6. La brecha

Fue José el primero en reaccionar.

– Dios mío -dijo casi en susurros. Su voz estaba rota, ronca.

Moses se incorporó, trastabillando. Su mente comenzaba a enfocar la realidad mientras, a su lado, Susana lo zarandeaba.

– … mas!

Moses la miró, sin comprender.

– ¿Qué? -logró articular.

– ¡Las armas! -dijo, ahora ya gritando.

Mientras la frase se abría camino en su reducida banda de comprensión, Uriguen salió corriendo en dirección a la escalera. Por fin, se giró para mirar la pared donde habían puesto el explosivo.

A medida que el polvo se asentaba, la boca oscura y terrible que había reemplazado por completo al muro se hacía visible; del tabique que habían creído de hormigón solo quedaba ahora una línea ennegrecida de ladrillos puestos de canto que revelaba, muy a las claras, cuan equivocados habían estado. Y más allá, la tenebrosa oscuridad del parking cargada de promesas de muerte. Por un instante, mientras empezaban a distinguir las formas y volúmenes de entre los velos de la negrura, recuperaron sin saberlo aquél miedo ancestral que experimentaron cuando eran niños y se enfrentaban a las tinieblas de sus cuartos, el miedo frío y penetrante de los que saben que, allí, hay monstruos.

Susana avanzó un par de pasos para ponerse en primera posición, porque era la única que tenía su fusil. Se situó con las piernas ligeramente abiertas y flexionadas, y el rifle pegado a la cara para poder servirse de la mirilla. Con un rápido gesto, encendió la linterna magnética que llevaba acoplada al cañón, y el haz retiró las sombras del parking.

La luz, débil y mortecina, les mostró un coche, un Hyundai que había cobrado un color grisáceo por el polvo que se acumulaba sobre él. La chapa de su carrocería mostraba innumerables hendiduras, provocadas por los trozos de ladrillo que habían salido despedidos a una velocidad endiablada. Susana movió la linterna rápidamente en una y otra dirección, en un intento de obtener una imagen completa de lo que tenían delante; y entonces, por un instante, el haz iluminó una figura agarrotada y enjuta que los miraba directamente. Era una mujer, vestida únicamente con una raída camiseta blanca y unas minúsculas bragas blancas. Era alta e increíblemente delgada, y su piel tenía un color blanco macilento, casi larval; el pelo liso y apagado caía a ambos lados de su cara como las ramas de un sauce llorón. Susana movió el rifle con rapidez para volver atrás y enfocarla, pero había cambiado: ya no estaba de pie, retándoles con sus ojos blancos y los dientes expuestos como una bestia hambrienta, sino que corría directamente hacia ellos.

– ¡HOSTIA! -exclamó Moses, vivamente impresionado.

Susana disparó contra ella, pero estaba muy lejos todavía de contar con su aplomo y concentración habitual, aún aturdida por la explosión. El primer impacto le pasó por encima del hombro, el segundo le arrancó un trozo de carne del brazo derecho, que se sacudió hacia atrás como si estuviera hecho de tela, bamboleante. El tercero, igualmente inútil, se abrió paso entre la carne blanda y fibrosa del pecho.

Por fin, la mujer muerta saltó el último metro que la separaba de Susana y se precipitó sobre ella. El encontronazo fue contundente, y Susana se vio empujada hacia atrás; el rifle salió despedido. Apenas había caído al suelo de espaldas cuando los tres hombres se abalanzaron sobre el espectro para quitársela de encima. Y mientras tanto, aullidos agudos como los de una sirena empezaron a llegar de otras tantas partes del parking.

– ¡La cabeza, cogedle la cabeza! -bramó Dozer.

La muerta se sacudía como si fuera un cable suelto recorrido por alta tensión, y su boca inmunda daba dentelladas en todas direcciones, intentando hacer presa. José la había cogido por detrás y tiraba con todas sus fuerzas para retenerla, pero estaba subida a horcajadas encima de Susana y se diría que hacía presión con las piernas. Una terrible presión, por cierto, pues el rostro de Susana reflejaba un profundo dolor.

– ¡Quitádsela! ¡QUITÁDSELA DE ENCIMA!

Por fin, Moses reaccionó, cogió el olvidado fusil del suelo y encañonó a la mujer.

– ¡Levántale la cabeza! -gritó.

Sujetándola todavía, José apartó el cuerpo todo lo que pudo, y Dozer, acuclillado a los pies del marroquí, pasó ambas manos por el cuello y lo mantuvo tan recto como pudo.

