En las pistas de atletismo, los ejercicios de mantenimiento diario habían terminado prácticamente y la hora de comer se acercaba con rapidez. El rumor que habían traído los que se encargaban aquella mañana de la limpieza del porche era que, en las cocinas, se preparaba pasta con atún y tomate, uno de los platos favoritos de Dozer.
– No es justo -musitó Dozer.
Uriguen y José reían con un tono manifiestamente burlón.
– ¿Pero qué ocurre? -preguntó Susana acercándose. Había estado ejercitando los bíceps en una serie de duras flexiones y tenía la camisa empapada en las axilas y el cuello.
– Dozer tiene revisión de seguridad y va a perderse el almuerzo -dijo Uriguen, divertido.
– Bah… -protestó Dozer.
Mientras sus compañeros se alejaban Dozer inspeccionó la bolsa de plástico que le habían traído; un bollo de jengibre con algo de jamón cocido de lata, y uno de esos envases de color rosa que contenían leche con canela. ¿De verdad era leche? Con esa fecha de caducidad proyectada en el tiempo hacia el futuro, empezaba a dudarlo. ¿Y qué coño era un jengibre, de todas maneras? Dozer echaba de menos el pan. Pan crujiente de harina de trigo horneado como Dios manda. Qué proceso tan básico y sencillo, el de producir pan, y qué lejos se le antojaba ahora.
Devoró el fugaz almuerzo en un tiempo récord y fue a reunirse con Moses. El marroquí se había preocupado bastante por el recinto desde que el padre Isidro irrumpiera como lo hizo, y había sido propuesto en una reunión multitudinaria como Jefe de Seguridad, no hacía mucho. Sus primeras propuestas gustaron bastante, cosas básicas en su mayoría pero en las que nadie había pensado. Ahora, había pedido a Dozer que le dedicara un poco de tiempo.
Su primera parada juntos fue en la armería. Estaba emplazada en una habitación sin cerradura a apenas diez metros de los grandes ventanales que daban acceso al edificio.
– ¿Qué tenemos ahí? -preguntó Moses.
– Ahí está todo, amigo -contestó Dozer, abriendo la puerta de entrada.
Moses dejó escapar un silbido apenas el interior de la estancia le fue revelado. Ante él se extendían grandes estanterías que cubrían las paredes hasta el techo, y en ellas, un cantidad impresionante de rifles y cajas de munición copaban todas las baldas. En un apartado especial colgaban algunos trajes anti disturbios completos con sus cascos y escudos de resina Lexan.
– Dios, no sabía que teníamos de éstos -exclamó Moses, visiblemente sorprendido por la gran cantidad de armas que había allí desplegadas.
– Sí. Todo viene de la comisaría de policía.
– ¿Y estos trajes, por qué no los usáis? -exclamó Moses, tomando uno de los grandes chalecos entre las manos.
– Ah sí. Éstos. Verás, los trajimos porque parecían una buena idea. Al menos en teoría, ya sabes, ir por ahí protegidos de mordiscos y zarpazos. En la práctica, sin embargo, no funcionaron muy bien. Necesitas una gran flexibilidad para moverte bien entre los zombis, yel traje la reduce bastante. Para nosotros es esencial movernos deprisa, pasar delante de ellos antes incluso de que puedan reaccionar; pero cuando probamos los trajes, fue un desastre. Demonios, a Uriguen casi lo cazan.
– Ah, entiendo -dijo Moses pensativo.
Dozer se acercó entonces a un armario situado al final de la sala.
– Y éste es nuestro armario de varietés -dijo, abriendo ambas hojas a la vez. Había allí un importante batiburrillo de material colocado en cajas o envueltos en grandes plásticos, y distribuidos en varios estantes. -Todo extraído de la comisaría de policía, pero no de su equipo, sino de la sala almacén donde tenían cosas decomisadas, no sé si temporalmente. ¿Qué hay aquí? -continuó, echando un vistazo al interior de las cajas- una barra de dinamita, varios metros de cordón detonante, un manual para elaborar bombas… -echó un vistazo al plástico que lo envolvía- fíjate, encontrado en un apartamento de La Palmilla, para qué coño querrían eso.
– Te sorprenderías -dijo Moses, moviendo la cabeza.
