Se dice que en el momento previo a la muerte toda la vida desfila ante los ojos a una velocidad de vértigo. Gabriel, sin embargo, solo pensaba en una cosa: que no hicieran daño a su hermana.
La protegía con todo su cuerpo manteniéndola debajo de él. Aún con los escalofriantes gritos de los espectros ahora cada vez más cercanos, intentaba concentrarse en el aliento cálido de la respiración de ella sobre su cuello, porque el tibio hálito que le llegaba de manera tan regular era vida en estado puro y eso era todo lo que quería sentir cuando los monstruos lo agarraran, que su hermana vivía.
Un nuevo grito, esta vez grave y arrastrado como el balido de un becerro le hizo contraerse sin poder evitarlo.
Por Dios mamá Jesús están tan cerca tan tan cerca.
El aullido se volvió estridente y terrible, y Gabriel apretó los ojos con fuerza creyéndose incapaz de soportarlo por más tiempo. Sin ser consciente de ello arañaba la tierra con las manos, anticipándose al momento en que sintiera las garras de la muerte tirando de él hacia la negrura de la noche. Los había visto zarandear cuerpos de adultos como si fueran burdos fardos de alfalfa, así que probablemente lo arrastrarían por el suelo con una violencia desmedida y lucharían por él, tirando en direcciones opuestas.
Mamá por favor que no duela, que no duela, que no…
Entonces el ronco grito de los muertos se trocó en un gruñido salvaje y profundamente animal, y sin poder evitarlo por más tiempo gritó, gritó con todo el aire que cabía en sus pequeños pulmones superponiendo su propia voz a la de los monstruos durante más tiempo del que luego pudo recordar. Gritó hasta que la cabeza le dio vueltas y se sintió mareado y exhausto. Cuando pudo por fin detenerse todavía con la boca abierta como la de una grotesca máscara de teatro, el silencio de la noche cayó sobre él.
Escuchó con el corazón palpitante emitiendo un sonido rápido, denso y rítmico como el de un tambor: Bum, bum, bum… Por fin, volvió la cabeza muy despacio hasta que pudo mirar por encima del hombro. La luna llena estaba en lo más alto y el cielo despejado de nubes, pero aún así le costaba identificar lo que tenía delante.
Lo primero que vio fue el cadáver. Estaba a unos diez metros, abatido en el suelo y desmañado como un muñeco de obscenas proporciones. La cabeza pendía hacia un lado en un ángulo imposible. No mucho más lejos había un segundo cuerpo tendido boca abajo con una de sus piernas dobladas hacia atrás. Por la forma en la que ésta se plegaba se diría que no había ya huesos bajo la carne. Y entre ambos, una forma achaparrada que pulsaba rítmicamente. Con febril fascinación, la aturdida mente infantil de Gabriel pensó en un critter, unas bolas de pelo con dientes que había visto una vez en una película, pero cuando la forma levantó la cabeza vio los ojos y los dientes resplandecientes en la oscuridad y supo de qué se trataba.
– ¿Gu… Gulich?
Gulich emitió un gruñido monocorde apagado como un susurro, pero todavía cargado de la gravedad de una clara advertencia. Renqueante, Gabriel se emplazó sobre sus rodillas en el suelo y tomó la cabeza de su hermana en las manos. Tenía los ojos abiertos, lo veía a través de las tinieblas azuladas de la noche lo que le asustó todavía más.
– Alba -dijo, sintiendo que un nudo de amargura comenzaba a formarse en su garganta.
– ¡Alba!
La pequeña pestañeó brevemente, y de improviso, su pecho comenzó a moverse arriba y abajo a medida que su respiración se volvía más agitada. Sumido en las penumbras Gabriel sonrió.
– Alba.
– ¿Dónde está mamá? -dijo con un hilo de voz.
– Alba -repitió Gabriel.
La pequeña miró alrededor, como si no recordara nada de lo que había pasado.
– ¿Estamos en las montañas, Gaby? -preguntó.
– Ya casi estamos -contestó el muchacho intentando sonar animado, y en cierta medida lo estaba -todo va bien, estamos bien y Gulich está aquí.
