Su hermano podía decir lo que le diera la gana, estaba convencido de que cada día estaba más delgado. No había sido un proceso paulatino, era más bien como si su cuerpo hubiera empezado a consumir la carne alrededor de los huesos apenas hubo terminado de consumir las últimas grasas. Se miraba ahora en el espejo levantándose el viejísimo jersey y la camiseta, y no le gustaba el aspecto de las prominentes costillas, que abultaban redondas y brillantes como si fueran de plástico.
– Estás igual que siempre, pesao -dijo Álvaro desde su poltrona. Antonio lo miró, pero últimamente le rompía el alma hacerlo. Estaba sentado con las piernas plegadas contra el cuerpo, las rodillas huesudas hacia arriba; tenía los ojos entrecerrados y jugueteaba con un dedo largo y escuálido, enredándolo y desenredándolo en su cabellera negra. Y estaba tan delgado, los pómulos sobresalían como un vetusto testimonio de días mejores.
– Sí, ¿no? -dijo al fin, más para la imagen espectral de sí mismo que le miraba desde el espejo que en contestación a su hermano.
Ya no comían mucho. El último alimento decente había sido el día anterior por la mañana, una rata nauseabunda pero gorda como un odre lleno hasta los bordes. La habían cocinado y compartido, por la noche intentaron comerse también el rabo pero era demasiado duro. Antonio mató el tiempo royendo los huesos con ceñuda concentración. Antes de aquello, habían ido terminando con todas las provisiones que habían encontrado en la alacena del restaurante donde resistían. Durante un tiempo no estuvo mal, pero en contra de lo que habían esperado al principio, nadie acudió a rescatarles. Estuvieron malgastando recursos, las galletas se acabaron de puro aburrimiento en las largas tardes que pasaron encerrados y lo mismo ocurrió con la mayoría de los frutos secos. Cuando quisieron darse cuenta no quedaba demasiada comida como para racionar gran cosa. Lo último fue una patata florida de un tamaño tan inaceptable que apenas hubo para mancharse la lengua.
Oh, vaya si sabían lo que era el hambre. Habían aprendido que una vez que te acostumbras a no comer, la cosa no enloquece tanto como al principio. Antonio suponía que el cuerpo es más inteligente de loquepensaba. Como cuando te duele una muela; si no la reparas no sigue doliendo para siempre, los inhibidores del dolor entran en juego y deja de molestar aunque la porquería esté carcomiendo hasta el mismo nervio. Con el hambre había pasado algo parecido.
Las mordeduras de las chinches y las pulgas sin embargo, eran otra cosa. No desaparecían solas precisamente. Las tenían por todo el cuerpo, y ésas no dejaban de picar. Las heridas eran colinas de un tono rosado en la piel reseca y castigada de tanto rascarse. Antonio suponía que uno no podía durar demasiado siendo entregado cada noche a semejante horda de diminutos vampiros que traían enfermedades e infecciones, pero por el momento ni siquiera podía pensar en eso.
Y la debilidad. Continuamente le decía a su hermano que tenían que haber escapado mucho antes, intentar correr a alguna parte cuando todavía les quedaban energías para hacerlo. Ahora era demasiado tarde. Los dos sabían que sus piernas no aguantarían mucho, y que una carrera de fondo contra un zombi era como competir contra una locomotora de vapor con una carga eterna de carbón.
El agua, gracias al Señor, no era todavía un problema. Había un grifo conectado con una fuente que bebía a su vez de un manantial que provenía de la montaña. Había llovido tanto que el grifo todavía arrojaba un finísimo hilo de agua cuando se giraba. No era mucho, pero al menos era constante.
– En serio, Álvaro… como no comamos algo pronto, nos vamos a ir por el agujero.
