Desaparecer no fue tan fácil como Aranda había imaginado. Corrían campo a través, sí, pero en la medida de las posibilidades de Jukkar que no eran muchas a decir verdad; respiraba con dificultad y más que avanzar, se bamboleaba dejando los brazos lacios a ambos lados. Juan llegó a pensar que aquel hombre había estado anclado a su silla no solo los últimos tres meses, sino desde que pudo coger un libro de medicina y leerlo.
– Ei voi… tehdä sitä… enää -decía entre intensos resoplidos. Ni Aranda ni Sombra tenían remota idea de lo que decía, pero tiraban de él y lo animaban continuamente.
– ¡Vamos, doctor! -decía Sombra.
– No puede más -dijo Aranda, preocupado. Era de noche y no podía ver su rostro de un rojo encendido, la boca abierta como si quisiese beberse todo el aire del mundo y los ojos abiertos de par en par, pero aún así sabía que el doctor estaba al borde de un colapso.
– Descansaremos, ¡al suelo!
Jukkar cayó a plomo sobre la tierra húmeda por el rocío de la noche, y allí se dio la vuelta en un último esfuerzo supremo para quedarse respirando como un pez monstruoso bajo la luz de la luna. Aranda aprovechó para otear en la distancia.
– Creo que nos hemos alejado bastante, y no parece que nos sigan -dijo.
– No sé si Paco se arriesgará a salir fuera por el doctor -comentó Sombra-. Era un paranoico de la salud, es verdad, le preocupaba que alguno de nosotros acabara convirtiéndose en una de esas cosas y nos hacíamos chequeos todas las semanas, pero creo que salir al exterior le da aún más miedo.
– Puede que todavía no sepa lo de Jukkar.
– Oh tío, es verdad. Eso sería bueno, muy bueno. Nos dará más tiempo del que necesitamos. No nos buscará aquí por la noche, y no se atreverá a sacar las linternas. La luz atraería a esos monstruos como a las polillas.
Aranda asintió.
– Por la mañana estaremos lejos, espero -dijo pensativo.
– ¿A dónde iremos?
– Vamos con mi gente, Marcelo -soltó Juan, decidiendo que era hora de sincerarse con él. A su lado, Jukkar, con la frente cubierta de sudor recobraba poco a poco el aliento.
– ¿El qué?
– Vengo de un campamento de supervivientes, en Málaga. Somos casi treinta personas, y nos va bien.
Sombra no contestó inmediatamente.
– Guau -dijo al fin-. ¿En serio?
– Sí, claro.
– ¿Por qué no lo dijiste antes?
– Porque, la confianza, hay que ganársela.
– Qué hijo de puta -dijo riendo.
Esperaron todavía un rato más hasta que Jukkar dijo estar en condiciones de continuar. En verdad se habían alejado bastante de la base aérea y de los caminantes de la autopista, y acordaron que avanzarían sin recurrir a la carrera, de forma que pudieran avanzar de forma continuada. El trozo que tenían que atravesar pasaba por el medio de un polígono industrial, y eso significaba muertos vivientes, así que de todas formas tendrían que poner toda la concentración en estar alerta.
Mientras caminaban empezando ya a acusar el frío de la noche, Aranda miraba la ametralladora que Sombra traía consigo.
– Supongo que no tengo que decir que esas cosas te salvan solo de los primeros zombis -dijo Aranda señalando el arma.
– ¿Esto?
– Los primeros disparos pueden sacarte de un apuro, pero el sonido atraerá sobre ti a todos los caminantes de un kilómetro a la redonda. Acabarás el cargador y no habrás podido librarte de ellos.
Sombra levantó el arma como si reparara en ella por primera vez.
– Ah joder, lo tendré en cuenta.
Mientras tanto el reloj marcaba las dos y cuarto de la madrugada, y a sesenta kilómetros de distancia, Isabel y los niños escapaban de la Casa del Miedo. La brisa se había convertido ahora en un racheado viento frío que traía el aroma penetrante de la marisma que quedaba no demasiado lejos, hacia el este. A medida que avanzaban hacia la ciudad, sin embargo, el olor se mezclaba paulatinamente con el desagradable tufo de las aguas estancadas del Guadalhorce. Cuando quisieron darse cuenta, tuvieron el centro comercial Decathlon a la vista.
– Nos hemos desviado -dijo Aranda- tenemos que volver a la carretera, tenemos que ir a los estudios de Canal Sur primero.
– ¿Canal Sur? -preguntó Jukkar, quien hablaba ahora por primera vez como si hubiera estado atesorando el aliento que la caminata le restaba.
– Era mi plan original -dijo Aranda-. ¿Vosotros estabais atentos a la radio?
– ¿La radio? Ah bueno, al principio sí, luego nos cansamos de escuchar ruido y decidimos utilizar las pilas para otras cosas. No teníamos tantas.
Aranda tardó un rato en contestar.
– Bueno, espero que los otros supervivientes no hayan desistido. Quiero mandar un mensaje desde los estudios, si ello es posible.
– ¿Un mensaje, qué vas a decir?
Ésa era una buena pregunta. Había estado concentrado en llegar hasta allí, quizá para convencerse al fin de que su plan era descabellado, pero no había dedicado mucho tiempo en pensar cuál sería el mensaje. No esperaba mucho de todas formas; había demasiadas incógnitas en la ecuación para que cuadrase, la electricidad, manejar el sistema, los repetidores de la señal.
Pensó por unos instantes antes de hablar.
– Quisiera decir a todo el que esté a la escucha dónde está el campamento de Carranque para que intenten llegar allí. Que usen las alcantarillas, los muertos no las usan y es una excelente manera de desplazarse de un sitio a otro. Decirles lo que hemos descubierto, también que hay esperanza. Puede que el Ejército esté a la escucha, puede que en alguna parte haya gente como Jukkar trabajando y envíen a alguien. No sé qué alcance conseguiremos, pero al menos creo que podremos cubrir Málaga. A los que estén cerca les diré que hagan señales en el aire, humo, bengalas, lo que sea. Que yo iré a ayudarles, y si todo va bien otros como yo vendrán después. Que queda esperanza.
– Es buena idea -exclamó Jukkar. Y parecía que iba a añadir algo más cuando Sombra se detuvo, extendiendo el brazo hacia su derecha para indicarles que no siguieran avanzando.
– Mirad -dijo en un susurro-, ahí en frente.
Siguieron la dirección de su mirada, pero tardaron unos instantes todavía en ver lo que les indicaba. Era un zombi desde luego, y estaba de pie al lado de una farola, entre los primeros edificios que veían después de la parcela sin urbanizar. El espectro dejaba colgar los brazos y mantenía el cuerpo ligeramente encorvado. Aunque no podían verlo con claridad, les daba la sensación de que se mecía ligeramente como lo haría una delicada flor bajo el empuje del viento nocturno.
Era, de todas formas, un momento que habían estado esperando.
– ¿No os pone la piel de gallina? -preguntó Sombra. -Me pregunto si pensarán algo ahora que… -pero no pudo terminar la frase.
– No no no, ellos ya no pensar -explicó Jukkar súbitamente excitado. -Eso es comprobado por nosotros. Partes del cerebro que todavía estimulados son esenciales, muy básicos, muy antiguos. Controlan movimiento, controlan de reacciones, de hambre. Por eso ellos persiguen a nosotros como todos animales tienen instinto de comer sus presas. Pero no pensar.
– Es fascinante -comentó Aranda. -Estoy deseando que conozca al doctor Rodríguez. Pero bueno, ahora tenemos que estar atentos; a partir de aquí todo es cuesta abajo.
– ¿Cómo lo haremos? -quiso saber Jukkar.
Era una buena pregunta. Aranda, por su parte, sabía lo que harían cuando atravesaran el río: sumergirse bajo la ciudad en la providencial red de alcantarillado. Con un poco de maña, podrían orientarse para llegar hasta Carranque con relativa seguridad. Pero hasta entonces aún tenían que recorrer algunos kilómetros.
