– No se mueva, joder, o juro por Dios que le reviento.
Aranda dio un respingo al escuchar la voz detrás de él, grave, colérica y llena de inflexiones marcadas por una suerte de rabia contenida. Había estado tan ensimismado con el montón de informes, documentos y memorandos de órdenes que había perdido la noción del tiempo y del lugar en el que se encontraba.
Lentamente dejó caer el papel que estaba examinando y levantó ambas manos. Estaba sentado en el suelo con las piernas recogidas, como en una posición de yoga.
– Por favor, yo… -empezó a decir.
– ¡Silencio! -chilló la voz, interrumpiéndole.
– Vale… muy bien… vale…
Aún con la súbita sensación de miedo que le atenazaba el estómago le sobrevino un fugaz recuerdo de cuando emergió por las alcantarillas en Carranque por primera vez, hacía ya más tiempo del que creía, y Dozer le encañonó con su rifle.
Pero algo le decía que ahora no iba a salir tan bien parado.
– Gírese despacio.
Aranda lo hizo, y se encontró con un hombre de cierta edad, vestido con un sucio uniforme del Ejército de Tierra. En su rostro brillaban unos pequeños ojos grises encendidos abiertos como platos, su cara estaba surcada por pequeños restos de heridas cicatrizadas que asomaban como latigazos a través de su barba cenicienta y descuidada. En la mano llevaba una pistola con la que le apuntaba.
El hombre pareció estudiarle por unos momentos.
– ¿Quién es usted? -le increpó.
– Solo… solo soy un superviviente, señor.
– ¿Cómo ha llegado hasta aquí? -preguntó el soldado.
– He venido en una moto.
El soldado soltó un bufido.
– Ha venido en moto… -dijo, y entonces sus ojos comenzaron a danzar entre él y la puerta de la tienda, como si temiera que alguien más pudiera entrar en cualquier momento.
– ¿Quién más ha venido con usted?
– No hay nadie más.
Pero el soldado se llevó un dedo a la boca, indicándole que guardara silencio.
– Ssssshh…
Sin dejar de apuntarle, reculó hasta la entrada, con los ojos despavoridos. Aranda observó que su frente estaba perlada con una miríada de micro gotas de sudor. Una vez allí retiró la cortina apenas unos centímetros, lo suficiente para echar un breve vistazo al exterior. Luego, volvió a su posición original.
– Una… moto… -dijo lentamente mientras sonreía con cierta amargura -¿una… moto? -la pistola temblaba en su mano- he visto como esas cosas volcaban camiones cargados con hombres, ¿y usted… usted dice que ha venido en una moto?
– Sí, es…
Pero otra vez se llevó el dedo a la boca.
– Ssssshh…
Jesús, que Dios se apiade… está como una puta cabra, pensaba Aranda. De pronto el soldado cambió su expresión fijándose en los papeles que Juan había apilado.
– ¿Qué hacía ahí? -preguntó, visiblemente exaltado.
Juan sentía cómo el miedo se convertía poco a poco en puro pánico, consciente de que su raptor había echado a la vieja dama Cordura de la antesala de su cerebro para permitir que los duendes de la Locura danzaran a sus anchas. No había nadie tras esos ojos grises, y en ese mundo de anarquía mental los dedos no preguntaban dos veces a los jefes de arriba, sino que accionaban los gatillos a poco que les pareciera bien.
Aprovechó para ponerse en pie con un rápido movimiento. Si tenía alguna oportunidad, no sería en la posición del loto que conseguiría esquivar a la proverbial bala.
– ¡QUÉ ESTABA USTED HACIENDO! -explotó el soldado. -¡Apártese! ¡Contra la pared!
– Oiga, ¡yo no he causado este destrozo!
Pero el soldado no le escuchó, se acercó a él con la velocidad de un rayo y le propinó un fuerte empujón, arrojándole contra la pared.
Solo que la pared era de lona, así que Aranda se detuvo por sus propios medios y permaneció junto a la tela. Cuando lo hubo hecho, cayó en la cuenta apesadumbrado de que mejor hubiera sido aprovechar el impulso para salir fuera, al exterior, donde los muertos vivientes campaban a sus anchas. A ver si hubieras podido seguirme allí, hijo de puta, a ver qué te hubiera parecido, pensaba el lado más cínico de su cabeza. Al menos ahora sabía que solo tenía que agacharse para escapar por debajo de la lona.
– ¡Cállese, CÁLLESE! -le gritó el soldado. Parecía totalmente fuera de sí.
Aranda no dijo más. Se limitó a mantenerse de pie, con las rodillas flojas y las manos levantadas. Sabía que, en esos momentos, una sola palabra más podría provocar que acabara mandándole a dar vueltas con los zombis. Sentía la boca impregnada de un extraño regusto metálico, como si hubiera pasado la mañana chupando pilas. De modo que a esto sabe el miedo, porque… Jesús, este tío está como una cabra. Como un rebaño de cabras.