Álvaro dejó escapar un pequeño resoplo que sonó como el siseo apagado de una serpiente. A veces, pensaba, era como si su hermano se hubiera rendido ya, como si quisiera simplemente cerrar los ojos y desaparecer en silencio durante la noche. Una interesante forma de terminar, por cierto, ya que podía apostar un buen filete con patatas a que se despertaría por la mañana con sus manos muertas alrededor de su cuello.
– Si hubiera venido alguien -respondió Álvaro, soñador. -¿Cómo es que nunca vino nadie?
– Ya lo sabes.
No, nunca había ido nadie. Desde los días en los que se empezaban a escuchar rumores, hasta cuando en la tele dedicaban el cien por cien de la programación al fenómeno y los primeros zombis comenzaron a verse por las calles. Nadie. Entonces los coches de policía dejaron de zumbar por las calles; y las pequeñas trifulcas, el ocasional disparo, la explosión lejana, se apagaron a lo largo de los días. Los gritos que venían desde la distancia eran en verdad espeluznantes, pero Antonio pensaba que fue mucho peor dejar de oírlos. Fue como ver morir a la humanidad.
– Voy a mirar -dijo al fin.
La alacena era un pequeño cuartucho al final de la cocina. Tenía apenas tres por seis metros con estantes a ambos lados. Un rudimentario espejo de pared con todos los bordes renegridos les permitía ver, semana tras semana, cómo los huesos despuntaban cada vez más en su piel tirante.
En el muro más septentrional había una maltrecha puerta metálica que daba a la cocina. Era lo único que les separaba de los muertos vivientes, porque la cocina en sí misma comunicaba directamente con el bar, un salón bastante amplio, diáfano, sin recovecos. El salón era en ocasiones frecuentado por los zombis. De vez en cuando entraba uno, errático, y daba una vuelta empujando y derribando sillas y mesas a su paso. Sus pisadas hacían crujir la porcelana y los cristales rotos que cubrían todo el suelo, así que tanto Antonio como Álvaro sabían perfectamente cuándo tenían visita, por lo menos la mayoría de las veces. Después de un rato, el visitante parecía dar al azar de nuevo con el hueco de la puerta y terminaba por salir fuera. Las dos hojas fueron arrancadas en algún momento.
Antonio abrió la puerta con extrema prudencia, muy despacio. Si algo le había enseñado la experiencia en los últimos meses era que el ruido atraía a esas cosas como la luz a las polillas. No había monstruos a la vista, sin embargo, lo que agradeció enormemente.
– ¿Limpio? -quiso saber Álvaro desde su poltrona.
– Sí -contestó Antonio.
Álvaro se incorporó trabajosamente. No se lo había dicho a su hermano porque no quería preocuparle, pero últimamente tenía graves episodios de lipotimia, sobre todo si se levantaba con brusquedad. Necesitaba un poco de aire y se repondría. Un poco de aire le sentaría bien.
– Voy a mirar en la calle… -anunció Antonio.
Casi nunca llegaban tan lejos, había siempre demasiados zombis lo que desde luego era bastante malo. No contaban con armas, ni siquiera cuchillos o pinchos que pudieran esgrimir contra los espectros, y Antonio recordaba bastante bien cierta ocasión en la que uno de ellos los embistió como un poseso apenas se asomaron fuera. Corrieron como pudieron hacia la alacena con un único pensamiento, cerrar la puerta, y lo consiguieron a duras penas. Los dedos del espectro fueron cercenados por la hoja metálica con una facilidad pasmosa y cayeron al suelo como obesas larvas deformes; su propietario estuvo aporreando la puerta dos días enteros con sus noches, hasta que, de repente, cesó. Álvaro tapó los dedos cortados con un viejo trapo de cubrir jamones hasta que pudieron tirarlos de nuevo a la calle.
– Joder… -dijo Álvaro, sintiendo un hormigueo en el estómago. Dio un dubitativo paso atrás, temeroso. Con las energías que le quedaban en el cuerpo dudaba que pudiera ponerse a salvo en el tiempo requerido. Por lo menos esos hijos de puta no van a darse ningún banquete conmigo, pensó con una retorcida mueca en su rostro demacrado.
