Emergieron casi por azar, por el sitio más favorable la parte trasera del complejo, entre el muro exterior y el edificio principal. Al principio no reconocieron el lugar porque no era visible desde el escondite donde habían estado espiando el complejo, pero cuando abandonaron las alcantarillas y se asomaron por la esquina, reconocieron el huerto que se emplazaba ya a apenas cincuenta metros.
Y allí estaba, algo menuda y de aspecto juvenil la mujer que habían visto con los prismáticos. Estaba dando forma a un arbusto raquítico ayudándose con las podaderas, demasiado ensimismada como para advertir nada. Dustin pensó que de cerca era aún más hermosa.
Utilizando un elaborado sistema de gestos, un lenguaje universal usado por fuerzas policiales y militares se dieron las últimas instrucciones y se lanzaron hacia delante. Avanzaron agazapados, a paso vivo pero sin hacer ruido. Al llegar junto al pequeño muro que separaba el huerto de la zona donde estaban, otearon con exquisito cuidado y contaron cuatro personas más además de la mujer todos hombres de diferentes edades, desde un muchacho joven a otros más adultos. En silencio, Reza se incorporó con rapidez y disparó cuatro veces en distintas direcciones.
Fwwwwwp. Fwwwwwp. Fwwwwwp. Fwwwwwp.
Los cuatro hombres cayeron inmediatamente al suelo privados ya del hálito de la vida.
Isabel ni siquiera escuchó nada, tan concentrada estaba en su quehacer con el arbusto. Tampoco los vio acercarse porque estaba arrodillada y de espaldas a todos, y desde luego cuando la culata del rifle la golpeó brutalmente en la coronilla apenas tuvo medio segundo para pensar que algo estaba mal, muy mal, antes de perder la consciencia.
– Llévatela -dijo Reza en un susurro tras comprobar su pulsación y el estado de las pupilas bajo los párpados. Algunas veces esos golpes secos podían ser demasiado contundentes.
Dustin abrió mucho los ojos.
– ¿Vas a hacerlo? -preguntó.
– Por supuesto. ¿Quieres que nos sigan? Vamos, te cubro.
Dustin asintió, cogió a Isabel en brazos y se la colocó en el hombro donde se quedó colgando desmadejada como un fardo. Mientras se iba por donde había venido rumbo de nuevo a las alcantarillas Reza permaneció donde estaba, agazapado, vigilando la pista y las salidas del edificio. Por fin, Dustin desapareció tras la esquina.
Reza hizo sonar el seguro del cañón lanzagranadas. El sonido fue metálico y vibrante, como el de la guadaña que siega el maíz en el maizal.
Morales, que contaba ya cuarenta y seis años había pasado una noche terrible. A las dos de la mañana se despertó con una extraña sensación de malestar, una presión en el pecho que le hizo incorporarse sobre los codos y quedarse respirando trabajosamente. La sensación de falta de aire le recordó los ya lejanos días de su juventud cuando solía convivir con inhaladores para el asma, pero gracias a las vacunas para la alergia aquellos días pasaron y no había vuelto a experimentar nada similar desde entonces.
Terminó por levantarse para beber un poco de agua de la que tenía apenas el fondo de una botella. El suelo estaba helado y pensó con fastidio que bajar a por más era algo que tendría que esperar a la mañana. Así que se refrescó la cara con una toallita higiénica, levantó ambos brazos para facilitar la entrada de aire en los pulmones y cuando se sintió un poco mejor, volvió a la cama.
A las tres menos cuarto volvió a despertarse. Había tenido un breve sueño sobre una playa donde el agua del mar era oscura como la sangre de los muertos vivientes, una mala reminiscencia de la experiencia horrible que tuvo que vivir cuando limpiaron el parking de cadáveres, dos días antes. Las olas rompían en la orilla y traían pedazos de intestinos y venas gruesas como cañerías, y él no podía evitar pisarlas y caer, pero a cámara lenta, como si en lugar de aire estuviera intentando avanzar por el fondo marino. Aún sentía presión en el pecho, pero se dijo que era por la impresión del sueño y luchó por quedarse dormido lo que consiguió veinte minutos después.
