Aquella mañana me levanté temprano. Me cercioré de que Begoña todavía dormía y me fui al cuarto de baño a meditar. Para ayudarme a buscar ideas, me llevé las cartas de Pablo. La que me había enviado a mí y la que le había enviado a Claudia. Las releí con cuidado, procurando no fiar nada a la memoria. Al cotejar una con otra surgían afinidades, como la superioridad de fantasma o profeta que exhibía en ambas, y divergencias, como la categoría de instrumento que mi persona adquiría en la carta a Claudia frente al papel de insustituible salvador que me adjudicaba en la que me había escrito a mí. Pero ni al coincidir consigo mismo ni al mostrarse doble me ofrecía Pablo ninguna pista que arrojara luz sobre el asunto que ahora me preocupaba. Había supuesto que tal vez hubiera dejado, en alguna de aquellas dos laboriosas cartas, claves ocultas acerca de la confabulación que le había llevado a la muerte, algo que yo hubiera pasado por alto antes y que ahora que había vinculado a Lucrecia y Jáuregui pudiera comprender mejor. Pero todo me parecía tan evidente y tan sentimental como la primera vez que había leído aquellas líneas. Mi carta ya no me conmovía como antes y la carta a Claudia seguía produciéndome una sensación de apresurada negligencia. Pensé que Pablo se había limitado a decir hasta el final, incluso con exceso, un par de cosas que no tenían mucho que ver con lo que yo estaba buscando, y que lo que callaba, que era lo que a mí me interesaba, lo callaba también completamente. Cuando ya estaba dispuesto a asumir esta hipótesis que descartaba cualquier fisura, tuve una súbita ocurrencia. Sólo estaba investigando un aspecto de aquellas cartas: su contenido. Pero Pablo había sido un peligroso partidario de otra cara de la vida: la forma. Incluso la había cultivado, con jactancia, hasta el vacío y el absurdo. Al llegar a este punto recordé un viejo truco de juventud que Pablo y yo habíamos utilizado al principio de nuestra amistad, antes de conocer a Claudia y de hacer todas las cosas que habíamos hecho después. Era un sistema para enviar mensajes secretos que consistía en tomar las primeras letras de cada párrafo. Pero no la primera de todos ellos, sino la primera del primero, la segunda del segundo, y así sucesivamente. La experiencia nos había hecho ver que éste sistema era más dúctil que el de usar necesariamente iniciales. Cogí papel y lápiz y lo intenté primero con mi carta. La falta de práctica me hizo cometer al principio algunos errores, pero una vez subsanados el resultado fue éste:
L U T R O O L M O B R R A I O
Aunque le di varias vueltas, en seguida me convencí de que con siete vocales sobre quince letras, siendo cuatro de ellas oes, y habiendo tres erres entre las consonantes, no podría formar nada medianamente lógico. Máxime cuando era obligatorio emplear todos los caracteres obtenidos, sin que sobrara ninguno. Así que probé con la de Claudia y salió lo siguiente:
M M G P A A O M O
Aunque dos aes y dos oes tampoco ayudaban, ahora el problema eran las tres emes. Como cualquier niño de cuatro años sabe, con muchas emes sólo se pueden decir memeces. Comenzaba a aceptar la posibilidad de estar explorando una vía insensata cuando me sorprendí intentando sobre la carta de Claudia el sistema inverso. Tomar no las primeras letras de cada párrafo, sino las últimas. Es decir, la última del último, la penúltima del penúltimo, etcétera. En un minuto tuve ante mí este anagrama:
Z I I M A A O R I
Al principio el resultado me desconcertó. Todo estaba equilibrado si uno prescindía de las tres íes. Tres consonantes y tres vocales a todas luces combinables. Pero tres íes en una palabra de nueve letras con otras tres vocales eran un despropósito. Al final de este razonamiento me aguardaba una deducción inexorable: las tres íes no formaban parte de la palabra. Las quité y en seguida saqué:
ZAMORA
Una ciudad o una provincia. Una clave demasiado genérica, una pista demasiado difusa. Pero las íes tenían que cumplir una finalidad. Entonces lo comprendí. No eran letras, sino un número. La clave era:
