Capítulo cuarto

En el cual Reynevan y Zawisza el Negro de Garbowo departen acerca de esto y aquello en el camino de Brzeg. Luego Reynevan sana de sus gases a Zawisza y Zawisza le recompensa con valiosas enseñanzas acerca de la historia contemporánea.


Deteniendo un tanto su montura para quedarse retrasado, el caballero Zawisza el Negro de Garbowo se alzó en la silla y lanzó un sonoro pedo. Luego suspiró hondoj apoyó las dos manos en el fuste y peyó otra vez.

– Esto es cosa de la col -explicó con claridad, al tiempo que se alineaba de nuevo con Reynevan-. A mi edad no se debe comer tanta col. ¡Por los huesos de San Estanislao! ¡Cuando era joven podía comer hasta reventar! ¡Un cazón, es decir, más de media perola de col, me comía en tres padrenuestros! Y no me pasaba nada. Podía comer col de cualquier manera, aunque fuera dos veces al día, sólo con que tuviera comino de sobra. Y ahora, apenas como cualquier cosilla, me arden las tripas y se me salen unos gases que, como has visto, casi me espeazan. A la vejez, voto al diablo, todo son viruelas.

Su caballo, un poderoso rocín negro, retozó con fuerza, como si se preparara para cargar. Todo el rocín, hasta los hocicos, iba cubierto con una gualdrapa negra que en la parte trasera estaba adornada con la Sulima, el escudo del caballero. Reynevan se asombró de no haber reconocido la famosa enseña al instante, puesto que era atípica en la heráldica polaca, tanto por lo que respectaba a la figura como a los muebles.

– ¿Por qué estás tan callado? -le preguntó de pronto Zawisza-. Cabalgamos y cabalgamos y tú has dicho como mucho diez palabras. Y sólo cuando te tiraba de la lengua. ¿Miedo te doy? Se trata de Grunwald, ¿no? ¿Sabes qué, muchacho? Podría asegurarte que no fue posible que yo matara a tu padre. Ninguna fatiga habría yo de tomarme para decirte que no pude toparme en la lucha con tu padre, pues hallábase la hueste de Cracovia en el centro de los ejércitos polaco-lituanos mientras que las mesnadas de Conrado el Blanco en el ala izquierda de los teutones, hacia Stebark. Mas no lo digo, pues mentir sería. El día aquel, día del Envío de los Apóstoles, di muerte a mucha gente. En una algazara y una batahola tan grandes que apenas veíase nada. Porque era una batalla. Y punto.

– Padre -carraspeó Reynevan- llevaba en el escudo…

– No recuerdo los escudos -lo interrumpió abrupta y crudamente el Sulima-. En lucha abierta no tienen ninguna importancia para mí. Lo que importa es hacia qué lado está vuelto el hocico del caballo. Si está al contrario que el hocico del mío, entonces le asesto un tajo aunque tuviera a la misma Madre de Dios en el escudo. Al cabo, cuando la sangre se auna con el polvo y el polvo con la sangre, no se ve ni una mierda en los escudos. Repito, Grunwald fue una batalla. Y dejémoslo. No me mires.

– No os miro.

Zawisza detuvo un poco el rocín, se alzó en la silla y peyó. De los sauces que crecían alrededor del camino salieron volando los grajos asustados. La comitiva del caballero de Garbowo, compuesta de un criado canoso y cuatro escuderos armados, le seguía a una distancia de seguridad. Tanto el criado como los escuderos iban a lomos de hermosos caballos y sus vestidos eran ricos y estaban limpios. Como les correspondía a quienes servían a alguien que era el estarosta de Kruszwice y Spisz y que, por lo que decían los rumores, cobraba los diezmos de unas treinta aldeas. Sin embargo, ni el criado ni los escuderos tenían el aspecto de ser pajecillos señoriales vestidos de terciopelo. Al contrario, más bien parecían verdaderos matarifes y las armas que portaban no podían considerarse en ningún caso que eran para decoración.

– Así que no me miras -siguió Zawisza-. ¿Por qué andas entonces tan cabizbajo?

– Porque me da -se atrevió Reynevan- que sois vos quien me miráis con fijeza. Y bien sé por qué.

Zawisza el Negro se giró en la silla y lo estuvo mirando mucho rato.

– Oh -dijo por fin-, ha hablado con su acongojada voz la inocencia herida. Sabe, hijo, que no está bien el joder esposas ajenas. Y si mi parecer quisieras saber, proceder es éste bien bajo. Y merecedor de castigo. Hablando con llaneza, no eres a los mis ojos mejor que aquél que bolsos corta en la plaza o que el que pollos roba en los corrales. Yo pienso, he aquí que ambos son canallas de poca monta, picaros misérrimos que han aprovechado la ocasión.

Reynevan no dijo nada.