Como si hubiese conjurado una palabra mágica, Alba trató de incorporarse buscando a su perro con el semblante lleno de renovada ilusión. Sin embargo, Gabriel la contuvo con el brazo. Gulich, victorioso entre los restos de los dos cadáveres, estaba tumbado en el suelo con las patas recogidas bajo el cuerpo y el lomo erizado, respiraba con rapidez y su cuerpo se henchía y desinflaba al ritmo de sus pulmones dándole una apariencia inquietante. Sus labios estaban todavía recogidos de forma que los dientes, terribles, despuntaban como cuchillos afilados.
Gabriel lo miraba con cierto recelo. Incluso con su corta edad se daba cuenta de que la contienda con los espectros le había dejado en un estado de excitación salvaje y necesitaba un tiempo para recuperarse.
– ¡Gulich! -llamó la pequeña con un brazo extendido.
– Espera un poco Alba, Gulich necesita un poco de tiempo.
Alba buscó su mirada en la oscuridad.
– ¿Por qué, qué pasa? -preguntó.
– No pasa nada, pero déjalo un ratito -entonces desvió la mirada a la puerta de la casa. Estaba cerrada, pero sabía que tras ella el Hombre Andrajoso escuchaba con oídos atentos. -Vamos, ponte de pie, tenemos que irnos.
Se pusieron en pie ayudándose el uno al otro bajo la mirada despiadada del animal. Gulich no había dudado en ayudar a los AMOS cuando había llegado, alertado por los gritos de las cosas muertas, pero al enfrentarse a ellos había comprendido que el peligro era real. Eran demasiado fuertes y rápidos, no como aquél monstruo lento y blando que había atacado al AMO cachorro unos días antes. Había escorado sin proponérselo, a viejos instintos que creía enterrados en su memoria genética, de los tiempos en los que otros como él se enfrentaban a animales grandes por pura supervivencia básica y todavía su cabeza estaba nublada por la violencia que se había visto obligado a desatar. Había querido levantarse, pero los cuartos traseros temblaban demasiado. Y en su boca hedía aún el sabor ácido de la carne venenosa, de los efluvios pestilentes que habían manado cuando él había desgarrado sus cuellos hinchados. La ira contenida, espectral como una bruma blanca, velaba su vista.
– Pero Gaby, Gulich tiene que venir -dijo Alba.
– Y vendrá, ya verás como viene ¡venga, vamos!
– Oh, Gaby -dijo entonces la pequeña.
– ¿Qué, qué pasa?
Descubrió que Alba miraba ahora con morboso magnetismo los cadáveres descoyuntados, se interpuso en su línea de visión y le cogió la mano apretándola con fuerza para traerla de vuelta del mundo de los horrores.
– Olvida eso. Vámonos, vámonos ya.
Los niños se pusieron en marcha, caminando hacia el sendero rumbo al norte. Gulich los siguió con la cabeza, una sombra oscura e hinchada como una especie de demonio cuyos ojos lanzaban destellos en la oscuridad. A cada paso que daban sin embargo, la casa se hacía más y más pequeña y el muchacho se sentía cada vez mejor.
No tardaron mucho en llegar al recodo del camino. Antes de desaparecer tras él, Gabriel echó un último vistazo al perro. En la distancia, bañado por el tinte azul que la luna confería a la escena, Gulich no parecía ya tan amenazador, apenas una sombra encogida sobre sí misma. Parecía que velara la casa, que por fuera parecía anodina y anónima, una de tantas; sus paredes blancas no denunciaban la locura que reinaba en su interior.
Tanto mejor, pensó Gabriel. Sabía que el Hombre Andrajoso no saldría con semejante cancerbero.
Caminaron a oscuras durante al menos una hora, cada uno sumido en sus propios pensamientos. Cruzaron el puente sobre la autovía, un río de asfalto que parecía refulgir con la claridad sobrenatural que reinaba aquella noche y se adentraron al fin en la zona despoblada y montañosa. ¿Hacia dónde? había preguntado Gabriel, pero Alba no supo decirlo, de manera que cogieron un camino quebrado que bordeaba una espectacular colina, se adentraba montaña adentro, y luego volvía dejando un barranco a su derecha, un kilómetro más al oeste.
El viento empezó entonces a soplar con fuerza y les susurraba notas discordantes en los oídos. Alba tropezaba en la oscuridad cada vez con más frecuencia y su hermano supo que empezaba a acusar el cansancio. No se habían alejado mucho todavía, pero de noche el campo parecía más grande y ambos tenían la sensación de que habían dejado la Casa de la Locura en el extremo opuesto del planeta, así que convinieron dormir un poco.