ZAMORA, III
Ahora tenía algo concreto. Zamora seguida de un tres dejaba de ser una ciudad o una provincia para convertirse en un punto. ¿Un número de una calle? Sólo había que comprobar si existía alguna calle con ese nombre en Madrid, lo que a primera vista no parecía nada improbable. Aún me faltaban varios pasos, pero desde aquel momento supe que había encontrado algo. Hacía muchos años, pero había jugado demasiadas veces a aquel juego de los párrafos y las letras. Era prácticamente imposible que saliera por azar algo que tuviera sentido. Y aquella clave era especialmente elocuente; con una asombrosa economía de medios transmitía una información exacta, y la inversión del método ordinario, es decir, tomar las últimas letras en vez de las primeras, resultaba reveladora en sí misma. Me sorprendía el descuido que había demostrado no intentando aquella comprobación mucho antes. Las cartas, y sobre todo la de Claudia, hallada en tan extrañas circunstancias, no podían limitarse a la función que con cierta superficialidad yo les había asignado. Había paseado de un lado a otro con la llave, aporreando como un obtuso las puertas cerradas que aquella llave podía abrir. Había conseguido guardar la calma cuando Begoña me había revelado la increíble conexión entre Jáuregui y Lucrecia, pero ahora que sospechaba que en Zamora 3 me esperaban nuevos descubrimientos no podía contener mi excitación.
Regresé al cuarto. El medio más sencillo para averiguar sin pérdida de tiempo si existía una calle Zamora y dónde estaba era utilizar el teléfono. Para ello debía ir junto a la cama en la que dormía Begoña, o mejor dicho, en la que había dormido. Porque cuando fui a coger el auricular su voz me detuvo:
– ¿Vas a llamar a mi padre?
– Creí que estabas dormida.
– Estaba dudando si seguir fingiéndolo, para escuchar lo que hablabas por teléfono.
– ¿Quieres levantarte?
– Si das tu permiso y me desatas, te lo agradecería. Ya sé que no es algo que deba confesar abiertamente una señorita, pero me estoy meando.
– Lo siento.
La desaté y me fui hacia la ventana. El sol ascendía, iluminando el monótono paisaje de la carretera. Me di cuenta de que había hecho algo incoherente y volví sobre mis pasos.
– Espera -le ordené, antes de que saliera del lecho.
– ¿Qué pasa?
– Toma -y le alargué su ropa-. Ponte algo.
– Me pareció que ibas a volverte de espaldas, como un caballero.
– Podrías ir hacia la puerta equivocada.
Begoña me miró con ostensible lástima y opinó:
– Hoy te has levantado ridículo, señor Galba.
Después retiró bruscamente el cobertor y se fue con la ropa doblada bajo el brazo hacia el lavabo. En cuanto cerró la puerta me acerqué hasta el teléfono. Marqué el número de Información y pregunté si existía en Madrid una calle Zamora. La operadora tecleó en su ordenador y me confirmó que en efecto había una calle con ese nombre. Pedí que me dijera en qué zona y me respondió que no disponía de ese dato. A continuación interrumpió la comunicación. No importaba. Ahora que tenía algo que encontrar lo encontraría.
Desayunamos en el hotel. Begoña estaba distante y silenciosa. Yo, en cambio, me sentía optimista y con ciertas ganas de vivir, al menos, hasta llegar al número tres de la calle Zamora. Mientras untaba mi tostada de mantequilla, traté de obligarla a hablar:
– ¿Has dormido bien?
– Estupendamente. Me encanta estar atada boca arriba. Sobre todo porque normalmente duermo de costado.
– Preferiría que no gritaras esas cosas.
– Preferiría que siguiéramos callados.
– No te entiendo, Begoña.
– ¿Qué no entiendes?
– No entiendo qué es lo que buscas. Si es escabullirte o que te suelte, pierdes el tiempo. Si es otra cosa, no tiene sentido. Soy un hombre casi muerto y no quiero jugar. Creo haber sido lo suficientemente claro al respecto.
– No tienes ni idea, así que no sirve de nada que sigamos hablando.
El buen humor me volvía dialogante. Sin reparos, la invité a que se explicara:
– Tal vez si me cuentas todo lo que no sé logremos comprendernos.
Begoña puso cara de haber visto un ovni.
