Capítulo tercero

En el que se habla de cosas que tienen tan poco que ver -aparentemente- entre sí como la caza con halcones, la dinastía de los Piastas, la col con guisantes y la herejía checa. Otrosí se disputa sobre si, a quién y cuándo se ha de mantener la palabra.


Junto al río Olesniczka, que fluye retorcido a través de pantanos cubiertos de negros alisos, de jóvenes abedules blancos y verdes prados, sobre una colina desde la que se ven los tejados de paja y las humaredas de la aldea de Borów, la comitiva ducal hizo una larga parada. Pero no para descansar. Al contrario. Para cansarse. O sea, para divertirse como verdaderos señores.

Cuando se acercaron, una nube de pájaros se elevó de los cenagales. Patos, cercetas, porrones, ánades rabudos, hasta garzas. Ante aquella vista, el duque Conrado Kantner, señor de Olesnica, Trzebnica, Milicz, Scinawa, Wolów y Smogorzów y, junto con su hermano Conrado el Blanco, hasta señor de Cosel, ordenó a sus servidores que se detuvieran al momento y le trajeran a su halcón preferido. Al duque lo embargaba un maniaco amor por la cetrería. Olesnica y sus finanzas podían esperar, el obispo de Wroclaw podía esperar, la política podía esperar, toda Silesia y todo el mundo podían esperar. Y esperarían a que el duque pudiera ver cómo su favorito, llamado Rabe, arrancaba las plumas a un pato y se convenciera de que su Plateado era audaz en la lucha contra una garza.

Así que el duque cabalgó por los juncares y los pantanos como un poseído y junto con él, también con valentía aunque más bien por obligación, su hija mayor, Agnieszka, el senescal Rudiger Haugwitz y algunos pajes que querían hacer carrera.

El resto de la comitiva esperó junto al bosque. Sin bajarse de los caballos, pues nadie podía saber cuándo el duque se iba a cansar de la cacería. El huésped extranjero del duque bostezó discretamente. El capellán murmuró, seguro que una oración; el alguacil contaba, seguro que dinero; el minnesinger componía, seguro que una poesía; las damas de la duquesita Agnieszka cotilleaban, seguro que sobre otras damas; y los jóvenes caballeros mataban el aburrimiento examinando y explorando el bosque a su alrededor.

– ¡Ciervo!

Henryk Krompusz puso su caballo en tensión y lo hizo girar, muy asombrado, y acto seguido aguzó el oído intentando aclarar cuál de los arbustos acababa de gritar quedamente su apodo.

– ¡Ciervo!

– ¿Quién está ahí? ¡Muéstrate!

Los arbustos se agitaron.

– ¡Santa Eduvigis…! -Krompusz abrió la boca de asombro-. ¿Reynevan? ¿Eres tú?

– No, la santa Eduvigis -respondió Reynevan con voz tan acida como la grosella en mayo-. Ciervo, necesito tu ayuda… ¿De quién es este cortejo? ¿De Kantner?

Antes de que Krompusz tuviera tiempo de contestar, se le unieron otros dos caballeros de Olesnica.

– ¡Reynevan! -gimió Jaksa de Wiszna-. ¡Por los clavos de Cristo, qué pinta tienes!

Me gustaría ver qué pinta tendrías tú, pensó Reynevan, si te hubieras caído del caballo nada más pasar Bystre. Si hubieras tenido que arrastrarte toda la noche por los pantanos y despoblados de la ribera del Swierzna y por la mañana cambiar tus empapadas ropas llenas de barro por una almilla de campesino arramplada de una tapia. Me gustaría ver qué pinta tendrías tú, señoritingo, tras algo así.

El tercer caballero de Olesnica, Benno Ebersbach, contemplándolo con una mirada bastante funesta, de seguro que pensaba lo mismo.

– En vez de asombraros -dijo con sequedad-, dadle alguna ropa. Quítate esos harapos, Bielau. Venga, señores, sacad de las alforjas lo que sea que haya en ellas.