– ¡Ah! Esto es bueno. Escucha, proyectiles para cohetes RPG-7 que fueron encontrados en… veamos… -nueva consulta a la gran bolsa que los protegía-… en un jardín, enterrados. También dos granadas de fragmentación y algo de explosivo plástico. Y por supuesto, el lanzador de las RPG-7.
– Esto es de locos -dijo entonces Moses girando sobre sí mismo como para apreciar la ingente cantidad de armamento y equipo que lo rodeaba. -Pero parece que estamos cubiertos en este sentido.
– Oh, sí, desde luego. Tenemos aquí un buen arsenal.
– Es una pena que nuestra fuerza operativa sea tan pequeña… -observó Moses mientras calculaba cuántas balas podría haber en todas aquellas cajas cuidadosamente apiladas.
– ¿Nosotros? Bueno, lo intentamos… -enmudeció un instante y bajó la cabeza, como rememorando antiguos sinsabores. -En los primeros días, la gente se nos unía poco a poco. Fue cuando los zombis empezaron a verse por las calles, ¿te acuerdas? Llegaron unos diez el primer día, ocho el segundo, y a medida que pasaba el tiempo, llegaban cada vez menos. Pasábamos mucho tiempo tras la reja por si pasaba alguien, para decirles que aquí estábamos a salvo, pero una mañana supimos que ya no vendría mucha más gente, que tendríamos que apañárnoslas nosotros solos. En aquellos tiempos le dábamos mucha importancia a las armas, y en cierto modo era normal, las armas pueden salvarte de un ataque zombi. Era como si en este nuevo mundo enloquecido, todos tuviéramos que ir con un rifle en la mano para sobrevivir. Fue una soberana tontería. Detectamos que el ir armados en todo momento era psicológicamente perjudicial para la salud de la comunidad. Había recelo. Había hostilidad. Tendrías que ver lo que hace tener un arma apoyada sobre la pata de la mesa en la que comes. Fue idea del doctor dedicar un grupo a prepararse con las armas, y el resto, a las muchas tareas diarias que hacen falta en cualquier lugar donde conviven una treintena de personas.
– Entiendo -dijo Moses. Había escuchado otras veces el relato de la fundación de Carranque pero no desde ese prisma, y sentía una viva curiosidad.
– Formar el grupo no fue difícil. Cosa de selección. Yo tenía una empresa de seguridad antes de que pasara todo esto, y José y Uriguen también sabían mucho de armas. Uriguen era campeón de Airsoft anivel de Andalucía y los tres estábamos en muy buena forma física. Los demás, algunos tenían una puntería bastante aceptable, pero no podían soportar estar a pocos metros de los caminantes. El pánico les superaba. Otros, no eran capaces de disparar contra ellos, demasiado parecidos a personas normales. Los últimos, no servían para coger un fusil sencillamente. Hubo alguno que estuvo a punto de volarse un pie al recargar el arma, fue cosa de centímetros.
Moses sonrió brevemente.
– Entiendo lo que quieres decir -concedió.
– No es nada sencillo. Hay que tener una pasta especial para esto. ¿Sabes cómo es una situación de combate real? El rifle huele a un kilo de hierro, y el olor se te queda en las manos y la mejilla aunque te laves a conciencia. Los disparos son estridentes, el olor de la pólvora es acre y cada vez que disparas el retroceso golpea la clavícula y el hombro, y duele. No es que te agote, una escoba es ligera pero si estiras el brazo en horizontal y la sostienes en el aire cinco minutos, te agota. ¿Te imaginas con un fusil de tres kilos? Los brazos acaban agarrotados. Y cuando estamos muy cerca unos de otros, los disparos del que tienes al lado te hacen cerrar los párpados aunque no quieras. El sudor pica y se te mete en los ojos, y los casquillos vuelan para todos lados y pueden darte en la cara.
– Jesús -dijo Moses-, no he visto ninguna película que transmita eso.
Moses se encogió de hombros.
