23. Moses en el infierno

Cuando Moses abrió los ojos se enfrentó primero a una bruma difusa, como un velo de novia que le impedía ver. ¿Su primer pensamiento? Isabel, así que todavía medio dormido estiró el brazo para tocarla como todas las mañanas. Cuántas veces sus cuerpos tibios se habían encontrado cuando el día apenas clareaba tras la ventana, y se habían explorado mutuamente con el deleite de quienes aún se están conociendo.

Pero su mano aleteó en el aire sin encontrar nada. Abrió de nuevo los ojos intentando enfocar, pero los párpados pesaban y los músculos de la cara estaban tirantes e incluso doloridos.

– Éste ya se ha despertado -dijo una voz a su lado.

Se sobresaltó, confuso. ¿Quién más estaba en su habitación?

¿En mi habitación? se preguntó de repente, y entonces, como surgiendo de la profundidad de su mente, sobrevino el olor a humo y la imagen terrible del edificio de Carranque en llamas. Aguantó la respiración anticipando la angustiosa sensación de pérdida, un dolor terrible que pareció partirle el pecho en dos.

Se incorporó con un rápido movimiento y quedó sentado sobre el sofá en el que estaba tumbado. Le habían echado un edredón de mala calidad por encima y eso había hecho que sudara copiosamente. Por lo demás, sentía sus propios latidos en las sienes y todavía era incapaz de enfocar con claridad, aunque a medida que pestañeaba y se frotaba los ojos, la imagen de la habitación en la que se encontraba se volvía paulatinamente un poco más nítida.

Cuando por fin pudo vislumbrar entre los volúmenes difuminados encontró a Branko sentado en otro sofá junto al suyo, iluminado por la tímida luz de algunas velas. Tenía una lata de divertidos colores en la mano y lo miraba con una expresión hosca. El otro hombre estaba de pie a su lado, como si fuera un complaciente secretario personal.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Moses pasándose una mano por la cabeza. -¿Dónde estamos?

– A salvo -dijo Branko cortante.

– ¿Pero dónde? -preguntó de nuevo.

Branko parecía concentrado en pasar un dedo por el contorno de su lata, así que esta vez fue el secretario quien contestó.

– E-estamos en el edificio -dijo con un leve tartamudeo- e-en el Álamo.

– El Álamo -susurró Moses experimentando una súbita sensación de amargura por la ironía de la situación. Todo lo había ideado por Isabel y los demás. La imprudente decisión de acometer la voladura sin avisar a nadie, la precipitación del plan… todo era motivado por su deseo ferviente de proteger a Isabel. Y ahora…

– ¡Isabel! -dijo de pronto, retirando el resto del nórdico. -¿Dónde está?

Branko negó con la cabeza.

– No queda nadie -dijo al fin. -Mira tú mismo por la ventana.

Moses miró en la dirección que le indicaba hacia un amplio ventanal que llegaba hasta el suelo y que daba a una terraza. A través de los cristales pudo ver que el día había avanzado, la tarde lo cubría todo con un color gris apagado. Y Carranque estaba allí, pero el edificio principal era una ruina humeante con solo unos pocos muros aún en pie; pequeños incendios despuntaban aún en diversos lugares entre los túmulos revestidos de cascotes. Las pistas deportivas, donde cada mañana el Escuadrón de la Muerte había entrenado duramente en aras de la supervivencia de la comunidad, era ahora un tétrico escenario donde los muertos deambulaban sin rumbo. Apoyó ambas manos en el cristal mientras una lágrima escapaba a toda prisa de sus ojos abiertos de par en par.

– No.

¿Qué posibilidades había de que Isabel estuviera viva, de que alguien hubiera sobrevivido? No muchas, pensaba. En el caso de que alguien hubiera podido resistir al derrumbe habría quedado a merced de los zombis. Intentó recordar el momento en el que se produjeron las explosiones; ¿dónde habría estado ella? Con toda probabilidad en el huerto. Atisbó como pudo en la distancia intentado distinguir algo en el trozo que era visible, y cuando vio los cadáveres en el suelo su corazón se contrajo con un fuerte espasmo. Estaba demasiado lejos para distinguir las femeninas formas de Isabel entre ellos, bien fuera porque el ángulo no facilitaba reconocerlos o porque algo los cubría parcialmente, pero aún así, sintió que parte de su interior terminaba de derrumbarse. Creía que al menos uno de ellos era Alberto, aquel muchacho joven que ayudaba a Isabel.

Isabel… Isabel…

Branko se incorporó, no sin esfuerzo porque el sofá era bajo y su barriga prominente, arrojó la lata vacía a una esquina de la habitación y cogió otra de un paquete que habían colocado sobre un aparador.

– ¿Qué… qué me ocurrió? -preguntó Moses entonces. Empezaba a recordar vagamente. Había decidido ir a buscar a Isabel y a cualquier otro superviviente que quedara entre los restos del derrumbe, pero entonces… entonces…

– ¿Qué… quién me golpeó? -se giró sobre sí mismo para encarar a Branko y el hombre enjuto que tenía a su lado. Los miraba alternativamente a uno y a otro con creciente tensión.

– B-b-bueno… n-n-nosotros… -exclamó el hombre visiblemente nervioso.

Branko se apoyó sobre el aparador. Su rostro era de manifiesto desdén.

– Yo lo hice -dijo entonces. -Te salvé la vida.

– Tú… ¿qué? -preguntó Moses sintiendo que una furia inconmensurable crecía como una ola en su interior.

– Estabas fuera de ti. Tuve que pararte -contestó Branko con indiferencia, aparentemente más interesado en su lata que en su interlocutor. -Te hubieras ido directo a por esas cosas podridas de ahí fuera.

Moses apretó los dientes cerrando los puños hasta clavarse las uñas. En un infinitesimal instante, toda la profunda tristeza que empezaba a experimentar se encauzó, renovada, en un torrente de exacerbada cólera. Si Branko no le hubiera detenido, ¿quién sabe lo que habría encontrado, habría llegado a tiempo quizás, de salvar a alguien más?

– Eso no era de tu incumbencia -exclamó Moses con voz gélida, intentando controlarse. No conocía mucho a Branko, aunque recordaba haberle visto alguna vez por ahí ocupado con alguna tarea, sin embargo, algo en su actitud arrogante acentuaba poderosamente su creciente aversión. Deseaba lanzarse contra él y terminar con todo, dejarse llevar por el ansia de violencia que le embargaba, entregarse a una despiadada lluvia de golpes.

– Te he salvado la vida -dijo Branko abriendo mucho los ojos como si intentara hacerle comprender algo que le era demasiado obvio.

– ¡ERA MI JODIDA PRERROGATIVA! -gritó Moses, sintiendo que el labio inferior le temblaba.

Branko miró al Secretario con una forzada sonrisa en los labios, los ojos no acompañaban.

– Mira el moro de mierda, ¿qué coño significa eso?

Moses recibió el apelativo con sorpresa. Era marroquí de nacimiento, y su piel morena y sus rasgos recordaban los propios de los árabes, pero llevaba en España más tiempo del que podía recordar y su español era perfecto, sin ningún rastro de acento. Hacía muchísimo tiempo que nadie le llamaba moro, palabra que en Andalucía cobraba un matiz manifiestamente despectivo. De hecho, por un segundo le asaltaron vívidos recuerdos de la época en la que estuvo prisionero del alcohol y malgastaba su tiempo en la calle con gente de baja estopa. En esos ambientes las navajas bailaban rápidas cuando alguien se dirigía así a un magrebí.