– Reynevan. -Krompusz no acababa de asimilarlo del todo-. ¿Eres tú?

Reynevan no respondió. Agarró la camisa y el jubón que se le ofrecían. Estaba tan rabioso que casi se echaba a llorar.

– Necesito ayuda… -repitió-. Y hasta diría que la necesito mucho y con urgencia.

– Lo vemos y lo sabemos -corroboró Ebersbach con un ademán de cabeza-. Y también somos de la opinión de que la necesitas mucho. Pero que mucho. Ven. Tendrá que verte Haugwitz. Y el duque.

– ¿Lo sabe?

– Todos lo saben. Se habla profusamente de ello.


Si bien Conrado Kantner, con su fino rostro alargado por la calva frente, con su negra barba y sus penetrantes ojos de monje, no recordaba demasiado al típico representante de su dinastía, en el caso de su hija Agnieszka no cabía duda. Era una fruta que no había caído lejos del árbol de la dinastía silesio-mazoviana. La duquesilla poseía unos cabellos blondos, claros ojos y una nariz pequeña y respingona, la graciosa nariz de los Piastas, inmortalizada ya en la famosa escultura de la catedral de Naumburg. Agnieszka Kantner, como Reynevan calculó a la carrera, tenía unos quince años, así que debía de estar prometida ya a alguien. Reynevan no recordaba ningún rumor.

– Levántate.

Se levantó.

– Sabe -habló el duque, atravesándolo con una mirada de fuego- que no alabo tus actos. Incluso los tengo por ignominiosos, censurables y dignos de castigo. Y te aconsejo con franqueza el arrepentimiento y la penitencia, Reinmar Bielau. Mi capellán me ha asegurado que hay en el infierno un lugar privativo para los adúlteros. Los diablos punen allí a las ánimas pecadoras justo con los instrumentos de su pecado. Y no habré de decir más en atención a las mozas aquí presentes.

El senescal Rudiger Haugwitz bufó con rabia. Reynevan guardó silencio.

– Qué tipo de satisfacción sea la que des a Gelfrad von Sterz -continuó Kantner- es asunto tuyo y de él. No he de mezclarme yo en tales cosas, sobre todo puesto que ambos dos no sois mis vasallos, sino vasallos del duque Juan de Ziebice. Y de hecho, a Ziebice debiera yo enviarte. Lavarme las manos.

Reynevan tragó saliva.

– Mas -continuó el duque al cabo de un instante de dramático silencio- yo no soy Pilatos, en primer lugar. En segundo, en atención a tu padre, quien perdiera la vida en Tannenberg al lado de mi hermano, no consentiré que te maten por una necia venganza de sangre. En tercer lugar, ya va siendo hora de cesar con las venganzas de sangre y vivir como les pertenece a unos europeos. Eso es todo. Te permito que viajes con mi comitiva hasta incluso el mismo Wroclaw. Mas no te pongas ante mis ojos. Porque tu vista no me agrada.

– Alteza…

– Vete, he dicho.

La caza se había terminado definitivamente. Los halcones recibieron sus capuchas en la testa, los patos y las garzas capturados se balanceaban colgados en la escalera de un carro, el duque estaba satisfecho, la comitiva también, porque la cacería, que se anunciaba larga, en suma no lo había sido. Reynevan percibió unas cuantas miradas abiertamente agradecidas, ya se había corrido la voz entre el séquito de que era por su causa por lo que el duque había acortado la caza y emprendido de nuevo el camino. Reynevan tenía razones fundadas para creer que no era la única noticia que se había extendido por allí. Las orejas le ardían como si estuviera en la picota.

– Todos -murmuró a Benno Ebersbach, que iba cabalgando a su lado-. Todos lo saben.

– Todos -corroboró sin alegría alguna el caballero de Olesnica-. Mas para tu fortuna, no todo.

– ¿Qué?

