Capítulo decimonoveno

En el que nuestros héroes se encuentran en Ziebice con un torneo muy europeo. Sin embargo, para Reynevan el contacto con Europa resulta ser más bien desagradable. Incluso doloroso, podría decirse.


Estaban ya tan cerca de Ziebice que podían admirar en toda su magnificencia las imponentes murallas y torres que surgían de detrás de una colina poblada de árboles. Alrededor se veían los tejados de paja de las chozas de los arrabales, entre campos y majadas se afanaban los campesinos, el sucio humo de los barbechos quemados se arrastraba casi a ras de suelo. Los pastos estaban cubiertos de ovejas, las praderas junto a los estanques estaban blancas a causa de los gansos. Los aldeanos marchaban cargados con cestas, los bueyes plantaban sus patas con digno gesto, traqueteaban los carros cargados de heno y verduras. En una palabra, dondequiera que se mirara, se veían las marcas de la abundancia.

– Ameno país -asestó Sansón Mieles-. Tierra industriosa y rica.

– Y bien regida. -Scharley señaló al patíbulo, curvado a causa del peso de los ahorcados. Junto a ellos, para alegría de los cuervos, unas decenas de cadáveres se pudrían clavados en palos, se veían también blancos huesos en las ruedas.

– ¡Ciertamente! -rió el demérito-. Se ve que la ley aquí es la ley y la justicia la justicia.

– ¿Dónde está la justicia?

– Oh, aquí.

– Ah.

– De ahí surge -siguió platicando Scharley- el bienestar que tan bien has observado, Sansón. Ciertamente, tales lugares son dignos de ser visitados con objetivos más sensatos que el que a nosotros nos trae.

Reynevan no dijo ni siquiera una palabra. No tenía ganas. Llevaba escuchando textos parecidos desde hacía ya mucho tiempo.

Dieron la vuelta a la colina.

– Cristo -musitó Reynevan-. ¡Cuidado que hay gente! ¿Qué es esto?

Scharley detuvo al caballo, se puso de pie en los estribos.

– Un torneo -adivinó al cabo-. Es un torneo, queridos señores. Torneamentum. ¿Qué día es hoy? ¿Alguien lo recuerda?

– El ocho. -Sansón contó con los dedos-. Mensis Septembris, naturalmente.

– ¡Oh! -Scharley lo miró de reojo-. ¿Tenéis el mismo calendario en esos otros mundos?

– En general, pues sí. -Sansón no reaccionó a la pulla-. Has preguntado por la fecha y te he contestado. ¿Quieres algo más? ¿Algún dato más concreto? Es la fiesta del nacimiento de la Virgen María, Nativitas Mariae.

– Entonces el torneo tiene lugar por esta causa -constató Scharley-. En marcha, señores.

Los prados de los arrabales estaban llenos de populacho, se veía también una tribuna provisional para los espectadores de mejor categoría, cubierta con una tela de colores, decorada con guirnaldas, bandas, el escudo de los Piastas y las armas de los caballeros. Junto a la tribuna había unas casetas de artesanos y unos tenderetes de vendedores de comida, reliquias y souvenires, sobre todos ellos ondeaba un mar de banderas, estandartes, blasones y gallardetes de distintos colores. Por encima del murmullo de la masa se escuchaba a veces la voz de cobre de clarines y trompetas.

El acontecimiento no era, en esencia, como para asombrar a nadie. El duque de Ziebice, Juan, junto con otros cuantos duques y magnates silesios, pertenecía a la Rudenband, la Sociedad del Collar, una asociación cuyos miembros estaban obligados a participar en un torneo al menos una vez al año. Sin embargo, a diferencia de la mayoría de los duques, que cumplían con su costosa obligación más bien con desgana y escasa regularidad, Juan de Ziebice organizaba torneos un día sí y otro no. El condado, pequeño al fin y al cabo, no era, pese a las apariencias, demasiado acaudalado, quién sabe si no se trataba incluso del más pobre de toda la Silesia. Pese a ello, el duque Juan pedía prestado para aparentar. Se había endeudado hasta las orejas con los judíos, había vendido todo lo que vender se podía y empeñado lo que empeñar pudiera. De la ruina lo había salvado el matrimonio con Elzbieta Melsztynska, la rica viuda de Spytko, el voievoda de Cracovia. La duquesa Elzbieta, mientras vivió, contuvo un tanto a Juan y sus costosos alardes, mas cuando murió, el duque se lanzó a malgastar su herencia con renovadas fuerzas y otra vez comenzaron en Ziebice los torneos, los grandiosos banquetes y las cacerías suntuosas.