– En Polonia era costumbre siglos ha -continuó Zawisza el Negro- que al amante de esposas ajenas que había sido apresado se le condujera a una puente y a esa puente se le clavara con un clavo de yerro el escroto con sus güevos. Y poníasele un cuchillo en el pescuezo y se le decía: ¿quieres ser libre?, pues toma aliento.

Reynevan tampoco esta vez dijo nada.

– Ya no se clava -concluyó el caballero-. Y es una desdicha. No puede decirse que mi esposa Bárbara ligera sea de cascos, mas cuando pienso que su momento de debilidad podríalo usar allá en Cracovia algún galán como tú, muchacho, un pepón a ti parecido… Ah, para qué fablar.

El silencio que cayó por unos instantes fue interrumpido de nuevo por la col que había comido el caballero.

– Sí… -Zawisza suspiró con alivio y miró al cielo-. Sabe sin embargo, muchacho, que yo no te juzgo, puesto que sólo ha derecho a lanzar piedras quien esté libre de pecado. Y resumiendo de esta forma, no hablemos más de ello.

– El amor es cosa grande y más de un nombre posee -dijo Reynevan, un tanto picado-. Escuchando las canciones y romances, nadie desprecia a Tristán e Isolda, a Lancelot y a Ginebra ni al trovador Guillermo de Cabestaing y doña Margarita de Roussillon. Y a mí y a Adela nos liga un amor grande, apasionado y sincero que no es menor en absoluto. Y he aquí que todos se han aliado contra nosotros…

– Si ese amor es tan grande -Zawisza aparentó mostrar curiosidad-, ¿por qué entonces no estás cabe tu amada? ¿Por qué fugas chrustas, talmente como malhechor pescado con las manos en la masa? Tristán, para estar cabe Isolda, encontró la manera, vistiéndose, si la memoria no me falla, con harapos de pordiosero. Lancelot, para rescatar a la su Ginebra, sólo la emprendiera contra los Caballeros todos de la Tabla Redonda.

– No es tan sencillo. -Reynevan se había puesto rojo como un tomate-. Mucho habrá de pasar ella si me apresan y me matan. Por no hablar de mí mismo. Mas hallaré el modo, no temáis. Aunque fuera con disfraz, como Tristán, precisamente. El amor siempre vence. Amor vincit omnia.

Zawisza se alzó en la silla y peyó. Era difícil decir si se trataba de un comentario o sólo era la col.

– Provechoso de esta disputa -dijo- es el que platicáramos, pues me cansa el cabalgar en silencio, con los morros bajos. Platiquemos pues, joven silesio. Da igual el tema que sea.

– ¿Por qué vais por aquí? -se atrevió al cabo Reynevan-. ¿No es más corto el camino de Cracovia a Moravia por Raciborz? ¿Y por Opava?

– Puede que más corto -concedió Zawisza-. Mas yo, has de saber, a los ratiborianos no los aguanto. El poco ha fallecido duque Juan, Dios se apiade de su alma, era grande hideputa. Mandó a unos esbirros a matar a Przemek, el hijo del duque de Cieszyn, Noszak, y a Noszak lo conocía yo bien y Przemek mi amigo era. De modo que ni hoy usé de la hospitalidad de los ratiborianos ni lo haré, pues el hijo de Juan, Nicolás, por lo que cuentan, sigue con brío las huellas del padre. A más, alargué la jornada, pues había de lo que departir con Kantner, repitiéndole lo que para él había dicho Jagiello. Y asimismo, el camino por la Baja Silesia suele ser rico en distracciones. Aunque por lo que veo, algo es exagerada tal opinión.

– ¡Ja! -adivinó al punto Reynevan-. ¡Así que por eso vais completamente armado! ¡Y en caballo de lucha! Andáis buscando contienda. ¿Cierto?

– Cierto -reconoció sereno Zawisza el Negro-. Se decía que abundaban por acá los caballeros de rapiña.

– No aquí. Esta parte es segura. Por eso hay tantos viajeros.