– ¿Finges ser necio, Bielau? -le preguntó Ebersbach, sin alzar la voz-. Kantner te habría echado de aquí en un decir Jesús, hasta te habría enviado en cadenas al castellano, si hubiera sabido que en Olesnica hubo un muerto. Sí, sí, no me pongas esos ojos. El joven Niklas von Sterz ha muerto. Los cuernos de Gelfrad son una cosa, mas un hermano muerto no lo perdonarán los Sterz en la vida.

– Ni un dedo… -dijo Reynevan tras una serie de profundas inspiraciones-. Ni un dedo le puse encima a Niklas. Lo juro.

– Para acabar de arreglarlo -Ebersbach a todas luces no se inmutó por el juramento-, la hermosa Adela te acusó de brujería. De que la hechizaste y te aprovechaste de ella.

– Incluso si eso fuera cierto -respondió al cabo de un instante Reynevan-, la obligaron a ello. Amenazándola de muerte. Pues si la tienen en su poder…

– No la tienen -le contradijo Ebersbach-. Desde los agustinos, en los que te acusó públicamente de brujería, la hermosa Adela huyó a Ligota. Detrás de los muros del convento de las clarisas.

Reynevan suspiró con alivio.

– No creo en esas acusaciones -repitió-. Ella me ama. Y yo la amo.

– Qué bonito.

– Ni te haces una idea.

– Cuando en verdad se puso bonito -Ebersbach le miró a los ojos- fue cuando registraron tu laboratorio.

– Ja. Me lo temía.

– Y con razón. En mi modesta opinión, si no tienes todavía a la Inquisición pisándote los talones es porque todavía no han terminado de inventariar las diabluras que encontraron en tu casa. Puede que Kantner te proteja de los Sterz, mas de la Inquisición no lo creo. Cuando se corra la voz de tu nigromancia, él mismo te arrojará a ellos. No vengas con nosotros a Wroclaw, Reynevan. Sepárate de nosotros antes y ocúltate en algún lugar. Te lo aconsejo.

Reynevan no respondió.

– Y ya que estamos en ello -dijo Ebersbach como con desgana-. ¿En verdad entiendes de magias? Porque yo, sabes, conocí no ha mucho a una dama… Bueno, para qué hablar… No me vendría mal algún que otro elixir…

Reynevan no respondió. Les llegó un grito desde la cabeza de la comitiva.

– ¿Qué pasa?

– ¡Byków! -adivinó Ciervo Krompusz, espoleando al caballo-. La Taberna de la Damajuana.

– Dios sea alabado -añadió Jaksa de Wiszna a media voz-, porque con toda esa putañera cacería me estoy muriendo de hambre.

Tampoco entonces respondió Reynevan. Los ruidos que se escapaban de sus tripas eran harto locuaces.

La Taberna de la Damajuana era grande y con toda seguridad famosa, así que había allí muchos clientes, tanto locales como forasteros, lo que se podía notar por los caballos y carros y por los pajes y soldados que revoloteaban en torno a ellos. Cuando la comitiva del duque Kantner entró en el patio con gran algarabía y revuelo, el tabernero ya estaba advertido. Salió por la puerta como la bala de una lombarda, espantando a las gallinas y salpicando estiércol. Pasaba el peso de un pie al otro y hacía reverencias constantemente.

– Bienvenido, bienvenido, Dios sus bendiga -jadeó-. Qué grande honor, qué crecido orgullo que vuesa magna artesa…

– Apretados estamos hoy aquí. -Kantner bajó del caballo bayo que sujetaban unos pajes-. ¿A quién hospedas hoy? ¿Quién vacía tus cazuelas? ¿Habrá suficiente para nosotros?

– De aseguro que habrá, de aseguro -aseguró el tabernero, tomando aliento con esfuerzo-. Y ya no hay apreturas, que en como vimos a su artesa en el camino… echara yo a la pordiosería, la estudiantina y el paisanaje. Libre está al completo el cuarto del bajo, libre también la camareta, mas…

– ¿Qué? -Rudiger Haugwitz alzó las cejas.

