14 .

Quiero que lo hagas tú

No había demasiado tráfico, así que atravesé la ciudad por el mismo centro. Recorrí a toda velocidad las amplias avenidas de mi memoria, sin tiempo ni inocencia para creer que eran o habían sido mi hogar. Pasé por Recoletos, bajé por el Paseo del Prado y torcí a la izquierda en Neptuno, dejando atrás la quieta soledad del dios marino y a la derecha la fachada Norte del museo. Superé los Jerónimos y bordeé el Retiro hasta su límite meridional, atisbando antes de rebasarlo una fugaz e irreal imagen nocturna de la calle que sube hacia el Ángel Caído. Temiendo que aquel trayecto hubiera perjudicado mi resolución y comprendiendo borrosamente que nunca más lo repetiría, aceleré hasta Atocha y desde allí me dejé ir hasta la autopista de circunvalación.

Mientras avanzaba junto al curso del río, negro y exiguo, empezó a sonar en la radio del coche la melodía inútil de una canción de moda. Atrapado en sus notas y en las de las que siguieron, nada encontré que me persuadiera de dominar el arte que mis manos deseaban ejecutar aquella noche. Era un advenedizo, un extranjero en la epopeya ciega y descabellada en que había desembocado mi existencia. Estaba desarmado, pese a mi vieja Astra y al nueve largo de Ramírez. Estoicamente pensé que la facilidad con que había despachado a Jáuregui no la tendría con Lucrecia. Podía entretenerme hasta el infinito calculando sus ventajas. Pero preferí parapetarme tras la alentadora suposición de que también a ella la había engañado Pablo.

Aquella suposición derivaba, sin excesiva inseguridad, del hecho incuestionable de que Pablo se había complacido en premeditar las acciones de todos al margen de la voluntad de cada uno. Aunque me faltaba desentrañar ciertos secretos relevantes de la trama, lo que conocía o presumía me bastaba para apostar que ni Claudia, ni el padre Francisco, ni Jáuregui, habían sospechado a qué conducían sus actos amañados por Pablo. Mucho menos lo había sospechado yo, pero en el límite no podía estar más que Lucrecia. Ella, a quien sin duda se le había confiado la parte más importante, era quien más extraordinariamente debía ignorar el por qué de sus maniobras. Ese era el estilo de Pablo, y también formaba parte de él el que ahora yo, el más desprevenido, pudiera afirmarlo con relativa desenvoltura. Sin embargo, esta única superioridad que detentaba sobre ella no era una victoria mía, sino un regalo envenenado de quien me había obligado a estar allí. Por momentos no sabía si podía aceptar alguna sensación o idea como propia, y no como el remoto efecto de cualquier instante de la febril predicción de aquel muerto.

Ya en las inmediaciones de la casa de Lucrecia recordé súbitamente que me buscaba la policía y que el edificio podía estar vigilado. Aquello no iba a detenerme, porque por encima de todo tenía que vérla, pero aconsejaba adoptar algunas precauciones. Aparqué lejos y me acerqué al bloque por la parte de atrás. Arriesgando más o menos mi integridad conseguí trepar a una terraza del primer piso, desde la que no me costó mucho pasar a la ventana de la escalera. Ya era noche cerrada y pude hacerlo sin ser visto. Tomé el ascensor y subí al piso de Lucrecia. Llamé al timbre. Si no estaba tendría que arreglármelas para forzar la puerta y esperarla dentro. Podía venir o no venir, porque hubiera huido o porque la hubiera detenido ya la policía. Si estaba, me abriría. No la imaginaba teniéndome miedo.

Oí unos pasos y al momento el ruido del cerrojo al descorrerse. Lucrecia llevaba una bata fina y unas sandalias abiertas. Tenía el pelo recogido y la cara pálida. Me miró con la calma de quien no tuviera nada que ver con lo que había ocurrido desde nuestro último encuentro.

– Has tardado en venir -dijo-. ¿Qué te ha entretenido?

– ¿Preguntas para que te responda o es sólo la rutina de fingir?

– Ven, luchemos dentro. Los vecinos son gente de poca imaginación.

Entré, sintiéndome medido de arriba abajo por su mirada impertinente. Al pasar junto a ella noté que olía a ducha reciente y a colonia fresca.

– Ha sido una tarde larga -explicó-. Si te asomas con disimulo a esa ventana podrás ver abajo un coche azul. Dentro hay dos policías. Llevan ahí desde las cuatro, más o menos. Este mediodía alguien encerró a un compañero suyo en el trastero que hay abajo, en el portal. Apenas me lo contaron me puse a vigilar la calle hasta que les vi hacer el relevo. Desde entonces no se han movido de ahí. ¿Cómo has conseguido pasar sin que se enteraran?

