28. Isabel y la casa del miedo

Cuando tras muchas horas inconsciente abrió los ojos de nuevo, se sobresaltó al instante. El techo era alto, y las molduras tenían talladas en sus bordes finísimas filigranas. En el centro, por encima de ella, había una hermosa lámpara dorada llena de pequeños cristales que hacían que la luz centellease sutilmente, pero la veía a través de una especie de tela traslúcida que parecía una suerte de gasa con la textura de la seda. Era el dosel de la cama en la que estaba tendida, cubierta con blancos de seiscientos hilos.

Se incorporó, sobresaltada, y la suntuosa estancia en la que estaba se abrió ante ella. La habitación era espaciosa y de estilo imperial; todos los muebles eran antiguos, en particular un fascinante buró de caoba con detalles en piel y acero. Justo encima había un enorme tapiz que representaba una escena de la Mitología griega en la que Ariadna recorría los pasillos del laberinto de Minos. Los suelos eran de mármol blanco Macael, recorridos por una cenefa oscura que bordeaba la estancia, y en las ventanas colgaban cortinas de café pintadas a mano, de Bougeois.

Pero, ¿dónde estaba? Había estado trabajando en el huerto después de dar un paseo con Moses, de eso estaba segura, pero ¿y después? Se miró las manos y las olisqueó furtivamente. Los guantes de trabajo habían desaparecido, pero todavía podía percibir el olor a tierra húmeda y fértil. No se equivocaba.

Bajó de la cama experimentando una extraña sensación de estar involucrada en alguna clase de sueño. Era como si todo el horror zombi se hubiese alejado. La estancia era en verdad muy bella, y las luces indirectas que provenían de unas lujosas lámparas de Tiffany le daban una luz cálida y de algún modo hogareña.

Probó la puerta con la incertidumbre de si la encontraría cerrada o abierta, pero para su alivio, el picaporte giró y salió a un corredor que seguía la línea de elegancia de la habitación. Una esplendorosa alfombra verde recorría el pasillo, y las paredes estaban decoradas con lienzos de escenas de cacerías. Ahora percibía algo más, un murmullo de voces que llegaban amortiguadas desde alguna parte al final del pasillo.

Agudizó el oído, pero ni reconoció las voces ni consiguió entender lo que decían. Eran graves, perfectamente moduladas, carentes de los pronunciados altibajos propios de la gente con la que solía rodearse. Después de un rato a la escucha, decidió que no hablaban español. Quizá inglés, quizá otro idioma extranjero.

Avanzó despacio por el pasillo con el sonido de sus pasos amortiguados por la lujosa alfombra. Semejante refinamiento solo lo había conocido en hoteles, y se preguntó si no se habrían trasladado a uno de ellos. Pero, ¿por qué? Nunca había tenido una laguna en su mente como aquella y la sensación era del todo desconcertante. ¿Encontraría abajo a Moses y Aranda organizando el nuevo asentamiento, encontraría a otras personas?

Avanzó hasta el final del corredor y se encontró en la parte superior de unas altas escaleras. La balaustrada parecía ricamente tallada en madera, con acabados de impresionante finura que representaban figuras humanas y también motivos florales. Abajo, un enorme salón diáfano se extendía ante ella; y en el centro, cómodamente instalados en grandes butacas de piel, había dos hombres saboreando unas bebidas en grandes copas de cristal.

Su confusión iba en aumento, ¿quiénes eran aquellos hombres? Uno tenía la cabeza rapada pero sus facciones eran hermosas y serenas; el otro, más mayor, le recordó inmediatamente a un galán con el pelo canoso pulcramente peinado hacia atrás. Fumaba con cierta parsimonia un espléndido habano cuyo humo dibujaba caprichosas formas en el aire. Ambos vestían elegantemente, como si formaran parte de una escena de una película, tal vez en la recepción de un hotel de Gran Lujo.

Isabel se acercó tímidamente al pie de la escalera sin poder decidir si dejarse ver. Si al menos recordase algo. Tan pronto lo hizo, el hombre del habano reparó en ella y se puso en pie de un ágil salto. El otro hombre lo imitó.

Isabel sintió una inesperada ola de calor, y sus mejillas se sonrojaron casi al instante. Ni siquiera cuando el mundo todavía funcionaba había sabido cómo comportarse en esos ambientes, mucho menos ahora que tenía que lidiar con inquietantes lagunas mentales. La opulencia le hacía bloquearse y encerrarse en su cascarón, como si de alguna forma íntima y secreta, se sintiese poco merecedora de esos ambientes de súper lujo y gente adinerada.

– ¡Ah! La preciosa damisela ha despertado, ¡lo celebro! -exclamó el hombre canoso levantando su copa hacia ella. -¿Querría bajar y acompañarnos, por favor?

Isabel dudó unos instantes, pero descendió por las escaleras hacia ellos. El hombre fue a esperarla junto al último escalón, sonriente.

– Buenas noches -dijo tomándole la mano para besarla. Su voz era cálida y grave a la vez. Ahora que lo tenía delante, Isabel se sorprendió pensando que el hombre tenía un innegable atractivo pese a su edad, aderezado por su acento extranjero y lo sensual de su voz.

– Buenas noches… -contestó Isabel tímidamente. -Yo… no sé dónde estoy.

– Ah, meine geliebte Frau ¿no recuerda usted nada?

– A… a decir verdad no -contestó Isabel.

El hombre canoso levantó una ceja mientras entrecerraba los ojos; la suave sonrisa que había mantenido hasta el momento se acentuó.

– Pero esto es inesperado, ¡y delicioso! -dijo desviando una breve mirada furtiva hacia el otro hombre, quien ahora la miraba con suspicacia.

¿Delicioso?, pensó Isabel confundida. No era la palabra que esperaba escuchar tras anunciar que tenía problemas para recordar cosas. Inesperado, más bien, se dijo, o incluso terrible. Un gesto de preocupación, quizá. ¿Pero una sonrisa? Mo me habría puesto la mano en la frente y habría mirado si me había dado algún golpe.

De pronto el pensamiento arrancó un destello vago e impreciso en su memoria, como un estallido luminoso, y la sensación de caer hacia delante de bruces contra el suelo. ¿Dónde estaba, antes de eso? En el huerto, trabajando con las manos y embriagada por el aroma de la tierra fértil y ligeramente húmeda por el rocío de la mañana. Entonces, ¿qué le había ocurrido?

– ¿Dónde estoy? -preguntó al fin.

– Está usted en nuestra casa. Es nuestra invitada.

– Pero, ¿cómo he llegado aquí, dónde están los demás?

El hombre canoso hizo un gesto impreciso con las manos.

Zu schnell -dijo suavemente, sin aflojar la sonrisa- demasiado rápido, ¿no cree? permítame presentarnos primero. Mi nombre es Theodor, y mi amigo aquí detrás es Reza.

Reza asintió brevemente a modo de saludo, pero no dijo nada.

– Hay otros amigos que se reunirán con nosotros, más tarde -continuó Theodor- lamentablemente, están ocupados en estos momentos.

– Oh -exclamó Isabel esperanzada- ¿mis amigos, de Carranque?

Theodor sonrió y apuró su vaso dejando el líquido en la boca unos instantes antes de tragarlo.

– En realidad, no. Lo siento -dijo al fin. -A decir verdad, nuestro amigo ha ido a avisar a otros amigos de que nuestro pequeño juego, ha acabado. Con la victoria de Reza, debo añadir.

– No entiendo -musitó Isabel. Reza había ido acercándose desde el sofá poco a poco, a medida que Theodor hablaba.

– No hay nada que entender -dijo Theodor suavemente, sin abandonar su cautivadora sonrisa en ningún momento- ¿le apetece a usted cenar? Sería un placer que nos acompañara.

La cabeza de Isabel daba vueltas. Mientras intentaba comprender a aquellos hombres que parecían actuar y vivir como si el mundo siguiese rodando sin muertos vivientes poblando las calles de sus ciudades, una parte de sí misma intentaba comprender la situación, por sus palabras en vano. La referencia al juego y al ganador, el hecho

¿delicioso?

de sus lagunas mentales, el recuerdo inaprensible de haber sufrido una especie de golpe mientras trabajaba. Movía las piezas en su cabeza con grandes esfuerzos, y la imagen resultante empezaba a parecerle cada vez más inquietante.

– Pero ¿dónde están mis amigos? -preguntó de nuevo descubriendo que la voz empezaba a temblar.

Theodor había sacado un colorido paquete de cigarrillos Afri Rot de su bolsillo y estaba encendiendo uno. Otra vez sus gestos le parecieron en extremo elegantes y refinados, y su forma pausada de expulsar el humo le recordó a un galán de Hollywood en las viejas películas de los años cincuenta.

– Es mejor que se olvide de eso -dijo al fin.

Ahora, los oídos de Isabel pulsaban con una especie de zumbido, como una alarma siniestra cuyo sonido llega desde alguna parte indeterminada. De repente, el lujo y el confort de la casa le oprimían el pechoy le robaban el mismo aire. Echó un vistazo a los altos techos revestidos con elegantes maderas oscuras como para buscar el oxígeno que de repente le faltaba; pero ahora las poderosas vigas le sugerían más el entarimado siniestro que se construye para ahorcar a los hombres con una soga.

– Yo… debo irme -dijo visiblemente nerviosa.

– Oh, eso sería una imprudencia. Aquí dentro está el mundo civilizado. Ahí fuera -hizo un gesto de desdén conla mano que resultó extrañamente femenino -nohay más que muerte. Pero eso ya lo sabe.

Otra vez volvió Isabel a formular la pregunta que más le angustiaba.

– ¿Por qué dice que me olvide de mis amigos?

– Porque están muertos -soltó Reza quien hablaba ahora por primera vez.

Isabel recibió el comentario como un mazazo. Se quedó mirando el semblante serio y desvestido de emociones de Reza, esperando que en algún momento, sonriera como si todo hubiera sido una broma. Imaginó que alguna de las puertas en la habitación se abría de repente y de ahí salían Moses, y también Alberto, y Juan Aranda con el pelo largo y negro recogido en una coleta, y todos los demás, vestidos elegantemente y sonriendo. Pero no fue así.

Theodor puso los ojos en blanco con cierta exasperación, y dirigió a Reza unas palabras en alemán que no pudo entender. Éste, sin embargo, no contestó nada; su rostro continuaba siendo tan inescrutable como lo había sido hasta entonces.

– ¿M-muertos? -se escuchó decir, perpleja.

Están muertos. El golpe en la cabeza. El juego. El juego.

El rugido del fuego en la chimenea llenaba el silencio que la pregunta había creado, ¿y no eran las sombras ahora más alargadas y contrastadas?

– ¡Olvide su pequeño grupo de indigentes! -dijo Theodor, acercándose de nuevo a ella con una mano extendida. -Ahora tiene la oportunidad de vivir con nosotros como nunca soñó que lo haría ¡muchas mujeres habrían dejado todo lo que tenían por estar donde está usted!

Mujeres. Mujeres con nosotros. El juego. El juego.

Isabel retrocedió un par de pasos. Había grandes ventanas en la habitación que parecían dar a algún tipo de jardín privado y también divisó la puerta de salida. Se imaginó corriendo hacia allí, pero Reza tenía la presencia y el aspecto de un corredor olímpico, y supuso que le daría caza mucho antes de que consiguiese llegar hasta ella. Y si lo hacía, ¿no estaría cerrada con llave? y había aún otra cosa, ¿qué tipo de futuro la esperaba si llegaba más allá, en las calles llenas de vigilantes espectros?