A las cinco y trece minutos de la mañana tras haber pasado las horas previas dando vueltas sobre sí mismo y dormitando sin caer en el sueño profundo, lo despertó una repentina y brutal arcada. A duras penas consiguió volverse sobre sí mismo y expulsar los restos sin digerir de la cena, una explosión de vómito amarillento con trozos enteros de algo que recordaba vagamente a jamón. Se sentó en el borde de la cama con las manos temblorosas y empezó a preocuparse.
Antes de que pudiera pensar en algo concreto, una veta de dolor súbito y punzante le recorrió el brazo izquierdo. Sorprendido intentó incorporarse, pero descubrió que de nuevo le faltaba el aire, una sensación de ahogo que le arrancó una profunda sensación de miedo.
¿Qué coño es esto? se preguntó, pero antes de que la palabra impronunciable surgiera de forma consciente en su mente un nuevo estallido doloroso le oprimió el pecho. Se llevó la mano a la zona del corazón y aguantó el envite hasta que pareció remitir. Ya está, ya está, se decía, pero respiraba por la boca, y en el fondo de sus inhalaciones sonaba el pito agudo del aire silbando a través de los bronquios obturados.
Se puso de pie con las piernas flojas y entonces el infarto le sobrevino con una contundencia despiadada. Lo tumbó prácticamente al instante, sin que le diera tiempo a dar un solo paso. Eran las cinco y dieciséis.
Cuando la luz del amanecer se deslizó sibilina por el pequeño ventanuco de su habitación, Morales estaba otra vez en pie. Tenía los pulmones encharcados en sangre lo que el doctor Rodríguez habría dado en llamar un edema pulmonar, y una necrosis extensa en el ventrículo derecho por añadidura. Pero sus ojos blancos no sabían ya nada del corazón y sus problemas.
Se suponía que hoy tenía que organizar el almacén de alimentos con otro miembro de la comunidad, últimamente se había descuidado un poco y costaba demasiado tiempo localizar las cosas. Luis lo había esperado ya media hora, y cansado de mover latas de un lado para otro él solo había subido a los dormitorios para ver si el viejo gruñón se había quedado dormido. Morales lo recibió con un gruñido gutural.
– Oh, Dios -consiguió decir apenas hubo abierto la puerta. Dos ojos blancos lo saludaron con iracunda magnificencia. Antes de que pudiera reaccionar. Morales se lanzó hacia él y lo agarró del cuello, el tiroides y la tráquea estallaron con un crujido produciendo una grave lesión interna, pero no murió al instante, todavía pudo sentir cómo sus dientes se incrustaban en la mejilla y desgarraban la carne con facilidad.
Un minuto más tarde, Morales, con la boca ensangrentada y un fulgor asesino en su mirada vacua salía al corredor de los dormitorios.
Reza se encontraba ahora agazapado junto a los ventanales de la entrada principal, los mismos que el padre Isidro hiciera pedazos no hacía tanto tiempo. Parte del plan de Moses había sido tapiarlos por lo menos hasta un poco más de media altura, pero no había habido tiempo.
No encontró a nadie, de manera que entró en el edificio con extrema cautela asegurándose de que sus pasos no producían ruido alguno. En su fuero interno la adrenalina saturaba su organismo como corre el champán en una celebración importante. A su izquierda, un mortecino corredor desaparecía detrás de una esquina, y a su derecha unas escaleras ascendían hacia la planta superior. En la pared que tenía enfrente se abría una única puerta, su simpleza le revelaba que probablemente no era más que un cuarto de servicio pero antes se aseguraría. Pegó el oído brevemente, silencio.
Cuando la abrió, sin embargo, un tropel de armas distribuidas en estantes se expuso ante sus ojos. La sensación fue extraña, se detuvo por un momento contagiado de un pequeño amago de duda. Era demasiado sencillo. El arsenal de aquel extraño bastión de los vivos en medio de la necrópolis que era Málaga, a tan pocos metros de la puerta, ¿era posible?