Álvaro siguió a Antonio con la mirada. Lo vio acercarse al marco de la puerta caminando despacio para no hacer crujir la porcelana tirada en el suelo. Al verlo de espaldas y desde cierta distancia se dio realmente cuenta de lo delgado que estaba… el sucísimo pantalón vaquero formaba una bolsa vacía en el trasero, y las perneras tremolaban como velas al viento. Demasiada tela, hombre, demasiada tela.
Por fin, Antonio acabó en el marco de la puerta. Notaba las axilas llenas de sudoración, frías y húmedas bajo el jersey raído en el que había vivido los últimos meses. Fuera, el aire se notaba más puro, limpio, saludable. Al fin y al cabo habían estado haciendo aguas (las menores y las mayores) en el recinto del restaurante, dejando que los líquidos se secasen y arrojando las defecaciones sólidas por la ventana cuando estaban secas. Por lo tanto, el olor a amoniaco hacía tiempo que había arruinado sus bulbos olfatorios.
Con exquisita cautela, Antonio giró la cabeza para mirar a ambos lados. Había algunos espectros repartidos por todas direcciones, unos más cerca, otros mucho más lejos. Y por encima de todos ellos, por encima incluso de los edificios y flotando en el cielo como una especie de dios sobrenatural de brillantes colores, algo nuevo, un globo aerostático en cuya superficie se podía leer:
ERCITO DE TIER
UNTO SEGU
Antonio ni siquiera se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración hasta que casi sufre un pequeño desmayo. Estaba mucho más débil de lo que había pensado; el corazón parecía querer explotar en su pecho. Ército de tier unto segu, se decía en silencio, mientras el gigantesco globo se mecía suavemente y daba vueltas sobre sí mismo, flotando atado a un cable que descendía hacia el suelo dos o tres calles más allá. Al girar sobre sí mismo, Antonio pudo leer el mensaje completo: Ejército de Tierra. Punto Seguro.
Se volvió para mirar a su hermano, sin ser apenas consciente de las lágrimas que luchaban por asomarse a sus ojos. Álvaro, comprendiendo que algo pasaba, se acercó hasta él dando pequeños bandazos a medida que se ayudaba de las paredes y las manos para mantenerse erguido.
– Pero qué pasa -decía en voz baja.
– Mira, mira eso.
Álvaro se asomó por el hueco de la puerta, mirando en la dirección que Antonio señalaba. Todavía le costó unos cuantos segundos comprender qué pasaba.
– Oh, tío -dijo.
– Sí.
– Oh tío.
– ¡Sí, sí! -decía Antonio, cada vez más entusiasmado.
De pronto, la sonrisa de Álvaro se congeló.
– Pero está ahí mismo. -dijo despacio.
– ¡Sí, está aquí cerca, podemos!
Se volvió y abrazó a su hermano con toda la fuerza de la que era capaz, que a decir verdad no era mucha. Todavía a través de los velos de la alegría se descubrió pensando cuán frágil se notaba el cuerpo de su hermano a través de sus brazos. Era un saco de huesos que amenazaban con crujir y romperse si intensificaba el abrazo.
– No. Me refiero… -interrumpió Álvaro, separándose- a que si están tan cerca, ¿cómo es que no hemos oído nada, ningún vehículo, ni disparos, ni voces, ni un megáfono?
Antonio le miró sin comprender. No quería escuchar nada raro respecto a eso. Quería solamente que funcionase. Quería que los rescatasen, quería que él y su hermano compartieran un estofado con una manta del Ejército de Tierra encima de los hombros, o un humeante plato de pasta con atún y tomate, o una buena ducha, por el amor de Dios. Y quería salir de allí y ser llevado en helicóptero a alguna ciudad secreta donde los muertos vivientes no podían traspasar los gigantescos muros de piedra con una reja electrificada, y en el confortable interior los humanos construían de nuevo un futuro.
