A la mañana siguiente, cuando desperté y hube de exigirme alguna decisión que justificara el viaje, aquel inhóspito cuarto de pensión y la pistola que dormía bajo la almohada, nada encontré que pudiera sugerir que mi situación no era sino la consecuencia fortuita de un movimiento apresurado. Sin embargo, y aunque casi todas las cosas que hice esa mañana hube de afrontarlas antes de solventar aquella delicada precariedad, ahora puedo apreciar que un instinto inconsciente, de acuciada inteligencia, animaba mis pasos por encima de cualquier apariencia de improvisación.
Lo primero que hice fue acudir a uno de los bancos en los que mantenía, sin tocarlos desde hacía años, los frutos de mis antiguos y comprometidos negocios. Solicité una tarjeta de crédito y para sufragar los primeros gastos retiré una suma considerable. Con aquel dinero me procuré un traje de seda claro, una camisa azul cielo, unas gafas oscuras y un sombrero de paja de ala estrecha. Una vez completado mi atuendo, alquilé un coche grande y rápido. Di un paseo por la ciudad para probarlo y después, obedeciendo una de las escasas ideas que se me ocurrían para pasar el tiempo, me dirigí hacia la estación. Dejé el coche en el aparcamiento e inicié el mismo camino que había hecho a mi llegada, unas pocas horas antes. Pero apenas crucé la avenida me desvié perezosamente hacia la entrada de un edificio de decimonónica magnificencia; un edificio familiar que la tarde anterior, sin embargo, ni siquiera me había detenido a identificar debidamente: el Ministerio de Agricultura. Por fortuna, en medio de mi desgana había conservado al menos la atención necesaria para recordar que en los ministerios solía haber detectores de metales, y había tenido la precaución de dejar la pistola en el coche. Aunque en ningún momento había contado con ello, aquél era el sitio por donde iba a empezar a desenredar la madeja.
El corte de mi traje me permitió llegar sin grandes problemas hasta el segundo control del edificio, pero una vez allí el excesivo éxito de mi sombrero y mis gafas como accesorios inquietantes me obligó a mostrar mi documentación al guardia de seguridad de turno. Tras tomar nota de mis datos, me devolvió el carnet de identidad junto con una tarjeta de ésas rojas que hay que colgarse para proclamar a los cuatro vientos que uno es un intruso. Ya que este pequeño incidente forzó una cierta comunicación entre ambos, aproveché la circunstancia para reclamar su ayuda:
– ¿Sabría usted indicarme cómo puedo localizar a la señorita Lucrecia Artola?
El guardia consultó una lista de personal. Al lado del nombre había una larga frase que no pude descifrar pero en la que presumí la denominación formal de su investidura administrativa. No debía de ser despreciable, porque al leerla el guardia se vio obligado a preguntar:
– ¿Por qué motivo desea ver a la señorita Artola?
– Tengo cita con ella. Soy de la Asociación de Productores de Cítricos -aseguré, poniendo cierto énfasis en la revelación.
– Ah, comprendo.
Aquella absurda invención obró el milagro de encajar en la mente del guardia todas las piezas de quién sabe qué arbitrario rompecabezas. Probablemente supuso que los cítricos explicaban a la perfección el sombrero de paja y las gafas oscuras, porque después de soltarle la palabra mágica se aplicó a instruirme con toda amabilidad y confianza acerca del mejor modo de encontrar el despacho de la señorita Artola. Siguiendo sus instrucciones llegué a un ascensor cuyas puertas estaban a punto de cerrarse. Conseguí escurrirme dentro y lo primero que advertí fue que el botón correspondiente a la segunda planta, hacia el que me disponía a tender mi dedo índice, ya estaba pulsado. Alcé la mirada y entonces la vi.
No la conocía, nunca antes la había visto, ni siquiera en fotos, pero supe que era ella. Era distinta de Claudia y sin embargo era la misma. Llevaba un traje sastre relativamente austero, una blusa blanca y una media melena ligeramente rizada y teñida a mechas rubias, dejando adivinar que el color natural de su pelo era más oscuro que el de su hermana. Pero en el lejano y duro desprecio de su mirada, en el modo insolente en que dejaba colgar de su brazo extendido el bolso, en la impaciencia inflexible con que la punta de su zapato golpeaba el suelo del ascensor, cualquier ojo aún más torpe que el mío habría percibido el parentesco. La estudié sin disimular, amparado por la barrera de mis gafas. Seguí sin tapujos la línea de sus piernas, medí apaciblemente la pequeñez de sus pechos y por un instante olvidé lo que había ido a hacer allí, técnica ésta con la que he logrado no pocos de los contados momentos interesantes de mi vida.