Cerró la puerta con cuidado y caminó despacio entre los estantes recorriendo con la vista los fusiles y las cajas apiladas de municiones, cargadores de treinta y siete y cien balas, trajes anti disturbios y unas cuantas pistolas. Cuando llegó al final de la sala abrió el armario con cierta expectación, albergaba un presentimiento sobre su contenido, y sus expectativas se vieron superadas con creces. Allí estaba, reluciente y acomodado en un plástico de embalaje de burbujas, un lanzacohetes con sus proyectiles RPG. Sus dientes asomaron bajo sus labios curvados en una sonrisa gélida. Era perfecto.
Cargó el tubo lanzador con una de las aparatosas granadas y metió una segunda en la mochila. No había forma de llevar ninguna más, eran demasiado grandes y poco manejables para almacenarlas en ninguna parte pero tampoco importaba, un par de disparos era todo lo que necesitaba para lo que tenía planeado. Así que pasó la cinta sobre la cabeza y dejó que el tubo quedara a su espalda con la ojiva asomando por encima de su cabeza como si fuese una extraña chimenea.
Cuando salió fuera sin embargo, unas voces que provenían de la escalera lo sobresaltaron. Alguien bajaba conversando animadamente. Un grupo sin duda, ya que pudo identificar al menos tres voces distintas. Sin embargo, no había forma de saber si eran más y no podía arriesgarse a que estuvieran armados pues su posición le daba ventaja al estar a una altura más elevada, de manera que avanzó un par de pasos resueltamente y accionó el tirador del lanzagranadas. El proyectil salió con un ruido seco y decepcionante envuelto en un rastro de humo neblinoso y se estrelló en el rellano que permitía el giro de la escalera. A medida que rebotaba contra la pared y luego el suelo las voces se interrumpieron de improviso, como si alguien hubiera quitado el volumen a la escena. Se produjo un silencio intenso de un par de segundos y, por fin, la granada explotó haciendo restallar un eco estridente a través de la sala. Los cristales de los grandes ventanales cimbrearon como si fueran láminas de plástico, y una demencial lluvia de algo que parecía sangre salpicó las paredes del rellano.
El sonido de la explosión debía haber alertado a todo el mundo así que se preparó con el fusil pegado a la mejilla cerca de una de las esquinas, desde allí controlaba los tres accesos. Oculto por las sombras de su improvisado escondite Reza se descubrió respirando pesadamente por la boca, experimentaba una creciente oleada de excitación que le embriagaba de tal manera que tenía el rostro encendido y las manos algo temblorosas. Se permitió cerrar los ojos unos instantes para recuperar el control, sabía que iba a necesitar de toda su puntería.
De repente, alguien gritó en el piso de arriba cerca de la escalera. Fue un alarido ronco, desmesurado, que parecía reverberar por todas partes. Reza adivinó que algún otro debía haber descubierto los cadáveres o los trozos de ellos, sabía que esas granadas hacían diabluras con los débiles cuerpos humanos.
Esperó.
Moses alternaba entre la media carrera y el paso rápido nublado por una nube de preocupación. El sonido que lo había llamado hacia el edificio principal había sido potente y grave, como el de una explosión. El huerto aún quedaba lejos y la diferencia de nivel no le permitía ver los cadáveres que había en el suelo, pero al menos podía confirmar que no había nadie en pie lo que desde luego era raro. Sabía que a Isabel le gustaba tanto dedicar su tiempo a trabajar allí que se le podía pasar incluso la hora de comer.
Por fin, cuando había recorrido media distancia, escuchó de nuevo gritos a su espalda; lejanos pero agudos, como el silbato de una tetera en ebullición. Se dio la vuelta y el pánico lo inundó como una oleada súbita de calor que le bloqueó las piernas; los brazos colgaban pesados a ambos lados. Desde la distancia le miraba la boca oscura que era la puerta abierta de la prisión.
No, no puede ser. Eso no.