– El sargento -decía ahora el soldado, pasándose una mano obsesivamente por la frente y dando pasos dubitativos en una y otra dirección. -No, el sargento no, el Pincho, sí, él sabe, lo dijo desde el primer puto día, el Pincho. Como las películas, el cabrón, ja ja -reía en un tono de voz neutro y frío, como todo su discurso- y la gente… ¡esa gente!
Cuando el soldado envuelto en las brumas de su propia locura bajó el arma en un momento de sus idas y venidas, Aranda decidió actuar. Giró sobre sí mismo y se acuclilló tan rápidamente como pudo, y desde ahí se lanzó hacia delante pasando por debajo de la lona de tela. La voltereta le salió bien y se encontró a sí mismo en la calle mirando directamente al Sol, tendido en el suelo sobre su costado. Un alarido estalló desde el interior de la tienda.
– ¡NO!
Sonaron entonces varios disparos atronadores que hicieron cimbrear la lona verde. Aquel loco estaba disparando en la dirección en la que Aranda había estado unos pocos segundos antes, pero apuntaba demasiado alto. Con el corazón palpitando con fuerza en su pecho, Aranda reptó lejos de la tienda utilizando los codos y las piernas para darse impulso. Presa del pánico, todo lo que ahora veía era una cortina de color blanco.
La reacción de los espectros fue inmediata. Se sacudieron como si alguien los hubiera atizado con una vara verde, tensando los músculos de los brazos y el cuello. Uno de ellos abrió la boca instintivamente y dejó escapar un coágulo infecto que tenía la apariencia negra y viscosa del alquitrán. El cuarto disparo los impulsó en la dirección correcta, empezaron a correr hacia la tienda y atravesaron la lona de tela abriéndose camino con los brazos.
Juan se dio la vuelta sobrecogido. Sonaron un par de disparos más que, mezclados con los gritos del soldado consiguieron que diera un respingo. Su mente, que quería escapar de ese horror inesperado, se evadió hacia atrás en el tiempo, hacia atrás… hacia atrás. Por un brevísimo instante revivió los primeros días de la infección, cuando todo empezó a propagarse. Por entonces no disponía de armas contra los muertos, así que se enfrentó a escenas como la que estaba a punto de desarrollarse muchas más veces de las que se hubiera creído capaz de soportar. Se enfrentó a la pérdida de su familia, de sus vecinos, y eventualmente, de todo el Rincón de la Victoria, su pueblo natal. Pero ahora, mientras se incorporaba torpemente y luchaba por despejar el miedo que se le había metido en el cuerpo, se determinó a que eso no volviera a pasar, no por mucho que aquel pobre diablo hubiera intentado meterle cuatro balas en el cuerpo.
Ya completamente resuelto Aranda volvió a entrar en la tienda mientras sacaba las pistolas del bolsillo. Seis balas en cada una, doce balas en total, se decía mentalmente. El espectáculo con el que se enfrentó no fue inesperado, el soldado forcejeaba con uno de los zombis, los brazos de uno trabados con los del otro mientras otros tres caminantes buscaban la forma de llegar hasta su presa. El soldado empujaba y tiraba hábilmente de su enemigo, un monstruo delgado y decrépito que era fácil de zarandear, para impedir que se acercaran.
– ¡Hijos de PUTA! -bramaba el soldado enseñando los dientes.
Juan no perdió el tiempo. Se acercó a la contienda, puso el cañón de la pistola sobre la sien del espectro que tenía cogido al soldado y disparó. La cabeza se sacudió como golpeada por un ariete invisible y un caño de sangre salió despedido por el extremo opuesto, bañando a otro de los atacantes. Era la primera vez que disparaba en toda su vida, y aunque no fue consciente en absoluto, el retroceso de la pistola le atenazó la muñeca. El soldado lo soltó levantando ambas manos, su rostro trocado en una máscara de horror.
Pero el plan, si alguna vez hubo alguno, no funcionó como Aranda había esperado. El muerto cayó al suelo con una rapidez inesperada, doblándose sobre sí mismo como un viejo juguete articulado que ha dado de sí, y los otros tres atacantes encontraron por fin el paso que buscaban, cayeron sobre el soldado que se vino abajo doblándose por sus rodillas hacia atrás, antes de que Aranda pudiera disparar de nuevo.
– ¡NOOO, CABRONES, NOO!
Aranda cogió al espectro más cercano por la cabeza e intentó partirle el cuello girándosela más allá de lo que cualquier ser humano habría podido soportar. Resultó que no era tan fácil como le habían hecho creer en las películas, y además, el sonido del hueso descoyuntándose y la vibración de la rotura le produjo una repulsión sin límites. Aún peor, ya con el hueso roto y la cabeza colgando fláccida a un lado, el cadáver seguía manoteando en el aire intentando apresar al soldado.
Aranda volvió a disparar, dos y por fin tres veces hasta que los espectros quedaron silenciosos y quebrantados, apilados unos sobre otros.