– Tenía demasiadas ganas de verte.

– Ya me estás viendo.

Se sentó en el sofá y cogió de la mesa una taza que estaba a medias. Tomó un par de sorbos, con la mirada perdida en el vacío. Tenía exactamente la misma forma que Claudia de juntar las rodillas al sentarse. Algo relacionado con el Liceo francés, deduje sin afán de acertar.

– Estaba tomando té -informó-. No tienes cara de tomar té, pero si quieres otra cosa tal vez pueda dártela.

– No te molestes por mí.

– De acuerdo.

Me senté frente a ella y estuve contemplándola en silencio durante medio minuto. Lucrecia mantenía sus ojos apartados de donde pudieran encontrarse con los míos, y gocé sin escrúpulos de la oportunidad de examinarla a mi antojo. Aquel pequeño cuerpo insolente permanecía quieto, ajeno a mi observación, esforzándose por parecer sereno e inmune. Pero advertí que su inmovilidad no era tanto desprecio como un modo de impedir fallos, no tanto indiferencia como resignación a que yo estuviera allí. Aguardé sin prisa, decidido a no ser yo quien la salvara de su momentánea vulnerabilidad. Abajo había un coche azul con dos policías, al otro lado de la ciudad Ramírez debía haber descubierto ya mi subterfugio. Pero de pronto me sentía otra vez invadido por aquella oscura especie de paz que me había ayudado a remitir sin titubeos a Begoña hacia la trampa que había dispuesto para su padre. Aquella paz cuyo origen era el presentimiento de que ninguna interferencia me impediría cumplir hasta el final mi lúgubre tarea.

– Bueno, ya está -habló al fin.

– Ya está, ¿qué?

– Ya no tienes preguntas. Viniste a buscar. ¿Qué te parece lo que has encontrado?

– Cuéntame mejor qué te parece lo que has encontrado tú, Lucrecia.

– ¿Lo que he encontrado? -rió, sin ganas-. Yo no buscaba nada. Yo estaba aquí y aquí sigo. Todo lo que quería hacer estaba hecho antes de que tú vinieras.

– ¿Por qué continuaste el juego, entonces?

– Yo nunca he jugado, ni contigo ni con nadie.

– Sí, creo recordar que eso ya me lo dijiste hace días. Entonces me mentías bastante. ¿Por qué he de creerte ahora?

– No decidiré eso por ti. ¿Qué vas a hacer conmigo?

– ¿Cuál sería tu preferencia?

– Ya discutimos demasiado ese asunto. No parecías muy partidario.

– Quizá no me interesabas lo bastante.

Lucrecia dibujó una sonrisa que oscilaba entre el desconcierto y la depravación.

– ¿Te intereso más ahora?

– Puedes jurarlo. El rojo te sienta bien. Es por la piel tan blanca.

– No esperaba que lo vieras así.

– No lo sabes todo de mí. Aunque he hecho de imbécil no soy absolutamente imbécil. Si lo fuera estaría ahora en cualquier callejón con la bala de algún pistolero de Jáuregui enfriándome los sesos. O en la comisaría, tratando de acusarte de todo. Pero estoy aquí, tranquilamente sentado mirándote. Y mientras yo disfruto de esa huesuda hendidura que se abre entre tus pequeños pechos, Jáuregui y la policía estarán entretenidos en la complicada tarea de entenderse.

Lucrecia se miró de reojo y dijo:

– ¿Crees que eres más fuerte por hablar de mis pechos?

– No me importa la fuerza. En estos días he visto catástrofes desencadenadas por el ser más débil que conocí. Y cuando las imaginó era más débil de lo que nunca había sido. Hablo de tus pechos porque un día soñé que hablaba de unos que quizá se les parecían.

– ¿Y qué otras cosas has soñado? Quisiera saber si podré estar a la altura.

– Seguro que sí. También soñé que comías del plato que dejaba Claudia.

– Eso no es muy ingenioso.

– Ni sorprendente, a estas alturas. Pero me gustaría saber una cosa. ¿Quién buscó a quién? ¿Fue Pablo quien te buscó para consolarse de ella o tú quien le buscaste para tener algo de lo que ella había tenido?

– Antes has elegido una de las dos teorías.

– He dicho que lo soñé, no que lo pensara.

– ¿Qué es lo que piensas, entonces?