Cuando se abrió la puerta del ascensor y ella salió yo aguardé un instante para concederle ventaja. Después la seguí por un pasillo de techo muy alto, andando despacio como ella, tratando de imaginar lo que pasaba por su cabeza mientras avanzaba por delante de mí, arrastrando los pies y el bolso con desdeñosa indiferencia. Recorrimos interminablemente una especie de laberinto de corredores y al fin se detuvo ante la puerta de un despacho. La abrió con brusquedad de propietaria y antes de desaparecer tras ella se dignó mirarme por primera vez. Fue una ojeada indolente pero al mismo tiempo punitiva, lo suficientemente fugaz como para no darme tiempo a reaccionar.
Por aquellos pasillos, en contraste con el mediano bullicio de la planta baja, sólo muy de vez en cuando pasaba algún funcionario distraído, llevando a ninguna parte una carpeta o un archivador. En los dos minutos que estuve esperando ante aquella puerta apenas cruzaron junto a mí una o dos personas, que me examinaron con escasa curiosidad. Por otra parte, pude comprobar que todos los despachos de aquel pasillo, no menos de treinta, pertenecían a jefes o subdirectores de algo, y por ningún sitio había personal subalterno para filtrarles las visitas. No me pareció ninguna locura, por consiguiente, dar un par de golpes en la puerta e interrumpir a la señorita Artola sin mayores contemplaciones.
Así lo hice. Cuando abrí la vi sentada al otro lado de una mesa inmensa, de aspecto más viejo que antiguo. En el despacho había un par de cuadros nuevos y una bandera de raso deslumbrante, pero la pintura de las paredes estaba francamente estropeada y el resto del mobiliario sufría un deterioro tan notorio como el de la mesa. La ventana daba a un umbrío patio interior. La señorita Artola, cómodamente arrellanada en aquel pequeño reino de penuria presupuestaria, preguntó sin interés:
– ¿Qué desea usted?
– Disculpe si interrumpo. Soy de la Asociación Nacional de Productores de Cítricos -me repetí, aunque intercalando el Nacional para parecer más solemne.
– Ya veo. Pero eso no parece tener demasiado que ver conmigo. Puede leerlo en la puerta. Yo me dedico a los cereales.
– Lo sé -mentí. La placa que había leído antes de entrar me había dicho tanto como al guardia su lista de personal, de la que tan sólo había deducido que se trataba de un alto cargo y debía ser especialmente precavido, sin encontrar en aquellas siglas de las que Lucrecia era coordinadora jefe ninguna razón para repeler a un productor de cítricos.
– ¿Y bien? -la señorita Artola no tenía demasiados papeles sobre la mesa, pero se esforzaba por parecer una mujer ocupada o subsidiariamente demasiado fastidiada para perder el tiempo conmigo.
– En realidad a mí los cítricos me importan un bledo. He venido por Claudia.
Lo dije con esa brusquedad para cogerla desprevenida, para gozar del placer de verla desarmada por un momento, independientemente del propósito que me había traído a su despacho. Pero Lucrecia se limitó a murmurar:
– Lo he imaginado al verte. A pesar del disfraz te he reconocido. He visto fotos tuyas. En ellas parecías más joven y más alto. Quizá también más alegre. Pero no había diferencias sustanciales. Tú eres el amigo de aquel canalla; Claudia me contó un par de exageraciones, supongo, sobre tus méritos y tus defectos. Si quieres sentarte no voy a impedírtelo.
Me senté, dominado por el brillo de sus ojos inquisitivos. Me quité las gafas, por cortesía pero también para desafiarla. Era un acto pobre, pero algo tenía que hacer.
– No sé qué querrás de mí, pero dudo que yo pueda ofrecerte nada que te interese. Soy una gris funcionaría. Jamás he vivido la menor aventura, aparte de algún ridículo accidente de tráfico. Si he de creer lo que Claudia me contaba tú también te movías en el filo, como mi cuñado.
– De eso hace mucho tiempo. Llevo diez años fuera. He venido a preguntarte por Claudia, simplemente.
Una sombra de tristeza cruzó su rostro, pero la borró inmediatamente para decir:
– Bueno, podría irle mejor. Está muerta.
– Eso ya lo sé. Ha salido en los periódicos.
– Mal asunto, ¿verdad? Nada importa toda su vida anterior, ahora sólo la recordarán, quienes la recuerden, como una mujer violada y estrangulada. Quizá ella misma se recuerde así, si puede, dondequiera que ahora esté. ¿Y qué quieres saber? Te imagino enterado de que apenas nos veíamos, desde aquella boda a la que me negué a asistir. No te lo tomes como algo personal, pero si ella quería mezclarse con gentuza eso no tenía nada que ver conmigo.
– Comprendo. Sin embargo, me consta que en el último año os habéis visto con más frecuencia.
– Te consta. Qué impresionante manera de hablar. No nos habrás sometido a vigilancia, ¿no? ¿Estoy yo vigilada ahora mismo? Sería muy interesante.
– Claudia me lo dijo. Que le habías buscado una casa tras la muerte de Pablo, que os habíais estado viendo.