– Esperad aquí -dijo Aranda entonces dirigiendo sus pasos hacia el zombi.
Sombra y Jukkar esperaron expectantes. Uno, porque no sabía qué demonios pensaba hacer aquel hombrecillo joven con la mirada profunda venido del corazón del Infierno Zombi, sin más armas que una pistola con casi todas las balas; el otro, porque deseaba presenciar el pequeño milagro que le había sido relatado.
– ¿Qué va a hacer? -preguntó Sombra. -Me cago en la hostia, ¡va directo hacia él!
Así era. Aranda caminaba resueltamente hacia el muerto viviente pero éste parecía no haberle visto todavía; continuaba meciéndose con aire ausente.
– Dios mío -exclamó Sombra adelantándose un par de pasos. Jukkar le cogió del chaleco para retenerlo.
– Tú espera ahora -dijo con su marcado acento extranjero.
Aranda llegó hasta donde estaba el muerto viviente y se puso a su lado. Sombra le miraba incrédulo, no había visto algo así en su vida. A veces bastaba para que un muerto te divisara desde la distancia para que empezara su lenta pero inexorable persecución. Luego, Aranda miró alrededor y pareció encontrar lo que buscaba: una puerta que no estaba cerrada y que pudo abrir con solo girar el pomo. Una vez la tuvo abierta, se acercó al espectro y lo tomó del brazo conduciéndolo hasta el interior. Parecía una escena mucho más común de lo que era en realidad, porque el zombi se movía como un borracho ayudado por un amigo, cruzando las piernas y pareciendo a punto de caer.
– Cristo -dijo Sombra.
– ¡Increíble! -añadió Jukkar, fascinado por lo que veían sus ojos.
Por fin, Aranda cerró la puerta dejando al espectro fuera de la vista. Les hizo señas con la mano para que se acercaran.
– ¿Qué cuernos? -exclamó Sombra una vez estuvieron los tres juntos otra vez. Jukkar miraba a Juan como si acabara de vomitar bolas de fuego.
– Este era mi segundo secreto -explicó Aranda encogiéndose de hombros-. Los muertos no pueden verme.
Otra vez relató la historia de Necrosum sometido en el interior del cuerpo del padre Isidro, y de cómo él había sido inoculado con el suero con resultados, por el momento, muy satisfactorios.
– Si todo va como está previsto, pronto todos podremos caminar entre los muertos.
– Pero eso es -exclamó Sombra, sin encontrar palabras para expresar la magnitud de lo que ese concepto representaba.
– ¡Su sangre! -dijo Jukkar, alborozado-. ¡Más valiosa que ningún oro! ¡Pintaremos los escudos con su sangre, in hoc signo vinces!
– Así que hay una solución después de todo -murmuró Sombra todavía asimilando la idea- tío, menos mal que no le comentaste eso a Paco. Te habría atado a la pata de su cama. Se habría comido tu cerebro, si eso pudiera hacerle tener lo que llevas dentro.
Aranda rió.
– No creo que funcione así, pero sí, probablemente lo hubiese hecho de todos modos. ¡Pero pongámonos en marcha! Queda mucho camino por delante y es mejor enfrentarse a lo que venga antes de que estemos más cansados.
A Sombra le gustaba Aranda, y siempre había simpatizado con Jukkar. Era fácil llevarse bien con el profesor porque era un hombre agradable y sencillo, y su particular forma de hablar resultaba divertida. Aranda, por su parte, tenía un carisma especial. Llevaban juntos apenas unas pocas horas, pero de alguna forma se sentía ya más cómodo con él que con la mayoría de los compañeros de la base. Con ellos resultaba complicado no estar en tensión constante, así que poco a poco, sin apenas darse cuenta, había modificado su forma de hablar y de actuar para integrarse.
Era como en los tiempos del colegio, solo que a un nivel más atroz. Pasó toda su adolescencia en un internado alejado de su hogar porque su madre padecía terribles procesos de depresión. Nunca superó lo de su padre; él era cirujano y un día tuvo que atender a un hombre que había sido disparado en el hombro. Tenía SIDA. La bala no estaba muy profunda, y creyó que podría sacarla introduciendo los dedos. Pero la bala estaba reventada y sus bordes afilados como cuchillas. Algunos médicos lo llamaban una Garra Negra, pero su padre no lo conocía: se cortó y se contagió en el acto. Murió dos años más tarde consumido y ceniciento, en el mismo hospital donde había trabajado toda su vida.
Su madre nunca volvió a ser la misma; se marchitó y se apagó como una flor que nace temprana y es sorprendida por el frío. Marcelo fue internado, y creció taciturno y afectado por una pena demasiado honda como para poder siquiera entenderla. El colegio le superó, los dos primeros años al menos; luego aprendió a manejarse, a actuar, granjeándose la amistad de las personas equivocadas -los tipos duros, los que te estampaban la cara contra la pared del pasillo cuando la testosterona armaba su particular revolución un día sí y otro también.
La vida lo condujo por callejones anónimos, de un trabajo a otro. Los años pasaban deprisa, anodinos. La vida normal murió el día que los zombis empezaron a ser cada vez más numerosos en las calles. La infección se propagaba atendiendo una clara progresión geométrica: todos los que morían volvían a la vida y se unían a las filas de los atacantes. La Policía y la Guardia Civil se vieron del todo superados; los cargadores se acababan, y las contiendas cuerpo a cuerpo acababan invariablemente con la victoria de los muertos. Las calles se llenaron de gritos, el asfalto de sangre, y el cielo de humo y fuego.
El tráfico se colapsó completamente en pocas horas y los accesos a las autovías se llenaron de vehículos; la mayoría bloqueados, algunos siniestrados. El día clave en el que Málaga cayó, Marcelo regresaba de Torremolinos. Nunca tuvo una posibilidad real de volver a la ciudad. Para entonces ya sabían de la Pandemia, por supuesto, porque todos los medios no hablaban de otra cosa desde hacía días. Las noticias se agolpaban, se desmentían, la señal de las emisiones se perdía inesperadamente y cuando volvía mostraba un ángulo torcido del suelo, sin nadie que operara ya la cámara. En las últimas dieciocho horas se dijeron cosas como "Buenos Aires no responde", "Lima ha caído" o "Río de Janeiro es pasto de las llamas" ya con cierta languidez indiferente. Incluso se habían dado casos en la ciudad en días anteriores, pero era la primera vez que los malagueños eran expulsados de sus casas, que los muertos corrían por las calles ensangrentados y enfurecidos.
En la entrada a Málaga, a la altura del cruce del aeropuerto, la gente se bajaba de los coches comentando entre sí: ¡los muertos, los muertos están por todas partes! ¡Málaga, han tomado Málaga! La confusión y el terror que se dibujaba en sus caras era espeluznante. Una madre pasó corriendo a su lado con una niña pequeña en los brazos, y Marcelo, con un nudo en el pecho, supo que no tendrían ninguna oportunidad. Te podías esconder, pero los muertos no tenían necesidades básicas y los vivos sí; si no tenías suerte, tarde o temprano el hambre o la sed te hacían salir, y no se sobrevive en una ciudad llena de muertos vivientes. Era el principio de las normas del asedio, y eran crueles.
Se corrió la voz de que la gente estaba huyendo hacia el mar en cualquier bañera que pudiera flotar, así que él y otros muchos decidieron ir al aeropuerto que quedaba a poca distancia. ¿Dónde está el Ejército? preguntaban unos mientras caminaban hacia la terminal; una interminable procesión de personas con los corazones encogidos y mirando temerosos a todos lados. El Ejército ha cerrado la ciudad, decían otros. Efectivamente, el sonido lejano pero inconfundible de las ráfagas de ametralladora les llegaba traído por el viento, desde algún punto indeterminado. ¡Están disparando contra civiles! decía el rumor que estaba en boca de todos. ¡Al aeropuerto, nos rescatarán en el aeropuerto!