Pero pasada la sorpresa, Moses, que había aprendido por las malas a bucear en el alma humana y capturar su esencia, se dio cuenta de algo más. Si no lo supiese diría que Branko no había venido de Carranque. Su actitud no correspondía con el espíritu que allí se respiraba. Allí nadie se comportaba así, allí nadie insultaba a nadie. Era algo que le había llamado poderosamente la atención, pero a medida que pasaban las semanas había ido acostumbrándose a la armonía natural de la comunidad. Regado además por el dulce sentimiento de amor que había estado compartiendo con Isabel, la vida había cobrado de nuevo el olor cálido y dulce que tienen los días de principios de verano, y él había acabado aceptándolo todo como natural.

Es por la situación, se dijo mentalmente recuperando poco a poco la calma. Es sólo por el estrés de la situación.

Respiró hondo antes de contestar.

– ¿Y el Escuadrón, volvió ya?

– No -dijo Branko con un brillo en los ojos.

Se volvió de nuevo a mirar por la ventana. Al fijarse en uno de los espectros, de pronto, recordó algo más.

– ¡El sacerdote! -exclamó.

Branko lo miró con una ceja levantada.

– Ese hijo de puta -continuó diciendo Moses-… asesinó al doctor Rodríguez, y escapó.

– ¿Cuándo fue eso? -preguntó Branko repentinamente interesado.

– Fue momentos antes de las explosiones, ¡no! primero hubo una explosión, cuando Rodríguez y yo estábamos con él parecía tan anciano e inútil el hijo de puta, así que los dejé solos mientras fui a ver qué pasaba.

Branko soltó un sonoro bufido.

– Y mató al doctor y escapó -dijo.

– Sí -contestó Moses, preguntándose por primera vez si su decisión había sido la correcta.

– ¿El padre hizo volar el edificio? -preguntó entonces el Secretario.

– No… no… la primera explosión ocurrió cuando el padre estaba delante de mí, y el doctor Rodríguez aún estaba vivo. Creo que el cabrón aprovechó la oportunidad.

– Yo tengo mi propia teoría -dijo entonces Branko.

– ¿Cual? -preguntó Moses.

– Creo que fuisteis vosotros.

Moses pestañeó sin comprender. De repente se encontró mirando a los dos hombres, apostados a su alrededor como -ahora lo veía- dos carceleros.

– ¿Nosotros, quiénes? ¿cómo…? -balbuceó.

– Sí, sí -dijo Branko despacio. -Vosotros. Con los explosivos de los cojones. No sé qué clase de pifia hicisteis con ese explosivo plástico, amigo, pero creo que la cagasteis a base de bien. Lo dejasteis inestable, mal tapado quizá, incluso se os ocurrió dejarlo con los fulminantes puestos, ¿eh?

Moses sintió un repentino dolor de cabeza creciendo en su interior como un cáncer, los oídos le zumbaban.

– Eso es ridículo.

– Y una polla, ridículo -cortó Branko. -Suma dos y dos moro de mierda, ¿y qué te da? A mí la cuenta me sale con explosiones como la copa de un pino. A mí me sale el puto edificio saltando por los aires.

– No, guardamos todo en su sitio -dijo Moses, pero su voz era ahora un hilo delgado y débil consumida por el germen de la duda.

– Llevábamos tres putos meses sobreviviendo, moro de los cojones. Habíamos superado lo más difícil. Estábamos a punto de encontrar la manera de conseguir poder pasear entre esos zombis hasta que a Juan Aranda se le ocurrió nombrarte Jefe de Seguridad. ¡Ja! Ni siquiera preguntó si había alguien más capacitado para el puesto ¡Joder! ¿Sabías que yo tuve mi propia empresa de escoltas? Pues sí, puto maricón de mierda. Yo sí SÉ de seguridad. Pero nadie me preguntó, tuvo que ser el genio alcohólico que había paseado su culo de moro por la cárcel el que se encargase de eso.

– Espera -intentó decir Moses con la voz rota.

– ¡CÁLLATE! -gritó Branko. La lata que llevaba en la mano se arrugó con la presión de su mano, y el líquido amarillento rebosó y cayó al suelo. -¿Y qué hace el genio alcohólico para mejorar la seguridad? Rompe una PUTA PARED con un explosivo que no ha visto en su puta vida y nos pone a todos en peligro, ¡bravo! -batió palmas con la lata aún en la mano de manera que el líquido salía despedido con cada embestida- y mira qué coincidencia, un par de días después ¡PUUUM! salta todo por los aires. Sin explicación. ¡FUISTEIS VOSOTROS!

Moses escuchaba con creciente horror. Intentaba recordar el momento en el que cogieron el explosivo, ¿quién lo había hecho, Dozer, Uriguen? No lo recordaba con claridad. Hablaban mucho sobre la forma de colocarlo y su potencia, pero ¿qué ocurrió realmente después de que pellizcaran una bola de aquella masa blanda parecida a plastilina, habían guardado el resto otra vez en su plástico? ¿Y los fulminantes, los habían vuelto a proteger bien?

Casi diría que no.

Oh Jesús, he matado a Isabel. La he matado yo.

Y entonces no pudo ya continuar de pie, buscó a tientas el sofá y se dejó caer en él con los ojos escociéndole por causa de las lágrimas que pugnaban por salir como un manantial.


* * *

Las horas pasaron sin sustancia, revoloteando alrededor de un Moses abatido y con el rostro refugiado en sus propias manos. Había permanecido así todo el tiempo sumido en lúgubres pensamientos de pérdida y culpa. Branko y el Secretario habían estado trayendo comida y algunos enseres de las viviendas de alrededor, y encontraron que el trabajo del Escuadrón de la Muerte era muy satisfactorio. Una de las casas estaba marcada con una X roja en la puerta, y a juzgar por el olor que se filtraba por los resquicios de la misma era donde habían reunido los cadáveres que se habían encontrado.

– ¿C-Cuándo volverán? -preguntó el Secretario entonces.

– ¿Quiénes, Dozer y su gente? -respondió Branko con una entonación hosca. -Me importa un huevo. No pienso dejar que nos jodan todo otravez. Ahora esto es nuestroy haremos las cosasa nuestra manera.Créeme, viviremos más tiempo.

El Secretario abrió la boca como si quisiese decir algo, pero luego se lo pensó mejor y decidió no opinar nada.

Mientras tanto, Moses repasaba una y otra vez las últimas escenas vividas. Su mente era como una vieja cinta que rebobinaba y reproducía las mismas secuencias; el periplo por los subterráneos, la visión horrible del doctor con la jeringa asomando en uno de sus ojos, el edificio destruido y en llamas, los cadáveres del huerto…

Había algo mal en todo eso aunque todavía no había logrado identificar qué. Su mente bullía acicateada por brotes de dolor, y su corazón acusaba una profunda congoja como si una mano de hierro invisible intentara asfixiarlo.

Se incorporó del sofá sintiendo flojas las piernas, que le llevaron con pasos dubitativos hasta la gran vidriera. La tarde languidecía con sombras alargadas, y aunque la calle se encontraba ya en penumbras los edificios más altos refulgían con la luz dorada de los últimos rayos de Sol.