– Yo… no sé, Álvaro, quizá no se escuchaba con la puerta cerrada, ¿eh? quizá nos hemos distraído, estamos bastante débiles, o mira, quizá… -dijo con un brillo de lágrimas en los ojos- quizá no han querido hacer ruido, como nosotros, ¿eh? son inteligentes, y han aprendido de la otra vez, del principio, y ahora no hacen ruido para no atraer todos los zombis de Marbella.
Álvaro le miró a los ojos y asintió despacio.
– ¿Cómo lo vamos a hacer? -preguntó Antonio entonces, evaluando la distancia entre ellos y el cable. Era difícil estimarlo, pero le parecía que el cable caía más o menos dos o tres calles más allá.
– ¿El qué?
– Pues… ¡ir hasta allí!
– Qué dices -dijo Álvaro.
– ¡Álvaro, míranos! -estalló Antonio. El labio inferior le temblaba, víctima de la excitación y la extrema debilidad -es el momento de arriesgar, es ahora o nunca, Álvaro, tenemos que llegar, si seguimos aquí podrían irse a otra parte, ¿y cuánto más crees que aguantaremos?
Álvaro bajó la mirada y echó un vistazo atrás, al salón inmundo. El rastro aún visible de la última meada discurría sinuoso por las rendijas de la celosía del suelo. Lo sabía, sabía que tenían que moverse, pero, Jesús, cómo le temblaban las rodillas.
Entonces, su hermano dejó caer la palma en su hombro.
– ¡Álvaro!
– ¿Qué, joder?
– Álvaro, los barriles.
Miraba con fascinación los barriles de la terraza. Eran oscuros, altos y grandes. Solían usarse en tiempos, para que las familias y los amigos se sentaran alrededor en altos taburetes, a modo de mesas, lo que le daba al restaurante un entrañable aire a bodeguilla. Ahora sólo algunos seguían en pie, la mayoría estaban tirados por el suelo y unos pocos hechos trizas, como si alguien hubiera hecho pasar un vehículo por encima.
Pero Antonio miraba a uno, que tirado a pocos metros, mostraba la parte de abajo. No tenía tapa y mostraba el interior, totalmente hueco.
Pero Álvaro seguía sin comprender.
– Haremos como Bilbo Bolsón en El Hobbit, Álvaro, ¿te acuerdas? ¡Nos meteremos en un barril y avanzaremos despacio dentro de él! ¡No nos verán!
Álvaro sintió que la cabeza le empezaba a dar vueltas. La puta lipotimia, pensó al principio, pero no era eso, no era la misma sensación. Era la idea de su hermano. No estaba seguro de lo que pensaba sobre eso; podía funcionar pero también podía ser que no. ¿Qué sabían ellos de los zombis, al fin y al cabo, y si de alguna forma los olían, y si buscaban a sus presas por el olor como la mayoría de los depredadores, cuánto tardarían en tumbar el barril y exponerlos a la vista, cuánto tardarían los otros espectros en hincar sus manos-garra en sus cuellos y pechos?
A la mierda.
– Hagámoslo -dijo con voz temblorosa.
– Quédate aquí -contestó Antonio- voy yo primero, me meto dentro, pongo el barril en pie y esperamos a ver qué pasa. No vengas hasta que te haga una señal, ¿vale? Voy a moverme primero, a ver si el movimiento del barril les llama la atención.
– Por Dios, tiene que ser muy muy despacio… -dijo Álvaro, pasándose la lengua por el labio inferior.
– Claro.
Pero Antonio se preparaba ya para salir asomándose un poco más para mirar a ambos lados. El zombi más cercano estaba como a unos veinte metros pero les daba la espalda, arrastrando los pies como un octogenario privado de su andador. Entonces, inesperadamente, dio una corta carrera y se lanzó dentro del barril. Ponerlo derecho fue también más fácil de lo que Álvaro se había imaginado y en apenas un par de segundos, el barril se enderezó y su hermano desapareció debajo.
