Cuando Alba y Gabriel entraron en la casa una súbita sensación de repulsa los invadió. Se trataba de un antro en extremo oscuro, pues todas las ventanas estaban cerradas con sus postigos echados y la única luz se filtraba por unas troneras ubicadas en las paredes, cerca del techo. En el centro de la habitación predominaba una mesa de madera abarrotada de basura, latas abiertas y platos con restos de comida formando pilas inestables, bolsas de plástico que rezumaban un icor de apariencia pringosa y envases de cartón y cristal de varias formas y tamaños, todos abiertos y vacíos, algunos volcados. Los muebles, en su mayoría estanterías, estaban también llenos de objetos de toda clase: una talla de madera de algo que parecía alguna suerte de tótem indio, un jarrón agrietado al que le faltaba un trozo, un pequeño zorro disecado en actitud amenazante. En una de las esquinas sumidas en penumbras, había un cementerio de baterías de coche apiladas de cualquier manera, algunas abolladas, otras habían rezumado y corroído las que tenían debajo. Alba, abrumada por lo que veía, se fijó especialmente en varias muñecas de porcelana con sus caritas blancas tiznadas de suciedad y los ojos en extremo abiertos. No eran bonitas se dijo, aquellos ojos parecían ocultar un grito en sus frías gargantas, y bajo sus sonrisas congeladas asomaban, terribles, unos diminutos dientes blancos.
La casa olía a polvo y a contenedor de basura y Gabriel se sintió desvanecer, era como estar en la proverbial casa de la bruja, con un hogar lleno de restos de ceniza y troncos de madera a medio quemar y un suelo cubierto de miserias de toda índole, la mayoría inidentificables. Y entonces, como para reforzar esa sensación, el hombre bloqueó la puerta con dos pesados tablones, primero uno en la parte superior y luego otro en el centro, los hundió en las guías de madera haciendo un esfuerzo bastante importante, y éstos encajaron con un sonido terrible que acrecentó el miedo del niño. Alba le cogió de la mano, él quiso apretársela pero no se sentía con fuerzas.
No pasa nada se dijo, ha cerrado porque fuera hay monstruos. Ha cerrado para protegernos, por eso. Como en cualquier otra casa. Para protegernos a todos.
– ¡Los niños necesitan comer! -dijo el Hombre Andrajoso de repente-. ¡Eso es lo que necesitan!
Apartó la basura de un extremo de la mesa para hacer hueco y separó dos de las sillas.
– Sentaos, vamos, ¡ya veréis qué tengo!
Los niños obedecieron y Gabriel dejó la mochila en el suelo, a su lado. Alba seguía mirando con creciente inquietud la maraña de objetos variopintos apilados por todas partes. Sobre un desvencijado sillón le pareció ver un osito de peluche, pero la cabeza había desaparecido y en su lugar se emplazaba la cabeza de plástico de un bebé que parecía mirarle con un único ojo dándole una apariencia escalofriante.
Tras hurgar en un aparador vencido por una pata, el Hombre Andrajoso volvió con algo en sus manos. Lo que les puso delante eran dos yogures. Uno decía: LIMÓN y el otro MACEDONIA. La imagen sonriente de un grupo de frutas cortadas en trozos les sonreía a través de una capa de suciedad.
– ¡Qué os parece! -exclamó el hombre. Sonreía ahora mostrando todos los dientes, una hilera de piezas puntiagudas y pequeñas, desgastadas y del color del oro viejo. Se apresuró entonces a retirar la tapa, y aunque Alba había mirado su yogur con cierto interés, ahora éste había desaparecido del todo.
El yogur parecía haber caducado hacía bastante tiempo, y una cuarta parte del mismo había desaparecido. El resto era una úlcera horrible, abigarrada de estrías y recubierta de un velo de moho de un color negruzco. Los niños no pudieron evitar poner cara de asco.
– ¿Qué? -preguntó el Hombre Andrajoso al ver su reacción. Su sonrisa había desaparecido del todo. -¡Ah, sí! -dijo de repente como si recordase algo- cucharas.
Rebuscó entonces entre la pila de platos levantando unos y cambiando otros de lugar. Mientras lo hacía, Gabriel alcanzó a ver una mugre espantosa recubriendo éstos, una masa de restos orgánicos podridos atacados por hongos. De allí extrajo primero una y luego otra cuchara, ambas usadas y con restos adheridos.
Alba miró la suya sin atreverse a tocarla. El acero había perdido todo su brillo y las muescas de mil dentelladas adornaban su superficie.
Oh mamá. Oh mami. Está loco. Está loco como una cabra. Como un rebaño de cabras.
– Pero señor -dijo al fin Gabriel, y su voz sonó demasiado infantil y trémula como si tuviera cuatro años menos- el yogur está caducado, me parece.
El Hombre Andrajoso lo miró un rato.
– El yogur está caducado -dijo con un tono de voz diferente al que había venido usando hasta ahora. El muchacho casi pudo sentir la tensión que estaba abriéndose camino en el ambiente, como las raíces de un cáncer. Lo peor era no saber, no podía decir si aquél hombre estaba repitiendo su pregunta o confirmando lo que había dicho.
– Si no lo queríais, vaya… si no lo queríais, ¿para qué lo habéis abierto?
Los hermanos se miraron de nuevo y cuando Alba vio en el rostro de Gaby el germen del miedo se sintió mucho peor, desamparada y confusa. Quería a su perrito a su lado, quería volver al jardín del País de las Maravillas y sobre todas las cosas, quería a su padre ahora, allí. Su padre tiraría el yogur a la basura donde debía estar, y se los llevaría en el coche grande. Pero nada de eso iba a ocurrir, y cuando pestañeó, el ambiente lúgubre y malsano de aquella covacha cayó sobre ella.