Miraba ahora los cuerpos caídos de los compañeros de Isabel. Definitivamente, uno de ellos era Alberto. Estaba tumbado en la zona de tierra donde cultivaban, y por la postura del cuerpo, casi se diría que había muerto en el mismo lugar donde estaba trabajando.

Pestañeó perplejo. ¿Cómo era posible? Observó los negros tiestos esparcidos en hilera que había al lado de otro de los cadáveres, como si hubiera estado transportándolos y los hubiera dejado caer al precipitarse contra el suelo. Moses arrugó la frente. No habían muerto por la explosión sin duda, ni por ninguna onda expansiva porque los tiestos eran de plástico fino y se hubieran esparcido como hojarasca en un vendaval. Pero tampoco los habían matado los muertos. Había visto multitud de escenas con víctimas de ataques zombi, y no eran así. Esa gente había caído al suelo como si de repente, se hubieran quedado dormidos, y tampoco había forma alguna de que esas cosas se hubieran acercado por detrás y les hubieran sorprendido. No hacían esas cosas. Y de todos modos, pensaba, quizá podrían haber acabado con uno de ellos pero no con cuatro.

No con cuatro.

Una chispa de esperanza brotó entonces de lo más profundo de su interior. ¿Cuántas personas solían trabajar en el huerto normalmente? Recordaba a Alberto aunque había otros que rotaban en días alternos, y había bastantes personas que dedicaban algunas horas a la semanaatrabajar allí como terapia personal, para distraerse de sus quehaceres diarios.

Recuerda… recuerda… ¿cuánta gente había aquella mañana?

Recordaba vagamente haber echado una mirada fugaz cuando caminaba con el doctor Rodríguez hacia la celda donde el padre Isidro -¡ese embustero!- languidecía. Y entonces, en un destello de la memoria le sobrevino una imagen borrosa y esquiva con varias personas trabajando. Al menos dos que hablaban entre sí cuyos nombres no conseguía evocar, y una tercera en la que creía haber reconocido a… ¿Ulises, Elíseo? El nombre se le escapaba, pero sí tenía recuerdos de haber hablado con él. Si la cuarta persona era Alberto ¿significaba eso que Isabel podía estar viva?

Abrió la puerta de la terraza y salió fuera para obtener una panorámica más amplia. Olía a humo y a ceniza, pero no se trataba del aroma delicioso de las chimeneas que perfuma el aire de las urbanizaciones en invierno, sino un olor más grosero y penetrante. Buscó con ojos desesperados por toda la superficie de Carranque. Cerca del huerto había numerosos puntos negros a los que su inquisitiva mirada no llegaba, y se maldijo por no llevar encima unos simples prismáticos. Tampoco pudo ver nada nuevo en ninguna otra parte. Barría con la vista cada zombi que vagaba sin rumbo por las pistas, buscando la camiseta de color beige que Isabel llevaba aquél día. La recordaba bien porque la había visto ponérsela aquella mañana cuando ocultó sus blancos pechos con una sonrisa provocativa mientras él seguía en la cama, desnudo. Pero no la encontró por ningún lado. Gracias a Dios no estaba entre las filas de los muertos vivientes.

De pronto, Branko irrumpió en la terraza.

– ¿¡Qué cojones HACES!? -gritó.

Moses se dio la vuelta confuso. Branko llevaba una pistola en la mano, aunque no le apuntaba directamente la tenía bajada como una prolongación de su brazo.

– ¿Qué?

– ¡Los ZOMBIS! ¿No te das cuenta? -gritó de nuevo-, ¡ahora sabrán dónde estamos!

Moses giró la cabeza y examinó la muchedumbre que se agolpaba abajo. Caminaban confusamente chocando entre sí, unos calle arriba y otros en dirección opuesta. Ninguno parecía haber reparado en él.

Pero el detalle de la pistola no se le escapó. No creía que la llevase por si tenía que usarla contra algún espectro.No, la llevaba por él. Lo supo con la certeza de quien sabe que después de la noche viene el día, pese a la excitación de lo que acababa de descubrir dedicó unos intensos segundos a ordenar sus pensamientos.

– Tienes razón, perdona. Volvamos dentro.

Una vez hubieron pasado al interior Branko cerró la puerta deslizante con desmedida fuerza.

– Escucha -le dijo- a partir de ahora vas a hacer lo que yo diga, ¿está claro? Yo voy a ocuparme de todo, y si quieres tirarte un pedo me pedirás permiso. Si quieres comer, pedirás permiso. Y si te pica el culo, te rascarás cuando yo te lo diga.

Durante un breve instante Moses recordó a su amigo el Cojo, cuando avanzaban juntos por la calle armados con una vara de hierro y apartaban a los zombis a base de empellones. Deseó tan intensamente que aún estuviera allí a su lado que sus dientes rechinaron. El cojo pondría a Branko en su sitio sin duda, pero ¿y él? Moses era un hombre alto y de cierta corpulencia y había vivido y tratado con gente de la calle. También había estado en la cárcel hacía ya bastante tiempo, y aunque allí dedicó todo su tiempo a cultivar su intelecto leyendo y aprendiendo en todos los cursos y actividades que se le presentaban, no faltaron las oportunidades donde la fuerza física eran los principales protagonistas de las tertulias que, a veces, se celebraban en el patio o la ducha. Detestaba hacerlo, pero si tenía que romper unos cuantos dientes sabía cómo hacerlo.

Sus ojos se posaron de nuevo en la pistola. A pesar de su abultada panza Branko era robusto, y sus brazos tenían el grosor de una farola. ¿Cuánto tiempo podría necesitar para interponer su arma y acertarle con un tiro? Incluso si no le daba en alguna parte vital, estaría en medio de una partida donde las cartas ganadoras se habían retirado por completo.

– De acuerdo, tú eres el jefe -dijo al fin.

Branko entrecerró los ojos. El Secretario apareció desde el pasillo y nada más aparecer mascó la tensión que se respiraba en el ambiente y se quedó clavado en el sitio.

– Más te vale que lo entiendas. Y más te vale no intentar nada, porque no dudaré un instante en reventarte la cara con esto. -Levantó la mano y sacudió la pistola delante de él.

Se volvió a mirar al Secretario.

– Eh… Ra-Rafael -dijo al fin- sigue durmiendo. Le… le he puesto unas mantas e-encima.

¡Rafael! Moses lo había olvidado por completo, el hombre que había encontrado quitando pacientemente las piedras del derrumbe que habían cortado el acceso a la superficie. Miró entonces al Secretario y percibió el miedo en sus ojos. Estaba con Branko, sin duda, y pensaba que era posible que si éste le ordenaba ponerse a cuatro patas y balar como un cordero probablemente lo haría. Pero si algo sabía del alma humana, comprendía que el motor de su comportamiento era el miedo. Branko le daba miedo, casi podía verlo aullando en el iris de sus ojos emanando un hedor dulzón y sutil que cualquier bestia hubiera podido oler a kilómetros de distancia.

– Vale. Ahora comeremos algo.

Sacaron latas de alimentos y, aunque no pudieron cocinarlas el hambre las maquilló y las hizo digeribles.

– Algunas de estas cocinas todavía funcionan con gas -dijo Branko- mañana investigaremos. Quizá aún podamos comer caliente, al menos durante un tiempo.

Pero la luz de las velas y la oscuridad que acechaba en cada esquina de la habitación pobló la mente de Moses de nuevos recuerdos, cuando estaban todavía en su casa y hablaban del padre Isidro que les acechaba. Por aquél entonces apagaron las luces para evitar ser detectados. Y ese recuerdo encendió una nueva señal de alerta en su cabeza.

