, cualquier monje o cualquier caballero. De modo que Reynevan estaba casi seguro de que la muchacha había llegado ya tranquila a su casa. Le reconcomía sin embargo el que no hubiera sido él quien le hubiera asegurado a ella el regreso. No sólo eso le reconcomía.

– Si no hubiera sido por ti -Sansón Mieles parecía haber leído sus pensamientos-, la doncella no habría salido viva del castillo de Bodak. La salvaste.

– Y puede que a nosotros también. -Scharley lamió la cuchara-. Parece que el viejo Biberstein no ha mandado a ninguna partida y estamos, por si alguno no se ha dado cuenta, muy cerquita del lugar del ataque, bastante más cerca que ayer por la tarde. Si nos prendieran… humm… ¿vendrá la doncella, agradecida por salvarla, en nuestro socorro y le rogará a su padre que deje intactos nuestros miembros?

– Si quiere -advirtió Sansón con sequedad-. Y si llega a tiempo.

Reynevan no dijo nada. Terminó la sopa.

– Vosotros -dijo- también me impresionasteis. En Bodak había cinco raubrittery rajabarbas armados. Y disteis cuenta de ellos…

– Estaban borrachos. -Scharley hizo una mueca-. Si no… Pero hechos son hechos: con verdadero asombro contemplé la ventaja guerrera del aquí presente Sansón Mieles. ¡Y si hubieras visto, Reinmar, cómo destrozó la puerta! ¡Ja, ciertamente, si la reina Eduvigis hubiera tenido a alguien así para ayudarla con la puerta del castillo de Wawel, habría ahora un austria sentado en el trono polaco… Y luego nuestro Sansón persiguió a los truhanes de los filisteos. En pocas palabras: gracias a él estamos los dos vivos.

– Pero Scharley…

– Gracias a ti estamos vivos, so modesto. Punto. Y gracias a él también, has de saber, Reinmar, nos hemos encontrado. En el cruce de caminos, cuando tuvimos que elegir, yo optaba más bien por ir a Bardo, pero Sansón se empeñó que a Frankenstein. Afirmaba que tenía un presentimiento. Acostumbro a burlarme de tales presentimientos, pero en este caso, teniendo que ver con una criatura sobrenatural, venida de otros mundos…

– Hiciste caso -lo cortó Sansón, como era habitual ya, sin prestar atención a su ironía-. Como se ha visto, fue una buena decisión.

– No se puede negar. Eh, Reinmar, cómo me ha alegrado el verte en la plaza mayor de Frankenstein, con el fondo de ese puestecillo de las alpargatas, a la sombra de la torre del ayuntamiento. ¿Te he contado ya cómo…?

– Ya lo has contado.

– … la alegría de verte -el demérito no se dejó interrumpir- ha influido también, lo que quiero comunicarte, en una pequeña corrección de mis planes. Después de tus últimas hazañas, entre éstas sobre todo después del jaleo con Hayn von Czirne, el espectáculo en el torneo de Ziebice y tu elocuencia ante Buko en relación con el alcabalero, me prometí a mí mismo que cuando arribáramos a Hungría, cuando estuvieras seguro, en cuanto llegáramos a Buda, te conduciría al puente del Danubio y te daría de patadas en el culo hasta que cayeras al río. Pero contento y emocionado, hoy, cambio de idea. Al menos de momento. ¡Eh, tabernero! ¡Cerveza! ¡Vivo!

Hubo que esperar, el posadero no se apresuró especialmente. Al principio lo había confundido la voz y la actitud orgullosa de Scharley, pero no podía dejar de haber visto ya antes, cuando habían pedido la sopa, que los clientes habían realizado un inventario un tanto febril, rebañando scotus y taleros del fondo de las faltriqueras y los bolsillos. En la posada bajo los soportales del ayuntamiento no sobraban los clientes, pero el posadero se valoraba a sí mismo demasiado como para reaccionar con exagerado servilismo ante los gritos de cualquier patán.

Reynevan dio un trago a la cerveza, con los ojos clavados en los harapientos niños que chapoteaban en el amarillo charco, entre la picota y el pozo.

– Los niños son el futuro de la nación. -Scharley captó su mirada-. Nuestro futuro. El cual, en fin, se anuncia poco interesante. En primer lugar, magro. En segundo, apestoso, descuidado y desagradable hasta la náusea.

– Ciertamente -reconoció Sansón-. Pero siempre se puede hacer algo. En lugar de refunfuñar, hay que ocuparse de ellos. Lavarlos. Darles de comer. Educarlos. Y entonces estará el futuro asegurado.