– Sí, claro. En fin, era mi hermana, después de todo. Y muerto el perro se acabó la rabia. Yo ya no tenía que soportar a aquel chulo del tres al cuarto si iba a verla, y ella necesitaba ayuda. Nunca he sido muy caritativa, pero me ocupé de que ciertas cosas que ella habría descuidado no dejaran de hacerse.
Supuse que ni siquiera esforzándose podía Lucrecia despojarse de aquel aire de suficiencia. Era algo connatural a ella, como un vicio, como una tara de nacimiento.
– Fue un detalle por tu parte -me burlé.
– Antes de que te permitas juzgarme, recuerda que estás en mi territorio. No tengo por qué seguir respondiendo a tus preguntas. Puedo incluso exigirte que me expliques qué te propones y para qué vas a utilizar lo que te diga, si es que te digo algo.
– No podría explicarlo. Pongamos que de momento me conformaría con averiguar qué pasó, por qué la mataron.
– Tú deberías saberlo mejor que yo. Nunca me he metido en esos juegos que os traíais entre manos.
– Yo no sé nada, Lucrecia. Te repito que he estado fuera, diez años.
Meditó durante un instante, cabizbaja. Luego volvió a fijar en mí su intensa mirada.
– Te pido por favor que no uses mi nombre. Ni soy de los que creen que resulta más cálido llamar todo el rato por su nombre a la gente, ni quiero recibir calor de ti. Independientemente de eso, detesto mi nombre, es decir, no soy lo bastante esnob como para apreciarlo. Mi padre sí lo era. Sentía alguna clase de apego enfermizo por Roma y el Renacimiento, y en lugar de limitarse a otras formas de proclamarlo optó por imponer una penalidad a sus hijas. Claudia salió mejor parada, pero yo tuve que cargar con su nombre favorito. La síntesis perfecta. Al mismo tiempo el nombre de la dulce y pérfida Borgia y de la casta dama ultrajada por el hijo de Tarquino el Soberbio. ¿Sabes quién era Tarquino el Soberbio? Yo no tuve más remedio que aprenderlo. Oí la historia mil veces. Fíjate que es curioso. Al final la pérfida y la violada, todo junto, fue Claudia. Toda la vida hemos llevado los nombres cambiados.
Lucrecia parecía hallar un tortuoso deleite en explayarse en dolorosos discursos como aquél, que me apartaban de mi camino y de mis intenciones. Luego se quedaba abstraída, como si yo no estuviera allí.
– En realidad tampoco quería molestarte más de lo indispensable -ensayé, inhábilmente, para regresar al hilo-. Sólo he venido a que me cuentes lo que sepas de lo que hizo en los últimos meses. De uno u otro modo, puede tener que ver con su muerte.
– Ya se lo conté a la policía -repuso, revolviéndose-. Si ellos no han averiguado nada, ¿qué puedes descubrir tú? ¿Y de qué serviría que descubrieses nada? ¿La vengarías? Está muerta, eso es todo. De mejor o peor manera ocurre siempre. No me va a consolar que te manches las manos con la sangre de otro pobre diablo como tú. Tampoco lo he sentido demasiado, lo de Claudia, quiero decir. Lloré un poco, tres o cuatro días. Quien más, quien menos, todos esperan que llores. Luego me quedé sola con el recuerdo íntimo que me quedaba de ella. Toda la vida enfrentadas, sin piedad por su parte ni por la mía. Una niñez en la que intercambiamos crueldades y envidias: ella era la preferida de mi padre y a mí me protegía mi madre. Una juventud de continua y encarnizada rivalidad, hasta que me proporcionó a la vez la afrenta y el triunfo de mezclarse con vosotros. Y desde ahí, la separación y el desprecio mutuo. El último año no fue más que una especie de obligada comedia. No, no puedo decir sinceramente que la eche de menos. Lo que le pasó es horrible, pero no siento la necesidad de que el culpable encuentre un castigo especial y distinto del que le traerá la vida sin que nadie la ayude.
– Yo no puedo conformarme con eso, y quizá pueda encontrar lo que la policía no encuentra. Para empezar, puedo mirar donde a ellos no se les ocurriría mirar -aduje, pero percatándome de que eran débiles argumentos para ella, añadí-: Y hay algo más. Es posible que haya más gente en peligro. Tú, por ejemplo. Quizá merezca la pena investigar para evitar otros disgustos, si está en nuestra mano.
– ¿Verdaderamente crees eso? No entiendo por qué habría de pasarme a mí nada. Yo no tengo nada que ver con vosotros. A no ser que sepas algo más de lo que dices saber.
No era cuestión de sincerarse con ella. Adopté una actitud falsamente meditabunda y aparenté entregarme por unos segundos a un arduo ejercicio de evocación.
