16. Espías y jeringas

Desde el primer momento en el que Reza decidió ir a la capital a llevar a cabo su terrible plan, supo que no tomarían la autovía. Ni la de peaje que llegaba hasta Fuengirola, ni la vieja carretera que serpenteaba sinuosa por toda la Costa. Eran impracticables. En lugar de eso, se las ingeniaron para llegar a las tranquilas playas de Nueva Andalucía donde había gran cantidad de chalets de lujo a pie de playa.

Llegaron allí al final del día cuando la luz comenzaba a desaparecer y el cielo se oscurecía por el este. Tras la línea del horizonte el Sol se ocultaba a ojos vista, arrojando destellos de un naranja coléricamente inflamado.

No había muchos zombis por aquella zona residencial de casas grandes y pocos vecinos, y los que hubo se dispersaron por las muchas parcelas a medida que el tiempo pasaba. Fue extraordinariamente fácil deslizarse entre ellos, sabían moverse y eliminarlos en silencio sin ser vistos incluso con las mochilas donde llevaban el armamento a la espalda.

Tanto Dustin como Reza habían estado en muchos de aquellos chalets, suntuosas propiedades que pertenecían a gente con las que habían hecho negocios en el pasado, hombres y mujeres en extremo adinerados que llevaban un tren de vida que la mayoría de la población solo podía soñar. Ellos guardaban en sus inmensos garajes todo tipo de vehículos de lujo: Ferraris, un Lotus, un Chrysler 300… pero no era eso lo que buscaban, se trataba de las exclusivas motos de agua que muchos habían usado quizá cuatro o cinco veces en toda su vida pero que alguien mantuvo en perfecto estado de funcionamiento hasta el fin de los tiempos.

Para conseguir embarcación no pensaron en ningún momento en acudir a cualquiera de los puertos deportivos de la ciudad, sabían a la perfección que estaban vacíos, que las embarcaciones desaparecieron cuando las carreteras se colapsaron y todo el mundo quería estar en otra parte. No, los garajes privados eran proveedores mucho mejores.

No les costó sacar una de ellas y llevarla al agua empujándola a través de las olas mansas que llegaban a la orilla como si no quisieran ser vistas. Se subieron encima y permanecieron a horcajadas sin arrancar la moto, en silencio, respirando el olor salubre a mar y a pescado, a playa. Reza no esperaba a nadie, ni disfrutaba el precioso atardecer como lo haría cualquiera con un alma dentro del cuerpo no, él esperaba a que terminara de anochecer. Si iba a ir hasta Málaga sentado como un pato en su peana quería que fuera por la noche cuando nadie pudiese verlo, porque el monstruo sabe que los monstruos existen. Así que cuando el Sol se hubo ocultado ya y el cielo era un hermoso gradiente de negro a azul marino arrancó la moto y se pusieron en marcha a una prudente velocidad, no quería hacer ruido.

El viaje fue largo y monótono, porque la Costa otrora resplandeciente de luces y vida, estaba irremediablemente apagada y muerta. No había ni una sola luz en las ventanas, nadie que encendiera una sola vela, y si había supervivientes allí se ocultaban o se acostaban con el Sol.

Fue cuando llegaban ya a Málaga que lo vieron a lo lejos, apenas un resplandor frío en la distancia, pero suficiente para saber que allí había luces, probablemente neones y de gran tamaño. Reza no conocía mucho la capital porque como muchos extranjeros apenas salía de la zona de Marbella y alrededores, pero si su memoria no se equivocaba, aquello debía de estar por la zona del Hospital Carlos Haya.

– Mira -dijo Reza señalando el difuso resplandor en la distancia.

– ¿Sabes qué es?

– No -fue la respuesta.

– Pero vamos para allá, ¿eh? -preguntó Dustin.

– Ahora mismo -contestó Reza.

Lentamente, se dirigieron hacia la playa.