– Ahora me debéis algo -exclamó el hombre mirándoles fijamente a los ojos. Entonces rodeó la mesa y cogió la mochila de Gabriel con un gesto rápido.
Gabriel se sobresaltó sintiéndose atacado. Cuando vio que había cogido la mochila casi se dejó llevar por la protesta que se asomaba a sus labios, pero chasqueó la lengua y se contuvo.
– A ver qué llevan los niños tan listos, ¿eh?
Abrió la mochila y volcó el contenido sobre la mesa. El yogur de LIMÓN se volcó y rodó ligeramente sobre sí mismo. Allí estaba la comida, las galletas de chocolate, algunas barras energéticas, las latas y las mantas de viaje que con tanta inocencia habían empaquetado para el frío de la noche.
El Hombre Andrajoso cogió una de las barras, retiró el plástico con una rapidez sorprendente y se la comió en dos bocados. Masticaba con fruición, con ambos carrillos llenos y la boca abierta, pequeñas migas y trozos de chocolate cayeron sobre la barba quedando allí atrapadas como diminutos insectos en una complicada telaraña gris. Mientras masticaba y tragaba a gran velocidad, los ojos se le pusieron en blanco.
– Gaby -susurró Alba al borde del llanto.
– Ssssh -le dijo su hermano con un gesto rápido. Gabriel estaba tenso como un cable de acero. No quería mirarlos, pero sentía de algún modo los tablones que cerraban la puerta detrás de él. Sabía que el que estaba más arriba iba a requerir que se subiera a algo como la silla en la que estaba sentado, pero pensaba que si disponía de un par de minutos tan solo, entonces quizá podría retirarlos y abrir la puerta. No creía que su hermana pudiera correr más que ese hombre, pero tampoco importaba. La clave era Gulich. El perro sabría dar cuenta de él.
– Oh sí -dijo el hombre todavía embriagado por el súbito empellón de azúcar en su sangre.
Los niños le miraban, expectantes.
– Señor -aventuró Gabriel- ¿podemos irnos ya? Nuestros padres nos estarán buscando.
El Hombre Andrajoso fijó sus ojos en él y pareció estudiarlo por unos instantes. Luego, echó un vistazo al contenido de la mochila.
– Chocolate -dijo, cogiendo una barra y dejándola caer de nuevo- más chocolate, galletas con chocolate, chocolatinas.
– Señor, por favor -dijo Gabriel, suplicante.
El hombre dejó caer la última barrita con un deje de desprecio.
– Niños buenos con una bolsa de chuches gigante… ¿es esto lo que os pone mamá cuando os deja ir solos por el campo, el campo lleno de cosas?
Gabriel tragó saliva. El hombre puso ambas manos sobre la mesa y se encaró con la pequeña.
– Dime niña, ¿dónde está tu mamá?
Pero Alba sólo consiguió balbucear algunas palabras ininteligibles. Algo en su tono de voz, sin embargo, hizo que Gabriel recuperara el valor que creía perdido.
– ¡Déjela! -exclamó de pronto.
El Hombre Andrajoso le miró. Su expresión era dura, ceñuda, y sus ojos apagados parecían taladrarle y minar su recién adquirida energía. Por unos instantes Gabriel resistió el envite, pero después no pudo evitar agachar la cabeza.
– ¿Crees que voy a hacer daño a tu hermana? -preguntó el hombre. -No voy a hacer daño a tu hermana. Os diré qué haremos, ¿eh? Niños buenos, siempre obedecen a los mayores, ¿eh? Os presentaré debidamente, ¿queréis? ¿Queréis ver a Israel? No está muy bueno, pobre viejo Israel… pero todavía aguanta, sí, ¡todavía aguanta! Veréis qué bien cuidamos de él y qué bien cuidaremos de vosotros.
De repente parecía que otra vez el Hombre Andrajoso recuperaba el estado de ánimo con el que los había recibido. De nuevo su conversación era animada y en un tono que se podría tildar de alegre. Alba pareció recibir el cambio con alivio, y otra vez su carita infantil parecía despejada de los nubarrones oscuros que acababan de cruzarla. Para Gabriel todo había sido tan rápido que estaba, si cabe, todavía más atemorizado. Demostraba muy a las claras que su anfitrión estaba desquiciado, chaveta como decía su padre, y aún con su corta edad se daba perfectamente cuenta de que tendría que extremar la precaución tanto con sus palabras como con sus hechos.
– Sí, vale -dijo.
– ¡Muy, pero que muy bien! -exclamó el Hombre Andrajoso-. ¡Vamos entonces!
Los niños le siguieron, displicentes, a través de la sala hasta unas diminutas escaleras de madera que subían al piso de arriba. Los tablones estaban vencidos y pulidos por el roce, y al pisarlos crujían como protesta por el peso. Al llegar, detectaron que el olor era todavía peor, no ya a vertedero como en el piso de abajo sino a algo más penetrante. Gabriel lo había olido antes, era el olor dulzón, penetrante e intolerable de la muerte.
– Vamos, vamos. ¡Venid por aquí!
Los condujo por un pasillo distribuidor hasta una habitación que se abría en el muro, a su derecha. El olor resultaba del todo hiriente, y sin ser del todo conscientes los niños entraron en la habitación respirando por la boca.
Fue lo primero que vieron. Era un hombre, vestido con una mugrienta camisa azul con manchas tan viejas y pronunciadas que se montaban unas sobre otras. Estaba sentado en una raída butaca de cuero de un color marrón desvaído, el cuero estaba cuarteado y colgaba a jirones por todas partes. El hombre parecía dormitar, con la cabeza pegada al cuello de forma que solo se le veía el cráneo desprovisto de pelo. Gabriel se fijó en la piel, de un color blanco casi larval, veteado de manchas que oscilaban entre el gris y el azul.