– Quiero irme -dijo en un murmullo.

– Pero es usted nuestra invitada -replicó Theodor.

– Su prisionera.

– Mein Gott. Ésa es una palabra llena de connotaciones desagradables -explicó Theodor ladino. -No tiene que ser así. Es lo que trato de explicarle.

De pronto, como si un hechizo hubiese expirado de repente su carisma desapareció. Por un instante, Isabel creyó entrever en su estudiada máscara una repugnante mueca lasciva, la punta de su lengua asomando por entre sus labios agrietados y húmedos; sus ojos brillantes cargados de lo que interpretó como deseo lujurioso. Entonces no quiso escuchar más. Se dio la vuelta y echó a correr hacia un recodo que nacía junto a las escaleras y giraba luego a la izquierda. Allí atravesó un pequeño pasillo, y al dar la vuelta a la esquina se encontró en una espaciosa cocina con varias isletas. Al otro lado había una puerta de cristal que daba al jardín, así que corrió entre éstas sin atreverse a mirar atrás. No bien hubo cruzado la mitad cuando se vio arrojada al suelo con contundente violencia. Se golpeó la nariz que empezó a sangrar de forma inmediata.

– ¡NO! -chilló, pero unos fuertes brazos le rodeaban y no pudo moverse. Sentía el aliento de alguien en el cuello, caliente y fuerte. De repente se vio transportada por el aire hasta una posición vertical, y cuando giró la cabeza, vio a Reza a su espalda con una mueca de asco en su cara.

Intentó sacudirse utilizando las piernas, haciendo fuerza contra las paredes a medida que Reza la llevaba de vuelta al salón principal. Sin embargo, cuando conseguía oponer la más mínima resistencia, su captor apretaba el abrazo hasta dejarla sin respiración haciéndole sentir un fuerte dolor en el abdomen.

Sentía un pánico mordaz, mayor incluso que cuando se vio obligada a correr por las calles con Moses, Mary y el Cojo antes de acabar en Carranque, perseguida por una plétora de muertos vivientes. Al menos entonces la sensación de libertad y de velocidad le infundía un estado de esperanza que ahora le había sido privado.

Fue llevada escaleras arriba de vuelta a la habitación. Theodor se había dado la vuelta y estaba sirviéndose otro vaso de whisky, como si la escena fuese demasiado desagradable para él. El aliento de Reza, jadeante y persistente, tan cerca de la nuca, la enloquecía. Allí la tumbó en la misma cama en la que despertó pensando que se encontraba en un hotel de lujo, y cuando intentó incorporarse la abofeteó en la cara con una violencia desmedida.

Cayó hacia atrás sintiendo un repentino sabor a sangre en la boca. Allí le estiró ambos brazos hacia arriba y se los ató a la cabecera de la cama con algún tipo de cuerda, que no pudo ver. Cuando supo lo que pasaba gritó hasta quedarse sin aire, sin importarle los golpes que pudiera recibir; pero Reza se había subido a horcajadas sobre ella y sus esfuerzos eran en vano.

Va a violarme, repetía su angustiada mente una y otra vez. Pero Reza ni siquiera le dedicó una segunda mirada una vez que estuvo atada a la cama: se apartó de ella y salió de la habitación dejando la puerta abierta.

Aquellos instantes fueron de completa angustia y desesperanza. Estaba presa y maniatada a una cama con un delicado dosel, rodeada de un lujo que no entendía, apartada de la gente que había aprendido a querer. Se recordaba a sí misma en el ático de la Plaza de la Merced, mirando tras los grandes ventanales, soñadora, imaginando que su Príncipe Azul vendría a buscarla en algún momento. Y fue a Moses a quien encontró… Moses, Moses, Mo, ¿dónde estás, amor? Su mente escoraba a él cada segundo, como si desear intensamente que apareciera pudiera obrar el milagro.

Cuando Theodor entró en la habitación desprovisto ya de su máscara sonriente y afable, las lágrimas rodaron por sus mejillas y mojaron las delicadas sábanas de hilo.


* * *

– Cuéntamelo otra vez -pidió Gabriel.

Estaban sentados sobre una roca sintiendo el sol en el rostro. El viento que bajaba ululando por las cañadas, era fresco y limpio, y reducía la sensación de calor. Aprovecharon para comer un poco, aunque ninguno sentía todavía verdadera hambre.

– Ay, Gaby -protestó Alba- es que… no estaba segura.

– Pero has estado viendo cosas.

Alba asintió vigorosamente.

– ¿Y por qué no has dicho nada, chulita? -preguntó Gabriel, un tanto enfadado.

– ¡Ya te lo he dicho! no estaba segura. Mira -exclamó haciendo un gesto con las manos que a Gabriel le resultó cursi en extremo. -Veía cosas a ratos, mientras andábamos. Primero pensé que eran cosas que imaginaba, ¿no? Pero luego -entrecerró los ojos, como si buscara las palabras adecuadas- luego pensé que no era como cuando pienso. Era como las imágenes, ¿sabes?

– Pero ¿qué fue de la tarta de coco?

Alba se encogió de hombros.

– No sé. A veces creía que me sentía un poco así, pero tampoco estaba segura. Creo que huele demasiado a flores, y por eso…

Gabriel suspiró largamente. Miraba a su hermana con cierto temor casi reverencial, pero ese sentimiento desaparecía cuando ella pasaba su lengua, golosa, por el borde de su galleta de chocolate.

– ¿Y qué cosas has visto? -preguntó, aunque como otras veces era incapaz de decidir si quería saberlo, o no.

– He visto -dudó por unos momentos mirando al suelo en todo momento, como si no quisiera hablar de ello- cosas, algunas no las entiendo, pero he visto mucho al Hombre Malo. Es malo de veras, Gaby. Vive en una casa que parece bonita, pero hay cosas feas. Si vieras lo malo que es.

– ¿Te refieres al hombre que encontramos?

– No. Otro hombre diferente. Y…

Gabriel esperó a que su hermana terminara la frase, pero se quedó callada. A su lado Gulich gimió brevemente, como si notara la lucha interna que la pequeña sufría en su interior.

– Está bien -dijo Gabriel entonces. -Pero Alba, si ese hombre es tan malo, ¿por qué vamos hacia él?

– Porque lo he visto, Gaby.

– Sí, pero -se rascó la cabeza- si un día nos ves tirándonos por una ventana, ¿significa eso que tenemos que hacerlo solo porque lo has visto?

Alba arrugó la nariz, usando las manos para protegerse del sol.

– No ¡tonto! He visto cosas que tendremos que hacer para escapar del Hombre Malo.

– Vale, así que tenemos que ir hacia ese hombre y ponernos en peligro para hacer cosas que nos harán escapar de él -sacudió la cabeza. -Vaya, chulita, sí que te has lucido esta vez, ¿tiene eso algún sentido?

Alba sacudió la cabeza.

– Es lo que pasará de todos modos, así que ¿para qué hablar de ello?

El muchacho abrió mucho los ojos ante el comentario y bajó la vista, mirándose las manos. Sin darse cuenta, había desmenuzado el trozo de galleta que aún le quedaba convirtiéndola en un montón de migas. Las dejó caer al suelo, en medio de una hilera de hormigas que se afanaban por llevar trozos de hojas a la profundidad de sus túneles subterráneos. Rápidamente, la hilera se desperdigó alrededor de los trozos armando un gran revuelo. Pensó en decirle que su última visión casi consigue acabar con ellos, pero la exquisita paradoja del que conoce el futuro absoluto y no el futuro posible volvió a caer sobre él con contundencia: ¿y si se hubiesen quedado donde estaban, si tal cosa era posible? Imaginó un grupo de monstruos irrumpiendo en el recinto cerrado donde vivían y dándoles caza sin que pudieran escapar, y todavía en silencio, movió lentamente la cabeza.

– ¿Y si nos damos la vuelta y volvemos por donde hemos venido?

– No creo que podamos, ya te lo he dicho -dijo Alba con un tono paciente que a Gabriel le molestó un poco.

– ¡Pues sería tan fácil como empezar a andar! -dijo, y se puso en pie sobre la roca para localizar el sendero parcialmente invadido por la maleza. Éste recorría el lado más meridional de la loma y se perdía, sinuoso, hacia la línea del horizonte. Y allí, experimentando una sensación de ahogo en el pecho, divisó una figura que avanzaba despacio todavía a unos buenos tres kilómetros. Al principio pensó que se equivocaba, que el sol y los días a la intemperie le estaban jugando una mala pasada. Incluso pensó que se trataba de un muerto viviente recorriendo azaroso los senderos a los que sus pies le llevaban, pero después reconoció la forma inequívoca y la peculiar forma de andar.

Era el Hombre Andrajoso.

Oh, mamá. Nos sigue. Nos viene siguiendo. Quiere carne de perro, quiere a mi hermana, y quiere que su amigo, atado en su silla, sienta el delicioso crujir de huesos en sus fauces muertas.

Se volvió con rapidez y tomó la mochila para colgársela a los hombros.

– Nos vamos. ¡Venga! Hay que darse prisa -dijo sin ninguna intención de mencionar lo que había visto. Si seguían caminando a buena velocidad, quizá conseguirían despistarlo y apartarlo de sus vidas para siempre. Quizá busca huellas en el sendero pensó, y miró el camino que venían siguiendo; allí vio las huellas de sus maltratadas zapatillas deportivas, y las de su hermana más pequeñas, y por todas partes las pezuñas de Gulich, que parecían ir en todas direcciones a la vez. Tendremos que cortar campo traviesa, se dijo. En algún momento. Así no podrá seguirnos.

Alba le miró con curiosidad.

– ¿Hacia atrás? -preguntó.

– No. Al Oeste, hacia donde tú querías.

Alba se incorporó con gracilidad, como si apenas pesara nada.

– Ya te lo dije.


* * *

Habían apagado las luces tras terminar con ella, y yacía en la cama desnuda de cintura para abajo y con la camiseta subida hasta el cuello, revelando sus senos blancos y pequeños. Sin embargo, aunque la oscuridad había caído sobre la habitación y desdibujaba los volúmenes a formas vagas e imprecisas, tenía los ojos abiertos y respiraba con inusual tranquilidad, dejando vagar su mente con los conceptos abstractos que ésta conjuraba.

Había pasado por todos los estadios de ánimo a medida que Theodor la penetraba en silencio, entregado a su propio placer. El principio fue lo más duro, invadida por un dolor brutal que nacía de su sexo e incendiaba todo su cuerpo. Luego ese dolor pasó, y una repugnancia inconmensurable la inundó. Gritó, chilló y le escupió en el rostro, pero Theodor parecía disfrutar aún más, y como sus arremetidas se volvían más y más salvajes, Isabel giró la cabeza a un lado y se mordió el labio inferior intentando ignorar el ariete monstruoso que la desgarraba por dentro.

Con el sometimiento vino una profunda tristeza. Se sacudía arriba y abajo al ritmo de las acometidas, y cada vez que el demencial vaivén se repetía iba cayendo en una desesperación aún mayor. Se sintió sucia, tan sucia que sintió unas profundas arcadas naciendo de su interior; pero el dolor empezó a volver, intenso y espantoso, germinando en el interior de su entrepierna en oleadas palpitantes. Era como una quemazón que no cesaba, y después de un rato volvió a gritar, sintiéndose incapaz de soportarlo por más tiempo.