– ¡Ahora! -chilló.

Moses acercó el cañón y disparó. El impacto restalló en la pequeña habitación, rebotando por las paredes y deformando el sonido, que sonó breve y poderoso como un petardo. La bala entró y salió limpiamente, licuando todo el contenido del cráneo en su trayectoria. AI instante, el cuerpo de la mujer quedó fláccido y los brazos cayeron a ambos lados, rebotando ligeramente. La soltaron al instante, y Susana liberó las piernas; antes de incorporarse, la derribó a un lado de una fuerte patada.

– Oh joder… -dijo Dozer- hija de puta.

Pero a través del hueco que había dejado la pared les llegaba ahora el sonido espeluznante, confuso y atropellado de lo que se diría era una horda zombi. Los gritos reverberaban en la diáfana extensión del parking y les llegaban en forma de eco terrible. Rápidamente, José cogió el fusil de las manos de Moses y apuntó hacia el hueco, preparándose para el encuentro.

– ¡URIGUEN! -gritó Dozer hacia el corredor que llevaba a las escaleras. -¡LOS FUSILES, POR DIOS!

Y por fin, aparecieron. De los tres, José era el que tenía mejor puntería, y ello quedó patente tan pronto como los dos primeros zombis cayeron al suelo en el mismo instante en que se hicieron visibles. Abatido por una certera bala, uno de ellos cayó hacia atrás y se golpeó contra la puerta del conductor del coche aparcado, resbalando hacia el suelo; dejó tras de sí un reguero de sangre con el mismo aspecto de los surcos curvilíneos de un jardín Zen.

Pero seguían llegando por todas partes. La luz de la linterna los descubría constantemente a medida que José apuntaba a uno y otro lado. Apenas caían al suelo, otros espectros saltaban sobre ellos, sin dejar de acercarse.

– ¡Ya están casi aquí, joder! -decía Dozer.

– ¡Hay que retroceder!

Pero otra cosa iba también mal… José tenía la experiencia suficiente como para sentirlo en el peso del rifle. Aunque disponían de tambores C-mag de cien balas, el rifle estaba montado con el cargador estándar de sólo treinta y seis, y se estaban acabando. Echó un rápido vistazo al cargador, que era transparente, y comprobó que apenas quedaba suficiente munición para unos cuantos disparos más. Se llevó una mano al cinturón, sin dejar de disparar, pero descubrió con horror que los bolsillos del mismo estaban fofos, vacíos.

– Oh Dios… -dijo- ¡cargador, CARGADOR!

Susana fue la más rápida, sacó un cargador de su cartuchera y se lo puso al alcance de la mano. Pero el tiempo era oro; extraer el cargador y colocarlo requería unos preciosos segundos que ya no tenían.

Dozer tiró de él hacia el umbral.

– ¡Atrás, ATRÁS!

Los zombis irrumpieron en la pequeña habitación. El que venía en cabeza llevaba la bata blanca de un doctor, o quizá un farmacéutico. José, que todavía no había visto el momento de cambiar el cargador, utilizó uno de los últimos proyectiles para derribarlo. La sangre manó abundante de la herida que abrió entre los ojos, y el espectro cayó a un lado con el cuello de la bata tornado de un escarlata brillante.

Susana chilló, y aunque sabía que era del todo inútil, levantó el brazo en un acto reflejo como para protegerse de la inminente embestida. Dozer se interpuso, utilizando lo único que tenía al alcance para frenar a los espectros: sus puños. Golpeó una, dos y hasta tres veces al muerto viviente que tenía delante. El primer golpe fue lo bastante fuerte como para hacerle dar la vuelta, el segundo lo recibió el espectro que venía detrás, pero éste no tenía tanta potencia y no hizo más que enfurecerlo. El tercer golpe lo encajó con similar resistencia.

Y entonces, de donde menos se esperaba, llegó el martilleo atronador de los disparos de un rifle. Moses, que había quedado relegado a la retaguardia y miraba toda la escena con fascinación hipnótica, se volvió. Era Uriguen, por fin. Disparaba a los espectros con uno de los rifles que había traído; el resto los había dejado caer en el suelo.

Moses tomó uno y se lo pasó a Susana, que se apresuró a apostarse contra la pared y disparar por el hueco que dejaba Dozer. La potente cadencia de los disparos era ensordecedora.

