Capítulo vigesimotercero

En el que la cosa toma una deriva tan criminal, que si el canónigo Otto Beess lo hubiera previsto, sin mucha ceremonia habría hecho afeitar una tonsura a Reynevan y lo habría encerrado en la clausura cisterciense. Y Reynevan comienza a pensar que quizá esta alternativa habría sido más saludable.


A los carboneros y pegueros de la aldea cercana, que iban en dirección a su lugar de trabajo al amanecer, los alarmaron e intranquilizaron unos sonidos que provenían de allí. Los más cobardes pusieron pies en polvorosa. Tras ellos se fueron corriendo los más inteligentes, entendiendo con razón que aquel día no habría trabajo, no se quemaría el carbón, no se destilaría trementina ni pez, y aún más, hasta podría ser que le dieran a uno un palo. Tan sólo unos pocos algo más valientes se atrevieron a arrastrarse hasta tan cerca de la peguera que pudieran ver, escondidos precavidamente detrás de un tronco, a unos quince caballos y otros tantos caballeros, de los cuales una parte llevaban armadura completa. Los carboneros vieron que los caballeros gesticulaban vivamente, escucharon altas voces, gritos, maldiciones. Esto último convenció a los carboneros de que no tenían nada que buscar, que tenían que huir mientras pudieran. Los caballeros discutían, algunos estaban rabiosos, y de tales caballeros un pobre paisano no podía más que esperarse las peores cosas. Los caballeros solían descargar su rabia y sus nervios sobre los pobres paisanos. Bah, incluso el pobre paisano que se le cruzara a un bien nacido en estado de rabia podía recibir no sólo un puño en los morros, una bota en el trasero o un bordón en la espalda, pues a veces el señor caballero echaba mano en su rabia de la espada, la maza o el hacha.

Los carboneros huyeron. Y alarmaron al pueblo. También se daba el caso de que los caballeros enfadados prendieran fuego a las aldeas.


En el claro de los carboneros se había entablado una fuerte disputa, la discusión estaba en su apogeo. Buko von Krossig gritaba tanto que hasta se espantaban los caballos sujetos por los escuderos. Paszko Rymbaba gesticulaba, Woldan de Osin maldecía, Kuno Wittram llamaba como testigos a todos los santos y santas. Scharley mantenía una cierta serenidad. Notker von Weyrach y Tassilo de Tresckow intentaban apaciguar los ánimos.

El mago de cabellos blancos estaba sentado no muy lejos de allí, sobre un tronco, y demostraba su desprecio.

Reynevan sabía de qué se trataba. Se había enterado por el camino, cuando cabalgaban por el bosque de noche, encogidos en medio de robledales y hayedos, mirando constantemente a su alrededor por si los perseguidores surgían de la niebla, por si aparecían unos jinetes con las capas extendidas. Sin embargo, no los perseguía nadie y pudieron hablar. Reynevan se enteró por fin de todo por boca de Sansón Mieles. Se enteró y se quedó estupefacto al enterarse.

– No entiendo… -dijo, cuando se serenó-. ¡No entiendo cómo pudisteis decidiros a algo así!

– ¿Quieres decir -Sansón volvió la cabeza hacia él- que si se hubiera tratado dé alguno de nosotros, tú no habrías intentado salvarnos? ¿Incluso de forma desesperada? ¿Estás diciéndome algo así?

– No, no lo digo. Pero no entiendo cómo…

– Precisamente -lo cortó el gigante con bastante aspereza, para ser él- estoy intentado explicártelo. Pero me interrumpes con tus estallidos. Nos enteramos de que te conducían al castillo de Stolz para, con toda seguridad, matarte allí. Scharley ya le había echado el ojo al negro furgón del recaudador de impuestos. Así que cuando, inesperadamente, apareció Notker Weyrach con su comitiva, el plan surgió por sí sólo.

– Ayuda para asaltar al recaudador. ¿Participación en un atraco a cambio de ayudar a liberarme?

– Ni que hubieras estado allí. Ése fue, precisamente, el trato. Y como Buko Krossig se enterara de la empresa, de seguro que por alguna lengua demasiado larga, hubo que incluirlo a él también.

– Y ahora la tenemos bien liada.

– La tenemos. -Sansón lo reconoció con serenidad.

La tenían. La discusión en el claro de los carboneros se iba haciendo cada vez más desabrida, tan desabrida que a alguno de los discutidores les empezaban a dejar de ser suficientes las palabras. Éste era claramente el caso de Buko von Krossig. El caballero de fortuna se acercó a Scharley y lo agarró con las dos manos de la pechera del jubón.

– Si otra vez… -ronqueó con rabia-. Si otra vez vuelves a decir «ya no vale…», lo lamentarás. ¿Qué me andas contando, virote? ¿Piensas acaso, bellaco, que no tengo nada mejor que hacer que deambular por los bosques? Perdí el tiempo con la esperanza de un botín. No me digas que fue en vano, porque la mano se me va a tu pescuezo.

– Quieto, Buko -intervino, conciliador, Notker von Weyrach-. Por qué usar tan presto de la violencia. Nos pondremos de acuerdo, pienso. Y tú, don Scharley, no has actuado, permíteme decirte, bien. Teníamos el trato hecho de que seguiríais al recaudador de impuestos desde Ziebice, que nos daríais una señal indicando el camino por el que iba, dónde se detenía. Os estuvimos esperando. Era una empresa común. ¿Y vosotros qué hicisteis?

– En Ziebice -Scharley se alisó la ropa-, cuando pedí ayuda a los señores, cuando por esa ayuda pagué con informaciones internas y con una oferta, ¿qué es lo que escuché? Que puede que los señores nos ayudaran a liberar al aquí presente Reinmar Hagenau si, y estoy citando, si les venía en gana. Pero del botín del asalto al recaudador no iba yo a ganar ni un chelín cortado. ¿Éste es el aspecto que tiene que tener, según vosotros, una empresa común?

– A vosotros os interesaba el compadre. Había de liberárselo…

– Y está libre. Él mismo se liberó, por su propia industria. Así que está claro que no me es necesaria la ayuda de los señores.