– Pienso que Pablo necesitaba encontrar a alguien que estuviera todavía más loco que él. Alguien cuya locura no fuera sobrevenida como la suya, sino una especie de tara de infancia o de nacimiento. Alguien que le hiciera el trabajo que ni siquiera él quería hacer. Y pienso que lo encontró. Admito que de entrada me deslumbraste, Lucrecia. El primer día que te vi no sospeché ni una mínima parte de tu enfermedad. Igual debió de pasarle a él. Seguramente le cautivó de ti ese rastro desvaído de la belleza de Claudia. Eras como ella, aunque tu rubio fuera más impuro, tu piel más amarillenta, tu cuerpo más frágil y esquelético. Al principio se quedó con la similitud, pero poco a poco cayó en la cuenta de las diferencias y se preguntó por el motivo. Hasta que lo averiguó. Eras una especie de Claudia lisiada, de cuerpo y de espíritu. Donde ella era pródiga tú eras avariciosa, donde ella escapaba sin que pudiera retenerla tú te quedabas enquistada. Y comprendió que eras lo que le hacía falta. Sólo tenía que planear cómo utilizarte.

– Magnífico. Tienes una visión muy completa, para no haber estado allí.

– No tan completa. Me faltan algunos detalles esenciales.

– ¿Por ejemplo?

– Fechas. Sé que hace diez años Pablo no te conocía. Tú y lo que quedaba de tu familia le evitabais como a un apestado. ¿Cuándo os encontrasteis?

Lucrecia hizo como que no había oído. Se echó hacia atrás y adoptó un aire meditabundo. Después dejó la taza sobre la mesa. Suspiró y empezó a contar bruscamente:

– Hará unos tres años. Fue él quien vino a verme, y la primera impresión que me produjo fue lamentable. Era un tipo arruinado, harto de compadecerse. Conducía un deportivo caro y llevaba ropa de cretino. Le temblaban las manos y sus ojos envejecidos proclamaban que ya sólo le estimulaban las jugadas desesperadas. Se plantó en mi puerta, preguntó si sabía quién era y cuando le dije que sí, de mala gana, me invitó a cenar. Le di un portazo en las narices, pero dos minutos más tarde volví para espiar por la mirilla y vi que seguía ahí. Salí con él esa noche, y cuando desperté a la mañana siguiente estaba en mi cama, todavía borracho. No voy a explicarte nada sobre cómo y por qué sucedió. Sí te diré, por si confirma algún otro de tus sueños, que aquella noche Pablo me arrancó la ropa llorando, me golpeó sin dejar de llorar y al final se desplomó sobre mí. En cuanto conseguí despejarle le eché de mi casa, pero regresó por la tarde, obligándose a creer y a hacerme creer que estaba enamorado. Le traté a patadas durante un par de semanas. No le abría la puerta, le colgaba el teléfono, devolvía sus flores. Hasta que entendí que de aquel modo no me lo quitaría nunca de encima.

– Así que cambiaste de táctica. Te enamoraste de él.

– Nunca me he enamorado de ningún hombre.

– Desde luego. El amor es cosa de seres desordenados. ¿Qué hiciste, entonces?

– Le dejé acercarse, poco a poco, procurando que no confundiera. Por aquella época sólo buscaba a Claudia y lo hacía de una manera inmunda. Ella le desafiaba abiertamente y él no se atrevía a destruirla. Prefería huir creyendo que en mí Claudia estaba a su alcance, pero yo no nací para aliviar impotencias. A medida que le fui conociendo entendí que su única posibilidad era que alguien le ayudara a vencer la inferioridad que padecía frente a mi hermana. Aquel sentimiento lo ahogaba, lo disminuía moralmente tanto como aumentaba la violencia aparente de su comportamiento. Yo le había despreciado y todavía le despreciaba, pero se me ocurrió que podía ganar interés si algún día lograba salir de aquel estado miserable. Especialmente si tenía el valor de renegar de ella.

– ¿Y cómo lo conseguiste?

– Te costará imaginarlo. Tú sigues atrapado en el recuerdo de Claudia. Tu sensibilidad es incapaz de descender un solo centímetro por debajo de la superficie de la vida, y por eso morirás prisionero de la mujer que ella era a la perfección. Pero a él le enseñé a mirar debajo y a encontrar algo que no se agota en la posesión, ni tiene que escabullirse para mantener el encantamiento.

– Nunca he sido un místico, desde luego, si es a eso a lo que te refieres.

– Llámalo misticismo, si te parece. No es del todo inexacto, aunque te limites a expresar una parte muy pequeña de su significado. No importa el procedimiento, sino la convicción.

Lucrecia había recobrado paulatinamente su presencia; el fulgor despótico de su mirada y los movimientos ásperos de las manos, el descuido de las piernas y la inquietud de su cuello. Ahora su cabeza permanecía adelantada, en actitud de conquista. Hablaba con seguridad y rapidez, sin ocuparse de traducir excesivamente sus pensamientos. Yo en parte la comprendía y en parte la adivinaba, sin demasiada certeza acerca del sentido último de sus palabras.