– ¿Qué te has creído que es esto? -protestó-. Si te lo ganas lo tienes todo. Si no te lo ganas te quedas sin nada. Nada de nada. Esas son las reglas. Y tú no te lo has ganado.
– ¿Porque me acosté con Lucrecia? -mentí lentamente.
– Porque no eres diferente de ellos. Igual me da quien se salga con la suya. Lo que odio es estar en medio.
– Te equivocas, Begoña. Aunque para mí nada será mejor o peor si me crees o dejas de hacerlo, te equivocas.
– ¿Y tú qué sabes qué es lo que yo quiero?
– Desde luego no lo sé. Diría que normalmente te aburres y que viste una extraña oportunidad de diversión. No tuviste en cuenta mis advertencias y estuviste insistiendo hasta que te enteraste de que he caído en los brazos de una mujer detestable. Pero tu asombro es injustificado. Un tipo como yo sólo puede caer en brazos de mujeres detestables. A determinada edad, le tientan a uno más que las niñas que se aburren. O quizá la palabra no sea exactamente tentar.
Aunque ahora mis planes se dirigían principalmente a la calle Zamora, no despreciaba la posibilidad de sacarle algo interesante a Begoña. Para ello la estaba provocando acaso más allá de lo que la prudencia aconsejaba hacer en el comedor del hotel. Pero me producía un torcido placer mantenerla en aquel error que parecía hacerle daño.
– Ya veo que para ti sólo soy una niña tonta -dijo, con aplomo-. Ojalá pudieras ver con tanta claridad lo tonto que eres tú.
– ¿Y por qué no me lo enseñas, Begoña? ¿Qué tienen Lucrecia y tu padre a medias?
– No vas a conseguirlo, hombre devastado. Tendrás que descubrirlo por ti mismo. Yo no estoy de tu parte.
– Begoña.
– Deja de decir mi nombre. Me fastidia cómo suena en tu voz. -Sus palabras eran de ira, pero las pronunció con absoluta calma.
– Nunca me he acostado con Lucrecia.
– ¿Al final no quiso?
– Desde el principio no quise yo.
Ya que mi anterior táctica había fracasado, ensayé, aunque sin mucho empeño, la opuesta. Si no podía sonsacarla mediante la provocación, siempre cabía la técnica de reconciliarnos. Sobre todo con una mujer tan poco experta.
– ¿Y quieres que te diga por qué no quise? -propuse.
– Haz como quieras.
– Tiene que ver con la mujer de la que me acordaba ayer, en los jardines.
Infaliblemente, Begoña volvió a prestarme atención. Administrándome, comencé a contarle partes inofensivas de la verdad:
– Aquella mujer era la hermana de Lucrecia. Tuve con ella una aventura indebida y los dos lo pagamos. De esto hace demasiados años. Yo la olvidé y ella también me olvidó. Pero la vida tiende a la imperfección, así que no hace mucho volvimos a encontrarnos. No pasó nada, en el sentido que tal vez estés imaginando, pero sí ocurrieron otras cosas. Ninguna agradable. Al final nos separamos y esa misma noche alguien la mató. De eso hace un mes, o menos. Así empezó esta historia. Fui a ver a Lucrecia sólo para hablar de su hermana. No puedo saber qué le ha contado a tu padre. Lo que sé es lo que pasó. Yo no saqué nada de Lucrecia y Lucrecia no sacó nada de mí. Créelo o no, pero no te precipites a juzgarme por lo que vaya diciendo por ahí alguien como ella.
Begoña estaba notoriamente impresionada.
– ¿Estás insinuando que mi padre tiene algo que ver con la muerte de la hermana de Lucrecia? -preguntó.
– No estoy seguro. Pero tú les has oído hablar. Quizá hayan mencionado el asunto.
– Ni siquiera sabía que Lucrecia tuviera una hermana.
– Tal vez tu padre engaña a Lucrecia. O Lucrecia a tu padre. O los dos estuvieron de acuerdo en matarla y no les gusta hablar de ello.
– A su propia hermana. No puedo creerlo.
– ¿Por qué no? Depende de lo que haya en juego. Y eso tú sí lo sabes, Begoña.
Me contempló con desconfianza. A continuación contestó:
– Yo no sé mucho. Y todavía no ha llegado el momento de compartirlo contigo. Tal vez nunca llegue.