– Cuando uno regresa al cabo de tanto tiempo -empecé a decir, despacio-, no tiene más que los recuerdos para enfrentar el presente. Y mis recuerdos no me permiten descartar ninguna posibilidad. Menos aún que otras la de que algo pueda amenazarte a ti, que eres su hermana y la has visto a menudo en los últimos meses. No sé ni sospecho nada en concreto; por eso temo todo en general. Aunque pueda parecerte extraño necesito tu ayuda para saber dónde estoy y de qué o de quién tengo que guardarme. O tenemos que guardarnos.
– Vaya, si lo que pretendes es asustarme, creo que empiezas a conseguirlo. Otro día no te dejaré seguirme por los pasillos ni irrumpir en mi despacho como hoy. Tendrás que pedir cita y venir acompañado por un guardia.
– Tal vez no necesites precipitarte a sacar esas conclusiones. No pierdes nada probando a ayudarme.
– No estoy segura de eso. ¿Qué quieres saber exactamente?
– Todo lo que puedas decirme. Cualquier detalle puede ser importante. ¿Dónde la llevaste, después de la muerte de Pablo?
– Eso no creo que pueda darte ninguna pista. La llevé a Chinchón, a una pequeña casa de pueblo que compré hace años. No está demasiado acondicionada, pero allí pudo pasar la peor época sin que nadie la molestara. Los vecinos son todos gente del pueblo y no podían saber nada de ella. No creo que ocurriera allí nada digno de mención. Yo iba a verla todos o casi todos los fines de semana y salíamos a pasear por el pueblo o nos alargábamos en el coche hasta Toledo o Aranjuez. Le gustaba especialmente Aranjuez. Allí me hablaba más de ti que de Pablo, por cierto, lo cual era más bien extraño en esa época en que acababa de enviudar. Nunca nos encontramos a nadie ni ella me contó que le hubiera sucedido algo de ese estilo cuando yo no estaba. Si acaso al revés; alguna vez me comentó lo agradable que era no ver a nadie conocido.
– Chinchón -pensé en voz alta-. Había imaginado otro sitio, cuando me dijo que se había mudado a las afueras.
– Claudia siempre tuvo un modo peculiar de referirse a las cosas. Quizá era ésa la raíz de los malentendidos en que se veía envuelta.
– ¿Y después?
– Después volvió a jugar, en su línea acostumbrada. En cuanto se le pasó un poco la impresión empezó a sentirse encerrada y quiso salir. Naturalmente, yo no era quién para impedírselo. De esa segunda fase sé bastante poco. Cada semana recibía una postal. Una semana era de Venecia, la siguiente era de Valparaíso y la siguiente de Viena. La ruta que podía trazarse uniendo los lugares indicados por las postales era verdaderamente demencial. Podía hacer diez mil kilómetros para volver a los cuatro días a un punto a cincuenta kilómetros del de partida, y una semana después se iba otra vez hasta el otro extremo del mundo. Yo no entiendo demasiado la manía de viajar. Padecí un espantoso verano en Edimburgo por el empeño de mi padre de que aprendiese inglés y otro, aún más infernal, recorriendo Italia, también por deseo de mi padre, naturalmente. Aparte de eso y de algunas visitas a la familia de mi madre, en Lyon, he pasado alguna vez a Andorra, o a Portugal, a comprar baratijas. Los veranos voy a Alicante o a Santander o a ninguna parte. Desde mi modesta experiencia, el alarde viajero de mi hermana no me pareció más que otra de sus costosas extravagancias. No puedo saber a quién vio durante sus correrías, pero me atrevo a apostar que se dedicó a coleccionar gente nueva. Tú la conocías, y puedes imaginarla entregada a sus ansias de fuga. Hubo algo que me sorprendió, sin embargo. Un día apareció en casa, escoltada por un danés de dos metros, rubio como el sol y cuadrado como un furgón de reparto. Me lo presentó como Erik o Gustav y me aseguró que si se descuidaba acabaría casándose con él. Mi hermana era experta en deshacerse de todos sus entretenimientos, así que verla encadenándose a uno de ellos me produjo la inevitable sensación de que algo se estaba estropeando dentro de su cabeza. La crisis no se demoró más allá de cuatro o cinco postales desde otras tantas playas remotas. Cuando volví a verla tenía aún rastros de una magulladura en la cara y Erik o Gustav había desaparecido. Me desorientó con una serie de lamentaciones embarulladas y a las dos semanas volvió a coger la maleta. Desde la semana siguiente empezaron a llegarme con regularidad breves cartas, en lugar de la consabida postal, y siempre desde el mismo sitio: Biarritz. No hará falta que te diga que en mi modesta opinión mi hermana heredó el esnobismo de mi padre.
– ¿Qué te contaba en las cartas? ¿Vivió con alguien allí?
– En las cartas no me contaba nada. Eran pequeños pensamientos estúpidos o absurdos, impersonales, que creo que me enviaba no porque tuvieran nada que ver conmigo, sino por alguna especie de mezquina crueldad. Fue luego cuando supe con quién estaba viviendo.
– ¿Y quién era?
– Llámale Johnnie Walker, para simplificar.