Pero no acudió nadie.
El trayecto hacia Canal Sur no fue tan accidentado como esperaban. Caminaban despacio entre los edificios atentos a todos los rincones, pero el número de zombis por allí era escaso; los polígonos cerraron sus puertas antes de que todo se fuera a pique y eso propició que no hubiera mucha gente por la zona. Cuando encontraban uno era en un estado de aletargamiento profundo, y les bastaba con pasar agazapados por detrás de los coches cuando los había. En otras ocasiones, Aranda los empujaba hasta un callejón, fuera de la vista, y eso era suficiente.
La cosa cambió cuando quisieron regresar a la autopista, a la altura del cruce del aeropuerto. El tráfico colapsaba todos los viales y los muertos se paseaban entre los vehículos como celosos guardianes de sus otrora posesiones materiales. Observaron durante un tiempo agazapados tras una esquina, y decidieron que no podían pasar por allí.
Regresaron entonces por entre las estrechas callejuelas del Polígono Villa Rosa, caminando por las aceras cubiertas de basura, papeles y plásticos que el viento había ido acumulando pacientemente. Diez minutos más tarde llegaban por fin a las puertas del aparcamiento de Canal Sur. Curiosamente, la verja de entrada estaba abierta.
El olor los atacó tan pronto pusieron el pie en la entrada. Era como si los mismísimos vapores del Infierno se hubieran apropiado del edificio, contaminándolo todo. Sombra vomitó parte del estofado de la cena y todavía se estremeció unas cuantas veces castigado por fuertes arcadas. Jukkar era el que menos acusaba la pestilencia, gracias a los años que había pasado trabajando con cadáveres debido a su trabajo.
– ¡Hostia puta! -soltó Sombra, sujetándose el estómago con una mano.
– Cuidado -dijo Aranda- mal olor igual a cadáveres. Cadáveres, igual a zombis.
– ¿Crees que aquí podré usar mi arma? -preguntó Sombra, pasándose una manga por la boca.
– Como último recurso. No creo que pueda retener una horda de muertos si salen de esas habitaciones y pasillos. Pero quizá pueda hacer algo si los encontramos poco a poco.
– La hostia -soltó Sombra con sencillez.
– Pero, ¿electricidad? -comentó Jukkar.
– Precisamente estos sitios disponen de generadores de emergencia que responden inmediatamente a un corte, imagina que se va la luz en mitad de un programa de televisión -dijo Aranda.
– Vale -dijo Sombra, pensativo- pero, ¿qué pasa con los repetidores? Están enganchados a la red eléctrica, ¿crees que quizá funcionen con energía solar?
– Ésa es mi esperanza -contestó Aranda. -Pero busquemos primero los generadores, ¿dónde deberían estar?
– No creo que estén fuera, busquemos en algún sótano o sala de mantenimiento.
Se decidieron a tomar el único camino plausible, un pasillo distribuidor lo bastante ancho para que los tres caminaran en línea. El suelo de mármol devolvía el eco de sus pasos a medida que avanzaban, y aunque nadie lo dijo, todos lamentaron no haber tenido la precaución de incluir una linterna en los bolsillos.
Tras un recodo encontraron un salón distribuidor de dos alturas, iluminado gracias a la luz de la luna que se filtraba por una amplia claraboya circular en el techo. Aranda observó que no había ningún indicio de Pandemia, ni cristales rotos, ni rastros de sangre o muebles desplazados. Había aprendido a fijarse en esas cosas para reconocer cuándo un sitio era seguro o no. Además, el olor no era ahora tan desagradable; o habían dejado atrás la causa que lo provocaba o bien su sentido del olfato no podía ya absorber tanto aire insalubre.
También hallaron unas escaleras que nacían desde el distribuidor. Había una cadenita que cruzaba el hueco de lado a lado, y allí pendía un cartel con un simple mensaje: ÁREA DE SERVICIO PROHIBIDO EL PASO.
– Que me jodan si no debe ser esto -comentó Sombra.
Aranda pasó primero, por lo que pudieran encontrar. Accedieron así a un pasillo donde difícilmente podían ver algo. Jukkar chocó contra algo que produjo un ruido inquietante, y sin ser conscientes de ello todos mantuvieron la respiración a la espera de lo que el sonido podría traer a continuación. No ocurrió nada, no obstante y gracias al tacto, Sombra anunció que habían chocado simplemente con un cubo de fregar y su palo.
La oscuridad era asfixiante, casi palpable. Tanteaban las paredes con las manos y otra vez se les unió el ruido grave y pesado de la agitada respiración de Jukkar.
– Nunca daremos con eso -protestó Sombra- podría estar aquí mismo y no… ¡oh, coño!
– ¿Qué pasa? -preguntó Aranda, recorriendo la oscuridad con los ojos ciegos.
– Joder, ¿seré estúpido?
Tras unos breves instantes escucharon un ruido como el de una rueca oxidada, y en algún punto se produjo una llama que pareció colgar en mitad de la oscuridad. Sus rostros se hicieron visibles.
– ¿Tenías un mechero, tío? -preguntó Aranda.
– Joder, se me había olvidado. Antes fumaba, hasta que el tabaco se agotó en el aeropuerto. No duró mucho a decir verdad. Fumaba Sombra, por cierto. Casi dos paquetes diarios. Ahora ya sabes por qué me llaman así.
– ¡Oh, bueno! -rió Jukkar.
Supieron entonces que estaban en mitad de un rudimentario pasillo. Por encima de sus cabezas pasaban varias tuberías, y a ambos lados había puertas sin hoja que conducían a unas pequeñas habitaciones. En una de ellas encontraron unas viejas máquinas de las que salían más tuberías, pero no tenían aspecto de ser generadores eléctricos. La otra sala tenía estantes llenos de productos de limpieza, cajas de algo que parecía papel, rollos de papel higiénico y botes de pintura.
Sombra tenía que apagar la llama de vez en cuando porque el yesquero se sobrecalentaba y hacía que el pulgar le ardiese.
Finalmente, localizaron una habitación de gran tamaño justo cuando pensaban que el corredor de mantenimiento se agotaba. Allí vieron primero un enorme cuadro eléctrico distribuido en varios armarios con etiquetas cuidadosamente serigrafiadas: LUCES 3, LUCES 5, ANFI 4, CC A, CC B… pero todos los conmutadores parecían estar encendidos.
Luego, en el otro extremo de la sala, encontraron una máquina que Aranda reconoció inmediatamente porque se parecía muchísimo a los que tenían en Carranque.
– ¡Es esto! -dijo.
– ¡Hostia! -soltó Sombra. -Hoy todo sale bien.
Examinaron la máquina en apariencia simple. Sombra localizó la alimentación de combustible.
– Esto es lo que tenía que fallar -dijo con cierta amargura. -Está más seco que el cerebro de esos zombis.
– Creo que cuando se fue la luz, esta cosa estuvo funcionando hasta el final -dijo Aranda.
– ¿Crees que podríamos sacar combustible de los coches de ahí fuera? -preguntó Sombra.
Jukkar, que había estado dando vueltas por la sala aprovechando los momentos en los que la llama del mechero estaba encendida, los llamó desde uno de los laterales.
– ¡Eso no será necesario! -exclamó. -¡Mirad! -y cuando fueron hasta él se encontraron con unos estantes llenos de garrafas de combustible; el líquido oscuro brillaba tras el plástico a la luz de la llama.
Llenaron el depósito completamente usando cinco garrafas de diez litros, y después no supieron qué más hacer. Fue Jukkar quien trasteando con un pequeño panel de mandos, consiguió arrancar la máquina. Ésta crepitó y vibró terriblemente, protestando tras tres meses de completa inactividad. El olor a quemado impregnó el aire casi al instante y por un momento pensaron que algo iba mal; pero luego la máquina descendió a un ritmo más suave y el olor pasó. Después de unos instantes, las bombillas del techo empezaron a arrojar una luz tenue, anaranjada, hasta que su intensidad fue creciendo poco a poco. La luz había vuelto.