Ciertamente, no se podía uno quejar de falta de compañía. Verdad que ellos mismos no alcanzaron a nadie ni nadie los adelantó, pero en dirección contraria, de Brzeg a Olesnica, había un animado tráfico. Habían pasado ya algunos mercaderes en carros de altas cargas que iban dejando profundas huellas en el suelo, escoltados por una docena de hombres armados que tenían un aspecto extraordinariamente canallesco. Pasó una columna a pie de pegueros cargados con sus cántaros, que venían anunciados por el aroma a resina que los precedía. Cruzaron a un grupo de teutones con Estrella Roja a caballo, cruzaron a un joven caballero de la Orden de San Juan con rostro de querubín que iba acompañado de su criado, cruzaron a unos boyeros que azuzaban a sus bueyes, y también a cinco peregrinos de aspecto sospechoso, los cuales, aunque preguntaron educadamente por el camino a Czestochowa, no por ello dejaron de ser sospechosos a los ojos de Reynevan. Se cruzaron con unos goliardos en un carro con escalera, alegres y no muy sobrios, que iban cantando a viva voz In cratere meo, canción compuesta para el texto de Hugo de Orleáns. Y ahora, precisamente, a un caballero con una mujer y una pequeña comitiva. El caballero llevaba una magnifica armadura bávara y el león de dos colas en su escudo lo delataba como perteneciente a la muy extendida estirpe de los Unruh. El caballero, se veía, reconoció al instante el pabellón de Zawisza y lo saludó con una reverencia, pero tan orgullosa que dejaba bien claro que los Unruh no eran peores que los Sulimas. La acompañante del caballero, que llevaba un vestido de color violeta claro, cabalgaba a la dama sobre una hermosa yegua ruana y no llevaba la cabeza cubierta -extrañamente-, por lo que el viento jugueteaba libremente con sus cabellos dorados. Al pasar a su lado la mujer alzó la cabeza, sonrió levemente y regaló a Reynevan, que tenía sus ojos fijos en ella, una mirada tan verde y significativa que al muchacho lo recorrió un escalofrío.

– Oy -dijo al cabo Zawisza-. No morirás, mozuelo, de muerte natural, no.

Y peyó. Con la fuerza de una bombarda de mediano tamaño.

– Para demostraros -dijo Reynevan- que no me alteran en absoluto ni vuestra malicia ni vuestras pullas, os voy a sanar de vuestras ventosidades y vuestros gases.

– Me gustaría ver cómo.

– Lo veréis. En cuanto que nos topemos con algún pastor.

Con el pastor se toparon incluso hasta pronto, mas al ver a unos jinetes doblar hacia él viniendo desde el camino, el pastor se lanzó a una huida provocada por el pánico, se metió entre los matojos y desapareció en un pis pas. Quedaron sólo las ovejas balando.

– Habría que haberlo cogido con artemañas, con fingimientos -dijo, de pie sobre los estribos, Zawisza-. Porque ahora por estas frondas no lo apresaremos. Juzgando por la ligereza con la que se las pelaba, debe de separarnos de él ya el río Oder.

– Y hasta el Nysa -añadió Wojciech, el criado del caballero, demostrando vivo humor y conocimiento de geografía.

Reynevan no se molestó en absoluto por sus burlas. Se bajó del caballo y con paso firme se dirigió hasta el chozo del pastor, de donde al cabo salió con un gran atado de hierbas secas.

– No es el pastor lo que necesito -aclaró sereno-, sino esto. Y un poquillo de agua caliente. ¿No encontraremos una cazuela?

– Todo se encuentra -dijo Wojciech con sequedad.

– Si de cocer se trata -Zawisza miró al cielo-, hagamos entonces un alto. Y bien largo, que la noche está cerca.


Zawisza el Negro se extendió cómodamente sobre la silla cubierta con una piel de carnero, miró el vaso que acababa de vaciar, olisqueólo.

– Ciertamente -dijo-, sabe como a agua de foso calentada por el sol y güele a gato. ¡Mas ayuda, por las penas de Cristo, ayuda! Ya tras el primer vaso, después de una buena cagada, me sentí mejor y ahora es como si con la mano me lo hubieran arrancado. Mis reconocimientos, Reinmar. Mentira es, por lo que veo, el que las universidades sólo enseñan a los mozos la bebida, la inmoralidad y la mala habla. Mentira, ciertamente.

– Una migaja de conocimiento de las yerbas, nada más -respondió Reynevan con modestia-. Lo que en verdad os ha ayudado, don Zawisza, ha sido el quitaros la armadura, el descanso en colocación más placentera que la de la silla de montar…

– Eres modesto en demasía -lo interrumpió el caballero-. Yo conozco mis fuerzas, sé cuan largo soy capaz de aguantar en la silla y las armas. Has de saber que a menudo viajo de noche, con un farol y sin armadura, sin descansos. En primer lugar porque acorta el viaje, en segundo, que si no de día, puede que al menos de noche alguien se te encare… Y te dé algo de esparcimiento. Mas puesto que afirmas que este país es tranquilo, ja, para qué cansar a los caballos, sentémonos al fuego hasta el amanecer, platiquemos… Al fin y al cabo, también tal cosa es distracción. Puede que no tan buena como sacarles las tripas a unos caballeros de rapiña, mas distracción es.

El fuego crepitaba alegremente, iluminaba la noche. Exhalaba su olor y goteaba sobre las llamas la grasa que caía de las salchichas y de los pedazos de tocino que estaban asando, sujetos en palitos, el criado Wojciech y los escuderos. Wojciech y los escuderos mantenían el silencio y la distancia apropiados, pero en las miradas que le lanzaban a Reynevan se distinguía el agradecimiento. Por lo visto no compartían el amor de su señor por los viajes nocturnos a la luz de un farol.