– En la prencipal hay güéspedes. Personas de calidad, clerigales… Mandatarios. No me atreví…

– Y bien que hiciste en no atreverte -lo interrumpió Kantner-. A mí y a toda Olesnica habrías hecho un despecho en tal caso. ¡Huéspedes son huéspedes! Y yo soy un Piasta y no un sultán sarraceno, para mí no es deshonra el comer con los huéspedes. Id delante, señores.

Efectivamente, en la habitación un tanto llena de humo y que apestaba a col no había mucha gente. De hecho, sólo se hallaba ocupada una mesa a la que estaban sentados tres hombres. Todos tenían tonsura. Dos llevaban el traje característico para los clérigos de viaje, pero tan rico que no podían ser presbíteros normales y corrientes. El tercero llevaba el hábito de dominico.

Al ver a Kantner entrar, los clérigos se incorporaron. El que llevaba el traje más rico se inclinó, pero sin exagerar la humildad.

– Su alteza el duque Conrado -dijo, mostrando así lo bien informado que estaba-, ciertamente es éste un grande honor para nosotros. Yo soy, si permitís, Maciej Korzubok, oficial de la diócesis de Poznan, en misión a Wroclaw, al hermano de su alteza, el obispo Conrado, enviado por el reverendísimo señor obispo Andrzej Laskarz. Éstos son mis compañeros de viaje, que, como yo, se dirigen desde Gniezno a Wroclaw: don Melchior Barfuss, vicario del reverendísimo señor obispo de Lebus, Christoph Rotenhahn. Y el reverendo Jan Nejedly de Vysoke, prior Ordo Praedicatorwn, que viaja en misión del provincial de la orden de Cracovia.

El branderburgiano y el dominico inclinaron sus tonsuras, Conrado Kantner respondió con un leve movimiento de cabeza.

– Su reverencia, reverendísimo señor -dijo nasalmente-. Me será agradable almorzar en tan preclara compañía. Y platicar. La plática en cualquiera caso, si no les fatiga a sus reverencias, habremos de mantenerla tanto aquí como en el camino, puesto que yo también voy a Wroclaw, con mi hija… Permítenos, Agnieszka… Inclínate ante los servidores de Cristo.

La princesa hizo una reverencia y bajó la cabeza con intención de besar la mano, pero Maciej Korzubok la detuvo, bendijo su blondo flequillo con una rápida cruz. El dominico de Bohemia juntó las manos, inclinó el cuello, murmurando una corta oración y añadiendo algo acerca de una clarissima puella.

– Éste de aquí -siguió Kantner- es el señor senescal Rudiger Haugwitz. Y éstos mis caballeros y mi huésped…

Reynevan sintió que le tiraban de la manga. Escuchó los gestos y el siseo de Krompusz, salió con él al patio, en el que todavía continuaba la batahola organizada por la llegada del duque. En el patio estaba esperando Ebersbach.

– Anduve tanteando -dijo-. Estuvieron aquí ayer. Wolfher Sterz, con otros seis. Pregunté también a estos granpolacos. Los Sterz los detuvieron, pero no se atrevieron a lanzarse sobre personas de iglesia. Pero por lo que se ve, te están buscando por los caminos de Wroclaw. En tu lugar, me daría a la fuga.

– Kantner -balbuceó Reynevan- me defenderá…

Ebersbach se encogió de hombros.

– Como quieras. Es tu pellejo. Wolfher anda diciendo bien alto y con detalles lo que te hará cuando te atrape. Yo, en tu lugar…

– ¡Amo a Adela y no la abandonaré! -estalló Reynevan-. ¡Esto en primer lugar! Y en segundo… ¿Adonde podría huir? ¿A Polonia? ¿O puede que a Samogitia?

– No es mala idea. Ésa de Samogitia, se entiende.

– ¡Voto a mí! -Reynevan dio una patada a una gallina clueca que revoloteaba junto a sus pies-. De acuerdo. Lo pensaré. Y algo se me ocurrirá. Mas primero comamos algo. Me muero de hambre y el olor de esa col me vuelve loco.

