Y sin embargo, seguí adelante, hasta descubrir que la verdad era más amarga que mis peores presentimientos, hasta comprobar palmo a palmo que allí donde éstos se detenían una imaginación enferma había tramado un modo más completo de desintegrarlo todo. No es éste el momento de aclarar mis motivos para continuar, aunque en justicia ésa debería ser la pregunta que cualquier lector posible debería estar formulándose al llegar a este punto. Por un momento había creído que regresaba por Claudia, para disuadirme en seguida en beneficio de Pablo. Ahora que también él se desvanecía, ¿qué me impedía dejar las cosas donde estaban y reincorporarme a mi empleo? En este instante en que lo escribo creo conocer la respuesta, pero entonces carecía de ella. En rigor, desistía de hacerme la pregunta; me limitaba a dar a tientas el paso siguiente, con impaciencia, abandonado a la acuciante higiene de la catástrofe que exige sobre cualquier otra cosa no parar de correr. No tendría ninguna lógica que yo insertara aquí una explicación. En aquellos días simplemente actuaba. Venía a ser como esos cerdos que soltaron en alguna que otra guerra para limpiar campos minados. Yo sólo pisaba, y quizá era necesario que ignorase el sentido de lo que hacía hasta que bajo una pisada más certera que las otras la tierra se abriera en una reveladora explosión.
Así fue como al día siguiente, después de sacarme de encima la resaca a base de agua fría y cafés, me senté al volante de mi coche alquilado y puse rumbo a un pueblo de Soria de cuyo nombre exacto resulta superfluo dejar constancia. El coche era un deportivo italiano que sustituía desde la tarde anterior al coche alemán que había alquilado el primer día. Aquel proyectil era difícil conducirlo por debajo de los doscientos kilómetros por hora, de manera que antes de que pudiera darme demasiada cuenta estaba allí. La clínica ofrecía un aspecto previsible, es decir, impoluto. Las labores de jardinería debían de ser desempeñadas por una especie de esteta desesperadamente sensible, y la concepción del edificio, o más bien de los diversos edificios que componían el complejo, aparecía meticulosamente aliviada de impurezas. Supongo que aquella delicada armonía era el primer truco del doctor Azcoitia, insigne fundador según rezaba el letrero de la entrada, para apabullar a los espíritus disolutos que acudían a humillarse ante su ciencia. Antes de entrar en la recepción, instintivamente, me eché el aliento en la palma de la mano y pude comprobar que apestaba a whisky como para derribar a un vikingo. Resignándome a lo que era factible camuflar, me volví a poner las gafas oscuras para que nadie viera mis ojos inyectados en sangre. Aquel pudor estúpido que sentía de repente era probablemente otra de las armas secretas del doctor Azcoitia.
Tras el mostrador de la recepción había una rubia oxigenada de profuso busto. Esforzándome por eludir aquel escote que parecía estar por todas partes, me dirigí a ella.
– Buenos días, señorita -tenía bien probado que emplear este tratamiento las hacía sonreír; aquella rubia tenía los dientes recién encalados, o eso parecía al verlos junto a su cara achicharrada por la lámpara-. Soy familiar de una paciente de esta clínica y me gustaría hablar con alguno de los médicos que la atendieron cuando estuvo aquí. Verá usted, señorita -y aquí fingí seriedad y reserva-, mi prima se ha marchado de su domicilio sin decir adónde, y estamos todos muy preocupados. Sabemos que aquí recibió cuidados excelentes, y queríamos que alguna de las personas que la trataron nos ayudara a averiguar qué puede haber pasado y qué podríamos hacer por ella.
– Entiendo -dijo la rubia, con voz de tener no demasiado entendimiento-. En principio cualquier dato sobre nuestros pacientes es confidencial, como podrá imaginar. Pero avisaré a alguno de los doctores para que discuta usted el asunto con él. ¿Podría decirme el nombre de su prima?
– Claudia Artola. Ingresó hace unos tres meses y medio, tal vez cuatro, no recuerdo bien.
La rubia buscó en un libro grande de tapas oscuras, señaló con el dedo un nombre que no pude ver y tomó el teléfono. Habló durante un par de minutos con alguien a quien llamaba doctor y al que trataba con exagerada reverencia, como gustan de ser tratados los pequeños hombres que eligen esa profesión para satisfacer su paranoica necesidad de mirar por encima del hombro a sus semejantes. Le relató con cierta exactitud mi mentira y recibió, adiviné, un par de instrucciones claras y concisas. Un minuto después, caminaba tras ella por un pasillo de color gris pálido, descubriendo cada cinco pasos una lámina de ese pintor de alma deshabitada que se hacía llamar Paul Klee. Decididamente, aquél era uno de los lugares más esterilizantes que había conocido nunca. No me cabía duda de que, si se lo proponían, en un par de semanas podían reducir al estado de catequista o de académico al crápula más tortuoso y al más contumaz bailarín de samba.
La puerta del despacho era también gris mate, pero sólo por fuera. Por dentro era caoba y estaba barnizada. Todo allí dentro era de color caoba y estaba barnizado, hasta casi conseguir que a uno le dolieran los ojos. Detrás de la más suntuosa mesa de despacho que jamás había visto, me esperaba en pie un hombre de poca estatura, con gafas y el pelo aplastado hacia atrás con fijador. Sin la bata blanca, también habría parecido un médico. Su mano, que estrechó la mía con esa desgana que da haber estrechado millones de manos, era suave y estaba llena de vello.
– Soy el doctor Azcoitia -esculpió poco a poco en el aire con deslumbrantes letras de bronce, consciente de su aura de fundador y seguro del estupor que me produciría ser atendido por él personalmente.