– ¡Dios! -espetó el soldado mientras daba coléricas patadas para quitarse los cadáveres de encima. Su uniforme estaba cubierto de sangre.
Pero un nuevo gruñido a su espalda le llamó la atención, un nuevo zombi avanzaba hacia ellos desde la entrada corriendo a duras penas con una sincronización penosa, los brazos aleteaban en direcciones imprevistas y sus piernas parecían tener la flexibilidad de un tronco de madera. Juan no quería seguir usando la pistola, sabía que con cada disparo corría el riesgo de atraer a un número cada vez mayor de muertos vivientes, pero con esos pocos segundos que disponía no se le ocurría otra forma de hacer frente a la amenaza. Disparó, con bastante buena puntería, y una vez el zombi hubo caído al suelo permaneció unos segundos más apuntando en dirección a la puerta, con las piernas abiertas para garantizarse mayor estabilidad. Había guardado una de las pistolas en el pantalón y utilizaba las dos manos para apuntar, porque éstas se sacudían con un notable temblequeo.
Pasaron unos interminables segundos. A no mucha distancia, varios zombis lanzaban al aire sus gruñidos de excitación salvaje pero ninguno más entró en la tienda. Después de un rato, Juan abandonó su postura y se volvió despacio.
El soldado seguía allí, con la boca tapada por una de sus manos. Se sabía que se había pasado ésta por la cara porque ahora tenía una marca roja como las pinturas de guerra de un indio americano. Sus ojos grises no dejaban de mirar la pequeña pila de cadáveres.
– ¿Está usted bien? -preguntó Aranda. En esos momentos no sabía aún a qué atenerse, hubiera esperado cualquier reacción de su interlocutor. Se sentía ahora más seguro, no obstante, porque él esgrimía dos pistolas y el soldado, ninguna. No tenía ni idea de adonde había ido a parar la suya.
Al cabo de unos instantes, el soldado asintió con la cabeza.
– Perdí la cabeza, amigo -dijo de pronto.
– Eso creo -contestó Aranda dubitativo. Lo último que quería era verlo otra vez en aquél estado, así que su cerebro funcionaba a máxima potencia, buscando las palabras adecuadas.
– Gracias -añadió lentamente, y le alargó una mano. -Me llamo Ernesto Kinea, pero todos me llaman Kinea.
Juan le estrechó la mano, estaba ensangrentada y la sensación fue la de apretar un pez frío y viscoso. Eso, unido al hecho de que afuera los muertos se entregaban a sus escalofriantes alaridos conferían a la escena cierto tinte de irrealidad. Los oídos le zumbaban como viejas máquinas tras un esfuerzo importante, ahora que los niveles de adrenalina volvían poco a poco a sus niveles normales.
– Encantado, soy Juan Aranda.
– De acuerdo, Juan. Yo…
Se interrumpió, moviendo el brazo izquierdo como si lo tuviera entumecido y necesitase volver a reactivar la circulación. De pronto, hizo una mueca e introdujo la otra mano por debajo de la chaqueta del uniforme para palparse el hombro, y casi al instante, su cara se descompuso literalmente. Su rostro adquirió de pronto el color de la cera vieja, y su mandíbula se relajó tanto que de pronto pareció tener mil años.
– Dios… -susurró, con la voz rota por el terror.
– Qué.
– Oh Dios…
Se quitó la chaqueta del uniforme despacio, quedándose en mangas de camisa. En el hombro izquierdo apareció una mancha oscura. Un hilo diminuto de sangre roja brotaba por debajo y discurría por el brazo hacia el codo. Se remangó, y Juan observó aterrorizado una herida abierta, profunda y terrible.
– Me han mordido -dijo entonces.
Se había levantado un poco de viento, y la lona de la tienda producía ahora un sonido irregular que a Aranda le trajo recuerdos de los para-vientos que solían poner en la playa. En aquel tiempo, ese sonido solía arroparlo a medida que se dejaba embaucar por la dulce somnolencia de los días amables que precedían al verano, pero ahora, en la lúgubre quietud de la tienda-campamento militar, el sonido le recordaba al que podrían producir las negras velas de un barco fantasma. A su lado, sentado en el suelo y apoyado contra la pata de una de las mesas, el soldado Kinea miraba con ojos acuosos el suelo.
– Se acabó -decía con la voz apagada. -Era el último, y se acabó. Fin del bloqueo -sonrió, cargado de amargura.
– Vamos, no tiene porqué ser así -dijo Aranda.
– Ya lo he visto antes -dijo Kinea- sé como va esto.
Aranda tragó saliva. También él sabía cómo iba eso.
– ¿Qué hacíais aquí? -preguntó Aranda, intentando distraer los pensamientos de aquél pobre diablo.
– ¿Aquí? -preguntó despacio. Sus ojos se quedaron como ausentes, como si en su cabeza hiciera un pequeño viaje mental- pues nos ordenaron bloquear la avenida, en los dos sentidos. Fue el 18-Z, como lo llamábamos en clave.
– ¿Por qué?