– Dios mío -dijo Moses- ¡el padre Isidro!

– ¿Qué pasa? -preguntó Branko a punto de llevarse una cucharada de champiñones a la boca.

– ¡La luz! -exclamó de pronto.

Branko dejó caer la sopa en la lata que tenía delante.

– Si sigue ahí fuera, ¡verá la luz! -exclamó Moses.

Se quedaron congelados por unos momentos, y después, como si hubieran ensayado una sincronía perfecta se levantaron y comenzaron a apagar las velas. El aire se llenó del olor de la mecha y el humo de las velas, y la oscuridad se precipitó desde todos los ángulos cayendo sobre ellos. El resplandor de las llamas en las ruinas del edificio arrancaba contrastadas sombras en el techo y las paredes.

– Qué hijo de puta.

– T-tendremos que comer en a-alguno de los dormitorios, con la puerta cerrada, ca-cada noche -dijo el Secretario.

– ¿Seguirá ahí realmente ese cabrón? -preguntó Branko más para sí mismo que a nadie en particular.

Y aunque no dijo nada Moses dejó su cucharilla en la mesa. De repente, ya no tenía hambre.


* * *

El padre Isidro estaba sentado sobre una pequeña montaña de escombros junto al edificio en ruinas. Le resultaba interesante que, pese a estar a escasos centímetros de una columna de fuego, no notaba el intenso calor de la llama. Tampoco el frío del atardecer. No notaba hambre en su estómago pese a que no había probado bocado en todo el día, y tampoco acusaba cansancio alguno. Se decía que había superado esas trabas terrenales humanas, ahora pertenecía a los Ejércitos del Señor.

Miraba expectante las ruinas de la Ciudad Impía, ansiaba saber qué ocurriría a continuación. ¿Había terminado su tarea, o le reservaba el Señor alguna otra misión? Una y otra vez se imaginaba el advenimiento de Dios, que volvía a la Tierra para llevarse a los hombres de bien descendiendo de los cielos en medio de una miríada de haces de luz donde nadaban seres etéreos, espíritus luminosos de la casta de los Justos.

Lo rodearían con su amor y lo llevarían ante Él, y formaría parte de la eternidad bendecido para siempre con la dicha. ¿Qué había dicho Jesús? Yo soy la Resurrección y la Vida, el que cree en mí aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente.

Asintió en silencio como auto convenciéndose, y se abrazó meciéndose como si llevara un bebé entre sus brazos. Intermitentemente, cuando incidían en las llamas, sus ojos refulgían con destellos anaranjados.

Al cabo de un rato escudriñó de nuevo los cielos, y entonces reparó en algo nuevo. El piso de enfrente, en la ventana había un resplandor trémulo, cálido, como el de la llama de un pequeño fuego. Era un resplandor que conocía bien.

Como la llama de una vela.

Se puso en pie con una rapidez sobrenatural.

– Ratas esquivas -musitó con voz ronca-. Así será al fin, saldrán los ángeles y apartarán a los malos de entre los justos y los echarán en el horno de fuego. ¡Allí será el lloro y el crujir de dientes!

Pero sabía muy bien qué hacer, ¿a cuántos supervivientes había sacado ya de sus agujeros donde resistían a duras penas los horrores de la Pandemia Zombi? A bastantes más de los que podía recordar. Se servía de los muertos, los azuzaba, los encarrilaba, y los abofeteaba para "despertarlos" hasta llevarlos a estados de excitación donde se retraían a estadios salvajes. Era entonces cuando los muertos se volvían imparables. No había puerta que los contuviese, ni arma que pudiese disparar tan rápido como para frenarlos. Y así violentaba todos los escondites y llevaba la muerte consigo.

– Aquí viene la ira de Jehová contra los que hacen mal, ¡para cortar de la tierra la memoria de ellos! -exclamó dirigiéndose con paso resuelto hacia el portal.

Encontró que la doble puerta negra estaba cerrada. La cerradura fue soldada por el Escuadrón en los días en los que Carranque hacía poco que había sido fundado, y aunque tenía cristales en ambas hojas unos sólidos hierros la cruzaban verticalmente cada pocos centímetros. En el pasado había utilizado coches aparcados para romper las puertas de los portales, pero la carretera era un caos y veía complicado poder maniobrar uno de ellos para ese propósito. Además, pensó, resultaría demasiado aparatoso. Era mejor presentarse por sorpresa en casa de sus nuevos amigos.

Bajó unas escaleras que conducían a la planta baja del edificio ocupadas por pequeñas oficinas, y tanteó todas las puertas buscando un acceso alternativo. La mayoría eran de hierro, o blindadas con recia madera, pero en la oficina de Glaxo Smith encontró una puerta de apariencia débil que pudo echar abajo con una sola patada. La madera restalló y se quebró con un crujido atroz golpeando violentamente contra la pared y rebotando de vuelta. El padre Isidro observó la tremenda cantidad de esquirlas y virutas de madera desperdigadas por el suelo con manifiesta sorpresa, era evidente que la fuerza que alguna vez tuvo en su juventud no solo había regresado, sino que era aún mayor, no recordaba haber podido hacer algo así ni siquiera cuando los músculos decoraban sus delgadas pero fibrosas piernas en los días lejanos en los que practicaba el fútbol en el seminario. Y entonces chascó los dientes, pero sin ser consciente de ello.

El interior de la oficina no le procuró la satisfacción que andaba buscando. Ningún acceso partía de allí hacia el edificio. No obstante cuando volvió a salir, reparó en algo que antes se le escapó. Un tragaluz de apenas un metro cuadrado hecho con cristal esmerilado que conducía directamente a lo que parecía ser el garaje privado del edificio. Los ladrillos de cristal eran pequeños y gruesos, del tipo que deja pasar la luz pero no ver el interior si no es tras la bruma deforme del vidrio, así que calculó que abrirse camino entre ellos le llevaría bastante tiempo.

No obstante, saber del garaje subterráneo le proporcionó una idea. Regresó a la calle principal y descendió por la rampa del parking público donde una furgoneta cerraba el paso. Se detuvo al momento, mirando con suspicacia al grupo de zombis que golpeaban su lateral embadurnado en una especie de pasta anaranjada que alguna vez fue sangre fresca. Si algo sabía de los muertos es que nunca cejan en su empeño. Aquellos siervos del Señor estaban allí porque alguna vez hubo alguien al otro lado, eso lo veía con la claridad de la luz del mediodía. Sus labios finos y resecos se plegaron hacia arriba, dibujando una burda imitación de una sonrisa.

Se acercó a la puerta de la cabina, tenía los cristales rotos pero en su interior se divisaba un confuso batiburrillo de objetos de toda clase: ruedas, partes de asientos de otros vehículos, maletas e incluso un guardabarros. Lo retiró todo sin apenas esfuerzo de nuevo complacido por la energía sobrenatural que recorrían sus brazos, y pasó a través de la cabina hasta el interior. Cuando lo hizo descubrió algo más, en la reinante oscuridad los volúmenes parecían destacar, como si alguien hubiera perfilado su silueta con trazos grises dándole a las cosas una apariencia fantasmagórica.