– Encantado -le informé, sin necesidad, pues él ya lo sabía-. Anselmo Artola -creí que Anselmo era lo bastante grotesco como para darle todavía más confianza en sí mismo.
Cuando la enfermera se hubo marchado, el doctor Azcoitia concentró en mí sus grandes ojos inquisitivos y dijo con expresión de astucia:
– Perdóneme si le parezco descortés, pero en mi profesión uno se acostumbra a ser quizá demasiado directo. ¿Me permitiría que le hiciera una pregunta un poco indiscreta?
– Según dicen por ahí, lo será o no dependiendo de mi respuesta -alegué al azar, para ganar tiempo.
– Entenderé que me autoriza, entonces -y después de fruncir un par de veces la nariz extendió el índice hacia mí y apostó-: ¿Whisky irlandés?
Le miré como si tuviera ante mí un mono de feria. Agradecí que las gafas oscuras ocultaran mis ojos, porque siempre he odiado aquella clase de campechanía grosera y prematura que el doctor Azcoitia exhibía. Después, pausadamente, asentí:
– Sí. Supongo que no resulta muy apropiado.
– Bueno, no se vaya a creer que soy un puritano. Como podrá observar, fumo como un carretero. Y le haré una confidencia: me gusta el alcohol como al que más. Pero para mantener este olfato debo abstenerme de beberlo. Los negocios, antes que el placer, ya sabe. La vida es un mal invento. Yo me consuelo fumando. También es una forma de entender a mis pacientes.
– Un método de trabajo interesante, sin duda.
En este punto el doctor Azcoitia volvió a clavar en mí sus ojos y rehízo su gesto astuto para preguntar:
– De modo que su prima se ha escapado, ¿no?
Yo nunca he tenido mucha perspicacia, pero siempre me sobró para ver venir a la legua a tipos tan obvios como aquél.
– No, doctor -respondí, con calma, empezando a construir un persuasivo gesto de tristeza. Incluso me quité las gafas, para que pudiera verlo mejor.
– ¿Ah, no?
– No en sentido estricto. No sé si lee usted periódicos de Madrid, o si la noticia ha llegado a los periódicos locales -dije, con mil titubeos-; el caso es que mi prima fue asesinada hace quince días.
– Dios mío. -El muy imbécil se creyó obligado a simular desconocerlo, para no tener que defender ante mí su mezquindad de haber intentado sorprenderme pero, sobre todo, para encubrir el fracaso de su rudimentaria argucia.
– Naturalmente, comprenderá usted que utilizara una manera más o menos imprecisa de describirlo, para uso de la recepcionista. No es algo que sea agradable ir contando a cualquiera.
– Lo comprendo, por supuesto, ha debido ser un golpe terrible. Sólo de pensarlo me produce espanto. Una mujer tan joven. Perdone si se trata de algo que prefiere no recordar, pero ¿cómo demonios ocurrió?
Ahora que el doctor Azcoitia se sentía a salvo, tras alejar la atención de su pequeña travesura, pretendía imponerme la rutina de su oficio. Sus frases hechas, su pesadumbre postiza, su solidaridad inútil. Probablemente le había incitado mintiéndole a la recepcionista y reservándome la verdad hasta hablar con él. El doctor Azcoitia interpretaba sin duda tal gesto como una ratificación de su licencia para hurgar en la intimidad de otros. Por un lado me interesaba que recibiera ese halago, pero quería que su desfachatez trabajase para mí, no perder el tiempo satisfaciéndole.
– Los detalles son demasiado desagradables y le agradecería que me excusara de relatárselos -contesté-. La mataron en su apartamento, por la noche. No robaron ni una sortija. Fue un loco o un canalla. La policía no tiene pistas, por ahora. La vida es así de absurda. Nos habíamos visto aquella misma tarde. Yo acababa de regresar de un largo viaje de trabajo y era la primera vez que nos encontrábamos en meses. Pasamos gran parte de nuestra infancia juntos y para mí ella era como una hermana. Quería saber cómo se encontraba, después de su enfermedad. Estaba tranquila, contenta. Y a la mañana siguiente ya no estaba.
Juzgué que llorar sería excesivo. El doctor Azcoitia ya había ido hasta el sitio al que me convenía llevarle. Ahora sólo me quedaba esperarle, sin prisa.
– No puede usted imaginarse la impresión que me produce -abundó-. De todos los pacientes que han pasado por mis manos, si alguno he de recordar por su entereza, y por lo que más ayuda a un médico de mi especialidad, por su rabia de vivir, si me permite decirlo de este modo, tendría que escoger a su prima. Hay pacientes que resisten tenazmente al tratamiento, que desde el primer día me identifican como enemigo y no dejan de combatirme. Al final siempre les venzo, porque ellos son más débiles y porque yo sé de ellos más de lo que ellos saben de mí; pero cuando salen de la clínica, siempre pienso que los veré volver. Otros se rinden dócilmente, hacen todo lo que se les dice y acatan todo lo que se les impone como si estuvieran avergonzados. A ésos sé que tampoco podré curarlos nunca, quizá menos aún que a los anteriores. Me obedecen porque reconocen en mí una fuerza protectora. Pero cuando salen de aquí y tienen que enfrentarse de nuevo a la vida su mismo instinto los echa otra vez en brazos del alcohol. Sólo unos pocos reaccionan con furia, con orgullo, empeñándose en el tratamiento por delante del médico, haciéndolo cosa suya. Mi experiencia me dice que ésos son los únicos que salen adelante, y no porque los cure yo, sino porque se curan ellos mismos. Su prima era un caso clarísimo de este tercer tipo de pacientes. Por eso cuando la recepcionista me dijo que había un familiar suyo diciendo que había desaparecido, me resultó extremadamente chocante.