El cielo sobre el bosque estaba cubierto de estrellas. La noche era fresca.

– Sí… -Zawisza se masajeaba la tripa con las dos manos-. Ayudó, ayudó, mejor y con mayor celeridad que las oraciones a San Erasmo, patrón de los estómagos, que se suelen recomendar. ¿Qué fue esa mágica hierba, qué fue esa mandragora hechicera? ¿Y por qué la buscaste precisamente en la choza de un pastor?

– Por San Juan -explicó Reynevan, contento de poder alardear un poco-, los pastores recogen distintos tipos de yerbas sólo por ellos conocidas. El manojo lo llevan primero atado a su hyrkavica, que es como se dice en la lengua de Bohemia al cayado. Luego se secan las yerbas en el chozo. Y se hace con ellas un cocimiento que…

– Que luego se da a beber a las bestias. -El Sulima hizo uso de palabra-. Esto es, que me trataste como a vaca con pedorreta. En fin, si ayudó…

– No os alteréis, don Zawisza. La sabiduría popular es grande. No la despreciaron ninguno de los grandes médicos ni alquimistas, ni Plinio, ni Galeno, ni Walafrid Strabo, ni los sabios árabes, ni Gerbert d'Aurillac ni Alberto Magno. Mucho la medicina sacó provecho del pueblo, y sobre todo de los pastores. Pues que ellos disponen de un grande e inagotable saber acerca de las yerbas y de sus potencias de curación. Y de otras… potencias.

– ¿En verdad?

– En verdad -confirmó Reynevan, acercándose más al fuego para tener mejor vista-. No creeríais, don Zawisza, cuánta potencia se esconde en este manojo, en este seco montón de ramujos de chozo de pastor por el que nadie daría ni medio chelín. Mirad: manzanilla, nenúfar, nada del otro mundo, mas cuando se hace de ello una decocción, hasta milagros pueden obrar. Del mismo modo los que os diera yo: pie de gato, acanto, angélica. Y éstas, éstas que en la lengua checa se llaman sporycek y sedmikraska. Poco médico hay que sepa cuan efectivas son. Con el cocimientos de éstas, que se llaman jakubki, embadurnan los pastores a las ovejas para protegerlas de los lobos el día de los santos Felipe y Santiago, en mayo. Lo creáis o no, mas el lobo no toca a la oveja embadurnada. Éstas, por su parte, son las bayas del santo Wendelino y éstas las yerbas del santo Linhart, ambos santos, junto con San Martín, son, como sabéis, patrones de los pastores. Al dar estas yerbas al ganado, hay que invocar a estos santos.

– Lo que mormuraste ante el caldero no fue de santos.

– No lo fue -reconoció, carraspeando, Reynevan-. Os dije, la sabiduría popular…

– Mucho me huele a hoguera la tal sabiduría -cortó serio el Sulima-. En tu lugar yo me guardaría de a quién sanas. De con quién departes. Y en presencia de quién te refieres a Gerbert d'Aurillac. Yo tendría cuidado, Reynevan.

– Téngolo.

– Pues yo pienso -dijo el criado Wojciech- que si hay hechizos, pues mejor saber de ellos que no saber. Pienso…

Calló al ver la mirada amenazadora de Zawisza.

– Pues yo pienso -dijo brusco el caballero de Garbowo- que todo el mal de este mundo procede del pensar. Sobre todo si lo hacen gentes que no tienen para ello predisposición ninguna.

Wojciech se inclinó otra vez sobre las guarniciones que estaba limpiando y les dio grasa. Reynevan, antes de volver a hablar, esperó un largo instante.

– ¿Don Zawisza?

– ¿Sí?

– En la taberna, en la disputa con el dominico, no ocultasteis que… bueno… que como… que estáis a favor de los husitas de Bohemia. O a lo menos más a favor que en contra.

– ¿Y tú qué, que lo de pensar enseguida se te relacionó con la herejía?

– También -reconoció al cabo Reynevan-. Mas hay algo que me interesa aún más…

– ¿Qué te interesa?

– ¿Cómo… cómo fue en Brod de los Alemanes en el año veinte y dos? ¿Cuando caísteis en poder de los husitas? Porque corren leyendas…

– ¿Qué leyendas?

– Pues las que dicen que a vuesa merced le aprehendieron los husitas porque la huida os parecía cosa indigna y, siendo embajador, luchar no podíais.

– ¿Así dicen?

– Sí. Y aún que… que el rey Segismundo os abandonó en la necesidad. Y que él mismo huyo inicuamente.

Zawisza guardó silencio por un tiempo.

– Y tú -habló por fin- querrías conocer la verdad.

– Si a vos esto no os molesta -respondió vacilante Reynevan.