– ¡Dozer! -llamó Moses, y cuando éste retrocedió unos pasos poniéndose detrás de Susana, le puso el fusil en las manos.

El fuego de los cuatro representó una enorme diferencia. Los zombis eran abatidos apenas entraban en escena y conformaban ahora una alfombra aberrante donde brazos y piernas despuntaban acusadores.

– ¡Hay que limpiarlo, cerrar la brecha! ¡VAMOS! -dijo Dozer, y como si fueran parte de una misma maquinaria, sincronizada y eficiente, avanzaron paso a paso hasta superar el boquete, internándose en el parking.

Tan pronto lo hicieron se dieron cuenta con alivio que la oscuridad no era tan completa como habían pensado. Unos tragaluces de gran tamaño emplazados en la pared más distante dejaban entrar la claridad del día, y gracias a ella las formas de los vehículos aparcados se hacían patentes. También vieron rápidamente el problema: una de las rampas de salida a la calle no tenía echada la cortina de seguridad, y por ella bajaban los zombis con una cadencia desquiciante.

– ¡Hay que cerrar eso si queremos ganar el parking! -señaló Dozer.

– ¡Pues vamos hacia allí! -contestó José.

Ganaban terreno metro a metro cubriéndose unos a otros con una eficacia militar. Susana, con la rodilla en el suelo, desgranaba bala a bala su espeluznante melodía de muerte.

– ¡Cubro la entrada! -dijo Susana.

– Estoy contigo -dijo Uriguen mientras municionaba. En su fuero interno, no dejaba de culparse por haber cometido semejante equivocación en su apreciación de la calidad del muro. Había estado a punto de matarlos a todos, y sin darse cuenta descargaba su rabia disparando frenéticamente contra los zombis. Nada de ráfagas cortas y controladas, su fusil vomitaba proyectiles con toda la velocidad de la que era capaz.

José y Dozer avanzaron entonces, moviéndose a lo largo de la pared con la espalda cubierta para poder acercarse a la rampa desde un punto indirecto; el torrente de muertos parecía descender por ese acceso e ir directamente hacia la luz que salía de la brecha. Era como si entrasen en un estado de histeria apenas llegaban al garaje, activados sin duda por el fragor de los disparos.

Mientras Dozer disparaba, José le gritaba a su lado.

– ¡Mira eso!

– ¡¿Qué?¡

– ¡Joder, mira!

Dozer giró la cabeza brevemente para mirar en la dirección que le indicaba su compañero, pero allí sólo vio una furgoneta grande con un logotipo en forma de sol sonriente.

– ¡QUÉ! -gritó Dozer, todavía sin comprender.

Un espectro emergió inesperadamente por la parte de atrás de un coche, situado demasiado cerca de su posición. Dozer disparó desde la cadera, una ráfaga larga que le reventó el abdomen y la espina dorsal. Cayó al suelo prácticamente partido por la mitad, plegado en una posición del todo inverosímil. Pero incluso entonces movía los brazos como intentando reptar hacia ellos. Sus ojos maliciosos parecían brillar en la oscuridad, colmados de una furia salvaje.

– ¡La furgoneta, coño! ¡Podemos bloquear la rampa con ella!

Dozer pestañeó, intentando evaluar sus posibilidades. No creía posible que pudieran hacer funcionar la reja metálica, y desde luego dudaba de que tuviera algún tipo de control manual.

– ¡Es buena idea! -aprobó Dozer-. ¡Prueba a arrancarla!

Mientras Dozer le proporcionaba la cobertura que necesitaba, José corrió hasta la furgoneta. Un simple vistazo a la matrícula le indicó que se trataba de un modelo viejo, lo cual agradeció ampliamente porque los nuevos tenían inmovilizadores electrónicos y eran más propensos a agotar la batería cuando estaban parados. Los neumáticos parecían estar todavía en buen estado, pero la puerta del conductor estaba, por supuesto, cerrada. Descargó la culata del rifle contra el cristal y éste, con un sonido quejumbroso, se hizo añicos al instante. Sin embargo, no se desprendieron, como si estuvieran pegados con cola. Eso le facilitó la tarea, pues solo tuvo que retirar la lámina con la mano.

El contacto, como esperaba, no tenía las llaves puestas. Afortunadamente, cuando era más joven y conducía una tartana que arrastraba ya sus últimos años, tuvo que andar una buena temporada sin clausor, y utilizaba un alicate de presión para juntar los cables de contacto y no tener que andar uniéndolos cada dos por tres. De esa experiencia aprendió todo lo que había que aprender sobre hacer un puente.