* * *

Curiosamente, no utilizaron las alcantarillas para moverse como lo hizo Juan Aranda cuando llegó a la ciudad de Málaga, para bien o para mal ni siquiera pensaron en ellas. Así, tardaron alrededor de cuatro horas en llegar hasta la Avenida donde al amanecer el mismo Aranda arrancaría su moto para acometer su periplo personal. Se movieron aprovechando las penumbras de las calles provistos de las gafas de visión nocturna. A veces eran obligados a deslizarse al interior de un edificio temporalmente, o desviarse por una calle cuando el sentido común les decía que continuaran hacia el norte, porque ciertas avenidas estaban abarrotadas de aquellas cosas. Muchas veces, sobre todo al doblar una esquina inesperadamente, se veían obligados a usar sus rifles con silenciador, y el sonido frío y mortal susurraba en la noche.

Fwwwwwp.

Pero llegaron.

Se decidieron entonces a entrar en uno de los altos edificios que había a la entrada de la avenida, porque ésta estaba inusualmente llena de muertos vivientes. Una vez dentro ocuparon una de las casas para dormir unas horas. Estaba llena de garrafas de agua, latas y recortes de prensa sobre los primeros casos de resurrecciones zombi que se descubrieron. La portada del periódico Málaga Hoy que estaba sobre la mesa tenía un titular que rezaba: ¿EL FIN DEL MUNDO? En el cuarto de baño trabado con un gigantesco armario escucharon ruidos, un muerto viviente con bastante probabilidad. Ni se molestaron en acabar con él, lo dejaron allí mismo.

Durmieron en el salón principal, con la puerta de la calle bloqueada por una mesa de madera. Encima habían dispuesto varias latas en precario equilibrio, una precaución básica por si entraba alguien ya que el ruido de las latas al caer los pondría en pie y con el rifle preparado en segundos. Horas más tarde cuando todavía era de noche, Reza abrió súbitamente los ojos sobresaltado por una especie de petardeo en la calle.

Se puso en pie de un salto y se asomó al gran ventanal que era la pared que daba a la calle descorriendo las cortinas lo suficiente para asomarse. Era lo que había imaginado, una moto que se alejaba entre los zombis. Tuvo que mirar un rato para asimilar la escena, un tipo subido a una moto que maniobraba con cuidado por entre los muertos, pero éstos apenas parecían reaccionar ante su presencia.

– ¿Qué coño…? -preguntó Dustin a su lado con la voz pastosa y grave de quien ha dormido poco.

Pero Reza no contestó. Miraron cómo la moto se perdía calle abajo hasta que el ruido se hizo cada vez más apagado, desapareciendo en la noche.

– ¿Qué ha sido eso? -preguntó Dustin.

Reza no lo sabía. Miraba ahora al otro lado de la calle, donde unas torres con luces de neón iluminaban una especie de complejo deportivo, una basta pista de atletismo y más allá varios campos de fútbol y algunos edificios. Una extensión enorme convenientemente rodeada por una verja de hierro, las puertas estaban cerradas y los muertos las guardaban, engarzados en las barras en una pugna tan eterna como inútil. Era, a su parecer, una elección magnífica como refugio definitivo.

– Mira eso -dijo Dustin con los ojos fijos en la ciudad de Carranque ya más para sí que para su compañero.

– Interesante, observemos primero -comentó Reza. Había recorrido la distancia que le separaba de su mochila y estaba sacando ya los prismáticos. Dustin hizo lo mismo y escudriñaron desde las ventanas, ocultos por las cortinas.

– Hay un huerto en la esquina noreste -dijo Dustin al cabo de un rato- realmente hay gente ahí dentro.

– Naturalmente -dijo Reza. Empezaba a sentir el hormigueo del cazador. Mientras Dustin descubría la existencia de un huerto que era visible incluso sin prismáticos, él ya había examinado cada ventana, cada puerta de acceso, la solidez de los barrotes, si el tejado era practicable, los enseres de limpieza pulcramente apilados que descansaban junto a una de las puertas, los restos de casquillos de bala en la pista de atletismo, las sillas oxidadas junto a éstos, la piscina exterior todavía en buen estado, las torretas de vigilancia donde se apostaban los vigilantes, y hasta las manchas de ceniza que habían quedado impregnadas en el suelo cuando los zombis se colaron en el recinto la otra vez. Pocos detalles se le escaparon, y supo, naturalmente, que allí había una gran comunidad, y eso significaba mujeres.