– ¿Y Gulich? -preguntó Alba, soñolienta.
– Mañana aparecerá. Ya lo verás.
Gabriel localizó una vieja ruina de una antigua casa de labradores, algo en realidad muy común en aquel paisaje. El techo hacía tiempo que había desaparecido y tan solo parte de los muros de piedra gruesa permanecían en pie. Era suficiente sin embargo para mantener el viento apartado, y allí se acurrucaron el uno contra el otro cubiertos por las mantas que traían en la mochila.
Ni siquiera el frío horrible y húmedo fue capaz de mantenerlos despiertos un minuto más.
A las cuatro y cuarto de la mañana Gabriel despertó con las mejillas y el cuello helados, por un ruido fuerte detrás del muro. Por unos breves instantes se quedó paralizado, intentando imaginar el origen del mismo. Encogió los pies en un acto reflejo, pero lo hizo despacio para no producir ningún sonido. Alba estaba hecha un pequeño ovillo a su lado con las manos y la cabeza ocultas en su regazo. Por fin, por el hueco donde una vez hubo una puerta, apareció una sombra inmensa que producía un ruido jadeante y extraño que a Gabriel le trajo imágenes macabras de un espíritu delgado y vaporoso. Resultó ser Gulich, con el hocico pegado al suelo que había venido siguiendo el rastro.
Apenas vio a los niños, el perro movió el rabo a modo de saludo y se tumbó junto a ellos.
Buen perro, pensó Gabriel, pero apenas esas palabras se habían formado en su mente el recuerdo detestable del Hombre Andrajoso le sobrevino y cayó de nuevo en el sopor de un sueño inquieto y agitado como aguas tumultuosas.
Despertaron un poco antes del amanecer, cuando el cielo era otra vez celeste y el Sol empezaba a anunciar su inminente llegada tras las colinas que habían recorrido durante la noche. Lo primero que vio Alba al abrir los ojos fue a Gulich, que se había enroscado alrededor de ellos en un intento, quizá, de darles calor.
– ¡Gulich! -exclamó rodeando su lomo con sus brazos. El perro dio un respingo y giró la cabeza con las fauces abiertas, pero al ver a la pequeña volvió a dejarla caer y se prestó a las carantoñas con los ojos cerrados.
Gabriel bostezó pesadamente, pero incluso amodorrado como estaba celebró ver la sonrisa dibujada en los labios de su hermana; luego miró hacia arriba, y allí descubrió un cielo límpido y despejado sin un rastro de nubes. Tenía todavía el cuerpo frío y se alegró de que, en poco tiempo, el Sol los calentaría de nuevo.
El desayuno consistió en más galletas con chocolate y un zumo energético que compartieron entre los dos. No dio para mucho porque era apenas un envase pequeño, pero suficiente para que ambos pudieran tragar el pan de la galleta. Intentaron ofrecerle algo a Gulich, pero permaneció quieto y sin mostrar interés.
– ¿Estará enfermo? -preguntó Alba, extrañada.
– No creo. ¿Sabes lo que pienso? Creo que Gulich anoche cazó algo, y por eso no quiere comer -opinó Gabriel.
– ¡Ah, como una ardilla o un ciervo!
Gabriel rió.
– Por ejemplo -dijo.
Los primeros rayos comenzaban ahora a llegarles aún muy apagados, pero ya capaces de hacerles sentir un cambio en la temperatura. Sin embargo era la sola luz dorada del amanecer la que les infundía renovados ánimos y hacía que el buen humor manase de nuevo.
– ¿Por dónde iremos? -preguntó entonces Gabriel. Era algo que había rondado por su cabeza mientras caminaban a oscuras la última noche, pero por algún motivo todavía se resistía a formularla en voz alta. De alguna forma, el carácter sobrenatural de las visiones de su hermana le superaba, y se sorprendió por la manera tan natural que había surgido.
Alba levantó la vista y miró el montículo que tenían delante.
– Por ahí, claro -dijo, encogiéndose de hombros.
– ¿Has soñado algo esta noche?
La pequeña pareció dedicar unos instantes a intentar recordar entrecerrando los ojos, pero después de un rato negó con la cabeza con un gesto rápido.