Y como si el destino quisiese corroborar sus peores pesadillas, una figura alta y delgada vestida de negro abandonó la prisión; parecía deslizarse por el aire, como si avanzara levitando por el suelo.
El Padre Isidro salió a la luz de la mañana sintiendo la mente clara y despejada. De repente, se sentía poseedor de unas energías desconocidas, proporcionadas según creía por el retiro espiritual al que se había entregado. Miró al cielo límpido y dedicó unos brevísimos instantes a agradecer a Dios esta nueva oportunidad y la sensación de triunfo que experimentaba en sus brazos delgados y fibrosos.
Luego miró al frente hacia la Atalaya del Pecado donde los impíos se resistían al Juicio Divino, y allí, en mitad del largo paseo divisó una figura. Entrecerró los ojos en un intento de enfocarlo bien y por fin lo identificó, se trataba sin duda del despreciable moro que tantas veces se le había escapado. Estaba de pie, mirándole aún a unos buenos trescientos metros, y por la pose que adoptaba supo que también él acababa de verlo. Un espectador lejano habría tomado la escena como uno de los duelos que tantas veces tienen lugar en las películas del Oeste, con los dos antagonistas enfrentados en un silencio sepulcral. El padre Isidro torció sus finísimos labios en una estremecedora sonrisa y, de repente, echó a correr hacia el lateral de la casa. Sabía gracias al ventanuco de su prisión, dónde iba exactamente.
En la segunda planta algunos de los supervivientes se enfrentaban a una de las escenas más terroríficas de su vida. A excepción de la parte superior de las paredes que estaban ennegrecidas por efecto de la explosión, toda la escalera estaba tintada con el color rojo brillante de la sangre que caía en hilachos espesos de un escalón a otro como una demencial cascada. Los trozos irreconocibles de sus compañeros estaban dispersos por todas partes en varios amasijos deformes, congregados junto a lo que parecía ser la mitad de un cuerpo, de éste asomaba una espina dorsal como si fuera el primitivo vestigio de algún fósil.
Lo que hizo gritar a Carmen sin embargo, no fue el espectáculo de pesadilla al que se enfrentaba, sino el medio rostro que unidoal cuerpo cercenado le miraba con un único ojo que reflejaba el horror en su máxima expresión.
– ¡Basta Carmen, BASTA! -le gritó Ricardo, forzándola a que se diera la vuelta y abrazándola.
Carmen se cubrió la cara con ambas manos, todavía gritando y deshecha en un mar de sollozos.
– ¡Vamos arriba Carmen, vamos! -le dijo.
– Jesús Bendito -susurró otro, incapaz de apartar la vista de aquella casquería.
Pero entonces, un alarido agudo y exasperante a sus espaldas los sobresaltó. Carmen, amparada aún en el abrazo confortable de Rodrigo dio un respingo. Éste se volvió con una expresión de genuina sorpresa, allí bajaban varios compañeros presos de un ataque de pánico saltando los escalones de tres en tres e intentando pasar unos por encima de otros.
– Qué pasa -quiso decir con una expresión de absoluta incredulidad. Pero entonces lo vio. Era Morales, bajando detrás de ellos con la boca llena de sangre y los brazos levantados, su expresión era colérica, y levantaba ambos carrillos mostrando los dientes.
– Dios -consiguió decir.
Y entonces forzó a Carmen a enterrar su cara en su pecho mientras cerraba los ojos en un abrazo final.
En la penumbra de la esquina de la recepción, Reza escuchó los alaridos de Morales y también los de Luis que iba justo detrás, después de que Necrosum lo hubiera puesto en pie de nuevo. Él sabía de gritos de muertos vivientes. Sabía del dolor, y sabía lo que una garganta humana puede dar de sí cuando una dentadura desbocada hunde sus dientes en la carne. Y sabía lo que aquello representaba, probablemente su pequeña granada había hecho levantarse a un par de ellos.
Bien, si tenían muertos vivientes arriba había llegado el momento de ejecutar su plan.