– ¿Y quién, en tu opinión, ha de ocuparse de ellos?]

– No yo. -El gigante se encogió de hombros-. A mí no me importa. Yo no tengo futuro en este mundo.

– Cierto. Lo había olvidado. -Scharley echó un pedazo de pan remojado en los restos de la sopa a un perro que andurreaba por allí. El perro estaba tan delgado que parecía un arco. Y no comió el pan sino que se lo tragó como la ballena a Jonás.

– Me pregunto -reflexionó Reynevan- si este chucho ha visto alguna vez un hueso.

– Seguro que sólo -el demérito se encogió de hombros- cuando haya tenido una pata rota. Pero, como bien ha dicho Sansón, a mí no me importa. Yo tampoco tengo futuro aquí, y si lo tengo, entonces se me aparece a mí más jodido que el de estos chiquillos y más triste que el de este can. El país de los magiares me parece a mí más lejano que la Última Thule. No me engaña el momentáneo idilio de esta tranquila ciudad de Frankenstein, la cerveza, la sopa de judías y el pan con sal.

Dentro de nada, seguro que Reynevan conoce a no sé qué doncella y otra vez lo de siempre. Otra vez habrá que salvar el pescuezo, salir huyendo para acabar al final en algún despoblado. O en una desagradable compañía.

– Pero Scharley. -Sansón también le echó pan al perro-. De Opava nos separan como mucho veinte millas. Y de Opava a Hungría todo lo más ochenta. No es tanto.

– Por lo que veo, estudiaste la geografía de las tierras orientales de Europa en ese tu otro mundo.

– He estudiado diversas cosas, pero no se trata de eso. Se trata de pensar positivamente.

– Yo siempre pienso positivamente. -Scharley dio un sorbo de cerveza-. Pocas veces hay algo que turbe mi optimismo. Y ha de ser algo importante. Algo como, pongamos, la perspectiva de un largo viaje sin tener dinero alguno. El poseer dos caballos, de los cuales uno está reventado, para tres personas. Y el hecho de que uno de nosotros esté herido. ¿Cómo está tu brazo, Sansón?

Ocupado con la cerveza, el gigante no respondió, tan sólo movió la mano vendada demostrando que estaba perfectamente.

– Me alegro. -Scharley miró al cielo-. Un problema menos. Pero otros no desaparecen.

– Desaparecen. Al menos en parte.

– ¿Qué es lo que quieres decir con ello, nuestro querido Reinmar?

– Esta vez -Reynevan alzó la cabeza con orgullo- no nos ayudarán tus contactos, sino los míos. Tengo amigos en Frankenstein.

– ¿No se tratará por casualidad, me permito preguntar, de alguna casada? ¿Viuda? ¿Una moza en edad de merecer? ¿Una monja? ¿Otra hija de Eva, representante del bello género? -se interesó Scharley con rostro pétreo.

– Es una pésima broma. Y vanos resquemores. Mi amigo es el diácono de la iglesia de la Santa Cruz. Un dominico.

– ¡Ja! -Scharley posó con energía su copa sobre el banco-. Si es así, creo que preferiría otra casada. Reinmar querido, ¿no sientes por casualidad un terrible dolor de cabeza? ¿No tienes náuseas ni mareos? ¿No ves doble?

– Lo sé, lo sé -Reynevan agitó la mano-, sé lo que quieres decir. Domini canes, perros del Señor, una pena que rabiosos. Siempre al servicio de la Inquisición. Banal, señor mío, banal. Además, has de saber que el diácono del que hablamos tiene una deuda, una deuda muy grande. Peterlin, mi hermano, le ayudó una vez, lo sacó de un tremendo embrollo financiero.

– Y tú por tu parte imaginas que esto significa algo. ¿Cómo se llama el tal diácono?

– ¿Qué pasa, conoces a todos?

– Conozco a muchos. ¿Qué nombre tiene?

– Andrzej Kantor.

– Los problemas financieros -dijo el demérito al cabo de un instante de estupefacción- parecen ser hereditarios en esa familia. Oí

hablar de Pavel Kantor, al que la mitad de Silesia lo perseguía por deudas y estafas. Y en el Carmelo estaba encerrado conmigo Mateo Kantor, vicario de Dlugoleka. Había perdido a los huesos el ciborio y el incensario. Me da miedo pensar lo que perdería tu diácono.