La última duda era la batería. Tras dejar los cables al descubierto y seleccionar los del arranque, hizo la primera prueba. El motor carraspeó febrilmente, como despertando de una profunda somnolencia, y se vino abajo con el sordo crujir del ventilador. Probó una segunda vez, y las luces delanteras temblaron, débiles, por lo que separó los cables rápidamente para darle una oportunidad a la batería. Quitó las luces y volvió a probar. Otra vez el motor intentó recuperarse con un sonido ronco y sin fuerza hasta que volvió a apagarse.

Resopló, incómodo en el asiento que estaba demasiado pegado al volante para su tamaño. Pero los alaridos de los muertos y las ráfagas constantes le apremiaban, así que probó una tercera vez. Por fin, la furgoneta resurgió del sueño de los muertos haciendo vibrar toda la cabina y José se apresuró a apretar el acelerador con ligereza para revolucionar el motor.

Lentamente, empezó a maniobrar la furgoneta para hacer un giro de ciento ochenta grados, hasta que quedó encarada hacia la rampa. Pero se detuvo, dejando el motor al ralentí; miraba el suelo, que además de causarle cierto respeto, le preocupaba porque estaba cuajado de cadáveres apilados en todas las posturas imaginables. En algunos puntos, el número de ellos conformaban ya una pequeña montaña, y aún seguían cayendo en gran número, frenados por las ráfagas constantes de sus compañeros. Al mirar a su derecha vio a Dozer, que le hacía señales inequívocas para que avanzara. Y tenía razón, aunque temía que quizá la furgoneta no pudiera superar la turba de cadáveres que tenía delante.

Embragó, apretó el acelerador a fondo y por fin soltó el pedal del embrague para salir a la máxima velocidad posible. Las ruedas chirriaron peligrosamente, y el olor a goma quemada lo llenó todo. Pero después la furgoneta inició su embestida. Fue como si descendiese a toda velocidad por una pendiente llena de rocas; a medida que superaba los primeros cadáveres, José empezó a botar en la cabina, dando tumbos y golpeándose la cabeza contra el techo y la puerta. La furgoneta se bamboleaba peligrosamente, y algo en el compartimento de carga estaba dando tremendos bandazos contra la chapa. Desde su posición, más cercana a la furgoneta, Dozer perdió completamente la concentración. El espectáculo era del todo dantesco, un infierno de pesadilla donde las ruedas aplastaban las carnes blandas, las partían y salían despedidas, resbaladizas y húmedas de sangre y vísceras. Y el monstruo de metal trepaba por encima de los cadáveres y el ruido era como acuoso y repulsivo.

Dentro de la cabina, José gritaba con toda la potencia de la que era capaz, en un intento quizá de apartar de su cabeza semejante barbarie.

Por fin, la furgoneta terminó de recorrer los últimos metros y chocó brutalmente contra la pared del parking, precipitando a José contra el cristal y quedando, fatalmente, perpendicular a la rampa, de modo que todos los zombis que descendían por allí se encontraban ahora con el lateral de la furgoneta.

– Hostia… -exclamó Dozer.

Ligeramente conmocionado, José se sobresaltó cuando de pronto, uno de los muertos se estrelló violentamente contra la puerta. Fue tal la inercia que llevaba que salió rebotado unos pasos. Tenía la nariz ensangrentada, probablemente a causa del golpe. Luego le siguieron otros, con los brazos alargados como lanzas, dirigiéndose directamente a la ventana de la puerta.

José intentó meter la marcha atrás con tanta rapidez como pudo, pero se puso lívido cuando algo en el mecanismo de cambio protestó con un crujido ronco. Volvió a intentarlo y, finalmente, la palanca se quedó fija.

Maniobró como pudo, apartando con enérgicos codazos las garras de dedos tensos como cinceles de acero que intentaban agarrarle. Una vez hubo retrocedido lo suficiente, giró el volante completamente y metió la primera para avanzar de nuevo, esta vez haciendo subir la furgoneta por la rampa. El capó, seriamente castigado y despidiendo ahora una desvaída humareda, golpeaba a los espectros que venían de la calle y los hacía caer y perderse bajo las ruedas. En el último momento, José giró el volante otra vez para cruzar el vehículo en la rampa y el metal chirrió de una forma estridente a medida que se empotraba contra los sólidos muros.