Volvieron a sonar las trompas, la multitud gritó. Estaban ya lo suficientemente cerca como para ver desde lo alto el campo de la liza: era clásico, doscientos cincuenta pasos de largo, cien de ancho, rodeado por una doble cerca de maderos, que eran especialmente fuertes por fuera, capaces de contener el ardor de la multitud. En el interior del campo se había colocado una barrera a lo largo de la que precisamente entonces, con las lanzas bajadas, cargaban el uno contra el otro dos caballeros. La multitud aullaba, silbaba y lanzaba bravos.

– Este torneo -reflexionó Scharley-, este hastiludium que admiramos aquí, nos facilitará la tarea. Toda la ciudad está aquí reunida. Mirad allí, hasta a los árboles se han subido. Apuesto, Reinmar, a que nadie vigila a tu amada. Bajemos de los caballos para no resaltar demasiado, rodeemos este ruidoso mercadillo, mezclémonos entre los campesinos y acerquémonos a la ciudad. Verá, vidi, vid!

– Antes de que sigamos las huellas de César -Sansón Mieles meneó la cabeza.-, debiéramos comprobar si la amada de Reinmar no está por casualidad entre los espectadores del torneo. Dado que se ha reunido toda la ciudad, ¿no puede ser que ella también esté aquí?

– ¿Y qué es lo que Adela -Reynevan bajó del caballo- podría hacer entre estas gentes? Os recuerdo que está aquí prisionera. A los presos no se los invita a los torneos.

– Con toda seguridad. ¿Mas qué perjudica el comprobarlo?

Reynevan se encogió de hombros.

– Vayamos pues. Venga.

Tuvieron que andar con precaución, teniendo cuidado de no pisar las heces a su paso. Los arbustos que los rodeaban se convertían durante cada torneo en letrina de uso general. Ziebice tenía alrededor de cinco mil habitantes y era seguro que al torneo también habían acudido forasteros, lo que arrojaba un total de unas cinco mil quinientas personas. Daba la sensación de que cada una de aquellas personas había estado entre los arbustos al menos dos veces para cagar, mear y arrojar bollos mordisqueados. Apestaba indecentemente. Estaba claro que aquél no era el primer día del torneo.

Las trompas volvieron a sonar, de nuevo la multitud gritó con una sola voz. Esta vez estaban ya tan cerca que pudieron escuchar antes el chasquido de las lanzas quebradas y el estampido con el que golpearon los nuevos contrincantes.

– Hermoso torneo -dijo Sansón Mieles-. Hermoso y rico.

– Típico del duque Juan.

Un donoso criado pasó a su lado, conduciendo hacia los arbustos a una gallarda belleza de mejillas rojas y ojos encendidos. Reynevan lanzó una mirada llena de simpatía a la pareja, con el mudo deseo de que encontraran un lugar discreto y al mismo tiempo libre de mierda. La mente se le pobló con una viva imagen de aquello a lo que de inmediato se iba a dedicar la pareja en los arbustos, un hormigueo delicioso le recorrió la entrepierna. Nada importa, pensó, nada, porque ahora sólo unos instantes me separan de parecidos deleites con Adela.

– Por allí. -Scharley los conducía seguro con su acostumbrado instinto entre casetas de herreros y plateros-. Atad a los caballos aquí, a la cerca. Y vayamos por allí, hay más sitio.

– Intentemos acercarnos a la tribuna -dijo Reynevan-. Si Adela está aquí…

Las fanfarrias ahogaron sus palabras.

Aux konneurs, seigneurs cheváliers et escuiers! -gritó con fuerte voz el mariscal de los heraldos cuando las fanfarrias callaron-. Aux konneurs! Aux konneurs!