Casi al final, Theodor mordió sus pezones erectos, y el calor tibio y húmedo de su boca en su cuerpo la condujo a un nuevo horizonte de aversión. Deseó poder coger algo y clavárselo en el mismísimo centro de la cabeza. Deseó sentir su sangre empapando su cuerpo desnudo, sentir su vida apagándose, corazón con corazón. Deseó que volviera a la vida después, convertido en un espectro para volver a matarlo, para arrancarle su sexo erecto.

Su eyaculación fue asfixiante, caliente y aberrante. Inundó su sexo y lo sintió topar contra las paredes de su vagina, y esa sensación horrible casi la lleva a las más altas cotas de la locura. El hombre gritó algo en alemán mientras lo hacía, y luego se dejó caer sobre ella con todo su peso, insoportable y repugnante a un mismo tiempo. Y después…

Después no recordaba mucho. Theodor desapareció por la puerta ajustándose la ropa, y ella cerró sus piernas y quiso que la muerte descendiera sobre ella y se la llevara. Se quedó vacía, con su sexo palpitando por efecto de los espasmos del flujo sanguíneo, y sintió que el semen, aún cálido, escapaba de los labios de su vulva y recorría lentamente el muslo interior.

Entonces se desconectó. Su mente dibujaba formas e imágenes, y mezclaba recuerdos con sensaciones que se tejían poco a poco, como complicadas telas de araña. Pero no encontraba sentido a ninguna de ellas. Eran como brumas oscuras, indefinidas y tenebrosas, que vagaban por el plano inconsciente de su mente.

Y pensó en Moses, sí, pero en su mente aparecía como una figura parcialmente oculta por la oscuridad, en una esquina sin hacer nada más que mirarla, así que cerró los ojos, y otra vez las lágrimas resbalaron de nuevo por sus mejillas.


* * *

Al anochecer, llegaron a la altura de El Rosario, una pequeña urbanización de chalets y villas de alto standing que se esparcía primorosamente hacia el mar. Gabriel había caminado echando vistazos hacia atrás, por si el Hombre Andrajoso aparecía por el camino que habían venido siguiendo, pero éste siempre se mostraba tan solitario y polvoriento como lo encontraban al pasar. Empezaba a pensar que sus argucias cruzando a ratos campo a traviesa lo habían terminado de despistar.

La vieron los dos a la vez todavía a unos buenos cuatrocientos metros, porque sus ventanas encendidas despuntaban en medio de la oscuridad que la rodeaba. Se trataba de un chalet de lujo con al menos dos plantas, aunque la distribución de las habitaciones era irregular, y asomaban en diversos ángulos. En el jardín que lo rodeaba crecían altos árboles que la cubrían parcialmente. Alba se detuvo a mirarla con una expresión de disgusto en el rostro.

– Es ésa, Gaby. Es ésa -dijo en voz baja.

La había visto en sus visiones mientras caminaba junto a Gulich y su hermano. En todos los casos era como si su mente abandonara su cuerpo y se proyectase a una velocidad vertiginosa, hacia delante. En esas visiones o trances mentales, la casa era negra y distorsionada, y las paredes parecían latir con un corazón propio, como si tuviera vida. Y atravesaba sus muros de piedra y recorría sus habitaciones, decoradas con un gusto exquisito y alumbradas por luces indirectas que le daban el tinte del oro. Y subía a las habitaciones superiores, volando por encima de las alfombras y los suelos de mármol, y descendía también a los sótanos oscuros y terribles, desprovistos del glamour sofisticado de las salas superiores. Allí, las paredes frías le hablaban de los hombres que vivían en la casa, y vio escenas del pasado, de los primeros días de la infección cuando hacían pruebas horribles con los monstruos. Les disparaban y les extirpaban órganos para ver cuál provocaba su muerte definitiva, y cuando terminaban con ellos, sangrantes y con el contenido de sus entrañas desparramado por el suelo, se deshacían de ellos quemándolos o tirándolos en grandes bolsas negras de basura. Alba, de alguna manera, notaba lo que los monstruos sentían cuando les hacían eso; a pesar de sus lánguidas miradas y su rabia, sentía la confusión y el miedo que pulsaban intermitentes como la luz de un faro, en las zonas más ancestrales de su cerebro. No había dolor, solo miedo; una suerte de tristeza interior tan honda y atroz que impregnaba el aire y se mezclaba con el olor de la sangre.

Y los veía también entregados a sus juegos de guerra por las calles de la urbanización, subidos a su vehículo todo terreno y disparando contra los monstruos; nunca iban al centro de Marbella donde el número de espectros los habría puesto en un aprieto, siempre en las calles vacías donde los muertos a veces se internaban, siguiendo sus propios pasos erráticos.

– Hay luces encendidas -dijo Gabriel, con la boca pastosa.

– Es la Casa del Miedo -anunció Alba, hipnotizada.

– ¿Qué tontería es esa? -preguntó Gabriel, pero su voz era débil e insegura; de alguna forma, también a él la visión del espectacular chalet iluminado bajo el manto de estrellas, le imponía cierto respeto. El mirador que se levantaba en una de las alas del edificio se asemejaba al campanario de una iglesia, pero las paredes oscuras unidas a las tinieblas de la noche le conferían un aire tenebroso y maléfico, como si lo que tuvieran delante fuera algún templo construido para adorar a un demonio.

– ¿Vamos allí, entonces? -preguntó Gabriel con desaliento.

Alba asintió, aunque no inmediatamente. Gulich, siempre a su lado, miraba hacia las casas con las orejas gachas, expectante.

Tenían que recorrer aún un buen trecho, descendiendo por una ladera pelada donde crecían apenas unos arbustos raquíticos, así que se pusieron en marcha con los pies doloridos por la caminata. Junto al muro de la casa discurría una pequeña carretera, que ni en tiempos conoció mucho tráfico de coches y que se hallaba ahora vacía.

No había, al menos, ni rastro de muertos vivientes.

Cuando estaban ya a escasa distancia, Gabriel se detuvo.

– ¿Y ahora? El muro es bastante alto, y la verja de entrada parece cerrada -dijo. -¿Qué hay que hacer, llamamos a la puerta?

Alba miró hacia las ventanas del piso superior. Casi todas estaban iluminadas, excepto una, y era precisamente ésta la que ejercía una poderosa fascinación sobre ella. Gulich, mientras tanto, olisqueaba el pavimento de la acera con el rabo entre las piernas, lenta y cuidadosamente, como si estuviera clasificando multitud de olores nuevos y diferentes.

– No sé cómo entraremos -dijo Alba, mirando alrededor.

– Si nos acercamos más, ¿nos verán? -preguntó Gabriel.

– No lo sé -preguntó Alba, indecisa.

Gabriel dejó escapar un exabrupto entre dientes, y empezaron a cruzar la carretera para acercarse a la casa. El silencio era casi tangible, omnipresente, roto solamente por las pisadas de los niños en el asfalto. Gulich se detenía constantemente olfateando el aire. Los niños no lo sabían, pero aunque no veía ninguno, él podía oler el profundo hedor de los muertos a su alrededor. A no demasiada distancia, pensaba. Sentía el instinto natural de ladrar y dar la voz de alarma, pero en sus días de solitaria supervivencia había aprendido que los ladridos eran siempre mala idea; siempre los atraían hacia él.

Alba por su parte, comenzaba a sentirse arrastrada por una tumultuosa sensación de miedo. El Hombre Malo era en verdad muy malo, y en sus visiones siempre aparecía cubierto por una especie de manto negro que le impedía ver sus facciones con claridad; pero de ninguna forma quería encontrárselo de cara.

Sabía lo de Isabel. Sabía que la habían traído en una especie de motos que flotaban sobre el agua, y que luego la habían llevado por caminos que cruzaban parcelas desnudas entre los chalets, hasta la casa. Allí la mantenían contra su voluntad, y en sus mentes oscuras y terribles trazaban planes abominables que ella sentía en sus visiones, como las gélidas emanaciones de un congelador abierto.

Pero no había tenido ninguna visión como las de antes, ninguna experiencia tarta de coco, y por lo tanto, sus propios destinos y el de la mujer prisionera eran inciertos. Eso alimentaba su miedo, sí, pero en su mente infantil no había cabida para la opción del fracaso. Ella no visualizaba al Hombre Malo capturándolos y encerrándolos en el sótano, de modo que todavía conseguía encaminar sus pies hacia la Casa. Solo sabía que se le había permitido viajar con su mente hasta allí, y que esas cosas terribles le habían sido mostradas por algún motivo como dijo su padre. Él habló con ella sobre sus visiones cuando lloraba pensando que era ella misma la que provocaba que las cosas pasaran. Él la abrazó fuertemente y la colmó de besos mientras le susurraba al oído:

Cariño, las cosas pasan porque tienen que pasar. Tú no las provocas, en la misma medida que no puedes evitarlas. Puede que Dios haya querido que veas pequeños fragmentos de esas cosas futuras para que puedas crecer personalmente. Ya eres muy especial, mucho más madura que cualquier otra niña de tu edad, y sospecho que eso al menos no tiene nada que ver con las cosas que ves. Quizá algún día, puedas usar ese don que llevas dentro para hacer el bien. No lo sé. Pero no olvides nunca que uno no es bueno ni malo por las cosas que ve, sino por las cosas que hace.

Alba quería ser buena; quería que su papá estuviera orgulloso, y quería hacerle saber donde quiera que estuviese ahora, que aunque había visto el mal absoluto, utilizaría su don para hacer el bien.

– No parece cerrada -dijo Gabriel echando un vistazo a la verja de entrada. No se puso frente a ella para no ser visto, pero desde el lateral pudo comprobar que solo una rudimentaria cerradura de pestillo parecía ser lo que mantenía la verja cerrada. Echó un vistazo al interior, pero la casa aún no era visible; quedaba oculta por la vegetación que adornaba el camino de entrada, suficientemente ancho para permitir el paso de un vehículo y que describía un recodo hacia la derecha. Adelantó la mano, la pasó por entre los barrotes, y retiró el pestillo con facilidad.

– ¡Ya está! -dijo en voz baja, sorprendido. Sin embargo, el oscuro camino le producía una extraña tensión en la base del estómago. -¿Demasiado fácil, dónde nos llevará ese camino, a la puerta principal?

Alba le devolvió la mirada, indecisa.

– No estoy seguro de que sea una buena idea -dijo, pensativo- aunque creo que es bueno que tengamos ya una entrada. ¿Sabes qué? Vamos a dar la vuelta a la casa primero, luego ya veremos. El muro es alto, y no nos verán.

Caminaron entonces en silencio pegados al alto muro de piedra que rodeaba todo el perímetro de la villa. No bien habían dado la vuelta al primer recodo, encontraron un coche volcado apoyado sobre el techo. Había ardido completamente y las llantas de las ruedas, impregnados de restos de goma, despuntaban como extraños derelictos metálicos. Las marcas de neumáticos en el asfalto se habían borrado hacía tiempo, pero todavía se veían los rasponazos de la carrocería contra la estrecha acera y el muro de la casa: laceraciones profundas y delgadas por la fricción del metal, y un rastro de piedras arrancadas del muro por obra del impacto.

Gabriel se acercó al lugar donde el coche había chocado antes de voltearse y volver a caer. Había dos grietas que recorrían la pared en zigzag hacia arriba, y en la parte inferior había un hueco. Era en verdad muy pequeño incluso para dos niños, pero empujando las piedras que sobresalían a ambos lados, no tardó en hacerlo un poco mayor.

– ¿Qué haces? -preguntó Alba, alarmada.

– Mira esto, ¡es perfecto!

– ¿Quieres que pasemos por ahí?

– Nadie esperará que entremos por aquí, ¡vamos!