Weyrach extendió los brazos. Tassilo du Tresckow maldijo, Woldan de Osin, Kuno Wittram y Paszko Rymbaba comenzaron a gritar el uno más alto que el otro. Buko von Krossig les hizo callar con un brusco gesto.

– ¿De él se trataba, no? -preguntó con los dientes apretados, señalando a Reynevan-. ¿A él teníamos que sacarlo de Stolz? ¿Salvar su pellejo? Y al presente, dado que está libre, entonces te somos a ti, don Scharley, innecesarios, ¿verdad? ¿El trato deshecho, las palabras se las lleva el viento? ¡Demasiado bravo, don Scharley, demasiado pronto! ¡Pues si tan querido os es el pellejo del vuestro amigo, si tanto os importa que esté sano y salvo, has de saber que yo puedo ahora mismo perjudicar su salud! Así que no me vengas con que el trato se quebró porque tu compadre esté a salvo. ¡Puesto que aquí, en este claro, al alcance de mis brazos, ambos dos estáis lejos de hallaros a salvo!

– Tranquilo. -Weyrach alzó la mano-. Detente, Buko. Mas tú, don Scharley, baja el tono. ¿Tu camarada está ya libre, afortunadamente? Bien para ti. ¿Que nosotros te somos ya, dices, innecesarios? Pues nosotros a ti, has de saber, aún menos te necesitamos. Vete de aquí, si tal es tu voluntad. Pero habiendo agradecido antes el haberos salvado. Puesto que no hace ni un día que os salvamos, que os sacamos el culo de las cadenas, como alguien sabiamente advirtiera. Porque si anoche os hubieran topado los perseguidores, de seguro que no se habría acabado en unas orejas roídas. ¿Lo olvidaste ya? Ja, pronto olvidas. En fin, dinos tan sólo, como despedida, por dónde se fuera el alcabalero con su carro, por qué camino en la encrucijada. Y adiós, vete al diablo.

– Por el vuestro socorro nocturno -Scharley carraspeo, se inclinó levemente, pero no hacia Buko y Weyrach, sino en dirección al mago de cabellos blancos que estaba sentado en un tronco y los contemplaba con indiferencia-. Por el vuestro socorro nocturno os doy las gracias. Sin querer recordar que apenas ha pasado una semana desde que nosotros salváramos el culo a los señores Rymbaba y Wittram. De modo que estamos en paz. Y por dónde se fuera el recaudador, no sé, por desgracia. Perdimos su rastro en el camino anteayer por la tarde. Como a poco del ocaso nos encontramos con Reinmar, nuestro recaudador dejó de interesarnos.

– ¡Sujetadme! -gritó Buko von Krosig-. ¡Sujetadme, joder, porque me lo cargo! ¡Me caguentó! ¿Habéis oído? ¡Que perdió el rastro! ¡Que le dejó de interesar el recaudador! ¡Que le dejaron de interesar nuestros mil gúldenes! ¡Nuestros mil gúldenes!

– Déjate de mil -soltó Reynevan sin pensárselo-. Allí no había mil. Había… sólo… quinientos.

Pronto, muy pronto, comprendió el tamaño de la estupidez que acababa de cometer.

Buko von Krossig tomó la espada con un movimiento tan rápido que el chirrido de la hoja en la vaina, se diría, todavía resonaba en el aire cuando la hoja ya tocaba la garganta de Reynevan. Scharley consiguió dar sólo medio paso antes de que tocara con su pecho las espadas, desenvainadas con igual rapidez, de Weyrach y De Tresckow. Las hojas restantes mantuvieron a raya a Sansón. Desaparecieron, como barridos por el viento, todas las trazas de ruda deferencia. Los ojos malvados, semicerrados, crueles, de los caballeros de rapiña no dejaban duda alguna de que estaban dispuestos a hacer uso de las armas. Y que lo harían sin el menor de los escrúpulos.

El mago de cabellos blancos sentado en el tronco suspiró y meneó la cabeza. Tenía sin embargo un gesto de indiferencia.

– Hubertillo -dijo despacio Buko von Krossig a uno de los escuderos-. Toma las riendas, haz un lazo y échalo sobre aquella rama. No te menees, Hagenau.

– No te menees, Scharley -repitió como un eco De Tresckow. Las espadas de los restantes se apoyaron aún más fuerte en el pecho y el cuello de Sansón.

– De modo -Buko, sin retirar la hoja de la garganta de Reynevan, se acercó, lo miró a los ojos-. De modo que en el carro del recaudador no hay mil, sino quinientos gúldenes. Tú lo sabes. Así que también has de saber en qué dirección se fue el carro. Tienes, muchacho, una elección bien sencilla: o lo sabes, o cuelgas.

Los caballeros de rapiña tenían prisa, marcaban una velocidad muy alta. No ahorraban esfuerzo a los caballos. Donde el terreno lo permitía, los lanzaban al galope, corrían todo lo que les era posible.

Weyrach y Rymbaba, resultó, conocían la zona, los conducían por atajos.

Tuvieron que demorar la marcha porque un atajo discurría a través de las tierras bastante pantanosas del valle del río Budzówka, un afluente por la izquierda del Nysa de Klodzko. Sólo entonces encontraron Scharley, Sansón y Reynevan la forma de poder charlar un poco.

– No hagáis ninguna estupidez -les advirtió Scharley en voz baja-. Y no intentéis huir. Esos dos de ahí tienen ballestas y no apartan el ojo de nosotros. Mejor ir con ellos obedientemente…

– ¿Y tomar parte -terminó Reynevan la frase con retintín- en un asalto de bandidos? Ciertamente, Scharley, bien lejos me ha llevado el haberte conocido. Me he convertido en un bandolero.

– Te recuerdo -intervino Sansón- que lo hicimos por ti. Para salvarte la vida.

– El canónigo Beess -añadió Scharley- me ordenó cuidarte y protegerte…

– ¿Y hacer cosas fuera de la ley?