– ¿Cuál es esa convicción? -pregunté, fastidiado por tener que tirar de los hilos que ella iba soltando.

– Que sólo es libre quien ejercita a conciencia su maldad. Pablo había practicado dos corrupciones de este principio, que por imprecisas resultaban tan equivocadas como el amor al prójimo. Una era el ejercicio aleatorio del mal, al que dedicaba buena parte de su actividad cotidiana. La otra, la que había usado en su venganza contra Claudia y contra ti, era el ejercicio incompleto. La primera no le servía de nada porque no era dueño de sus resultados; la segunda, porque no era más que una renuncia disfrazada de acción.

– Me cuesta seguirte -protesté-. Necesitaría algún hecho. Algo que vea o toque.

– No puedo ser grosera sólo para complacerte. Conmigo Pablo aprendió a hacer el daño que deseaba hacer. No el que le salía al hacer otra cosa o al reprimir sus verdaderos impulsos. Le enseñé a disfrutar del dolor que yo le causaba y a causarme el dolor que podía hacerme disfrutar. Así supo que el dolor inteligente une a la víctima y al verdugo en el placer. Le hice bajar al infierno de los excesos conscientes, le ayudé a bañarse en el fuego y el fuego le limpió. Recuperó la pureza y se vació de sus anteriores humillaciones. Dejé que se hundiera en mí hasta olvidarla a ella, y cuando estuve bien segura le permití regresar al exterior para que pudiera destronarla.

Hablaba con demasiada soltura para estar improvisando. Mis hipótesis zozobraban ante su extraña firmeza, pero no podía dejar que se apoderase de la situación. Tenía que defender, aunque fuera a la desesperada, la interpretación que había traído conmigo. Puse mi más convincente gesto de lástima y, secamente, objeté:

– Pero él tenía sus propias ideas.

– ¿A qué te refieres?

– Cuéntame cómo fue que Claudia cayó y que tú triunfaste, Lucrecia. Cuéntame por qué Pablo eligió una muerte apresurada en lugar de seguir disfrutando del dolor que os traíais a medias -y aunque desconfiaba de mis palabras, añadí-: Dime cómo fue que todas tus enseñanzas él las puso al servicio de una trampa en la que tú sólo eras una pieza más. ¿Por qué empleó sus últimas fuerzas en vengarse de nosotros y no quiso sobrevivir para ti?

Lucrecia me miró con estupor. Después rió y dijo nerviosamente:

– Debí prever que no entenderías nada. Pablo me entregó su vida. Yo le salvé y él me dio lo único que le quedaba. Por eso inventó lo del cuadro. Los dos juntos pensamos la trampa, en todos sus detalles. No era necesario que él muriera realmente, pero quiso ir hasta el final. No tenía que sobrevivir para mí. Sabía que yo nunca podría amarle.

– El cuadro no era una invención. Existe y lo dejó donde yo pudiera encontrarlo.

Lucrecia reiteró su risa, esta vez casi una carcajada. La gastó durante unos segundos y luego la cortó de golpe.

– Qué salida tan ingenua -juzgó fríamente.

– No necesito que me creas. Lo tengo abajo, en el coche. Sólo es un lienzo enrollado de metro y medio, pero vale más que todo lo que me has contado.

Sus pupilas se dilataron con un brillo malicioso.

– ¿Has desenrollado esa tela?

– No.

– Entonces no sabes si es La música de Klimt.

– Ni tú tampoco -aventuré, para probar sus cartas.

Bajó lentamente la cabeza, respiró, supo estar impasible.

– Tal vez no lo sepa -dijo-, pero sé otras cosas que me ayudan a suponerlo.

– ¿Por ejemplo?

– Yo soy la responsable de la última resurrección del cuadro.

– ¿De qué estás hablando?

– Pablo difundió hace un año que lo tenía. Le mataron, pero nadie lo encontró. Algunos alimentaron la obsesión, pero las obsesiones también se enfrían. Hace un par de meses, cumpliendo el encargo de Pablo, yo me ocupé de reavivar la hoguera. Sugerí a determinada persona que La música estaba en poder de Claudia.

– Así fue como lanzaste a Jáuregui contra ella.

– Lo único de lo que me costó convencer a ese estúpido fue de que yo no quería a mi hermana. Las mentiras se las tragó todas a la primera. En cuanto oyó hablar del cuadro se cegó. Ni siquiera discutió mi precio, que no era precisamente modesto.

– ¿También le convenciste de que fuera el más torpe de sus hombres quien vigilara a Claudia?

– De eso se encargó él solo. Yo me limité a decirle que no le hiciera daño. Mi único interés era que la siguieran. Claudia no era idiota y ya había recibido el aviso del fraile. No dudaba de que pusiera a quien pusiera tras ella se daría cuenta y correría a pedirte ayuda.