La divisa del duque Juan era la modernidad. Y la europeidad. Distinguiéndose en este aspecto incluso entre los Piastas silesios, el duque de Ziebice padecía del complejo de provinciano, le dolía que su condado yaciera en la periferia de la civilización y de la cultura, en una frontera detrás de la cual ya no había nada, sólo Polonia y Lituania. El duque sufría por ello y volvía su rostro de forma casi enfermiza hacia Europa. Para quienes lo rodeaban esto resultaba a veces un tanto desagradable.

Aux konneurs! -gritó a la europea el mariscal de los heraldos, vestido con un jubón amarillo con la negra águila de los Piastas-. Aux konneurs! Laissez-les aller!

Por supuesto, el mariscal, que en buen y viejo alemán se llamaba marschall, en casa del duque Juan se llamaba a la europea, roy d'armes, lo ayudaban los heraldos, los percevances europeos, y el cruzar lanzas, el bueno y viejo stechen über schranken se decía culturalmente y a la europea: la jouste.

Los caballeros empuñaron las lanzas y con un tronar de cascos echaron a galopar a lo largo de la barrera. Uno, por lo que se podía colegir del escudo en su sobrevesta que mostraba la cima de unos montes sobre un jaquelado en plata y gules, pertenecía a la familia de los Hoberg. El otro caballero era un polaco, lo que atestiguaban las armas de Jelita en el escudo y el carnero que timbraba su yelmo de torneo con una visera a la moda.

El torneo europeo del duque Juan había atraído a muchos visitantes de Silesia y del extranjero. El espacio entre las vallas de los schrank y la plaza que había sido cerrada a propósito estaba lleno de caballeros y escuderos vestidos con colores de cuento de hadas, entre los que se encontraban representantes de las familias silesias más importantes. En los escudos, en las gualdrapas de los caballos, en gambaxes y perpuntes se veían el trofeo de ciervo de los Biberstein, la cabeza de carnero de los Haugwitz, la aguja de oro de los Zedtlitz, la cabeza de búfalo de los Zettritz, el jaquelado de los Borschnitz, las llaves cruzadas de los Uechteritz, los peces de los Seidlitz, las flechas de los Bolz y la campana de los Quas. Por si aquello fuera poco, aquí y allí se veían escudos de Bohemia y Moravia: las astas de los señores de Lipa y Lichtemburk, el Odrzywaz de los señores de Kravar, Dubé y Bechyna, el ancla de los Mírovski, la lila de los Zvolski. Tampoco faltaban polacos: Starykon, Awdaniec, Doiwa, Jastrzebiec y Lódz.

Ayudados por los fuertes brazos de Sansón Míeles, Reynevan y Scharley se encaramaron al montón de carbón del herrero y luego al tejado de su choza. Desde allí Reynevan podía observar ya atentamente la tribuna, que no quedaba muy lejos. Comenzó por el final, por las personas menos importantes. Fue un error.

– ¡Santo Dios! -suspiró ruidosamente-. ¡Allí está Adela! Por mi ánima… ¡En la tribuna!

– ¿Y cuál es?

– La del vestido verde… Bajo el dosel… Junto…

– … junto al mismo duque Juan. -Scharley no pudo dejar de verlo-. Ciertamente es una belleza. En fin, Reinmar, te alabo el gusto. En cambio no puedo alabar tu conocimiento del espíritu femenino. Se confirma, ay, se confirma mi opinión de que nuestra odisea ziebicana ha sido una podrida idea.

– No es así. -Reynevan intentaba convencerse a sí mismo-. No puede ser así… Ella… Ella está prisionera…

– ¿De quién, reflexionemos por un momento? -Scharley se protegió los ojos con la mano-. Junto al duque está sentado Johann von Biberstein, señor del castillo de Stolz, tras Biberstein una dama que no conozco…

– Eufemia, la hermana mayor del duque. -Reynevan la reconoció-. Detrás de ella… ¿No es Bolko Woloszek?