El chiste era dudosamente oportuno, pero sonreí para que se confiara. En aquel momento yo aún no sabía, aunque posiblemente debía haberlo sospechado, que Lucrecia ya se había decidido por sí sola a confiarse, y que igual que había decidido aquello podía haber decidido lo contrario y, en ese caso, nada de lo que yo pudiera hacer habría bastado para disuadirla. Procuraba aprovechar cuanto decía y animarla a decir más, sin percatarme de que, igual que me había sucedido con Claudia, me hallaba ante una mujer cuyos actos no podía determinar. Una mujer que podía ser tanto mi aliada como mi adversaria, pero siempre al margen de mí. No pensé, y tal vez ya no era demasiado pronto para que me hubiera dolido pensarlo, que con aquella mujer, en cualquiera de las hipótesis que mi fantasía concibiera, en cualquiera de las circunstancias que la realidad autorizase, estaría siempre tan irremediablemente solo como lo había estado con su hermana.
– ¿Cuándo te enteraste de que bebía?
– Me enviaron una carta muy amable y discreta desde su hotel. Puede hacer tres o cuatro meses de esto. Me informaron de la mejor manera posible de que Claudia había sido encontrada de madrugada, andando a cuatro patas por la playa y al borde del coma etílico. Me daban las señas del hospital al que la habían llevado y me recordaban que su documentación, su talonario de cheques, sus tarjetas de crédito y el resto de sus efectos personales estaban a mi disposición en el hotel.
– ¿Qué hiciste entonces?
– ¿Qué podía hacer? Fui a recogerla. La encontré verdaderamente mal, con unas ojeras que le llegaban hasta la garganta, blanca como una muerta y con diez o quince kilos menos. Después de mi inspección ocular, lo que me dijeron los médicos me impactó sólo relativamente. Sufría anemia, tenía afectado el hígado y necesitaba una cura de desintoxicación drástica. Al parecer llevaba semanas viviendo a base de alcohol, sin comer, rodando por las calles de noche. Por si no lo habías pensado, en Biarritz enero y febrero no son precisamente meses de tiempo agradable.
Lucrecia se detuvo para suspirar y observar mi reacción ante su historia. Comoquiera que yo permanecía impasible, prosiguió:
– Afortunadamente estaba en condiciones de firmar cheques y pudimos saldar todas las cuentas que tenía por allí. Después esperamos a que recobrara fuerzas suficientes para viajar y regresamos a Madrid. La llevé a que la vieran un par de médicos, que confirmaron el diagnóstico de los franceses. Me recomendaron un sitio en el que eran especialistas en su problema, o en su cúmulo de problemas. Y allí la llevé.
– ¿Dónde está ese lugar?
– Aparentemente en medio del desierto, pero tienen unas magníficas instalaciones. Es un pueblo de Soria cuyo nombre siempre olvido. Estoy tratando de hacer memoria, bueno, puede que no sea necesario.
Se levantó y cogió su bolso, Sacó una pequeña cartera de piel clara, hurgó en sus departamentos y mientras volvía a sentarse sacó de uno de ellos una tarjeta que me tendió por encima de la mesa.
– Sabía que guardaba una tarjeta. Puedes quedártela, si crees que te servirá de algo. Yo no volveré a utilizarla. Claudia era la única alcohólica que conocía.
– Ella sostenía apasionadamente lo contrario -dije, recordando nuestra conversación en el pueblo, un par de semanas atrás.
– ¿Cómo lo contrario?
– Ella negaba ser una alcohólica.
– Ah, ya. A nadie le gusta admitirlo.
– Yo la creía, en cierto modo. Un alcohólico lo es siempre, no intermitentemente, como ella.
– Me da la sensación de que nunca tuviste demasiada perspectiva, respecto a Claudia, quiero decir.
– Quién sabe -admití, sin ganas de defenderme-. ¿Cómo fue la desintoxicación?
– Bien, porque Claudia sacó en seguida a relucir su amor propio. Algún médico me comentó que rara vez había visto a nadie demostrar tanta entereza. Pero quizá lo dijo para que me escociera menos el dinero que él creía que me costaba la cura. En realidad el dinero era de Claudia, por supuesto, y poco me importaba si él se llevaba más o menos. De todos modos es innegable que su recuperación fue muy rápida. Apenas un mes después del desastre era una persona normal, o más todavía, volvía a ser Claudia. Bajaba con vestido de noche a cenar al comedor de la clínica y peleaba incansablemente con las enfermeras para que la dejaran dormir con un escandaloso camisón rosa. De pronto empezó a tratarme con una lejana frialdad, como si la importunara yendo a verla. Eso es algo curioso.
– ¿El qué?