Reza vio todos los fallos en el perímetro de su defensa. No era una ciudadela fortificada contra todo tipo de eventualidades, solo parecían estar interesados en mantener a los muertos apartados, y eso los hacía extremadamente vulnerables para alguien como él. Pero no iba a hacer nada sin saber con quién se enfrentaba.

– Esperaremos. A ver qué pasa cuando la jornada comience -anunció entonces. Sus ojos eran dos líneas finísimas en el mapa de su cara.


* * *

Y el nuevo día llegó dispersando las tinieblas que se habían apoderado de toda la ciudad. Abajo en la calle, la cantidad de muertos vivientes seguía siendo importante, ni Reza ni Dustin recordaban haber visto tantos juntos, pero sin duda habían sido atraídos por la brillante luz que mantenían encendida de noche.

– ¿Por qué dejan esa parte iluminada por la noche? -preguntó Dustin.

Pero por toda respuesta, Reza le dedicó una enigmática mirada. Ya por fin, con la luz descubriendo y perfilando los volúmenes que sólo se adivinaban en las horas oscuras previas al amanecer, las primeras figuras comenzaron a aparecer. Y lo hicieron desde el edificio que estaba más al norte, el que permanecía a oscuras. Reza sonrió con autosuficiencia, bien pagado de sí mismo como de costumbre porque había adivinado el motivo por el que iluminaban una parte.

– Porque están vacíos -dijo al fin. -Los supervivientes viven en los edificios del norte.

– ¿Cómo?

Reza suspiró.

– Lo hacen para que los muertos no estén alrededor de donde viven. Los mantienen lejos.

Dustin miró la calle de nuevo. Era cierto, la cantidad de espectros que se arremolinaba alrededor del edificio iluminado era mucho mayor. Quiso devolverle a Reza una mirada apreciativa pero éste había vuelto ya a sus prismáticos y estudiaba a las personas que habían salido fuera, y que el Diablo se lo llevase, pero vaya si aquello no era una tía buena: Llevaba una camiseta sin mangas y un pantalón beige, y por la forma en la que meneaba las caderas Reza creía que sería más que suficiente para que Theodor y los otros le adjudicaran el título de Ganador.

A su lado iba un muchacho joven, caminaban conversando hasta que llegaron a una especie de huerto donde estuvieron un tiempo. Al cabo de un rato otras personas salieron a la pista de atletismo, pero éstas eran diferentes. Reza lo sintió nada más verlos porque algo en ellos le hacía chirriar los dientes. Cuando empezaron su entrenamiento supo que eran parte de las fuerzas activas de aquel reducto, hacían ejercicios de mantenimiento físico, primero con calentamientos de estiramiento, luego corriendo, y en una bolsa de deportes negra asomaban los cañones largos y mortales de unos rifles, probablemente para los ejercicios de puntería un poco más tarde.

Estudiaron todos sus movimientos durante un buen rato y tanto Dustin como Reza no solo supieron que estaban bien preparados, sino que llegado el momento, podrían ser bastante peligrosos. No era por su forma física o sus movimientos perfectamente ejecutados, sino por la forma en la que trabajaban como un solo hombre. Se veía a la legua que funcionaban como un equipo, que lo habían hecho durante mucho tiempo, y que ése era probablemente su mayor punto fuerte.

Al cabo de un rato, el sonido de la sirena del barco empezó a llegar todavía lejano. Cargado de melancolía, el lamento distante causó cierto revuelo entre los hombres a los que espiaban con creciente interés.

– ¿Es un barco? -preguntó Dustin quien albergaba aún una duda razonable.

– Eso creo. Es muy interesante.

Los hombres se habían reunido ahora en la puerta del edificio principal y charlaban acaloradamente. La sirena seguía preñando el aire de una sensación de alerta acuciante, o quizá era esperanza. Lo que estaba claro y Reza lo sabía, era que aquellos hombres y mujeres estaban decidiendo qué hacer.

Era fantástico para sus planes, ni siquiera planeándolo hubiera salido todo tan bien. Allí estaba también aquel equipo de combate haciendo aspavientos con las manos, señalando y tratando de decidir qué hacer.

– Id. Id al barco… -susurró Reza con su elegante acento teutón. La frase en su idioma natal sonó como un gruñido.