– ¡Magnífico! -aplaudió Jukkar. Aranda y Sombra también sonreían con los dientes resplandeciendo en la suave tiniebla dorada de la estancia.
Pero entonces les llegó el sonido nítido y espeluznante de un alarido, tan estridente y desgarrado que les heló la sangre en las venas; luego sobrevino un segundo, que se impuso al primero como si llegase de algún punto más cercano. Sombra dio un respingo, mientras los gritos se prolongaban en la distancia.
– Parece que hemos despertado a algunos colegas -dijo, sin apartar la vista del pasillo de entrada.
– Ahora es importante mantener la calma -pidió Aranda. -No son tan duros, pero juegan con la ventaja psicológica del terror. Así es como te cogen. Recordad que somos tres, estamos armados y tenemos una carta especial.
Asintieron y se dispusieron a abandonar los túneles de mantenimiento. Antes de salir al exterior, Aranda tomó el palo de la fregona y lo sopesó con ambas manos. Era de madera y probablemente contase con algunos años a su espalda a juzgar por las manchas oscuras en el mango; pero eso le gustó, porque las de plástico si bien eran más livianas, no eran tan resistentes.
– ¿En serio vas a usar eso? -preguntó Sombra.
– ¿Por qué no? -contestó Aranda, retirando el mocho. -No irán a por mí, así que puedo retenerlos con esto y puedo empujarlos.
Sombra se encogió de hombros, pero sostuvo su fusil ametrallador con ambas manos como para asegurarse de que al menos, contaran con un arma de verdad.
La sala con la gran claraboya en el techo estaba iluminada por las pequeñas luces de emergencia que se distribuían irregularmente por las paredes, cerca del techo. Eran en extremo tenues, pero suficientes para apartar las sombras de casi todos los rincones. La caja de plástico que las recubría tenía tonos verdosos que contagiaban la luz, tintándola; eso daba a la sala una apariencia fantasmagórica que les provocó una extraña sensación de desánimo.
En ese momento escucharon un atronador retumbar en el piso de arriba. Los cristales cimbrearon en sus guías, y Jukkar dejó escapar una exclamación de sorpresa en finlandés que nadie más entendió. Miraron el techo, instintivamente, pues el sonido parecía venir de algún lugar sobre sus cabezas.
– Eso ha sonado como si hubiesen derribado una estantería entera -comentó Sombra.
Pero continuaron avanzando, si bien más despacio de lo que lo habían hecho hasta ese momento. Cada esquina y cada puerta entreabierta suscitaban mil inquietudes, y de tanto en cuando les llegaba el sonido de algo que parecía una silla arrastrando sus patas por el suelo, o un cimbreo metálico, o un gruñido ronco, breve pero intenso. Aunque era Sombra quien llevaba el arma, Jukkar se pegaba tanto a la espalda de Aranda que parecía querer encaramarse sobre él.
Anduvieron todavía un buen rato perdidos, intentando encontrar el estudio de la emisora. Una de las estancias contenía varias cámaras de un tamaño gigantesco, cubiertas por lonas de tela. Sus cabezas móviles enfocando el suelo les hacía parecer ingenios mecánicos dormitando en la penumbra. Finalmente, en mitad de un corredor encontraron una puerta que decía escuetamente: ESTUDIO A. Dentro, encontraron una pequeña sala de espera iluminada por unos neones en el techo.
– ¡Es esto! -exclamó Aranda, mirando a través del cristal que había en una de las paredes. Allí vieron dos habitaciones comunicadas a su vez por un panel de vidrio de media altura. Se trataba de la tradicional estructura de emisora de radio; en una de las salas predominaba una mesa grande llena de micrófonos -conectados a un aparato central- y en la otra había una consola enorme llena de controles, varios micrófonos que colgaban de un gancho móvil, y una mesa adicional con varias pantallas planas emplazadas a lo largo de una estructura metálica.
– Es esto, tío -repitió Sombra, con las palmas de ambas manos apoyadas en la vidriera.
Entraron en la habitación que olía a cerrado, y se sintieron a la vez abrumados y excitados por la cantidad de controles y ordenadores que tenían delante. Cuatro torres de PC se encontraban bajo la mesa con las pantallas y una quinta parecía controlar el panel principal.
– Parece complicado que te cagas -dijo Sombra.
– Encendedlo todo, a ver qué pasa -dijo Aranda.
Pusieron en marcha los ordenadores, que cobraron vida con el característico ruido del ventilador y un par de pitidos. Las pantallas se encendieron casi en el mismo momento resplandeciendo brevemente y mostrando información del sistema operativo. Jukkar conectó también la mesa de mezclas. Varias luces se encendieron parpadeantes, hasta que se estabilizaron con un reconfortante color verde.
A medida que los ordenadores arrancaban sin incidencias, la sonrisa de los tres hombres se fue acentuando; una inesperada sensación de triunfo se abría camino en sus corazones y se encontraron echándose los brazos al cuello y dándose palmadas en los hombros y las espaldas. Juan había tenido serias dudas sobre conseguir su propósito, pero empezaba a pensar que quizá, contra todo pronóstico, todo fuera a funcionar. Mientras los aparatos completaban el arranque, Sombra localizó otro interruptor cerca de la pared, y al pulsarlo, los micrófonos crepitaron brevemente. Los engranajes giraban.
Pero justo cuando saboreaban ya las mieles del triunfo, las pantallas volvieron a parpadear y regresaron con un fundido suave, mostrando una caja de diálogo donde se leía: Nombre de Usuario y debajo Contraseña.
– No puede ser -susurró Aranda, con la vista fija en el pequeño cursor parpadeante. ¿Así era como acababa todo? El súmmum de la tecnología humana, un compendio de conocimientos que eran individualmente grandes logros en sí mismos, les cerraba las puertas de la comunicación elemental: la transmisión de un simple mensaje.
– Pero es terrible -comentó Jukkar, pasándose una mano por la barbilla donde empezaba a despuntar una incipiente barba.
Aranda cogió el teclado con ambas manos y se lo acercó, escribiendo algunos caracteres y pulsando Intro. El ordenador respondió inmediatamente.
NOMBRE DE USUARIO O CONTRASEÑA INCORRECTOS.
– ¿Qué pasa? -preguntó Sombra leyendo las terminales.
Juan, con el ratón en la mano, pulsaba en los botones de Aceptar y Cancelar alternativamente mientras la consola repetía con sorna el mismo mensaje, una y otra vez.
– Ah, ¡qué fastidioso! -bramó Juan, arrojando el ratón a un lado. -Mirad por todas partes, en los cajones, en alguna etiqueta adhesiva pegada a los ordenadores, quizá tengan la contraseña apuntada por ahí.
Se pusieron manos a la obra en aquél mismo momento revolviéndolo todo. Sombra se subió a la mesa para mirar detrás de las pantallas, y Juan se agachó para buscar alguna nota pegada bajo el tablero. En un momento dado, Jukkar se acercó a un pequeño dispositivo que habían pasado por alto y lo miró durante un rato con cierta fascinación.
– ¡Pero claro! -dijo-. ¡Es fantástica!
– ¿Lo ha encontrado? -preguntó Aranda, esperanzado.
– ¿Cómo? Ah, nonono, es… ¡es esto, mire!
Se acercaron a ver el aparato que Jukkar les señalaba, una rudimentaria caja negra con varios diales, botones y medidores de frecuencias de algún tipo.
– ¿Es una radio? -aventuró Juan.
– ¿Cómo no pensar en esto? -comentó Jukkar, sentándose en la silla que tenía delante preso de una repentina excitación.
– Es emisora, onda corta, ¿entiende? Yo usa mucho esto cuando trabajo en Noruega, hace muchos años, estudiando bacterias en el hielo. Yo sabía que emisoras de radio suelen tener una para comunicar entre ellas, ¡pero había olvidado! puede que podamos escuchar bandas de emergencia si hay una, si aún funciona.