Era el momento apropiado, pues un poco más y los jóvenes se hubieran debido de contentar con el olor. En la mesa principal, delante del duque y la duquesilla, se habían colocado unas perolas de gachas y de col con guisantes y unas cazuelas de huesos y carne de cerdo. Las vasijas sólo pasaron al fondo de la mesa después de que se hubieran servido los tres clérigos que estaban sentados al lado de Kantner, los cuales mostraron que sabían comer con ganas. Para colmo de males, también por el camino estaba Rudiger Haugwitz, quien no comía peor que ellos, así como el huésped extranjero del duque, quien tenía todavía mayores tragaderas que Haugwitz. El huésped era un caballero de cabellos oscuros y de tez tan morena que parecía que acabara de regresar de Tierra Santa. De este modo, en las cazuelas que llegaron a los jóvenes y a los de menor rango no quedaba apenas nada. Por suerte, al poco, el posadero le sirvió al duque una gran bandeja con capones, los cuales tenían un aspecto tan delicioso y olían tan bien que el tocino de cerdo y la col perdieron algo de su atractivo y llegaron al confín de la mesa en estado casi intacto.

Agnieszka Kantner mordisqueaba un muslo de capón, intentando proteger de las gotas de grasa que se derramaban las mangas abiertas a la moda de su vestido. Los hombres hablaban de esto y de aquello. Le tocó el turno precisamente a Jan Nejedly de Vysoke.

– Soy -peroraba el mentado- o mejor dicho era, el prior de San Clemente en la parte vieja de Praga. ítem, maestro en la Universidad Carolina. Hoy por hoy me hallo, como veis, en el destierro, vivo de ajena benevolencia y pan ajeno. Mi monasterio fue saqueado y en la Academia, como podéis imaginaros con facilidad, no me era ya posible vivir, junto con apostatas y bellacos del tenor de Jan Pribram, Christian de Prachatice o Jakob de Striber, Dios los castigue…

– Tenemos aquí -tomó la palabra Kantner, captando la mirada de Reynevan- a un estudiante de Praga. Scholarus academiae pragensis, artium baccalaureus.

– En tal caso aconsejaría -los ojos del dominico relampaguearon por encima de su cuchara- atenta guardia de los sus pasos. Lejos mi propósito de incriminar a nadie, mas la herejía es como el óxido, como la pez. ¡Como el estiércol! Quien se halle cerca, se tintará con ella.

Reynevan bajó con prisa la cabeza al sentir cómo de nuevo le enrojecían las orejas y la sangre golpeaba en sus sienes.

– ¡Para nada le va a nuestro estudiante la herejía! -sonrió el duque-. Puesto que es de familia cabal, para cura y médico estudia en la academia praguense. ¿No es cierto, Reinmar?

– Con vuestro permiso -Reynevan tragó saliva-, ya no estudio en Praga. Que por consejo de mi hermano dejé el Carolinum en el año diecinueve, a poco de San Abdón y San Senén… Es decir, después de la defenes… Bueno, sabéis cuándo. Ahora pienso que puede que intente seguir con la ciencia en Cracovia… O en Leipzig, adonde se fueron la mayor parte de los maestros praguenses… A Bohemia no he de volver. Mientras perduren las zozobras.

– ¡Zozobras! -De la boca del enfervorizado bohemio volaron unas ristras de col que fueron a aposentarse sobre el escapulario-. ¡Bonita palabra, ciertamente! Vosotros aquí, en este país tranquilo, no podéis ni siquiera imaginaros lo que en Bohemia está haciendo la herejía, de qué monstruosidades aquel infortunado país es testigo. Espoleados por los herejes, wicliñtas, valdenses y otros servidores de Satán, la plebe ha vuelto su rabia falta de seso contra la fe y la Iglesia. En Bohemia se destruye a Dios y se queman Sus santuarios. ¡Se da muerte a los servidores de Dios!

– Las nuevas que nos llegan -corroboró, chupándose los dedos, Melchior Barfuss, vicario del obispo de Lebus- son ciertamente terribles. No se quiere creer…

– ¡Mas se han de creer! -gritó aún más alto Jan Nejedly-. ¡Pues ninguna nueva es exagerada!