Gabriel asintió.
– ¿Quieres más galletas? -preguntó.
– No -dijo Alba, mirando divertida a su perro, que estiraba las patas y bostezaba, perezoso, bajo el Sol de la mañana.
– Pues entonces, vámonos. A donde quiera que sea.
Aunque el viento era todavía frío cuando el camino les llevaba a lo alto de una loma, el Sol y el ejercicio les mantenía confortablemente calientes. La lluvia abundante que habían tenido las semanas anteriores había colmado las faldas de las colinas de pasto, y cuando el camino descendía y zigzagueaba por un valle tenían la oportunidad de ver incluso árboles, que proporcionaban buena sombra. No había ni rastro de muertos por ningún lado, ni siquiera cadáveres, lo que les hacía sentirse como embarcados en una excursión campestre más que en una huida buscando la supervivencia.
A eso de las doce del mediodía encontraron un edificio gris y en apariencia abandonado, cuya fachada estaba cruzada por gruesas tuberías que se hundían en la Tierra. No tenía ventanas excepto por unos diminutos tragaluces en la parte superior, lo que a Gabriel le hizo pensar en un aljibe. Y tenía razón; se colaron por la parte de atrás a través de una hendidura en apariencia demasiado pequeña para un adulto, y encontraron una cisterna enorme con una escalera que llevaba a una pasarela alrededor. Allí, aunque el agua tenía un sabor a hierro viejo, llenaron sus botellas y bebieron en abundancia; incluso Gulich parecía no tener fin y lamió el agua que se fugaba por una tubería averiada.
Después de una fugaz comida llegaron al linde de un nuevo campo de golf, el Santa María Golf. Cruzaron su longitud, de nuevo sin ver síntomas de la Pandemia Zombi excepto por un coche eléctrico de los que usan los golfistas que estaba tirado en mitad del campo. El mastín encontró unos rastros de agujeros pequeños entre el césped, que exhibía una tierra de color oscuro en apariencia muy fértil, y revoloteaba de un lado para otro olisqueando con visible excitación.
– ¿Qué son esos agujeros, Gaby? -preguntó Alba.
– Creo que podrían ser topos -contestó Gabriel.
– ¿Topos? ¡Vaya! -dijo la niña, muy impresionada. -¿Y Gulich quiere comérselos?
– Creo que Gulich es un buen cazador. Creo que podría comerse casi cualquier cosa que pueda encontrar.
Alba pareció pensar en eso un rato mientras miraban cómo el perro hundía el hocico en los agujeros y resoplaba.
– ¿Son bonitos los topos? -preguntó Alba.
Pero Gabriel se encogió de hombros, los únicos topos que había visto estaban retratados por los hábiles lápices de los artistas de los dibujos animados, y no pensaba que tuvieran mucho que ver.
Al llegar al otro extremo del campo divisaron un edificio en la distancia, pero la parte superior parecía haber sido arrasada por las llamas y eso le confería una apariencia en extremo tenebrosa; dos de sus ventanas eran oscuras como portales abiertos a mundos desconocidos donde la noche amenazaba, por lo que decidieron no acercarse. Cuando abandonaron por fin las praderas ajardinadas del campo de golf y regresaron al monte eran ya las cuatro y media.
Anduvieron todavía un buen rato siguiendo un sendero que discurría con terquedad hacia el oeste, salvando un terreno quebrado y pasando por la falda de colinas y promontorios. Después de un rato, Gulich, que se había subido a unas rocas dispuestas en la base de una pequeña montaña, empezó a ladrar mirando hacia el sur.
Gabriel se sobresaltó. Había estado preguntándose qué harían si se encontraban con los monstruos en ese lugar, pero se tranquilizaba diciéndose que Gulich, probablemente, sabría ocuparse de ellos. Lo había demostrado al menos un par de veces, aunque algo le decía que si había sobrevivido tanto probablemente era algo a lo que ya había tenido que hacer frente en el pasado.
– ¿Qué pasa, Gulich? -preguntó Alba. Ladraba con los cuartos traseros más levantados que la cabeza, como si fuese a saltar hacia adelante de un momento a otro.