– Coño -dijo Sombra entonces-. ¡Es verdad! Yo tenía un colega que era un fiebre de estas cosas, estaba siempre hablando de comunicaciones aeronáuticas internacionales y emisoras clandestinas, había unas que emitían todo el rato una serie de números que nadie sabía para qué servían. Incluso podía escuchar satélites rusos y norteamericanos en órbita baja.
– ¿En serio? -preguntó Aranda, fascinado.
– ¡Sí, sí! Onda corta muy potente -dijo Jukkar mientras se ponía los auriculares y acercaba el micrófono. -Recordad Segunda Guerra Mundial, el Deutscher Europa Sender, propaganda nazi que enviaban a América desde Austria, todos cinco continentes invadidos, ah, y el espectacular Deutschlandsender de quinienta kilovatios. ¿Recuerda Chernobyl? Cuando yo trabaja en mi país yo supe de incidente treinta horas antes, usando ordenador con radio de onda corta y agencia TASS, también primera guerra del golfo en Iraq, yo supe unas horas antes, oh, y la Interpol era buen compañero de soledad con emisiones de busca y captura.
– Un momento -pidió Aranda, superado por el inesperado torrente de información. De repente había olvidado el problema de la contraseña.
– ¿Está diciendo que podemos hablar con el mundo entero, profesor?
– Yo piensa que ahora más que nunca. Todo depende de antena, ¡pero estamos nosotros en sitio mejor para eso! No hay tanta interferencia. Y miren este equipo hermoso, escáner con búsqueda automática, multibanda. ¡Veamos!
Permanecieron en silencio, expectantes, mientras Jukkar operaba los diales con la mano izquierda apretando el auricular contra la oreja. De tanto en cuando pulsaba algún botón y volvía a accionar las ruedas hacia uno y otro lado. La aguja pasaba con monótona parsimonia por todos los registros de la frecuencia mientras iba hablando por el micrófono: ¿Hola, hay alguien? y a menudo utilizaba las siglas CQ.
– ¿Funciona profesor? -quiso saber Aranda.
– Yo piensa que sí, pero hace mucho tiempo, y este aparato muy complicado, muy moderno -dijo, apesadumbrado.
– Pruebe las bandas de emergencia. Protección Civil, Cruz Roja… cualquier organismo de seguridad -dijo Aranda.
Jukkar asintió con la cabeza.
– Yo recuerda canal de emergencias es el nueve en CB para Europa, pero parece que muerto ahora. Yo prueba con el diecinueve, de carretera.
– ¿Y las militares? -preguntó Sombra.
– Mayor parte de tráfico militar sensible es cripto… codificada, o enviada por satélites, pero todavía muchas transmisiones pueden ser escuchadas.
De pronto enmudeció, y tras unos segundos ladeó la cabeza como si hubiera captado algo. Aranda y Sombra, a ambos lados se congelaron, como si al moverse temieran interrumpir la conexión. Estaba en la banda de 20 metros, perfecta para contactos lejanos, en la frecuencia del centro de actividad de emergencia mundial.
– ¿Hola? -preguntó al micrófono.
– ¿Le responden? -quiso saber Aranda. Pero Jukkar estaba concentrado en el sonido crepitante y lleno de artefactos, intentando recuperar la señal que creía haber captado por un breve instante.
– Me ha parecido que yo escucha algo -dijo Jukkar despacio. -Si yo pudiera hacer sonido en alto.
Pulsó un interruptor en la consola y la habitación se llenó de un ruido arrastrado, cortado a intervalos regulares por pequeños episodios de silencio. En ocasiones, el sonido se asemejaba al que produce un tren cuando se arrastra por la vía muerta en una estación antes de detenerse; en otras, les llegaba el estrépito tumultuoso propio de los televisores analógicos sin señal. Y de pronto, en mitad de la confusión, escucharon algo.
– … ita… lante… vor…
– Dios mío -soltó Aranda, llevándose la mano a la boca.
Jukkar pulsó un par de botones en el escáner.
– Quizá demasiada potencia -dijo.
Escucharon de nuevo, intentando buscar patrones reconocibles entre el ruido blanco de la estática.
– ¿Hola, hola? -repetía Jukkar.
Y justo cuando comenzaban a dudar de si realmente habían escuchado algo legible, los altavoces crepitaron por última vez antes de emitir una frase:
– Estación sin identificar, repita por favor.
Aranda fue el primero en levantar los brazos en señal de victoria con la boca formando una O perfecta, y Sombra soltó una eufórica exclamación de alegría. Mientras se abrazaban brevemente movidos por el alivio y la sensación de triunfo, Jukkar batió palmas visiblemente alterado; el sudor perlaba su frente y sus mejillas refulgían con un rojo violáceo.
– ¡Hola! -dijo Jukkar, acercándose el micrófono un poco más-. ¡Nosotros le escucha!
Hubo unos segundos de silencio que parecieron alargarse y extenderse en el tiempo. Aranda parecía una versión en piedra de sí mismo, con los músculos de la mandíbula tensos por la presión que ejercía con los dientes.
– Le escucho, ¡le escucho, estación sin identificar! -dijo la voz por los altavoces. Sonaba enlatada, demasiado metálica y embutida en una cacofonía de ruido blanco, pero era una voz humana después de todo, y el brillo de la ilusión se asomaba en los ojos de todos.
Jukkar tartamudeó algo en finlandés; sus manos temblaban alrededor del micrófono. Por fin, se levantó de la silla mirando a Aranda.
– Usted habla mejor el español -dijo.
Aranda se lanzó sobre la silla.
– ¡Le escuchamos perfectamente!
– Dios mío -dijo la voz-. ¿Desde dónde transmite?
– ¡Málaga, estamos en Málaga! ¿Dónde está usted?
– ¡Málaga! -contestó con manifiesta sorpresa-. No habíamos conseguido hablar con nadie de Málaga todavía. Éste es el Campamento Orestes, en Granada. Transmitimos desde la Alhambra.
– ¡La Alhambra de Granada! -exclamó Sombra.
– ¿Es un campamento civil? -preguntó Aranda.
– No, es militar -un instante de crujidos y altibajos en la calidad de la transmisión. -Forma parte de la Unidad Militar de Emergencias pero contamos con varios cientos de civiles aquí, ¿ustedes cómo están?
– ¡Cientos de civiles! -dijo Aranda perplejo, pronunciando con cuidado cada sílaba. Aunque siempre lo había sospechado, saber que aún quedaban tantas vidas humanas en alguna parte le insufló una inesperada alegría.
– Bien, estamos bien, somos una treintena de supervivientes, pero ¡empezábamos a pensar que éramos los únicos!
– Es estupendo oír eso, escuche, creo que debería alertar a mi superior de que están ustedes al habla, ¿entiende?
– Sí, nos hacemos cargo. Hágalo.
– Mantengo la frecuencia. No se retiren, por favor.
Brotó un breve chisporroteo y desapareció. Juan se echó hacia atrás en el respaldo de la silla, suspirando largamente.
– ¡Cientos de personas! -dijo Jukkar, moviendo la cabeza pensativamente.
– Es una pasada -acordó Sombra. -Ojalá tuviera un cigarro, ¡la ocasión lo merece!
– Granada, quién lo iba a decir -comentó Aranda-, pero me parece un excelente lugar para establecer un refugio.
– ¿Ha dicho algo del campamento Orestes? Sin duda debe haber otros -dijo Sombra.
– Sin duda, pero ¿por qué nunca vinieron a por nosotros?
– Bueno, eso puedes preguntarles.
Esperaron durante quince minutos, hablando animadamente sobre las posibilidades que se les presentaban. El ruido de la estática era fuerte, pero lo mantuvieron a ese volumen para poder captar las voces cuando regresaran. Era tan alto, de hecho, que ninguno prestó atención a los otros ruidos que se producían en otros puntos del edificio: gruñidos agrestes, inhumanos, un ocasional portazo en la lejanía, un golpe sordo que parecía nacer de los mismos pilares del edificio y reverberar por toda la estructura.