– Es por tu culpa -respondió el demérito con brusquedad- que vamos a Sciborowa Poreba, tú fuiste quien delató a Krossig el lugar donde el recaudador va a repostar. Bien rápido lo cantaste, no tuvo siquiera que menearte mucho. Había que haber aguantado más, callar como un hombre. Ahora serías un ahorcado virtuoso de conciencia limpia. Me da a mí que te sentirías mejor en ese papel.

– Un crimen es siempre…

Scharley gargajeó, agitó la mano, espoleó al caballo.

Una niebla se alzaba del pantano. El barro chapoteaba y salpicaba bajo los cascos de los corceles. Croaban las ranas, las chicharras cricaban, graznaban los gansos silvestres. Con desasosiego piaban los patos y se elevaban al vuelo con un chapoteo. Algo grande, seguramente un ciervo, bramaba en la lejanía.

– Lo que Scharley hizo -dijo Sansón-, lo hizo por ti. Tu comportamiento lo hiere.

– Un crimen… – Reynevan carraspeó- siempre es un crimen. Nada lo justifica.

– ¿De verdad?

– Nada. No se puede…

– ¿Sabes qué, Reynevan? -Sansón Mieles por vez primera mostró un algo como de impaciencia-. Juega al ajedrez. Ahí tendrás todo a tu gusto. Aquí las negras, allí las blancas, y todos los campos cuadrados.

– ¿Cómo sabíais que habían de asesinarme en Stolz? ¿Quién os lo reveló?

– Te asombrarás. Una joven dama, enmascarada, completamente envuelta en una capa. Llegó por la noche, a la posada. Con una escolta de pajes armados. ¿Te has asombrado?

– No.

Sansón no le preguntó.


En Sciborowa Poreba no había nadie, ni un alma. Se veía claramente, hasta de lejos. Los caballeros de rapiña renunciaron pues a acercarse a escondidas como tenían planeado, entraron en el campo en marcha, al galope, con el tronar de cascos, retumbos, gritos. Pero el ruido tan sólo sirvió para espantar a las chovas, que estaban disfrutando de su cena junto a un hogar rodeado de piedras.

El grupo miró por todos lados, rebuscando entre los arbustos. Buko von Krossig se dio la vuelta en la silla y clavó en Reynevan una mirada amenazadora.

– Déjalo -le advirtió Notker von Weyrach-. No mintió. Se ve que alguien anduvo repostando acá.

– Aquí hubo un carro. -Tassilo de Tresckow se acercó-. Oh, huellas de ruedas.

– Aplastaron la senda las herraduras -anunció Paszko Rymbaba-. ¡Copia de caballos aquí hubo!

– Las cenizas del fuego aún andan calientes -informó Hubertillo, el escudero de Buko, quien, pese al diminutivo, entrado ya en años era-. Alredor hay güesos de cordero y cachos de nabo.

– Tarde llegamos -resumió sombrío Woldan de Osin-. El recaudador ya repostó aquí. Y se fue. Tarde acudimos.

– Ciertamente -bramó Von Krossig-, si el mozuelo no nos burlara. Pues no me gusta a mí nada, este Hagenau. ¿Eh? ¿Quién os persiguiera a la noche? ¿Quién os mandara contra vos los morcegos? ¿Quién…?

– Déjalo, Buko -lo interrumpió de nuevo Von Weyrach-. No te ajustas al tema. Venga, comitiva, rebuscad la pradera, encontrad huellas. Hay que saber cómo proceder en adelante.

Los caballeros de rapiña volvieron a dispersarse, algunos de ellos desmontaron y se desperdigaron por entre los matorrales. A los buscadores, para leve asombro de Reynevan, se sumó Scharley. El mago de cabellos blancos, por su parte, sin prestar atención a la batahola, extendió un pellejo de oveja, se envolvió en él, sacó un pan de las alforjas, un pedazo de cecina y un galápago con agua.

– ¿El señor don Huon -Buko frunció el ceño- no considera conveniente ayudar en la búsqueda?

El mago dio un trago del galápago, un mordisco al pan.

– No lo considero.

Weyrach bufó. Buko maldijo por lo bajo. Se acercó Woldan de Osin.

– Difícil resulta de estas huellas sacar cosa alguna -se adelantó a sus preguntas-. No más se puede decir que de caballos aquí hubo copia.

– Eso ya lo he oído. -Buko de nuevo midió a Reynevan con una mirada de furia-. Mas contento estaría de saber los detalles. ¿Hubo mucho personal con el alcabalero? ¿Y quiénes fueron? ¡Te estoy hablando, Hagenau!

– Un sargento y cinco armados -balbuceó Reynevan-. Aparte de ellos…

– ¿Qué? ¡Te estoy oyendo! ¡Y mírame a los ojos cuando te pregunto!

– Cuatro hermanos menores… -Reynevan ya antes había decidido mantener en secreto a la persona de Tybald Raab, tras un momento de reflexión tomó también la decisión de ocultar a Hartwig Stietencron y su feúcha hija-. Y cuatro peregrinos.

– Mendicantes y peregrinos. -Los labios de Buko, torcidos en una mueca, dejaron al descubierto sus dientes-. ¿Montados en caballos con yerros? ¿Eh? Qué me estás…

– No miente. -Kuno Wittram se acercó, le echó un pedazo de cordón deshilachado.

– Blancos -dijo-. ¡Franciscanos!

– Cuernos. -Notker Weyrach frunció las cejas-. ¿Qué pasó aquí?

– ¡Qué pasó, qué pasó! -Buko golpeó la mano contra la empuñadura de la espada-. ¿Y mí qué se me da? ¡Yo lo que quiero es saber dónde el recaudador anda! ¡Dónde está el carro, dónde los dineros! ¿Alguien puede decirme algo? ¡Don Huon von Sagar!

– Estoy comiendo.

Buko maldijo.

– Tres senderos parten de la majada -dijo Tassilo de Tresckow-. Huellas hay en todos ellos. Mas no hay modo de vislumbrar cuál es cuál. No se puede decir por cuál se fuera el recaudador.

– Si acaso se fuera. -Scharley surgió de los arbustos-. Opino que no se fue. Que sigue aún aquí.

– ¿Lo qué? ¿Dónde? ¿Cómo lo sabéis? ¿Por qué afirmáis tal cosa?