– En cuanto a Susana, fue un caso excepcional -continuó Dozer dejándose llevar con su historia- fue de las primeras en llegar. Tenías que haberla visto, ¡qué diferente era de la Susana que conocemos ahora!… llorosa, rota. Vivió el fin de los días del hombre encerrada en su casa. Al poco tiempo de estar con nosotros cogió uno de esos fusiles, una silla, unas cervezas, y descargó más de diez cargadores contra los muertos. Ni siquiera estaba interesada en destruirlos porque no les disparaba a la cabeza. Los impactos de bala dejaron a esos pobres diablos en un estado lamentable, indescriptible… creo que fue entonces cuando me di realmente cuenta de a qué nos enfrentábamos, cuando veía sus rostros incendiados de odio, inmutables ante la absurda cantidad de impactos que los sacudían. Y ella seguía. Y seguía, disparando con monótona cadencia. Al día siguiente se presentó como candidata para el grupo y vaya si resultó válida. Fue como si se hubiera templado, como si hubiera logrado expulsar sus demonios. Como si se hubiera desquitado de esa broma cruel que los zombis le habían gastado al arrebatarle su vida.
– ¿Qué hacía ella antes? -preguntó Moses después de dejar pasar un breve lapso de tiempo.
– Bueno. No estoy seguro. Creo que mencionó algo relacionado con… -dudó un instante- profesora deportiva, pero tendrás que preguntarle a ella.
Moses asintió.
– Quizá deba ponerme en forma -dijo entonces, cogiendo uno de los rifles y sopesándolo en las manos.
– Eso estaría bien -dijo Dozer, dándole una palmada en la espalda.
– Bueno, vamos a lo siguiente.
Lo siguiente les llevó directamente al tejado de uno de los edificios principales de Carranque, al que se accedía por una pequeña escalera de servicio. El sol del mediodía calentaba confortablemente, pero allí arriba el viento frío se acusaba con más intensidad y les congelaba las mejillas y las orejas.
La vista, sin embargo, representaba un cambio importante. Confería una cierta sensación de libertad, con una panorámica diáfana de los edificios circundantes que se erguían, silenciosos, cuan altos eran. Las ventanas oscuras sin embargo, eran como ojos ciegos, testigos mudos del inimaginable destino que la raza humana había sufrido.
Moses inspiró profundamente.
– Me gusta este sitio -dijo Dozer. Metió la mano en el bolsillo de su chaleco y sacó una pequeña hoja plegada cuidadosamente sobre sí misma, un paquete de Benson & Hedges y un mechero. Encendió un cigarro, cubriéndolo con la mano para parar el viento.
– No sabía que fumaras -comentó Moses.
– Es un viejo vicio. Lo dejé un tiempo, pero es como dice la canción, un viejo amor al que se acaba volviendo. De todas formas, qué coño, ¿crees que en este mundo en el que vivimos ahora hay sitio para ancianos longevos? -rió con una mueca torcida que Moses no supo interpretar-, diría que no.
– No lo había pensado así…
– En fin -dijo, tras darle una intensa calada al cigarro. Desplegó la hoja con un rápido movimiento y se puso al lado de Moses para que pudiera verla. Contenía un esquema dibujado a mano, un mapa de la zona con un pequeño diagrama con notas. Se trataba de un registro de las actuaciones del Escuadrón en los edificios que rodeaban la ciudad deportiva, una actividad a la que se habían dedicado antes de que el doctor Rodríguez trabajara en la vacuna, como parte de un plan de ampliación del perímetro de seguridad. Utilizaban las alcantarillas para acercarse a los portales lo más posible, y los limpiaban de caminantes. Luego, los clausuraban.
– Veamos. Éste de ahí está limpio -dijo señalando un edificio cercano- y también aquellos dos de allí. Y luego, aquél, el grande, y los dos que están a su derecha. Y… eso es todo.
– ¡Fantástico! -comentó Moses, estudiando el plano. -¿Qué son estas notas? -dijo, examinando los símbolos laterales que Dozer había dibujado.
– Bueno, son cosas interesantes que hemos encontrado en las viviendas. Allí siguen. Éste símbolo es de medicinas, éste de agua cuando la encontrábamos en grandes cantidades. Ni te imaginas las cosas que guarda la gente.
– Entiendo, vaya si habéis estado ocupados.
Dozer sonrió, arrancando un fulgor incandescente a la punta del cigarrillo.
– ¿Cuál es tu plan, entonces? -preguntó, soltando una bocanada de humo dulce y sofocante.
Moses estudió el plano antes de contestar. Miraba alternativamente la hoja de papel y los bloques de viviendas que les rodeaban.