– ¿Y qué me va a molestar? Platicando el tiempo pasa más dulcemente. Así que entonces, ¿por qué no platicar?

Contra lo dicho, el caballero de Garbowo calló de nuevo largo rato, jugueteando con el vaso vacío. Reynevan no estaba seguro de si no estaba esperando a sus preguntas, pero no se apresuró a hacerlas. Resultó que hizo bien.

– Convendría comenzar -comenzó Zawisza-, a mi entender, desde el principio. El cual es tal que el rey Ladislao me envió al rey de Roma con una misión bastante delicada… Se trataba de los esponsorios con la reina Eufemia, cuñada de Segismundo, viuda de Vaclav el Checo. Como de todos es sabido, no se llegó a nada, Jagiello prefirió a Sonka Holszanska, mas entonces nada se sabía. El rey Ladislao me despachó para arreglar con el Luxemburgués lo que fuera, la dote mayormente. Así que me fui. Mas no a Bratislava ni a Buda, sino a la Moravia, desde donde Segismundo justamente iba a partir contra sus díscolos subditos en una nueva cruzada, con la idea fija de conquistar Praga y extirpar hasta el final la herejía husita en Bohemia.

«Cuando arribé allí, y fue esto por San Martín, la cruzada de Segismundo se las pintaba admirablemente. Aunque el Luxemburgués tenía el ejército más bien endeble. Ya habían tenido tiempo de volver a casa la mayor parte de los ejércitos lausacianos comandados por el landvogt Rumpoldo, que se habían contentado con el pillaje de las tierras alrededor de Chrudim. Volvió a casa el contingente silesio, en el que, entre nosotros, iba el duque Conrado Kantner, nuestro ha poco anfitrión y comensal. En la marcha hacia Praga le apuntalaban al rey únicamente los caballeros austríacos de Albrecht y el ejército moravo del obispo de Olomuc. Bueno, aunque sólo de caballería húngara llevaba Segismundo más de diez mil…

Zawisza calló un momento, mirando el crepitante fuego.

– Se me antojara o no -continuó-, tuve que, para negociar con el Luxemburgués los esponsorios de Jagiello, tomar parte en aquella la su cruzada. Y ver muy distintas cosas. Muy distintas. Como, por ejemplo, la toma de Policka y la carnicería que a la toma siguiera.

Los escuderos y el criado estaban sentados, inmóviles, quién sabe, puede que hasta durmieran. Zawisza hablaba con voz baja y bastante monótona. Adormilaba. Sobre todo para alguien que seguro que conocía la historia. O que incluso había participado en los acontecimientos.

– Después de Policka, Segismundo se fue hacia Kutna Hora. Zizka le cerraba el paso, rechazó algunas embestidas de la caballería húngara, mas cuando se corrió la voz de la conquista de la ciudad por traición, se replegó. Los realistas llegaron hasta Kutna Hora, embriagados de triunfo… ¡Ja, ja, habían vencido al mismo Zizka, el mismo Zizka huía ante ellos! Y entonces el Luxemburgués perpetró un error imperdonable. Aunque se lo advertimos, tanto yo como Filippo Scollari…

– ¿Queréis decir Pippo Spano? ¿El famoso condotiero florentino?

– No me interrumpas, mozo. Contra los consejos míos y de Pippo, el rey Segismundo, convencido de que los bohemios habían puesto los pies en polvorosa y que no se iban a parar hasta Praga, permitió a los húngaros que se extendieran por todos los alrededores para, como lo llamara, buscar cuartel de invierno, puesto que hacia un frío de mil diablos. Los húngaros se desplegaron pues, y pasaron las fiestas saqueando, forzando mujeres, quemando aldeas y matando a aquéllos a los que consideraban herejes o sus partidarios. Es decir, a cualquiera que les cayera mal.

»Por la noche el cielo ardía con el reflejo de los incendios mientras que a la sazón el rey, en Kutna Hora, celebraba banquetes e impartía justicia. Y entonces, para los Reyes Magos, por la mañana, corrió la voz: viene Zizka. Zizka no huyó, sólo retrocedió, se reagrupó, tomó refuerzos y ahora cabalga hacia Kutna Hora con toda la fuerza de Tabor y de Praga. ¡Ya está en Kanko, ya está en Nieboridy! ¿Y entonces? ¿Qué hicieron los valientes cruzados al oír la noticia? En viendo que tiempo no había para juntar las huestes dispersadas por los contornos, huyeron, dejando atrás sus buenos montones de pertrechos y de trofeos, prendiendo fuego según se iban a la ciudad. Pippo Spano sojuzgó el pánico por un momento y logró poner una formación a mitad de camino entre Kutna Hora y Brod de los Alemanes.