– Señor de Glogówek, hijo del duque de Opole. -Scharley, como de costumbre, imponía con su saber-. Junto a Woloszek está sentado el estarosta de Klodzko, don Puta de Czastolowice, con su mujer, Anna de Kolditz. Más allá están sentados Kilian Haugwitz y su esposa Ludgarda, sigue el viejo Hermán Zettritz, luego Johannko de Chotiemic, señor del castillo de Ksiaz. El que se está levantando y lanza bravos es Gocze Schaff de Greifenstein con su mujer, me parece. Junto a ella está sentado Nicolás Zedlitz auf Alzenau, estarosta de Otmuchów, junto a él, Gunczel Swinka de Swin, luego otro con tres peces sobre campo de gules, es decir un Seidlitz o un Kurzbach. Por el otro lado distingo a Otton von Borschnitz, luego uno de los Bischofsheim, sigue Bertold Apolda, el copero de Schónau. Más allá están sentados Lotar Gersdorf y Hartung von Klüx, ambos lausacianos. En el banco de abajo están sentados, si no me falla la vista, Boruta de Wiecemierzce y Seckil Reichenbach, señor de Cieplowoda… No, Reinmar. No veo a nadie que pudiera actuar como guardián de tu Adela.

– Allá, más lejos -balbuceó Reynevan-, está sentado Tristram von Rachenau. Es un pariente de los Sterz. Lo mismo Von Baruth, el del toro en el escudo. Y allá… ¡Ah! ¡Maldita sea! ¡No puede ser!

Scharley lo agarró con fuerza del hombro. Si no hubiera sido por aquello, Reynevan habría caído del tejado.

– ¿Quién ha hecho que su vista te altere tanto? -preguntó con voz fría-. Veo que tus ojos abiertos de par en par se dirigen hacia una moza de blondas trenzas. Ésa, a la que en este preciso instante se acercan Von Dohna y no sé qué Rawicz polaco. ¿La conoces? ¿Quién es?

– Nicoletta -respondió Reynevan en voz baja-. Nicoletta la Rubia.


El plan, que parecía tan genial en su simpleza y su atrevimiento, se había ido al garete, la empresa fracasó en toda la línea. Scharley lo había previsto, pero Reynevan no se había dejado convencer.

A espaldas de la tribuna del torneo estaba pegada una edificación provisional, construida a base de palos y andamiajes rodeados por una valla. Los espectadores -al menos aquéllos mejor nacidos y situados- pasaban allí los momentos de descanso del torneo, entreteniéndose en conversar, flirtear y alardear de ropajes. Y también regalándose con comida y bebida: cada dos por tres, en dirección a aquellas tiendas de campaña, los sirvientes llevaban rodando barriles, portaban damajuanas y garrafas, transportaban barras con cestas colgadas. Reynevan había considerado la idea de meterse en la cocina, mezclarse entre el servicio, agarrar una cesta de pan y entrar con ella en la tienda como algo genial. Equivocadamente.

No consiguió llegar más que hasta la tienda primera, el lugar donde se almacenaban los productos y desde el que los pajes luego los transportaban. Reynevan, realizando su plan consecuentemente, depositó su cesta, se separó inadvertido de la cola de los criados que volvían a la cocina y se deslizó detrás de la tienda. Sacó su estilete para cortar un agujero de observación en la lona. Y entonces lo atraparon.

La tenaza de dos recios brazos lo inmovilizó, una mano de hierro le apretó la garganta, otra no menos férrea le arrancó el estilete de entre los dedos. Se encontró en el interior de la tienda, repleta de caballeros, mucho antes de lo que se esperaba, pero de una forma completamente diferente a la que se esperaba.

Lo empujaron con fuerza, cayó, junto a él vio unos zapatos a la moda con unas punteras increíblemente largas. Aquel tipo de calzado era llamado poulaines, nombre que, aunque europeo, en absoluto venía de Europa, sino de Polonia, puesto que los zapatos aquéllos habían hecho famosos en todo el mundo a los zapateros de Cracovia. Lo sacudieron, se alzó. Conocía de vista a quien lo había sacudido. Era Tristram Rachenau. Un pariente de los Sterz. Lo acompañaban algunos Baruth con toros negros en sus gambaxes. También eran parientes de los Sterz. Reynevan no podía haber caído en peores manos.

– Un terrorista -lo presentó Tristram Rachenau-. Un asesino alevoso, señor duque. Reinmar de Bielau.

Los caballeros que rodeaban al caballero murmuraron amenazadoramente.