– Ese de ahí -dijo, señalando al más cercano. Era un edificio de ladrillo visto en forma de tríptico, con la parte central más alta. Las otras dos alas estaban giradas ligeramente hacia ella. -Ése es nuestro Álamo.
– ¿Álamo?
Moses le dio una sonora palmada en la espalda.
– ¡La batalla por la independencia de Texas, amigo! Seguro que viste la película de John Wayne al menos. Cuatro mil soldados del ejército mexicano contra una milicia de secesionistas texanos, en su mayoría colonos. Se atrincheraron en la misión de El Álamo, en lo que hoy es el estado de Texas, utilizando algunas casas de sus cercanías como los primeros bastiones en su defensa. Y eso, amigo mío, es lo que haremos nosotros.
Su sonrisa era ahora radiante, pero Dozer le miraba intentando todavía comprender.
– Vamos, piensa un poco. La última vez casi sucumbimos. Triunfamos, sí, pero de puro milagro. De hecho, creo que Dios puso unas cuantas Reinas Blancas en el tablero para compensar que el Rey Negro se había vuelto loco, ¿sabes lo que quiero decir?
– Nuestro sacerdote.
– Justo. La cosa acabó bien, pero también pudo haber salido… mal. Muy mal. Tú estabas en el hospital con las costillas trituradas, y seguro que te sentiste atrapado cuando esas cosas entraron allí.
– Oh, joder, sí -respondió brevemente. Se acordaba demasiado bien de aquellos momentos, fosilizados en su memoria como fotografías de gran nitidez.
– En el edificio principal fue igual. Estuvimos tan acorralados como tú. Tenías que haber visto a José disparando a los espectros en la escalera, sujetando un colchón para aguantar la horda de zombis.
– Oh tío -dijo Dozer, riendo de repente. -Joder, sí. Si vieras cómo nos lo contaba cuando reunió valor para hablar de ello.
– Sí, en el recuerdo todo mejora, pero aquella noche la escalera era la única vía hacía la salida. Si no hubiéramos conseguido llegar abajo, todo habría acabado.
Dozer percibió el tono serio del marroquí y recuperó la compostura, apurando elcigarro con una última inhalación.
– Así que -continuó Moses- ese edificio de ahí es nuestro plan de evacuación, nuestro Álamo, un refugio donde poder volver la mirada si todo se tuerce.
– Entiendo -exclamó Dozer, pensativo.
– Quiero que trabajemos en eso. Quiero que el camino vaya directamente desde aquí, a ese edificio, por las alcantarillas. Cuando tengamos eso, más adelante, podríamos habilitar una de las viviendas como almacén y tener allí víveres, agua y armas.
– Uh… -exclamó Dozer, pensativo-, ¿todo eso merecerá la pena?
– ¿Qué quieres decir?
Dozer apoyó ambas manos contra la barandilla y miró a la calle. Allí, los muertos caminaban errantes, omnipresentes, celosos guardianes sin saberlo de las vidas de algunos de los últimos supervivientes de Málaga.
– Pensaba en Aranda -contestó Dozer- en la vacuna, ya sabes. Dentro de poco, creo que todos podremos andar entre ellos sin riesgo. Bueno, quiero decir, ése es el plan, ¿no?
– Ése es el plan -contestó Moses.
Pero algo en su voz le dijo que él no creía en ello, y ese conocimiento minó su propia esperanza como un alto explosivo que estalla en los mismos cimientos de un poderoso edificio. La vieja perspectiva de vivir para siempre en una ciudad deportiva rodeados de cadáveres que han vuelto a la vida se le echó encima como un lobo hambriento y terrible.
– Está bien -dijo con cierto desánimo. -Echaré un vistazo con los chicos, a ver cómo podemos comunicar el alcantarillado con el portal.
Y como si fuera una especie de advertencia llegada de entre las calles de la misma ciudad, una súbita ráfaga de viento, inesperada y gélida, les arrancó un escalofrío.
Resultó un poco más complicado de lo que pensaban. El edificio estaba justo enfrente de la ciudad deportiva cruzando la calle, pero en el subsuelo se había construido un enorme parking público que cubría los cuatro carriles y cortaba todo el alcantarillado por esa zona. Los accesos al parking desde la calle se encontraban justo en la misma avenida donde Carranque tenía sus puertas, así que el número de espectros que se encontraban allí en todo momento era suficiente para desquiciar a cualquiera. Estaban a punto de escoger otro edificio, más lejano pero con un acceso más directo, cuando Moses tuvo una idea.
