La pequeña charla entre Paco y Aranda no fue tan mal como había temido en un principio. Fue un interrogatorio en toda regla, y hubo cuestiones sobre las que se regresó una y otra vez quizá para intentar pillar a Juan en una contradicción. Pero a Juan le sobraban tablas e inteligencia para no ser cogido en una mentira una vez la había inventado, y después de un par de horas Paco quedó bastante convencido de la historia que Juan fue enhebrando poco a poco. No todo fue inventado por cierto, en ocasiones utilizaba porciones de las experiencias que Susana o cualquiera de los otros supervivientes de Carranque le habían contado en uno u otro momento, y las aderezaba con elementos de su propia cosecha.
En algún momento, Paco le preguntó a qué podría dedicarse si decidían que les gustaba y podía quedarse allí, pero Juan detectó inmediatamente un cambio apenas perceptible en su tono de voz, y la diferencia sustancial entre su sonrisa y la de sus ojos que no acompañaba. Paco era el líder, y era evidente que le gustaba serlo, sin duda había detectado que Juan tenía dotes de mando y lo último que a Juan le convenía era hacerle creer que tenía delante a un competidor. Apenas percibió eso, Aranda sugirió que le encantaría encargarse de cualquier tarea sencilla que quisieran darle y que no representara mucha responsabilidad. No llevaba bien tener responsabilidades. Que era un hombre sencillo y solitario y que lo único que quería era tener tiempo para escribir sus memorias sobre el Apocalipsis, por lo que pudiera llegar en el futuro.
Aquello pareció gustarle más, y el resto de la conversación transcurrió con un monólogo interminable donde Paco se prodigó en relatarle experiencias vividas por él, sobre todo en lo que tocaba a las contiendas con los zombis. Según él, fueron los militares quienes los sacaron del aeropuerto civil y los obligaron a trabajar la tierra para plantar verduras y hortalizas para su manutención. Una noche, un grupo de soldados ebrios de alcohol los sacó de la cama y los obligaron a correr por el patio de armas en ropa interior, bajo la lluvia. Un escocés llamado Wiggins no pudo soportarlo más y golpeó a uno de ellos en la nariz, lo acribillaron con sus pistolas durante más de medio minuto hasta que el cuerpo quedó tan agujereado que la cara no era muy diferente del sobaco. Eso les movió a rebelarse.
La historia era en verdad tan diferente a la que Jukkar le había contado que lo escuchó con manifiesto interés intentando encontrar algún signo de sus mentiras, sin resultado. Probablemente se dijo, Paco había repasado ese cuento tantas veces en su cabeza que hacía que sonase verídico. Seguramente una parte de él incluso creía que era cierto.
Desde allí pasaron directamente al comedor. Eran ya las siete de la tarde y aunque Juan no lo sabía, a pocos kilómetros los restos de Carranque humeaban entre islas de fuego y Moses se sumergía en la honda negrura de su propia tristeza en el Álamo.
El comedor estaba bastante lleno, como en Carranque también ellos cenaban temprano para poder dar por terminado el día y no desperdiciar electricidad innecesariamente. Contó unas veinte personas, aunque muchos se marchaban con el estómago lleno y otros seguían llegando. Juan, por su parte, no había probado bocado desde el desayuno así que celebró enormemente el estofado con zanahorias rojas y brillantes que le pusieron por delante. Hasta tenían un pan de arroz que, mojado en la copiosa salsa, resultaba delicioso; y para beber una lata de Capitán Cola.
– Putos militares -dijo Paco sosteniendo la lata delante de su nariz- hasta las latas tienen gradación. -Y todos los hombres sentados a la mesa rieron con ganas la broma, incluso Sombra, con el labio partido que le obligaba a beber de la lata por la comisura derecha.
Hablaron también brevemente de las esperanzas de futuro de la comunidad.
– Mantenemos las cosas en funcionamiento -explicó Paco- es lo que hacemos. Sobre todo el aeropuerto. Todas las mañanas subimos a la azotea y miramos cómo está todo. Esos muertos no duermen nunca, vagan durante toda la noche y acaban en los sitios más inesperados. Puedes irte a la cama una noche y al amanecer haber allí un grupo de esas cosas, arrastrando sus pies como si fueran nonagenarios que han abandonado sus malditas sillas de ruedas. Me ponen los pelos de punta.
– ¿Porqué es tan importante mantener las pistas? -quiso saber Aranda.
– Porque -dijo, girándose hacia él-, estoy seguro de que algún día vendrán los aviones. Esas cosas nos pillaron desprevenidos, pero no me cabe duda de que en las grandes ciudades se trabaja en la reconquista.