Por fin, la furgoneta no avanzó más.

Rápidamente, José pasó al asiento del copiloto y, desde allí se deslizó a duras penas fuera del vehículo. Luego cerró la puerta. Mientras tanto, al otro lado, los muertos se agolpaban cada vez en mayor número, golpeando con violencia la chapa del compartimento de carga.

José miró alrededor; estaba pisando la argamasa sobrecogedora que el paso de la furgoneta había dejado tras de sí: un puré pavoroso que manchaba sus botas y el pantalón. Entre las formas abyectas que conformaban ese panorama aterrador había ojos todavía abiertos que parecían mirarle como si le acusaran.

En ese momento, José se llevó la mano al estómago y, plegándose sobre sí mismo como presa de una arcada, terminó por vomitar.


* * *

Todo parecía haber acabado ya. Los muertos seguían arremetiendo contra la furgoneta desde el lado de la calle, pero por lo que sabían, seguirían golpeándola hasta el mismísimo fin del mundo. El resto del parking había quedado ya en silencio y el Escuadrón paseaba entre los coches haciendo constantes barridos con las linternas para asegurarse que todo estaba en orden.

Hicieron un recuento de accesos y se aseguraron que estuviesen controlados. Los accesos peatonales tenían las puertas cerradas pero sin llave, aunque encontraron éstas en la cabina de control. Allí, los paneles para las luces, cajeros electrónicos y cámaras de seguridad estaban cubiertos de una sustancia negra y de aspecto pegajoso que, interpretaron, alguna vez pudo haber sido sangre. Las máquinas expendedoras de chocolatinas estaban intactas, y en su interior, éstas esperaban dormidas en sus plásticos de colores sugerentes y llamativos.

Moses no dejaba pasar a nadie más allá del hueco del boquete. Muchos de los supervivientes habían bajado, alertados por el ruido de los disparos y la explosión, y otros manifestaban su descontento al descubrir que habían aplicado explosivos a una pared sin consultar con nadie. Todavía peor, se había hecho cuando Aranda estaba ausente.

– Ha sido una imprudencia -decían unos.

– ¡Nos habéis puesto en peligro a todos! -protestaron otros.

Moses los tranquilizó como pudo, asegurando que todo se aclararía.

Buscaba con la cabeza a Isabel entre el pequeño gentío que se había creado, y se alegró de que no estuviera allí. No quería que lo viese en esa situación comprometida, donde las miradas más duras recaían en él como jefe de seguridad.

Por fin, consiguió escabullirse y dejar a la pequeña congregación en el umbral del boquete, mirando con creciente horror el océano de cadáveres que habían dejado. Les traían demasiados recuerdos del día en el que el padre Isidro casi acaba con Carranque.

Moses se acercó al grupo formado por el Escuadrón. Descansaban de pie, con los fusiles entre las manos.

– Sois increíbles, chicos -les dijo al acercarse. -De veras, no sé lo que hubiera pasado de no ser por vosotros.

– ¡Yo sí lo sé! -bromeó José.

Uriguen, contra todo pronóstico, no dijo nada. Alimentaba un sentimiento de culpa que había borrado el humor de su fuero interno. Dándose cuenta, Dozer intentó continuar con el ritmo normal de la conversación.

– Bueno, así están las cosas. Veamos, tenemos la rampa bloqueada por la furgoneta. No creo que dure mucho, cada vez hay más de esas cosas golpeándola. ¿Veis cómo se bambolea? Hay que reforzarla con otros coches a falta de algo mejor. Es lo que haremos primero. Las buenas noticias son que las otras rampas están todas cerradas con rejas metálicas de seguridad. Pueden empujarlas, morderlas o limpiarse el culo con ellas, no cederán. Los niveles inferiores están vacíos, los accesos peatonales están cerrados, tanto arriba como abajo, y los dos ascensores, lógicamente, no funcionan, así que no constituyen un problema tampoco.

Se puso un cigarro en la boca.

– ¿Cómo lo veis? -dijo al fin.

– Suena bien -dijo Susana- ganar el parking ha sido una buena cosa.

– ¡Sí, joder! -exclamó José, eufórico-. Voy a ver qué encuentro por ahí. Creo que he visto otro vehículo grande allá al fondo -y acto seguido, se alejó hacia el extremo más alejado de la planta.

– Bueno. Ahora viene lo peor -dijo Susana.