– Tal vez. Acaba tu desayuno. Nos marchamos.
– ¿Adónde vamos a escondernos ahora?
– No vamos a escondernos. Vamos a atacar.
– Estás loco.
– No. Ahora ya sólo juego sobre seguro. No tengas miedo. Y sigue siendo una buena chica, como hasta ahora. No pienso arriesgar nada, ni siquiera por ti. Si me causas algún problema habrá una desgracia.
– Vuelves a amenazarme.
– No quiero que olvides en qué estás metida.
– No te esfuerces por eso.
Terminamos el desayuno y nos dirigimos al vestíbulo. Pagué la cuenta y pedí una guía de Madrid. El individuo de la recepción se mostró altivamente satisfecho de poder proporcionarme una muy reciente. La calle Zamora estaba cerca de Cuatro Caminos. Subiendo por Bravo Murillo, a mano izquierda. Agradecí al recepcionista su amabilidad y le devolví la guía. Superando mis previsiones, pareció captar la ironía de mi agradecimiento.
– Que tengan un buen viaje -deseó, sin ganas.
– Lo intentaremos -aseguré, mirándole recto a los ojos, para inquietarle. Era un lujo relativo, porque aquel tipo ya se había fijado lo bastante en mí.
Cinco minutos después, mientras salíamos a la autopista, tiré por la ventanilla el DNI de Restituto Arniches y borré al recepcionista de mis pensamientos. Begoña se había acurrucado en su sitio, con los pies sobre el salpicadero, y estaba obstinadamente pensativa. Todavía era temprano, sobre las nueve y media. La carretera iba despejada y todo habría podido ser agradable si hubiera tenido otro coche. En alguna pendiente descendente, pese a todo, conseguí rozar los ciento treinta, ante la perfecta indiferencia de Begoña.
Llegamos a Madrid sobre las diez, cuando empezaba a remitir el atasco del lunes. Fuimos directamente hacia el centro. Tuve algún problema para orientarme, entre los autobuses que se amontonaban vacíos al final de la hora punta y los taxistas homicidas que transportaban a los desocupados o a los que se habían dormido. Pero finalmente atravesamos bajo el paso elevado de Cuatro Caminos y poco después estábamos ante el número tres de la calle Zamora. Era una casa de cuatro pisos, la altura media por aquellos contornos. Ni era de reciente construcción ni estaba en ruinas. Tenía un aspecto oscuro y discreto. Pablo había sabido elegir, cualquiera que fuera el propósito para el que la había elegido. Me costó un rato aparcar, pero pude hacerlo a una distancia razonable de la casa. Antes de bajar del coche avisé a Begoña:
– Por aquí las calles son estrechas y me resultaría difícil perseguirte. Prefiero que mientras estemos por esta zona vayamos cogidos de la mano. Espero que no te dé vergüenza.
– Mientras no te la dé a ti.
– Tendré que aguantarme. No salgas hasta que yo te abra la puerta.
Llevando a Begoña de la mano, me encaminé hacia el número tres. Marchaba rápido, tirando inconscientemente de su brazo. Ella se dejaba arrastrar de visible mala gana.
– ¿Adónde me llevas con tanta prisa? -se quejó.
– No me interesa dejarme ver demasiado, y menos contigo.
– ¿Está lejos? Si hay que correr mucho más no sé si podré soportarlo.
– No sufras. Es esa casa de ahí.
Entramos en el portal. A nadie se le habría ocurrido otra cosa que mirar los buzones. Y en el correspondiente al Segundo A, cualquiera habría leído el nombre que yo leí: Pablo Echevarría. No podía ser más sencillo ni más limpio. Sólo había costado un poco descifrar la clave de acceso. Después de lograrlo no había que esforzarse. Subimos al segundo piso y la puerta, adecuadamente sumida en un recoveco bastante umbrío, demostró ser una nueva facilidad. La forcé en menos de un minuto, bajo la atenta mirada de Begoña.