– Y también sabías lo que me pediría.

– Por eso el hombre de Jáuregui tenía órdenes de mantenerse a distancia sólo hasta que ella llegara a algún refugio secreto en la sierra.

– Siguiendo las instrucciones del fraile. ¿También él estaba al corriente?

– No había necesidad de que lo estuviera. Bastaba con que supiera repetirle a Claudia las instrucciones que Pablo había dejado para ella y con que estuviera atento para hacerlo si renacía la fiebre del cuadro. Que el padre se enterase de ese renacimiento con antelación, corría de mi cuenta.

– Comprendo que no te inquietaba que Claudia pudiera aceptar la fuga que Pablo le ofrecía en primera instancia, porque tú siempre la tendrías localizada y podrías darle el soplo a Jáuregui. Pero ¿por qué estabas tan segura de que ella haría exactamente lo que le había dicho el fraile para el caso de que la encontraran?

– Yo la conocía, Galba, al revés que tú. Le encantaba que se lo dieran todo hecho. Era perezosa y dispersa, y también sabía que estaría asustada. Había una posibilidad entre mil de que no lo cumpliera todo al pie de la letra. Además, tenía otra garantía: implicarte a ti. No esperaba que te quisiera, me bastaba con prever que tendría el capricho. Mi único temor era que fuera a buscarte antes de tiempo, sólo por jugar. Y en ese caso, no me habría sido difícil aprovechar de otro modo las circunstancias.

Lucrecia disfrutaba del instante moderando su orgullo, exhibiendo por momentos una suerte de fatiga por tener que entrar en el detalle de sus méritos. Ostentaba su triunfo sólo con las palabras, omitiendo los gestos y la sonrisa, como un artista simulando el tedio de haber producido una obra maestra.

– Y en cuanto yo quité de la circulación a aquel incauto -pensé en voz alta-, apareció Óscar. No entendía que trabajara para Jáuregui, pero lo que menos podía imaginar era que obedeciera tus órdenes.

– Jáuregui tampoco. La muerte de Claudia le desorientó, aparte de tener el efecto de ponerle más nervioso respecto al cuadro. Cuando apareciste me fue muy fácil convertirte en su objetivo. Le reproché que te hubiera dejado marchar y te inculpé del asesinato de mi hermana. Luego no tuve más que decirle que habías venido a verme y que temía que pudieras hacerme algo. Cuando me llamaste y me diste tu dirección esperé un par de horas y se la di a él. Noté que sospechabas de mí y quise proporcionarte motivos. También tenía ganas de ver cómo resolvías el problema, si es que lo resolvías. He de admitir que no lo hiciste mal. Pero Óscar seguía allí.

Sentí que la sangre me quemaba en las venas y que las piernas me flaqueaban. No estaba seguro de querer escuchar aquella parte de la verdad. Fue Lucrecia quien preguntó:

– ¿Quién era aquella mujer? ¿Una antigua novia? Qué error el tuyo, yendo a verla.

– ¿Por qué la mataste, Lucrecia? -mascullé.

– ¿Por qué no iba a matarla? Podía hacerlo sin esfuerzo. Fue una ocurrencia de Óscar, pero yo no me opuse, es decir, reconozco que la idea me atrajo en seguida. Sólo le exigí que fuera rápido, para que no te perdiera. Y el muy imbécil se empeñó en estrangularla. ¿Era eso previsible? No sé, tal vez me equivoqué autorizándole, después de todo.

Pareció dudar sinceramente durante un momento, pero después se encogió de hombros y concluyó, sonriente:

– Tampoco salió tan mal. Alfil por dama.

Contuve mi odio, porque no podía darle el gusto de exteriorizarlo justo en aquel instante. Lucrecia me miraba aguardando mi explosión, irónica e impávida.

– No parece que seas una buena jugadora de ajedrez -juzgué, despacio-. Aquel alfil ha resultado ser tu última pieza, y yo he podido utilizar todavía un par de peones.

– ¿Tú crees?

– Sé lo que te extraña. Calculasteis que yo iba a estar más solo que un perro, que nadie podría ayudarme. Pero hubo un par de cosas que escaparon a vuestros cálculos.

– Desde luego. Una de ellas fue que vinieras a verme al Ministerio. Había preparado un costoso encuentro fortuito. No lamento haber podido ahorrármelo. ¿Y la otra?

– Podría decir que la policía, pero no olvido que tú les diste mi nombre y que también pudisteis planear que ellos me estorbasen. Podría decirte que Inés, aun después de que la mataras, pero dudo que entendieras a qué me refiero. Me ceñiré a algo más evidente. Mi aliada imprevista fue la hija de Jáuregui.

– ¿También la hiciste tu novia? Y el neurótico de Jáuregui temiendo que la maltrataras.