Gabriel se acercó al borde del camino y no tardó mucho en verlo. Estaba allí abajo, de pie entre unos matorrales de aspecto polvoriento a apenas cincuenta metros de distancia. Su ropa, una especie de chaqueta de vestir de color blanco parecía de un color gris ceniciento; y también su cabeza había adquirido un tono negruzco, como requemada por las largas horas al Sol. Verlo allí sin hacer nada resultaba inquietantemente amenazador, como una bomba latente que puede estallar en cualquier momento. ¿Cuál sería su historia? se preguntó Gabriel, ¿llegó allí siendo un monstruo, o quizá murió solo en la quietud de las montañas y despertó a la luz del nuevo día convertido en el muerto andante sin ánima que conocía tan bien? Y allí, con las mejillas sonrosadas por la caminata, se preguntó casi por primera vez otras cosas: ¿de dónde habían salido, por qué los que morían volvían a la vida? ¿Qué eran esas cosas que habían hecho sucumbir el mundo que debía ser su legado?
En su imaginación, el zombi cobró vida pestañeando ante el estímulo directo de los ladridos del perro. Regresar a la consciencia y volver la cabeza para mirarle fue todo uno. Su mente lo dibujó dirigiendo sus pasos torpemente a través del terraplén, con los brazos extendidos y la cabeza ligeramente vuelta hacia atrás, balbuceando sonidos que nadie podría decir que fueran salidos de una garganta humana. Y al ponerse ellos en camino, ¿hasta cuándo los perseguiría? Probablemente para siempre. ¿Cuándo empezaría a reactivarse del todo y echar a correr? No sabría decirlo.
Sacudió la cabeza para quitarse esas ideas de encima y se acercó a su hermana.
– Vámonos -dijo.
– Pero, ¿qué pasa? -preguntó la pequeña.
– No pasa nada tontita, pero hay que irse.
Alba asintió.
Continuaron caminando durante toda la tarde, ya con bastantes menos ganas y energías que malgastar. En un momento dado, Gulich se ausentó durante al menos veinte minutos trotando con decisión loma arriba y perdiéndose entre unos arbustos resecos; Gabriel intuyó que el perro estaba procurándose comida por su cuenta.
El anochecer llegó con un cielo impresionante, lleno de nubes incendiadas por los últimos rayos que escapaban por el horizonte. Alba estaba fascinada por los tonos que iban del rosa del algodón de azúcar a un color rojo vibrante, como si a lo lejos las montañas fueran volcanes que escupían magma incandescente al cielo.
Gabriel, sin embargo, estaba más preocupado por encontrar un sitio donde dormir. Le preocupaban dos cosas esenciales, el viento y estar escondidos mientras dormían. Después de la experiencia del Hombre Andrajoso creía muy difícil que volviera a confiar en el primer adulto que pasase. Finalmente encontraron una hendidura al pie del sendero donde podrían guarecerse, siempre y cuando el viento no soplara desde septentrión bajando por la cañada.
La cena fue escasa, y ninguno de los dos encontró ya las barritas energéticas tan apetecibles, mucho menos con chocolate. Gabriel se dijo que si volvían a encontrarse una casa intentaría aventurarse en el interior en busca de latas de comida. Las de melocotones en almíbar y la mermelada de arándanos rojos eran sus favoritas, y las consumieron hasta acabar las existencias en la tienda de Calahonda. Le preocupaba que enfermaran de algún modo, y las palabras de su madre revoloteaban en su cabeza: "Os vais a poner malos de comer tanto chocolate". No quería ni pensar en que Alba cayese enferma, pero suponía que aún sería peor si él mismo sucumbía, ¿qué podría hacer Alba por él, acabaría Gulich volviendo, tras una larga ausencia, con una bolsa en la boca con los medicamentos adecuados? En la creciente oscuridad de la noche, rió para sí con cierta ironía y se quedó profundamente dormido.
Al día siguiente se despertaron más tarde. Era el día en el que Aranda cogía su moto y comenzaba su viaje rumbo a los estudios de Canal Sur, el mismo día en el que Carranque sucumbiría ante el ataque despiadado de Reza.
La noche fue dura; despertaban a cada poco por el frío que les calaba los huesos. Gabriel cedió su ropa de abrigo a su hermana y se apretó contra el pelaje de Gulich muy a su pesar, porque el perro empezaba a oler a demonios de nuevo. Sin embargo no hubo alaridos en la lejanía ni pisadas furtivas alrededor y cuando la noche se retiró expulsada por el Sol de la mañana, Gabriel celebró eso al menos.