»La helada había cedido, estaba nublado, gris, húmedo. Y entonces escuchamos, desde lejos… y lo vimos… Muchacho, algo así no había visto ni oído yo nunca, y en verdad había oído y visto ya mucho. Venían hacia nosotros, los taboritanos y los praguenses, venían, levantando estandartes y cálices, en un hermoso paso, disciplinado, igualado, con unos cantos que retumbaban como truenos. Venían con esos sus famosos carros desde los que ya nos apuntaban las escopetas, bombardas y arcabuces…

»Y entonces, los orgullosos héroes germanos, los fatuos caballeros armados austríacos de Albrecht, los magiares, la nobleza morava y lausaciana, los mercenarios de Spano, todos a una se lanzaron a la fuga. Sí, muchacho, no has oído mal: antes de que los husitas se acercaran a un tiro de flecha, todo el ejército de Segismundo huyó desbocado, en loco pánico, sin mirar atrás, en dirección a Brod de los Alemanes. Caballeros armados huyeron, empujándose y pisándose los unos a los otros, gritando de miedo ante zapateros y cordeleros, ante campesinos en harapos de los que no hacía mucho se habían estado burlando. Huyeron en pánico y terror, arrojando las armas que durante toda aquella cruzada habían alzado sobre todo contra personas desarmadas. Huyeron, muchacho, ante mis ojos asombrados como cobardes, crios a los que el hortelano atrapa robando las ciruelas en el huerto. Como si tuvieran miedo de… la verdad. De la máxima VERITAS VINCIT, bordada en los estandartes husitas.

»Los húngaros y los señores de yerro consiguieron escapar en su mayoría al otro lado del rio Sazava, que estaba helado. Luego el hielo se quebró. Te lo aconsejo, muchacho, de todo corazón, si alguna vez has de guerrear en invierno, nunca jamás debes escapar con la armadura por el hielo. Nunca.

Reynevan se prometió a sí mismo que nunca. El Sulima suspiró, carraspeó.

– Como dije -siguió- los caballeros, aunque perdieron el honor, salvaron el pellejo. En su mayoría. Mas a la infantería, a cientos de lanceros, arqueros, escuderos, soldadesca de Austria y de Moravia, burgueses armados de Olomuc, a ésos, los husitas los alcanzaron y les dieron gresca, les dieron mucho, les dieron a lo largo de dos millas, desde la aldea de Habry hasta los campos de Brod de los Alemanes. Hasta que la nieve tornóse roja.

– ¿Y vos? Cómo os…

– No huí con los caballeros del rey, no huí tampoco cuando huyeron Pippo Spano y Jan von Hardegg, y ellos, hay que concederles el honor, fueron de los últimos en huir y no sin lucha. Yo también, y contra los cuentos, peleé y no poco. Embajador o no, necesario era el batirse. Y no me batí solo, que junto a mí hubo también algunos polacos y bastantes nobles moravos. De a los que no les gusta huir, especialmente a través de heladas aguas. Nos batimos entonces y no te diré más que más de una madre de Bohemia llora por la mi causa. Mas necHercules…

Los escuderos, por lo que se vio, no dormían. Puesto que uno dio un salto como si lo hubiera picado una víbora, otro ahogó un grito, un tercero agitó su corta espada recién desenvainada. El criado Wojciech tomó la ballesta. A todos les tranquilizó la voz fuerte y el gesto imperioso de Zawisza.

Algo salió de la oscuridad.

Al punto pensaron que era un fragmento, un pedazo de tiniebla, más oscura aún que ella, arrancado de las impenetrables sombras, resaltando con su negro color de antracita sobre la parpadeante oscuridad de la noche iluminada por los resplandores del fuego. Cuando las llamas chasquearon con mayor fuerza, más vivamente, con más claridad, aquel montón de tiniebla, sin perder para nada su negrura, adoptó una silueta. Y una forma. Una forma pequeña, rechoncha, retorcida, a medias entre un pájaro con las plumas enhiestas y un animal con la piel erizada. La cabeza del ser, que surgía de los hombros, estaba coronada por dos enormes orejas puntiagudas, echadas hacia delante, como las de un gato, planas e inmóviles.

Despacio, sin bajar los ojos del monstruo, Wojciech tensó la ballesta. Uno de los escuderos reclamó la instancia de la santa Cunegunda, pero a él también lo acalló el gesto de Zawisza, un gesto que no era violento, sino lleno de fuerza y autoridad.

– Bienvenido, viajero -habló, con imponente tranquilidad el caballero de Garbowo-. Siéntate sin reservas junto a nuestra lumbre.

El ser movió la cabeza, Reynevan distinguió un destello pasajero en los grandes ojos en los que el fuego se reflejaba rojizo.

– Siéntate aquí sin reservas -repitió Zawisza con una voz amable y dura a la vez-. No tienes que tenernos miedo.