Allí, sintiéndose bendecido y señalado por el Creador, anduvo por el parking vacío como un espectro, pues la sotana tremolaba a su espalda convertida en un andrajoy su piel era ahora del color gris de las piedras con las que están hechas las sepulturas. Y mientras vagaba deslizándose como ingrávido en la oscuridad, descubrió el agujero que abrieron días atrás los que ahora descansaban bajo los restos de Carranque, y otra vez chasqueó los dientes sin proponérselo. El sonido fue seco y rotundo, como el de una trampa para ratones.

El agujero le llevó al garaje privado y desde allí se coló por las escaleras directamente al portal, comprobó con desdén que los impíos en su infinita auto-complacencia, ni siquiera habían cerrado la puerta que separaba ambos ambientes. Pero cuando se disponía a subir levantó una mano huesuda de dedos largos y finos y la movió delante de sus ojos, su imaginación la equipó con una espada flamígera que refulgía con una llama fría y azulada.

– Y una multitud tan numerosa como las arenas del mar invadieron el país entero -susurró citando pasajes del Apocalipsis que durante semanas había estudiado en su iglesia mientras el mundo moría- y cercaron el campamento, la Ciudad muy amada, pero bajó fuego del cielo y los devoró -y más lentamente, repitió-. Una multitud tan numerosa…

Se dio vuelta y regresó al parking. Sus ejércitos. Olvidaba abrir paso a sus ejércitos.


* * *

Moses tenía sus propias preocupaciones. Una era Branko por supuesto. Tras apagar las luces se había sentado en la butaca con la pistola en la mano y no había vuelto a decir palabra, y aunque la luz era del todo insuficiente sabía por su respiración y su postura que aún estaba despierto, vigilando sus pasos. La otra preocupación era conseguir avisar a Dozer y su equipo cuando regresaran; también a Juan. Juan era la clave. Él podría buscar entre los restos sin peligro. Jesús, pensó, hasta podría acabar con todos los zombis que han tomado Carranque y cerrar las puertas otra vez.

Pero aunque ahora le pareciera que había sido en otra vida, Juan había partido tan solo aquella mañana, y por lo que hablaron días atrás no creía que fuese a volver en menos de veinticuatro horas. Pero verá el fuego, verá el humo inmenso y volverá. No puede haber llegado tan lejos.

La otra cosa que bullía en su mente era el bonito puzzle del misterio de los cadáveres.

Algo los mató allí mismo. Mientras trabajaban. El sacerdote no pudo haber sido, tuvieron que matarlos antes de la primera explosión y tuvieron que hacerlo rápido y por sorpresa. No fue con disparos, porque no escuché ninguno… ¿un gas? Y si alguien lo hizo, ¿por qué? No fue para liberar al cura, para entonces ya se había liberado solo, pero entonces, ¿para qué?

Otra vez los recuerdos se agolpaban en su cabeza sumiéndole en un túnel de desesperación que añadía ladrillos a su estructura cada minuto que pasaba, pero en ese momento el Secretario irrumpió en la habitación, venía del recibidor.

Por un momento no dijo nada, pero incluso en la oscuridad reinante, Moses vislumbró que temblaba como una hoja. Branko pareció percibir algo, porque se volvió lentamente para mirarlo.

– Yo… -dijo el Secretario, lívido. -M-me p-parece que he escuchado a-algo.

– Algo, ¿dónde? -preguntó Branko.

– Tras la p-puerta. Tras la pu-puerta.

Branko se incorporó de un salto ceñudo, pero Moses permaneció donde estaba sorprendiéndose a sí mismo de la indiferencia que estaba experimentando. Por primera vez en su vida, sintió que el mundo ya no merecía la pena. No sin el Cojo, no sin Isabel, no sin la gente de Carranque. El sentimiento todavía germinaba en su interior, abriendo lentamente sus pétalos negros como una Dama de Noche en los meses cálidos de principio de verano, pero se perfilaba ya con una claridad que le era fácil interpretarla: no quería seguir luchando. No quería resistir en un piso oscuro, al lado de una calle atestada de cosas muertas que se pasaban la noche bramando y gruñendo con lastimera insistencia, tomando comida enlatada y apagando la luz por la noche para que un sacerdote con delirios religiosos no les detectase. No quería vivir con supervivientes como Branko y el se-secretario. No, eso no era vida.

– Tú, ven con nosotros -dijo Branko, señalándolo con la pistola.

Moses abrió la boca para decir algo, pero se interrumpió. No deseaba escucharle, era más sencillo ir con ellos que empezar una trifulca que acabaría invariablemente con él siendo encañonado, así que accedió a incorporarse.

Fueron en comitiva hasta el recibidor a través de una puerta acristalada de doble hoja donde la luz permitía apenas distinguir los volúmenes, allí el único mobiliario era un tosco mueble estantería que estaba pegado a la pared. Escucharon durante unos instantes, y en un momento dado Branko se acercó a la puerta y pegó la oreja.

La puerta no tenía cerradura, el Escuadrón se había ocupado de abrir todas las puertas para explorar las viviendas.

– ¿Lo e-escucháis? -preguntó el Secretario, en voz baja.

Y sí, lo escuchaban. Era un murmullo lejano, una letanía que conseguían captar con cierta dificultad y sólo en intervalos, pero se trataba sin duda del cántico desesperanzador e inquietante de los muertos.

– Eso viene de la calle, imbécil -dijo Branko entonces.

– P-pero antes… antes no s-se escuchaba.

– Porque habrá cambiado el viento. Anda, ¡no me jodas! -exclamó Branko levantando la mano por encima de la cabeza.

– Creo que no -dijo Moses- eso viene del rellano, pero de los pisos inferiores.

– ¡Que no, coño!

– Abre la puerta entonces, si estás tan seguro.

Moses no podía ver su rostro, pero casi sentía la intensidad de su fría mirada clavada en él. Unos segundos después la puerta se abrió de repente y el rellano de la escalera les fue mostrado.

– Oh, joder -dijo el Secretario, retrocediendo unos pasos.

Se trataba de una superficie que describía un círculo alrededor de una isla central en cuyo interior se albergaban tres ascensores. Las entradas a las viviendas se repartían alrededor, excepto en uno de los laterales donde estaban las escaleras que comunicaban los distintos edificios. Moses no lo sabía, pero era allí, en ese edificio, era donde Susana había vivido los últimos seis años antes de que la Pandemia la expulsara.

Las escaleras tenían grandes ventanas que recorrían las paredes hasta los altos techos y por allí se filtraba la luz. Era una noche luminosa, y la luna, que brillaba alta en el cielo, dibujaba sombras alargadas de un tono azulado.

Branko iba a decir algo, pero el sonido que les llegaba de alguna parte de las plantas inferiores lo congeló en el sitio, era sin ningún género de duda la cantinela acuciante de los muertos vivientes.

– ¡Lo ve-veis! -exclamó el Secretario.

– ¡Han entrado por alguna parte! -dijo Branko apuntando al hueco de la escalera con la pistola. Se giró hacia Moses con los ojos inyectados de sangre, iracundos, y le cogió por la solapa del mono de trabajo-. ¡Creía que esto era seguro!

Moses se sacudió la mano de encima con un gesto violento.

– ¡No hubo TIEMPO! -bramó de repente.

– ¡Habría habido tiempo si no hubieras estado FOLLANDO con tu amiguita, moro de mierda!