– Que no recuerde una transición gradual entre el estado de ruina absoluta en que entró allí y el aire de desafío, casi de euforia, con que salió. Una semana después de verla desencajada, vomitando en la palangana, fui a verla y me la encontré impecablemente maquillada y vestida, impaciente por acabar el tratamiento. No puedo saber exactamente qué ocurrió, pero conocía a mi hermana y estoy segura de una cosa: alguna de sus habituales ideas fijas, en las que cifraba el fundamento de su vida para una noche o para una semana o para dos meses, había empezado a bullir en su cabeza
– Llegamos a un momento interesante -observé, torpemente-. Ayudaría que me dijeras cuanto sepas de esa idea.
Lucrecia me miró primero con lástima y luego con maldad.
– Lo único que sé de esa idea es que el único que puede saber algo eres tú.
Sonreí, pero no tenía ningún motivo. Débilmente, protesté:
– No era aquí a donde quería llegar. Si acudo a ti es porque yo no puedo ayudarme. ¿Qué quieres decir exactamente?
– No es complicado de entender, pero quizá sea largo explicarlo. Mi trato con mi hermana, desde el momento de su milagroso restablecimiento hasta que dejó la clínica, fue un tanto superficial. Poco pude captar de sus pensamientos íntimos. El día en que fui a recogerla para traerla de regreso a Madrid descendió a hacerme una confidencia bastante hermética. A ti esto nunca podrá importarte, me dijo, pero es extraño que cuando se sale del infierno no haya más razón para vivir que el deseo de volver a pecar. Y añadió: Lo único que consigue la penitencia es que desees cometer un pecado distinto del último, pero mejor si es uno que cometiste otra vez antes, uno que sea lo bastante antiguo como para haberlo olvidado y poder recordarlo ahora con curiosidad.
Sin gran mérito, empecé a entender. No la verdad, todavía, sino la mentira que por antojo de Claudia su hermana parecía creer la verdad.
– Nunca concedí importancia a las divagaciones de Claudia -continuó Lucrecia-, pero un viejo hábito me hacía retenerlas en la memoria para cuando llegara el momento de aplicarlas a interpretar sus aventuras. Desde que esa noche la dejé en su casa, un pequeño piso que le había alquilado y que ella sustituyó pronto por un suntuoso ático, hasta la noche en que la mataron, sólo hablé con ella tres veces, y las tres por teléfono. Es decir, el día que la traje de la clínica fue la última vez que la vi viva. Es un detalle que se destaca mucho en novelas y películas, pero que por mi experiencia no creo que destaque mucho en la realidad. Mi sensación de haberla perdido no llega hasta tan atrás, quizá porque la última vez que hablé con ella fue la misma noche de su muerte.
Ante aquel hecho inesperado procuré reprimir mi interés. Lucrecia, sabiéndose dueña de mis cinco sentidos, se demoró aún en algún pormenor secundario para hacer crecer mi expectación.
– Las otras dos veces que hablé con ella por teléfono -explicó- intercambiamos preguntas rutinarias e informaciones no menos rutinarias. Esto en mí suponía asuntos indignos de ser siquiera mencionados, pero en Claudia se traducía en su ático, su todoterreno y un ingeniero industrial negro que con sus dos metros había resultado ser formidablemente impotente. Yo creí que Claudia retornaba a sus pasatiempos y que sólo si los acontecimientos volvían a desbocarse resurgirían los problemas. No era improbable, pero me consideré excusada de preocuparme inmediatamente. Tampoco podía detenerla. Mi única posibilidad era esperar a que cayera para recogerla otra vez del barro. Mientras tanto era mejor quedarse al margen.
Lucrecia hizo una pausa para cerciorarse de que su maniobra de distracción había logrado ponerme nervioso. En ciertas cosas era idéntica a su hermana. También Claudia se imponía el cumplimiento de ritos preparatorios para acometer acciones que no los necesitaban en absoluto.
– Pero esa última noche -continuó, apartando de mí los ojos- nuestra conversación telefónica se alejó bastante de la rutina. Noté en su voz que algo la intranquilizaba, y en sus palabras el eco de un confuso peligro. Me dijo que las cosas no iban bien, que creía haberse equivocado. Le pregunté qué era lo que no iba bien, en qué se había equivocado, y me respondió con evasivas. Luego empezó de repente a hablarme de ti. Me contó que te había visto y que seguías loco por ella. Esta última confidencia pareció animarla, pero en seguida volvió a ponerse seria y se quejó de que te habías portado de un modo decepcionante. Yo no sabía qué creer y qué no, porque este tipo de charla siempre era en Claudia muy poco de fiar. Sin embargo, noté claramente que en aquella ocasión había algo más que el juego casi infantil de siempre. A continuación se entretuvo en una serie de incoherencias que apenas entendí y no puedo recordar y al final, como el resumen de todo, dejó escapar un insólito lamento. Acaso merezca estar siempre sola, murmuró, porque ya no pueden creerme y no me tienen más que miedo. Después de eso me dio las buenas noches y colgó.
En mi cabeza se agolpaban diversos pensamientos alarmantes y temo que a mi cara asomó una indisimulada expresión de desconcierto.