– Hola, ¿buenas noches? -dijo una voz de repente. La voz era más pausada que la anterior, madura y casi aguardentosa. Era de madrugada y Aranda supuso que había sido sacado de la cama, en mitad de un profundo sueño.
– ¡Buenas noches, le escuchamos! -dijo Aranda inmediatamente, recuperando su posición de alerta en la silla.
– Sí, le recibimos perfectamente, ¿eh? A ver, soy el teniente Claudio Romero y transmitimos desde la base Orestes, que está emplazada en este momento en la Alhambra de Granada, ahora zona militar protegida y punto tres del Plan de Recuperación en Andalucía. ¿Desde dónde emiten ustedes?
– Buenas noches teniente, transmitimos desde los estudios de Canal Sur en las afueras de Málaga, pero estamos aquí de paso, yo y dos compañeros.
Se escuchó un fuerte carraspeo.
– Por los clavos de Cristo, ¿de paso, dice?
Sombra, con los brazos cruzados y la cabeza ladeada para interpretar bien las palabras, rió brevemente.
– Verá teniente, nuestro campamento está en Málaga, en la Ciudad Deportiva de Carranque, y ahora estamos a unos… -calculó a ojo-… doce kilómetros de distancia. Hemos venido para intentar emitir por radio.
– No podrán -dijo Romero con sequedad- no hay repetidores que funcionen en toda la provincia.
– Eh, bien, pero no lo sabíamos.
– Me tiene usted confundido -confesó el teniente a continuación-. ¿Cómo es la situación allí, cómo han podido recorrer doce kilómetros entre los zombis?
Aranda suspiró. Como ocurrió en el aeropuerto, una diminuta pero estridente voz en su interior le chilló: ¡Cuidado! pero un instante después decidió, casi de forma inconsciente, que no iba a seguir su sexto sentido esta vez. Lo había conseguido, lo tenía ahí delante; era lo que buscaban. La voz había cabalgado sobre las ondas electromagnéticas de la Tierra, rebotado en la ionosfera y permitido el milagro de la comunicación humana, y ahora los reductos civilizados que subsistían sabían al fin de su existencia. Y con lo que llevaba dentro, con la cepa controlada de Necrosum, ¿no sería posible comenzar verdaderamente la reconquista? Si los científicos y gente cualificada como Jukkar lo examinaban, ¿podrían finalmente determinar si estaba en peligro, o no, y comenzar a inocular a otros seres humanos; retomaría el hombre poco a poco las ciudades, el control de las cosas?
Entonces, tras disipar el relámpago de duda, relató por tercera vez en el día la historia que iniciara el doctor Rodríguez con sus investigaciones. Cuando terminó, hubo un lapso de silencio.
– ¿Sigue usted ahí, teniente? -preguntó al fin.
– Sí, seguimos aquí -dijo Romero. -Es un poco difícil de entender lo que usted ha explicado.
– Sí.
Pero Jukkar, que había estado jugando con sus propias manos todo ese tiempo, se adelantó un par de pasos y se inclinó sobre el micrófono.
– Buenas noches, teniente. Me llama profesor Jukkar Kanninen y soy experto en Epidemiología e Investigación Clínica por mi Universidad de Helsinki, ¿usted escucha bien?
– Buenas noches, profesor -contestó Romero tras una nueva pausa-, yo le escucho perfectamente.
– Yo me alegra. Yo debo decir a esto, yo investigado mucho sobre el virus H1N9 que luego nossotra llamamos Necrosum, ¿usted conoce?
– Continúe -dijo el teniente, ahora con cierta prudencia.
– ¡Claro! Yo colabora con su gobierno desde mes de Septiembre en instalaciones en Marbella sobre primero casos, porque H1N9 tenía base de otros virus anteriores que yo descubro en Noruega y también en Groenlandia. Mi trasladaron en Octubre a ereopucrto donde yo debía volar a Madrid para continuar trabajo pero entonces todo kaput, y desde entonces yo no puede tomar contacto. Yo puede dar nombre código de operación que a mí asignada para que usted comprueba, porque lo que señor Aranda ha comunicado a usted es mucho muy cierto, ¡que yo vi con ojos propios! Él puede realmente andar entre muertos.
– Eh… de acuerdo, señor… ¿cómo ha dicho que se llamaba?
– Profesor Jukkar Kanninen.
– ¿Jucar… Quenine?
– J-U-K-K-AR K-A-N-N-I-N-E-N.
– ¿Ha apuntado eso? -preguntó el teniente en voz baja, como si hablara a alguien más en la habitación. -Ok, lo tenemos. Por favor, no mencione su código de operación, ésta es una frecuencia abierta.
– ¡Muy bien!
– Teniente Romero -dijo Aranda entonces, acercándose al micrófono-. ¿Cómo está la cosa por allí, por qué no han venido todavía a Málaga?
– Eh… verán… todo ha sido más complicado de lo que parece. Esas cosas casi acaban con nosotros. Fue muy complicado organizarlo todo, el país estaba desmembrado, sin gobierno, sin altos mandos militares, sin comunicaciones, sin ayuda internacional por supuesto, porque el mundo estaba igual que nosotros. Ningún plan de contingencia sirvió, porque no había estructuras básicas que los hiciesen posibles. La protección civil estaba transferida a las comunidades cada una con sus medios y planes, por lo que hubo un caos horrible. Las poblaciones que resistieron mejor acabaron pasando hambruna y enfermedades. Las características del enemigo nos superaron: no se cansan, son difíciles de matar, nunca interrumpen un asedio. Fueron las Fuerzas Armadas y en particular nosotros, la UME con nuestras divisiones NBQ las que poco a poco retomamos el control, estableciendo un Plan de Recuperación por provincias allí donde ya había reductos más o menos importantes. ¿Ustedes no han tenido ninguna noticia de todo esto?
– No, ninguna -comentó Aranda.
– Bueno, larga historia en pocas palabras. Hace solamente un mes que llegamos a Granada. Por un tiempo nos concentramos en Madrid y conseguimos recuperarla. Fue el centro de operaciones de todo, y allí activamos la Sala de Crisis. Pero después, no sabemos muy bien qué pasó, seguramente intentaron poner en marcha la central nuclear de Trillo, en Guadalajara, ya sin personal cualificado y reventó. Todos los expertos dicen que eso no funciona así; las centrales nucleares no explotan como las bombas, son de fisión lenta, y la fisión lenta no reacciona de esa manera por lo que ya entonces se habló de un acto de sabotaje. No puedo imaginar que alguien quisiera hacer eso. Lo cierto es que la bola de fuego tuvo un radio de tres kilómetros, dejando un cráter de sesenta metros de profundidad -el equivalente a un edificio de veinte plantas- y el pulso térmico produjo quemaduras de tercer grado a todos los que se encontraban a una distancia de catorce kilómetros.
"Las primeras veinticuatro horas fueron cruciales por la lluvia radiactiva, que se extendió y fue arrastrada por el viento más de doscientos treinta kilómetros hacia el oeste, con una franja de veinte kilómetros. Ya sabemos los síntomas que produce esto, sed intensa, vómitos, fiebre… también manchas en la piel debidas a las hemorragias subcutáneas. Por último diarreas, pérdida de cabello y hemorragias intestinales. Y después la muerte. Lo perdimos todo.
– Eso es horrible -dijo Aranda con un hilo de voz. Su imaginación conjuró rápidamente zombis iridiscentes, brillando con una trémula aura blanquecina por efecto de la radiación, en las calles de un Madrid contaminado.
– Sí lo fue -contestó Romero. -Así que una parte permaneció en Barcelona con la misión de expandirse hacia el oeste, y otra acometimos el Plan hacia el sur. En dos meses instalamos bases en Alicante, Murcia y Granada. En Valencia fracasamos, esa ciudad está completamente muerta. Desde aquí hemos sacado bastantes supervivientes de Jaén y Almería, y el Plan marcaba hacer vuelos de reconocimiento en Málaga y Córdoba en unos veinte días. Lamentablemente nuestros recursos son escasos, y en cada operación perdemos hombres.