Después de tomar algo de desayuno, se pusieron en marcha de nuevo. Alba protestó todo lo que pudo diciendo que le dolían los pies y que estaba cansada, pero no dijo nada de volver a casa. Sabía que tenían que continuar, aunque no sabía dónde ni para qué.
Al cabo de un rato descubrieron que el camino los llevaba demasiado hacia el norte. Alba, que llevaba callada bastante tiempo se detuvo de repente.
– Gaby -dijo entonces.
Gabriel se giró sobre sus pies todavía con las manos en los bolsillos.
– Venga, pesada -dijo- ya descansaremos dentro de un rato, si encontramos un sitio con sombra, ¿vale?
Pero Alba negó con la cabeza.
– No es eso.
– ¿Quieres agua? -preguntó Gabriel.
– No, no.
– ¿Qué pasa?
Alba señaló al otro lado del barranco, al monte que tenían al oeste.
– Creo que es por allí, Gaby.
Gabriel pestañeó perplejo. Habían estado tomando senderos sin aparente concierto y al azar desde que se adentraran en el terreno montañoso al norte de la autovía, pero tenía la sensación de que cualquier ruta parecía buena en todo momento. Nunca llegó a pensar realmente que hubiera un camino marcado, un punto final de destino que su hermana de ocho años le estuviera dirigiendo por lugares en los que nunca había estado mientras albergaba una suerte de certeza en algún lugar de su alma.
Pasó la lengua por sus labios, súbitamente resecos.
– ¿Por ahí? -preguntó.
Alba asintió.
Examinó el terraplén árido y agrietado que discurría mansamente hacia el fondo de la garganta; un lugar umbroso lleno deretorcidosmatorrales cuyas ramas se estiraban hacia fuera como suplicantes.
– ¿Cómo pasaremos por ahí, estás loca?
Pero Alba miraba hacia el monte al otro lado y no dijo nada.
– ¿Sabes ya a dónde vamos?
– No.
– ¡Vaya, Alba!
De pronto se descubrió a sí mismo observándola con detenimiento. Había perdido un poco de peso, y allí, erguida al borde del camino con el viento haciendo volar sus cabellos parecía un poco más alta y un poco más mayor. Se dijo que en mayo cumpliría nueve años, y era normal que fuera creciendo poco a poco, pero de algún modo tuvo la certeza de que toda aquella situación les había hecho madurar más de lo previsto. Los días de los juegos ociosos habían pasado, o eso creía, y le costaba trabajo recordar aquellos domingos en los que ojeaba viejos cómics del Juez Dredd tirado en el sofá sin ninguna responsabilidad por delante como no fuera algunos deberes pendientes. Nunca se había preocupado por lo que comerían por la noche, si tendrían frío o no, y desde que era pequeño no había cerrado los ojos al dormirse pensando en si los monstruos lo atraparían. Incluso cuando se es muy pequeño y esas cosas parecen plausibles, nunca llegan a pensarse como una posibilidad real. Son solo ecos que reverberan en la memoria evolutiva, miedos ancestrales que han quedado como un poso oscuro y húmedo de los tiempos en los que la noche podía traer la muerte si te descuidabas. Pero ahora esas cosas importaban, y Alba parecía ser capaz, de alguna forma sobrenatural, de sortear ese acuciante peligro y conducirles hacia algún punto luminoso al final del camino.
Era lo que esperaba, al menos.
Pero, ¿y si su destino era morir en alguna parte? Las visiones de Alba siempre se cumplían, pero ¿y si todos aquellos pasos los encaminaban a alguna clase de destino funesto en algún rincón de aquellos andurriales?
– ¿Y cómo llegaremos hasta allí? -dijo al fin, sacudiéndose esos pensamientos de la cabeza.
– ¡No lo sé, Gaby! -protestó Alba.
Gabriel suspiró.
– Ojalá tuviéramos una cuerda mágica, como Frodo y Sam, ¿eh? -dijo al fin.
– ¿Como quiénes?
– Es igual. Te diré qué haremos. Déjame subir ahí arriba a ver qué veo. Quizá este camino dé la vuelta por detrás de ese monte y llegue al otro lado en algún momento. Si es así, nos evitaremos tener que ir hasta abajo para volver a subir.