– Porque por entonces todo se iba ya a tomar por el culo, y recibimos órdenes de contener a la población civil. A cualquier coste. Duras órdenes, puedes creerlo. Pero las cumplimos. Llegaban en coches, familias enteras con sus maletas, sus muebles. Huían de la ciudad donde las cosas se habían puesto realmente mal. Y llegaban aquí, no sé por qué carajo ni a dónde coño creían que llegarían, porque hacia el otro lado las cosas estaban igual de mal. Y los deteníamos. Con palabras al principio, pero luego empezaron a ser muchos y comenzaron a ponerse violentos. Había un tipo que era de Estepona, Pincho, lo llamábamos, decía que lo que estaba pasando lo había visto en las películas de terror, ¿sabes? lo dijo desde que empezaron a hablar de esas cosas en la tele mucho antes de que nos movilizaran. Pero vaya si alguien le creyó.
Hizo una mueca de dolor y movió el brazo sano hacia la herida, pero detuvo su mano temblorosa a pocos centímetros, un cráter horrible encharcado en sangre.
– Escucha -dijo Juan- en el lugar de donde vengo tenemos un médico, puede echarte un vistazo y quizá…
– Déjate de gilipolleces -soltó Kinea. -No hay nada que hacer, yo lo sé y tú lo sabes. Cuando te muerden estás frito. Pero como te iba contando, este tipo, Pincho, estaba en primera fila. Fue el primero en caer. Ridículo, teníamos armas, todo el maldito equipo completo, granadas, gases anti disturbios y un montón de gente. Y uno de esos vehículos oruga con una ametralladora montada. Y, ¿sabes quién lo mató? Fue alguien, algún civil desde la barrera le acertó entre ceja y ceja con una piedra de mierda. Tenías que haberlo visto, se quedó ahí plantado con los ojos en blanco tiritando, hasta que se desplomó. ¿Puedes creer esa majadería? Pues yo te lo digo porque lo tenía prácticamente al lado. Su compañero intentó reanimarle, pero hizo una señal inequívoca de que había muerto. Frito. Entonces el sargento ordenó una ráfaga de advertencia, pero estábamos muy nerviosos y alguien apuntó más abajo de lo debido. No sé, cayó mucha gente, fue muy rápido. Entre los gritos y la estampida el sargento gritaba que detuviéramos el fuego. ¡Coño! cómo gritaba, pero ¿crees que alguien hizo caso? -rió con una media sonrisa en la cara contrahecha.
– Tengo un botiquín en la moto -dijo Aranda, sabiendo que el dolor debía estar torturándole.
– Métetelo por el culo -contestó con parsimonia. -Lo que iba diciendo, la primera fila cayó prácticamente entera. Alguien nos tiró una bengala directamente a nosotros. Creo que era una bengala, al menos, o puede que fuera un puto petardo. Silbó como una mierda de serpiente y fue a parar a la parte de atrás donde teníamos nosequé, unas cajas o algún tipo de equipo, el caso es que aquello empezó a arder como si fuera paja. Un buen incendio. Unos cuantos dejaron su puesto para sofocar el fuego mientras el sargento gritaba, pero no había Dios que pudiera entender lo que decía. Y luego… luego fue todo confuso. Había gente por todos lados corriendo en todas direcciones. Algunos subieron a sus coches y empezaron a maniobrar, quizá para irse por donde habían venido, o para tirarse al mar, ¡a la mierda! Vi a unos hombres que se habían echado encima de un compañero, Manolo creo que era. Un buen tipo, no creo que hubiera disparado un solo tiro, estaba siempre con esas mierdas de la conciencia global y las misiones humanitarias. Equivocó su profesión. Pues lo echaron al suelo, a Manolo, y disparé sobre aquellos hombres, ¿sabes? Nunca había disparado antes contra nadie, y verlos sacudirse y reventar literalmente es algo que no se olvida. Pero lo mejor es lo que sucedió luego, ¿sabes lo que pasó?
Aranda, impresionado por el relato tenía la boca seca. Pero consiguió hablar.
– No, ¿qué? -dijo roncamente.
– Pues que miré a mi izquierda y vi a mi compañero, estaba hablando con Pincho, sí, el mismo que había caído redondo al suelo. Primero pensé que aquel idiota se había equivocado y que, joder, buena la había armado. Pero ya sabíamos de qué iba toda esa mierda, y ese pensamiento me asaltó de repente. Me dije que no podía ser, allí mismo, joder, entre nosotros ¿sabes? Una cosa era lo que te habían dicho, y otra verlo allí en vivo. Además, putos mandos, nunca nos dijeron que eran ya sabes, muertos vivientes. Los llamaban "hostiles", o Tangos. Y no estábamos preparados en absoluto para hacer frente a eso.
Aranda asintió despacio, intentando comprender la situación. Era el terror psicológico de los zombis, pensaba, por eso acabaron con todo.
– Todavía estaba pensando en eso cuando Pincho se abalanzó sobre él -continuó Kinea- ya sabes de qué va esa mierda. Le mordió en la misma mandíbula y le arrancó un trozo.