– De cualquier forma teniente, es maravilloso escuchar que hay cosas en marcha a pesar de las malas noticias.
– Lo que usted nos ha contado hoy lo cambiaría todo ¿se da cuenta? -preguntó Romero, recuperando su ritmo lento.
– Me doy perfecta cuenta, por eso vine aquí tan pronto como tuve oportunidad. No es oro todo lo que reluce sin embargo, nuestro médico dice que existe la posibilidad de que Necrosum pueda acabar minando nuestro organismo, como parece que le está pasando al sacerdote. Sin embargo, no contamos con medios para hacer exámenes fiables.
– Entiendo, sin embargo es lo único bueno que he oído en todo este tiempo. Hay científicos en todo el mundo trabajando las veinticuatro horas, y lo único que han obtenido es el porqué, pero no cómo frenarlo.
– ¡Ellos averiguada porqué! -exclamó Jukkar, pero estaba demasiado alejado del micrófono para que el teniente Romero pudiera oírlo.
– ¿Y cómo está el resto del mundo, teniente? -preguntó Aranda vivamente interesado en todo lo que Romero estaba aportando.
– Todo está igual por lo que sabemos, con la notable excepción de los países nórdicos, el frío no les sienta bien a los muertos: se vuelven lentos y se congelan durante las noches. Las nevadas los dejan aletargados, tiesos como postes de electricidad. Pero cuando la temperatura aumenta, vuelven a la carga. Sin embargo, hasta el lugar más maravilloso del mundo deja de serlo cuando la gente se entera de su existencia. En los Estados Unidos, tan pronto observaron el fenómeno, la gente emigró masivamente al norte. Alaska, Canadá, se volvieron lugares masificados y hay serios problemas para abastecer a la población. Miles mueren diariamente. Han cerrado las fronteras, pero no pueden contener a la gente que arrastra sus pertenencias y familias. Por lo que hemos oído, hubo grandes matanzas de civiles.
– Siento oír eso -dijo Aranda, pensativo.
– De cualquier forma, ahora lo importante es sacarles a ustedes de allí.
Sombra escuchaba la historia con los ojos y la boca abiertos. Era como un serial radiofónico, el argumento delirante de una de esas películas catastrofistas que Hollywood producía con regularidad. La sensación que tenía era, por tanto, de estar inmerso en una historia surrealista que empezaba a escapársele. Su mundo era simple y pequeño, y así era como quería que fuera. Nunca había salido de España, nunca había pensado qué ocurriría en otras partes del mundo. Una cosa era vivir la propia experiencia personal, el día a día, y otra aprender que todo el planeta sufría los mismos problemas.
Estaba arañando la superficie de ese nuevo concepto que se abría en su mente cuando escuchó un ruido sordo. Se giró por instinto para encontrarse con la puerta de entrada que habían cerrado tras de sí. Un nuevo golpe la sacudió, y la hoja tembló en los goznes.
Levantó una mano para apoyarla sobre el hombro de Aranda, que seguía hablando animadamente con el teniente Romero.
– Juan -dijo. -Están… ¿Alguien está llamando a la puerta?
Aranda se giró para mirarle.
¡BUM, BUM!
El sonido era ahora más intenso. La puerta cimbreaba como si al otro lado, se estuviera levantando un temporal.
– No llaman a la puerta, Marcelo -dijo Juan con la boca repentinamente seca. Sombra buscó sus ojos.
No es alguien llamando a la puerta. No es el vigilante, que viene a ver qué coño pasa. El vigilante pasea quizá por Calle Larios con un coágulo negro e hinchado bajo la lengua y el andar lento y azaroso de la vida más allá de la muerte. Son ellos, esas cosas, los zombis. La luz los despertó, y la radio los ha traído hasta aquí.
– ¿Hola? -preguntó el teniente a través de los altavoces.
– Eh… teniente… -dijo Aranda, dubitativo- creo que tenemos compañía.
– ¿A qué se refiere? Oh,¿se refiere a…?
¡BUM, BUM!
– No se retire, por favor -dijo Aranda, incorporándose de la silla.
Sombra preparó la ametralladora que llevaba colgada en su hombro, olvidada hasta ese momento, pero Juan levantó una mano en el acto indicándole que esperara.
¡BUM!
– ¡Marcelo! -dijo Jukkar. -¡Dispara través de la puerta!
– Pero -balbuceó Sombra-. ¿Y si…?
– ¡Dispara, Marcelo! -pidió Aranda.
– ¿Y si no son zombis? -gimió Sombra, pasando la mirada de uno a otro.
Aranda pestañeó. Así es como perdimos, así es como los zombis ganan la batalla.
– ¡Por el amor de Dios, Marcelo, son zombis!
¡BUM, BUM!
Sombra apretó el gatillo y una ráfaga de disparos voló en dirección a la puerta. Dos de ellos arrancaron la madera alrededor de los agujeros que las balas dejaron en la puerta, y otros dos fueron a parar a la pared donde una pequeña nube de yeso salió despedida al instante. Hubo un momento de intensa expectación durante el cual nadie dijo ni hizo nada, arropados por la estática que surgía de la emisora de radio. Por fin, la puerta volvió a sacudirse.
¡BUM, BUM!
– ¡Dispara más arriba, intenta calcular un disparo a la cabeza!
Pero ya no hubo tiempo para más. De pronto, la puerta se abrió violentamente, incapaz de resistir los formidables envites de los muertos. Eran al menos tres, dos hombres y una mujer; y tan pronto el paso estuvo libre se lanzaron hacia el interior. Sombra reaccionó en el acto apretando de nuevo el gatillo y dejando que la ametralladora escupiera una tormenta de balas. El sonido fue poderoso y terrible, y Jukkar, sin poder evitarlo, agachó la cabeza entre los hombros.
Las balas impactaron en los muertos, arrancando trozos de ropa y descarnándolos. Una fina lluvia de sangre brotó de cada una de las heridas. Se agitaron como sometidos a un baile demencial, sacudiendo los brazos alocadamente sin poder avanzar pero sin detenerse. La mandíbula de uno de ellos saltó por los aires, dejando expuesta una lengua atroz que se agitaba como un extraño gusano, tumefacto y violáceo. Otro perdió la mano, primero cuatro de los cinco dedos, después la palma entera desgarrada por los proyectiles que volaban zumbando por el aire.
Cuando la ráfaga cesó después de unos interminables segundos, Aranda se fijó en las caras de los zombis que parecían luchar por mantenerse en pie. La sangre los cubría casi completamente, y sus piernas resbalaban en el plasma inmundo y oscuro que se había creado en el suelo. El olor a hierro y óxido los abofeteó, espantoso, cerrándoles la garganta.
Dios mío. Dios mío, mira eso, están confusos, casi sorprendidos. ¿Qué pensarán, sentirán dolor? ¿Experimentarán también ellos el miedo al olvido eterno, a la muerte tras la muerte?
Pero cuando apenas había terminado de esbozar esos pensamientos, el primero de los espectros se lanzó hacia delante con las manos extendidas y se precipitó encima de Sombra. Éste cayó hacia atrás incapaz de soportar la tremenda embestida. El arma se disparó en su mano y describió una parábola que acabó desgajando la pintura y la escayola del techo, que cayó sobre ellos formando una nube blanca.
Aranda no perdió el tiempo: se acercó al espectro y lo cogió por las axilas intentando mantenerlo alejado de Marcelo. No era una tarea fácil, era como sujetar un odre de vino que pierde líquido por una desmesurada cantidad de agujeros. Estaba empapado en sangre y resbalaba cuando se agitaba; el olor era repulsivo, metálico, penetrante. Detrás de él Jukkar había cogido la silla y la sujetaba con ambas manos preparado para resistir el ataque de la mujer que venía detrás, bamboleándose con paso errático. Una cascada de sangre corría por la mandíbula y el cuello, manchando su camisa blanca de ejecutiva.