– Es cosa antigua.

– No me has entendido. Me da miedo pensar qué ha perdido últimamente.

– No te entiendo.

– Oh, Reinmar, Reinmar. ¿Por lo que imagino, has visto ya al tal Kantor?

– Lo he visto, ciertamente. Pero sigo sin…

– ¿Cuánto sabe? ¿Qué le has contado?

– Prácticamente nada.

– Ésa es la primera buena noticia. Ahorrémonos pues tanto esta conocencia como la dominicana ayuda. Necesitamos dinero, recolectémoslo pues de otro modo.

– Estoy deseando saber cómo.

– ¿No podríamos vender esta copa de excelente trabajo?

– De plata. ¿De dónde la has sacado?

– Paseaba por el mercadillo, contemplaba los tenderetes y de pronto la copa se encontró en mi bolsillo. Oh, qué misterio.

Reynevan suspiró. Sansón echó un vistazo a su jarra, mirando melancólicamente los restos de espuma. Scharley, por su parte, se entretuvo de inmediato en observar a un caballero que en un soportal cercano estaba lanzando la de Dios es mundo contra un judío inclinado en una reverencia. El caballero llevaba un chaperón de color carmín y un rico gambax adornado por delante con un escudo que presentaba una volandera, o sea una piedra de molino.

– Silesia como tal -dijo el demérito- la dejo atrás, en suma, sin llanto. Digo «en suma» porque una cosa me da pena. Los quinientos gúldenes que llevaba el recaudador de impuestos. Si no hubiera sido por las circunstancias, el dinero sería ya nuestro. Me enfurece, lo reconozco, el pensamiento de que se los haya embolsado un patán del tipo de Buko von Krossig, por casualidad y sin merecerlo. ¿Quién sabe, puede que el Reichenbach que ahora mismo anda tratando a los israelitas de perros rabiosos y cerdos? ¿O puede que alguno de aquéllos de los que están allá, junto a la caseta del guarnicionero?

– Es sorprendente la de armados y caballeros que hay hoy aquí.

– Muchos. Y mirad, llegan más…

El demérito se interrumpió al punto y espiró con gran ruido. A través de la puerta de la Cárcel, siguiendo la calleja de los Montes de Plata, estaba entrando a la plaza nada más y nada menos que el raubritter Hayn von Czirne.

Scharley, Sansón y Reynevan no esperaron. Se levantaron del banco con intenciones de esfumarse de rondón antes de que los percibieran. Demasiado tarde. Los vio el propio Hayn, los vio Fryczko Nostitz, que iba a su lado, los vio el italiano Vitelozzo Gaetani. A este último, a la vista de Scharley, se le quedó blanca de rabia la jeta que llevaba todavía inflamada y cruzada por una cicatriz reciente. Un segundo más tarde la plaza mayor de la ciudad de Frankenstein se llenó de gritos y ruido de cascos. Pero un instante después Hayn descargó su rabia tan sólo sobre la madera del banco de la posada, haciéndola añicos con su hacha.

– ¡Perseguidlos! -gritó a los suyos-. ¡Tras ellos!

– ¡Allí! -gritó Gaetani-. ¡Por allí huyen!

Reynevan corría con todas sus fuerzas, siguiendo apenas a Sansón. Scharley iba en cabeza, eligiendo el camino, torciendo hábilmente por callejones cada vez más estrechos y atravesando luego los jardines. La táctica pareció funcionar: al pronto enmudecieron detrás de ellos el golpeteo de los cascos y los gritos de sus perseguidores. Cayeron en la calle de los Baños Bajos, cuyos regueros estaban llenos de espuma de jabón, doblaron hacia la puerta de Ziebice.

Desde la puerta de Ziebice, platicando y balanceándose perezosamente en las sillas, entraron cabalgando los Sterz, y con ellos, Knobelsdorf, Haxt y Rotkirch.

Reynevan se quedó tieso.

– ¡Bielau! -gritó Wolfher Sterz-. ¡Te tenemos, hijo de una perra!

Antes de que el grito se extinguiera, Reynevan, Scharley y Sansón ya se las pelaban, jadeando, por los callejones, se abrieron paso saltando por encima de vallas a través de la maleza de los jardines, se enredaron en las sábanas que colgaban para secarse de las cuerdas. Oyendo a la izquierda los gritos de la gente de Hayn y detrás los aullidos de los Sterz, corrieron hacia el norte, en dirección hacia donde comenzaba a repicar en aquel preciso instante la campana de la iglesia de la Santa Cruz, perteneciente a los dominicos.