Sus piernas, vestidas apenas por un harapiento pantalón marrón, estaban recorridas por hilachos de restos de líquido que formaban un charco oscuro en el suelo a sus pies.
Pero entonces se fijó en algo más. Una sólida cuerda de esparto trenzado lo mantenía atado a la butaca por la cintura y el pecho, también las muñecas estaban sujetas por algo que parecía cinta de embalaje, gruesa y marrón.
– Hala -dijo Alba vivamente impresionada.
– Pobre viejo Israel -dijo el hombre en voz baja- cuando no subo a verle en muchos días, se queda dormido. Pero ¡que me condenen! Ya no tiene la conversación de antes, el viejo Israel.
– Por… ¿por qué está atado? -preguntó Gabriel, también susurrando.
– ¡Ah, niño bueno quiere saber! Bien, ¡muy bien! Tuvimos algunos problemas el viejo Israel y yo. Estuvo muy enfermo, ¡oh, sí, mucho! Pero yo lo cuidé durante mucho tiempo, mucho, mucho. Una noche nos enfadamos ¡no sé porqué! El viejo quería matarme, de veras, así que lo sujeté y hablamos, vaya si hablamos, y pusimos las cartas sobre la mesa. Él no quería, pero caramba ya hablé yo por él. ¡Siempre lo hago!
El Hombre Andrajoso se acercó al hombre atado y dio una palmada ante su cara. Y entonces, como si le hubieran impuesto una descarga eléctrica, Israel se sacudió violentamente. Levantó la cabeza con la boca abierta mostrando los dientes y los ojos fijos en los niños. Los ojos eran de un color blanco neblinoso.
Gabriel, atendiendo un instinto protector inconsciente, pasó una mano por delante de su hermana. Reconocía perfectamente esa expresión colérica y, sobre todo, esos ojos inconfundibles. Era un muerto, una de esas cosas resucitadas, un zombi.
– Gaby -dijo Alba, cogiéndole del brazo fuertemente.
– Mira, Israel ¡unos niños! -dijo el hombre.
Israel tenía la vista clavada en ellos, todavía con la boca abierta como un animal en actitud defensiva. Incapaz de mover ningún otro miembro de su cuerpo, inclinaba la cabeza a uno y otro lado como un gesto de desafío.
Y entonces la escena cobró un tinte todavía más surrealista cuando el Hombre Andrajoso se acuclilló junto al monstruo y empezó a hablar con voz de falsete.
– ¿Han venido unos buenos niños, a vernos, sí? Qué buenos niños. ¡Bienvenidos, bienvenidos!
– Ya han comido ellos, viejo -dijo ahora con voz normal, como respondiéndose a sí mismo.
– ¡Qué buenos! Tienen que comer, claro, para estar sanos.
El Hombre Andrajoso se incorporó entonces, sonriendo complacido. La expresión de sus ojos era de expectación casi infantil, como el de un niño que acaba de hacer alguna monería y espera el aplauso de su público.
Gabriel casi se sintió desfallecer. Si tenía alguna duda sobre la salud mental de aquel hombre se había desvanecido del todo. Repasaba a toda velocidad las cuerdas y las cintas intentando asegurarse de que el cadáver no se levantaría, al mismo tiempo miraba con concentración hipnótica la negra profundidad de su boca. Allí, el cielo del paladar estaba recubierto de un tejido necrótico que describía cráteres y terribles bultos.
– ¿Qué harán ahora los niños? -dijo el hombre con su tono de falsete. Se volvió para mirar al zombi, como si éste hubiese hablado.
– ¡Oh, hum! -exclamó de nuevo el hombre, como si tuviese que reflexionar sobre su propia pregunta. -Les he prometido, sí, que les acompañaríamos a donde van.
– ¿Y a dónde van esos niños tan pequeños? Son tan pequeños, en especial ella.
Alba, al sentirse aludida, cerró los ojos y se agarró con más fuerza al brazo de su hermano.
– Dónde van, sí… ¿dónde van? A su casa, dicen. A su casa.
El cadáver tenía los dedos extendidos hacia ellos, pero no parecía hacer ningún otro movimiento.
– ¿Los acompañarás?
– ¡Sí, sí! Los acompañaré… pero mañana, mejor mañana cuando el día sea nuevo y el Sol brille, ¿eh? Ahora es muy tarde, demasiado tarde, y anochece tan pronto.
– ¡Dormirán aquí con nosotros!
– ¡Sí, eso harán!
Gabriel abrió la boca para decir algo, pero esa última parte de su infernal monólogo le había dejado la garganta seca y se vio incapaz de responder. Ahora más que nunca, se sentía atrapado. El pánico era como una bruma blancuzca que le velaba la vista y lo atenazaba contra el suelo impidiéndole moverse en medida alguna, hasta le parecía que se había olvidado de respirar.
No importaba, se dijo, más como auto convencimiento que otra cosa. Escaparían por la noche cuando el Señor Dos Voces durmiera entregado a sus paisajes oníricos de pesadilla. Ahora se trataba de seguirle la corriente, como decía su padre. Aparentar que todo iba bien, no contradecirle, no alterarle, eso era lo más importante. Si pudiera hacerle entender a su hermana, era posible que a mitad de la noche pudieran abrir la puerta de nuevo y entonces Gulich los protegería. Estaba seguro.
– Alba, escucha -dijo dirigiéndose a su hermana- dormiremos aquí, ¿vale? Será divertido, y saldremos mañana, será estupendo, y este hombre nos ayudará. ¿Quieres?