Aquel pobre hombre hablaba demasiado. Escuché sin inmutarme su perorata, tramo ínfimo de la perpetua tesis doctoral que debía ser su vida, incluso cuando discutiera con su mujer el dibujo que debían llevar sus calzoncillos. Estaba pasmado de que careciera tan completamente de picardía. Por si yo no me hubiera dado cuenta antes de su ruin jugada, ahora era él mismo, después de preguntarme con sorna por la huida de Claudia, quien me reconocía que no había podido creer esa hipótesis. Tal vez su intención era otra, crear alguna complicidad conmigo, pero aun así no dejaba de ser una declaración inoportuna. En cualquier caso, respiré aliviado. No podía costarme demasiado sacar de aquel individuo cuanto quisiera. Tras su lección sobre la tipología del alcohólico, el doctor Azcoitia acometía ahora una patética reflexión destinada con toda seguridad a incrementar la confianza entre ambos. Aquella criatura parecía ignorar que hay gente peligrosa en el mundo con la que se deben mantener las distancias, y que a veces un desconocido no es quien dice ser. Se sinceraba a tumba abierta, imagino que para demostrarse a sí mismo que su posición era tan invulnerable que no necesitaba tomar precauciones.
– Pensará usted -continuó- que en el fondo mi negocio es una estafa. Sí, utilicemos la palabra más dura. A quienes no pueden ayudarse a sí mismos, no les ayudo, y quienes salen de aquí curados lo hacen por su propio esfuerzo. Yo también lo he pensado muchas veces. Creo que el único médico que da verdaderamente al enfermo recursos que éste no tiene es el cirujano. Los demás simplemente le guiamos para que emplee sus propias defensas adecuadamente. Por desgracia mis manos siempre fueron más torpes de lo que habría deseado, vedándome la práctica de la cirugía, que era mi ilusión. A fin de cuentas, todo esto que usted ve es el laborioso consuelo de una frustración juvenil. Pero me estoy extendiendo sobre cuestiones que probablemente no le interesen. Debe disculparme; tanto escuchar los problemas de otros me hace ser demasiado locuaz con los míos en momentos indebidos. Naturalmente, estoy a su disposición para cualquier cosa en la que pueda ayudarle, así que, usted dirá.
Enternecido por su alarde de modestia, pero sin concederle cuartel ahora que estaba en mis manos, acepté su ofrecimiento.
– Verá, doctor, en realidad estamos todos muy confusos. La policía no sabe cuál pudo ser la motivación del crimen, si es que hubo alguna. Mi prima hacía una vida muy independiente, y ahora que se ha ido tenemos la sensación de que no sabíamos lo suficiente de ella. Mi prima Lucrecia, a la que usted conocerá, se ocupó de ella durante el último año. A mí el trabajo me impidió ayudarla; paso largas temporadas fuera del país y hube de seguir desde lejos lo que ocurría. Ahora he hablado mucho con Lucrecia, y aunque ella estuvo más cerca de Claudia, tiene la misma sensación que yo. Hay en la vida de su hermana demasiadas zonas de sombra, demasiadas cosas que ignoramos. Naturalmente no pretendemos interferir la investigación policial, pero tenemos un interés, mejor dicho, una necesidad personal de averiguar cuanto podamos de todo lo que ahora no conocemos. De paso, si podemos obtener algún dato útil para la policía, tanto mejor. Ya sabe que en cuanto pasan uno o dos meses las pesquisas de la policía pierden impulso y son los familiares de las víctimas quienes tienen que ocuparse de reavivarlas.
– Desde luego, entiendo sus sentimientos -dijo el doctor, con energía- y estoy dispuesto a informar tanto a usted como a la policía de cualquier aspecto que puedan creer relevante. No soy de esos autómatas que olvidando la finalidad del secreto profesional, lo aplican a rajatabla, aun contra esa misma finalidad. De modo que le ruego que se sienta libre para preguntar lo que desee.
– Le agradezco mucho su cooperación. En fin, comprenderá que es difícil para mí hacerle preguntas concretas, porque caminamos a ciegas y no tenemos más que dudas. Lucrecia me ha contado que durante el tratamiento, más o menos hacia la mitad de su estancia aquí, observó un brusco cambio en la actitud de Claudia, coincidiendo con el inicio de su recuperación. En nuestras conversaciones hemos contemplado a veces la posibilidad de que en la clínica le ocurriera algo que no sabemos, algo extraño que mantuvo en secreto y que pudo influir en su comportamiento desde, entonces. Usted estuvo siguiéndola día a día. ¿Tuvo conocimiento de algo anormal, algún hecho externo, alguna reacción de Claudia? Perdone que no sea más específico.