El piso, como es natural, olía a cerrado y estaba lleno de polvo. No convenía abrir las ventanas, para no despertar la curiosidad de nadie, de manera que busqué el cuadro de la luz y coloqué la llave en la posición conveniente. Luego apreté el interruptor más cercano y la luz se hizo. Eso quería decir que alguien seguía pagando el recibo. O que la cuenta bancaria adonde lo enviaban aún tenía fondos. El piso estaba lleno de armarios viejos, un número desproporcionado de ellos en comparación con las dos o tres sillas y la solitaria cama que descubrí en uno de los cuartos más pequeños. No había fotografías en las repisas ni cuadros en las paredes. Sobre la única mesa, un reloj de plata ennegrecida permanecía detenido en las siete y cuarto. La esfera, en contraste con la sucia armazón, era de un blanco luminoso. Y tenía una peculiaridad: los números que representaban las horas estaban desordenados. Begoña se quedó observando aquel extravagante artefacto mientras yo concluía el inventario del mobiliario que se amontonaba en las diversas habitaciones. De nuevo alguien se había preocupado de que resultara casi inevitable dar el paso siguiente. Entre tantos enseres destartalados y polvorientos, al retirar una sábana apareció ante mí un reluciente escritorio de madera de raíz. Iba a abrir el único cajón que había entre sus diminutos departamentos cuando Begoña me interrumpió.
– ¿Es ésta tu casa? -siseó, con sorna.
– No -respondí, separándome instintivamente del escritorio.
– ¿Qué hemos venido a hacer aquí, entonces?
– Vengo a buscar una cosa.
– ¿Puedo preguntarte qué?
– No. Yo también tengo mis secretos.
– Claro. Oye, es bonito ese escritorio. ¿Qué hace en medio de todos estos trastos? ¿Y cómo está tan limpio?
Begoña se aproximó al escritorio y su mano se fue derecha al cajón. Lo sacó y vio lo que había en él al mismo tiempo que yo lo veía y sospechaba lo que significaba.
– Un sobre, cerrado -dijo, cogiéndolo-. Y hay algo dentro. ¿Algún mensaje secreto?
Aproveché mientras lo elevaba para agitarlo ante mis narices y se lo quité. Begoña bromeó:
– Dios santo, qué ansia. ¿De quién es, que te pone tan nervioso?
– De un amigo de tu padre.
– Creí que sus amigos eran tus enemigos.
– A veces piensas demasiado deprisa -comenté, sin mirarla, al tiempo que rasgaba el sobre.
– ¿Vas a leerlo delante de mí?
– No tengo otro remedio. Pero no lo haré en voz alta.
– Lástima. Sospecho que me ayudaría a conocerte mejor.
Pero yo ya no la estaba escuchando. Incluso es probable que hubiera empezado a olvidarla. No había nada escrito en el sobre, pero había reconocido el formato. Era idéntico al que contenía la carta que Pablo me había enviado antes de morir. Discurrí velozmente que era significativo que aquel sobre no fuera como el que había recibido Claudia, sino como el que había recibido yo. El sobre que ahora abría estaba destinado a mí, y no a ella, que había sido la destinataria aparente de la carta en cuyas entrañas yo había hallado la clave para llegar hasta allí. Recordé las apasionadas palabras que Claudia había leído y despreciado como si fueran lo que parecían y no el hueco vehículo de otro mensaje oculto que no era para ella. Pudo ser arbitrariamente, pero cuando empecé a leer, ante la atenta vigilancia de Begoña, me sentí fascinado por aquella vengativa y sutil crueldad.
La letra de Pablo era clara y firme. No había tachaduras y los renglones eran rectos y paralelos. Procurando que mis manos no temblaran, empecé a leer:
Si estás aquí, hermano, será que no me has defraudado. Sólo deseo, sinceramente, que ya no sea demasiado tarde para ti. A ella no le di ninguna oportunidad, pero a ti no sólo he querido dártela, sino que espero que puedas aprovecharla. Comprenderás que tenía que costarte algún esfuerzo, y que por eso no te he puesto este instante en bandeja. Pero si has superado la prueba, todo habrá quedado en orden. Seré más preciso: en cualquier caso el orden va a imponerse, porque si sucumbes será porque merecías sucumbir. Pero prefiero que sea de otro modo, que te libres, porque merezcas librarte, y sea ésta la manera de quedar los dos en paz para siempre. He dicho «comprenderás», pero no sé si comprendes. He sometido nuestras diferencias al juicio de Dios, a una justa similar a aquella que acreditó la honra de la reina Ginebra aun en contra de la misma verdad. Y mi única esperanza, la que me hará levantarme y caminar sin miedo hacia la muerte en cuanto termine esta carta y la deje guardada en el escritorio sobre el que la estoy escribiendo, es que después de ese juicio estemos juntos en tu memoria y no separados en tu destrucción.