– Porque uso de mi razón.

Buko von Krossig lanzó obscenas maldiciones. Notker Weyrach lo detuvo con un gesto. Y miró al demérito significativamente.

– Habla, Scharley. ¿Acaso encontraste algo? ¿Qué sabes?

– Los señores no quisieron dejarnos tomar parte en el botín. -El demérito meneó la cabeza con fuerza-. De modo que no haréis de mí un rastreador. Lo que sé, lo sé. Asunto mío.

– Sujetadme… -gritó Buko con rabia, mas Weyrach lo detuvo de nuevo.

– No ha mucho -dijo- ni el recaudador os interesara ni los sus dineros. Y ahora al pronto os entraron las ganas de tomar parte en el botín. De seguro que algo ha cambiado. Curioso estoy por saber qué.

– Mucho. Ahora el botín, si tenemos suerte de poderlo tomar, no procederá del asalto al recaudador. Se tratará ahora de una recuperación, de robar a un ladrón. En lo cual tomaré con gusto parte, dado que considero moralmente permitido el robar a un robador los sus robados bienes.

– Habla más claro.

– No se puede hablar más claro -dijo Tassilo de Tresckow-. Todo está claro.


El pequeño lago escondido en el bosque y rodeado de pantanos producía, pese a toda su belleza, un cierto sentimiento de desasosiego, incluso de miedo. Su superficie era como el alquitrán, igual de negra e inerte, igual de inmóvil, igual de muerta, sin huella de vida, sin movimiento alguno. Aunque la puntas de los pinos que se reflejaban en el agua se agitaban leves al soplo del viento, la suavidad de la superficie no estaba turbada ni siquiera por una arruga. En el agua, densa de algas de color pardo, solamente se movían unas pequeñas bolas de gas que surgían de las profundidades, se esparcían lentamente y estallaban en la oleaginosa superficie cubierta de lentejas de río, una superficie de la que surgían árboles secos con los troncos extendidos como si fueran manos de cadáveres.

Reynevan se estremeció. Ya había adivinado lo que había descubierto el demérito. Allí yacían, pensó, en lo profundo, entre el légamo, en el mismo fondo de este oscuro abismo. El recaudador. Tybald Raabe. La hija llena de granos de Stietencron, con sus cejas afeitadas. ¿Y quién aparte de ellos?

– Mirad -señaló Scharley-. Aquí.

El suelo pantanoso se hundía bajo los pies, salpicaba agua, que surgía al estrujar la esponjosa alfombra de liqúenes.

– Alguien se dispuso a esconder las huellas -siguió mostrando el demérito-, mas de cualquier modo se ve claramente por dónde se arrastraron los cadáveres. Aquí, sobre las hojas, hay sangre. Y aquí, y aquí. Por doquier, hay sangre.

– Eso quiere decir… -Weyrach se acarició la barbilla-. Que alguien…

– Que alguien asaltó al recaudador -terminó Scharley tranquilo-. Acabó con él y con su escolta. Y los cuerpos echólos aquí, al lago.

Llenándolos de piedras que arrancaron del hogar. Bastaba con mirar atentamente el hogar…

– Vale, vale -cortó Buko-. ¿Y los dineros? ¿Qué hay de los dineros? Eso quiere decir…

– Eso quiere decir -Scharley lo miró ligeramente burlón- exactamente lo que estáis pensando. Suponiendo que penséis.

– ¿Que robaron los dineros?

– Bravo.

Buko guardó silencio durante algún tiempo y durante el tiempo aquél iba enrojeciendo cada vez más.

– ¡Su puta madre! -gritó por fin-. ¡Oh, Dios! ¿Y Tú ves esto y no lanzas tus rayos? ¡A lo que hemos llegado! ¡Se derrumbaron, su puta madre, las costumbres, desapareció la virtud, murió la honestidad! ¡Todo, todo se roba, se saquea, se sustrae! ¡El ladrón al ladrón roba y a éste otro ladrón! ¡Picaros! ¡Belitres! ¡Rufianes!

– ¡Granujas, por el caldero de Santa Cecilia, granujas! -Kuno Wittram lo secundó-. ¡Cristo, que no lances plaga alguna contra ellos!

– ¡Ni lo más sagrado, hideputas, respetan! -bramó Rymbaba-. ¡Pues las perras que el colector acarreaba, para un santo fin eran!

– Ciertamente. Para la guerra contra los husitas recogía el obispo…

– ¿Y si es así -balbuceó Woldan de Osin-, no será esto asunto diabólico? Pues el diablo en liga está con los husitas… Pudieron los heréticos ayuda demoniaca haber llamado… Y bien pudiera el diablo por su cuenta, por desavenencia con el obispo… ¡Jesús! El diablo, os digo, anduvo por acá, fuerzas del averno hicieron de las suyas. Satán, y no otro, fue quien al recaudador mató y a los suyos aniquilara.

– ¿Y los quinientos gúldenes qué? -Buko frunció el ceño-. ¿Se los llevó para el infierno?

– Lléveselos. O los convirtió en mierda. Ya ha habido casos así.

– Igual en mierda. -Rymbaba meneó la cabeza-. Mucho y muy diverso hay de mierda allá, tras los matojos.

– Pudiera ser también -añadió Wittram, señalando- que el diablo

tirara al marjal los dineros. A él nada le sirven.:

– Humm… -murmuró Buko-. ¿Pudiera haberlos tirado, dices? Puede que entonces…

– ¡Jamás! -Hubertillo captó al vuelo lo que Buko estaba pensando-. ¡Jamás de los jamases! ¡Por nada del mundo me meto yo ahí, señor!

– No me extraña -dijo Tassilo du Tresckow-. A mí tampoco me gusta el charco éste. ¡Lagarto, lagarto! No me metería en esas aguas ni aunque fueran no quinientos, sino y aun quinientos mil gúldenes.

Lo que fuera que viviera dentro del lago debió de haberlo escuchado «porque como para confirmarlo, el agua oleaginosa se agitó, hirvió, borbotó con miles de grandes burbujas. Estallaban y dejaban esparcirse un hedor repugnante, podrido.