El doctor Azcoitia puso cara de estar habituado a bregar con asuntos defectuosamente planteados. Reordenó ostensiblemente en su cerebro los amorfos materiales que yo le había suministrado y arrancó a hablar con afanosa exactitud y absoluto rigor profesional:
– Verá usted, Anselmo, la cura de un alcohólico con un alto grado de intoxicación, como era el caso de su prima, es un proceso extremadamente irregular. Los primeros días, las primeras semanas incluso, todo resulta caótico. El paciente cree a veces progresar más deprisa de lo que realmente progresa, y las recaídas son terribles. Tenga usted en cuenta que aquí privamos bruscamente al organismo de un combustible que se ha habituado patológicamente a quemar en grandes cantidades, si se me permite este rudo modo de decirlo, y que todas las crisis deben ser afrontadas sin su auxilio. Una vez que el cuerpo, ayudado por la medicación, va superando esta primera fase, y a medida que el paciente nota que empieza a soportar mejor la falta de alcohol, se produce una súbita euforia, que al operar sobre un enfermo que ya ha salido de la etapa de mayor debilidad se traduce en una aceleración de su restablecimiento. En este sentido, el caso de su prima no tiene nada de excepcional. Por lo que se refiere a mi trato con ella, hablamos largamente acerca de muchas cosas, pero nunca me abrió su corazón. Tampoco yo insistí para conseguirlo. Pese a mi oficio y a lo que la gente opina de él, no soy un entrometido, y cuando observo que alguien tiene fuerza suficiente para salir del pozo llevando a cuestas sus secretos no me empeño en desenterrarlos. Claudia me habló poco o nada de su familia. Sólo me habló de su hermana, a la que yo ya conocía, y de su padre. Siempre referencias casuales, muy fragmentarias. De su vida, de lo que la había llevado a beber, me dijo aún menos, prácticamente nada. En esas circunstancias, yo seguía su evolución desde el exterior, sin saber qué pasaba por su cabeza. Le vuelvo a decir: no era necesario que lo supiese. Desde lo que puedo relatarle, esto es, desde esa perspectiva exterior, Claudia soportaba sin quejarse los malos momentos y no se entusiasmaba en los buenos; una vez que la cura empezó a progresar se animó mucho, desde luego, pero le repito que no creo que eso sea nada inusual. Es lo que ocurre siempre, aunque en su prima tuviera las peculiaridades propias de su carácter. No estaba simplemente animada. Era como si tuviera ganas de probar esas fuerzas que sentía estar recobrando. Luchó bastante con las enfermeras, por ejemplo, pero tampoco de eso es el único caso que recordamos aquí, como puede imaginar. Me temo que no puedo decirle más, y no sé si respondo a su pregunta.
Era el momento de tender, al fin, la red al doctor Azcoitia:
– Tampoco yo sé qué contestarle. Ni estoy seguro de cómo podría precisarle más nuestra inquietud. Habíamos pensado que quizá Claudia hubiera recibido alguna carta, alguna visita, alguna llamada. O que hubiera sufrido algún tipo de incidente, algo de lo que ni ella ni ustedes nos hubieran informado en su momento y que hubiera podido afectarla de un modo especial.
– Respecto a eso puedo ser absolutamente preciso. Claudia no sufrió aquí ningún incidente digno de ser mencionado. Y en cuanto a las visitas, sólo vinieron a verla dos personas. Su hermana y un religioso que dijo ser amigo de la familia y al que ella consintió en ver. Ya estaba en franca mejoría y juzgué conveniente autorizar la visita. Era un hombre impedido que dijo llamarse padre algo, un nombre corriente.
– Padre Francisco -completé; el nombre saltó de mi memoria como la cuerda de una ballesta, una cuerda que alguien había tensado inadvertidamente y que ahora me servía para recoger del doctor Azcoitia, sin que se diera cuenta, todo lo que podía proporcionarme y yo necesitaba de él.
– Eso es, Francisco -repitió, con la alegría de colmar la casilla en blanco de un aficionado a los crucigramas.
– Efectivamente es un amigo de la familia; Lucrecia me contó su entrevista con Claudia. En realidad, fue la propia Lucrecia quien le pidió que viniera -inventé rápidamente. En circunstancias normales mi patraña, aprecié según terminaba de soltarla, habría sido muy objetable, pero para el doctor Azcoitia era más que satisfactoria.
– Pues aparte de eso, no hubo nada. Ni cartas ni más llamadas telefónicas que las de la señorita Lucrecia. Me parece que por ahí tampoco sacamos nada en limpio.
Después de aquello aún hube de mantener un tedioso diálogo de cerca de veinte minutos con el doctor Azcoitia, preguntándole cosas sin importancia y aumentando su convicción de estar siendo caritativo con el afligido. Nada justifica que reproduzca aquí aquella cortina de humo ni las demás sandeces que en tono invariablemente profesoral hube de escuchar. Cuando nos despedíamos, después de haber improvisado yo las fórmulas de gratitud menos inverosímiles que me vinieron a la mente, el doctor Azcoitia me reiteró solemnemente su disponibilidad:
– Sepa que éste ha sido un día muy amargo para mí. Llegué a apreciar mucho a su prima. No dude en reclamar mi ayuda, para lo que sea. Iré ante un tribunal, si es necesario; si mi testimonio puede contribuir a dejar patente la calidad humana de la difunta y hacer que paguen los culpables, cuente conmigo. El mundo está lleno de idiotas que no entienden la vida, señor Artola. Hay quien cree que se debe tener compasión a esa gente, pero yo no soy de esa opinión. Quien no comprende que la belleza debe ser amada, y jamás destruida, no merece vivir. Buenos días y buena suerte.
Abandoné su despacho y casi corrí hasta estar otra vez sentado en el coche. Mientras arrancaba, dos intensas sensaciones accesorias distraían mi cerebro. La primera, una vehemente intranquilidad por los seres indefensos que sus desaprensivos familiares ponían en manos del doctor Azcoitia. La segunda, una irreprimible admiración por Claudia. La ingresaban casi arrastrándose en una clínica como aquélla y ella vencía todos los obstáculos, se curaba y se largaba dejando, de propina, enamorado al director.
Pero ahora tenía otros asuntos, demasiado serios para entretenerme mucho tiempo en aquellas fruslerías. Al llegar al cruce con la carretera general me detuve. Saqué el mapa que había en la guantera y calculé la distancia desde la clínica al que, inevitablemente, era mi próximo destino. Con aquel coche, no más de una hora y media. Podía llegar bastante antes de la hora de comer. Repasé un par de veces la ruta y me puse en movimiento. Atravesé, a lo largo de kilómetros de carreteras desiertas, casi todas las modalidades del paisaje mesetario. La llanura vestida de cereal amarillento, el monte cubierto de pinos, las viñas, los olivares, los eriales abandonados a las reses. Mientras la sofisticada suspensión del vehículo me exoneraba de preocuparme de las inclemencias de la carretera, dejé que mis pensamientos flotaran libremente sobre aquellos dispares y sin embargo sucesivos horizontes de junio.