El duque Juan de Ziebice, guapo y garboso hombre en sus cuarenta, estaba vestido con un ajustado justaucorps, sobre el que llevaba una houppelande cortada a la moda, ricamente adornada con piel de marta. Al cuello llevaba una pesada cadena de oro, en la cabeza un chaperon turban con una liripipe de muselina flamenca que le caía sobre el hombro. Los oscuros cabellos del duque estaban cortados también según los usos y modas europeos más recientes: estilo paje alrededor de la cabeza, dos dedos por encima de las orejas, flequillo por delante, por detrás afeitado hasta el occipucio. Asimismo, el duque estaba calzado con unas polainas cracovianas rojas de larguísimas punteras a la moda, las mismas que Reynevan acababa de admirar desde el nivel del suelo.

El duque, lo que Reynevan constató con un nudo en la garganta y en el estómago, llevaba del brazo a Adela de Sterz, quien iba con su vestido en el veri d'émeraude más de moda posible, con cola, con unas mangas cortadas en oblicuo que llegaban hasta el suelo, con una redecilla dorada en los cabellos, con un nudo de perlas en el cuello, con un escote que se alzaba hermoso por encima de un apretado corsé. La borgoñona contemplaba a Reynevan y tenía la mirada fría como una víbora.

El duque Juan tomó con dos dedos el estilete de Reynevan que le ofrecía Tristram von Rachenau, lo contempló, luego alzó los ojos.

– Y pensar que no lo creí cuando te acusaron de los crímenes -dijo-. De las muertes de don Bart de Karczyn y del mercader Neumarkt de Swidnica. No quise darles crédito. Y he aquí que se te atrapa con las manos en la masa cuando con un cuchillo en la mano intentas deslizarte a mis espaldas. ¿Tanto me odias? ¿O te ha pagado alguien? ¿O acaso simplemente estás loco? ¿Eh?

– Señor duque… Yo… Yo no soy un asesino… Cierto que me deslicé aquí, pero yo… Yo quería…

– ¡Ajj! -El duque hizo con su gallarda mano un gesto muy ducal y muy europeo-. Entiendo. ¿Te deslizaste aquí con el puñal para exponerme una petición?

– ¡Sí! Es decir, no… ¡Vuestra alteza! ¡No soy culpable de nada! ¡Al contrario, a mí me causaron perjuicio! Soy una víctima, la víctima de una conspiración…

– Por supuesto. -Juan de Ziebice torció los labios-. Una conspiración. Lo sabía.

– ¡Sí! -gritó Reynevan-. ¡Así fue! ¡Los Sterz mataron a mi hermano! ¡Lo asesinaron!

– ¡Mientes, perro! -aulló Tristram Rachenau-. No ladres acerca de mis parientes, te aconsejo.

– ¡Los Sterz mataron a Peterlin! -Reynevan se removió-. ¡Si no de propia mano, entonces a través de esbirros! ¡Kunz Aulock, Stork, Walter de Barby! ¡Unos bellacos que también me buscan! ¡Vuesa merced, duque Juan! ¡Peterlin fue vuestro vasallo! ¡Exijo justicia!

– ¡Yo soy el que la exige! -gritó Rachenau-. ¡Yo, con el derecho que da la sangre! ¡Este perro mató en Olesnica a Niklas Sterz!

– ¡Justicia! -gritó uno de los Baruth, con toda seguridad Enrique, pues los Baruth raramente bautizaban a sus hijos de otro modo-. ¡Duque Juan! ¡Castigo por esa muerte!

– ¡Eso es mentira y calumnia! -gritó Reynevan-. ¡Los Sterz son culpables de asesinato! ¡Me acusan para librarse de mí! ¡Y en venganza! ¡Por el amor que nos une a mí y a Adela!

El rostro del duque Juan se transformó y Reynevan comprendió qué enorme estupidez había cometido. Miró al rostro indiferente de su amada y poco a poco comenzó a comprender.

– Adela. -En el más absoluto silencio se escuchó la voz de Juan de Ziebice-. ¿De qué está hablando?