Y pasó por el hueco, tumbándose en el suelo y pegando los brazos al cuerpo. En esa postura, y valiéndose de los pies para impulsarse, Alba pensó en un gusano de desproporcionadas dimensiones internándose en su madriguera; pero cuando su hermano hubo pasado ella lo siguió.

Estaban ahora en lo que parecía ser la parte trasera de un jardín, que a Alba le trajo recuerdos del Escondite por la cantidad de vegetación que les rodeaba. La Casa del Miedo se levantaba, majestuosa, a apenas veinte metros de donde estaban. Ahora que la tenía tan cerca reconoció sus formas angulosas, sus ventanas con rejas curvas y sinuosas, y sus paredes lisas de color tierra clara.

Un bufido áspero y sonoro les hizo darse la vuelta. Era Gulich asomando la cabeza por la abertura; el mastín era demasiado grande para pasar por el hueco.

– ¡Gulich! -exclamó Alba dejándose caer de rodillas para acariciarle. El perro le lamió la mano; su hocico era también frío y húmedo.

– No había pensado en Gulich -admitió Gabriel- pero quizá sea mejor así, ¿no crees?

– Pobrecito -dijo Alba.

Gabriel se acuclilló junto al perro.

– Gulich quédate aquí, ¿me entiendes? quédate aquí y espéranos. ¡Buen perro!

El mastín resopló de nuevo mirándoles con ojos de cordero; luego retiró la cabeza y no le escucharon más.

– Debemos de estar locos -dijo entonces Gabriel, volviéndose de nuevo en dirección a la casa-. ¿Qué haremos ahora?

– ¡Hay un sitio, Gaby! -dijo Alba y empezó a avanzar hacia la casa. Por un instante el muchacho levantó un brazo para detenerla, pero se contuvo casi al instante. Era allí donde iban, definitivamente, a pesar de las luces que indicaban muy a las claras, que había gente dentro.

El Hombre Malo.

Caminaron unos metros pegados a la pared, hasta que Alba le tiró de los faldones de la camisa. Cuando se giró para mirarla, ella había vuelto la cabeza hacia arriba.

– ¿Qué pasa? -musitó Gabriel.

– ¡Gaby! -dijo la pequeña- ¡creo que es esa ventana!

– ¡Vas a volverme loco! -exclamó Gabriel, mirando alrededor para asegurarse de que nadie les acechaba. -¿Quieres que subamos allí? ¡Es imposible!

– ¡No! Ahí es donde tienen a una chica.

Gabriel pestañeó varias veces, intentando decidir si estaba enfadado o perplejo.

– Alba ¡tienes que contarme las cosas! -dijo al fin- ¡no puedo con esto!

– Gaby -gimió Alba, agachando la cabeza- es que ahora es más difícil, ¡te lo dije! Las cosas que he visto no sabía si eran de antes o de después, no estaba segura.

Gabriel detectó la voz temblorosa, y su enfado pasó como una mala nube en mitad de un cielo despejado. Otra vez se le antojó muy pequeña, y probablemente tan asustada como él. Intentó imaginarse con ocho años y la cabeza llena de imágenes extrañas insufladas entre su línea normal de pensamientos, y concluyó que su hermana, probablemente, estaba pasando un verdadero calvario.

Se acercó a ella y le cogió las manos, chasqueando la lengua y recuperando el tono de voz calmo.

– A ver tonta, ¿qué chica?

– Una chica, el Hombre Malo se la llevó y la tienen ahí, Gaby.

– ¿En serio? Uf -miró hacia la ventana anónima y anodina, y de repente, titular de oscuros secretos. Le resultaba extraño estar a tan pocos metros e imaginar que al otro lado, pudiera haber alguien sufriendo.

– Podías habérmelo dicho antes, de todas maneras.

Alba asintió vigorosamente.

– Vale -dijo entonces Gabriel. -Pero dijiste que había un sitio.

– ¡Sí, es aquí mismo!

– ¿Eso también lo has visto?

– Sí. ¡Vamos!

Reanudaron el paso hasta que encontraron un tragaluz que quedaba a la altura del suelo. Tenía apenas unos ochenta centímetros de alto por algo más de un metro. El cristal estaba tan sucio y el interior tan oscuro, que les fue imposible ver el interior.

– ¿Por aquí? -susurró Gabriel.

Alba asintió con los ojos muy abiertos.

– No se puede abrir, ¡habrá que romper el cristal!

– ¿Sí? Bueno.

Gabriel examinó el vidrio.

– Hará ruido ¿seguro?

– S-sí -dijo Alba sin dejar de mirar el pequeño ventanuco. Sabía lo que encontrarían detrás, y de repente sintió un miedo tan tangible que parecía masajearle la parte trasera de la nuca.

Gabriel asintió, apoyó las manos contra la pared y propinó una patada al cristal haciendo que el vidrio saltara por los aires hacia dentro. El tintín fue breve, pero intenso. Esperó un poco como si temiera que unas voces graves dieran la voz de alarma en el interior, pero luego se agachó para examinar el ventanuco.

Había numerosos dientes afilados y angulosos, con extremos cortantes. Los quitó con cuidado dejándolos sobre la hierba, hasta despejar el camino. Sin embargo, quedaban todavía bastantes puntas cortantes adheridas a la masilla, de modo que el muchacho se quitó la camisa y la dobló sobre la parte inferior para que pudieran pasar.

– Bueno -dijo al fin- voy yo primero.

Pasó con los pies por delante boca abajo, y cuando notó apoyo con los pies deslizó el resto del cuerpo. Estaba oscuro, pero la luz que entraba por la ventana era suficiente para distinguir la habitación. Se trataba de un sótano diáfano con varias columnas distribuidas regularmente; por todas partes se apilaban cajas y paquetes cuidadosamente embaladas, muebles viejos en confusa aglomeración, y estantes llenos de herramientas, cubos de pintura y otras cosas. Unas rudimentarias escaleras de madera nacían en ese punto hacia el piso de arriba, pero la puerta estaba cerrada.

Alba llegó junto a Gabriel, y lo primero que hizo fue dirigir su mirada hacia una esquina en particular. Allí descansaba una vieja silla y una enorme mesa, oscura y algo desvencijada. La pequeña lo había visto antes en sus visiones: era en ese oscuro rincón donde hacían sus experimentos con los muertos intentando encontrar puntos débiles en sus cuerpos atados. Había estado antes en ese lugar, pero en sus visiones, los detalles como las manchas oscuras en el suelo y el aspecto áspero de las paredes de cemento se le escapaban. Estar finalmente en el sitio era ciertamente otra cosa.

– ¿Qué será todo esto? -dijo Gabriel, acercando mucho la cara a las etiquetas de las cajas para poder leer los letreros. Algunos tenían palabras escritas en inglés que no podía entender; en otros, las letras estaban marcadas con algún tipo de plantilla que se había ido borrando con el tiempo. Más allá de la zona cercana al ventanuco, la oscuridad se acentuaba y le impedía leer los rótulos.

– Podría ser comida, un almacén de comida para resistir.

Pero Alba caminó despacio hacia una de las pilas y tocó la superficie de las cajas de madera amontonadas. Estaban cubiertas, al menos en parte, por un gran plástico transparente.

– Es esto, Gaby -dijo de pronto.

Gabriel se acercó hasta ella lleno de curiosidad. Las cajas eran bastas y tenían las asperezas propias de la madera sin pulir, que despuntaban en todas direcciones. En todas ellas se había adherido una señal triangular de color naranja que decía: EXPLOSIVES l. l. A

– ¿Explosivos? -preguntó todavía sin comprender.

– ¡Así es como lo hizo él, Gaby! Así es como lo destruyó todo.

Chulita, no tengo ni idea de qué hablas -protestó el muchacho mientras contaba las cajas. Había al menos seis, colocadas sobre unos bancos de madera para que no tocasen el suelo. Esperaba que su hermana no pretendiera involucrarlos en nada que tuviera que ver con explosiones; una vez vio una película de la Segunda Guerra Mundial en la que una terrible explosión cercenaba la pierna de un hombre. La pierna salía despedida por el aire, bamboleante, hasta caer en el suelo varios metros más allá. La imagen le persiguió en sueños durante meses.

– El Hombre Malo, Gaby -dijo Alba en voz baja, como si se debatiera entre ensoñaciones- así es como lo hizo, ¡abre una caja!

Todavía dubitativo, Gabriel intentó mover la caja superior, que aunque parecía pesada se desplazó sin mucho esfuerzo. El ruido de la fricción le sorprendió, y su mente conjuró una imagen fugaz en la que una explosión súbita y terrible los lanzaba, a través del sótano, convertidos en una fina lluvia de partículas de sangre. Sin embargo no ocurrió nada, y después de una profunda inhalación, tomó la caja con ambos manos y la depositó en el suelo con un cuidado exquisito.

Fue Alba quien se agachó con gesto decidido y retiró la tapa revelando varias hileras de objetos pequeños con forma de huevo. Gabriel no los reconoció inmediatamente.

– ¿Qué son? -preguntó-, ¿bombas?

Eran frías al tacto y en uno de los lados tenía una palanca. La visión de la anilla de seguridad le hizo comprender de qué se trataba.

– ¡Son granadas! ¡Granadas de mano! -exclamó de pronto. Las había visto ser lanzadas, explotar, rodar por concurridas calles llenas de vehículos destrozados, siempre confinadas en el universo maravilloso del celuloide, pero nunca pensó que tendría una en las manos. Sentía el metal frío en los dedos, consciente de su poder destructor que le provocaba un miedo casi reverencial. Alba, por su parte, recogió los brazos alrededor del pecho como si las palabras de Gabriel hubieran terminado por confirmar lo que ya sabía.

– ¡¿Qué vamos a hacer con esto!? -exclamó, pasando una mano por entre sus cabellos-, ¿estás loca? Estás como una cabra.

– El Hombre Malo hizo explotar el edificio, Gaby -dijo Alba, intentando explicar lo que había visto hacía ya algunos días.

– ¿Quieres que explotemos éste edificio con granadas? -preguntó Gabriel, sintiendo un pulso repentino en las sienes.

– No.

– ¿De qué edificio hablas, entonces?

– ¡El edificio de donde se llevaron a la chica prisionera!

– ¡Oh! -exclamó Gabriel- ¿y destruyó un edificio entero? ¡Vaya! No me extraña con este arsenal.

Sopesó la granada en las manos; parecía pesar medio kilo más o menos. Alba se acercó a él, despacio, y puso su mano sobre la suya.

– Haremos lo mismo, ¡tírala, Gaby! -dijo de pronto.

Gabriel quiso decir algo pero la boca se le había secado. Instintivamente, cerró la mano alrededor de la granada, como protegiéndola.

– ¿Ti-tirarla? ¡¿a dónde?!

– ¡Por la ventana! -explicó Alba, súbitamente excitada. -¡Por donde hemos entrado! ¡Tírala contra el muro de fuera!

Gabriel miró la granada en su mano. La anilla de seguridad. El código de producto inscrito en relieve con caracteres altos y delgados, sensible bajo sus dedos. La palanca que iniciaba el percutor. La pierna del hombre que volaba por el aire mostrando un infierno de sangre y hueso mientras evolucionaba en medio del humo negro hasta caer en el suelo.

– Pero Alba -murmuró, casi sin proponérselo.

– ¡Tírala, Gaby!