– Oh joder -dijo Aranda.
– No me lo digas, ya te lo digo yo. Le arrancó un trozo de cara con la misma facilidad con la que alguien se come un buen filete con una cerveza. Aquel tipo echó a correr chillando, fuera de sí. Sólo lo vi un momento antes de desaparecer entre la confusión pero tenía todos los dientes de abajo al aire. Parecía un esqueleto andante, una calavera de mierda, y la sangre salía a borbotones y le llenaba el uniforme. ¿Y Pincho? Bueno, nadie parecía haberse dado cuenta de nada, así que se dio vuelta y se echó encima del compañero que tenía a su derecha. Lo pilló de improviso y lo derribó, ¿y sabes qué? creo que debió cagarse en los pantalones porque Pincho tenía toda la cara llena de sangre y esos ojos demenciales que se les pone a esas malditas cosas. Cayó hacia atrás y debió de apretar bien los puños, porque disparó una ráfaga que alcanzó a otros tantos compañeros.
– Oh no.
– Así fue. Pero no me culpes, todo eso ocurrió muy deprisa. Estás ahí escuchando la historia y seguro que estás pensando porqué no reaccioné.
– No, te lo aseguro -contestó Aranda rápidamente.
– Más te vale, porque dentro de nada seré uno de ellos y te morderé la puta yugular si me culpas -dijo Kinea, pero Aranda no pudo averiguar si lo decía en broma, o en serio. Su discurso había adquirido el tono monótono y lánguido de quien ha visitado los mismos parajes en su cabeza infinidad de veces.
– Cuando pasó aquello, cogí mi fusil -continuó- y le disparé. El tiro entró por el omoplato derecho y lo sacudió como una alfombra en un tendedero. ¿Sabes lo que pasa cuando una bala entra por ahí?
Aranda negó con la cabeza, aunque tenía una idea bastante precisa de lo que ocurría.
– Te desgarra el pulmón y crea una hemorragia interna de mil pares de demonios. Se le llama traumatismo torácico con objeto penetrante y suele ser mortal de necesidad. Como poco, te deja sin respiración en el acto. Por el hemotórax, ¿sabes? que es cuando los pulmones se encharcan de sangre, pero Pincho continuó golpeando y mordisqueando a aquel soldado como si sólo le hubiera untado mermelada en la raja del culo. Disparé dos y tres veces más hasta que le di en toda la azotea. Y…
Kinea se quedó súbitamente callado, como perdido en el hilo de sus propios pensamientos. Aranda no dijo nada, era obvio que se había sumido en los recuerdos más macabros de aquella noche.
– Y después… -continuó tras un rato- ¿te he hablado de los coches? Pues los utilizaron para arremeter contra nosotros. ¿Quién lo iba a decir? Nadie esperaba nada de todo aquello. Los coches lo complicaron todo mucho, desbarataron la línea de defensa por completo. Allí estábamos nosotros con todos aquellos camiones, las armas… dirías que nadie juega ante la presencia del Ejército, ¿eh? -rió entre dientes- pues ya te lo habrás imaginado. Para empezar, toda aquella gente a la que disparamos, aquella gente muerta, ahí estaban otra vez, ensangrentados pero en pie. Eran como animales atacando a todo el mundo como enloquecidos. Casi se me hiela la sangre cuando vi que la gente que había atacado a Manolo, los mismos a los que yo había disparado y visto caer, estaban otra vez vivos.
– Lo sé -musitó Aranda.
– Cuando amaneció, seguíamos disparando. Los que quedábamos quiero decir. Pero ellos eran cada vez más y nosotros menos. La orden que corría por toda la fila era: ¡disparad a la cabeza! Como si fuera tan fácil. Saltaban, corrían, trepaban a los coches… tenías que haberlos visto. Pero de algún modo conseguimos detenerlos. Los días siguientes fueron durísimos. Reforzamos la barricada, aunque no sé para qué demonios porque ya apenas llegaba gente, sino zombis. Era como si toda Málaga hubiera sucumbido y probablemente así fue. Hicimos grandes piras para quemar a los cadáveres y cuando el alimento empezó a escasear, buscamos entre los equipajes de la gente. Inútilmente, por cierto.
– ¿No enviaron refuerzos, no os enviaron a otro lado?
– Qué coño, refuerzos. Para empezar las carreteras estaban tan llenas de coches abandonados que eran tan útiles como un resfriado. Los primeros días los ordenadores de campo que habíamos instalado para las comunicaciones no paraban de vomitar mierda. Todos esos informes confidenciales que estabas mirando, que eran tan, tan secretos antes del 18-Z, acabaron enviándose a todas partes. Creo que hasta los muchachos que limpian retretes en el cuartel recibieron sus copias. Supongo que era un intento desesperado de que alguien, en alguna parte, sumara dos y dos y diera con la clave de algo. Toda esa basura sobre el virus, los protocolos de actuación, hijos de puta. Si toda esa mierda hubiera circulado antes quizá hubiéramos tenido una oportunidad. Pero en fin, en un momento dado los ordenadores enmudecieron. Los sistemas de comunicaciones no servían más que para mear dentro. Los móviles, los teléfonos, todo a tomar por culo.