Pero encontró que subir requería un esfuerzo que no había calculado; tuvo que detenerse más de una vez a recobrar el aliento. La vista desde lo alto, no obstante, le dejó impresionado: una panorámica completa de toda la línea de la Costa, desde la fábrica de cemento de La Araña en la costa este, hasta Puerto Banús en Marbella.
Y todo está muerto.
Pensó en Jericó, allá por el 7.500 A.c. Era lo último que había estudiado en el colegio antes de que los muertos abandonaran sus sepulturas. Subido en lo alto del montículo como una versión de pelo oscuro del Principito en su asteroide, recitó de memoria las palabras que estudió en su día: Sus habitantes eran sedentarios, tenían animales domesticados, vivían en casas de adobe y enterraban a sus muertos debajo de sus casas, lo que indicaba que rendían culto a sus antepasados. Aquél, había dicho el profesor, había sido el origen de la Civilización. Y ahora, se preguntaba el joven Gabriel, ¿estaba contemplando acaso el fin de la misma? Casi diez mil años estuvo el hombre obcecado en construir y levantar sus rudimentarias viviendas que luego serían aldeas, más tarde pueblos y por fin ciudades; infraestructuras de comunicación cada vez más avanzadas, senderos que se convertían en caminos y luego en carreteras. Puentes, altos edificios, ciudades cada vez más grandes donde se levantaban majestuosos, todo tipo de ingenios arquitectónicos que daban fe de la proeza del hombre; la frágil construcción humana quedaba ahora para ofrecer un pulso a la naturaleza. Ésta terminaría de ejercer su triunfo en tan solo unos veinte años haciendo desaparecer las carreteras de asfalto bajo la maleza. En cincuenta años, las calles y edificios quedarían cubiertos también, y en cien años todas las estructuras de madera y la mayoría de los puentes terminarían por desmoronarse, incapaces de aguantar las tercas raíces que horadan y socavan la argamasa trocada en una suerte de arena ya inconsistente. Harían falta cien años más para que los edificios de metal y cristal se vinieran abajo, colapsándose poco a poco en medio de la quietud de las ciudades. En mil años, la mayoría de los edificios de ladrillo, piedra y cemento habrían desaparecido, y la contaminación por dióxido de carbono en la atmósfera volvería por fin a sus niveles pre-industriales. ¿Y después? Después de sólo cincuenta mil años, coincidiendo con la fecha en la que la mayoría de los plásticos y cristales se han descompuesto, la existencia de la humanidad quedaría reflejada sólo por algunos restos arqueológicos.
El hilo de pensamientos de Gabriel no iba, desde luego, tan lejos, pero observaba con creciente pesadumbre el legado de los adultos: una ciudad muerta, una ciudad de muertos, una Necrópolis.
Alba le llamó desde abajo agitando los brazos. A su lado, Gulich le miraba sentado sobre sus cuartos traseros y el cuello estirado, como si no entendiese lo que pasaba. Alba tenía razón, el día avanzaba rápido y todavía había camino por recorrer. Echó un vistazo alrededor y bajó de nuevo, esta vez hincando los talones y arrastrando los pies cuando la tierra cedía, levantando una polvareda que el viento se ocupó de esparcir.
– Yo tenía razón -dijo al fin. -El camino sigue un rato y luego dobla a la izquierda. Desde allí pasa por detrás de ese monte que tenemos en frente.
– ¡Bien! -dijo Alba, contenta.
– Pero Alba, ayudaría saber… -empezó a decir, y terminó incapaz de dar forma a sus pensamientos.
Y otra vez su hermana lo miró con una expresión extraña en su carita bronceada por el Sol. El blanco de los ojos contrastaba con la piel oscura de una forma hermosa, y su boca pequeña, cuarteada por la sequedad y el viento, se torció en un gesto de duda.
– No sé, Gaby.
– ¿El qué no sabes?
– No sé si decírtelo -dijo la pequeña.
– ¿Por qué no? Dímelo -pidió Gabriel intentando endurecer el tono.
Alba alargó la mano para acariciar la cabeza de Gulich, pero sus ojos estaban ausentes, como si manejara pensamientos demasiado complejos para ella. Por fin, se animó a hablar.
– Vamos a ver al Hombre Malo, Gaby.
Y Gabriel, experimentando de pronto un súbito escalofrío se dejó caer en el suelo polvoriento.