La cerveza de su jarra salpicó, Agnieszka Kantner retrocedió instintivamente, cubriéndose como si fuera un escudo con el muslo del capón.

– ¿Queréis ejemplos? ¡Tengo de sobra! La masacre de las monjas de Brod de los Bohemios y de Pomuko, los cistercienses asesinados en Zbraslav, Velehrad y Mnichove Hradisti, los dominicanos muertos en Pisek, las monjas benedictinas en Kladrau y Postelberg, muertos los inocentes premonstratenses de Chotesov, los capellanes asesinados en Brod de los Bohemios y en Jaromir, los monasterios asaltados y quemados en Kolin, Milevsko y Zlata Koruna, los altares profanados en Brevnov y Vodnany… ¿Y qué es lo que ha hecho Zizka, ese perro rabioso, ese anticristo, ese hijo de Satán? Matanzas sangrientas en Chomutow y Prachatice, cuarenta clérigos quemados vivos en Beroun, los monasterios de Sazava y Vilemov abrasados, ¡sacrilegios que no cometería el turco, ante cuya vista hasta el sarraceno sentiría aborrecimiento! Oh, Señor, ¿cuánto más habrás de juzgarnos y castigarnos por la sangre de nuestros pecados?

El silencio, en el que sólo se oía el susurro de la oración del capellán de Olesnica, quedó roto por la voz profunda y sonora del caballero moreno y de anchos hombros, huésped del duque Conrado Kantner.

– No había por qué haber llegado a esto.

– ¿Cómo? -El dominico alzó la cabeza-. ¿Qué queréis decir con ello, señor?

– Se pudo haber evitado todo ello con facilidad. Bastaba con no haber quemado a Jan Hus en Constanza.

– Vos -el checo entrecerró los ojos- ya entonces, allí, defendisteis al hereje, gritasteis, protestasteis, hicisteis peticiones, lo sé. Y en un error os hallabais entonces y también ahora erráis. La herejía se extiende como la mala yerba y las Sagradas Escrituras nos enseñan que la mala yerba hay que extirparla con el fuego. Las bulas papales lo ordenan…

– Dejad las bulas para las disputas conciliares -lo cortó el moreno-, pues en una taberna es ridículo mentarlas. Y en Constanza tenía yo razón, podéis decir lo que queráis. El Luxemburgués dio palabra real y salvoconducto que garantizaba a Hus su inmunidad. Violó palabra y juramento, manchando con ello el honor de monarca y caballero.

Y yo no pude contemplar aquello impasible. Y tampoco quise.

– El juramento de caballero -ladró Jan Nejedly- ha de darse al servicio de Dios, lo mismo da paje que rey. ¿Llamáis acaso servir a Dios el mantener el juramento y la palabra dada a un hereje? ¿Llamáis a esto honor? Yo lo llamo pecado.

– Yo, si la doy, doy palabra de caballero ante Dios. Por eso la mantengo incluso ante un turco.

– Al turco se le puede mantener. A los herejes no.

– Ciertamente -dijo muy serio Maciej Korzubok, oficial poznaniano-, puesto que el moro o el turco es pagano por ignorancia y barbarismo. Se le puede convertir. Un malquisto y cismático, por el contrario, vuelve sus ojos de la fe y de la Iglesia, se burla de ellas, las profana. Por eso es mil veces más repugnante ante Dios. Y toda forma de lucha con la herejía es buena. ¿Acaso alguien que vaya a cazar lobos o a matar perros rabiosos, si tiene el seso en su sitio, andará perorando con ellos de honores y juramentos caballeriles? Todo es permitido contra el hereje.

– En Cracovia -el huésped de Kantner volvió hacia él un rostro enrojecido-, el canónigo Jan Elgot, cuando es necesario apresar a un hereje, por nada tiene al secreto de confesión. El obispo Andrzej Laskarz, a quien servís, aconseja tal cosa a los clérigos de la diócesis de Poznan. Todo es permitido. Ciertamente.