De todas las impresiones que el descubrimiento que acababa de hacer podía causarme, había una que prevalecía sobre las demás: la perplejidad. Si el día anterior ya me había sorprendido la transparencia de la carta de Pablo a Claudia, ahora estaba sencillamente estupefacto. Todo se dejaba desenredar con una docilidad extraordinaria, el rastro era tan nítido que acaso hubiera que decir que lo era demasiado para ser correcto. Y sin embargo, no había fallos; me costaba tan poco esfuerzo encadenar los datos, estaban tan cerca unos de otros, que no podía dudar de la limpieza de mis deducciones. Ya me dejaba arrastrar por ellas, como cuando al oír al médico hablar de un fraile inválido había unido esta circunstancia demasiado inconfundible con ciertas alusiones que había en la carta de Pablo para colegir, primero, que su nombre era el que sin meditarlo siquiera le había dado al doctor Azcoitia, y segundo, que su misión había sido entregarle a Claudia el mensaje del muerto. Pero no era sólo la claridad con que se me habían revelado estos hechos. Yo había acudido a la clínica con la hipótesis, más o menos sostenible, de que era allí donde Claudia, por el momento cronológico en que tanto en su relato como en el de su hermana aparecía su presunto interés por mí, había recibido la misiva postuma de Pablo. Para hacer esta suposición había tenido que realizar diversas asunciones inseguras, ya que ni ella ni Lucrecia me habían dicho nada que la confirmara totalmente. Pues bien; no sólo todas aquellas asunciones se habían demostrado acertadas, sino que la recepción del mensaje había ocurrido de la manera más indudable y también más propicia para que yo pudiera avistar por dónde debía proseguir mis investigaciones.
En cuanto al padre Francisco, merecía una reflexión especial. No me era posible juzgar la elección de Pablo en tanto que desconocía qué opciones había tenido. Tal vez ya no le quedaba nadie de confianza, tal vez el padre Francisco era quien menos podía pensar en traicionarle. El hecho es que, con independencia de la oportunidad, desde ese punto de vista, de haberle encargado a él la misión de advertir a Claudia, había otras razones que lo desaconsejaban severamente. Nadie podía ser identificado con tan escaso margen de error, no sólo por mí, sino por cualquiera que hubiera tenido trato con nosotros en los primeros tiempos, y quedaba más de un superviviente de entonces y apuesto que también más de uno no estaba del lado de Pablo. Ciertamente, las posibilidades de extorsionar al padre Francisco eran más bien pocas. Llevaba treinta años jactándose de su integridad y ya la había probado ante más de un escéptico. Quizá su secreto residía en que era difícil persuadirle y persuadirse de que podía pasarle algo más grave que la parálisis con que se había acostumbrado a vivir y a desear sin impaciencia la muerte. Pero aunque tanto Pablo como yo habíamos utilizado muchas veces sus servicios, sin que nos fallara jamás, en ningún momento habíamos llegado a tocar el fondo de aquel hombre. No era un fiel servidor, ni de Pablo ni de nadie. Era un profesional independiente, que cumplía los tratos con arreglo a la más escrupulosa buena fe, pero que nunca nos había participado cuáles eran sus motivos ni sus intenciones. Tampoco habíamos sabido nunca a ciencia cierta cuál era la infraestructura que le permitía operar desde su minusvalía y su inmovilidad. Ponerse en sus manos era como ponerse en manos de un mago que no compartía con nadie el secreto de su chistera. Por más que lo pensaba, no me parecía el mejor socio que podía buscarse un moribundo. Claro que yo había estado diez años fuera y Pablo podía haber tenido otros argumentos para apreciar la cuestión.
Aunque la pista era inequívoca como ninguna de las que había seguido hasta allí, me resistía a experimentar la menor alegría. Por una parte, aquel asunto no me gustaba, ni me gustaba lo que había sucedido ni me gustaba el papel que yo estaba desempeñando. En segundo lugar, ir hacia el padre Francisco era un progreso entre comillas o entre paréntesis, y no me engañaba al respecto. No sabía qué podría sacar de él, ni siquiera tratando de ablandarle con la desgracia de Claudia y mostrándome como su eventual vengador. Era evidente que con la muerte de Claudia él había fracasado lo mismo que yo, pero no me constaba que aquello tuviera irremediablemente que instaurar alguna simpatía entre nosotros. Por lo demás, si Pablo le había asignado a él el conocimiento y a mí la acción en su fallido intento de proteger a Claudia, ello había sido sin duda con el objeto de que quien actuara no poseyera la clave y viceversa. Y era pronto para concluir que con la muerte de ella habrían cesado las razones que le habían llevado a establecer esa separación. En estas condiciones, no podía dejar de incomodarme que todo me dirigiera a aquel hombre, tan remoto en mis recuerdos y a quien nunca había podido contemplar sin recelo. Me sentía guiado por una voluntad anómala, viciada, y no me era fácil deshacerme de la idea de que por sus omisiones o por sus excesos, por ligereza o por negligencia, aquella voluntad era en cierto modo la de Pablo.