– Miente, Johann. -La borgoñona sonrió-. Nada me une a él y nunca me uniera. Cierto que me importunaba con sus ardores amorosos, que me atosigaba, mas se fue tal como vino, no consiguió nada. Ni siquiera con la ayuda de la magia negra con la que me quiso engatusar.

– Eso no es cierto. -Reynevan extrajo con esfuerzo la voz de su garganta-. Todo eso no es verdad. Mentiras. ¡Mientes! ¡Adela! Dile… Dile que tú y yo…

Adela echó la cabeza hacia atrás, con un gesto que él conocía, echaba así la cabeza cuando hacían el amor en su posición favorita, cuando ella estaba sentada sobre él. Sus ojos brillaron. Reynevan también conocía aquel brillo.

– En Europa -dijo en voz alta, mirando a su alrededor- no podría suceder algo parecido. El que se manchara el honor de una dama virtuosa con alusiones horribles. Y ello en un torneo en el que la tal dama apenas ayer fue proclamada la Royne de la Beaulté et des Amours. En presencia de los caballeros de la liza. E incluso si algo así sucediera en Europa, entonces un mesdisant así, un mal-faiteur como éste no quedaría sin castigo ni un minuto.

Tristram Rachenau comprendió al punto la alusión y, tomando impulso, le asestó un puñetazo a Reynevan en la nuca. Enrique Baruth le atizó desde el otro lado. Viendo que el duque Juan no reaccionaba, que miraba hacia otro lado con rostro pétreo, se acercaron los siguientes, entre ellos un Seidlitz o Kurzbach con los peces en campo de gules. Reynevan recibió un golpe en la órbita de los ojos, el mundo desapareció en un relámpago. Se encogió ante la lluvia de golpes. Se acercó alguien más, Reynevan cayó de rodillas, golpeado en el hombro con una maza de torneo. Protegió la cabeza, la maza lo golpeó dolorosamente en los dedos. Le asestaron un fuerte golpe en los ríñones, cayó a tierra. Lo comenzaron a patear, así que se encogió, protegiendo la cabeza y la tripa.

– ¡Alto! ¡Basta! ¡Dejadlo de inmediato!

Los puñetazos y patadas se detuvieron al instante. Reynevan abrió un ojo. A sus martirizadores los había detenido una voz áspera, amenazadora, desagradable. La orden provenía de una dama seca como un espárrago y no especialmente joven, que llevaba un vestido negro y una toca blanca bajo una rígida caperuza. Reynevan sabía quién era. Eufemia, la hermana mayor del duque Juan, viuda de Federico, el conde de Oettingen, quien tras la muerte del marido había vuelto a su Ziebice natal.

– En la Europa que yo conozco -dijo la condesa Eufemia- no se patea a quien yace en el suelo. Ninguno de los duques europeos que conozco lo habría permitido, mi señor hermano.

– Es culpable -comenzó el duque Juan-. Así que yo…

– Sé que es culpable -lo interrumpió con sequedad la condesa-. Porque estaba presente. Mas yo aquí lo tomo ahora bajo mi protección. Mercy des dames. Puesto que, he de decir, conozco las costumbres de los torneos europeos no peor que la aquí presente esposa legítima del caballero Von Sterz.

Las últimas palabras fueron pronunciadas con tanto énfasis y tanto veneno que el duque Juan bajó la vista y enrojeció hasta su nuca rasurada. Adela no bajó la vista, hubiera sido en vano buscar siquiera huella de rubor en su rostro. En cambio sus ojos brillantes de odio podrían haber asustado a cualquiera. Mas no a la condesa Eufemia. Eufemia, por lo que decían las malas lenguas, había dado buena cuenta muy deprisa y muy hábilmente de las amantes del conde Federico. No era ella la que tenía miedo sino que a ella se la temía.

– Señor mariscal Borschnitz. -Inclinó la cabeza con gesto señorial-. Por favor, arrestad a Reinmar de Bielau. Respondéis de él ante mí. Con la cabeza.

– A sus órdenes, mi señora.

– Despacio, señora hermana, despacio. -Juan de Ziebice recuperó el habla-. Sé lo que significa la mercy des dames, mas esto de aquí es cosa grave. Demasiado grave es pues de lo que se acusa al mozo. Asesinato, magia negra…

– Se le tendrá arrestado -lo cortó Eufemia-. En la torre. Bajo la vigilancia del señor Borschnitz. Se le hará juicio. Si lo acusa alguien. Me refiero a acusaciones de importancia.