– No escondéis, señor, vuestras simpatías -dijo Jan Nejadly de Vysoke con sarcasmo-. Así que yo tampoco voy a disimular las mías.

Y refrendo: Hus fue un hereje y debía ir a la hoguera. El rey de Roma, de Hungría y de Bohemia bien obró de no mantener la palabra dada al hereje bohemio.

– Y por ello le aman tanto ahora los bohemios -le contrapuso el moreno-. Por esa razón tuvo que huir de Vysehrad con la corona de Bohemia bajo el brazo. Y ahora reina sobre Bohemia, pero en Buda, porque a Hradczany no le van a dejar volver por algún tiempo.

– Os permitís burlaros del rey Segismundo -advirtió Melchior Barfuss-. Y sin embargo le servís.

– Exactamente por ello.

– ¿O no será que por algotra razón? -masculló el checo con voz venenosa-. Pues vos, caballero, en la batalla de Tannenberg os batisteis contra los caballeros de la Orden de Santa María de parte de los polacos. De parte de Jagiello. Un rey neófito, que abiertamente protege a los herejes bohemios y que oído presta con gusto a los cismáticos y wiclifitas. El sobrino de Jagiello, el apóstata Korybut, gobierna a sus anchas en Praga, los caballeros polacos en Bohemia dan muerte a católicos y saquean conventos. ¡Y aunque Jagiello finge que todo es contra su voluntad y permiso, pues no se lanza con sus ejércitos contra los herejes! ¡Y si se lanzara, si con el rey Segismundo en una cruzada se aliara, en un decir amén se acabaría con los husitas! Entonces, ¿por qué no lo hace Jagiello?

– Precisamente. -El moreno sonrió de nuevo, y fue una sonrisa altamente significativa-. ¿Por qué? Interesante.

Conrado Kantner carraspeó muy fuerte. Barfuss fingió que lo único que le interesaba era la col con guisantes. Maciej Korzubok se mordió los labios, bajó la cabeza con un gesto amargo.

– Lo que es verdad es verdad -reconoció-. El rey de Roma mostró ya más de una vez que no es amigo de la corona polaca. Cierto es que cada granpolaco alzaríase con gusto en defensa de la fe, puedo hablar por ellos. Mas sólo si el Luxemburgués diera garantía de que si nosotros nos ponemos en marcha hacia el sur, ni los teutones ni los branderburgueses vayan a atacarnos. ¿Y cómo va a dar él una tal garantía si en junto con los mencionados maquina la partición de Polonia? ¿No tengo razón, señor duque?

– Para qué más pláticas -dijo Kantner con una sonrisa extraordinariamente falsa-. Politiqueamos más de lo preciso. Y la política es cosa que no pega bien con la pitanza. La cual, hablando en plata, se está enfriando.

– Mas hablar de ello es preciso -protestó Jan Nejedly, para alegría de la juventud caballeresca a la que le habían llegado dos perolas casi intactas porque las señorías platicaban en exceso. La alegría fue prematura, sus señorías demostraron que podían platicar y comer al mismo tiempo.

– Porque habrán de advertir vuesas mercedes -siguió, al tiempo que devoraba la col, el antiguo prior de San Clemente- que no sólo bohemio es el apuro, la tal wiclifiana peste. Yo conozco a los bohemios, prestos están para venir aquí, tal y como fueron a la Moravia y a la Austria. Podrían venir a vuestra casa, señores. A la de todos los que aquí estáis sentados.

– Bah. -Kantner torció la boca con desprecio, mientras hurgaba con una cuchara en una cazuela en busca de pedazos de tocino-. Eso no lo creo.

– Y yo aún menos. -Maciej Korzubok salpicó de espuma de cerveza-. Mucho camino hay hasta Poznan.

– Pues a Lebus y Fürstenwalde -dijo Melchior Barfuss con la boca llena- también hay su buen trecho desde el Tabor. Ah, no les tengo miedo.

– Cuanto más -añadió con una fea sonrisa el clérigo- que antes habrán los bohemios de recibir visita que de ir ellos mismos. Sobre todo ahora cuando Zizka ya no está. Me pienso que los bohemios pueden andar apercibiendo la visita cualquier día de éstos.