– Utilizaremos el explosivo plástico -dijo al grupo.
– ¡Guaaau! -aulló Uriguen, aplaudiendo. -¡Así se habla, amigo!
– Espera, espera -protestó José-. ¿Explosivo plástico dónde, qué me he perdido?
– Eso… es interesante -dijo Susana, pensativa.
Moses le dedicó una sonrisa.
– Me sigues, ¿eh? He estado haciendo cálculos. Fui al sótano, al extremo más occidental y conté mis pasos hasta la superficie. Recorrí esa misma distancia desde la superficie hasta la verja, y me faltaron unos diez pasos para llegar al mismo punto, ¿sabéis lo que quiere decir?
– ¿Que cuentas con el culo? -dijo Uriguen, divertido. José le arrojó el envase de las galletas que había estado comiendo.
– Que el sótano llega más allá de la verja, imbécil -dijo.
– Claro -dijo Moses- pero allí está el garaje, ergo, sospecho que la pared de nuestro sótano da directamente al parking público, pared con pared.
– Oh joder, Mo -dijo Dozer, recostándose sobre su silla.
– ¿Alguien tiene experiencia con explosivos?
Todos se miraron, pero ninguno respondió, lo que naturalmente constituía una respuesta de por sí.
– Probaremos primero con una cantidad mínima, a ver qué pasa. Según los resultados que obtengamos, ampliaremos la cantidad de explosivo.
– Espera, espera… -se apresuró a decir Dozer -eso es… quiero decir, el explosivo plástico es de los más potentes que hay. Es mucho, mucho más potente que el TNT. Vaya, quiero decir que se diseñó en la Segunda Guerra Mundial con la expresa finalidad de volar puentes y edificios.
– Probaremos una cantidad mínima -le tranquilizó Moses- y si eso hace una pequeña brecha, aplicaremos ahí una cantidad similar.
El plan les pareció razonable, y dado que Aranda estaba ocupado preparando su partida, el grupo se puso a la tarea sin más dilación. El explosivo con el que contaban era del tipo C4, aunque no se indicaba en ningún sitio. El paquete, que venía envuelto en un nailon negro, era de un color blanco y se asemejaba más a la arcilla para modelar, aunque no tenía olor. Junto con éste había una especie de carrete con lo que supusieron era algún tipo de mecha, una especie de cobre recubierto de plástico amarillo y terminado en una cápsula de aluminio. También había un pequeño aparato de color negro con un par de aberturas en su parte inferior.
– Imagino que esta parte se mete en el explosivo y se activa por corriente eléctrica, a distancia -dijo Dozer, examinando el paquete.
– Tiene sentido, la corriente se transmite por los conductores hasta iniciar la carga primaria.
– ¿Y ese cacharro negro? -quiso saber Uriguen.
– El detonante, sí, seguro. Metemos el cable por aquí y se genera la chispa que detona la carga -contestó Dozer, dando vueltas al pequeño dispositivo en su mano grande y nudosa.
– ¿Seguro que es una buena idea? -preguntó Susana, a la que todo ese asunto, ahora que tenía el explosivo a la vista, hacía que le zumbaran los oídos. Pero ya habían comenzado a abrir el paquete, rodeados de un súbito y ominoso silencio.
– Hay un problema -comentó entonces José, examinando los fulminantes de aluminio. -Solo tenemos dos de éstos.
Moses dejó escapar una exclamación.
– Dos oportunidades, entonces -dijo.
– No podemos arriesgarnos, de todas maneras -dijo Susana- tendremos que continuar con el plan de usar sólo un poco. Esto cada vez me gusta menos -confesó.
– Siempre podremos terminar de agrandar el hueco con una machota, ¿no, pecholobo? -exclamó Uriguen, dándole una palmada en la espalda a José.
– Bueno ¿cómo lo llevamos, es inestable?
– No, no, este explosivo se hizo para la guerra. Ni siquiera una bala podría detonarlo. Joder, ¿crees que lo tendríamos aquí en un armario en caso contrario?