– ¡Ah! -El duque agitó la mano y arrojó la liripipe a la espalda-. Al diablo con él. Tengo aquí asuntos de mayor importancia. Vamos, caballeros, que está a punto de comenzar el bouhort. No voy a permitir que nadie me agüe el torneo, no me voy a perder el bouhort. Permíteme, Adela. Antes de que comience la lucha, los caballeros han de ver en la tribuna a la Reina de la Belleza y el Amor.

La borgoñona tomó la mano que se le ofrecía, alzó la cola. Reynevan, sujeto por unos escuderos, clavó la mirada en ella, contando con que lo miraría, que con el ojo o la mano le haría una señal, un signo. Que todo aquello no era más que fingimiento, juego, simulación, que en realidad todo era como había sido, que nada había cambiado entre ellos. Esperó la señal hasta el último momento.

Esperó en vano.

Los últimos que abandonaron la tienda fueron los que habían contemplado la escena si no con ira, al menos con disgusto. Hermán Zettritz, de cabellos grises. El estarosta de Klodzko, Puta de Czastolovice y Gocze Schaff, ambos con sus esposas que llevaban las dos cofias caladas, Lothar Gersdorf de Lausacia, con la frente arrugada. Y Bolko Woloszek, hijo del duque de Opole, heredero de Prudnik, señor de Glogówek. Especialmente este último, antes de salir, había seguido el hecho con mirada atenta y ojos entrecerrados.

Sonaron las fanfarrias, se alzó una fuerte ovación de la multitud, el heraldo gritó sus laissez-les aller y awc honneurs. Comenzó el bouhort.

– Vamos -ordenó el armiguer al que el mariscal Borschnitz había encargado la escolta-. No opongas resistencia, muchacho.

– No la opondré. ¿Cómo es vuestra torre?

– ¿Es la primera vez? Ja, veo que es la primera. No está mal, para ser una torre.

– Vayamos entonces.

Reynevan intentó no mirar a su alrededor para no traicionar con un exceso de atención a Scharley y a Sansón que, estaba seguro, lo estarían observando escondidos entre la multitud. Pero Scharley, para qué hablar más, era un zorro demasiado viejo como para dejarse atrapar

Lo advirtió otra persona, sin embargo.

Había cambiado su peinado. Entonces, en Brzeg, llevaba una gruesa coleta. Ahora tenía los cabellos de color de paja divididos por la mitad en el centro de la cabeza y enlazados en dos trenzas que llevaba retorcidas en caracol sobre las orejas. En la frente llevaba una banda de oro, vestía un traje azul celeste sin mangas y bajo él, una camisa de batista blanca.

– Apreciada dama. -El armiguer carraspeó, se rascó bajo el sombrero-. No me está permitido… Voy a tener problemas…

– Quiero hablar con él dos palabras. -Se mordió el labio graciosamente y pateó, un poco como una niña-. Dos palabras, nada más. No le cuentes esto a nadie y evitarás los problemas. Y ahora date la vuelta. Y no escuches.

»¿Por qué esta vez, Alcasín? -preguntó, entrecerrando levemente sus ojos azul celeste-. ¿Por qué vas en cadenas y bajo guardia? ¡Ten cuidado! Si respondes que por amor, me enfureceré mucho.

– Y sin embargo -suspiró-, es cierto. Hablando en general.

– ¿Y en particular?

– Por amor y por estupidez.

– ¡Ah! Ahora eres más verosímil. Pero aclárate, por favor.

– Si no hubiera sido por mi estupidez, ahora estaría en Hungría.

– En cualquier caso yo ya me enteraré de todo. -Lo miró directamente a los ojos-. Todo. Cada detalle. Mas no me gustaría verte en el cadalso.

– Me alegro de que no te atraparan entonces.

– No tenían ni una posibilidad.

– Apreciada dama. -El armiguer se dio la vuelta, tosió detrás de su puño-. Tened piedad…

– Adiós, Alcasín.

– Adiós, Nicoletta.

Загрузка...