Silencio. Álvaro parecía aguantar la respiración.
Se asomó a su vez por el marco de la puerta para ver si había alguna reacción en los zombis. Nada. Ninguna.
Experimentó entonces una excitación sin precedentes. Vaya si estaba funcionando, ¿por qué no lo habían intentado antes? Podían haber buscado otro restaurante, o una tienda, o un kiosco con bollería. Se imaginó hincándole el diente a un dulce de chocolate con fresas y su estómago que yacía en su interior plegado pared con pared, pareció sacudirse brevemente.
Dentro del barril, Antonio escudriñaba el exterior por las pequeñas rendijas que había entre tabla y tabla con el corazón palpitante. Bendijo en silencio el diseño puramente ornamental de aquellas mesas, o de lo contrario habría tenido que moverse a ciegas. Esperaba pues, rezando para que toda su peripecia hasta meterse en el barril hubiese pasado desapercibida.
Contó mentalmente hasta veinte, y como quiera que todo seguía en silencio, probó a empujar el barril lentamente en una dirección.
Brmmmmm.
Paró inmediatamente, horrorizado. El barril había hecho un ruido enorme al arrastrarse por el asfalto. El pánico ascendió desde algún punto indeterminado, como trepa el fuego por un pinar seco y demasiado poblado. De repente sentía que el espacio que le quedaba ahí dentro era ridículo, demasiado angosto como para que pudiese siquiera respirar, pero a medida que pasaban los segundos y comprobaba que, una vez más, ningún zombi había sido atraído empezó a sosegarse. Su respiración volvía a su ritmo normal y su corazón apagó todas las pequeñas luces de Emergencia.
Poco a poco, empujando despacio, consiguió desplazarse medio metro. Era hora de llamar a su hermano.
Lo hizo asomando una mano por debajo, Álvaro la vio al vuelo y corrió hacia él. Entre los dos fue relativamente sencillo levantar el barril y meterse juntos.
– Para esto era que perdimos tanto peso -susurró Álvaro cuando se vio pegado a su hermano; el espacio era realmente reducido y la respiración de ambos resonaba como soplidos de elefante en un vagón de transporte. Antonio rió el comentario y las dentaduras perfectas de ambos, con forma de sonrisa, resaltaron en la penumbra del barril.
Así avanzaron, acuclillados y pegados como hermanos siameses, ganando centímetro a centímetro a los zombis, deslizándose entre ellos y dejándolos atrás. Cada minuto que pasaban empujando despacio intensificaba su emoción; ni el hambre, ni las picaduras de chinches y pulgas, ni el recuerdo omnipresente de las miserias pasadas podían empañar aquel logro. De vez en cuando se miraban sonriendo.
¡Sargento, atienda usted a esos hombres! se imaginaba Antonio. ¡Señor, sí señor!
– Muy bien, hijo de perra sarnosa, y asegúrese de que le dan un buen plato de jamón, patatas, una ensalada y dos o tres solomillos.
– ¡Sus órdenes, mi capitán!
Una hora y media más tarde, con la espalda rota por la postura y el esfuerzo, llegaban a una especie de plaza o avenida diáfana. El cable del globo aerostático pendía de una especie de construcción central recubierta de sacos de ese color verde militar característico. Los dos hermanos movían sus cabezas a un lado y a otro intentando ver más. No había gente, pero sí una buena cantidad de cadáveres en el suelo, por todas partes. De hecho, veían muy complicado poder avanzar más.
De repente, un ruido en el aire.
Fwwwwwp.
Seguido de un golpe seco.
Los dos hermanos se miraron, sus caras eran la sombra de la duda.
Fwwwwwp. Thumb.
– ¿Qué cojones…? -susurró Álvaro.