– Sí, en todas partes pasó lo mismo.
– Como te lo digo. Joder cómo escuece esta mierda -dijo mirándole con sus profundos ojos grises. El hombro mostraba ahora unas finísimas y sinuosas venas de un color negruzco que empezaban a aparecer alrededor de la herida. Aranda lo miraba con creciente preocupación. Cuando volvió a mirarle a los ojos, éste le devolvía la miraba como si le estuviera estudiando.
– ¿Y qué hay de ti, Juan Miranda?
– Bueno… -empezó a decir Juan, pero Kinea le interrumpió otra vez.
– Oye, ¿no tendrías un poco de agua? Tengo la boca como una lija de hierro.
– De hecho, sí. Tengo en la mochila, en la moto. Te traeré un poco.
Kinea entrecerró los ojos, pensativo, dejando que las arrugas de la frente se pronunciaran aún más.
– ¿Me estás diciendo que has venido de verdad en una moto? -preguntó.
– Sí.
– ¿Desde dónde? -su gesto de sorpresa parecía genuino.
– Desde Málaga.
– ¿Cómo es posible, es que no hay zombis en Málaga?
– Sí que los hay. Es una larga historia, pero déjame que te traiga agua y te la contaré.
Kinea parpadeó sin comprender.
– Ahí fuera está lleno de esas cosas -dijo entonces.
– No pasa nada. Ahora vuelvo.
Aranda salió resueltamente al exterior, y Kinea no pudo evitar contener la respiración. Desde que perdieron el control de la barricada, él y otros once soldados, los últimos supervivientes de la Operación Furia del Sol, se habían replegado a uno de los edificios de residencias civiles. Desde entonces no había vuelto a ver el exterior con los mismos ojos. Había demasiados espectros, y la munición escaseaba ya peligrosamente. Una mañana, el soldado Rafael Blasco no pudo aguantar más la presión y salió fuera con intención de coger uno de los vehículos y huir entre los edificios. No llegaron a tiempo de impedírselo. Apenas había recorrido seis metros cuando los muertos se lanzaron sobre él, silenciosos al principio, pero luego sus gritos enmascararon los atroces alaridos de Blasco mientras era devorado. Desde entonces, el exterior era como embarcarse en un viaje espacial complicado y lejano, y los únicos viajes que se permitían era al interior de la tienda campamento, que estaba a solo unos pocos pasos de la entrada de la vivienda.
Pero había pasado ya medio minuto y, que se lo llevaran los demonios, pero ahí fuera no se escuchaba nada.
Un poco más tarde Aranda volvía a entrar en la tienda. Llevaba a la espalda la mochila negra en la que guardaba sus aperos. Kinea seguía en la misma postura en la que lo había dejado, aunque ahora se rascaba con vehemencia la zona alrededor de la herida. No se dijeron nada; Aranda sacó el botellín de agua y se lo pasó, y Kinea bebió largamente saboreando cada sorbo. El último trago lo mantuvo con los carrillos hinchados, como para refrescar la boca.
– ¿Cómo lo has hecho? -quiso saber Kinea.
Aranda sabía perfectamente a qué se refería.
– Es una larga historia -dijo.
– Verás, esta mañana estoy de permiso.
Y allí, al borde de la extinción de la raza humana y rodeado de muertos que habían vuelto a la vida, rieron con socarronería.
Aranda comenzó su relato. Le contó todo, desde los primeros días de Carranque hasta el día que Moses e Isabel se unieron a ellos con aquella extraña historia del padre Isidro y su inmunidad ante los zombis. Le habló de las investigaciones del doctor Rodríguez y de cómo, a espaldas de la opinión de la comunidad, Aranda se inoculó la vacuna experimental que hasta el momento, estaba siendo un éxito. Cuando terminó, Kinea le miraba con los ojos muy abiertos, intentando todavía asimilar la noticia.
– Y esto llega ahora, después de… después de tanta mierda como he pasado, ahora que voy a morir.
– Te lo dije, no tiene que ser así. Déjame llevarte con nuestro médico, es muy bueno, quizá podríamos salvarte.
– No me jodas otra vez con eso. No hay nada que hacer y lo sabes.
– Pero -insistió Aranda- podríamos intentarlo al menos.
– Escucha, Miranda, tengo las piernas flojas. Estoy a punto de echar la pota. Y por si eso no fuera poco, explícame por favor cómo coño quieres subirme a esa moto tuya y atravesar las filas de muertos vivientes. Quizá tú tengas el jodido Pase Azul de las Huestes del Infierno, pero te aseguro que tardarían muy poco en utilizarme a mí como aperitivo de media mañana.