– Creo que ahora queda explicado por qué creo que tú sabes mejor que nadie cuál era la idea de Claudia -pronunció cada sílaba, paladeando su triunfo-. Tú la viste después de la última vez que estuvimos juntas. Quizá fuiste uno de los últimos que la vieron viva.
No sabía cómo decir lo que tenía que decir. Aquella mujer era una insensata, una retrasada mental o una especie de hechicera capaz de leer la voluntad de quienes se cruzaba. Decidí acercarme por el borde más exterior:
– ¿Le has contado esa última conversación telefónica a la policía?
– Por supuesto.
– ¿Tal como me la has contado a mí?
– Sin omitir nada. Soy una funcionaría pública y debo comportarme como una ciudadana ejemplar.
– Magnífico. ¿Y qué te preguntaron de mí?
– Tu apellido, todo lo que supiera.
– ¿Y qué les dijiste?
– Que ignoraba tu apellido, que no sabía dónde vivías y que eras un amigo de mi cuñado. Entonces me preguntaron a qué te dedicabas y contesté que a los mismos negocios que él, según tenía entendido. No me preguntaron más.
No pude evitar pensar en voz alta:
– Bien. Es suficiente para que me busquen como sospechoso de asesinato pero no tanto que no pueda llevarles un par de semanas encontrar un buen rastro que seguir. Afortunadamente les diste una pista falsa y tienen que averiguar primero que hace años que no me dedico a esos negocios.
Lucrecia me observaba como si todo aquello no la afectara lo más mínimo.
– En cualquier caso -añadí, por si reaccionaba-, esas dos semanas han pasado ya, así que es posible que ya estén sobre la pista buena. A partir de ahora tendré que usar un nombre supuesto. Tendré que darme prisa para hacer tres o cuatro cosas que necesitan del auténtico. Sólo tengo una duda.
Lucrecia tardó un segundo en percatarse de que me dirigía a ella.
– ¿Cuál? -preguntó.
– Tus motivos para hablar tan tranquilamente con un sospechoso de asesinato.
– Ah, no tiene mérito. Puede que ellos sospechen de ti. Yo no.
– ¿Tú no? ¿Y qué te hace estar tan segura? No me conoces. Ni siquiera sabías que llevo años fuera de todo esto.
– Claudia me habló mucho de ti. Desde luego que sabía que hace diez años que te marchaste, aunque ella no me dijera adónde. También sé por qué te fuiste. No eres el hombre que podría violar a mi hermana.
– Me admira la fe que tienes en tu intuición -gruñí, mientras la duda acerca del grado de conocimiento que Lucrecia pudiera tener de las razones de mi retiro me provocaba un indeseable sonrojo-. Si yo fuera el asesino podrías pagarla muy cara.
– Me seguiste por los pasillos andando tan despacio como se me antojó obligarte a hacerlo. Esperaste dos minutos antes de entrar en mi despacho. Los violadores son impacientes.
– No puedes convencerme con eso.
– Resultas muy gracioso. No es a ti a quien debe convencer.
– Que me maten si te entiendo. Si no creías que yo era el asesino, ¿por qué dejaste que la policía lo creyera?
– Yo no les sugerí nada. Sólo respondí a lo que me preguntaron. Además, lo que sirve para mi propio gobierno puede no servir a los fines de la policía, ¿no crees?
– Creo que no te das cuenta de cómo es este juego que estás jugando con tanta despreocupación.
Lucrecia se puso en pie y, súbitamente airada, repuso:
– Mis preocupaciones son asunto mío. Si no vas a violarme o a estrangularme para demostrarme lo imprudente de mis intuiciones, me permito informarte de que tengo algunos asuntos que despachar. Me parece que he atendido a tu solicitud de información más allá de lo que me puedes exigir.
– Está bien, ya me voy. Si vuelve a verte la policía intenta imaginar alguna posibilidad intermedia entre encubrirme y ponerme las esposas.
– Contestaré a lo que me pregunten, simplemente. Y dudo que se interesen por nada de lo que hemos hablado hoy. En último extremo, puedo considerar la posibilidad de mentir. Me da que eres un tipo que necesita ayuda.
– Gracias. Te enviaré flores, por la molestia.
– Ni orquídeas ni rosas. Recuérdalo.
– Seguro.
Lucrecia me sonreía con un aplomo portentoso, en las fronteras de la alienación, que ahora identificaba como un rasgo de familia. Vacilante entre el encantamiento y el pánico de depender en cierto modo de ella, me levanté y retrocedí hasta la puerta. Antes de salir Lucrecia me dedicó un extraño cumplido:
– Si hubiera podido elegir entre dos delincuentes, te habría preferido a ti como cuñado. Habría intentado seducirte, para destruir vuestro matrimonio y salvar a Claudia. Con él me daba demasiado asco, pero contigo podría haber habido placer.
– Imagino que ése es el tipo de cosas que piensas mientras te lavas los dientes.
– No forzosamente.
– Volveré a buscarte si te necesito. Aunque sea una locura.