– No lo sé -dijo Uriguen con una media sonrisa. -Estaba acordándome de un episodio de Perdidos, donde el explosivo le explota en la mano a un tío y esparce trozos minúsculos de su cuerpo en todas direcciones.
Dozer soltó un bufido.
– Qué burro eres -dijo-. Eso era dinamita, y además había sudado nitroglicerina, lo que la hacía tremendamente inestable, por eso se suele almacenar en un frigorífico. -Por fin, cogió el paquete como quien coge una bolsa de arroz e hizo un gesto vago con la cabeza, una clara señal de que debían continuar. Cuando todos hicieron un amago de ponerse en marcha, José les interrumpió.
– Un momento -dijo- si vamos a abrir una brecha, ¿no debemos prepararnos? Es un parking público, apostaría la cabeza a que tiene que estar lleno de zombis.
– Bueno, no tan deprisa… -dijo Moses- sólo vamos a intentar abrir una brecha en el muro, a ver qué encontramos. Apostaría a que detrás de él hay un trozo de tierra y piedras, y después otro muro, que puede ser incluso más grueso, como son los muros de los parking. Esto es solo una toma de contacto, a ver cómo van las cosas.
– Vale -respondió lentamente.
Pero cuando todos salieron Susana dudó un momento; por fin, volvió sobre sus pasos y cogió su fusil. Su rostro albergaba una sombra de duda.
Bajaron a los sótanos con Moses en cabeza, y en apenas unos segundos llegaron a la habitación, un recinto de apenas tres metros cuadrados en la que se almacenaban algunos productos de limpieza. La pared en la que estaban interesados, sin embargo, estaba libre de bultos.
– Es ésta -dijo Moses, pasando la palma de la mano por la superficie, como si buscara rugosidades o alguna grieta.
Uriguen se acercó a examinarla.
– A ver, nenas, dejadme ver eso -dijo. -Antes de ser brigada anti-zombi y muchas otras cosas, pasé unos años en la construcción.
– ¿En serio? -preguntó José, sorprendido.
– Yo he pateado más culos y meado más sangre que ninguno de vosotros, pecholobo -dijo riendo. Se acercó a la pared y la golpeó varias veces con uno de los cargadores que llevaba en el cinturón, lleno de bolsillos.
– Bueno, esperemos que no sea de hormigón, esos cabrones prefabricados rellenos llevan un forjado de hierro tanto en horizontal como en vertical, para que quede de una sola pieza. Y diría que eso es lo que tenemos aquí. Un muro de estas características debe soportar mucha presión, tanto la del peso del edificio como la presión externa y hacia dentro de la propia tierra. A eso hay que sumarle la humedad y las posibles filtraciones, tanto pluviales y similares, como las propias de la capa freática.
José soltó una sonora carcajada.
– ¡Hijo de puta! -dijo riendo-, ¿capa friki ha dicho?
Susana rió la broma con bastantes ganas.
– Bueno -dijo Moses, dejándose contagiar por las risas. -En realidad, ¿qué quiere decir todo eso?
– Pues que es un muro de padre y muy señor mío -contestó Uriguen mientras devolvía el cargador a su sitio.
Moses asintió.
– ¿Se puede intentar?
– No entiendo de explosivos -confesó Uriguen- pero diría que tendríamos que conseguir hacer brecha para introducir ahí el explosivo de verdad.
– ¿Entonces…?
– Pues tío -soltó Uriguen, moviendo la cabeza y encogiéndose de hombros- yo pondría un buen pegote.
Y Susana descubrió que, inconscientemente, había estado tensando los músculos del estómago.
El explosivo era una especie de pasta moldeable con un tacto y una maleabilidad similar a la plastilina. Dozer extrajo una cantidad suficiente para llenarle toda la mano y la pegó a la pared, justo en el centro. Allí montó el fulminante, que se deslizó fácilmente en la masa. El cable de cobre colgaba de éste, retorcido y cimbreante como un extraño y espeluznante cordón umbilical.