Sombra, de alguna manera, había interpuesto el fusil ametrallador entre él y el zombi, lo que impedía que sus dentelladas lo alcanzaran; tenía el rostro arrugado y mostraba los dientes, esforzándose por mantener el mismo nivel de resistencia en todo momento.
Aranda se giró, nervioso por controlar al tercer zombi. Si dos de ellos iban a por Jukkar a la vez se vería completamente superado. Al volverse, vio al cadáver caer pesadamente sobre el suelo, de bruces, y allí se quedó. Ni siquiera adelantó los brazos para amortiguar la caída. Estaba muerto; una de las balas había entrado limpiamente por encima de la ceja izquierda y le había atravesado el cerebro.
Mientras tanto, la mujer estaba ya encima del finlandés. Jukkar tenía dibujada en su rostro una expresión sublime de horror, pero conseguía mover la silla de forma que sus patas mantenían al monstruo apartado. En un momento dado, el espectro cogió una de esas patas con fuerza y tiró hacia sí; la silla escapó con violencia de las manos del profesor y fue lanzada a la otra punta de la habitación. La mujer chilló, y el grito brotó burbujeante y denso, como si el aire tuviera que pasar por entre espesos cuajarones de sangre.
Jukkar soltó un alarido de pánico: fue un grito agudo y estridente. En los altavoces, el teniente Romero, que lo escuchaba casi todo exclamó algo con la voz sobrecogida, pero nadie lo escuchó.
Juan, determinado a ayudar al doctor soltó al espectro de repente y Sombra sintió sobre sus brazos todo el peso y la fuerza monumentales del zombi. Era como si pesase cien kilos, y a cada segundo que pasaba, la presión parecía redoblarse. Gritó, quizá para hacer acopio de toda su energía, y consiguió contraer las piernas para interponerlas entre él y su enemigo. Quería empujarlo hacia atrás para disponer de tiempo para apuntar, pero sus brazos estaban trabados con fuerza y sólo consiguió levantarlo en el aire. Al estirar las piernas, el zombi voló por encima de él y cayó con estrépito sobre la mesa donde reposaban los micrófonos detrás de su cabeza. El tablero de madera se venció, derrumbándose sobre los ordenadores que emitieron un par de pitidos antes de quedar aplastados. También la estructura metálica donde estaban ancladas las pantallas se vino abajo, y éstas cayeron encima del espectro en medio de una explosión de chispas y fogonazos formando una algarabía tremenda. El zombi se puso tenso, con los brazos extendidos y los dientes apretados; el blanco de sus ojos daba la sensación de refulgir con luz propia, y el aire se incendió con el olor a quemado, a goma arrastrada por la carretera. Después hubo un intenso chispazo en algún lugar de la pared y un par de cables salieron despedidos, como látigos ennegrecidos, para quedar colgando, fláccidos, fuera de la canaleta que los protegía.
El zombi se relajó y se quedó inmóvil, destartalado. Un humo blanco y denso resbaló de sus ropas y empezó a elevarse, perezoso, en el aire. El cortocircuito le había frito el cerebro.
En el lado opuesto, Aranda sujetaba a la mujer con ambos brazos. Ésta se debatía con tremenda violencia luchando por escapar de la presa que la atenazaba. Juan respiraba con extrema rapidez, por la boca, jadeante.
Sombra se incorporó empapado en sangre y se miró las manos manchadas. Era sangre, pensaba con febril excitación, sangre de esas cosas infectadas. Juan tuvo que llamarlo a gritos para recuperarlo de su estado de shock.
aaaarceelooo… maaarcEELOOO… A-YU-DA-MEE
Pestañeó, súbitamente sobresaltado. Giró la cabeza y vio a Juan, haciendo grandes esfuerzos por mantener a aquella mujer apartada de Jukkar. Su boca estaba abierta hasta un extremo imposible, y sus dientes resaltaban entre el color rojo brillante de la sangre. Aún le costó unos segundos escapar de aquella visión que despertaba una cautivadora fascinación en él. Por fin, se acercó al profesor que se había refugiado en sus propios brazos y gritaba una y otra vez la misma palabra: ¡äiti!, ¡äiti! y le agarró de la mano. Tiró de él hasta ponerlo a su espalda y preparó la ametralladora.
Juan, incapaz ya de sujetarla por más tiempo la empujó hacia delante y allí fue acribillada por una nueva ráfaga. Esta vez la salva le recorrió el pecho, le destrozó el cuello y siguió subiendo hasta la cabeza que se deformó completamente: la boca se hundió hacia dentro y volaron dientes y trozos de labio; la nariz desapareció cercenada por un agujero atroz del que brotó un obsceno chorro, y los ojos bellamente redondeados, que una vez enamoraron al hombre que más tarde sería padre de sus hijos, se perdieron en medio de una masa de carne y pestañas.
El cuerpo resbaló por la pared y cayó al suelo flexionándose por las rodillas. Un zapato de tacón de ciento treinta euros, comprado dos días antes de la Pandemia, resbaló del pie y quedó inerte, colgando de los pequeños dedos.
Juan se inclinó sobre sí mismo apoyando las manos sobre las rodillas. La cabeza le daba vueltas, el aire le faltaba y notaba el corazón latiendo a toda marcha como si fuera a escapársele del pecho.
¿Y si hubieran sido más? le preguntó su mente, ¿y si hubiesen sido seis, o diez? Ahora se daba cuenta de cuán inocente había sido. Cuán descuidado. Pese a su particular don había podido hacer bien poco y Sombra no era Dozer. No era José, Susana o Uriguen. No se sobrevive a un ataque zombi armado con una ametralladora a menos que tengas experiencia con ella, que cuentes con el retroceso y su fastidiosa tendencia a desnivelarse verticalmente. Y Jukkar, en semejante trance, era tan útil como un taburete pintado de flores.
– ¿Estáis bien? -preguntó, sin mirar a nadie.
– Hostia -dijo Sombra, dando pasos hacia atrás en un intento de alejarse del cadáver. Aún le apuntaba con manos temblorosas, como si temiese que fuera a levantarse en cualquier momento.
Juan sintió un nuevo ramalazo de inquietud; de pronto había caído en la cuenta de que la habitación estaba en silencio. Ya no se escuchaba el ruido de la emisora. El teniente Romero no estaba ya con ellos.
Se incorporó con agilidad, y observó con creciente horror el estado en el que había quedado la mesa con la estación de onda corta. El aparato estaba tirado en el suelo con parte de una pantalla hundida en su chapa. Uno de los laterales había reventado y dentro asomaban sus componentes electrónicos, inertes como un cadáver. La caja del micrófono asomaba por debajo de la pierna del zombi, manchada con algunas gotas de sangre.
– La emisora -dijo con un hilo de voz.
Jukkar, de nuevo con la tez roja como un indio americano, dejó escapar una exclamación de consternación.
– Joder -dijo Sombra en voz baja.
– No importa -dijo Juan, usando una modulación átona, sin inflexiones. De repente, se sentía muy cansado. -Encontraré otra. Debe de haber un centenar de sitios en Málaga donde hacerme con una, y yo puedo buscar en todos ellos. Vámonos. Vámonos ya de aquí, antes de que surjan más complicaciones.
– ¿A dónde? -preguntó Sombra, sin poder dejar de mirar el montón de hierros, pantallas de plasma rotas y cables.
– A Carranque, claro. A casa. Allí estaremos a salvo. Solo tenemos que cruzar el río, es un minuto andando, y desaparecemos en el subsuelo por las alcantarillas. Allí no nos verán.
– Las alcantarillas -repitió Sombra, como ido.
– Sí. Las alcantarillas. Vámonos. Aquí huele a sangre y a muerte ¡Vámonos ya!