No creo tener que ser más explícito respecto a los términos generales. Además, estoy cansado de escribir. Si me consintiera proseguir por la vía de la abstracción no me quedaría más remedio que ponerme a lloriquear sobre lo aciago de ser tan joven para morir y tan viejo para vivir. Tendría que decir que se me encoge el alma hasta casi desaparecer cuando recuerdo pasajes atormentados de Bruckner y pienso que no dejarán de sonar en el infierno al que quizá me dirijo, mientras el delirio que conocí en algunas noches de fiebre e insomnio reemplace lo que me queda de razón. Tengo vergüenza de poder estar tan indefenso y tan solo. También tengo vergüenza de necesitarte tanto, de confesarlo demasiado indignamente antes de saber si estarás conmigo o si voy a acabar aniquilándote.
Por eludir esa ignominia y por distraer mi mente, pasaré a lo imprescindible que es una historia que en gran parte no trata de mí. Es lo último que has de saber antes de que la suerte decida. Es lo último que tengo que decir antes de enfrentarme a mi desaparición.
Al final del invierno o al principio de la primavera de 1945 los alemanes se batían en retirada en todos los frentes. Los aliados descubrían los campos de concentración llenos de cadáveres a medio quemar en los hornos, gaseados en las cámaras, apilados en barracones, algunos todavía imposiblemente vivos. Los cosacos y los calmucos violaban sistemáticamente a la población femenina del Este de Alemania, niños con lanzagranadas defendían los puentes mientras las tropas se rendían y los bombarderos volaban cada noche. Al sur, en la Baja Austria, incluso los SS, obligados por la amenaza del fusilamiento seguro a defender la locura, retrocedían ante el empuje del enemigo. Allí, en la Baja Austria, había un castillo llamado Immendorf. Y entre los SS forzados a replegarse había uno llamado Kempe, o por decirlo como entonces él pensaba en sí mismo, SS sturmbannführer Kempe. Para ti y para mí, el comandante Kempe. Tenía veintiséis años y era el segundo jefe de la guarnición del castillo, en el que a la sazón se almacenaban numerosos cuadros requisados por el Estado a sus propietarios judíos.
Una noche, el comandante Kempe, que llevaba varios días temiendo aquel momento ante la creciente proximidad de la artillería enemiga, recibió al fin de su superior inmediato, un viejo coronel morfinómano, la orden que más podía afligirle cumplir. Había que incendiar el castillo para evitar que cayera, con todo lo que contenía, en manos de los rusos. Kempe, que no era alemán, sino vienés, pensó al momento, entre todo lo que le ordenaban destruir, en un cuadro que había pintado su conciudadano Gustav Klimt hacía cuarenta y siete años. La elección había sido dolorosa, porque aquélla no era la única obra de Klimt que guardaba el castillo. Los óleos de La filosofía, La medicina y La jurisprudencia le cautivaban, pero eran demasiado grandes, más de doce metros cuadrados cada uno. El cuadro de Schubert tocando el piano parecía resucitar el alma de un estremecedor instante desaparecido. Pero no podía cargar con dos telas, y no estaba dispuesto a renunciar a la mirada de la pálida mujer de densa cabellera oscura que en tantas noches de desconcierto le había hecho soñar escenas de nítido éxtasis. La mujer estaba dentro de la pintura en la que pensaba mientras escuchaba las órdenes de aquel anciano descolorido y asustado. Se llamaba La música y había urdido un plan para salvarla.