– ¡Señor Reinmar! ¡Aquí! ¡Por aquí!

En una pared se abrió una pequeña puerta, en ella estaba Andrzej Kantor, diácono de los dominicos. Que tenía una gran deuda con los Bielau.

– ¡Por aquí, por aquí! ¡Deprisa! ¡No hay tiempo!

Cierto, no lo había. Entraron corriendo en un estrecho corredor que, cuando Kantor cerró la puerta, quedó sumido en la oscuridad y envuelto en un olor de podredumbre. Reynevan derribó con un estruendo indescriptible algún cacharro metálico, Sansón tropezó y se cayó con alboroto. Scharley también cayó sobre algo, porque lanzó una sonora maldición.

– ¡Por aquí! -gritó Andrzej Kantor, por delante, de donde surgía una luz borrosa-. ¡Por aquí! ¡Aquí! ¡Aquí!

Reynevan más tropezó que anduvo por unas estrechas escaleras. Salió por fin a la luz del día, a un pequeño patio entre muros cubiertos de parras. Scharley, que iba detrás de él, pisó a un gato, el gato maulló rabioso. Antes de que se extinguiera el maullido surgieron de ambos lado unos cuantos individuos vestidos con negras togas y sombreros de fieltro negro.

Alguien le puso a Reynevan una bolsa en la cabeza, otro le echó una zancadilla. Cayó a tierra. Lo aplastaron, le agarraron las manos. Junto a él sintió y escuchó un forcejeo, escuchó unos gemidos rabiosos, el sonido de golpes y gritos de dolor, lo que atestiguaba que Scharley y Sansón no se estaban dejando atrapar sin lucha.

– ¿Acaso el Santo Oficio… -oyó la voz temblorosa de Andrzej Kantor-… ha previsto… por atrapar al hereje… alguna recompensa? ¿Aunque fuera pequeñísima? El significavit del obispo no lo dice, pero yo… yo tengo problemas… Tengo un gran problema financiero… Por eso precisamente…

– El significavit es una orden, y no un contrato de comercio -le informó al diácono una voz malvada y ronca-. Y la oportunidad de ayudar a la Santa Inquisición ya es suficiente premio para todo buen católico. ¿No eres buen católico, hermano?

– Kantor… -consiguió decir Reynevan, con la boca llena de polvo y pelos del saco-. ¡Kantooor! ¡Hideputa! ¡Perro de la Iglesia! ¡Que te den por el c…!

No le dejaron terminar. Le atizaron en la cabeza con algo duro, los ojos le hicieron chiribitas. Le dieron otra vez, el dolor irradió paralizante, los dedos de las manos se le quedaron rígidos de pronto. El que lo había golpeado le atizó de nuevo. Y otra vez. Y otra vez. El dolor obligó a gritar a Reynevan, la sangre le vibraba en los oídos, perdió el sentido.


Despertó en la más completa tiniebla, con la garganta seca como el esparto y la lengua como una esponja. La cabeza latía con un dolor que le ocupaba las sienes, los ojos, hasta los dientes. Respiró hondo y casi se atragantó de lo mucho que apestaba a su alrededor. Se movió, crujió la paja sobre la que estaba tendido.

No muy lejos alguien balbuceaba horriblemente, otro tosía y gemía. Junto a él algo chapoteaba, fluía el agua. Reynevan se lamió los secos labios. Alzó la cabeza y casi gimió de lo mucho que le dolía. Se levantó con cuidado, despacio. Un vistazo le bastó para darse cuenta de que estaba en un gran sótano. En una mazmorra. En el fondo de un profundo pozo de piedra. Y que no estaba solo.

– Te has despertado. -Scharley enunció el hecho. Estaba apenas a unos pasos, de pie, meando con gran ruido en un cubo.

Reynevan abrió la boca, pero no consiguió extraer de ella ni un sonido.

– Está bien que te hayas despertado. -Scharley se subió los pantalones-. Porque precisamente he de informarte que en lo relativo al puente sobre el Danubio, volvemos a nuestra idea primigenia.

– ¿Dónde…? -graznó Reynevan por fin, tragando saliva con dificultad-. Scharley… ¿Dónde… estamos?

– En el santuario de Santa Dymphna.

– ¿Dónde?

– En el hospital de los enajenados.

– ¡¿Dónde?!

– Pues si te lo estoy diciendo. En la casa de los locos. En la Narrenturm.

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