– ¡No, Gaby no! -dijo la pequeña apretándole el brazo con más fuerza. Su mirada era una súplica completa y en sus ojos negros titilaba un deje de lágrimas.
– ¡No pasa nada, todo está bien! -dijo entonces Gabriel compungido por el ruego de su hermana.
Bien fuera por el estrés de la situación, o porque la niña había respirado sin quererlo una bocanada del aire cargado del olor a putrefacción, Alba reprimió una arcada.
Y allí, rodeados por los aplausos monocordes del Hombre Andrajoso, se abrazaron.
Cenaron una especie de sopa cuyos ingredientes les eran desconocidos, pero estaba caliente y no muy mala del todo, y consiguieron acabársela entera. El Hombre Andrajoso canturreaba de aquí para allá, masticando una especie de hierba que había sacado de un bote. Qué era, no lo sabían, pero cuando les dedicaba una sonrisa los dientes destacaban bajo su barba con hilachos de un color verdoso.
Habían pasado la tarde escuchando sus historias. Gabriel comprendió muy pronto que le encantaba hablar y ser escuchado, y había esperado pacientemente a que se hiciera de noche sentado en su silla con Alba pegada a él. Su narración era caótica, retorcida por su incesante monólogo plagado de reiteraciones y preguntas formuladas más a sí mismo que a los niños, pero por lo que había podido entender cuando no estaba pensando en su plan, el Hombre Andrajoso había estado solo desde mucho antes de la infección. Había sido un indigente desde que perdiera a su mujer y su trabajo por razones que no se pronunciaron. Sumido en una depresión demoledora, acabó arrastrado a las calles donde terminó dedicando la mayor parte del día a permanecer tumbado en cualquier rincón, consumiendo envases de vino barato que pagaba con las monedas que recogía.
En Calahonda había conocido a Israel, un rumano con el que coincidió en la puerta de Mercadona. Israel había venido a España buscando cambiar su vida, pero se encontró de bruces con la crisis de la construcción y acabó consumiendo sus escasos ahorros desplazándose de aquí para allá en busca de un trabajo. No hubo suerte. Se cayeron bien desde el principio y compartieron los mendrugos que conseguían de tanto en cuando. La vida se hizo más llevadera aquellas semanas, y el Hombre Andrajoso dejó de hablar a solas y a murmurar entre dientes.
La infección zombi los movió cada vez más arriba, lejos de las zonas más urbanas. Cuando la policía dejó de atender las llamadas encontraron una casa que ocuparon casi una semana, antes de que los muertos los echaran de allí hacia el monte. Esa casa estaba vacía y lo bastante alejada, así que forzaron la cerradura y se asentaron. No les contó cómo cayó Israel, pero Gabriel supo que no había sabido superar su muerte, había eliminado con precisión quirúrgica todos los recuerdos referentes a ésta, e incluso había borrado el hecho de que tuvo que atarle para que no le atacara. Tampoco supo cuándo decidió hablar por él y entregarse a un fingido diálogo, pero la soledad es terrible cuando se sobrevive en una casa al pie de las montañas y la salud mental hace tiempo que se ha ido a pique.
Gabriel no sentía pena por aquel hombre. Todo lo que su mente bullía con febril efervescencia era su Plan de Fuga. Si la historia del Hombre Andrajoso le había conmovido en parte alguna, ese sentimiento desaparecía cada vez que miraba a su hermana, que en ese entorno de podredumbre le parecía todavía más pequeña de lo habitual. La niña no dejaba de mirar las escaleras de madera, temiendo sin duda que en cualquier momento bajase Israel, con los brazos levantados y los ojos blancos fijos en ella. Gabriel por otro lado, no creía al Hombre Andrajoso. No esperaba que fuera a acompañarles a ningún lado. Se resistía a pensar qué otras alternativas había, era como si cada vez que ese pensamiento fluía en su mente, se deslizara hacia el margen de la consciencia resultando imposible cazarlo.
De Gulich no sabían nada. No ladraba tras el umbral escuchando sus voces, no arañaba la puerta intentando que lo dejasen entrar. Confiaba, rezaba para que siguiera allí todavía. Sin él, el Plan de Fuga valía tanto como un hueso de aceituna.
Un rato más tarde Gabriel anunció que tenían sueño. Deseaba con todas sus energías que llegara el momento en el que la rutilante bombilla alimentada por una batería de coche se apagase. Y entonces la casa se quedaría en silencio, y él podría esperar, y esperar, a que la noche se hiciese vieja y el viejo loco durmiese profundamente.
– ¡Sí, sí, los niños descansan! Se acuestan temprano y tienen sueños preciosos. ¡A descansar!
El Hombre Andrajoso subió entonces por las escaleras, y por primera vez se quedaron los dos a solas. Gabriel notaba una notable presión en el pecho y las sienes, y apremiado por la sensación de urgencia se levantó despacio de la silla para tratar de probar el tablón que bloqueaba la puerta. No pudo moverlo con una sola mano sin embargo, y entonces decidió emplear las dos. Tampoco así pudo levantarlo, pero no quería arriesgarse a que su anfitrión le sorprendiese trasteando y volvió a su asiento. La mirada de su hermana era de tremenda decepción.
Apenas se había sentado cuando el hombre apareció haciendo crujir los viejos escalones. Acarreaba en los brazos una buena pila de mantas.
– La noche es fría, muy muy fría, ¡pero los niños duermen calientes si se les abriga bien!