– Vayámonos de aquí… -jadeó Weyrach-. Vayámonos…

Se fueron. Y más bien apresuradamente. El agua del pantano salpicaba bajo sus pies.


– El asalto al recaudador -afirmó Tassilo du Tresckow-, si tuvo lugar, y Scharley no se equivoca, sucedió, a juzgar por las huellas, ayer por la noche u hoy al alba. De modo que si nos apuramos un tanto, podemos alcanzar a los bellacos.

– ¿Y sabemos -bramó Woldan de Osin- por dónde se fueran? De la pradera vanse tres sendas. Una hacia el camino de Bardo. Otra al sur, a Kamieniec. La tercera al norte, a Frankenstein. Antes de que nos echemos a perseguir, más valdría saber por cuál de los tres caminos.

– Ciertamente -confirmó Notker von Weyrach, después de lo cual carraspeó significativamente, miró a Buko, señaló con la mirada al mago de cabellos blancos, que estaba sentado no lejos de allí con la vista clavada en Sansón Mieles-. Ciertamente, más valdría saberlo. No quisiera ser molesto, mas puede ser que, por ejemplo, ¿se pudiera usar la hechicería para tal objeto? ¿Eh, Buko?

Con toda seguridad hubo el mago escuchado estas palabras, pero ni siquiera volvió la cabeza. Buko von Krossig ahogó una maldición entre los dientes.

– ¡Don Huon von Sagar!

– ¿Qué?

– ¡Buscamos una pista! ¿Podríais vos ayudarnos?

– No -respondió el mago con voz de desprecio-. No tengo ganas.

– ¿No tenéis ganas? ¿No queréis? ¿Entonces por qué cojones vinisteis con nosotros?

– Para tomar aire fresco. Y hacerme un gaudium. Aire ya he tomado de sobra y gaudium, por lo que se ve, ninguno, de modo que lo que haría con más gusto es volverme a casa.

– El botín se nos ha escapado por los pelos.

– Pues esto, si permitís, nihil ad me attinet.

– ¡Yo os alimento y mantengo del botín!

– ¿Vos? ¿De verdad?

Buko se puso rojo de rabia, pero no dijo nada. Tassilo de Tresckow tosió en voz baja, se inclinó un tanto en dirección a Weyrach.

– ¿Qué pasa con él? -murmuró-. ¿Con ese hechicero? ¿Sirve al fin a Krossig o no?

– Le sirve -respondió Weyrach, también en un murmullo-, pero a la vieja Krossig. Mas de esto ni mu, nada digas. Es un tema delicado…

– ¿Acaso es éste -Reynevan, que estaba al lado de Rymbaba, preguntó a media voz- el famoso Huon de Sagar?

Paszko asintió con la cabeza y abrió la boca, pero por desgracia Notker Weyrach los había escuchado.

– Curioso estáis, señor Hagenau -siseó, acercándose-. Y no es menester. No es menester ello para ninguno de vuestro trío maravillas. Pues por vosotros es el que andamos en estos lances. Y ayudáis tanto como un cabrito da leche.

– Eso -Reynevan se enderezó- puede cambiarse de inmediato.

– ¿Qué?

– ¿Queréis saber por qué camino fueron los que robaron al recaudador? Os lo mostraré.

Si el asombro de los caballeros de rapiña fue grande, para la mueca que Scharley y Sansón pusieron sería difícil encontrar una expresión adecuada, incluso la frase «se quedaron estupefactos» parecería demasiado poco. Hasta en los ojos de Huon von Sagar aparecieron fogonazos de interés. El albino, el cual hasta entonces había mirado a todos -excepto a Sansón- como si fueran transparentes, comenzó ahora a sondear atentamente a Reynevan con la mirada.

– El camino acá, a la Poreba -Buko von Krossig pronunció arrastrando las palabras-, nos lo mostraste ante amenazas de horca, Hagenau. ¿Y ahora nos vas a ayudar por gusto? ¿A qué tal cambio?

– Asunto mío.

Tybald Raabe. La feúcha hija de Stietencron. Con las gargantas cortadas. En el fondo, en el fango. Negros de los cangrejos que los cubrían. De sanguijuelas. De anguilas que se retorcían. Y Dios sabe qué más.

– Asunto mío -repitió.


No tuvo que buscar mucho tiempo. Los juncos crecían en los bordes de la húmeda pradera en grandes macizos. Añadió un tallo de rabizón de secas escamas. Lo ató tres veces con una paja de mansiega.


Una, dos, tres,

Segge, Binse, Hederich

Binde zu samene…


– Muy bien -dijo el mago de cabellos blancos con una sonrisa-. Bravo, muchacho. Mas pena me da perder el tiempo y a mí me gustaría volver cuanto antes a casa. Me permito, si no te molesta, un pelín de ayuda. Sólo un pelín. Por un céntimo. Lo suficiente para que, como dice el poeta, el poder pueda poder.

Inclinó su bastón, trazó con él un rápido círculo.

– ¡Yassar! -pronunció guturalmente-. ¡Qadir al-rah!

De la fuerza del hechizo comenzó a agitarse el aire y uno de los caminos que partía de Sciborowa Poreba se hizo más claro, más simpático, más acogedor. Sucedió mucho más deprisa que usando sólo el nudo, casi de inmediato, y el resplandor que emanaba del camino era bastante más fuerte.

– Por allí -señaló Reynevan a los caballeros de rapiña que lo miraban con la boca abierta-. Este camino.

– La ruta de Kamieniec. -Notker Weyrach fue el primero que se serenó-. Bien para nosotros. Y para vos también, señor Von Sagar. Porque es el camino mismo para esa casa a la que tanto queréis ir. ¡A los caballos, comitiva!


– Están allí -informó Hubertillo, a quien habían mandado en avanzadilla, mientras sujetaba a su danzante caballo-. Están allí, don Buko. Cabalgan pausado, despacio, por la carretera de Bardo. Unos veintitantos mozos, también entre ellos algunos de armadura pesada.

– Veinte -repitió Woldan de Osin un tanto pensativo-. Hummm…

– ¿Y qué esperabas? -Weyrach lo miró-. ¿Quién, pensabas, apuntilló y ahogó al recaudador y su comitiva, sin contar franciscanos y peregrinos? ¿Eh? ¿Pulgarcito?