Salió fuera cuidando que no hubiera nadie que pudiera sorprenderle, y se separó algunos metros del edificio. Una vez allí, colocó el tubo lanza cohetes en el hombro y lo accionó. El cohete salió a una velocidad impresionante. El cartucho de expulsión, al quemarse, dejó una humareda que olía a San Juan y que se quedó ingrávida a su alrededor. La estela de humo que describía el cohete en su vuelo era una espiral casi perfecta por mor de las aletas estabilizadoras. El cohete entró limpiamente en la recepción, la cruzó de lado a lado y salió por la puerta de la habitación donde estaba el arsenal. Allí, chocó contra el armario que tenían al fondo y explotó.
La primera explosión fue atronadora. Los cristales de la vidriera exterior saltaron por los aires convertidos en un millón de trozos pequeños. Una lengua voraz de fuego y humo salió despedida por el marco de la puerta, arrancando la hoja y haciéndola recorrer diez metros por el aire hasta que se estrelló en el suelo, donde rebotó repetidas veces hasta quedar doblada y humeante en la calle.
Apenas unos pocos segundos más tarde estallaron las otras ojivas RPG provocando una segunda explosión en cadena aún más potente. Esta vez, el edificio entero pareció estremecerse causando que el techo de escayola de la recepción se agrietase, sobre el suelo cayeron trozos de escayola y polvo como una extraña lluvia blanquecina. Los cristales del piso superior reventaron y llegaron hasta la calle, a pocos metros de donde Reza se encontraba.
La deflagración posterior provocó la peor parte. No sólo hizo que la munición que aún no había explotado lo hiciera finalmente, sino que conectó los fulminantes con el explosivo plástico causando la chispa que propiciaba su detonación. El kilo y medio de C4 provocó que las cuatro paredes y el techo fueran expulsadas hacia los cuatro puntos cardinales arrojando cascotes y trozos de ladrillo en todas direcciones. El suelo retumbó violentamente como si se tratase de un seísmo de alta gama, forzando a Reza a arrojarse al suelo con toda la rapidez de la que fue capaz. Justo a tiempo por cierto, ya que tan pronto tuvo la cabeza pegada a las baldosas, una inesperada nube de humo, polvo y cenizas lo superó. Se le llenaron los pulmones al instante y mientras su cuerpo se defendía con un ataque de tos, se obligó a sí mismo a acuclillarse y recular buscando aire limpio.
Dentro del edificio continuaban las mini explosiones de las cajas de munición. El sonido, que se mezclaba con el eco atronador que aún latía de la segunda explosión, era como el de una escena de una batalla. La planta de arriba terminó por agrietarse y ceder, cayendo sobre el arsenal y la sala anexa que se usaba como almacén de alimentos en grandes bloques completos. Caían retumbando, desgarrando los tabiques y debilitando la estructura, y tras éstos se precipitaban los muebles, canias, sillas, un armario, mesas… todo en un confuso tropel que rápidamente pasaba a alimentar las llamas.
En la segunda planta Morales, Luis y los otros cadáveres perdían contacto con el suelo a medida que una grieta vibrante y atroz les arrojaba a las llamas del piso inferior. Las escaleras no pudieron aguantar las heridas mortales de la estructura y se vinieron abajo lentamente, girando sobre su eje hasta que cayeron inexorables por el hueco que había dejado el techo.
El humo y las llamas sin techo que las frenara, ascendieron rápidamente hacia los pisos superiores, avivadas por la corriente de aire que se había formado. Muchos de los supervivientes que estaban repartidos por las diferentes estancias murieron asfixiados por las sofocantes y densas nubes en poco tiempo.
Por fin, tan solo un minuto más tarde, la parte derecha del edificio cayó con toda su fantástica desproporción sobre el ala horizontal y plana que era el resto del edificio. Las cocinas, la enfermería, los almacenes y otras muchas instancias que habían sido el hogar de aquella treintena de personas fueron aplastadas violentamente por una mole descomunal de hierro, ladrillo y cemento, destruyéndolo todo bajo su paso. La muerte fue instantánea para todos los que allí se encontraban.