– Sin ella no habría podido resolver quién eras. Al principio, cuando la policía vino a detenerme, creí que me habías denunciado tú. Te proporcioné mi dirección para comprobar si la policía volvía a visitarme y me encontré con dos tipos que entraron a tiro limpio en mi habitación y se dieron a la fuga. Tenía que pensar que los enviaba Jáuregui, pero ¿cómo podía relacionarte con él, si unas horas antes te consideraba colaboradora de la policía? Su hija me ayudó a atar aquel cabo. Te había visto en su casa. Desde ahí fue relativamente sencillo llegar hasta la verdad.

Lucrecia meneó la cabeza. Despectivamente, observó:

– Pobre Jáuregui. No manda ni en su casa.

Pero se quedó pensando, como si por su cerebro cruzara algo más interesante que lo que acababa de decir.

– La verdad -exclamó, escéptica-. ¿Y qué vas a hacer con ella, Galba? Tienes una verdad y una tela enrollada. La verdad es que he estado amargándote la vida desde que volviste y que Pablo lo planeó así. La tela puede ser la prueba de que Pablo también jugó conmigo, pero puede no serlo. ¿Adónde has llegado, y qué tienes para vengarte de mí? Puedes sacar esa pistola que escondes y pegarme un tiro, pero eso no va a consolarte de nada. Lo has perdido todo, y yo he logrado todo lo que busqué. Todos están muertos. Claudia, Pablo, incluso esa Inés que cometiste la equivocación de descubrirme. Yo he perdido a Óscar y a Jáuregui, y con ellos la oportunidad de liquidarte. Pero, bien mirado, ¿no es un cadáver esto que ahora tengo enfrente? Has sido un bobo arriesgándote para venir aquí. Me recuerdas a un joven policía que me espiaba testarudamente, ciertas tardes en las que sólo iba al parque a darle pan a las palomas. A los dos os falta talento para atraparme.

La observé con una mezcla de rencor y admiración. Por primera vez me parecía netamente hermosa. Pero yo estaba allí para aniquilarla. Tratando de no extraviarme, discurrí para ella:

– Hay algo que no comprendo de todo esto, Lucrecia. ¿Por qué te complicaste tanto? Una vez muerto Pablo, no tenías más que ordenarle a Óscar que se cargara a Claudia. En cuanto a mí, fueran cuales fueran tus razones para eliminarme, habría sido fácil hacerlo en el balneario. ¿Para qué organizar el resto del carnaval?

– Era indispensable. Óscar sólo cumplía mis órdenes en cuanto que se ajustaban a lo que le había pedido Pablo antes de morir. No podía prescindir de toda la liturgia. Pero tampoco lo habría hecho si hubiera podido. Tenía cierta curiosidad por conocerte.

– Comprendo. Supongo que esa curiosidad era lo que te inspiraba la otra tarde. ¿Qué habría ocurrido si hubiera aceptado alguna de tus insinuaciones?

– Nada que no pueda ocurrir ahora, si te quitas de encima ese triste disfraz de justiciero. Piensa un poco, Galba. Ahora no tienes nada. Eres pobre pero también eres libre. Tal vez merezca la pena probar. No puedes jurar que no va a gustarte.

Me puse en pie y caminé hasta el otro extremo de la habitación. Examiné los cuadros que había en la pared y enderecé alguno. Después regresé hacia ella. Esperaba paciente mi respuesta a su sugerencia. Sonreí y le dije:

– Vamos a ir a dar una vuelta. Será mejor que te vistas. Elige ropa cómoda.

– Olvidas que hay dos policías abajo.

– Por eso te digo que te pongas ropa cómoda. Vas a tener que saltar desde una ventana y correr.

– Supón que no me muevo de este sofá.

– Te mataría ahí mismo y nunca sabrías a dónde te habría llevado.

– ¿Merecerá la pena saberlo?

– Quizá. Date prisa. Ya hemos gastado mucho tiempo. En cualquier momento pueden echar abajo la puerta. No creo que quieras ir a la cárcel.

– Quizá no -dijo, levantándose. Pasó rozándome y anduvo con un armonioso contoneo el trecho que había hasta la puerta de su dormitorio. Antes de cerrarla tras ella se cercioró de que había estado mirándola irse.

Sentí un nudo en la garganta. Ahora tenía menos de un minuto para afirmar en mi alma y en mi mano la fe y la rabia que debían moverlas. Antes de un minuto el paso estaría dado y ningún titubeo sería admisible. Invoqué a todos aquéllos por quienes iba a hacerlo. Por Inés, irreal y melancólica. Por Claudia, en quien se había torcido mi vida. Incluso por Pablo, que había padecido el destino de morir desquiciado y solo. Creí o soñé que todos estaban conmigo en aquel penúltimo segundo, a pesar de las traiciones y el desastre. Creí, en fin, y embriagado de nostalgia y confusión, abrí la puerta.