– ¿Y el dinero? -preguntó, con aires de experto, Buko.

– Hay un carro. -Hubertillo se rascó la oreja-. Un arca…

– Suerte para nosotros. Allá llevarán los cuartos. Vayamos entonces tras ellos.

– ¿Y seguros estáis -dijo Scharley- que son los que buscamos?

– Vos, don Scharley -Buko lo midió con la vista-, cuando decís algo… Mejor dijéraisme si contar he de con vos. Y con vuestros compañeros. ¿Ayudaréis?

– ¿Y de la tal recuperación -Scharley miró las copas de los pinos- tendremos nosotros algo? ¿Qué decís de una parte igual, señor Von Krossig?

– Una para los tres.

– De acuerdo. -El demérito no regateó, pero ante las miradas de Reynevan y Sansón añadió presto-: Pero desarmados.

Buko agitó la mano, después de lo cual desató el hacha de la silla, un hacha fuerte, de ancha hoja en un mango levemente curvado. Reynevan contempló también cómo Notker Weyrach examinaba si la cadena de su mangual giraba bien en su vastago.

– Escuchad, comitiva -dijo Buko-. Aunque de seguro la mayor parte no son sino chuminos, veinte son. Ha de hacerse pues con cabeza. Procederemos de este modo: a eso de una legua de aquí el camino cruza un riachuelo por un puentejo…

Buko no se equivocaba. El camino conducía en verdad por un puentecillo bajo el que, por una estrecha aunque muy profunda garganta, oculta entre la espesura de los alisos, fluía una corriente que resonaba ruidosamente entre las piedras. Cantaban las oropéndolas, un pájaro carpintero picaba afanosamente contra un árbol.

– No me lo puedo creer -dijo Reynevan, escondido detrás de unos enebros-. No me lo puedo creer. Me he convertido en un bandolero. Estoy esperando emboscado…

– Cierra el pico -murmuró Scharley-. Vienen.

Buko von Krossig escupió en la palma de la mano, empuñó el hacha, cerró la celada.

– Atentos -bramó como de dentro de un caldero-. ¿Hubertillo? ¿Estás listo?

– Listo, señor.

– ¿Saben todos qué han de hacer? ¿Hagenau?

– Lo sé, lo sé.

Entre los brillantes abedules que estaban al otro lado de los matorrales de enebros, en la orilla contraria de la garganta, titilaron unos colores, destellaron unas armaduras. Se escuchó una canción. Cantaban Dum iuuentus floruit, reconoció Reynevan. Un canto con letra de Pierre de Blois. También nosotros lo cantábamos en Praga…

– Contentos vienen, los perros ésos -murmuró Tassilo du Tresckow.

– También ando contento cuando le aligero a alguno -respondió Buko-. ¡Hubertillo! ¡Atento! ¡Coloca la ballesta!

Los cánticos se detuvieron, enmudecieron de pronto. Junto al puentecillo apareció un paje con una capelina, llevando una lanza atravesada en la parte delantera de la montura. Detrás de él cabalgaban otros tres, los cuales vestían cotas de malla y placas de hierro, en la cabeza llevaban un morrión y a las espaldas ballestas. Todos entraron muy despacio en el puentecülo. Detrás de ellos aparecieron dos caballeros armados cap á pied, hasta con las lanzas en ristre apoyadas en los estribos. Uno llevaba en el escudo un escalón de gules en campo de plata.

– Kauffung -murmuró de nuevo Tassilo-. ¿Qué diablos?

Los cascos de los caballos resonaron sobre el puente, aparecieron otros tres caballeros más. Detrás de ellos, uncido a un par de caballos de tiro, iba un carro cubierto con una lona de color burdeos. El transporte de dinero, que iba escoltado por más ballesteros con morriones y capelinas.

– Esperar -murmuró Buko-. Todavía… Que el carro entre en el puente… Todavía… ¡Ahora!

Gimió la cuerda, silbó la flecha. El caballo de uno de los lanceros se puso a dos patas, relinchando como un loco, se derrumbó, llevándose consigo a uno de los ballesteros.

– ¡Ahora! -gritó Buko, espoleando al caballo-. ¡A ellos! ¡Atacad!

Reynevan dio con los talones al caballo, salió de entre los enebros. Detrás de él saltó Scharley.

Delante del puente se había formado ya un tumulto, se estaba luchando, Rymbaba y Wittram habían atacado a la escolta por la derecha, Weyrach y Woldan de Osin por la izquierda. A través del bosque se alzó el griterío, el relincho de los caballos, el tintineo, el chirrido, el golpeteo de metal contra metal.

Buko von Krossig derribó con un tajo de hacha al paje de la lanza junto con su caballo, con un golpe de través le destrozó la cabeza a un ballestero que estaba intentando tensar la ballesta. Al pasar al lado de Reynevan, le salpicó de sangre y sesos. Buko se giró en la silla, se puso de pie sobre los estribos, cortó con fuerza, el hacha destrozó el brazal y casi arrancó el hombro al caballero con el escalón de los Kauffung en el escudo. Junto a ellos pasó a todo galope Tassilo de Tresckow, quien con un amplio tajo de espada derribó del caballo a un escudero de una brigantina. El camino se lo cortó un caballero completamente armado y con un perpunte blanquiazul sobre la armadura, se enfrentaron con un choque de aceros.

Reynevan alcanzó el carro. El carretero se miraba con incredulidad un virote que tenía clavado en la ingle casi hasta las plumas. Scharley se acercó desde el otro lado, con un fuerte empujón lo derribó del pescante.

– ¡Súbete! -gritó-. ¡Y espolea a los caballos!

– ¡Cuidado!