El monasterio estaba sobre una colina. Bajo la colina corría un río regando un valle poblado de encinas y arbustos. Ni por su fecha de construcción, ni muy reciente ni muy antigua, ni por su belleza o la de sus vistas, discutible, ni por sus facilidades como hostal, nulas, era aquel monasterio una atracción turística. Como además la comunidad no era rica, salvo probablemente el padre Francisco, que detestaba por inútil para él cualquier comodidad de la vida moderna, para acceder hasta el edificio había que trepar por un diabólico camino de tierra y pedruscos. El deportivo derrapó cuanto le vino en gana durante la ascensión, y a punto estuve de salirme en dirección a un pequeño barranco en la última curva, pero al fin logré aparcar junto al destartalado Land Rover que los frailes tenían para satisfacer sus limitadas necesidades de transporte. En ningún momento, ni siquiera cuando mi mano tiró de la campanilla que había a la entrada, barajé la posibilidad de que el padre Francisco no estuviera allí. La única duda que me cupo, pero no hasta aquel preciso instante, fue si estaría encima o debajo de la tierra del huerto.
Me hicieron esperar en el claustro, en un banco agradablemente dispuesto entre el sol y la sombra junto al que el padre Francisco acostumbraba a tomar el fresco, por la mañana y al caer la tarde. Aquel día no había salido todavía. Había estado trabajando en la biblioteca desde muy temprano, según me dijeron. Sonreí al oírlo. De manera que el padre seguía trabajando. Había quien no nacía para ser jubilado, y otros se apresuraban a serlo anticipadamente. Aquél era tal vez otro obstáculo para entendernos.
Apareció propulsado por la reverente fuerza juvenil de un novicio, o un hermano reciente, que nunca había sabido diferenciarlos por su indumentaria. Su aspecto no era ni mejor ni peor que la última vez que le había visto. Todo en él estaba deformado por la enfermedad y su edad era un accidente imperceptible, como un lunar bajo las lanas de un perro. Sus manos como sarmientos y su cara descompuesta eran las de siempre, y conservaban aquella rara y terrible chispa de astucia que le elevaba muy por encima de su postración. Me saludó con un ademán brevísimo del sarmiento derecho, que era el único que tenía alguna movilidad, y su voz bien templada, firme y apenas rozada por las anfractuosidades de su boca desencajada y su cuello torcido, tan minuciosamente concebida para otro cuerpo, declamó despacio:
– Juan, en la hora del Apocalipsis.
En su cara era difícil reconocer la sonrisa, pero yo le había tratado lo suficiente como para aprender a distinguirla.
– Veo que conserva el humor, padre, aunque el momento obligue a hacerlo negro.
– El momento no obliga a nada, nunca -repuso, airado-. Si vienes aquí por obligación puede que los dos nos estemos equivocando. Tú al venir y yo al recibirte, quiero decir.
Aquel primer venablo me cogió desprevenido. Me rehíce como pude:
– No contaba con que me acogiera como a un hermano, pero tampoco le he ofendido nunca. No tiene por qué maltratarme.
– Quién piensa en eso. Te ofrezco agua y pan y techo si lo necesitas. Aunque por el coche que he visto fuera tal vez desdeñes mis ofrecimientos por demasiado humildes, es todo lo que tengo. ¿Qué te trae a mí, después de tantos años? Te creía Juan sin tierra, sin recuerdos, sin vínculos, el perfecto fugitivo. ¿A qué vuelves ahora, tan tarde?
El novicio o lo que fuera, tras situar al padre Francisco en una semipenumbra confortable, se retiró discretamente. El padre me miraba con sus ojos oscuros, en los que nada podía vislumbrar más allá del reflejo de mi propio rostro.
– No esperaba tener que explicarle el motivo de mi visita -dije suavemente, retándole-. Tampoco me proponía ocultarlo o simular otro. Si antes no nos anduvimos con ese tipo de juegos, no es ni mucho menos el momento de empezarlos.
– Soy viejo para que me tienten como a un animal amaestrado. No voy a hacer yo cabriolas para que te diviertas. Eres tú quien ha venido a buscarme. Dámelo todo masticado, que yo ya no tengo dientes.
Comprendí que no iba a arriesgar nada y temí que aquella entrevista no daría ningún fruto. Pero no había llegado hasta allí para rendirme ante sus primeros desplantes. Saqué del bolsillo de mi chaqueta la carta de Pablo a Claudia y la arrojé sobre el banco. Miró apenas durante un segundo el sobre rasgado, de reojo, o especialmente de reojo, porque la posición de su cabeza le impedía mirar de frente lo que no fuera su muslo izquierdo. Después, sin pestañear, declaró:
– Jamás he leído las cartas de otros.
– Ni yo me he permitido sospecharlo -apostillé inmediatamente-. Yo sólo sé dos cosas y sólo he venido a hablar con usted de esas dos cosas. La primera cosa es que a Claudia la mataron hace quince días en su propia casa; por decirlo todo, además de matarla se tomaron la molestia de asegurarse de que sufría. La segunda cosa es que usted le dio a Claudia esta carta hace poco más de mes y medio. Al leerla, porque yo no soy un hombre de principios, he pensado en seguida que usted podía saber algo de algunos que no deseaban el bien de Claudia. Eso es todo, o prácticamente todo. También hay un difunto que nos pidió algo a usted y a mí hace poco menos de un año. Usted tendrá su estilo como tiene sus principios, pero yo no me conformo con ver que no he podido hacer bien lo que me pidieron. Quiero enterarme del porqué, y quizá me consolaría algo si pudiera desenmascarar al culpable. Por eso, padre, es por lo que vengo.
– La dulce Claudia, una mujer pecadora, nadie lo duda, y sin embargo, capaz de una insospechada nobleza. De todos modos, nadie merece tanto mal -resumió, absurdamente-. He de confesar que me sorprendes, joven Juan. ¿Sigues dejando que las mujeres dicten el curso de tu vida? Te creía escarmentado.
Bajo ningún concepto, por más que él lo intentara o yo lo desease, podía permitirme el lujo de perder la calma. Aquél era su modo de tratar a todo el mundo, y comprenderlo e ignorar sus insultos era el único camino para vencerle.