Dejó las mantas en el suelo a un lado de la habitación y las dejó extendidas. Gabriel las examinó afligido, pues estaban también llenas de manchas de una apariencia en extremo desagradable, pero sin embargo ayudó a su hermana a taparse con ellas y se tumbó a su lado. La inquietud lo recorría de pies a cabeza manteniendo tensos todos los músculos de su cuerpo. Se acercaba el momento de saber qué haría el Hombre Andrajoso, presumiblemente tendría una habitación en el piso de arriba, pero ¿y si cogía la silla la arrimaba a la puerta y se sentaba en ella para dormitar dando cabezazos toda la noche, qué oportunidades tendría entonces?
Pero, por fortuna, no fue así.
– ¡Dormid! Ea, a dormir, mañana veremos. Sí, mañana veremos -y quitando las pinzas de la batería de coche trajo la oscuridad a la habitación. Ahora, en contraste con las tinieblas que reinaban en la sala, la luz crepuscular del día que acababa contrastaba a través de las troneras cada vez más apagada y tenue. Por fin, el Hombre Andrajoso desapareció escaleras arriba.
Gabriel suspiró.
– Gaby -susurró Alba.
– Sssh, duérmete -dijo Gabriel en voz baja. -Yo me ocupo de todo.
Y la pequeña, confortada quizá por la seguridad que destilaba el tono de su hermano, se dio la vuelta y cayó en el sueño que tanto necesitaba.
Gabriel permaneció acurrucado con los ojos abiertos de par en par brillando en la sombra. Desde el piso de arriba llegaba ahora un pequeño resplandor, aunque mucho más débil, como el de la llama de una vela lejana. Esperó durante un espacio de tiempo que se le antojó eterno, aguardando a que la luz acabase sucumbiendo a la noche. Agudizaba el oído constantemente, en ocasiones a expensas de aguantar la respiración, esperando quizá percibir unos ronquidos distantes que le indicasen que el momento había llegado.
Pero nada de eso parecía ocurrir.
Por fin, tras comprobar que la respiración de su hermana era la propia de alguien en sueño profundo, el muchacho retiró las mantas con infinito cuidado y se aventuró a ponerse en pie. Pensó en acercarse primero a las escaleras para asegurarse de que el Hombre Andrajoso no le sorprendería en plena faena, pero llegar hasta allí resultó toda una odisea, caminaba extremando las precauciones a cada paso como si avanzara entre alimañas dormidas. A medida que se acercaba más y más, el murmullo apenas audible de unas voces empezó a llegar hasta sus oídos. Por un breve instante se congeló en el sitio incapaz de determinar qué significaba aquello, pero luego recordó la escena vivida con Israel, ahora ya brumosa y descolorida en su mente y descubrió de qué se trataba. Era, naturalmente, el Señor Dos Voces.
– … de aquella vez? -decía en su voz de falsete.
– ¡Sí, sí, cómo olvidar aquella vez!
– Pues podríamos… podríamos tener otro.
– Sí, ¿verdad? Creo que sí que podríamos, pero es muy muy peligroso.
– Pero puede hacerse, si sabemos cómo.
– Claro, claro que puede hacerse si nos hacemos sus amigos primero, ¿eh? Buen perro, primero amigos.
Hubo entonces unos segundos de silencio.
– ¿Qué dirán los niños, viejo? -preguntó de nuevo la voz aguda.
– Los niños -se contestó a sí mismo cambiando de nuevo la voz.
– … quién sabe qué dirán los niños, ¿eh, quién sabe?
– Podrían… podrían no saberlo.
– Podrían no saberlo, ¿eh? Los niños buenos mejor ignorantes, mejor sin saberlo, quizá prueben un poco si no saben -exclamó riendo pero sin levantar mucho la voz, lo que le confirió una cualidad que a Gabriel le pareció aterradora.
El cerebro del niño funcionaba ahora a toda velocidad bañado en la adrenalina que sus glándulas generaban en generosas cantidades. No se daba cuenta, pero sujetaba el pasamanos con tanta fuerza que sus dedos se habían quedado blancos. Las palabras del Hombre Andrajoso daban vueltas en su cabeza. ¿Quieren comerse a Gulich? pensaba con sentimientos de pánico y manifiesta aversión. Su mente dibujó escenas brumosas con el hombre y el perro en el exterior, mientras ellos eran retenidos dentro con cinta de embalaje tapándoles la boca. Gulich comía algo que le habían arrojado, y el hombre se acercaba por detrás con una pala de hierro, la levantaba sobre su cabeza y la descargaba con toda sus fuerzas sobre la cabeza del animal. El ruido se formó en su imaginación como una onomatopeya ridícula dibujada con letras de cómic, pero aún así se le erizó la piel en los brazos.
Era hora de irse aunque lo descubriera. Si conseguía abrir la puerta.
¿Y si Gulich se ha ido? preguntó una voz en su cabeza. No, se respondió al instante, Gulich no nos abandonaría aquí dentro. Estará fuera, esperando.
¿Y por qué no lo he oído en todo el día? volvió a preguntar la insidiosa voz. Porque es un buen perro como dice el loco, y los buenos perros esperan fuera de las casas y no ladran.
Pero en el fondo de su ser sin que pudiera evitarlo, albergaba la duda horrible. Al fin y al cabo Gulich llevaba con ellos apenas unos días. Incluso la vieja premisa de que las cosas que veía su hermana acababan cumpliéndose empezaba a flaquear en su atormentada confianza, después de todo no había sido una visión como las otras, más bien un sueño. Un sueño de una niña de ocho años, la edad en la que los escenarios oníricos se pueblan de cosas como los hombres del saco.