– ¿Lo peor? -preguntó Moses.

– Los cadáveres -dijo Susana haciendo un gesto vago con la mano-, hay que deshacerse de ellos.


* * *

Ayudados por casi todo el mundo, estuvieron limpiando el parking hasta altas horas de la madrugada. Eran demasiados cadáveres como para arrastrarlos por las escaleras, muy angostas y angulosas como para eso; en su lugar, utilizaron el hueco de uno de los ascensores como improvisada chimenea para quemar los cuerpos, los cuales arrojaban cubriéndose la boca y la nariz con pañuelos. Afortunadamente, la caja estaba en los niveles más bajos y la torre exterior tenía salidas de humo construidas, así que echaban los cuerpos poco a poco y las llamas los recibían ávidas y crepitantes. El color áureo-rojizo de las llamas, en medio de aquella oscuridad, le confería a la escena un aspecto irreal, como si el hueco del ascensor fuera un vertiginoso acceso directo a ese lugar del infierno donde arden los condenados.

Aranda volvió de su búsqueda cuando todos andaban en plena operación de limpieza, antes del anochecer. A medida que se acercaba a la ciudad deportiva y las cenizas caían sobre él, ingrávidas, tuvo la confusa sensación de que estaba nevando, pero el olor que impregnaba el aire era inconfundible. Después vio la fumarola de humo saliendo atropelladamente de la caseta del ascensor, y se asustó. Desapareció por la alcantarilla a toda prisa y estuvo en el sótano en un tiempo récord.

Allí escuchó la historia de lo que había ocurrido, pero con una ceja levantada. No dijo nada, sin embargo; veía en la mirada esquiva del escuadrón que sabían que habían actuado impetuosamente, y de todas formas, habían vuelto a salvar la situación. Como Moses, se daba cuenta de que el Escuadrón desempeñaba un papel en extremo importante en su supervivencia y era hora, de todas formas, de extraer el lado positivo. Éste consistía, naturalmente, en haber conquistado el parking. Era una vía que les acercaba a los edificios al otro lado de la calle y, en especial, al Álamo. La barricada que José había improvisado fue reforzada con otros vehículos que impedían que la furgoneta volcase, y la cabina de la misma fue bloqueada para evitar que uno de los espectros acabara por dar, accidentalmente, con el paso.

Por la mañana, el parking entero olía a humo, pero también a sangre, que había impregnado todo el suelo desde la rampa de acceso a la puerta del ascensor. La luz del día, filtrada por los tragaluces de la pared occidental, trajo macabros descubrimientos, en particular pequeños pedazos de carne y un brazo de un color desvaído que habían sido olvidados durante la noche anterior. Lo limpiaron todo. No utilizaron agua, que era un bien demasiado escaso, pero sí todo tipo de detergentes, limpiadores y lejía, con la cual contaban en grandes cantidades.

Al mediodía, como había dicho Moses, observaron que la pared del extremo opuesto al de la brecha comunicaba directamente con el garaje privado para propietarios que se desplegaba en el sótano del Álamo. Nadie sugirió esta vez recurrir al explosivo en ningún momento; en lugar de eso, con el Escuadrón presente, utilizaron unas machotas comunes para derribar la pared, cosa que les llevó apenas cuarenta minutos.

Tampoco hubo problemas, esta vez. El garaje estaba vacío, y la puerta de acceso a la calle convenientemente cerrada. No había signos de violencia ni coches colisionados; todo presentaba un aspecto confortablemente normal, y si no hubiera sido por la gruesa capa de polvo que cubría todos los vehículos, se diría que aquél garaje había sido preservado de la hecatombe que había devorado el mundo.

Como el edificio había sido limpiado y clausurado por el Escuadrón con anterioridad, celebraron el puente subterráneo con unas latas de cerveza. Las abrieron allí mismo sobre el capó de los coches, y la espuma cayó a borbotones limpiando las carrocerías. Fue casi una fiesta improvisada de media mañana donde acudió casi todo el mundo, porque aunque se trataba únicamente de un garaje, al fin y al cabo era un lugar nuevo para unas personas que habían estado tres meses confinados en el mismo lugar.

– Es una tontería -dijo Morales- ¡pronto seremos todos inmunes!

Hubo vítores y voces que aplaudieron el comentario. Pero Moses, que miraba de reojo al doctor Rodríguez, vislumbró su mirada esquiva y preocupada, y sólo pudo sentir que sus temores se confirmaban.

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