Antonio miraba por la rendija. Estaba observando uno de los zombis más cercanos cuando de repente se sacudió como si le hubieran golpeado con una maza invisible; su cabeza estalló por un lado, completamente reventada…
Fwwwwwp.
… y luego cayó desmadejado al suelo.
Thumb.
– ¡Los están disparando! -susurró Antonio tras unir las últimas piezas del puzzle, con los ojos abiertos de par en par.
– ¿A quién? -preguntó Álvaro, sin comprender.
– A los zombis, con un silenciador, así no se enfurecen… ¡brillante!
Fwwwwwp. Thumb.
Aquél fue el último.
Antonio y Álvaro esperaron, sin saber muy bien qué hacer. Por fin, escucharon una voz a no mucha distancia.
– ¡Eldel barril!
Empezaron a levantar el barril, despacio primero, hasta que comprobaron que no había ningún muerto alrededor. Ningún muerto de pie al menos, ya que el suelo estaba sembrado de cadáveres. A unos veinte metros por delante antes del búnker de sacos, había un hombre de pie, vestido con un traje como el de uno de esos agentes especiales que tantas veces habían visto en las películas. Llevaba grandes gafas de cristal y un casco militar. Les apuntaba con un rifle.
– ¡Eh, oiga! -dijo Antonio, terminando de retirar el barril. -¡Somos supervivientes, somos supervivientes!
– ¡Salgan de ahí! -dijo entonces.
Era curioso, pensaba Álvaro. Aquél hombre tenía un acento guiri, quizá los ingleses, o los americanos, habían llegado para ayudar a combatir a los zombis. Quizá…
Antonio se puso de pie, levantando las manos. Había esperado que salieran más soldados armados. Aunque quizá estaban escondidos. Claro, eso era, estaban ocultos, apuntándoles con sus armas por si la cosa se ponía fea.
– ¿Hay alguno más? -preguntó el soldado con su remarcado acento extranjero.
– Alguno más -repitió Antonio, un poco aturdido. -No, no, solo nosotros dos.
– ¿Solo vosotros dos? ¿No hay nadie más en refugio?
– No, ¡nadie más! Nosotros dos solos.
– ¿Ninguna mujer? -preguntó el soldado de nuevo, dando pequeños pasos hacia su dirección.
Álvaro le miró. ¿Ninguna mujer? se repetía en su mente. ¿Qué coño de pregunta era esa?
– No -respondió Antonio con una media sonrisa, sin comprender realmente- ninguna mujer.
El soldado levantó su rifle y disparó dos veces.
Fwwwwwp. Fwwwwwp.
Antonio y Álvaro cayeron al suelo con un agujero sangrante en mitad de sus frentes. La parte de atrás de sus cabezas había explotado expulsando sangre y cerebro a borbotones. Cayeron uno junto al otro, con los ojos abiertos y las manos cruzadas como si hubieran querido cogerse antes de morir.
Reza estaba furioso. Su plan no estaba funcionando como había imaginado. Éstos eran los terceros que sacaba de sus agujeros con el truco del globo aerostático; lo había encontrado hacía semanas en uno de los camiones que había en la carretera entre Marbella y Estepona, un estúpido vestigio abandonado del "glorioso" Ejército español. Pero la única mujer que había venido parecía sacada directamente de los campos de concentración nazi, demasiado delgada y fea como para llevarla ante el grupo de caza. Un disparo la quitó de en medio, como a todos los otros.
No tenía muy claro qué hacer a continuación. Podía esperar un poco más, desde luego, porque personalmente tenía tiempo todavía, no confiaba en que Bluma fuese capaz de encontrar supropio culo con una linterna. Pero sin embargo ahora tenía muy claro que Marbella estaba muerta. Quizá era hora de ir a la capital, a Málaga. Si habían podido resistir a los muertos vivientes, sería allí, donde había un mayor número de unidades de Protección Civil.
Sí. Eso haría. Iría a Málaga.
Distraídamente, empujó la mano de Antonio con la bota y se alejó despacio.