Y Gaby avanzó con las piernas convertidas en bloques de cemento, hasta el ventanuco. Le temblaban las manos, pero consiguió tirar de la anilla que se liberó con un pequeño click apenas audible. En ese mismo instante, sintió la presión de la palanca contra su mano, y por su cabeza pasaron imágenes fulgurantes de cuando papá y mamá vivían, y su padre bebía cerveza Shandy a escondidas y mamá le regañaba porque era una barbaridad lo que esas cosas engordaban. Una barbaridad.

La anilla… ya está… está quitada…

Y lanzó la granada por el ventanuco. El proyectil salió despedido, describiendo una órbita elíptica hasta desaparecer entre la vegetación.

– ¡Agáchate! -exclamó Gabriel corriendo hacia ella.

Alba chilló.


* * *

Theodor se sirvió otro vaso, esta vez de Bourbon con una medida de agua, y lo apuró de un trago. La garganta protestó con una deliciosa sensación de quemazón, y entonces abrió la boca para dejar que el aire aliviara el sabor intenso. Sentía también un placentero hormigueo en la base de los testículos, y cierta flojera en piernas y brazos. Había pasado demasiado tiempo desde la última vez que estuvo con una mujer y casi había olvidado esas sensaciones. Era justo lo que venía necesitando tras pasar varios meses jugando a soldados con tres hombres más, un poco de compañía femenina. Se sentía, en suma, otra vez vivo, joven y satisfecho.

Se volvió para reunirse con Reza, quien miraba las llamas en el hogar con ambas manos entrelazadas a su espalda. Un caso curioso, Reza, pensó; no parecía mostrar interés alguno por el bello sexo.

– ¿Tardarán mucho? -preguntó sin volverse, al escuchar que los pasos de Theodor se acercaban.

– Ah, quién sabe -comentó Theodor, respondiendo en alemán.

– Creo que Dustin tiene alguna idea de dónde buscarles, pero ya sabes, llevará un tiempo. Bluma y Guido llevan días fuera buscando supervivientes. Pero no basta con encontrar un agujero cualquiera, ¡debe haber mujeres hermosas también! -añadió soltando una risa grave y hueca.

– ¿Recuerdas aquellos hombres que encontramos hace unas semanas? Qué enfermos estaban, daba auténtico asco verlos tan sucios, y con esas ropas rasgadas, creo que la gente exagera estas situaciones.

– Sí.

– Hicimos bien en aliviar su pesar.

Reza se encogió de hombros. Para él, había sido indiferente. Solo era un grupo de desnutridos e indefensos hombres que se oponían obcecadamente a la muerte, alargando sus días de existencia incluso cuando su salud degeneraba cada día. Les disparó uno a uno como quien apaga el interruptor de una lámpara. Encendido. Apagado. Como aquellos dos chicos que se ocultaban en un barril.

– Tendrías que probar la señorita, ya me entiendes -comentó Theodor, mirándole con suspicacia.

– No me interesa -contestó Reza sin apartar la vista del fuego. Se concentraba en el Premio. Su Premio. Quería ver las caras de sus compañeros cuando alzasen sus copas hacia él, reconociéndole como ganador absoluto. Él no era hombre de muchas palabras, pero estaba seguro de que Dustin les hablaría de la eficiencia magistral con la que se habían infiltrado en el campamento, cómo habían capturado a la mujer en un tiempo récord, y cómo se las había ingeniado para destruir el campamento que se habían trabajado, imposibilitando por completo la posibilidad de que alguien les siguiera.

– Pero Reza -exclamó Theodor con el firme propósito de jugar alrededor del concepto del hombre que rechaza los placeres de la carne. -¿Quizá tendríamos que organizar un nuevo juego para buscarte un hombre?

– No tengo interés en un hombre, tampoco. Y como insulto, deja mucho que desear. Me es indiferente dónde mete un hombre su polla. Eso no hace a un hombre más o menos hombre.

Theodor se preparaba para contestar con mordaz aguijón, cuando un ruido atronador llegó hasta ellos seguido del inconfundible sonido de los cascotes cayendo de nuevo al suelo. Las cristaleras retumbaron en sus marcos, y la luz parpadeó unos breves instantes.

Reza se giró con la rapidez de un guepardo para encontrarse con los ojos cargados de furia de su compañero. En ellos, cualquier traza de diversión había desaparecido.

– ¡Te han seguido! ¡Imbécil!

– ¡Imposible! -protestó Reza, pero un deje de duda se asomó en su expresión y Theodor la leyó como un libro abierto. Dejó caer el vaso al suelo y se volvió para dirigirse a un pequeño armario que se abría en una de las paredes. Había sido acondicionado para albergar algunas armas, varios fusiles, un rifle Dragimov ruso con mirilla de francotirador, y varias pistolas.

Cogió un fusil y se lo lanzó a Reza que le iba a la zaga, y luego sacó otro para él mismo.

– Ha sido en el jardín.

– Al este, sin duda -confirmó Reza.

– Yo voy por delante, tú por detrás, y apaga el cuadro de mandos, ¡todas las luces fuera! -dijo Theodor y corrió hacia la puerta delantera mientras Reza desaparecía por el pasillo. Se acuclilló junto a la puerta en el lado derecho, con una mano apoyada en el picaporte, y esperó. Quería primero las luces apagadas, luego accionaría el pomo cubierto por el muro. Si había alguien atento, espiando tras la mirilla de un arma, no le pillaría por sorpresa.

Después de unos instantes la luz se desvaneció, y la oscuridad cayó sobre la habitación. El jardín, que antes era una forma oscura tras las ventanas, era ahora perfectamente visible bajo la luz de la luna, y por ende, el interior era como una cueva.

Giró el pomo y tiró de él con rapidez escondiendo la mano y preparando el fusil. No recibió ninguna ráfaga de disparos como había esperado, así que asomó despacio la cabeza, para espiar el exterior. Escudriñó los arbustos, los troncos de los árboles, la grava del camino en busca de huellas o marcas, pero no vio nada fuera de lugar, de manera que todavía acuclillado, decidió asomarse. Después, recorrió la distancia que le separaba de los arbustos con una rápida carrera, hasta desaparecer entre ellos.

No parecía haber nadie a la vista.

Caminó tan sigilosamente como pudo, en dirección al lugar de donde les llegó el sonido de la explosión. Cuando el recodo se hizo visible, vio el enorme agujero todavía humeante, que se había abierto en el muro exterior. Era suficientemente grande para permitir el paso de varias personas. Grandes trozos de piedra habían salido despedidos en todas direcciones y yacían en el suelo, entre la hierba y también en la carretera.

Verdammt! -exclamó, llevándose el rifle cerca de la mejilla para apuntar.

Entonces ocurrieron varias cosas a la vez.

Reza llegó primero, apareciendo desde la parte trasera de la casa ligeramente agachado y con su fusil preparado. Apenas vio la brecha en el muro, se procuró cobertura contra un árbol y se preparó, clavando una rodilla en la tierra.

En ese mismo instante, Theodor escuchó un ruido en algún lugar cercano a su espalda, era el sonido característico e inconfundible de las hojas cuando algo pasa deslizándose entre ellas. Se volvió con rapidez pero tampoco esta vez vio nada, la luz de la luna no traspasaba las copas de los árboles y la oscuridad los rodeaba como un manto tenebroso. Su corazón, no obstante, empezó a latir con rapidez.

Al mismo tiempo escucharon el sonido de pisadas contra el asfalto de la calle, al otro lado del muro. Pisadas que cada vez eran más audibles; pisadas que se acercaban. Reza no se inmutó, pero Theodor se volvió de nuevo girando como una peonza. Esperaron unos interminables segundos aguantando la respiración mientras miraban. Theodor esperaba un ataque, una especie de grupo de rescate. Si era así, eran unos burdos aficionados. Hacía tres meses que recorrían los alrededores y sabían que estaban completamente solos en muchos kilómetros a la redonda; se habían relajado tanto que ni siquiera cerraban ya la verja principal. Podían haberse infiltrado tan fácilmente en la casa deslizándose en silencio por el jardín y disparándoles a través de las ventanas.

Entonces apareció el primero de ellos, era uno de los muertos vivientes trotando fatigosamente con los brazos estirados hacia abajo, tensos como cables de acero. Apenas lo vio, Theodor chasqueó la lengua, ¡no había pensado en ellos! El sonido atronador de la explosión los debía de haber atraído como la miel a las moscas.

Reza no dudó un instante y disparó contra él. El sonido del disparo rasgó la quietud de la noche, y el zombi describió una voltereta lateral para caer blandamente al suelo. Theodor se sobresaltó dándose cuenta por primera vez que ninguno de los fusiles tenía el silenciador puesto.

Ya no había nada que hacer. Otros dos zombis aparecieron por el hueco; a uno le faltaba el antebrazo, y el hueso terminado en punta como un estilete endiablado, asomaba por entre la carne muerta. Reza se ocupó de ellos antes de que pudieran pasar la pierna por encima de los cascotes.

Theodor, en cambio, no disparó todavía. Sin silenciador revelaría su posición, y aún tenía que averiguar quién se había escabullido por entre la maleza, a su espalda.

Acompañado del sonido de los disparos, Theodor se volvió y empezó a buscar, atento a cualquier movimiento entre los arbustos. Su expresión, desdibujada por la oscuridad, era la de un lobo monstruoso; un lobo que sonreía.


* * *

– ¡Ya está! -dijo Gabriel, todavía sobresaltado por el sonido de la explosión. Había resultado ser mucho más fuerte de lo que había visto en series y películas, y la onda de impacto hizo vibrar su pecho como la música en un concierto. El murmullo de las piedras desmoronándose y cayendo unas sobre otras todavía persistía cuando se incorporaron.

– Uf -exclamó Alba, visiblemente conmocionada. Cuando Gabriel la cogió del brazo, pudo sentir que temblaba como lo haría una caña en un caudaloso río.

– ¿Estás bien? -preguntó el muchacho.

– Tengo miedo -reconoció.

– Yo también -dijo Gabriel, echando un vistazo a través del ventanuco. El humo se retiraba lentamente pero aún no se podía ver gran cosa.

– ¿Para qué hicimos eso?

– Porque -empezó a decir, pero la angustia se apoderó de ella y se quedó callada pasándose una mano temblorosa por la frente.

No es así como debería ser, se dijo Gabriel experimentando una súbita oleada de furia en su interior. Solo tiene ocho años, por el amor de Dios. No debería estar aquí, no deberíamos estar aquí. No tendría que tener visiones. Es Enero, y el mes que viene será la Semana Blanca y papá prometió que iríamos a Euro Disney con el dinero de aquel trabajo extra, y mamá dijo que compraría una cámara de fotos nueva, una digital, para hacer fotos de Mickey y el castillo de la Bella Durmiente; pero nada de eso pasará porque estamos en un sótano donde encierran a las chicas y acabamos de tirar una granada. Mamá nos castigaría un año entero si supiera que he tirado una granada.

– ¿Y Gulich? -preguntó Alba, inquieta.

– ¿Qué le pasa?

– La explosión, ¿y si le ha…?

Gabriel pestañeó unos instantes.

– Na, seguro que no -dijo. -Ya verás. Él estaba al otro lado del muro, por la parte de atrás, y éste da a un lateral.

– Bueno. Pero la chica -dijo la pequeña después-, está arriba.

Gabriel miró hacia las escaleras. En su parte más alta, la puerta, en apariencia cerrada parecía devolverles la mirada con indiferencia. Caminó hasta allí y ascendió por los escalones que crujieron amenazadoramente. Descubrió que las piernas le temblaban; la escena le traía recuerdos de la casa del Hombre Andrajoso. Sin embargo sacudió la cabeza para sacárselos, intentando concentrarse en una cosa cada vez. Ver si la puerta estaba cerrada con llave, eso era todo lo que tenía que hacer.