Una oleada de rabia subió, cálida y vibrante, desde la base de su estómago hasta su cabeza donde explosionó como un globo demasiado lleno. Su corazón se aceleró, y por unos segundos su visión se volvió opaca y blanquecina. Moses levantó el brazo, lo llevó atrás y lo extendió con toda la fuerza de la que fue capaz alcanzando a Branko en plena cara. Éste retrocedió un par de pasos sangrando abundantemente por la nariz, rebotó contra el quicio de la puerta y se quedó de pie frente a Moses. Sus ojos reflejaban un estadio confuso entre ira y perplejidad.

Con una rapidez pasmosa, Moses se encontró con el cañón de la pistola apuntándole directamente en mitad del pecho.

– Adelante -dijo apretando los dientes- dispara. Todos los zombis del edificio estarán aquí en un instante. Y si ellos no acaban contigo lo haré yo cuando vuelva de la muerte. Te despedazaré con mis manos y te arrancaré esa estúpida cara de capullo que tienes.

Branko sonrió con la mitad de la boca.

– No, tienes razón. Un disparo sería demasiado piadoso para ti -y entonces se deslizó dentro de la vivienda sin dejar de apuntarle.

– Te quedas fuera, gilipollas ¡Apáñatelas con ellos!

Y Branko disparó. El sonido levantó un eco estruendoso que recorrió todo el rellano, rebotó por las paredes, y arrancó gritos enfurecidos en los pisos de abajo. Moses sintió que tiraban de él hacia atrás, y después cayó hacia un lado desplomándose en el suelo. La pierna no le sostenía. El dolor no le sobrevino hasta un poco después cuando Branko hubo cerrado la puerta violentamente, intenso, abrasador y palpitante. Le había dado en la zona del cuádriceps, y aunque al principio temió que le hubiera dado en la femoral pronto descartó esa posibilidad.

Los muertos aullaban, y sus voces arrastradas y lánguidas se escuchaban cada vez más cerca. Y él, ¿quería vivir? Todavía no lo había decidido del todo pero desde luego no quería morir de esa manera. De esa manera no. Los muertos muerden, desgarran, hunden sus manos en los estómagos calientes y arrancan los intestinos aún palpitantes.

Con salvajes punzadas de dolor, Moses se quitó el cinturón de alrededor de la cadera y lo apretó en la pierna por encima de la herida, a modo de torniquete. Luego aprovechó el roto del pantalón que había dejado la bala y terminó de rajar la pernera, con la que hizo una segunda ligadura. Ponerse en pie le trajo una picazón aguda que le hizo temblar, pero lo consiguió.

Y ahora, ¿a dónde iría? Pondría la mano en el fuego a que Branko y el Secretario habían empujado el mueble estantería para bloquear la puerta, pero de todos modos volver allí no era una opción. La escalera tampoco era una vía, los muertos la tenían copada y parecían ganar terreno a cada rato. Enfrentarse a ellos sin un arma y con una herida de bala tampoco figuraba en ninguna guía de supervivencia.

Y había otra cosa, un miedo que ganaba forma cada vez más en su interior. Creía saber cómo habían entrado los muertos en el edificio.

El Padre Isidro, se dijo. No apagamos la luz lo bastante rápido. Estuvo acechando, y viene. Ya viene.

Frenético, se dio la vuelta y empujó la puerta de otra de las viviendas que se abrió con facilidad. La puerta del recibidor había desaparecido, y en lugar de ésta habían hecho construir un arco de ladrillo visto que le daba un aire moruno. El salón, desprovisto de cortinas, estaba iluminado por la luz que venía de la terraza.

Moses, acusando una grave cojera, buscó alrededor intentando encontrar algo que pudiera servirle como arma. No tuvo suerte sin embargo. Los sofás sólo tenían cómodos cojines, los estantes, delicadas piezas de decoración; los cajones manteles y servilletas de tela, papeles y documentos y un papel de celofán con corazones adhesivos en cuyo interior encontró una preciosa talla de un perro. En la cocina tampoco encontró ostentosos cuchillos, y en la caja de herramientas del armario de la entrada no pudo hallar ni un triste martillo.

Estoy desarmado, jodido, y encerrado como un perro, se dijo.

Y fuera, en el rellano, una voz rota y cruel rompió el silencio.


* * *

– ¡Arriba, más arriba, estúpidos!

El padre Isidro se desesperaba. Conducía sus ejércitos de muertos vivientes hacia la Victoria Final pero no sin un esfuerzo considerable. Los empujaba por las escaleras, pero tropezaban entre ellos y se daban vuelta o caían rodando torpemente con los brazos y las piernas lacios. El sonido del disparo -al menos creía que había sido un disparo, si alguna vez había oído uno- los había puesto tensos, pero no era suficiente.

– ¡Arriba, más arriba! -repitió.

Un zombi se giró hacia él y le gritó en la cara con las venas del cuello hinchadas. Su piel tenía el color de los troncos de los eucaliptos surcada por miles de venas, y sus ojos maliciosos eran de un color blanco intenso. El padre Isidro le dio con el codo en la cara, y el monstruo retrocedió un par de pasos con la boca formando un círculo de sorpresa.

Necesitaba que terminaran el recorrido de la escalera, apenas unos escalones más, un rellano y luego otro tramo, y estarían en el primer piso. Dónde se ocultaban no lo sabía, pero si algo tenía era tiempo. Todo el tiempo del mundo sospechaba. Sentía el exquisito poder sobrenatural de la inmortalidad recorriendo sus venas, y al contrario que los impíos ni siquiera sentía el fastidioso gusano del hambre, o la sed. Nunca había comido demasiado, pero pensar en comida le provocaba ahora un manifiesto rechazo.

Acercó su rostro a uno de los espectros y le gritó al oído. El muerto se puso tenso y sus puños se cerraron, abriendo la boca como sorprendido en mitad de un grito, pero sin decir nada. Lo empujó con un fuerte empellón y empezó a sacudirse, moviendo los brazos como si quisiese quitarse una nube de insectos de encima. A su alrededor se produjo el fenómeno que el padre Isidro ansiaba: los muertos empezaron a excitarse buscando alrededor, sacudiendo las cabezas con las fauces preparadas para morder.

– ¡ARRIBA, SUBID! -gritaba el padre Isidro. Levantó los brazos entre sus huestes como lo haría un líder entre la multitud, y los muertos alzaron sus voces montando una algarabía estridente. La excitación recorrió la hilera de zombis contagiándose unos a otros, y finalmente empezaron a subir los últimos escalones; los muertos marchaban.

Cuando el rellano estuvo por fin invadido el padre Isidro se acercó a la primera de las puertas y probó a empujarla, la hoja giró suavemente revelando el interior sombrío y solitario. No están ahí, pensó el padre Isidro, porque siempre se encierran. Construyen barricadas, se esconden. Siempre escondidos, ratas, fariseos.

Probó con la puerta de al lado y sonrió inmensamente cuando encontró resistencia, pese a que la cerradura estaba desencajada dentro de su caja de madera, como si alguien la hubiera violentado.

Cerrada por dentro. He aquí el misterio que el Señor me muestra.

Sin embargo no intentó nada inmediatamente. No volvería a fracasar. El señor, al fin y al cabo, proporcionaba una infinidad de diferentes senderos para sacar a las ratas de sus madrigueras.


* * *

– Sssssh… -exclamó Branko intentando escuchar tras la puerta. Habían desplazado la estantería cargada de libros de forma que ahora obstaculizaba la entrada. El Secretario, a su lado, temblaba como una hoja al viento.