– No lo tengo -habló el ser con voz ronca. Para asombro de todos. El ser extendió una pata. Reynevan hubiera dado un salto, pero tenía demasiado miedo como para poder moverse. Y de pronto se dio cuanta con estupefacción de que la pata señalaba el emblema en el escudo de Zawisza. Luego, para mayor estupefacción, el ser señaló el caldero con la decocción de hierbas.

– Sulima y Herbolario -ronqueó el ser-. La rectitud y la sabiduría. Entonces, ¿para qué temer? No tengo miedo. El mi nombre es Hans Mein Igel.

– Bienvenido, Hans Mein Igel. ¿Tienes hambre? ¿O sed?

– No. No más que sentarme. Escuchar. Puesto que escuché cómo se hablaba. Y vine a escuchar.

– Eres nuestro invitado.

El ser se acercó al fuego, se hizo una bola, quedó inmóvil.

– Sí… -De nuevo Zawisza los impresionó con su serenidad-. ¿En qué me había quedado yo?

– En eso… -Reynevan tragó saliva, recuperó la voz-. En eso de nec Hercules.

– Ciertamente -ronqueó Hans Mein Igel.

– Cierto -dijo con ligereza el Sulima- así fue. Nec Hercules, nos vencieron. Gran cantidad de ellos había, de husitas, se entiende. Y hasta suerte tuvimos de que quien nos acometiera fuera la caballería de Zizka, puesto que los campesinos taboritanos no conocen palabras tales como «perdón» ni «rescate». Cuando por fin me arrancaron de la silla, alguno de los que quedó conmigo, Mertwicz o Rarowski, acertó a gritar quién yo era. Que estuve en Grunwald al lado de Zizka y de Jan Sokol de Lamberk.

Reynevan suspiró bajito al escuchar aquellos famosos nombres. Zawisza guardó silencio largo tiempo.

– El resto debéis de conocerlo -dijo por fin-. Porque el resto no difiere en demasía de las leyendas.

Reynevan y Hans Mein Igel asintieron. Mucho tiempo transcurrió hasta que el caballero volvió a hablar.

– Ahora, -dijo- tal me parece que es como si en mis días de senectud hubierame ganado una maldición o similar. Puesto que cuando me rescataron del cautiverio y volví a Cracovia, entonces todo, lo que a la sazón viera el día de los Reyes Magos en la batalla de Brod de los Alemanes, todo lo que viera después, tras la toma de la villa, se lo conté al rey Ladislao. Lo conté. No impartí consejo, no presioné con mis opiniones y pareceres, no fui insolente en juicios y discreciones. Simplemente lo conté y él, el viejo zorro lituano, escuchó. Y supo. Y nunca, muchacho, ten de ello seguridad, ni aunque el Papa no cejara de hablar de la fe amenazada, y el Luxemburgués bramara y amenazara, nunca el viejo zorro lituano mandará contra los bohemios a los caballeros polacos y lituanos. Y no es ello en absoluto a causa de su enfado con el Luxemburgués por la sentencia de Wroclaw ni por los planes de partición elaborados en Bratislava, sino a causa de mi relato. Y de la única moraleja inclusa en él, la de que los caballeros polacos y lituanos son necesarios para los teutones y sería de majaderos el dejarles ahogarse en el Sazava, en el Vltava o en el Elba. Jagiello, tras escuchar mi relato, jamás se unirá a una cruzada antihusita. Por mi culpa, como se dice. Por eso viajo hacia el Danubio, a luchar contra los turcos, antes de que me excomulguen.

– Burláis -bufó Reynevan-. Que os… ¿Qué excomunión? A un caballero como vos… Burláis, de seguro.

– Cierto -afirmó con la cabeza Zawisza-. Cierto que de seguro. Mas el miedo queda.

Guardaron silencio durante algún tiempo. Hans Mein Igel suspiró bajito. Los caballos relinchaban intranquilos en la oscuridad.

– ¿No sería esto -arriesgó Reynevan- el fin de la orden de caballería? ¿Y de la caballerosidad? La infantería, solidaria y cerrada, hombro con hombro, ¿no basta con que le plante cara a la caballería acorazada sino que hasta va a ser capaz de vencerla? Los escoceses en Bannockburn, los flamencos en Courtrai, los suizos en Sempach y Morgarten, los ingleses en Azincourt, los bohemios en Vítkov y Vysehrad, en Sudomer y Brod de los Alemanes… ¿Quizá es éste el final de… una época? ¿Quizá se acerca el final de la caballería?

– Una guerra sin caballería y caballerosidad -habló al cabo Zawisza el Negro- habrá de dar en asesinato común y corriente. Y por ello en genocidio. No querría tomar parte en algo así. Mas no pienso que acontezca tan pronto, de modo que no creo que viva para verlo. Dicho sea entre nosotros, no querría yo verlo.