Lucrecia estaba erguida ante el espejo. La bata había caído a sus pies. Apenas se sorprendió al verme entrar. Apenas se movió. Me dejé gobernar por la memoria y ella decidió que recitara:

– Lesbos, tierra de cálidas y lánguidas noches. Enamoradas de sus cuerpos, las muchachas de ojos profundos se acarician ante sus espejos.

– Lesbos, ierre des nuits chaudes et langoureuses -tradujo ella, plácidamente.

– Sabía que habrías leído a Baudelaire. El francés suena en tu voz casi tan bien como sonaba en la de Claudia.

– Maldito cabezota -protestó-. ¿Todavía preferirías que fuera ella quien estuviera desnuda ante ti?

– Naturalmente -repuse, mientras me quitaba la chaqueta.

Abrió la cama y se tumbó sobre ella, desafiante y altiva. Presenció con displicencia la oscura ceremonia de mi desvestimiento. Cuando terminé me tendió los brazos sin dulzura, viciosa y cruelmente. La contemplé durante medio minuto para que me creciera el deseo. A su manera era limpia, hechizante. Aquel cuerpo frío, escarpado. Sus pequeños pechos terminaban en unos pezones pálidos y puntiagudos. Su esqueleto se marcaba como una promesa de dureza en todas las orillas de su piel. Avancé sin prisa dejando que me midiera y tal vez me despreciara. No me daba vergüenza, no tenía miedo. Me concentraba en ser capaz de llegar hasta el final, simplemente, y para ello me empeñaba de un modo casi mecánico en hacer el catálogo de las venenosas delicias con que ella podía tentarme.

Me abrazó como las bridas abrazan al caballo, clavándome las uñas, los codos, los muslos. Su barbilla se afianzó en mi hombro y empezó a emitir sonidos ahogados y precariamente humanos. Me acometía con saña, como si quisiera aplastarme desde abajo. Tenía mucha fuerza, pero aunque yo era viejo y hacía años que no realizaba más ejercicio que mover ancianos para limpiarlos, seguía siendo un hombre y era más fuerte que ella. Comencé a devolverle los golpes, a apretar su estrecha caja torácica hasta sentir que sus pechos desaparecían y la tensión de sus brazos aflojaba. Noté que le faltaba el aire, porque los ruidos que salían de su boca también se apagaron. Insistí hasta que estuvo doblegada y casi exánime, pero ella no me pidió que me detuviera. Entonces me incorporé y apoyé mis manos en su garganta. Aunque no eran tan grandes como las de Óscar, sobraban para partir la tráquea que había en aquel delgado cuello. Coloqué los pulgares sobre ella y oprimí con el resto de los dedos sus clavículas. Por los ojos de Lucrecia atravesó un destello de excitación. La dejé dudar momentáneamente si aquello no era el final, pero terminé explicando:

– Vamos a hacerlo así. Si me parece que no pones interés apretaré con todas mis fuerzas.

Lucrecia sonrió y se preparó, con docilidad. En aquel instante yo tenía que luchar contra el recuerdo de todas las mujeres sin rostro ante las que había fracasado. Pensé que ella no era una mujer, que aquello no era un acto de amor, ni de piedad, ni de lujuria, ni de cualquiera de las cosas que lo hubieran justificado en otras ocasiones. Aquel cuerpo era el emblema de cuanto me había herido: era Pablo trastornado, ajustando los detalles de la trampa que había provocado tanto daño inútil; era Claudia arruinándome la juventud, corrompiéndome la lealtad; era yo, que no había sabido esquivarla; y era ella misma, Lucrecia, intrusa absurda en nuestro infortunio. No experimenté más placer que el de constatar que el vigor que había podido creer imposible no me abandonaba. Entré en aquel templo de dioses áridos y no me importó que estuviera helado y anegado de niebla. Reiteré mi ataque una y otra vez, ignorándola, enfrentándome no a lo que ella quería ser sino a lo que mi odio había decidido que fuese. Cuando supuse que podía estar en sazón, me sometí a la prueba definitiva. Vividamente, la sonrisa de Claudia mientras Óscar me ultrajaba se dibujó en mi pensamiento. Redoblé mi furia, y con el júbilo más negro que jamás he sentido advertí que aquella sonrisa ya no podía debilitarme. Lucrecia empezó a temblar, pero no paré hasta que gritó que lo hiciera. Entonces solté su cuello, me incliné sobre ella y la besé en los labios. Después, le susurré al oído:

– Te quiero, Claudia. Ahora estamos en paz.