Volvió hacia la puerta y probó de nuevo a levantar el tablón esta vez afianzando ambos pies en el suelo. Utilizando ambas manos empujó con toda la fuerza de la que fue capaz, pero no consiguió moverlo tampoco esta vez. Apretó los dientes y volvió a intentarlo, pero también fue en vano. Cuando desistió le dolían las palmas, pero lo peor era la sensación de claustrofobia que le invadía, como si le faltara el aire. Había invertido apenas un minuto, pero se giró sobre sí mismo temiendo encontrarse con la silueta terrible y amenazante del Hombre Andrajoso. No ocurrió así sin embargo, la sala estaba tan silenciosa y vacía como lo había estado antes.
Quiso entonces probar con el tablón de arriba. Curiosamente, una vez hubo acercado una de las sillas, solo necesitó hacer un poco de presión para que el tablón se deslizase limpiamente fuera de su guía, el sonido débil de la fricción de la madera le imprimió nuevas esperanzas. Quizá lo consiguiera después de todo, si pudiera retirar ese maldito tablón. Pensaba en eso cuando, de pronto, recordó algo que le había dicho su padre una vez. No recordaba muy bien la historia que estaba detrás del concepto, pero la frase estuvo en su cabeza un tiempo y su memoria permanecía: dame una palanca y moveré el mundo.
¿Y no iba precisamente de eso todo el asunto? Necesitaba encontrar algo así para tratar de mover el tablón trabado, pero ahora que el atardecer había dado paso a la noche la oscuridad le impedía ver a su alrededor.
¡Tonto, las ventanas!
Con un brillo de esperanza en los ojos se acercó a una de las ventanas. Los postigos estaban cerrados, pero por fortuna no estaban tan duros como la recia madera de la puerta. Los abrió con infinito cuidado para evitar que las oxidadas bisagras chirriaran en el silencio sepulcral que los rodeaba, y la noche lo recibió llenándole los pulmones de un aire fresco y frío que agradeció profusamente. Sin embargo, la visión de una verja de hierro le golpeó como una bofetada en plena cara; era imposible escabullirse entre los hierros cruzados.
Tampoco había rastro alguno de Gulich. La ventana daba al lateral de la casa sin embargo, y se dijo que el perro probablemente estaría amodorrado junto a la puerta principal. Pensó en llamarlo, pero ¿de qué serviría eso? No había forma de que el perro pasara por los barrotes ni pudiera abrir la puerta, ¿y acaso su voz no atraería al Hombre Andrajoso?
Sintiéndose otra vez más acorralado Gabriel recorrió la habitación con la vista, buscando algo que pudiera servirle como palanca, algo que le fuera de utilidad. Ahora que sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad y la luz de la luna llena que entraba por la ventana le ayudaba a reconocer los volúmenes de las cosas, anduvo por la habitación intentando discernir entre los numerosos objetos que poblaban las estanterías y los muebles. En ocasiones se ayudaba por el tacto, pero pasó bastante tiempo hasta que dio con algo.
Primero tropezó con ello, algo metálico que descansaba en el suelo y que al contacto con su pierna hizo un sonido tintineante, como una campana. Su joven corazón se disparó, bombeando sangre a su cabeza соn una fuerza inusitada y provocándole una sensación de calor inesperada, pero después de esperar unos instantes congelado en el sitio, decidió que el sonido no había llegado hasta el piso de arriba así como el monólogo del loco no era audible desde su posición. Entonces se agachó у соn manos temblorosas palpó lo que tenía delante. Era un soporte de hierro para los aperos de la chimenea, la pala y la escobilla no colgaban ya de su gancho pero el atizador estaba allí, y palpar su punta plana le produjo una sensación indescriptible. Era lo que estaba buscando.
Tenía que funcionar. Avanzó con bastante rapidez hasta la puerta y se sirvió de la vara de hierro para ayudarse. Aún a oscuras percibió el crujir de la madera, pero a la segunda acometida, sintió que el tablón se deslizaba por fin fuera de la guía.
Exultante de una incontenible alegría, Gabriel volvió a mirar por encima del hombro y otra vez la habitación queda y mortecina lo saludó. Retiró el tablón y lo colocó junto al otro, y por fin pudo abrir la puerta embriagado de una sensación de éxito y libertad como no la había experimentado en su corta vida.
Pero Gulich no estaba allí. Asomó la cabeza a la noche y buscó alrededor, pero en ninguna parte aparecía el mastín.
Se ha ido, pensó con amargura, ha vuelto allí de donde salió.
Sin embargo también ellos podían escapar ahora, así que volvió a entrar a la casa y se acercó a su hermana.
¡La mochila!
El pensamiento le atizó con un remarcado aire de urgencia, como si hubiera estado a punto de olvidar algo importante. No era tanto por la comida, en previsión de los días que tendrían que pasar por los caminos montañosos que bordeaban la autovía y las urbanizaciones de la costa, era algo más. Suponía que debía llevarla para que la visión de su hermana se cumpliera. Si lo hacía así probablemente verían un nuevo día, como en su sueño, caminando de nuevo por los caminos con Gulich a su lado. De manera que se giró hacia la mesa, metió dentro casi todas sus cosas y se la puso a la espalda.
Deprisa, ¡deprisa!
Alba se resistió bastante a ser despertada. ¿Cuánto tiempo había podido dormir? se preguntaba Gabriel, ¿un par de horas como máximo? Había perdido la noción del tiempo, pero por mucho que la pequeña necesitase el descanso había que irse. La sacudió y le pasó la mano por la cara hasta que sus ojos se abrieron con esa expresión de sorpresa característica de los que han sido arrancados del sueño profundo.
– ¡Alba! -dijo en un susurro-. ¡Nos vamos de aquí!
La pequeña se le agarró al cuello como si quisiera que la cogiera en brazos. El gesto le trajo recuerdos de cuando ella se quedaba dormida en el sofá y su padre se la llevaba a la cama, pero Gabriel no contaba con fuerzas suficientes. Tenían que correr. Con un nudo en el pecho, retiró sus brazos y volvió a sacudirla.