Estaba profundamente asustado. Al principio Branko le había parecido la persona adecuada a quien pegarse dadas las circunstancias. Era demasiado autoritario y, en ocasiones, un poco obtuso sí, pero ahora casi le daba tanto miedo como los mismísimos zombis, o ese escalofriante sacerdote del que tanto habían hablado. Su forma de enfrentarse a Moses le había resultado en extremo violenta, pero suponía que sus argumentos tenían cierto peso: nunca había pasado nada con el explosivo C4 y llevaba allí desde los primeros días de la fundación de Carranque. Sin embargo, lo del disparo le había hecho reconsiderar toda la situación. Podía entender un accidente, incluso si provocaba la destrucción del hogar de casi treinta personas y a ellos mismos por añadidura, pero un disparo a bocajarro era una cosa distinta, y abandonarlo a su suerte a los zombis era un acto de asesinato y crueldad intolerable.

Sin embargo, cuando cerró la puerta y le dio la orden de ayudarle a desplazar la estantería, a pesar de la oscuridad, vislumbró la locura en sus ojos. Supo en ese momento que si se hubiese negado, Branko no habría dudado en apretar el gatillo dos veces. Así era su Manual de Supervivencia, con sólo dos reglas pulcramente escritas; una era Yo, la otra, Los Demás.

– Hay alguien hablando ahí fuera -dijo Branko.

– ¿Mo-moses? -aventuró el Secretario.

– Moses está muerto. Así está.

Entonces el grito inesperado del padre Isidro les congeló la sangre en las venas. Estuvieron un rato escuchando la cacofonía disonante de gritos, un clamor atroz que parecía ir en crescendo. El Secretario miraba alrededor sintiendo que las piernas le flojeaban. Era consciente de que estaban atrapados, condenados en un brete. Si la rudimentaria barrera de la puerta caía, ¿qué alternativa quedaba? Su mente febril, dibujaba escenas en las que se arrojaba por el balcón perseguido por una horda de muertos que, presos de excitación, se tiraban tras él. Caía entre los espectros que esperaban abajo con las garras levantadas hacia él, y se estrellaba violentamente contra el suelo. Eso, pensaba, sería preferible a ser descuartizado lentamente en vida.

– P-pero ¿y s-si lo dejamos e-entrar, eh? -preguntó el Secretario con un hilo de voz. -Ya… ya debe de haber a-a-aprendido, ¿eh?

– Demasiado tarde -cortó Branko-. ¿No oyes? Ahí fuera está lleno de esos monstruos. Pero estate tranquilo coño, pareces una mujer. Aquí estamos a salvo, ¿no lo ves?

Pero el Secretario no lo veía. Si entre ellos dos habían movido la estantería, los muertos podrían desplazarla hasta la otra punta de la casa si se decidían a entrar. Y había otra cosa, ¿acaso no dijo Branko que escuchó una voz? Jamás se encontró con un solo zombi que dijera nada inteligible.

– Pe-pero… ¿y la voz, cre-crees que puede ser el cura?

– ¿Y qué si lo es? -dijo Branko- ¿no ves que tengo esta pistola? Le meteré una bala en el cuerpo, le mandaré con su Dios.

El Secretario no dijo nada, sintiendo que se encontraba en una especie de antesala del Infierno se sumió en sus propias reflexiones lúgubres sobre la situación. Branko también permaneció callado, escuchando en silencio cómo los muertos evolucionaban al otro lado de la puerta, apenas seis centímetros de hierro y madera. En un momento dado, escucharon un ruido acuoso, burbujeante. Branko frunció el ceño.

– ¿A-a qué huele? -preguntó el Secretario olisqueando el aire.

Branko lo sabía muy bien, y con un rápido movimiento de la mano se aseguró que la pistola estaba preparada.


* * *

El padre Isidro sabía lo que buscaba, y suponía que no sería difícil encontrarlo en cualquiera de las casas de alrededor. En efecto, en una pequeña alacena encontró una garrafa de cinco litros de aceite, y en otra parte halló varios botes de disolvente de pintura, aguarrás, perfumes y acetona. También localizó un trozo de papel y una vieja caja de cerillas en uno de los cajones de la cocina; mucho más de lo que necesitaba para su plan.

Una vez más le complació comprobar cuánto peso podía cargar. Aunque los envases eran, sobre todo, aparatosos, descubrió que podía llevar casi todo en un solo viaje, incluso agarrando la garrafa de cinco litros por el asa de plástico con apenas unos dedos. Lo transportó todo junto a la puerta y allí se aseguró de impregnar bien toda la superficie de la hoja. La garrafa de aceite produjo un ruido acuoso, burbujeante.

Por último, prendió una cerilla y la aplicó al papel que había arrugado formando una tira alargada. Una vez la llama se apoderó de su punta lo acercó a la puerta. No ardió inmediatamente, pero cuando lo hizo, toda su superficie se incendió con una fuerza devastadora. Las llamas lamieron la superficie, agrietando y ennegreciendo la lámina embellecedora y penetrando en la madera. Las jambas se combaron en poco tiempo convertidas en una lámina oscura recorrida por estrías de fuego, y saltaron de sus enganches como si fuesen delgados brazos que imploran clemencia. Las bisagras crujieron comprimiéndose por efecto del calor, y un humo denso y gris empezó a llenarlo todo.

El padre Isidro no se sorprendió de que el humo ni siquiera le hiciera lagrimear.

– Los pecadores se asombraron en Sión -dijo, embriagado por el olor a combustibles y a madera- el espanto sobrecogió a los hipócritas. ¿Quién de nosotros morará con el fuego consumidor? ¿Quién de nosotros habitará en las llamas eternas?

Entre la niebla gris cargada de volutas incandescentes que brillaban ingrávidas en el aire, los muertos parecían entregados a algún baile ritual. Y a modo de respuesta a la cita del sacerdote, aullaron con un lamento agudo y prolongado.

Empezaron a notar el calor casi inmediatamente emanando en suaves ondas desde la puerta. Apenas se hubieron apartado unos pasos, el líquido que se había colado bajo la rendija se incendió con una llamarada azul y fría. Se abrazó a la estantería y empezó a ennegrecer los bordes de los libros arrugando sus esquinas. Pequeñas láminas retorcidas de ceniza comenzaron a ascender perezosamente.

El Secretario entró en pánico. Se llevó ambas manos a la boca mientras retrocedía hipnotizado por las llamas. ¡Agua! decía Branko, ¡hay que apagarlo! Pero no tenían agua, los grifos hacía mucho tiempo que habían soltado su última gota y el único líquido que había en la casa eran algunos zumos y latas de refresco.

Se preparó para el fin. El humo, denso y opaco, se filtraba por cada rendija escapando hacia el interior y ascendiendo hacia el techo donde empezó a llenar la habitación rápidamente, un palio ceniciento y ominoso siempre en movimiento, con la textura gris de una gigantesca y vieja tela de araña. La madera crujió amenazadoramente.

Se retiraron al salón, donde descorrieron la puerta de la terraza para renovar el aire. Branko se asomó brevemente buscando desesperadamente una vía de escape, pero aunque la distancia no era mucha la calle estaba atestada de zombis. Incluso si sobrevivía de alguna forma a la caída quedaría a merced de sus dientes y garras.