– Hay vicios que no se pierden, ya sabe; usted no es peor ejemplo que yo. Le suponía curado o hastiado de su soberbia, pero veo que sigue menospreciándome. No es una buena manera de conocer a los demás. A veces se saca provecho o se cosecha un revés gracias a quien menos capaz parece de provocarlos.
– Si eso es una amenaza o una oferta es que no estás en tu juicio, muchacho. Tantos años de inactividad han debido oxidarte el cerebro.
– Mire, padre, voy a hablar claro un minuto y luego si quiere seguimos otro rato con sus niñerías; no traigo prisa y tampoco traigo esperanzas. En primer lugar, quede sentado que no tengo la menor idea de lo que pasa ahora por sus manos. No sé si puedo estropearle algo o serle de ayuda en sus negocios. Tampoco me lo propongo. Tengo demasiado olvidada toda esta porquería para volver a ella más de lo que sea estrictamente indispensable. Cuando le hablo de estorbarnos o colaborar, no me refiero más que a un asunto en el que tengo la intuición, y corríjame si me equivoco, de que por una puñetera casualidad, o por una puñetera ocurrencia de Pablo, estamos del mismo lado. Han matado a Claudia y con eso nos la han jugado a los dos. Quizá usted tenga razones para no hacer nada, pero a menos que me convenza no puedo creer que las tenga para que yo no lo haga. Yo no existo, padre. A nadie comprometen mis acciones, y menos que a nadie, a usted.
En la faz monstruosa volvió a aparecer la sombra tenue de una sonrisa.
– Mi querido y joven amigo Juan -empezó a decir, divertido pero sin la mordacidad de sus palabras anteriores- siempre tuve la sensación de que no me entendías. Han pasado unos cuantos años sin vernos y ahora que te tengo otra vez delante lo primero que pienso es que sigues sin entenderme. Estoy habituado a que otros no me entiendan, y puedo soportar su incomprensión sin escándalo. Pero de ti, pese a tus torpezas, siempre esperé algo más. Yo no soy y nunca he sido un hombre poderoso. Hago una parte pequeña de un trabajo complicado, siempre esa parte y sólo esa parte, diminuta, más bien que pequeña. Si tengo un poco de prestigio, si se me respeta algo, es porque esa parte minúscula la hago mejor que ningún otro. Tan bien la hago que puedo permitirme el lujo de no ser esclavo de nadie. Pero mis fuerzas no llegan más allá. Dispongo de una organización mínima, que me permite tener razonablemente pronto la información que necesito para mi trabajo. Las organizaciones pueden usarse para fines distintos de los que impulsan a construirlas, pero yo nunca he sido ambicioso. No he participado nunca en ninguna guerra, ni he buscado dominar a nadie. Yo tengo una clara vocación auxiliar, y sólo aspiro a que la gente no se meta en mis asuntos. Hasta ahora, lo he venido consiguiendo. No porque no puedan destruirme o reemplazarme. Hay otros que hacen bien mi trabajo, y soy demasiado pequeño para defenderme. Si he sobrevivido es porque todos han tenido siempre claro que no ayudaría a ninguno a luchar contra otro, y que poseía el suficiente desapego por el negocio como para negarme a cualquier soborno y a cualquier chantaje. Yo vivo lejos de esto, Juan, aunque viva de esto. Si entiendes esta paradoja, que sólo lo es por la ineptitud de la inteligencia humana en su estado actual mayoritario, no necesitarás que te explique nada más.
Hizo una pausa para que sus perezosos pulmones volviesen a coger aire. Podía haberle dejado seguir, pero preferí interrumpirle:
– Hasta aquí le sigo, padre. Ya me lo había recitado varias veces antes y compruebo que en diez años apenas ha modificado el texto. Puede creerme tonto, pero no crea que no tengo memoria. Todo eso está muy bien, pero usted pactó algo con Pablo acerca de su mujer. Si le parece olvidemos los principios generales, que bajo ningún concepto se me ocurriría discutirle, y pasemos a las excepciones. ¿Qué le pidió Pablo? ¿Quiénes eran sus enemigos, a los que usted se comprometió a vigilar para proteger a Claudia?
Una vez recobradas las fuerzas, el padre Francisco volvió a encontrar espacio para la ironía:
– Querido amigo, no quieras llegar demasiado rápido a lo que ignoras. Lo menos que puede pasarte es que te pierdas. A partir de ahí, la imaginación es libre. Un zorro en el cepo también es un explorador que ha llegado.
– Me pone difícil considerarle neutral -observé, sin dejar que me intimidara.
– ¿Qué quieres decir?
– Como usted acaba de indicar, la imaginación es libre, y ante una cuestión oscura lo es todavía más. Casi puede pensarse cualquier cosa. A ver qué le parece ésta. Un hombre acorralado, abandonado por todos los que se decían sus amigos, y además, con la mente confundida, tiene que confiar en alguien para un delicado encargo. Elige apresuradamente a un colaborador que cree que no aceptará presiones, un colaborador a quien no conoce lo suficiente pero que nunca le ha fallado. Nuestro hombre muere, y aquél en quien confió, con total impunidad, organiza una trampa para que los enemigos del difunto completen su venganza. El móvil puede ser múltiple: dinero, seguridad, facilidades, o simple perversidad. La gente olvida mucho que hay cosas que se hacen por simple perversidad; ése es el motivo de que hoy día muchos no sepan defenderse adecuadamente. No es tan mala la hipótesis, ahora que la pienso.
– Tampoco sería mala si el traidor fueras tú.