El silencio reinó durante largo rato. El fuego se iba apagando, su luminosidad se tiftó de color rubí, de vez en cuando estallaban llamitas azuladas o geiseres de chispas. Uno de los escuderos roncaba. Zawisza se limpió la frente con la mano. Hans Mein Igel, negro como un retazo de tinieblas, movió los labios. Cuando por segunda vez se reflejó el fuego en sus ojos, Reynevan se dio cuenta de que el ser lo estaba mirando.

– El amor -dijo de pronto Hans Mein Igel- no tiene un solo nombre. Y a ti, joven herbolario, será él quien te marque la fortuna. Porque muchos tiene la diosa nombres. Y aún más rostros.

Reynevan calló, estupefacto. El que reaccionó fue Zawisza.

– Vaya, vaya -dijo-. Una profecía. Como todas, difícil de entender, como todas, sirve para todo y para nada a la vez. No os enfadéis, don Hans. ¿Y para mí? ¿Tendrá vuesa merced algo?

Hans Mein Igel movió la cabeza y los labios.

– Junto al gran río -dijo por fin con su voz ronca y casi ininteligible- se alza un gran castillo en lo alto de un monte. Arriba, y el agua lo rodea. Se llama así: Monte de las Palomas. Mal lugar. No vayas allá, Sulima. Mal lugar para ti, ese Monte de las Palomas. No vayas allí. Vuelve.

Zawisza calló largo rato, se veía que estaba sumido en sus pensamientos. Calló tan largo rato que Reynevan pensó que iba a recibir con silencio las extrañas palabras del extraño ser nocturno. Se equivocaba.

– Yo -interrumpió Zawisza el silencio- hombre de espada soy. Sé lo que me aguarda. Conozco mi destino. Lo conozco desde hace casi cuarenta años, desde el momento en que tomé la espada en la mano. Mas no miraré hacia atrás. No miraré a los campos de derrotas deshonrosas, las tumbas de perro, ni a las traiciones reales, a la maldad, la mezquindad y la falta de Dios en las almas. No me daré la vuelta en el camino elegido, señor don Hans Mein Igel.

Hans Mein Igel no dijo ni palabra, mas sus grandes ojos brillaron.

– Por esto mismo -Zawisza el Negro se limpió la frente- preferiría que me profetizaras amor, como a Reynevan. No muerte.

– Yo también -dijo Hans Mein Igel- lo preferiría. Adiós.

De pronto el ser se hinchó, erizó el pelaje. Y desapareció. Se disolvió en las tinieblas, en aquellas mismas tinieblas de las que había surgido.


Los caballos bufaban y pateaban en la oscuridad. Los escuderos roncaban. El cielo clareaba, las estrellas palidecían sobre las copas de los árboles.

– Increíble -dijo por fin Reynevan-. Esto ha sido increíble.

El Sulima alzó la cabeza, despertado de su somnolencia.

– ¿Qué? ¿Qué es lo increíble?

– Ese… Hans Mein Igel. ¿Sabéis, don Zawisza, que…? Bueno, tengo que reconocer… Yo estaba pleno de admiración hacia vos.

– ¿Por qué?

– Cuando surgió de la penumbra, ni siquiera temblasteis. Bah, ni la voz se os quebró. Y cómo platicasteis luego con él, digno de asombro… Y sin embargo eso era… Un ser de la noche. Un inhumano… Un extraño.

Zawisza el Negro de Garbowo lo miró largo rato.

– Conozco a gentes diversas… -respondió por fin con voz muy seria-. Muchísimas son para mí más extrañas que él.

El amanecer era neblinoso, húmedo, las gotitas de rocío colgaban como verdaderas guirnaldas de las telas de araña. El bosque estaba silencioso, pero amenazador como una bestia dormida. Los caballos miraban de reojo la neblina que se acercaba y los envolvía, relinchaban, agitaban la cabeza.

Detrás del bosque, en el cruce, había una cruz de piedra. Uno de los numerosos recordatorios de un crimen que había por toda Silesia. Y de remordimientos tardíos.

– Aquí nos separamos -dijo Reynevan.

El Sulima lo miró, absteniéndose de comentar nada.

– Aquí nos separamos -repitió el muchacho-. Como a vos, a mí tampoco me es de gusto el mirar los campos de batalla. Como a vos, me repugna el pensamiento de la maldad y la mezquindad de espíritu. Vuelvo a Adela. Puesto… No importa lo que dijo el tal Hans… Mi lugar está junto a ella. No voy a huir como un cobarde, como un picaro. Me enfrentaré a lo que tenga que enfrentarme. Como vos os enfrentasteis a ello en Brod de los Alemanes. Con Dios, noble señor Zawisza.

– Con Dios, Reynmar de Bielau. Y cuídate.

– Vos también. Quién sabe, puede que todavía nos volvamos a ver.

Zawisza el Negro de Garbowo lo miró largo rato.

– No lo creo -dijo por fin.

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