No sólo tenía razón, Aranda lo sabía. Los vivos les atraían como un vaso de sangría fría a un campista en pleno verano. Tras reflexionar sobre eso durante unos breves instantes, abrió su botiquín y sacó alcohol, vendas y unas pastillas.
– Deja las jodidas vendas y pásame esas pastillas. Son para el dolor, ¿no?
– Eso es.
Se puso una en la boca y bebió otro trago para bajarla.
– Vaya subidón, amigo -dijo después- caminar entre loszombis como si dieras un paseo por Calle Larios un martes cualquiera. ¿Qué vais a hacer con eso?
– No lo sé. No sabemos si es efectivo todavía. Estamos esperando a ver qué ocurre de aquí a un tiempo, antes de seguir administrando la vacuna al resto de los supervivientes. Mi organismo -dijo con un imperceptible fallo en la voz- podría colapsarse en cualquier momento.
Los ojos de Kinea parecieron entonces recobrar la chispa que habían perdido.
– Tienes que llegar hasta ellos -dijo de pronto como iluminado por una idea.
– ¿Quiénes?
– Ellos. Nosotros. El Ejército. Los últimos mensajes que recibimos decían que se habían hecho fuertes en la base aérea de San Julián, ¿sabes dónde está?
– No -reconoció Aranda.
– Es la plataforma militar del aeropuerto de Málaga, situado justo enfrente de la terminal civil.
– ¡Ah, cierto! -exclamó Aranda. Recordaba haber visto aparatos militares destacados brillando bajo la luz del Sol con su verde característico alguna que otra vez. -¿Por qué no intentasteis llegar hasta ellos?
– ¡Joder, Miranda! -exclamó el soldado recuperando un poco del mar humor del que hizo gala cuando se encontraron, hacía apenas media hora. -Te lo he dicho, fue una de las últimas comunicaciones que recibimos antes de que éstas fallaran. Nos decían claramente que todas las tropas disponibles debían reagruparse allí con la máxima urgencia. El sargento les respondió que estábamos trabados, que necesitábamos que enviaran unidades de apoyo para rescatamos, pero… ¿crees que alguien respondió? No. No iban a enviar ni una puta tarjeta de Navidad te lo puedo asegurar. Nada. El mensaje iba dirigido solo a aquellas unidades supervivientes que pudieran llegar hasta allí por sus propios medios, pero nadie tuvo en mente, jamás, ninguna operación de rescate de mierda.
– Y no pudisteis ir por vuestros propios medios porque las carreteras estaban colapsadas -añadió Aranda, asintiendo con la cabeza.
– Para el caso, era como si no hubiera carreteras, coño -bebió otro poco de agua. La herida del brazo se le estaba poniendo negra, como si le hubieran inyectado tinta china en vena. -Teníamos aquel vehículo oruga con el que podríamos haber intentado abrirnos hueco por alguna parte, pero desapareció en la refriega. No sé si fue un soldado que decidió poner tierra entre aquel feo asunto y su propio culo, o algún civil. Los nuestros simplemente desaparecían, no es que se pudieran contar las bajas, como comprenderás, porque salían andando por su propio pie, jajaja.
– ¿Y qué pasa con el aeropuerto militar? -preguntó Aranda para recuperar el hilo de la conversación.
Kinea bizqueó, como si empezara a tener dificultades para concentrarse. Aranda no sabía cuánto tardaba el virus en contaminar un cuerpo, pero suponía que sería como el coma zombi, el proceso que sufrían los cuerpos que acababan de morir y que los devolvía a la vida. Aunque la mayoría de las veces llevaba minutos, en otros, el proceso consumía horas. Pensaba que en el caso de infección por herida, la victoria del virus dependería también del estado de salud general de la víctima, de la capacidad de su sistema inmunológico en definitiva. Aquella herida monstruosa, sin embargo, parecía contaminar su cuerpo con una rapidez pasmosa.
Kinea adivinó el hilo de sus pensamientos.
– Ese hijo de puta nos venció en la calle y ahora me está venciendo por dentro, ¿eh? -dijo. Su rostro reflejaba ahora cierta angustia.
Aranda no supo qué contestar a eso.
– Joder si lo noto. El corazón me va a estallar en el pecho. Se nos acaba el tiempo, así que escucha esto, Miranda. ¿Sabes cuál fue nuestra misión antes de venir aquí a levantar el bloqueo? Escoltamos a un civil, un finlandés, o quizá era noruego, un tipo llamado Jukkar. Me acuerdo bien porque… vaya nombre, ¿no? No sé si era biólogo, médico o científico, pero teníamos que recogerlo en el aeropuerto y llevarlo a San Julián, la base aérea que te comentaba antes. La orden venía con un sello de Orden Preferente. No había estado nunca antes, pero tenían allí una dotación de unos cien hombres y habían armado un follón de mil pares de cojones con seguridad extrema y descargando camiones. Para qué, no lo sé. No sé una mierda. Pero de algún modo, con toda la nueva situación, habían establecido allí un puesto de mando acojonante. Pues bien, no sé qué papel desempeñaba ese guiri en toda esa operación, por entonces las cosas no andaban mal del todo, pero cuando llegaron todos esos informes sobre el Necrosum esto y el Necrosum aquello, el nombre de Jukkar apareció una o dos veces. Vaya si me acuerdo porque, coño, vaya nombre -añadió repitiéndose a sí mismo.