Scharley se lanzó bajo el cuello del caballo, si se hubiera demorado sólo un segundo lo habría atravesado la lanza de un caballero de armadura completa, con un ajedrezado sable y oro en el escudo, que cargaba desde el puente. El caballero empujó al caballo de Scharley, soltó la lanza, agarró una maza de armas que llevaba colgada de su fiador, pero no alcanzó más que a alzarla por encima de la coronilla del demérito. Notker Weyrach, acercándose al galope, le atizó con el mangual en la armadura de tal modo que hasta retumbó. El caballero se tambaleó en la silla, Weyrach giró y lo volvió a golpear, esta vez en mitad del espaldar, con tanta fuerza que las puntas de la bola de acero se clavaron en la chapa y se quedaron enganchadas. Weyrach soltó el vastago, tomó la espada.

– ¡Espoléalos! -gritó a Reynevan, el cual por su parte se había subido ya al pescante-. ¡Deprisa, deprisa!

Un fiero relincho les llegó desde el puente, un alazán de gualdrapas multicolores se estrelló contra la balaustrada, cayó al barranco arrastrando a su jinete. Reynevan gritó todo lo que daban de sí sus pulmones, chasqueó las riendas, los caballos de tiro se lanzaron hacia delante, el carro se balanceó, traqueteó, de su interior, para grande asombro de Reynevan, le llegó un agudo chillido a través de la lona herméticamente cerrada. No quedaba sin embargo tiempo para asombrarse. Los caballos iban al galope, tenía que hacer grandes esfuerzos para no caer de la tabla que rebotaba bajo su trasero. A su alrededor continuaba una fiera lucha, se oían gritos y el entrechocar de las armas.

Por la derecha apareció a todo galope un jinete con armadura completa pero sin yelmo, se inclinó, intentando aferrar las cinchas del tiro. Tassilo du Tresckow se acercó y le rajó con la espada. La sangre manchó el costado de un caballo.

– ¡Deprisaaa!

Por la izquierda salió Sansón, armado sólo con una rama de avellano, un arma, como resultó, perfectamente adecuada a la situación.

Los golpes en las ancas de los caballos los hicieron lanzarse a un galope que casi aplastó a Reynevan contra el respaldo del pescante. El carro, en cuyo interior algo seguía chillando, saltaba y se balanceaba como una carabela en una tormenta. Reynevan, la verdad sea dicha, jamás en toda su vida había estado en el mar y las carabelas las había visto solamente en los cuadros, sin embargo no dudaba de que precisamente así, y no de otro modo, debían de balancearse.

– ¡Deprisaaa!

En el camino apareció Huon von Sagar, sobre su caballo prieto, que bailoteaba, señaló una senda con su bastón, él mismo se metió en ella al galope. Sansón lo siguió, llevando de las bridas al caballo de Reynevan. Reynevan tiró de las riendas, gritó al tiro.

La senda estaba llena de baches. El carro traqueteaba, se balanceaba y chillaba. Los ruidos de la lucha iban quedando a sus espaldas.


– Y no se nos dio mal -valoró Buko von Krossig-. Nada mal, ciertamente… No más que a dos escuderos nos mataron. Cosa de poca monta. Nada mal. De momento.

Notker von Weyrach no respondió, tan sólo aspiró pesadamente, se masajeó el muslo. De bajo las placas fluía la sangre, una fina línea bajaba por su muslo. Junto a él jadeaba Tassilo de Tresckow, mirando su brazo izquierdo. Le faltaba el brazal por completo, el codal estaba medio arrancado, con sólo un ala, pero la mano parecía sana.

– Y el señor Hagenau -siguió Buko, que no parecía tener heridas de importancia-. El señor Hagenau condujo el carro admirablemente. Prueba dio de valentía… Oh, Hubertillo, ¿estás entero? Ja, veo que estás vivo. ¿Y dónde Woldan, Rymbaba y Wittram?

– Ya vienen.

Kuno Wittram se sacó el yelmo y se retiró el gorro, por debajo de él tenía los cabellos encrespados y mojados. Un golpe había torcido una de sus hombreras, que estaba dirigida hacia arriba, su escudo estaba completamente deformado.

– Ayudad -gritó, aspirando aire como un pez-. Woldan anda magullado…

Bajaron al herido de la silla. Con esfuerzo, entre gemidos y jadeos, le sacaron el bacinete de la cabeza, el cual estaba muy deformado, abollado y fuera de su horma.

– Cristo… -jadeó Woldan-. Anda que no me dieron… Kuno, mira, ¿tengo aún el ojo?

– Lo tienes, lo tienes -lo tranquilizó Von Wittram-. No ves porque está anegado en sangre…

Reynevan se arrodilló, se puso de inmediato a vendar la herida. Alguien le echó una mano. Alzó la cabeza y se encontró los ojos grises de Huon von Sagar.

Rymbaba, que estaba de pie a su lado, frunció el rostro a causa del dolor, al tiempo que se masajeaba una enorme abolladura a un lado del peto.

– De seguro que me se quebró una costilla -jadeó-. Joder, mirad, escupo sangre.

– ¿A quién cojones le importa lo que escupas? -Buko von Krossig se quitó el armette de la cabeza-. Mejor dinos, ¿nos persiguen?

– No… Reducírnoslos un poquejo…

– Nos perseguirán -dijo Buko convencido-. Venga, limpiemos el carro. Tomamos los dineros y pies en polvorosa.

Se acercó al vehículo, tiró de las puertecillas de mimbre cubiertas por la lona. Las puertecillas cedieron, pero sólo una pulgada, luego se cerraron de nuevo. Estaba claro que alguien las sujetaba por dentro. Buko maldijo, tiró con más fuerza. Un chillido surgió del interior.

– ¿Qué es esto? -se asombró Rymbaba, al tiempo que hacía una mueca de dolor-. ¿Monedas chillonas? ¿No será que el recaudador ratones recaudara?

Buko le pidió ayuda con un gesto. Entre los dos tiraron de las puertas con tanta fuerza que éstas se arrancaron por completo, y junto con ellas los caballeros sacaron del interior a la persona que las sujetaba.

Reynevan lanzó un suspiro. Y se quedó petrificado y con la boca abierta.

Porque esta vez no cabía la menor duda acerca de la identidad.