Y descubrió que estaba abierta: el pomo giró sin ofrecer resistencia. Con exquisito cuidado volvió a girarlo en sentido contrario y regresó junto a Alba que le esperaba todavía junto a las granadas.

– ¡Está abierta! -dijo.

Pero en ese momento escucharon un ruido fuerte, como el de un petardo. El sonido se propagó por el sótano, retumbante. Los niños dieron un respingo; parecía venir directamente del otro lado del ventanuco. Alba se acercó a su hermano y lo abrazó.

– ¿Qué ha sido eso? -preguntó Gabriel, en voz baja. -Parecía… ¿podría ser un disparo?

Entonces hubo un par de disparos más, y Alba se apretó a él aún con más fuerza. Gabriel le levantó la cabeza para que lo mirara. Las lágrimas asomaban en sus ojos, y su boca estaba curvada por un puchero.

– Alba ¿viste algo de esto? -preguntó con un susurro.

Alba negó vigorosamente con la cabeza.

– Vale. Espera aquí, voy a mirar.

– ¡No! -pidió Alba.

– Solo voy a mirar por la ventana.

Gabriel se acercó con prudencia al ventanuco y lo vio inmediatamente, a pocos metros de donde él estaba. Era un hombre arrodillado en el suelo, con un fusil en las manos. Disparaba contra una brecha que se había abierto en el muro, por donde -ahora lo veía- intentaban cruzar los monstruos; pero le daba la espalda de manera que Gabriel retrocedió rápidamente hacia atrás con el temor de ser descubierto.

– Hay un hombre ahí -le dijo al oído, preso de la excitación-. Y la granada ha roto el muro ¡está disparando contra los monstruos!

– ¿Un hombre? -preguntó Alba, con los ojos iluminados.

– Sí.

– Pues, ¡vamos a ayudar a la chica, Gaby!

– Pero, ¿cómo?

– Si el Hombre Malo está fuera, nosotros podemos subir.

Gabriel tragó el exceso de saliva que se había formado en su boca. Se daba cuenta de que finalmente, había un motivo para la peripecia de la granada, como parecía haberlo para todo lo demás. De nuevo se sintió como una marioneta, un títere en manos de algún destino que se le escapaba y sintió miedo; un miedo que le agarraba el pecho como una garra invisible y tiraba de él como si colgara de una soga. Sin embargo, vio un atisbo de determinación en los ojos de su hermana y eso le infundió renovados ánimos.

– Bueno, de acuerdo -accedió Gabriel.

Abrieron la puerta y se encontraron en una especie de salón diáfano bajo unas escaleras que ascendían al piso de arriba. Una luz trémula y dorada hacía cimbrear las sombras en un lado de la habitación que no podían ver, pero ambos supieron que se trataba de una chimenea. En frente de ellos se encontraba la puerta principal, abierta de par en par. La luz de la luna, de un azul brillante, bañaba toda la entrada.

– ¡Arriba, Gaby! -dijo Alba, señalando las escaleras.

Subieron rápidamente sin hacer ruido, y descubrieron un largo pasillo sumido en penumbras, flanqueado por puertas. La única luz disponible llegaba de una ventana ubicada al final del corredor.

– ¿Dónde está la chica? -susurró Gabriel, pero Alba no lo sabía. El muchacho hizo un cálculo, basándose en lo que la pequeña le había dicho cuando estaban en el jardín. Ésa es la ventana, Gaby. Se orientó, y probó una de las puertas.

En el exterior se escucharon dos disparos más. Amortiguados por la estructura de la casa, sin embargo, sonaron más bien como las campanadas de un reloj apremiante que repiquetea un réquiem por los difuntos.


* * *

Isabel vagaba por las tinieblas de sus recuerdos cuando la puerta se abrió con un chasquido. Atada a la cama dio un respingo y cerró las piernas de forma instintiva, recorrida por un calambre de pánico. Levantó la cabeza, y lo que vio era con toda probabilidad, lo último que hubiera esperado ver en un lugar como aquel.

Eran dos niños. Él parecía mayor, quizá doce años, pero ella no tendría más de nueve. Parecían asustados y desaliñados, y sus ropas estaban manchadas como si acabasen de sobrevivir a un terremoto. Ella llevaba un chándal en cuya parte delantera había bordado un pequeño gatito, y tenía una expresión desconcertante, dulce y triste a un mismo tiempo. Se quedó mirándolos sin decir nada, intentando encontrar una explicación para lo que veía. Si se trataba de prisioneros como ella, no sabía si podría soportarlo; gritaría hasta morir antes que ver a una niña como aquella sufrir algún daño.

Sin embargo, no entró nadie más en la habitación tras ellos.

– Desátala, Gaby, desátala -dijo la pequeña.

Gabriel estaba confuso. La mujer estaba atada a la cama con los brazos extendidos por encima de su cabeza, pero su cuerpo estaba desnudo. A la luz de la luna éste parecía brillar con luz propia; tan blanco era. El pantalón colgaba de uno de sus pies como una complicada madeja de telas. Ella flexionó sus piernas en un vano intento de cubrirse, y él leyó su miedo en su rostro de hermosas facciones. La coleta colgaba a un lado, por encima del brazo.

– S-sí -dijo, y se acercó a ella, dubitativo. -Voy a desatarla -explicó, señalando la cuerda.

– ¿Quiénes sois? -preguntó Isabel, mientras Gabriel empezaba a trastear con los nudos.

– Yo me llamo Alba -dijo la niña, acercándose al pie de la cama. -Y mi hermano se llama Gaby.

– Gabriel -corrigió el muchacho.

– Pero, ¿de dónde habéis salido? -preguntó Isabel, todavía perpleja.

– ¡Hemos venido a salvarte! -anunció la niña, y cuando una sonrisa iluminó su rostro infantil Isabel no pudo más y rompió a llorar. Gabriel se detuvo, sin saber qué hacer. A salvarte. A salvarte. Quiso parar para no asustarlos, pero no pudo; las lágrimas caían como manantiales por sus mejillas escocidas, pero al mismo tiempo, sentía que con cada una de ellas se liberaba las miserias contenidas en su interior, como el agua de un río que arrastra la porquería acumulada en tiempos de sequía.

Alba se acercó a ella y le puso una mano en la cara conmovida por su llanto. Era pequeña y caliente, e Isabel la apretó contra su brazo agradecida. Poco a poco, recuperó el control y consiguió contener el llanto; y mientras Gabriel se afanaba por soltar el nudo, cerró los ojos y disfrutó del tacto de su mano, del cariño que le transmitía, de su inocencia. No había desconfianza porque se trataba de niños, precisamente. No había visto ninguno en los tres meses que habían transcurrido desde que explotó la PandemiaZombi, y aunque en ocasiones había pensado en ello, en el fondo de su corazón nunca esperó volver a verlos. En ocasiones, cuando yacía en la cama con Moses a su lado sí acariciaba la idea de tenerlos, aunque el mundo que la rodeaba le aterraba, y miraba al futuro con ojos soñadores, esperanzada con la vacuna que el doctor Rodríguez había desarrollado. Al menos agradecía que no hubiese niños que hubiesen vuelto a la vida como los adultos, porque éstos no resisten el comazombi previo al proceso de resurrección. Nunca había tenido que enfrentarse a un espectro directamente, pero no creía haber podido sobrevivir si su vida hubiese dependido de tener que acabar con un niño.Zombi o no.

– Ya está -dijo Gabriel al cabo de un rato, soltando finalmente la última ligadura. Las cuerdas le habían dejado unas marcas profundas en la piel, y al liberar las manos, Isabel sintió un hormigueo en los dedos a medida que la sangre volvía a circular por ellos.

Tan pronto estuvo liberada se incorporó y recuperó su intimidad, ajustándose la camisa y subiéndose la ropa interior y el pantalón. Un gesto pequeño y cotidiano, pero que en esos momentos agradeció sobremanera.

– Pero -dijo entonces, secándose las lágrimas con la manga-, ¿de dónde salís vosotros?

– Hemos venido de muy lejos, para salvarte -dijo Gabriel mientras Alba, a su lado, asentía con vehemencia.

– ¿Solos? -preguntó Isabel, atónita.

– Sí -dijo Gabriel.

– ¡Y con un perro anti-zombies! -explicó Alba, abriendo mucho los brazos.

– Es difícil de explicar -continuó Gabriel. -Pero ahora tenemos que irnos, ese hombre puede volver en cualquier momento.

– Esos bastardos -dijo Isabel, apretando los dientes y sintiendo que un torrente de odio se abría paso en sus entrañas contaminándolo todo.

– Vámonos -pidió Alba.

Isabel saltó de la cama poniéndose en pie. Al principio experimentó un ligero mareo: llevaba desde esa mañana sin probar bocado y había estado sometida a grandes tensiones. Pero después sacudió la cabeza y se centró en la tarea que tenía por delante. No quería venganza, solo escapar de allí y volver con Moses, volver a casa.

– Volvamos al sótano, creo que será lo mejor -dijo Gabriel. Y salieron por la puerta al pasillo. Antes de abandonar la estancia, Isabel dedicó una última mirada a la lujosa cama equipada con un precioso dosel de cuento de hadas. La cama que la perseguiría en pesadillas en todos los años que le quedaban por vivir. La cama donde con seguridad habría muerto de no ser por aquellos niños.

Se fue, y cerró la puerta tras de sí.


* * *

Theodor, aprovechando la maleza y los setos del jardín, se movía con extraordinario sigilo buscando alguna pista que le permitiera disparar. Ahora sabía que definitivamente, había algo o alguien moviéndose de un lado a otro; había vuelto a sentir la fricción de las ramas, solo brevemente a algunos metros a su derecha. Sin embargo no se atrevió a disparar; podría tratarse de una conocida técnica de distracción para que él revelara su posición.

Algo no le cuadraba, no obstante. Si habían atacado el muro desde fuera, ¿por qué habían acudido antes los zombis? Si había alguien esperando fuera, ¿no habrían atacado los espectros antes a éstos?, y por último, si se trataba de un ataque ¿por qué no intentaban entrar por la puerta principal ahora que habían conseguido desviar la atención hacia la brecha? Sin embargo no perdía de vista el sendero de entrada, e incluso la verja, distante, y allí no se movía nada.

De tanto en cuando, Reza disparaba vigilando el hueco en el muro. Tendrían que asegurarse de que no quedaba ningún espectro en la zona. Sabían que había grupos en algunas de las casas cercanas, los veían pasar detrás de las ventanas sumidos en la oscuridad de las habitaciones, pero los dejaron allí por si algún día querían arrastrar algún espécimen a casa. Había tanta diversión en un cuerpo vivo que no puede morir.

Frssss.

Se giró con rapidez alertado de nuevo por aquel siniestro sonido. Escuchó, intentando captar cualquier pista que le permitiera descubrir qué estaba pasando. A poca distancia, Reza se había acercado a la brecha intentando obtener una visión más amplia de la carretera y el exterior de la casa. Lo que vio no le gustó demasiado: dos docenas de zombis avanzaban por la carretera en dirección a la casa, tropezando unos con otros con su desgarbado andar. La luna dibujaba sombras alargadas debajo de ellos,y perfilaba sus siniestras formas.

Se volvió para informar a Theodor, pero no estaba a la vista.