Sabía que aquello la humillaría. Me empujó, tratando de separarse. Pero yo aguanté hasta que se cansó de intentarlo. Con su voz más brutal exigió:

– Suéltame, cerdo.

Me incorporé y disfruté viendo su cara todavía sucia de placer y ahora inundada de ira. Era pequeña, débil, equivocada. Si acaso lamenté que fuera tan poco, por lo que decepcionaba mis expectativas. Tenía que conformarme con ella y en cierto modo me desalentaba la perspectiva de rematar la tarea que me había llevado allí. Pero no podía dejar nada por hacer.

Me levanté y fui hasta la silla sobre la que había puesto mi ropa. Me vestí rápidamente. Luego cogí mi Astra y pasé el dedo por su cañón frío y liso. De pronto me poseía una mortal indolencia, deseaba estar ya lejos de allí. Me volví hacia ella. Se había sentado sobre la cama y me observaba con la barbilla levantada.

– Vas a hacerlo, después de todo -dijo.

– Tengo que hacerlo. Si ahora me voy de aquí y te dejo podrías tener un hijo mío.

– No te preocupes por eso. Mis ovarios no funcionan. La enfermedad tiene un nombre complicado.

– Era una excusa. Tengo que hacerlo porque soñé que lo hacía. Ya sabes.

– Tienes que hacerlo porque sigues sin entender nada.

– Es posible, Lucrecia. Pero ante la duda prefiero atender mis motivos y desoír tus consejos.

– Vas a estar muy solo. Todos los asesinos lo están.

– Hace tiempo que estoy solo. Diez o cuarenta años.

Sin bajar la cabeza, sin dejar de escrutarme desdeñosamente, reflexionó durante un segundo.

– ¿Sabes algo, Galba? -sonrió, perversa-. Pablo era mejor que tú, en todos los aspectos. Tenía encanto, imaginación, en fin, cualidades. Sólo le sobró enredarse en Claudia. Tú, en cambio, encontraste en ella tu destino. Tu desgracia es que siempre pasas por los sitios después que él. Su recuerdo es más fuerte que tu presencia.

– No trato de seducirte. Voy a matarte, Lucrecia, y para eso no necesito ser mejor que nadie. Me basta con esto que tengo en la mano.

Caminé hasta ella. La tumbé de un empujón y me senté a horcajadas sobre su vientre. Cogí la almohada y se la puse sobre el pecho. Sus ojos de color indefinido estaban clavados en mí. Una náusea intermitente me desasosegaba el estómago.

– Hay algo que no sabes -dijo.

– Ya no te queda tiempo.

– Yo le maté.

– ¿Qué?

– Yo le pegué los seis tiros, con su propia pistola. La puso en la mano y me lo pidió. Quiero que lo hagas tú, me suplicó. Y lo hice.

Fue entonces, ante la torva complacencia que exhibía aquel rostro, cuando la luz penetró en mi conciencia y le infundió un sentido que tal vez no era justo, que acaso insultaba la realidad y que sin embargo resultaba demasiado intenso y exacto para que me cupiera o me quepa ahora otra cosa que acatarlo. Después del largo sendero de ruina que había tenido que recorrer, dejándome el pellejo y acumulando miserias, en la mirada de aquella mujer adversa encontré de pronto tendida la mano de mi amigo, no del que me había engañado y puesto en peligro, sino del que contra el seísmo de su razón había confiado en que terminaríamos juntos. Comprendí en qué consistía el juicio de Dios, y supe para qué estaba allí. Iba a matar a Lucrecia, pero no para vengarme de Pablo, como había estado creyendo, sino para vengarle. Los sucesos y las ofensas que nos habían separado se desvanecían, volvíamos a ser uno porque yo había llegado hasta allí para que su muerte no quedara impune, para destruir a aquella mujer en la que él, tendiéndole su arma, había decidido encarnar todo cuanto le había atormentado hasta el suicidio. Monté la pistola. Ahora tenía la razón y el derecho que ella había estado negándome. Regresaba al principio incontaminado de los tiempos, a cuando podía sentir bajo mis actos el fundamento de estar peleando por mi hermano. Recordé su primera carta: Lo que hagas, hazlo por ti. No podía culparle, porque ésos habían sido sus términos y cualquier inadvertencia o exceso que yo hubiera consentido era mi exclusiva responsabilidad. Ahora era plenamente consciente, y lo que venía a continuación iba a hacerlo por los dos.

Vacié el cargador contra la almohada, mientras a Lucrecia se le caían los párpados y se le mustiaba el gesto. Inevitablemente me acordé de mi abuelo, que también había matado a una mujer con aquella pistola, ochenta años antes, bajo una chumbera a medio camino entre Melilla y Monte Arruit.

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