Mientras tanto, Buko y Rymbaba, habiendo rajado la lona con unos cuchillos, sacaron del interior relleno de pieles del carro a otra muchacha, también rubia como la primera, tan magullada como la otra, vestida con parecido cotehardie verde y guantes blancos, aunque quizá algo más joven, de menor estatura y más llenita. Era precisamente esta otra, la rellenita, la que tenía afición a los gritos, ahora, sujeta contra la hierba por Buko, comenzó a sollozar por añadidura. La primera estaba sentada en silencio, aún sujetando las puertecillas del carro y cubriéndose con ellas como con un escudo.

– Por el palo del santo Dalmastus… -suspiró Kuno Wittram-. ¿Qué es esto?

– No aquello que queríamos -afirmó con aire de experto Tassilo-. Razón tuvo don Scharley. Había que haberse asegurado antes, y luego atacar.

Buko von Krossig salió del carro. Tiró al suelo unos vestidos y trapos que había sacado de él. Su expresión decía claramente cuál había sido el resultado de la búsqueda. A todo el que no estuviera seguro de lo que Buko había hallado, la serie de obscenas maldiciones que lanzó a continuación debían de convencerlo. Los esperados quinientos gúldenes no estaban en el carro.

Las muchachas se acercaron la una a la otra y se abrazaron con miedo. La más alta tiró de su cotehardie hasta los tobillos, al darse cuenta de que Notker Weyrach miraba con lascivia sus agraciados muslos. La más baja sollozó.

Buko apretó los dientes, aferró el mango del cuchillo de tal modo que los nudillos se le pusieron blancos. La expresión la tenía de rabia, se veía que le hervía el pensamiento. Huon Sagar lo advirtió al punto.

– Es hora de mirar la verdad a los ojos -bufó-. La jodiste, Buko. Todos la jodisteis. Bien claro está que éste no es vuestro día. Aconsejo pues el volver a casa. De inmediato. Antes de que encontréis de nuevo ocasión de hacer el ridículo.

Buko maldijo, esta vez lo secundaron Weyrach, Rymbaba, Wittram y hasta Woldan de Osin desde por debajo de sus vendas.

– ¿Y qué hacer con las mozas? -Buko pareció haberse dado cuenta de su presencia sólo entonces-. ¿Rajárnoslas?

– ¿Y no será mejor tirárnoslas? -Weyrach sonrió lascivo-. Don Huon ha algo de razón, ciertamente mala fue esta jornada. De modo que, ¿por qué no terminarla con algo de regocijo? Tomemos las mozas, encontremos algún pajar, donde fuera blando y allá jodámosnoslas a las dos de arriba abajo. ¿Qué decís a ello?

Rymbaba y Wittram se carcajearon, aunque más bien inseguros. Woldan de Osin gimió bajo el lienzo ensangrentado. Huon von Sagar meneó la cabeza.

Buko dio un paso en dirección a las muchachas, éstas se encogieron y se abrazaron. La más joven sollozó.

Reynevan agarró de la manga a Sansón, quien estaba ya disponiéndose a intervenir.

– No os atreváis -dijo.

– ¿Lo qué?

– No os atreváis a tocarlas. Porque pudiera ser que esto tuviera consecuencias nefastas para vosotros. Es una noble, y no cualquiera. Catalina von Biberstein, hija de Johann Biberstein, señor de Stolz.

– ¿Estás seguro, Hagenau? -Buko von Krossig rompió un largo y pesado silencio-. ¿No yerras?

– No yerra. -Tassilo de Tresckow recogió un saquete con un escudo bordado, un cuerno de ciervo de gules en campo de oro.

– Ciertamente -reconoció Buko-. El escudo de los Biberstein. ¿Cuál es?

– La más alta, la mayor.

– ¡Ja! -El caballero de rapiña se puso los brazos en jarras-. Entonces de cierto que terminaremos la jornada con algo de regocijo. Y repararemos en algo lo perdido. Hubertillo, amárrala. Y llévala en tu caballo cabe ti.

– Os lo dije antes. -Huon von Sagar extendió los brazos-. Y he aquí que el día os dio aún oportunidad de mostrar vuestra majadería. Cierto es que no por primera vez me pregunto, Buko, si lo tuyo es de nacimiento o adquirido con el tiempo.

– Tú, por tu parte -Buko, sin hacer caso al hechicero, se puso junto a la menor, la cual se encogió y comenzó a sollozar-. Tú, moza, límpiate los mocos y escucha atentamente. Quédate aquí sentada y espera a los persecutores, puede que no a por ti los manden, mas de seguro que a por la señora de Biberstein. Al señor de Stolz le dirás que el rescate de su hija será de… quinientos gúldenes. Es decir, cabalmente de quinientos grosches de Praga, minucia que es esto para los Biberstein. Don Johann será informado de las formas de pago. ¿Lo cogiste? ¡Mírame cuando te hablo! ¿Lo cogiste?

La muchacha se encogió aún más, pero posó sus ojillos azules en Buko. Y asintió con la cabeza.

– ¿Consideras -Tassilo du Tresckow dijo serio- que esto sea en verdad una buena idea?

– Lo considero. Y basta ya. Vayamos.

Se dio la vuelta en dirección a Scharley, Reynevan y Sansón.

– Vosotros, por vuestra parte…

– Nosotros -lo interrumpió Reynevan- querríamos ir con vos, don Buko.

– ¿Lo qué?

– Querríamos acompañaros. -Reynevan, con la vista clavada en Nicoletta, no prestó atención ni a los susurros de Scharley, ni a la mueca de Sansón-. Para ir seguro. Si no tenéis nada en contra…

– ¿Quién ha dicho -habló Buko- que no lo tengo?

– No lo tengas -dijo Notker Weyrach bastante significativamente-. ¿Por qué lo ibas a tener? ¿No es mejor, en las presentes circunstancias, que estén con nosotros? ¿En vez de detrás de nosotros, a nuestras espaldas? Deseaban, por lo que quiero acordarme, encaminarse a Hungría, el mismo camino que nosotros llevamos…

– Vale. -Buko asintió-. Venid con nosotros. A caballo, comitiva. Hubertillo, atento a la moza… Y vos, don Huon, ¿por qué tenéis el gesto tan agrio?

– Imagínatelo, Buko. Imagínatelo.

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