– ¡Alba vámonos, tenemos que irnos!
Por fin, la pequeña se puso en pie visiblemente confundida. Gabriel la cogió de la mano y se dirigió hacia la puerta.
Pero cuando el fresco viento nocturno los recibió y se creían ya libres, escucharon una voz atronadora a sus espaldas.
– ¡¿A dónde, a dónde van ahora LOS NIÑOS BUENOS?!
Gulich sabía del HAMBRE, pero el que experimentaba ahora no le dejaba siquiera dormitar. Tenía otras inquietudes, por cierto. Había pasado la tarde guardando la casa en la que los AMOS habían entrado confiando que salieran pronto. El olor que le llegaba por la rendija de la puerta encendía un cartel de PELIGRO con llamativas luces de neón parpadeantes. Para empezar olía a aquellas cosas muertas, solo que no estaban muertas. Una vez estuvo a punto de probar su carne, cuando el HAMBRE de varios días parecía eclipsar ya cualquier otro pensamiento, pero cuando estuvo a punto de hincar el diente un tufo indescriptible a VENENO lo echó para atrás. Era algo más que el olor de la carne podrida, tenía un fondo ácido, nauseabundo, y se retiró resoplando por el hocico y sintiendo que las tripas se retorcían sobre sí mismas intentando quizá exprimir lo poco que en ellas quedaba.
Gulich había esperado pacientemente a que los AMOS salieran para darle de COMER, pero cuando la luz del día y la que se escapaba del interior desaparecieron, supo que el hecho que esperaba no se produciría. Dio vueltas en torno a la casa pero no percibió olores nuevos ni ninguna entrada que pudiera utilizar. Por fin, se decidió a alejarse un poco a explorar los alrededores, al fin y al cabo era un mastín español y en el campo había animales que él podía cazar, incluso jabalíes, si tenía la fortuna de encontrarlos.
– ¡Corre, Alba, CORRE! -gritó Gabriel tirando de su hermana de la mano.
– ¡NO! -chilló el Hombre Andrajoso precipitándose sobre ellos. En su camino, chocó contra la mesa de madera que se encontraba en el centro y el impacto la desplazó casi un metro, haciendo caer la pila de basura que se esparció por todas partes.
Alba chilló con un grito en extremo agudo, infantil, antes de sentirse transportada por el aire detrás de Gabriel, como en unos dibujos animados. Al cruzar el umbral sin embargo, casi cayeron al suelo tropezando el uno con el otro, pero los reflejos del muchacho consiguieron que finalmente recuperaran el equilibrio.
Gabriel miró alrededor desesperado, buscando la forma gigantesca del perro por todas partes. No se veía por ningún lado, así que giró hacia el sendero que subía suavemente hacia el monte. Estaba oscuro y el sendero lleno de piedras de gran tamaño, pero sabía que no podía detenerse.
Detrás de ellos corría el Hombre Andrajoso describiendo un trote irregular. Aunque parecía que mantenía una pierna a la zaga ligeramente más tiesa que la otra, corría todavía a buen ritmo. Cuando Gabriel miró por encima del hombro para tratar de determinar con cuánta ventaja contaba, vio sus dientes apretados en su rostro encolerizado. Apenas les separaban diez metros.
– ¡CORRE, CORRE! -gritó Gabriel, pero su hermana no podía escucharle concentrada como estaba en volar casi literalmente por encima del camino, arrastrada por el brazo. La presión le hacía daño, desde luego, y le parecía que en cualquier momento se daría de bruces contra el suelo, pero movía las piernas a toda velocidad mientras gritaba, como si con ello pudiera imprimir aún más dinamismo a sus pies.
Miró hacia atrás otra vez pero el loco no estaba más lejos, seguía al acecho con terrible terquedad, resoplando y gruñendo como una vieja máquina de vapor a punto de estallar.
– ¡GABY… NO… PUEDO! -chilló Alba con las lágrimas inundando sus mejillas. Y entonces se desplomó, cayendo al suelo boca abajo y levantando una nube de polvo. Gabriel, todavía sujetándola por el brazo tiró de ella con todas sus fuerzas, pero solo consiguió arrastrarla por el suelo de tierra. Mientras tanto, el Hombre Andrajoso ganaba terreno a gran velocidad, la oscuridad le impedía verlo pero respiraba pesadamente y de su boca abierta salían despedidos espesos hilachos de saliva.
– ¡ALBA! -sollozó Gabriel, tirando del brazo de su hermana con ambas manos pero sin conseguir incorporarla.
Ya estaba aquí.
¡CO-RRE CO-RRE!
Gulich, que había estado ensimismado siguiendo un prometedor rastro levantó la cabeza con las orejas erguidas. ¡Era la voz del AMO, sin duda! Se giró en la dirección de la que venía el sonido detrás de la loma que acababa de cruzar. Emitió un sonido lastimero, pues sabía que el olor delicioso que perfumaba la tierra era del todo reciente. No sabía de qué se trataba, aunque estaba seguro de haberlo olido antes con pequeñas variaciones, olía a pelaje, a carne joven… un conejo quizás.
Pegó el hocico al suelo como para saborear de nuevo el olor y se relamió, en preparación quizá de la imagen de la carne que se esbozaba en riguroso blanco y negro, en su mente. Comenzó entonces a trotar de nuevo, dejándose llevar por la persistencia de las sustancias olorosas que siguen emitiendo partículas identificables durante mucho tiempo, y que su finísimo olfato desgranaba como el contenido de un mensaje escrito en un libro, feromona a feromona, palabra por palabra.