– También yo lo creo -respondió Aranda, quien por fin comprendía el motivo de aquella historia inventada sobre la toma de la base y la matanza de militares. Solo había que repetirla suficientes veces para que todo el mundo acabara por reemplazar el recuerdo de lo vivido por lo narrado. No funcionaba del todo por supuesto, pero sí lo bastante como para que, llegado el momento, sonase creíble.
Además, en ningún momento vio a Jukkar, ni se atrevió a preguntar por él.
La hora de dormir llegó cuando el campamento estaba sumido ya en una completa oscuridad. Los hombres dormían todos juntos en un pequeño grupo de bungalows que habían rodeado de una rudimentaria alambrada de retorcido cable. Como protección contra seres humanos era altamente ineficaz, pero supuso que para los caminantes sería imposible de atravesar con sus mermadas capacidades locomotrices. Podía imaginarlos siendo descubiertos por la mañana enredados en los espinos, intentando avanzar con los brazos extendidos recorridos por profundas laceraciones sin resultado. Por un momento, su mente dibujó la imagen horrible de las ropas rasgadas y los trozos de carne muerta que quedaban enganchados en las púas, pero se obligó a sacudir la cabeza y concentrarse en la habitación que le estaban enseñando.
Se trataba de una pequeña habitación en el interior de un bungalow pensado se diría, para un solo ocupante. La entrada daba a un pequeño salón con apenas un sofá apulgarado por la humedad, y la habitación nacía desde allí a través de una puerta sencilla. Tenía una única ventana, pero había sido clausurada con tablones de madera.
– Aquí dormirás -dijo el hombre que le acompañaba. Era enjuto y bajito, y durante la cena descubrió que le llamaban El Rata. Casi prefería no saber por qué. -Yo dormiré en el sofá. Te cerraré la puerta por fuera con pestillo, ¿vale? La confianza
hay que ganársela… Sí, joder, sí.
hay que ganársela. Si necesitas algo golpea la puerta. Tengo el sueño ligero y cualquier cosa me despierta. ¿Quieres echar una meada antes de dormir?
– No, estoy bien muchas gracias.
El Rata asintió y se quedó esperando a que Juan entrara en la habitación. Cuando lo hizo, murmuraron un breve Buenas Noches y la puerta se cerró trayendo la oscuridad. El sonido metálico de un pestillo le llegó desde el otro lado.
Juan se tumbó en la cama que encontró dando pequeños pasos con los brazos extendidos, tanteando con las manos. La cama resultó cómoda y agradeció el descanso porque el día había sido largo y lleno de peripecias, y por un momento temió incluso dormirse. Dobló la almohada varias veces para mantener la cabeza en alto, siempre le había resultado imposible dormir así.
Esperó con los ojos abiertos, aunque la oscuridad era tal que no había diferencia entre tenerlos abiertos y cerrados. No tenía mucha idea de cómo pensaba Jukkar llevar a cabo su plan con El Rata dormitando en la otra habitación. Tengo el sueño ligero y cualquier cosa me despierta, pero desde luego le daría una oportunidad. Era consciente de que arriesgaban sus vidas, pero le tranquilizaba pensar que, en Carranque, el suero con el Necrosum aletargado estaba a salvo. Si hubiera sabido que el doctor Rodríguez estaba tendido en el suelo con una jeringa clavada en el ojo y que su laboratorio estaba enterrado por varios cientos de toneladas de rocas y acero, probablemente habría tenido más cuidado.
Pensaba que había unas cuantas preguntas que quería formularle, una vez hubieran escapado y tuviesen oportunidad. Entre otras cosas quería saber cómo empezó todo. La duda le obsesionaba últimamente, sobre todo en las postrimerías del día, cuando se tumbaba en su cama como ahora, había sido un fenómeno a nivel global con una propagación jamás conocida y unos efectos instantáneos. Ni siquiera las plagas más atroces que habían diezmado la población en épocas lejanas como la Muerte Negra la conocida Peste, habían conseguido lo que Necrosum. ¿Había sido un invento de laboratorio que había ido mal, un ataque químico a gran escala orquestada por enemigos del sistema capitalista, o una mutación de otro virus? Una vez vio un reportaje en la televisión que hablaba de la Avispa Esmeralda, un tipo de avispa que había sido afectada por un agente patógeno hacía cien millones de años y que había aprendido a convivir con él reconvirtiendo su ADN. Ahora era capaz de inocular el virus en las orugas para convertirlas en una especie de zombis, manteniéndolas vivas y a su disposición para alimentar a sus crías. Si la naturaleza tenía esas armas, ¿no podía haber desarrollado algo similar para acabar, de una vez por todas, con esa especie en cabeza de la pirámide alimenticia que tanto daño había hecho al planeta? Pensó en el Ébola engendrándose lentamente en la profunda quietud de las junglas del Congo, en el Ántrax o la Gripe Aviar ¿No sería acaso Necrosum una especie de nuevo y definitivo intento de Gaia el sistema regulador del planeta que tiende al equilibrio, un nuevo Campeón de la Muerte?