– ¿Una cruzada? ¿Sabéis pues algo, su señoría?

– Ni torta -repuso Kantner con un gesto que sugería justo lo contrario-. Es sólo un pensamiento. ¡Tabernero! ¡Cerveza!

Reynevan se había deslizado en silencio hacia el patio, y del patio al establo y de allí a los matorrales tras el huerto. Aliviándose lo que era menester, volvió. Pero no a la habitación. Salió por la puerta, miró largo rato el camino que se perdía en una neblina. Un camino en el que no distinguió, para su consuelo, a los hermanos Sterz apresurándose a todo galope.

Adela, pensó de pronto, Adela no está segura con las clarisas de Ligota. Yo tendría, tendría que…

Tendría. Pero tengo miedo. De lo que me puedan hacer los Sterz. De lo que andan diciendo en voz alta y en detalle. Volvió al patio. Se sorprendió cuando vio al duque Kantner y a Haugwitz, saliendo ligeros y con brío de detrás de los establos. En realidad, pensó, de qué asombrarse. También duques y senescales van tras de los establos. Y además a pie.

– Aguza el oído, Bielau -dijo Kantner con rudeza, lavándose las manos en el cubo que se había apresurado a ofrecerle una moza del servicio-. Y escucha lo que te digo. No vendrás conmigo a Wroclaw.

– Alteza…

– Cierra el pico y no lo abras mientras no te lo mande. Lo hago por tu bien, mocoso. Porque estoy más que seguro de que en Wroclaw mi hermano el obispo te meterá en la torre antes de que aciertes a decir benedictum nomen Iesu. El obispo Conrado tiene gran tirria a los adúlteros, seguro, je, no le gusta la competencia, je. Así que tomarás el caballo que te prestara antes y te irás a Mala Olesnica, a la bailía de la orden de San Juan de Jerusalén. Le dirás al comendador Dytmar de Alzey que te envié en penitencia. Estarás allí calladito hasta que te haga llamar. ¿Está claro? Ha de estar claro. Y aquí tienes este saquete para el camino. Sé que no es mucho. Te daría más, no obstante mi alguacil me lo desaconsejó. Esta taberna ha cargado demasiado mi gastos de representación.

– Mucho os lo agradezco -murmuró Reynevan, aunque a juzgar por el peso, el saquete no se merecía las gracias-. Mucho, alteza. Sólo que…

– No tengas miedo de los Sterz -lo interrumpió el duque-. En la casa de los de San Juan no te encontrarán y la jornada no habrás de hacerla solo. Por un casual mi huésped también cabalga en la misma dirección, hacia Moravia. De seguro que lo viste a la mesa. Aceptó que lo acompañaras. Si he de ser sincero, no al punto. Mas lo convencí. ¿Quieres saber cómo?

Reynevan asintió con la cabeza, mostrando que quería.

– Le dije que tu padre murió al lado de mi hermano en la batalla de Tannenberg. Y él también estuvo allí. Sólo que la nombra como la batalla de Grunwald. Porque luchaba él en el lado contrario.

»Así que entonces queda con Dios. Y alégrate, mozalbete, alégrate. No puedes quejarte de mi liberalidad. Tienes caballo, tienes dineros. Y un viaje seguro.

– ¿Cómo seguro? -se atrevió a musitar Reynevan-. Señor duque… Wolfher Sterz cabalga con otros seis… Y yo… ¿con un caballero? Incluso si lleva un paje… Vuestra gracia… ¡Pero sigue siendo un solo caballero!

Rudiger Haugwitz bufó. Conrado Kantner adoptó un gesto condescendiente.

– Cuidao que eres tonto, Bielau. Un bachiller tan letrado y no reconoce a un hombre famoso. Para ese caballero, gañán, seis es una minucia.

Y viendo que Reynevan seguía sin entender, se lo aclaró.

– Éste es Zawisza el Negro de Garbowo.

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