¡GABY NO PUEDO!
Se volvió de nuevo, ahora sobresaltado. Era el AMO cachorro el que gritaba ahora, sí, pero había algo en su voz que se había infiltrado en su pequeño cerebro como una aguja dolorosa; una descarga eléctrica de alerta. Sin embargo el HAMBRE era tanta, casi podía sentir ya la presa entre sus fauces. Por fin, se perdió en la oscuridad de la noche.
– ¡Maldito desagradecido, maldito ladrón! -gritaba el Hombre Andrajoso mientras agarraba a Gabriel por el brazo. Alba se había sentado en el suelo de tierra, pero permanecía quieta con los ojos muy abiertos y frotándose las rodillas doloridas con ambas manos.
– ¡Suélteme! -exclamó Gabriel, intentando librarse de la mano que se cerraba como una tenaza alrededor de su brazo. Pero el Hombre Andrajoso lo zarandeaba como quería; la diferencia entre ellos era demasiado grande.
¡El atizador! pensó el niño con desesperación. Si al menos lo hubiera traído consigo. Pero en ese momento el loco cogió con la otra mano el brazo de Alba y la obligó a levantarse. La pequeña, saliendo del trance en el que estaba sumida, profirió un grito aterrador.
Y entonces, a modo de respuesta o como si fuera un eco tenebroso de algún lugar indeterminado les llegó el sonido inconfundible de un alarido en la distancia. El Hombre Andrajoso levantó la cabeza, su rostro consumido por un rictus de horror, sabía perfectamente lo que eso significaba. Gabriel se paralizó, súbitamente recorrido por un lacerante espasmo de terror. Entonces les llegó el sonido de otro grito desde un punto diferente, esta vez más grave y desgarrador que se prolongó durante varios segundos.
– No… no… ¡no! -dijo el Hombre Andrajoso, tirando con violencia de los niños. Un estallido de dolor de un cegador blanco resplandeciente pareció nacer de la muñeca de Gabriel, quien giró el brazo como pudo para no ofrecer resistencia.
– ¡No, por favor! -exclamó, sintiéndose transportado contra su voluntad.
– ¡VIENEN! -soltó el loco empezando a trotar de vuelta a la casa cargando con un niño en cada mano. Miraba atrás a cada poco, temiendo que en cualquier momento la oscuridad engendrara unos ojos blancos llenos de odio.
– ¡Corred, CORRED!
Cuando los estremecedores berridos volvieron a escucharse mucho más cerca, Gabriel empezó a mover las piernas como atendiendo un acto reflejo. Su cerebro se debatía sin solución, el Hombre Andrajoso era malo y ni siquiera se atrevía a imaginar lo que les sucedería a él y a su hermana una vez se hubiera comido al perro (niños buenos, tan tan buenos) pero los monstruos eran todavía peor, sabía muy bien lo que les hacían a las personas. Sentía que quizá, ahora que el loco estaba concentrado en correr a la velocidad suficiente para llegar a la casa podría dar un inesperado tirón y verse libre, pero entonces, ¿qué pasaría con Alba? Imaginó una escena en la que el Andrajoso se adentraba en la casa con ella en brazos y cerraba la puerta tras de sí, dejándole a él en la oscuridad y el frío nocturnos a merced de los monstruos que se acercaban, lentos pero inexorables.
Por fin, a escasos metros de la puerta atendiendo un súbito arrebato Gabriel se decidió. Era posible que los monstruos les cogieran, pero también era posible que no, el campo era grande y había salidas posibles en todas direcciones. Y si se metían dentro… bueno, si se metían dentro estaban condenados de todas maneras. De forma que apretó el puño y con los ojos cerrados tiró con todas las fuerzas. Como esperaba, experimentó un trallazo de dolor que ascendió hasta el hombro, pero la mano del loco estaba sudorosa y consiguió liberarse.
Para su sorpresa, su captor le dedicó apenas una mirada de desconcierto y no hizo intento alguno por volver a atraparlo, continuó avanzando arrastrando a Alba hacia el umbral. Gabriel se tiró entonces al suelo y cogió a su hermana de las caderas. En esos pocos segundos de confusión, el muchacho tuvo todavía tiempo de fijarse en la expresión extraña de su hermana: ausente, como si no estuviera realmente allí.
El Hombre Andrajoso resopló pesadamente intentando todavía tirar de la niña con el peso extra de su hermano, pero de algún lugar cercano llegó entonces el gruñido bronco e inconfundible de los muertos, y desistió.
– ¡Fuera, FUERA, FUERA! -gritó a la oscuridad, y tras cerrar la puerta con un golpe sordo desapareció en el interior.
Gabriel se quedó inmóvil esperando, con la frente cubierta de un sudor frío. Ni siquiera se atrevía a mirar atrás, allí donde los muertos sin duda evolucionaban hacia ellos, con las manos extendidas y las bocas abiertas, inmundas y hediondas.
Buscó la mirada de Alba pero su hermana no estaba allí. Estaba en otro lugar, inmersa en algún mundo privado construido con emergencia para escapar de la realidad. Un jardín maravilloso lleno de flores, probablemente. Sabía que no podría cargarla, no con el corazón latiendo aceleradamente como lo hacía ahora, no con los brazos doloridos y laxos después de la cantidad de adrenalina que los había recorrido momentos antes. Así que se arrastró sobre ella, con los ojos bañados en lágrimas y el labio inferior tembloroso cubriéndola con su cuerpo.
Y entonces un gruñido cercano, acuoso y atroz, le sobresaltó. Ya están aquí, pensó, como dijo el loco. Ya están aquí.
Cerró los ojos y abrazó el cuerpo inerte de su hermana.