Theodortenía otros problemas. Había avanzado con extrema cautela, lamentando que el suelo estuviera sembrado de césped porque esa circunstancia le impedía seguir cualquier rastro de huellas. Y justo cuando estaba ya a punto de regresar a la casa con el plan de espiar desde las ventanas del piso de arriba, se encontró cara a cara con lo que había estado buscando. Era un perro, pero uno enorme, con el lomo ligeramente encorvado y las patas adelantadas en actitud amenazante. En las sombras de la noche su pelaje era oscuro, y sus dientes parecían refulgir con luz propia. Gruñía, como el viejo motor de un coche al ralentí.

Theodor se quedó inmóvil, sin atreverse aún a desplazar los brazos para apuntarle con el rifle. Acto seguido bajó la vista al suelo, para mostrar que no representaba una amenaza; nunca había visto a un animal atacar sin motivos, así que empezó a mover la mano muy despacio, como a cámara lenta, mientras evitaba cruzar su mirada. Consiguió colocar la mano en el rifle, y ya estaba girándolo hacia él cuando sin poder evitarlo, lo miró a los ojos.

Un breve instante, pero fue suficiente.

El perro se abalanzó sobre él con una rapidez sobrenatural y lo derribó hacia atrás. El rifle se disparó, pero la bala salió despedida y se incrustó en el tronco de un árbol que crecía a veinte metros dejando un agujero limpio y profundo. Cuando consiguió agarrarle la cabeza, sintió su aliento fétido y caliente en la cara; sus fauces buscaban su carne, sacudiéndose en el aire. Lo veía todo como fotografías estáticas en rápida sucesión, como una película a la que le faltaran fotogramas. No le dio tiempo a ser consciente de ello, pero su cuerpo exudaba feromonas y adrenalina que abofeteaban el hocico del animal y lo excitaban de forma salvaje.

Por fin, el animal hizo presa en su brazo. Los dientes se hundieron en la carne, desgarrando los tejidos y liberando la sangre que manó abundante. El sabor fue como una descarga eléctrica; ciego por la excitación y el líquido cálido que inundaba su boca, apretó las mandíbulas con tremenda fuerza haciendo crujir el hueso. Theodor gritó, súbitamente recorrido por una oleada de dolor lacerante. Cuando el perro sacudió su enorme cabeza con una violencia frenética el umbral del dolor ascendió a cotas que nunca había conocido. Se sintió transportado, empujado a una bruma blanca que le impedía incluso escuchar. La carne se desgarró resbalando limpiamente del hueso, y un fino chorro de sangre brotó de la herida con una potencia inesperada, manchando los arbustos y el césped con un ruido opaco.

El animal sacudió nuevamente la cabeza y perdió la presa, pero el brazo quedó colgando por un jirón de carne, con el hueso a la vista. La mano, inerte y bamboleante, era un pingajo aberrante. Theodor gritaba, en un tono tan agudo que casi parecía el de una mujer, y empezó a sacudirse como si estuviera siendo golpeado por furiosos rayos. El perro resbaló hacia atrás alcanzado por los embates, y su presa reculó tan rápido como pudo utilizando los codos.

Otra vez su atacante dirigió sus fauces hacia delante, ciego de excitación y mordiendo con saña en la zona que tenía más próxima: la entrepierna. Los dientes se hundieron en la tela del pantalón y más allá, ejerciendo una fuerte presión que hizo brotar la sangre rápidamente. Theodor se vio lanzado a las simas más profundas del suplicio y cayó hacia atrás, con la boca abierta pero muda, incapaz de proferir ya ningún sonido más.

Reza apareció entonces atraído por los gritos. Se encontró la brutal escena de bruces y no lo dudó un instante.

– Perro asqueroso -dijo mientras disparaba.

La bala le alcanzó en mitad de la cabeza y la desplazó como si la hubieran golpeado con un mazo perforando su cerebro animal de punta a punta. Su cuerpo se sacudió con un espasmo terrible y se desmadejó, cayendo contra el suelo con las patas extendidas. Así se quedó, inmóvil y muerto, con la boca enorme manchada de sangre.

Reza se acercó a Theodor, y vio el brazo desgarrado que colgaba hacia atrás. La entrepierna era lo peor. Una mancha oscura crecía en el pantalón con una rapidez inusitada. Chasqueó la lengua.

– Ayúdame -pidió Theodor, mirándole con ojos desorbitados. Respiraba por la boca dando bocanadas rápidas y cortas, como las de una parturienta alumbrando un hijo. Su pecho subía y bajaba al ritmo de su respiración.

Reza miró brevemente alrededor, para asegurarse que no había nadie más cerca.

– No hay nada que hacer, Theo, ya lo sabes -dijo al fin.

– Por… Dios, ayú… dame… -contestó Theodor, haciendo un esfuerzo hercúleo con cada sílaba.

– Si sólo fuera el brazo podría hacer un torniquete. Usaría una brasa para cauterizarlo. Duele, pero vivirías. Pero esa herida de ahí abajo, jamás podríamos contenerla.

– No, no, espera.

Entonces sacó una pistola del cinturón y le apuntó a la cabeza.

– No temas, no volverás de la muerte. Adiós, Theo.

– ¡NO!

El disparo crujió en mitad de la noche y la afanosa respiración se detuvo. Reza guardó de nuevo la pistola y preparó el fusil. En su cabeza, Theodor se desvaneció completamente; ahora era sólo algo fastidioso que tendría que contar a los demás cuando volvieran. Encendido. Apagado. Su cabeza estaba ocupada ya por otros asuntos urgentes: Los perros no tiran granadas. El Juego no había acabado.


* * *

– Entramos por aquí -explicó Gabriel, señalando el ventanuco.

Isabel examinó el ventanuco con cierta fascinación; apenas un tragaluz que podría haber pasado por insignificante y que ellos habían usado para adentrarse en aquel sótano umbroso que habría hecho temblar a cualquier niño que hubiera conocido, incluso antes de que el mundo se llenase de zombis. Midió a Alba con la mirada, y aunque menuda y delgada, se le antojó grande y heroica.

– Pero el Hombre Malo estaba allí -apuntó la niña.

Gabriel echó un vistazo a través de la ventana, pero el jardín estaba ahora vacío, la brecha tan solitaria como lo había estado al principio, y el ruido de los disparos había cesado.

– Parece que se ha ido -dijo Gabriel, inquieto por no saber dónde se encontraba ahora. Si abría la puerta de repente no tendrían ninguna oportunidad. No había manera de que pudieran salir por el tragaluz a tiempo; y si lo utilizaban para escabullirse hacia el jardín en ese momento, ¿quién decía que no estaría esperándoles tras el muro? Podrían encontrárselo de bruces en cualquier momento, ¿y entonces, se los llevaría a una habitación y los desnudaría también? Pero al llegar a ese punto se sintió asqueado y se esforzó por apartar aquellas imágenes de su mente.

– Sois muy valientes, chicos -dijo Isabel, todavía siguiendo su propia línea de pensamientos. -Pero, ¿no hay nadie con vosotros, vuestros padres, alguien?

– Nuestros padres murieron -dijo Alba rápidamente, con total naturalidad. La ausencia de inflexión en la voz le sorprendió, pero al mismo tiempo se sintió aliviada; demostraba muy a las claras que la pequeña había superado la pérdida.

– Está bien -dijo Isabel con suavidad. -Ahora vamos a salir de aquí, ¿de acuerdo?

La pequeña asintió vigorosamente.

Se acercó entonces al ventanuco junto al muchacho, y echó un vistazo fuera.

– Nosotros abrimos ese agujero en el muro -comentó Gabriel, siempre en voz baja.

– ¿En serio? No está muy lejos, ¿crees que podríamos simplemente correr hasta allí?

– Puede ser -respondió Gabriel, encogiéndose de hombros- pero, no sé dónde está ese hombre.

– ¿Cuál de ellos era? -preguntó Isabel. -¿El calvo, o el de pelo blanco?

Gabriel pestañeó.

– ¿Dos hombres? -preguntó, frunciendo el ceño. -Creía que había solo uno.

Isabel iba a añadir que no solo eran dos, sino que pronto serían más. El doble, al menos. Pero luego pensó que el comentario, con probabilidad, solo serviría para insuflar temor en los niños, y eso no podía conducir a nada bueno. Eran extraordinariamente valientes, quizá incluso más que ella misma, pero lo que necesitaban ahora era un poco de positivismo. Lo sentía en sus entrañas, y lo veía en sus caras.

– Creo que podremos hacerlo, ¿eh? No parece que haya nadie cerca.

Gabriel asintió con reservas, intentando vislumbrar algo entre los árboles y más allá del muro. Si de algo se alegraba, al menos, era de que el Hombre Malo

¿los Hombres Malos?

había acabado con los muertos vivientes que debían pulular alrededor de la casa, entre las villas carretera abajo.

– Si llegamos hasta el muro solo tenemos que ir hacia la izquierda -explicó Gabriel- para volver al campo, allí podremos perdernos, será difícil encontrarnos.

– No -dijo Alba entonces. -Tenemos que ir hacia la playa, Gaby.

– ¿Hacia la playa? -preguntó Gabriel, sin comprender. Su pregunta sonó repentinamente aguda.

– ¿Para qué?

– Porque… yo la vi. La trajo el Hombre Malo por la playa en unas motos que pueden ir por el agua. Y por allí tenemos que volver, Gaby. Ella quiere volver.

– ¡Alba! -protestó Gabriel, olvidando por un momento hablar en voz baja -Dijimos que ibas a contármelo todo.

– Esperad -pidió Isabel, un tanto confusa. -¿Dónde estamos ahora?

– Cerca de Marbella, creo -apuntó Gabriel. -Al menos, deberíamos estar cerca, andamos muchos días desde Calahonda.

Isabel experimentó una súbita sensación de pánico. ¡Marbella! En un mundo de carreteras colapsadas y lleno de muertos vivientes, eso era tanto como decir la otra parte del mundo. De pronto se sintió muy lejos de casa, separada por unos interminables sesenta kilómetros del lugar donde estaban sus amigos y, sobre todo, Moses. Las preguntas acechaban su mente consciente en todo momento, ¿cómo la secuestraron, por qué nadie lo impidió?, y si alguien lo intentó, ¿seguiría vivo? Recordaba que el Escuadrón había partido esa mañana hacia el puerto, y ellos eran los únicos que podían usar las armas con garantías. Pero intentaba mantener esos angustiosos interrogantes apartados; no quería, todavía, enfrentarse a ellos. Solo quería regresar.

– Motos de agua -dijo Isabel entonces. -Eso podría funcionar, si conseguimos llegar hasta Málaga es cosa hecha, una vez allí usaremos las alcantarillas para llegar a Carranque.

¡Puag! -soltó Alba, arrugando la nariz.

– ¿Hay más gente allí? -preguntó Gabriel, esperanzado.

Isabel suspiró, velada por la amargura.

– Seguro que sí.

Decidieron entonces utilizar la ventana para salir. Si el Hombre Malo no estaba allí, entonces probablemente había vuelto a la casa. Era posible que decidiera subir a comprobar si la prisionera seguía en su sitio, y entonces… entonces la buscarían sin ninguna duda. Si habían ido a por ella hasta Málaga, revolverían cielo y tierra hasta dar con ella. Y los niños, si esos monstruos los localizaban solo Dios sabía lo que serían capaces de hacer.

Otra vez extendió Gabriel su camisa para evitar cortes con los cristales dentados. Isabel pasó primero con cierta dificultad saliendo a la oscuridad de la noche; el aire era ya frío, aunque ella lo agradeció. Miró alrededor buscando intranquila a alguno de sus captores, pero los arbustos permanecían serenos y los árboles silenciosos, inmóviles, testigos mudos de todo aquél trasiego. Después, ayudó a la pequeña a pasar. Era tan liviana que consiguió tirar de ella a través del tragaluz como quien saca una espada de su vaina. Por último, Gabriel emergió entre ellas con una agilidad notable.