Su mente jugaba con esos conceptos cuando un ruido alto e inesperado le hizo dar un respingo en la cama. Tardó unos segundos en identificarlo, era el pestillo de la puerta. Se sentó en la cama sintiendo los intensos latidos del corazón en su pecho, pero la puerta permaneció cerrada.
Es Jukkar. Debe serlo.
Pero otro lado de su mente se entretenía creando oscuras tramas y sembrando la duda.
La confianza. La confianza hay que ganársela, y no se han creído una mierda de lo que les has contado. Aquí vienen, muchacho, aquí vienen. Así es como lo hacen. Por la noche, como con los militares.
Pero el pestillo crujió de nuevo y la puerta se abrió, chirriando ligeramente sobre sus viejos goznes. En el umbral apareció la conocida figura de Jukkar que llevaba un pequeño bote en la mano.
– ¡Jukkar! -exclamó en voz baja- pero… ¿cómo?
– ¡Clorofarma! -dijo el doctor, levantando el bote para que pudiera verlo. -Un grande clásico de película, ahora al servicio de La Resistance.
Y como si fuera una válvula de escape Juan rió de buena gana, deshaciendo al fin los nudos que se habían tejido en su interior desde que abandonara Carranque.
El camino parecía despejado, con las sombras pobladas del cricrí de los pájaros que dormitaban en las altas copas. Ninguno de los dos quiso tomar el arma que El Rata llevaba consigo, una especie de mini-Uzi por lo que podían decir. Ambos sabían, de todas formas, que no serían capaces de usarla si se presentaba la oportunidad.
Abandonaron el bungalow escudriñando la oscuridad con cierta ansiedad, las formas oscuras de los troncos se difuminaban y parecían perder consistencia a escasos metros, donde la noche se los tragaba. Jukkar respiraba pesadamente con la boca abierta, y hacía un ruido parecido al de un jabato, pero aún así bajaron los tres escalones del porche y se alejaron de la zona de edificios camino de la entrada principal. A medida que se alejaban, Aranda fue sintiéndose mejor.
Una vez llegaron al linde del camino descubrieron que podían ver con bastante facilidad. Ahora que las copas de los árboles no obstaculizaban el cielo, se encontraron con una preciosa y gigante luna llena en un firmamento cuajado de estrellas, y caminaron en silencio por el borde de la carretera intentando no hacer crujir la hojarasca. Por fin, cuando tuvieron la verja de entrada a la vista, Aranda se detuvo.
– ¿Qué pasa? -preguntó Jukkar con un susurro.
– Ssssh -cortó Aranda.
Creía haber visto algo por el rabillo del ojo. Miraba ahora a un punto indeterminado de la carretera haciendo trabajar a la vista periférica. Era algo que había descubierto en los primeros días de la infección zombi, cuando sobrevivía en el Rincón de la Victoria y la electricidad se apagó para no volver como la llama de una vela en un vendaval. Si miraba atentamente a un punto en la oscuridad, éste se emborronaba, pero los objetos circundantes parecían cobrar volumen.
Era lógico pensar que Paco había ordenado vigilar las entradas, sobre todo con un misterioso visitante dentro de las instalaciones. Una de las preguntas más recurrentes durante su entrevista regresaba continuamente a ese mismo punto. ¿Has venido solo, has encontrado a otros supervivientes, cómo has llevado la soledad estos tres meses?, ¿has venido en algún vehículo, de qué clase y dónde está?
Sin embargo, después de pasar casi dos minutos en silencio agazapados junto a la carretera amparados por el tronco de un árbol, se convencieron de que no había nadie junto a la verja y empezaron a caminar hacia ella.
Pasaron junto a la pequeña caseta de control agachados bajo las grandes ventanas, pese a que estaban tan oscuras y silenciosas como todo lo demás. Y por fin, se encontraron junto a la puerta deslizante.
– Usted tiene que ayudar -dijo Jukkar, examinando la altura de la puerta deslizante. Eran barras de hierro verticales, gruesas y sin filigranas, sin ningún punto intermedio donde apoyar el pie. Aranda le miró, debía medir un metro ochenta y pesar cerca de los cien kilos, de modo que hacer un cabestrillo con las manos probablemente no serviría de mucha ayuda.