En la calle, Reza se sacudía el polvo de la ropa y miraba fascinado la destrucción de Carranque. Había sido aún mejor de lo que había previsto. Rápido, eficiente, demoledor. Pensó que después de todo, era una auténtica pena que algo así no puntuase para el Juego.
El padre Isidro corría hacia su objetivo, la tapa del alcantarillado. Sabía que no resistiría un encuentro directo con aquel pagano infame hijo de mil padres, pero si conseguía escabullirse y perderse por los túneles laberínticos del subterráneo, entonces recuperaría el control de la situación. Sería cosa de tiempo que ellos pagasen por no someterse a la Ley de Dios. No sin esfuerzo consiguió retirar la tapa, que era extraordinariamente pesada para sus posibilidades; antes de dejarse caer abajo y perderse, echó una última mirada al moro que aún se encontraba lejos.
– ¿Dónde está ahora tu dios? -dijo despacio, arrastrando mucho las palabras.
Se deslizó por el agujero y desapareció de la vista.
La oscuridad era un problema desde luego, pero por ahora su propósito era poner distancia entre él y la abertura. Utilizaba las manos para buscar el camino en la completa oscuridad, rota solamente por el sonido acuoso de sus pies en el agua y el ocasional escape en las tuberías que pasaban sobre su cabeza, que provocaba un sonido de goteo lento y constante.
Apenas había avanzado unos metros cuando escuchó el chapoteo en el agua a cierta distancia ya, el árabe acababa de entrar en los túneles. A partir de ahí extremó las precauciones, cuidándose de no hacer ruido en el fondo de agua del túnel. Dentro de poco podría volver a la superficie. Allí, arropado por los resucitados, su perseguidor no tendría ninguna oportunidad.
Sin embargo el sonido lejano pero estremecedor de una segunda explosión volvió a hacerse audible, y esta vez a juzgar por el estruendo, debía de haber sido una explosión importante. Qué estaría pasando en el edificio no lo sabía, pero suponía que estaban en problemas, lo que alegraba su frío corazón.
En la oscuridad del túnel Moses acababa de escuchar la explosión, lejana pero implacable. Ahora estaba preocupado de veras, esta segunda detonación había sido lo bastante grande como para continuar pensando que todo estaba probablemente bien. En medio de la indecisión sobre si perseguir al sacerdote o regresar fuera, sobrevino un estruendo demoledor, una tercera explosión todavía más colosal. Fue tal su potencia que el túnel entero pareció estremecerse, tuvo que sujetarse con las manos en las paredes que tenían la textura blanda y desagradable del moho. Era la tercera vez en su vida que se veía envuelto en explosiones, y cada vez el corazón se aceleraba más.
¡Isabel!
El deseo de dar caza al sacerdote era intenso; había entrado brevemente en la improvisada prisión y había visto lo que había hecho con el doctor Rodríguez. Le había perforado el cerebro con la aguja a través de la cuenca ocular y le había provocado una muerte instantánea. Al menos se dijo entonces, ya no se levantaría, no pasaría la eternidad vagando sin descanso por las calles de Málaga.
Pero su instinto de protección hacia Isabel era todavía mayor. Se dio media vuelta, desesperado por encontrar de nuevo la entrada al alcantarillado. Las múltiples explosiones que llegaban desde la distancia no le ayudaban: sentía ahora el horror indescriptible que debieron sentir la gente en los refugios cuando se producían los bombardeos durante la guerra. De pronto, la oscuridad le oprimía como si fuera un ente tangible y empezó a respirar pesadamente por la boca. La sensación horrible de estar sumido en la misma negrura tanto si abría como si cerraba los ojos empezaba a producirle una sensación de claustrofobia. Su cabeza además, conmutaba con insistencia dos imágenes: la de su amigo el Cojo, que murió en una alcantarilla como aquella, y la de Isabel. El Cojo, Isabel, el Cojo, Isabel.