– Les haremos frente, ¡aún tengo la pistola! -dijo Branko, pero su voz a oídos del Secretario contenía ya un deje de locura. ¿Cuántas balas podía tener, cinco, menos aún? Con suerte podría detener a unos cuantos, pero el resto pasaría por encima pisando los cuerpos abatidos.

Con lágrimas en los ojos se dispuso a aceptar su destino.

Era el fin.


* * *

El padre Isidro alimentaba las llamas arrojando el contenido de los botes que tenía. Cuando el chorro tocaba la columna de fuego el siseo era estruendoso y el incendio redoblaba su intensidad, oscureciendo el techo con el color negro de la tizne.

Por fin, la puerta se estremeció en medio del vaivén de las lenguas de fuego y cayó hacia atrás. Allí quedó apoyada sobre lo que parecía ser algún tipo de mueble, sin duda el que habían usado para bloquear la entrada. El fragor de la hoguera era inmenso y no se podía ver el interior. Pero el padre no tenía prisa, encontraba satisfacción en ver cómo las llamas evolucionaban devorándolo todo. Ojalá ardiera toda la planta, todo el maldito edificio. Una vez leyó que la Biblia contenía más de quinientas referencias al fuego, y de éstas noventa estaban relacionadas con Dios. La Palabra le decía que cuando Dios actúa es como un fuego consumidor. Y los pueblos serán como cal quemada, como espinos cortados serán quemados con fuego. Y así era, su Dios verdadero era un Dios de Fuego, ardiente como un incendio forestal y no como una llanura de hielo. A Él nunca se le asocia con la luz fría de la luna, sino con la luz radiante del Sol. Su morada es la fuente de luz de los soles nacientes, y las obras que Él hace las realiza con un deseo intenso y con un propósito apasionado.

Como las llamas, dijo fascinado por la fiereza cruel del incendio. Y en ese momento la mitad de la estantería se derrumbó levantando una explosión de cenizas incandescentes, livianos trozos de papel de los libros consumidos que llenaron la sala como extraños insectos luminosos. La puerta quedó por fin paralela al suelo dejando de constituir un obstáculo.

A través del humo, el padre Isidro veía ahora la confusa figura de dos hombres que esperaban a cierta distancia en el salón. Un odio sobrenatural se abrió camino en su mente, y sin darse tiempo a pensarlo, espoleado quizá por el virus Necrosum que excitaba las capas más primigenias del cerebro se lanzó hacia delante. Saltó los dos metros de brasas al rojo vivo a través de las llamas, y aterrizó al otro lado casi a cuatro patas con el bajo de la sotana humeante. De los orificios de su nariz escapaba lentamente el humo que inundaba completamente sus pulmones, y toda su cara estaba contraída por un rictus animal. Su postura recordaba la de un lobo.

El hombre más pequeño dejó escapar un grito de horror que acabó muriendo en su boca, silencioso incluso cuando ésta seguía abierta. El otro le apuntó rápidamente con una pequeña pistola, pero temblaba visiblemente y el disparo pasó volando a escasos centímetros de la cabeza del sacerdote. El tiro no se perdió sin embargo, cruzó el umbral donde las llamas todavía se debatían a media altura y alcanzó a uno de los zombis en el hombro. Éste trastabilló hacia su derecha y giró la cabeza hacia la entrada de la casa profiriendo un gruñido áspero. Los otros se volvieron a su vez, el gesto en sus caras aunque profundamente animal, denotaba sorpresa. El sonido del disparo les marcaba ahora el camino.

Branko volvió a disparar y esta vez le acertó en el pecho, en el lado izquierdo. La tela de la sotana tremoló brevemente a medida que la bala se abría paso a través de la tela rompiendo los tejidos muertos y quebrando el hueso. Pero el padre Isidro apenas lo acusó. Se puso en pie lentamente, una figura alta y delgada con los brazos extendidos hacia abajo y el cabello blanco, ahora grasiento y deslucido, pegado a las mejillas y la frente. La silueta contrastaba con el resplandor de las llamas.

Disparó una tercera bala que le atravesó el cuerpo a la altura del hígado mientras el padre Isidro acortaba cada vez más la distancia. El Secretario salió corriendo hacia el interior de la casa.

No se puede matar lo que no vive -musitó el sacerdote.

Branko ya no pudo disparar más. El padre Isidro alargó las manos con rapidez y rodeó su cuello. La presión fue brutal, le desgarró los cartílagos de la laringe provocándole una severa hemorragia interna. Abrió la boca y dejó escapar un borbotón de sangre que salpicó a su asesino pero no le alivió, los pulmones se encharcaban.

Dejó caer el cuerpo sin vida. Ya sabía lo que ocurriría en un rato, lo había visto infinidad de veces. El proceso podía variar de unos minutos a una hora, pero el resultado era siempre el mismo, el impío volvía a la vida con los ojos blancos de la Marca del Señor.

En ese momento pasaron varios zombis a su lado corriendo frenéticos hacia el interior. Aún había fuego, pero las llamas eran ya bajas y las atravesaron corriendo, estimulados por los ruidos de los disparos. Se perdieron por el pasillo, donde sorprendieron al Secretario a punto de tirarse por la ventana del dormitorio, junto a la cama donde Rafael, aún en estado de shock, miraba al techo mientras contaba con los dedos. Les mordieron y arrancaron pedazos de su cuerpo mientras gritaban llevados a las puertas de la locura, superados por un dolor inenarrable.

El padre Isidro se limpió la sangre de la cara pasando el antebrazo con un gesto distraído y miró al cadáver que acababa de sojuzgar. Ladeó la cabeza para buscar su mirada, después hizo la señal de la cruz pasando su mano por delante de su cara.

– Ego te absolvo a peccatis tuis, in nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti.

Y otra vez, sin darse cuenta, chascó los dientes.


* * *

Moses se había escondido primero en el cuarto de baño, pero otra vez supuso que una puerta cerrada sería la mejor forma de indicarle al sacerdote demente que alguien se ocultaba, y decidió entonces meterse debajo de la cama del dormitorio. No sabía si sus zombis podrían olerle, pero había demasiadas viviendas en el bloque para que el padre buscara en todas las camas, no sólo encima, sino también debajo.

Y tenía miedo. Al oler el humo y escuchar los disparos y los gritos de los muertos, supo que quería vivir. A pesar de todo, todavía había un hueco para la esperanza, y la esperanza tenía por nombre Juan Aranda. Cuando él regresase podría examinar los cuerpos y averiguar quizá cómo habían muerto. Podría buscar el cuerpo de Isabel si estaba por algún lado. Y si no estaba, no le haría ningún favor estando muerto. Tendría que buscarla.

Vivir. Vivir. Se llenó los pulmones de vida, ahora que todavía el aire no se había enrarecido tanto por el humo. La pierna le dolía, y la pernera que había atado alrededor de la herida a modo de torniquete estaba ensangrentada, pero la adrenalina recorría su cuerpo y sabía que eso tenía cierto efecto analgésico. Lo peor vendría después.

La sangre, ¿dejé sangre en la entrada, habrá un rastro que pueda seguir hasta aquí?

No lo recordaba, pero en la oscuridad de la habitación Moses juntó las manos y cerró los ojos rezando a Dios para que le protegiera, que protegiera a Isabel y a todos los suyos, y rezó para que el Escuadrón regresara pronto.

Por favor, Dios, por favor… haz que regresen y protégelos.

Pero en el piso de al lado los muertos aullaron como los perros que barruntan la muerte, y Moses rompió a llorar.

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