* * *

Una hora más tarde la sirena del barco seguía sonando, pero el exterior de la ciudad deportiva se encontraba silencioso y vacío con la excepción de un par de trabajadores en el área del huerto. De tanto en cuanto, alguien salía del edificio y cruzaba el porche para perderse por alguna otra puerta del complejo, pero eso era todo.

Reza no las tenía todas consigo. Había estado atento a todo el perímetro pero no había visto salir a nadie.

– Estoy seguro de que esta gente ha debido acudir al reclamo de la sirena -dijo Dustin pasándose una mano por su minúscula perilla rubia, estrecha y alargada como la de un chivo.

– Ya.

– Pero no hemos visto salir a nadie.

– Lo sé.

– ¿Cómo explicas eso? Primero un tipo subido en una moto pasa entre los zombis sin que ninguno se le eche encima, y ahora el resto desaparece sin que se les vea por ninguna parte.

– Estoy pensando -le dijo fríamente. Su mirada le indicaba muy a las claras que guardara silencio. Para Dustin, Reza era el cabronazo más frío que había conocido en su vida, y eso, teniendo en cuenta que había lidiado con algunos de los gorilas rusos más asépticos y despiadados que pueda uno imaginar era decir mucho. Él prefería a Guido quien le era más afín. Incluso Theodor tenía su parte humana, su lado vicioso, sus debilidades y su macabro sentido del humor. Era un monstruo, sí, pero la oscuridad de su alma era humana. Reza, sin embargo, era como un trozo de roca. Incluso sus infrecuentes muestras de emoción resultaban en él artificiales, como si tuviera que simularlas.

– Creo que ya lo sé -dijo Reza después de un rato. Una sonrisa informe le curvaba la comisura de la boca. Miraba con sus prismáticos a alguna parte indeterminada del exterior, vacío. Dustin intentó seguir su línea de visión con los prismáticos, pero allí no había nada. Nada excepto…

– Las alcantarillas… -susurró entonces.


* * *

Despejaron la mesa de botes de zumo, frutas en almíbar y otras cosas para desplegar el armamento que habían traído. Las joyas de la corona eran dos lanzagranadas GP-30 de 40 milímetros que se acoplaban elegantemente a los rifles AK-74 y funcionaban independientemente. Eran pesados porque estaban hechos totalmente de metal con excepción del grip. Se municionaban por avancarga, unos hermosos proyectiles de los que tenían una docena; más que suficientes para armar una pequeña fiesta.

Después de revisar y volver a colocar el armamento en los cintos, hablaron brevemente sobre el plan. Fue ideado por Reza en su mayor parte, y aunque no estaba carente de riesgos les provocó una febril excitación interior. Su charla era aguda y cargada de connotaciones hostiles.

Como los aullidos de los lobos en el bosque.


* * *

Después de coger el material habitual, su estetoscopio, una inyección para obtener una muestra de sangre y su libreta de registro, el doctor Rodríguez fue a ver a Moses. El Escuadrón de la Muerte acababa de partir hacia el puerto para atender la llamada del barco, ignorantes aún de que acabaría por convertirse en una trampa mortal, así que le planteó sus dudas.

Se lo encontró en el vestíbulo principal.

– Buenos días -le saludó.

– ¿Qué hay, doctor?

– Tengo que ver a nuestro sacerdote -dijo levantando la pequeña mariconera donde llevaba el equipo- para la visita de control diaria, pero siempre voy con Dozer, ya sabes, por si acaso.

– ¡Ah, entiendo! -reflexionó un instante-, ¿no puede esperar a que vuelvan?

El doctor pestañeó un segundo.

– En realidad es importante hacer la muestra a la misma hora en las mismas circunstancias, antes de que Isidro desayune. Se trata de un control muy preciso, hay mucho en juego.

– Claro, claro, supongo que alguien podría acompañarle.

– No creo que haya ningún problema. El padre Isidro está muy enfermo y su debilidad es patente. Ahora lo verás. Aún así, me quedaría más tranquilo si vamos un par de nosotros.

Moses asintió.

– Yo le acompañaré.

– ¡Excelente! -exclamó Rodríguez. -Es cosa de unos minutos, ¿tienes tiempo ahora?

– En realidad, sí.