– Hostia -soltó Aranda, sorprendido.
– Sí. Quién sabe, coño. La providencia puede haberte traído hasta aquí y puede que incluso hiciera que me comportara como un gilipollas para que uno de esos cabrones pudiera morderme y así contarte todo esto. Y puede que ahora te presentes allí, te metas en la puta Cámara Mágica de Jukkar, y acabemos con todo este asunto de una vez por todas. ¿Cómo te suena eso?
– Diría que eso molaría bastante.
Pero entonces, Kinea apretó los ojos y se llevó una mano al pecho. Enseñaba los dientes, apretados en un rictus de dolor. De repente, toda su frente estaba otra vez bañada en sudor.
– ¡Ernesto! -dijo Aranda, alarmado.
Pero tras unos instantes que parecieron eternos, el dolor intenso y mordaz acabó remitiendo. Kinea empezó a hiperventilar, su pecho subía y bajaba como un fuelle endemoniado. Súbitamente, extendió la mano y apresó la muñeca de Aranda.
– Escúchame, no quiero ser una de esas cosas.
Aranda escuchaba, expectante.
Oh no por favor, no podré…
– Cuando muera… por favor… pégame un tiro.
Ya lo había intuido, pero aún así la impresión fue inmensa, como si le hubieran golpeado en la parte baja del estómago. Acababa de disparar contra unos zombis por primera vez, y a decir verdad, no le había resultado nada difícil. No había habido tiempo para pensar, solo actuar. Pero aquel soldado mentalmente inestable que había vivido su particular infierno estaba mirándole a los ojos, hablando con él. Estaba vivo y estaba pidiéndole que apuntara a su cabeza y disparase.
– Yo… -dijo con un hilo de voz.
– Lo harás. Me lo debes -dijo apretando los dientes.
¿Se lo debía? Probablemente así era. Si él no hubiera tenido la morbosa curiosidad de entrar en la tienda quizá el soldado Kinea hubiera pasado otra mañana enredando en lo que quiera que hubiera estado haciendo aquellos meses. Si hubiera seguido el maldito plan y hubiera continuado recto hacia los estudios de Canal Sur… si hubiera…
– Aquí viene otra vez -dijo el soldado, poniendo los ojos en blanco.
Oh no por favor no yo no por favor…
Esta vez el dolor tuvo que ser atroz. Kinea se dejó resbalar sobre sus nalgas y quedó parcialmente tendido en el suelo con la cabeza reclinada sobre la pata de la mesa. Se sacudía como aquejado de terribles espasmos, su boca soltó un espumarajo de saliva que brotó de su comisura como la erupción de un volcán. Por fin, soltó un único alarido espeluznante y ya no se movió más. Su cabeza había caído hacia un lado como un juguete roto.
Juan se llevó ambas manos a la boca conteniendo quizá un grito. Lo miró durante unos breves instantes rogando a Dios para que volviera en sí, para que no estuviera muerto. Pero Kinea se mantuvo inmóvil, con las manos crispadas y los dedos agarrotados plegados sobre sí mismos. El color de su piel (ahora se fijaba) era apergaminado, antiguo.
Instintivamente, se puso en pie y se apartó de él retrocediendo unos pasos. Se decía a sí mismo que tenía que hacerlo, que lo había prometido y que era mejor hacerlo cuanto antes, pero una suerte de miedo ancestral se había apoderado de su cuerpo y se veía incapaz de mover un solo músculo.
En el interior del cuerpo de Kinea, a un nivel molecular, Necrosum tomaba rápidamente el control, accionando todas las palancas, apagando y encendiendo luces según fuese necesario, abriendo las válvulas de la vida más allá de la muerte. Pequeñas chispas de estímulos básicos empezaban a recorrer su cerebro estimulando zonas que la neurociencia todavía no ha descubierto con totalidad para qué sirven. Y Aranda, sobrecogido, vio cómo el ojo derecho del soldado se sacudía con un pequeño espasmo.
Por favor por favor por favor por favor por favor…
Después, el mismo lado de la cara se contrajo apenas un segundo, pero suficiente para revelar los dientes bajo los carrillos.
Entonces Aranda sacó la pistola y disparó contra él. La bala penetró limpiamente en plena frente y le arrancó un último estertor que sacudió todo su cuerpo. Permaneció todavía unos segundos con la mano levantada, la pistola en la mano, y un ligerísimo hilo de humo transparente como un espíritu saliendo del cañón del arma.
Y Aranda rompió a llorar, por primera vez en meses su cuerpo se liberaba de todo el horror acumulado. Y lloró por Kinea. Lloró por su madre. Lloró por su padre. Y lloró por la humanidad.