– Por favor.
Recorrí penosamente los pasillos y todavía aturdido bajé en el ascensor, devolví mi tarjeta roja al guardia de seguridad, ignoré su frase amistosa y llegué hasta la calle. Cinco minutos después conducía mi veloz coche de alquiler por el Paseo del Prado, tratando de establecer prioridades para aprovechar lo que quedaba de mañana.
Había varias gestiones insoslayables, y a ellas me puse sin demorarme, en parte para proteger mi cerebro de las imprevisibles cavilaciones en que podía precipitarse a propósito de Lucrecia. Tuve tiempo de llegar a otros dos de mis bancos y de sacar de ellos cantidades importantes para resistir los malos tiempos que se avecinaban. También ordené un par de transferencias, para ir moviendo poco a poco los fondos hacia mi cuenta en el extranjero. Yo no había ideado una compleja estrategia de dispersión financiera como la de Pablo, tampoco disponía de tanto dinero como él, pero siempre había tenido presente que podía llegar el momento de quitarse de en medio y que había que estar preparado para esa eventualidad. Hacía tanto tiempo que no efectuaba más operación bancada que comprobar sin gran detalle los intereses abonados según los extractos que me enviaban, que me resultó casi fatigosa aquella acumulación de transacciones. Pero debía apresurarme a mover lo más posible en uno o dos días, porque pronto no podría ni siquiera utilizar la tarjeta de crédito que había solicitado aquella misma mañana, a menos que quisiera dejar un reguero de señales que alguien sabría leer en mi perjuicio.
La última gestión de la mañana fue acudir a uno de los más reputados especialistas de la ciudad para que me preparara varios documentos de identidad falsos. En menos de una hora, tenía en mi bolsillo cinco posibilidades distintas de registrarme en cualquier hotel o alquilar cualquier apartamento sin necesidad de usar aquel nombre que mis padres me habían dado y que ahora era un contratiempo más. El falsificador cobró caros sus servicios, pero como él mismo dijo, para aliviarme en el trance del desembolso, un profesional audaz sólo puede utilizar herramientas de primera clase. Si bien yo no era un profesional, no podía descartar que necesitara obrar con audacia.
Por la tarde me mudé a un edificio de apartamentos en el norte de la ciudad. En la pensión había dado mi verdadero nombre y además no era un buen barrio para aparcar el coche. Aunque al día siguiente pensaba devolverlo, porque también lo había alquilado con mi nombre, tendría que reemplazarlo y no iba a conformarme con medianías. Elegí aquel edificio porque, según me informó el recepcionista, tenía garaje y estaba medio vacío. La zona también era apacible. Creo que la mayor parte del vecindario se dedicaba a la prostitución de alto nivel. Mejor así. Prefería vivir entre gente sin raíces.
Al caer la noche salí a cenar y a dar un paseo por la Castellana. Discurriendo despacio entre las terrazas, ansiosamente dispuestas y ocupadas con los primeros calores, me crucé con no menos de cinco muchachas parecidas a la joven Claudia que había conocido y un par de mujeres similares a la última Claudia y a la más grave y no obstante afín Lucrecia que acababa de conocer. Aquél era su mundo, allí habían ido mil veces, Claudia disfrutando sin escrúpulos, Lucrecia silenciosamente sublevada, pero sin poder negar que era una de ellos. Yo caminaba por allí sin detenerme, sin concebir siquiera la posibilidad de sentarme. Yo no pertenecía a aquella multitud resbaladiza ni pretendía jugar su juego de mecánicas incitaciones.
Al final del Paseo, sin embargo, atrajo mi atención una rotunda adolescente de dieciocho o diecinueve años. No fue su indumentaria, que la escondía tan poco como a otras cien que había visto antes. Tampoco fue la intrincada y reluciente musculatura de su abdomen, que me avergonzaba por el flojo abultamiento del mío: esa misma vergüenza me la habían causado otras treinta o cuarenta implacables gimnastas a lo largo del Paseo. Fue, más que otra cosa, el dulce gesto de asombro con que inopinadamente me distinguió entre los habituales de las terrazas. Desde luego que creí haberla visto antes, que en un segundo indefenso juré haberla amado incluso. Pero no podía ser nada de aquello que yo barajaba lo que a ella le hacía mirarme así, porque yo sólo podía haberla amado hacía veinte años y entonces ella no había nacido. Aquella muchacha no me había visto jamás, y era precisamente por eso, porque no sabía quién era yo ni qué hacía allí, por lo que me sonreía. Reconocí la valentía y la eterna belleza de las muchachas, como tantas otras veces en que se había encarnado ante mí. Y para mis adentros, indeciso entre el sarcasmo y la autocompasión por mi piel erizada, musité:
– Venga, dilo, viejo inútil. Mientras exista una mujer hermosa, habrá poesía.
Pensaba confusamente en Lucrecia y admití sin sofisticaciones estar desviándome de mi camino, cualquiera que éste fuese.