Salieron fuera y cruzaron la zona de las pistas por el camino peatonal que las dividía y separaba la celda del padre Isidro unos cien metros del edificio principal. El camino era agradable, rodeado por altas palmeras que dibujaban peculiares sombras en el suelo.

– Está siendo un día extraño -comentó Moses mientras caminaban.

– ¿Se refiere a la sirena?

– A eso, al hecho de que el Escuadrón se haya ido tan lejos, y también a que Juan haya decidido marcharse a una especie de aventura personal en busca de… quién sabe, de sí mismo, sospecho.

El doctor calló. Ambos sabían que no estaba en absoluto de acuerdo con ese viaje inesperado.

Cuando llegaron a la celda Moses se acercó al pequeño ventanal. El padre estaba arrodillado ante su camastro en actitud orante, así que retiraron el pestillo de la puerta y entraron.

Dentro, olía a orín y a algo más, un olor indefinido y dulzón como el que flota débil pero persistente en los asilos de ancianos.

– Buenos días, padre -dijo Rodríguez- es la hora del examen, ¿qué le parece?

El padre terminó su oración, se santiguó brevemente y se incorporó no sin esfuerzo. Cuando se dio la vuelta Moses se sorprendió al ver su rostro demacrado y surcado por una miríada de arrugas, tan profundas que casi parecían laceraciones. Sus ojos sobresalían como dos huevos duros en la tela rancia y apergaminada que era su cara.

El pelo blanco tenía ahora el aspecto fantasmal y desarraigado de una telaraña. Moses estaba impresionado, había perdido muchísimo peso desde la última vez que lo vio.

El padre se sentó en la única silla que tenía en la celda, y al hacerlo sus huesos parecieron crujir y protestar. Se arremangó exponiendo un brazo huesudo y macilento que al marroquí le recordó las fotos de los prisioneros judíos en los terribles campos de concentración nazis. Apartó la vista, incapaz de mirar más tiempo, y se fijó en el estado lamentable de la celda en la que Isidro pasaba sus días. Era del todo austera, y las paredes mostraban negras manchas de humedad que colgaban de ellas como oscuros espectros, auténticos guardianes que vigilaban implacables, todos y cada uno de los días de encierro del sacerdote.

– Oh por Dios -susurró Moses, casi para sí mismo.

Para todos ellos el padre Isidro había sido la quintaesencia del mal en el último mes, pero ahora el pobre diablo casi conseguía despertar en él sentimientos de lástima, pena y culpabilidad por mantenerle en ese estado. Era evidente que el anciano ya nunca se recuperaría.

El padre Isidro estaba acabado.

– El pecho primero, padre -dijo el doctor colocándose el estetoscopio en los oídos.

El padre Isidro obedeció, sumiso. Aún conservaba el alzacuello y la sotana que acusaban un estado de suciedad lamentable.

– ¿No se le pueden proporcionar otras ropas? -preguntó Moses.

– Lo hemos intentado pero se niega. Cuando intentamos desnudarle entra en un estado de histeria importante, su corazón se acelera hasta extremos que ni un atleta de élite podría soportar, lo que no es nada bueno. Así que decidimos dejarle estar.

– Entiendo.

Cuando el sacerdote mostró su pecho, el sólido muro de rencor que Moses había construido terminó por derrumbarse. Era ya más un esqueleto que otra cosa, y el tórax asomaba a través de la piel tirante como si quisiese evadirse. Las hendiduras en la carne entre una y otra costilla eran como pequeños valles que proyectaban sombras oscuras en su piel. Sobre ella, descansaba un rudimentario crucifijo de madera que mantenía sujeto al cuello por una pequeña cadena. Aunque alguna vez debió ser dorada, ahora parecía apagada y fría.

– Por favor, inspire hondo -solicitó el doctor.

Pero de repente, un sonido distante y ominoso llegó retumbando desde el edificio principal. Moses se sobresaltó, tenía demasiado reciente el error que cometieron en el parking. Una veta de pánico creció desde la base de su estómago hasta la nuca, vibrante como un martillo percutor, aquello se parecía demasiado a una explosión. Y en aquel breve instante fue súbitamente consciente del verdadero motivo de su pánico, apareció como un rótulo luminoso envuelto en llamas que se dibujó en su mente con una nitidez del todo inusual para una imagen mental. Decía: ISABEL.