Por fin, el pálido resplandor de la luz del día que entraba por la abertura empezó a distinguirse al final del túnel y aceleró el paso, tropezando por el camino con algo prominente que no llegó a vislumbrar. Súbitamente atenazado por un intenso dolor que surgía de la espinilla, Moses maldijo los mismísimos infiernos mientras recorría, a trompicones, la distancia que se separaba del túnel.
Isabel. Ya voy, Isabel, ya voy.
Cuando la fascinación por las explosiones y las llamas mermó, Reza giró la cabeza hacia la izquierda. Era hora de irse se lo decía el instinto de depredador, la situación se había vuelto demasiado confusa y descontrolada. Parte de la fachada del edificio había desaparecido y éste tenía ahora un agujero inmenso, como si un hábil cirujano hubiese retirado un cáncer. Allí, las habitaciones de las plantas superiores quedaban parcialmente expuestas, y en una de ellas asomaba en precario equilibrio una cama. Reza no quería que un superviviente asomara por algún lado y lo abatiera con un disparo, había que moverse.
Sin embargo, aún tenía una idea. Miraba ahora la puerta de entrada al complejo, dos hojas grandes de hierro cerradas con unas cadenas. Cargó una granada en su rifle y la disparó hacia allí. La granada explotó cerca de la puerta, pero cuando el humo se retiró, se reveló que la explosión no había hecho mella. Una segunda granada consiguió el efecto deseado. La primera línea de zombis que estaban detrás de las puertas quedaron gravemente afectados, pero incluso con el torso parcialmente convertido en pulpa sanguinolenta o la pérdida de manos y brazos, irrumpieron con feroz violencia empujando las puertas con el peso de la masa. Estaban completamente fuera de sí debido al estruendo de las explosiones, eran todos corredores.
Reza se retiró veloz hacia la entrada al alcantarillado por la que había venido, acercándose al edificio y aprovechando el humo de las llamas como cortina para escapar mientras la masa de zombis, moviéndose como una marea, empezó a llenarlo todo.
Antes de doblar la esquina, agazapado en el huerto, Reza decidió aprovechar el segundo cohete. Otra vez la estela de humo surcó el aire a una velocidad endiablada y se estrelló contra el edificio en llamas. Hubo una explosión atronadora que lanzó cascotes y trozos de cemento del tamaño de un coche a medio kilómetro de distancia. Uno de los fragmentos envuelto en una fulgurante bola de fuego, cayó encima de un numeroso grupo de zombis que corrían y los arrastró, dejando una hilera de sangre y trozos de carne de más de cincuenta metros.
Pero del hueco herido del edificio surgieron figuras envueltas en el humo de la explosión. Se tambaleaban como conmocionadas, agarrándose en las paredes en un intento de mantenerse en pie. "¡Corredores!", gritó alguien entonces entre las toses y lamentos, y efectivamente, desde el lado opuesto un grupo numeroso de espectros avanzaba hacia ellos corriendo como posesos, los brazos volaban en ángulos inverosímiles, como si con ello pudieran darse más ímpetu en la carrera y las piernas parecían a punto de quebrarse.
Se abalanzaron sobre ellos, perdiéndose en la humareda y llenándolo todo de llantos y gritos histéricos, gritos de profundo horror como no los había conocido Málaga desde tiempos ancestrales, tiempos de barbarie donde el padre mataba al hijo y el hijo al hermano.
Y así cayó Carranque y su comunidad de supervivientes, como tantos otros refugios que habían subsistido más o menos tiempo en todo el mundo, víctimas más de la maldad que convive con el ser humano desde tiempos inmemoriales que de la Pandemia Zombi. Era el motivo real por el que las ciudades estaban ahora vacías, el motivo por el que el ser humano no consiguió sobreponerse y vencer a la circunstancia de que los muertos volvían a la vida convertidos en bestias cuyo único propósito era destruir. Porque el ser humano, en la intimidad de su alma, era aún peor.
Satisfecho, Reza dejó el tubo lanzacohetes aún caliente en el suelo y corrió con una sonrisa espeluznante hacia su agujero.