Kempe dispuso rápidamente el desalojo del castillo. Mandó situar cargas explosivas en los cuatro costados del edificio y realizó la última inspección antes de hacerlas estallar. Durante esta ronda se hizo acompañar de su ayudante, un abrupto sargento ucraniano. Entre los dos descolgaron el cuadro, enrollaron cuidadosamente la tela y la guardaron en un estuche cilindrico de las dimensiones adecuadas que Kempe se había encargado de conseguir con la suficiente antelación. El sargento salió con La música por una puerta lateral y la cargó en un camión de pertrechos que había situado antes bajo los árboles. Kempe le dio cinco minutos y ordenó volar el castillo. Mientras imaginaba cómo las llamas que también iluminaban la noche roían en las salas del castillo los delirantes cuerpos de mujer de los cuadros de las facultades y las mejillas sonrosadas de Schubert, mientras experimentaba mezcladamente el placer y el sufrimiento de haber ordenado su destrucción, el SS sturmbannführer Kempe se consolaba pensando que el sargento ucraniano se llevaba La música lejos del desastre. Kempe era austríaco y pintor, igual que el Führer; y en aquel instante se sentía tan absurdo dentro de la tragedia de Alemania, a la que también había contribuido, como antes de suicidarse en el búnker de la cancillería para que no le cazaran los rusos debió sentirse aquel enfermo al que había admirado hasta la irracionalidad.
Dos días después, Kempe y el sargento enterraron La música, convenientemente protegida dentro de un tubo sellado que construyeron con las vainas de dos proyectiles del 88, en el corazón de un bosque de los Alpes austríacos. Calcularon las coordenadas exactas del punto elegido, al pie de un inmenso roble, y Kempe las memorizó. El sargento no esperaba sobrevivir a la guerra. De hecho, murió la semana siguiente, mientras intentaba inútilmente colocar una mina bajo un carro soviético. Kempe se las arregló para pasar al frente occidental, que en aquellas fechas distaba ya sólo unas pocas decenas de kilómetros del oriental. Fue capturado por los franceses, vistiendo uniforme de soldado raso de las SS. Aquel subterfugio no le habría ahorrado el fusilamiento si hubiera caído en manos de los rusos, pero los franceses le dieron una opción: el paredón o la Legión Extranjera. Pensando quizá en La música, prefirió eludir el paredón.
De los quince años que siguieron, en Indochina y en Argelia, no sé demasiado. Kempe tuvo una mujer vietnamita y otra argelina, y las perdió a las dos. Cayó prisionero en Dien Bien Fu y sobrevivió al cautiverio en los campos del Vietminh. Un balazo durante una patrulla en Argel le privó del ojo derecho, aunque iba buscando su vida. A los cuarenta y dos años era suboficial legionario y había pasado más de la mitad de su existencia combatiendo en guerras injustas, siempre del lado del opresor. Venciendo la inercia de más de veinte años de uniforme, se licenció. Para aquella época casi había olvidado a la mujer pálida que tenía enterrada en los Alpes. Su memoria conservaba las coordenadas, pero su corazón no tenia fuerza para poseerla, o tal vez era que su cerebro habituado al horror había dejado de concebir la inusitada belleza que aquella criatura, salida de la fantasía de un vienés erotómano, representaba y prometía en el fulgor de sus ojos enigmáticos. Fuera cual fuese la razón de su incapacidad, el hecho es que se estableció en Marsella y nunca más regresó a Austria.
Cuando yo le conocí tenía cerca de ochenta años pero era un anciano imponente, que miraba implacablemente con su único ojo, desde su metro noventa de estatura, todo lo que se movía en una oscura taberna del puerto. Me llamó la atención el parche negro, el acento extraño, y valiéndome de su relativa pobreza conseguí hacerme amigo suyo pagándole el vodka que bebía con moderación pero sin piedad, de un solo trago desesperado. Alguna noche tomó más de lo acostumbrado y empezó a relatarme fragmentariamente su historia. El tipo me interesó cuando me contó su pasado legionario, y llegó de veras a atraerme cuando, una vez apartado aquel sedimento, llegó a su época de SS. Por aquel tiempo yo me había aficionado a meditar acerca del mal con singular empeño, de manera que aquel individuo me pareció poco menos que providencial
Al principio no quiso decirme su rango, pero no me costó llevarle al estado de ánimo en que lo confesó con orgullo. Entonces quise sonsacarle acerca de sus crímenes, a lo que ya no se mostró tan dispuesto. Me dominé para que no advirtiera mi decepción y me propuse ser paciente. Seguí pagándole la bebida y dándole conversación, hasta que otra noche, la última que le vi, mi paciencia encontró una recompensa inesperada. No me describió matanzas atroces, saqueos desenfrenados o sádicas ceremonias. Me refirió, como el máximo de sus crímenes, con el que debía de dar por satisfecho mi interés, la historia que he transcrito antes. Podrás imaginar mi sorpresa y mi emoción. Fueron tan grandes que ni siquiera se me ocurrió disimularlas. Le pedí abiertamente la localización exacta del lienzo de Klimt y él, sin pensarlo ni resistirse, me la dio. Si he de morir un día de éstos, sin que los dioses me hayan dejado tenerla, dijo, qué me importa que se la lleve el primero que pase.