– Jesús -dijo con la boca seca- ¿y ahora qué?

El doctor se había detenido y lo miraba con ojos interrogantes que reflejaban una profunda preocupación.

– No lo sé… no lo sé…

Un regusto agrio de bilis estomacal apareció en su boca. Era perfectamente consciente de que esta vez, estaban solos. No estaba José y su impresionante puntería. No estaba Dozer. Susana se había ido. Uriguen se había ido. Ningún Escuadrón iba a solucionar nada esta vez.

– Tengo que ir a ver -dijo Moses.

– Ve. Yo me encargo. Casi hemos terminado.

– ¿Seguro? -preguntó Moses. Una cortina de sudor había cubierto su frente.

– Seguro -dijo, aunque su mente, más elocuente parecía decirle: Seguro, ya lo ves. Este hombre no tiene fuerzas ni para tirarse un pedo a medianoche.

– De acuerdo -dijo Moses, y salió corriendo de la habitación.

El doctor echó un breve vistazo fuera, pero todo en apariencia era normal. Se giró hacia el padre, y por un segundo, creyó percibir algo. Isidro seguía sentado en su silla con el pecho al descubierto y el brazo expuesto apoyado sobre el muslo de la pierna, pero algo en él parecía diferente.

Decidió tantearlo un poco antes de acercarse.

– ¿No rezará por nosotros, padre?

Isidro no dijo nada. Parecía mirar el suelo con la mirada perdida.

– ¿Ha escuchado la sirena, padre? -preguntó Rodríguez- ¿no se ha preguntado qué podía ser?

Otra vez silencio.

– Era un barco -dijo dando pequeños pasos dubitativos hacia él- un pequeño grupo ha partido hacia el puerto a ver de qué se trata. Quién sabe, podría ser un barco con ayuda. ¿Qué le parece?

Se puso a su lado y extrajo algunas cosas de su bolso, un algodón, un pequeño bote de alcohol, y la jeringa.

– Voy a tomarle la muestra, ¿de acuerdo? y terminamos. Dentro de un momento podrá desayunar.

Lavó la zona con el algodón impregnado en alcohol y, antes de aplicar la jeringa para sacarle sangre volvió a buscar su mirada. Tenía los pelos de la nuca erizados como si el aire mismo se hubiera electrificado. Algo va mal, se decía, algo va muy mal…

Por fin, acercó la mano a la piel para hincar la jeringa y…

La mano del padre le detuvo. Se había movido con tanta rapidez que era como si se hubiera perdido los fotogramas intermedios. Allí estaba aquella mano huesuda y pálida atenazándole la muñeca con una fuerza inexplicable. Iba a decir algo, pero la presión era tal que no pudo evitar abrir la mano para dejar caer la jeringa. El padre Isidro movió la otra mano con similar rapidez, cogió la jeringa que empezaba a resbalar hacia el suelo y describió un arco con el brazo, al final del cual, la jeringa acabó clavada en el ojo derecho de Rodríguez.

El doctor se echó para atrás bruscamente, aullando con un tono agudo y estremecedor. Sus manos temblorosas danzaban alrededor de la jeringa sin atreverse a tocarla, dando vueltas sobre sí mismo. Se chocó contra una de las paredes y retrocedió unos pasos, sin dejar de gritar.

El padre Isidro se levantó, erguido cuan alto era. Muy lejos quedaba ahora la figura abatida y moribunda que Moses había presenciado tan solo unos instantes antes. Sus ojos estaban encendidos por las llamas ondulantes del odio contenido. Se acercó al doctor, y cuando éste se puso delante en una de sus erráticas vueltas, golpeó la jeringa con un fuerte golpe. Ésta se incrustó hasta más de la mitad del tubo en la cuenca ocular y la sangre brotó abundante bañando sus mejillas. El golpe detuvo sus chillidos por completo, el doctor cayó de espaldas al suelo, se sacudió como si estuviera pasando un episodio de epilepsia y, por fin, se quedó inmóvil.

Pero el padre Isidro no lo miraba ya. Miraba el umbral de la puerta abierta, por donde el aire frío de la mañana renovaba el ambiente rancio de su celda.

– No juzgues, y no serás juzgado -dijo entre dientes.

Y salió al exterior.

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