– No, padre, no me decepcione. Tenía entendido que su ingenio estaba afilado por el ejercicio de la teología, en cuyas inhóspitas encrucijadas el cerebro ha de superarse a sí mismo continuamente para sobrevivir. No puedo ser el traidor por la sencilla razón de que estoy aquí, fuera del secreto, preguntándole. Además, mi corazón vive cautivo de Claudia, según sugirió antes.
– Yo tengo una objeción mejor contra tu hipótesis.
– ¿Por ejemplo?
– Que tú mismo no te la crees. Si así fuera no habrías venido a preguntarme.
– Le acepto la objeción, para ser honrado con usted. No creo que usted pueda ser un traidor. Pero su silogismo es francamente deficiente. Soy un hombre sin principios, recuerde. Soy capaz de incoherencias mucho más flagrantes que la de pedirle la verdad a un sospechoso.
– Seguramente. A pesar de todo, no me caes mal, Juan. No te adaptabas al negocio, pero siempre me pareciste un hombre limpio. Lamento que ahora estés embarcado en algo que te viene tan grande. No sé quién puede sacarte de ésta, pero desde luego a mí Dios no me ha concedido el don de hacer milagros. No pierdas el tiempo pidiéndomelos.
Tenía la sensación de haber traspasado la barrera defensiva de aquel hombre tanto como era posible hacerlo. El padre Francisco acababa de hablarme en un tono sereno, casi amable, y miraba ahora pensativo las plantas que bajo el sol hacían restallar en sus flores la primavera que el cuerpo del inválido nunca podría celebrar. Cualquier hombre se siente a veces viejo, cansado y solo. Si mi intuición no erraba, aquél era el momento de sacarle algo. Quizá no fuera nada espectacular, quizá no fuera nada, pero después de conseguirlo podría irme tranquilamente de allí y perder de vista a aquel anciano maligno.
– No le pido milagros. Sólo le pido que no se ponga del lado de los que van ganando hasta ahora. Aquí no puede quedarse en medio. O les ayuda a ellos con su silencio o me ayuda a mí. Han matado a un hombre que no era bueno y a una mujer que era todavía peor, pero a los dos usted había prometido ayudarles. Me debe algo, padre, aunque sólo sea porque yo estoy haciendo lo que si usted no fuera un medio hombre, y no me refiero a esa silla, debería hacer también.
Aposté a bulto que era mejor tratar de sacudirle que adularle. Me costaba expresar con vehemencia unas convicciones que dentro de mi cabeza se tambaleaban, pero en aquella ocasión mereció la pena hacerlo. El padre Francisco salió lentamente de su ensoñación y murmuró:
– Te veo y te oigo y sólo pienso una cosa: es un extraño. Lo que queda de los febriles sueños de Pablo está en manos de un extraño. No diré que él no era brusco, caprichoso, o incluso insensato. Pero sabía de esto. Tú no sabes nada, nunca supiste y ahora sabes menos que antes. No desperdiciaré mis fuerzas ni mi aliento dándote explicaciones. Hay cosas que me prohibieron explicarte y otras que no debo explicarte. El resto, no me apetece explicártelas. Coge tu coche y vete de aquí. Hueles a cadáver, y a mi edad no me interesa que me contagies el aroma. Si quieres un sitio para empezar a morirte, busca a este hombre: Emilio Jáuregui. Si tienes un papel y un lápiz, sácalos.
A continuación me dictó una dirección y concluyó:
– Pase lo que pase, yo no te he dicho nada.
– Nunca he sido un delator -aclaré.
– No seas iluso. No te he ayudado. ¿Podrías hacerme el favor de llamar a alguien para que me mueva de aquí?
Entré por la puerta por la que había visto desaparecer antes al novicio y lo encontré sentado al fondo de la habitación, recorriendo con los dedos las cuentas de un rosario mientras sus labios bisbiseaban la oración. Tenía los ojos cerrados. Le puse la mano en el hombro y se levantó de un salto. Se llevó la mano bajo el brazo y la dejó allí aun después de reconocerme. Supe que tenía un arma. A veces es posible olerlas, pero ante aquel movimiento no era siquiera necesario recurrir a esa forma de detección. Levanté las manos un poco por encima de la altura de los hombros para calmarle y enfrentando sus ojos desconfiados le informé:
– El padre Francisco le llama. Quiere regresar a la biblioteca.
Volvimos juntos al lado del inválido. Se había vuelto a quedar abstraído en el jardín. Al percibir nuestra presencia alzó hacia nosotros la vista y dirigiéndose a mí dijo:
– Perdonarás que no te acompañe. Tengo mucho trabajo atrasado y mi mañana se ha abreviado considerablemente. He tenido mucho gusto de volver a charlar contigo. Vámonos, Sebastián.
Le vi alejarse por el corredor, firmemente empujado por aquel individuo que no cesó de vigilarme de reojo hasta que desaparecieron dentro del edificio. La intranquilizadora imagen de Sebastián me hizo pensar con horror en los ignotos abismos en que el padre Francisco acostumbraba a nadar. Pero aquella misma conciencia de que habitaba profundidades impracticables me confirmó en una creencia que todavía hoy, cuando todo ha transcurrido, me siento incapaz de abolir: aquel siniestro tullido no tenía ninguna responsabilidad sobre el complot que había provocado la muerte de Claudia.
Comí en cualquier sitio y luego estuve una hora paseando por el campo, tratando de aclarar mis ideas. Después subí de nuevo al coche y conduje muy deprisa. Llegué a Madrid al atardecer, y al acercarme recordé sin motivo cuando había entrado por aquella misma carretera, con Claudia, en la lluviosa noche del día en que había matado a un desgraciado cuyo papel en todo el embrollo seguía sin comprender. Podía preguntárselo a Emilio Jáuregui, al día siguiente. Quizá él lo supiera. Lo que yo todavía no sabía era que el cerdo estaba a punto de pisar la mina.