Así fue, hermano, como yo me la llevé. El cilindro metálico estaba enterrado a gran profundidad, bajo el roble que él había mirado en 1945 antes de separarse para siempre de su amada. La labor de sellado, que había realizado el sargento ucraniano, había sido impecable. La tela estaba en perfecto estado de conservación, y cuando la extendí ante mis ojos, en la habitación de un hotel de Salzburgo, un escalofrío como nunca había sentido me recorrió el espinazo. Allí estaba, incuestionable, en todo el esplendor de su colorido, aquella inquietante Euterpe que sólo había conocido en antiguas fotografías en blanco y negro. Digo esplendor de su colorido aunque su piel era tan blanca y sus cabellos tan oscuros, porque no era lo mismo reconocer estas tonalidades en la impotencia de una limitada impresión fotográfica que verlas desplegarse en la infinita fuerza de un pincel guiado por un artista en estado de iluminación. Casi en ese mismo instante, en mi mente empezó a gestarse el plan que ahora que lees estas palabras está llegando a su final. Por fin disponía de algo lo bastante sublime como para arreglar las cosas entre nosotros, hermano.
Mi plan requiere que ahora no me extienda en sus detalles. Sólo te diré que no fue corto ni fácil de ultimar, que me exigió perversas alianzas y terribles sacrificios, además del que afrontaré en cuanto suelte esta pluma y guarde este papel. Puedes imaginar el revuelo que organicé cuando, después de que nuestro viejo conocido el padre Francisco me certificara innecesariamente la autenticidad del lienzo, filtré a través de él la noticia de que existía y no había sido destruido como todos creíamos. Una vez que el revuelo fue lo suficientemente amplio, y después de ajustar los demás detalles, me di a conocer en los círculos oportunos como poseedor del cuadro. De eso hace pocas semanas, y ya estoy seguro de que van a matarme. Incluso sé quién lo hará, y sé cuándo y cómo, también gracias al cuadro, me ayudará a celebrar este juicio sobre nosotros que en el tiempo que rige para ti mientras mantenemos esta postrera conversación, tan distinto del que rige para mí mientras la preparo y sin embargo el mismo, estará a punto de concluir.
No queda espacio para más ni queda nada más. Tengo que irme de aquí y es indispensable que nadie localice este sitio. En el armario del cuarto pequeño, el que no tiene ventanas, encontrarás La música de Gustav Klimt. Que los dioses te dejen tenerla, como no le dejaron a Kempe. Y si no eres tú quien ha leído estas cuartillas, hermano, a mí tampoco me importará que se la lleve el primero que pase. Sólo deseo que algún día la alcance el fuego al que pertenecemos todos, incluso ella que escapó de Immendorf.
Begoña me observaba con contenida expectación. Aguardó a que terminara la última línea y devolviera las cuartillas al sobre y sólo entonces preguntó:
– ¿Malas noticias?
La miré como si no estuviera allí, como si sus palabras procedieran de una oquedad que se abría indebidamente en el muro terrible que las revelaciones de Pablo habían erigido en el centro de mi cerebro. Creía saber bastantes cosas acerca de ese muro, cosas que una hora antes no había sospechado o no había querido sospechar. Pero todavía había otras por descubrir, y entre ellas estaban ciertos detalles que importaban más que el sentido o el sinsentido de todo. De pronto Begoña me resultaba una distracción inadmisible. Y sin embargo, estaba allí y tenía que hacer algo con ella. Tratando de aparentar normalidad y calma, le informé:
– Voy a tener que salir, pero no puedes venir conmigo. Te quedarás aquí. Vamos a buscar un sitio cómodo al que pueda atarte.