– ¡Vamos! -dijo Alba.

– Sssh -pidió Isabel, llevándose un dedo a los labios.

– Esperad -dijo Gabriel, recuperando la camisa y volviéndosela a poner. -Voy a ver si veo algo por ese lado.

Isabel iba a decir algo, pero el niño ya había empezado a avanzar hacia la esquina de la casa pegado al muro. Allí, espió la parte frontal asomando ligeramente la cabeza pero no vio nada fuera de lugar, el camino de entrada seguía tan solitario como cuando lo vislumbró por primera vez, y los setos y arbustos reflejaban en sus lozanas hojas verdes el fulgurante resplandor de la luna.

Sin embargo, cuando se preparaba ya para regresar, creyó ver una forma agazapada entre la vegetación. Al principio se sobresaltó, creyéndose observado por ojos atentos, pero la forma estaba inmóvil y silenciosa. Se animó a acercarse, movido más por la curiosidad que la prudencia.

Y allí fue donde encontró a Gulich, tendido en el suelo con las patas extendidas y la cabeza manchada de sangre. Había muerto con las fauces abiertas, y sus dientes enormes despuntaban en la oscuridad. Se llevó una mano a la boca sorprendido por el horror y una honda pena que comenzaba a abrirse paso en su interior. El pobre animal yacía junto al cadáver de un hombre, cuyos pantalones estaban empapados en sangre. Su brazo había sido arrancado y colgaba por apenas un pellejo de carne teñida por el líquido vital.

Gabriel comprendió la escena inmediatamente. El buen y viejo Gulich les había ayudado una vez más dejando su vida en el intento. Apretó los dientes intentando contener las lágrimas que pugnaban por salir, y a duras penas consiguió ahogar un sollozo.

– Buen perro -dijo a su cadáver-, buen perro.

Se secó los ojos con las mangas de la camisa y regresó, taciturno, junto a las chicas. Sobre todo se dijo, su hermana no debía saberlo jamás. A su edad, sus creencias religiosas no estaban todavía muy claras, pero mientras caminaba cerró los ojos y rogó a Dios que la pequeña nunca tuviera una visión que le revelara el destino del perro.

– No hay nada, podemos irnos -dijo.

Isabel pareció detectar algo por la forma en que la miraba, pero si intuyó lo que estaba ocurriendo no dijo nada.

Recorrieron entonces la distancia hasta el muro cruzando por encima de los cascotes, y se encontraron con una última barrera que no habían previsto. Alba apenas pudo reprimir un grito.

Eran los cadáveres de los muertos abatidos por Reza que se apilaban allí formando una angulosa colina. Casi todos tenían sus ojos abiertos. Ciegos y desprovistos de pupila, parecían observar las estrellas con terrible determinación. Brazos y piernas asomaban por entre la pira como las fascinantes extremidades de algún ser surgido de la profundidad de los abismos más insondables.

– Gabriel, ¿crees que podrás pasar por ahí? -preguntó Isabel serena. Había acogido a la pequeña entre sus brazos y le había tapado la cara con sus manos.

– Sí -contestó Gabriel, resuelto.

– Muy bien -contestó Isabel-. Vamos entonces.

Cogió a Alba en sus brazos y empezó a cruzar. Los cuerpos eran blandos y resbaladizos porque la sangre los cubría, y cedían bajo su peso. Al poner el pie en uno de los torsos las costillas crujieron y se hundieron provocando casi su caída; los rostros, vueltos hacia ella, parecían mirarla acusadoramente. En un momento dado quizá para alejar la locura de su mente, cerró los ojos y se sujetó en la pared del muro para cruzar, imaginando que caminaba entre cojines.

Cojines. Solo cojines. Voy a acostarme, porque estoy taaan cansada.

Alba también tenía los ojos cerrados y se agarraba con fuerza a su cuello. Isabel olía a sudor frío y pasado, pero pese a todo el contacto con su piel era agradable. Su hermano había cuidado bien de ella, y a su manera, le había demostrado muchas veces cuánto la quería, pero no era comparable con el abrazo de un adulto, ni ella misma había sido consciente de cuánto lo necesitaba.

Cuando sintió de nuevo el duro acerado, abrazó a Alba brevemente y la puso de nuevo en el suelo. Vio entonces su cara agradecida, y por un instante se olvidó del terror de los muertos vivientes, del escozor en sus zonas íntimas, del hálito detestable de aquél alemán sobre su cara, de que el mundo se había muerto.

– ¡Gulich! -dijo entonces la niña buscando alrededor.

– ¿Quién? -preguntó Isabel.

– ¡Es nuestro perrito!

Gabriel se sintió desfallecer, pero de algún modo aunó fuerzas para contestar fingiendo una sonrisa.

– ¡Lo he visto irse, Alba!

– ¿A dónde? -preguntó la pequeña, preocupada.

– Con una perrita preciosa, ¡si la hubieras visto!

Alba arrugó la nariz.

– ¿Una perrita? -preguntó, extrañada.

– Sí, debía vivir por esta zona. Se han ido juntos al campo.

– Pero.

– Gulich ya ha cumplido, Alba. Nos ayudó a venir hasta aquí, y ahora debe seguir su camino.

– Pero no nos hemos despedido -dijo con tono triste.

– Seguro que pensó que era mejor así. ¡Estaba tan contento!

– ¿Sí?

– Sí.

La niña bajó la cabeza hasta el suelo, pero incluso entonces Gabriel pudo ver una media sonrisa en su carita triste. Isabel no dijo nada, pero captó perfectamente lo que estaba pasando y cruzó una mirada de comprensión con el muchacho. Él se sintió fatal, de repente, y ya no pudo añadir nada más.

– Vamos -apremió Isabel. -Quizá tu perro regrese un día cuando menos te lo esperes. ¡Los perros hacen esas cosas!

Pero en ese momento escucharon un ruido metálico a sus espaldas, y los tres dieron un respingo.

Se giraron, y lo vieron a pocos metros, de pie.

Era el Hombre Malo.

Los había esperado al otro lado del muro tras la esquina. Sostenía un rifle entre los brazos, y les apuntaba con la mejilla pegada a éste.

– No os mováis. En serio. No. Os. Mováis.

Isabel se congeló por unos segundos hipnotizada por el tubo del cañón: un agujero oscuro como boca de lobo capaz de escupir muerte instantánea. Nunca le habían apuntado antes, pero comprendió en el acto el peligro al que se enfrentaba. Era un peligro real, directo, y lo tenía delante. Se había acabado. Ya no llegaría hasta Carranque, ya no volvería a ver a Moses, ya no.

¡Los niños!

El pensamiento cruzó su mente como un relámpago incendiándolo todo de urgencia. Rápidamente, agarró a Gabriel del brazo y lo atrajo hacia sí. El niño tampoco podía apartar la mirada del rifle que seguía apuntando a Isabel sin perderla un solo segundo. Gabriel pensaba que el cañón no temblaba lo más mínimo; su pulso era inhumano.

Isabel los rodeó con ambos brazos intentando protegerlos. Quiso decir algo, pero las palabras no salían de su garganta como si no hubiera aire en sus pulmones para hacerlas brotar.

El Hombre Malo paseó la mirilla de uno a otro, lentamente.

– ¿Quién más hay? -preguntó, con un remarcado acento extranjero, nórdico.

– Solo estos niños -consiguió decir Isabel, sin saber cómo. Un miedo lacerante la atenazaba. -Han venido solos.

– Di la verdad o dispararé. A la pequeña.

– Es la verdad, se lo juro -contestó Isabel temblorosa.

Reza estudió sus miradas. Cuando hacía negocios con su padre, aprendió todo lo que se podía aprender sobre las miradas de la gente, sobre la verdad y la mentira que se ocultaba tras los ojos. La sutileza de los movimientos de los músculos de la cara, el lenguaje corporal. Y si había alguien fácil de leer, ésos eran los niños. Apartó la cabeza del rifle para mirarles, y cuando lo hizo pestañeó: el chico le trajo un torrente de recuerdos, imágenes del pasado que se volcaron sobre él como un alud inesperado.

Reza era básico, esencialmente práctico, un depredador nato que vivía el momento y desdeñaba el futuro a largo plazo. Cualquier especialista no habría dudado en tildarlo de sociópata, y como tal nunca buceaba en su vida pasada. Sin embargo, el muchacho le recordaba tanto a él mismo cuando era pequeño que en su mente se abrió una puerta que creía cerrada, y por ella entraron sensaciones que había olvidado hacía tiempo. El muchacho era espigado y delgado, y su aspecto desaliñado recordaba a los niños indigentes que vagan por la calle y han cambiado la inocencia de la niñez por la astucia adquirida de buscarse la vida, día a día. En sus ojos danzaba una chispa de inteligencia despierta, sincera y viva como no la había visto en nadie en muchísimo tiempo.

La niña era pequeña, demasiado pequeña para estar allí a esas horas de la noche a pocos centímetros de una abominable pira de cadáveres. Hasta él se daba cuenta de eso. Pero allí estaba, agarrada al brazo de su trofeo que tantas horas le había costado obtener. Se abrazaban los tres formando una unidad, inmóviles, aguardando su destino, pero juntos. En su pecho, la niña llevaba bordado un dibujo de un pequeño gatito que tenía las patas levantadas en actitud juguetona. Las imágenes de su niñez se revolvieron en su mente, inexploradas, y el recuerdo de Kaiser afloró con una nitidez cristalina.

Cambió el peso de su cuerpo de un pie a otro, confuso, y por unos instantes se decidió a disparar contra ellos. El dedo se movió imperceptiblemente, ajustándose al gatillo.

Encendido. Apagado.

¡Crack!

Se estremeció, sublevado por recuerdos ancestrales. Kaiser jugando en el umbral de la puerta de su cocina. Kaiser tendido en el suelo con sus patas estiradas, disfrutando del Sol tibio que se filtraba por las rendijas de la ventana. Kaiser con el cuello roto, desechado en el suelo como un harapo inservible a los pies de su padre.

¡Crack!

La pequeña estaba temblando como un pajarillo con un ala rota; Isabel lo notaba en su manita fría cogida de la suya. Entonces, sin desviar la mirada del Hombre Malo, Isabel pasó su mano libre por su cara.

Una caricia.

De todos sus logros, de todos los Trofeos que él pudiera conseguir, ése era uno que jamás había obtenido. Una simple caricia. Recordaba haber pasado su mano infantil por el pelaje anaranjado de aquel gato, y haberlo notado suave y agradable al tacto. Kaiser se había vuelto hacia él y se había restregado contra su cuerpo acuclillado, con los ojos entornados.

Entonces no lo entendió, pero ahora sí.

Había sido una caricia.

Reza bajó el rifle, invadido por sensaciones que desconocía.

– Marchaos -dijo.

Isabel ahogó una exclamación de alivio y tuvo que hacer notables esfuerzos para contener las lágrimas. Pero no dedicó ni un segundo de tiempo más de la cuenta; cogió a los niños de la mano y se dio vuelta, echando a andar carretera abajo rumbo a la playa.

Reza los vio marchar. Su Trofeo escapaba con paso rápido, iluminados por el resplandor de la luna. Pero no le importaba; era mejor así. Se llevó la mano a la mejilla imitando el gesto de Isabel, y cerró los ojos. Había conseguido otro Premio, uno secreto que nadie en el Grupo de Caza podría jamás conseguir.

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