Entonces, una voz que provenía de la izquierda les sobresaltó.
– Quizá esto ayude -era Sombra. Tenía el pie apoyado sobre un cajón de madera, del tipo que se usa para embalaje y transporte de mercancías.
– ¡Marcelo! -exclamó Jukkar sorprendido. Con su acento, su nombre sonaba a algo así como Merselo.
Aranda, instintivamente levantó las manos. Pero Sombra levantó las suyas también mostrando las palmas desnudas.
– No voy armado y no voy a deteneros -dijo.
Aranda y Jukkar se miraron, sin comprender.
– Quiero ir con vosotros -dijo después de soltar un largo suspiro. En la distancia, una gaviota graznó débilmente.
El Rata abrió los ojos en la oscuridad de la habitación. Lo hizo como quien despierta de un profundo sueño y mira confundido el reloj, incapaz de decidir si es primera hora del día o mitad de la tarde. Pero no había ningún reloj. Por un breve instante se creyó todavía en su casa, un pequeño piso que había heredado de sus padres en el barrio de San Andrés. Trabajaba de basurero, siempre emplazado en la parte de atrás de los camiones, y había resultado uno de los trabajos más gratificantes de todos los que había tenido; ¡se encontraban tantas cosas interesantes en la basura! Pero luego la realidad volvió como un martillazo, destrozando la escena onírica que había formado en su mente en mil pedazos. Cada uno de esos trozos reflejaba ahora imágenes mezcladas de zombis con las bocas abiertas y las manos ensangrentadas, y la verdad de su situación se abrió paso en su mente. Ah, coño, pensó, todavía es esta mierda.
No tenía ni idea de cuánto había dormido ni cuánto faltaba aún para el amanecer, pero no recordaba haber caído dormido tan profundamente desde hacía más tiempo del que podía recordar. Había tenido un sueño extraño. Caminaba por un maltrecho puente de madera por una especie de pantano sombrío. Los charcos de lodo a su alrededor formaban pompas de aire que luego reventaban y dejaban escapar unas esporas del color del puré de patatas. Éstas se mecían en el aire, ingrávidas, y caían a su alrededor formando una espesa manta de aspecto fungoso. Cuando una de esas esporas caía sobre él, dejaba una mancha desvaída con úlceras sangrantes, como la piel que en ocasiones había visto en algunos de los muertos y él quería chillar, pero el único sonido que llegaba hasta sus oídos era el pof, pof de las burbujas en el barro.
Joder, qué sueño de mierda, pensó mientras se incorporaba en el sofá. Quería un poco de agua, pero no había traído ni una triste cantimplora consigo y todos los lugares donde conseguirla estaban a buena distancia. Ni de coña voy a dejar a éste solo, se dijo, Paco me cortaría mis jodidos huevos.
Se dio la vuelta y se quedó mirando con absoluta perplejidad la puerta de la habitación. Estaba abierta, y las sombras del interior le saludaron con una promesa de condenación. Se lanzó precipitadamente hacia el interior desplazando violentamente el sofá a su paso, pero la visión de la cama vacía le hizo darse la vuelta con la misma rapidez con la que llegó.
Me va a pelar, murmuraba su mente, me va a echar cal viva en la raja del culo y a tender mis tripas al Sol. Pero aún así, El Rata corrió fuera para dar la voz de alarma.
– Marcelo es de los mejores hombres aquí -exclamaba Jukkar en ese momento. Pero Aranda divagaba entre ideas muy diferentes.
Es demasiado fácil. Las cosas nunca son tan fáciles. Hasta la escapada con cloroformo parece sacada de Novelas de Detectives. Apuesto a que Marcelo es un topo. Quieren ver dónde voy, quieren que les lleve, que les lleve a Carranque para Dios sabe qué.
– Pero… ¿por qué, Sombra? -preguntó al fin intentando mantenerse a flote en un mar de dudas.
Sombra se encogió de hombros.
– No lo sé, tío -dijo jugando con uno de los bolsillos del chaleco. -Aquí se vive bien, pero siempre que hagas lo que dice Paco. Es… es un tío mu chungo, ¿sabes? Tiene las entrañas podridas como decía mi madre, y eso no se cura nunca. Se puede cambiar en algunas cosas, como cuando te casas y dejas de hacer ciertas tonterías, pero eso… esa maldad… eso se lleva dentro. Cuando se enteró de que te había dejado solo con el doctor me tumbó de una hostia. Así es como dirige esto. Siempre es así. Y lo que hicimos, volamos los barracones y los matamos a casi todos. A los militares me refiero. A los últimos, los que se rindieron, les pasamos el cuchillo a degüello. Luego tuvimos que perseguir y volver a matar a muchos de ellos, incluso a algunos compañeros que habían vuelto a la vida. Muchos de los hombres que hay aquí disfrutaron aquella noche, y si se presentase la oportunidad, volverían a hacerlo.