Pero Uriguen, fatalmente, se equivocaba. Era verdad que había trabajado en la construcción, pero cuando lo hizo fue a una edad en la que no había conocido aún calor de mujer y se mecía como un junco al viento entre el desempleo y los trabajos eventuales en obras de poca importancia. La mayor parte del tiempo acarreaba penosamente ladrillos o capachos con mezcla de cal y arena desde el montón para la obra, cuando no subía y bajaba repartiendo bidones de agua y tarteras con la comida. Si hubiera sabido un poco más, habría desistido por completo de perforar una pared de un parking subterráneo, cuyo grosor puede alcanzar el metro veinte; unas bestias de hormigón armado testadas y homologadas con una mezcla de cemento de la máxima calificación y reforzadas con un forjado especial de alto rendimiento. Esos monstruos no se derriban con explosivo sin taladrarse primero con una barrena especial.
Lo peor, sin embargo, no fue desconocer esos detalles. Lo que el grupo no podía saber es que una vez existió un acuerdo entre la Sociedad Municipal de Aparcamientos y la Ciudad Deportiva de Carranque para mantener una entrada directa al subterráneo mientras aún estaba construyéndose. Carranque acercó su sótano hasta el extremo del parking, y éste acondicionó un par de metros de corredor para dar acceso peatonal. Al final, el acuerdo se rompió por problemas de permisos que tenían que ver con normas de seguridad y salidas de emergencia, así que se construyó un tabique sencillo para cortar el corredor y todo el mundo se olvidó del asunto. Ladrillos sencillos puestos de canto unidos por finas capas de cemento, que ahora tenían adheridas unos cuatrocientos gramos de explosivo plástico C4 de ruptura.
Cuando todos se retiraron de la habitación y estuvieron a salvo más allá del umbral salvaguardados por un recodo, Dozer contó hasta tres y accionó el detonador. La explosión fue tan brutalmente rápida que pilló a todos por sorpresa; cuando se trata de C4, el fuego y el calor viajan a una velocidad de un kilómetro por segundo, lo que provoca una fulgurante luminosidad y un súbito incremento de la temperatura que te abrasa la piel, te acartona las fosas nasales y te deja los ojos tan resecos que durante un tiempo parecen rechinar al girar en sus cuencas. Y después viene el sonido, inconmensurable, devastador; hace temblar la caja torácica y sientes la presión dentro de la cabeza hasta un punto que los dientes parecen bailar ante el impetuoso crescendo. Sucede todo en apenas un par de segundos, pero el shock es tan intenso que las glándulas suprarrenales inundan el cuerpo de adrenalina, y la percepción que se tiene es de cámara lenta. La luz. Los cuerpos se sacuden como empujados por manos invisibles.
Así se sintieron Moses y el Escuadrón cuando la explosión hizo volar por completo el muro que separaba el parking de la ciudad deportiva. No volaron cascotes ni ladrillos, todo se redujo a una lluvia de trozos tan terriblemente pulverizados que parecían granos de arena disparados por una ametralladora. La mayoría se incrustaron en las paredes, el suelo y el techo. La habitación entera pareció retumbar ostentosamente, incluso instantes después de que el sonido hubiera terminado dejando un eco, una suerte de zumbido vibrante y enloquecedor impregnado en el aire. Más allá del umbral, y aunque convenientemente protegidos, Susana se descubrió en el suelo, confusa. Uriguen había caído a los pies de Dozer, quien se aferraba a la pared de espaldas, extendiendo ambas manos. José y Moses se encontraban en circunstancias similares.
Un pitido vibrante y agudo les inundaba los oídos.
Susana quiso abrir la boca, pero incluso conmocionada como estaba, descubrió que le dolía. Sentía la lengua en su boca como si no fuera suya; se la había mordido.
Moses respiraba trabajosamente. La experiencia le había llenado la cabeza de recuerdos de un pasado no demasiado lejano, cuando el padre Isidro le tendió una emboscada con explosivos y el túnel en el que se encontraba se derrumbó sobre él, su viejo amigo el Cojo, y otros. Él sobrevivió, pero su amigo no tuvo esa suerte. Por un breve instante, su cabeza creyó estar en dos sitios a la vez: entonces, y ahora, y preso del terror, sus ojos buscaban con salvaje desesperación a su amigo, como si aún pudiera salvarle.
Pero no había forma de ver gran cosa en aquél corredor angosto; de pronto el aire se había llenado de polvo, tan denso y asfixiante que todos empezaron a toser.
Y entre medias de las brumas de sus cabezas y el zumbido que colapsaba su audición, los alaridos que tan bien conocían empezaron a hacerse audibles, como si llegaran de un lugar remoto.
Eran los muertos.