"Yo no quiero esa vida, he visto en tus ojos que guardas secretos, pero mi madre no tuvo hijos tontos y sé calar a la gente, y creo que estás hecho de otra pasta. Creo que eres de ese tipo de personas que merece la pena tener al lado, si alguna vez he visto alguno.
Aranda tardó un rato todavía en procesar sus palabras, pero cuando iba a decir algo, Jukkar se adelantó batiendo palmas tan quedamente como pudo.
– ¡Bravo, Marcelo! Yo piensa que tú has elegido muy bien.
– De acuerdo, tío -dijo Aranda por su parte- pues acerca esa caja porque nos vamos de aquí.
Sin embargo, entre los árboles distantes empezaron a encenderse luces. Primero un tímido haz de linterna que barría la oscuridad, luego luces de neón que se encendían a intervalos irregulares. Permanecieron expectantes ante la visión del campamento que despertaba, hasta que Sombra los sacó de su ensimismamiento.
– ¡Tenemos que irnos ya, os están buscando! -dijo Sombra con un deje de nerviosismo en la voz.
No añadieron nada más, empujaron el cajón hasta la valla y Jukkar empezó a encaramarse encima. Aranda lo detuvo.
– Es mejor que vaya yo primero, profesor -dijo- por los zombis.
– ¡Oh!
Juan saltó la verja con facilidad sirviéndose de la caja. Apenas sus pies hubieron tocado el suelo al otro lado, echó un rápido vistazo alrededor. A la luz de la luna, las formas de los coches dispuestos a lo largo de la carretera parecían féretros de voluminosas dimensiones, silenciosos y vacíos. Era difícil distinguir a los caminantes entre vagas siluetas bañadas en un tinte azulado, pero esperó a algunos pasos de la puerta con ojo atento.
Al otro lado, Jukkar y Marcelo empezaban ya a escuchar apenas un murmullo lejano donde, de vez en cuando, despuntaba alguna voz dando órdenes.
– ¡Deprisa, doctor! -apremió Sombra.
Jukkar sorteó el obstáculo como pudo, sin mucha elegancia, pero consiguiendo el objetivo de pasar al otro lado. Cayó detrás de Aranda, y aunque al principio se sintió aliviado por haber escapado del control de Paco ysus hombres, la visión de la carretera y el campo abierto del otro lado le trajo un nuevo abismo de terror. Estaba finalmente ahí, donde los zombis campaban asus anchas y podían echársele encima. Donde la gente moría desgarrada.
Unos segundos después, Sombra caía resueltamente entre ellos. También él echó un vistazo rápido a su alrededor, inquieto. No había vuelto a pisar el suelo fuera de la base desde el día que acudió al aeropuerto para tomar un vuelo fuera de España y cerraron el servicio que ya nunca se reanudaría.
– ¡Bueno! ¿cuál es el plan? -preguntó.
– ¿El plan? -preguntó Aranda-, ¡correr!
– ¿Correr? -exclamó Jukkar súbitamente aterrado. -Yo puedo correr cien metros, ¡no más!
– Pero, ¿cómo llegaste hasta aquí? -quiso saber Sombra. Los ruidos de las voces estaban ya a poca distancia.
– ¡Te lo dije! En una moto, ¡ahora no podemos usarla! Atraería demasiado la atención de los zombis.
– ¡En una moto! -repitió Sombra, atónito.
– Crucemos al otro lado de la carretera -exclamó Aranda señalando la extensa parcela de terreno baldío que tenían a la vista- nos perderemos allí, al menos no nos pegarán un tiro por la espalda. ¡Vamos!
– ¡Esto es locura! -soltó Jukkar mirando nerviosamente atrás y también a los lados.
– Pues toma, coño -dijo Sombra entregándole algo que no pudo ver muy bien. Cuando sintió el peso, el volumen, y el frío del metal en su mano, supo de qué se trataba.
– ¡Mi pistola!
– ¡Pero vámonos ya!
Y echaron a correr sintiendo que se adentraban en las vastas planicies del Hades. Alrededor, muchos ojos muertos se giraron para mirarles, y un pequeño destello de lucidez se abrió camino en sus cerebros muertos: ¡Vivos!