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Violetas en noviembre

En el tren, por lo que podía recordar, me había fijado en que aquella mujer tenía unos hermosos ojos, pero nada más había hallado en ella digno de ser resaltado, y el recuerdo de la muchacha de diez años atrás era demasiado remoto para aportar ningún detalle preciso. Al verla de nuevo ante mí, comprendí que mi observación anterior de ella había sido bastante insuficiente. Quizá era que hasta allí la había recibido como una indeseada perturbación que interrumpía mi letargo o mis pensamientos, mientras que ahora llamaba a su puerta pidiendo algo que no consideraba probable encontrar en otra parte: un ser puramente casual, en aquellos días en que parecía haber demasiada gente calculando en mi perjuicio; alguien que no podía tener que ver con lo que causaba mis penalidades, en medio de aquella aglomeración de probables implicados. Lo cierto es que, cuando pude ganar el aplomo preciso para examinarla con cierto detenimiento, no tuve más remedio que admitir que me encontraba ante una criatura verdaderamente notable. Y lo era, además, en ese sentido en el que mi temperamento siempre había apreciado mejor la belleza; no era una mujer espectacular, sino una mágica conjunción de delicadas cualidades físicas y metafísicas. Más que delgada, poseía una constitución débil, lo que resultaba morbosamente acentuado por la nitidez de su cutis, casi transparente. Su cabello era de un color que sólo se me ocurre llamar negro desvaído, a pesar de la aparente contradicción existente entre ambos términos. Pero no me refiero al azabache ni a ninguna clase de gris oscuro, y tampoco puedo decir que fuera negro mate, porque poseía un suave brillo y ésta era quizá la clave de su raro atractivo. Llevaba el pelo corto, ligeramente rizado, y no lo tenía demasiado abundante. En su frente, en sus sienes, en su nuca, aquel negro apagado se desvanecía en una especie de misteriosa niebla sobre la frágil tersura de su piel. Su rostro tenía instantes infantiles junto a otros de súbita ausencia, pero siempre sonreía, difuminado y cálido bajo el imperio de sus ojos claros y audaces. Decidir el color de éstos es tarea aún más ímproba que poner nombre al de sus cabellos. En el tiempo de que dispuse para averiguarlo, que no fue mucho, vi azul y verde, pero también ámbar y un amarillo que hacía pensar a veces en el maíz y a veces en el trigo. Siempre terminaban dilatándose sus pupilas, inundándole el iris de un negro reluciente y húmedo, antes de que pudiera ordenar mis impresiones al respecto. Su expresión venían a completarla las manos, que eran apenas la tierna forma que una sutil envoltura carnal daba a sus huesos. Largas y esqueléticas, atraían por su pureza inaudita, por su ineptitud para el esfuerzo. Pero sobre todas las cosas, las que he enumerado y las que soslayo, lo que cautivaba de aquella mujer eran sus movimientos, medidos y dubitativos como los de una bailarina inexperta, en los que la falta de destreza era suplida con ventaja por una privilegiada vinculación con innombrables profundidades del alma.

Entonces, cuando acababa de entrar en su casa y de ensayar mi explicación, cuando ella acababa de exonerarme de darle explicación alguna, tan sólo estaba empezando a indagar aquel exterior suyo que torpe pero ineludiblemente he tenido que describir. En cuanto al interior, olvidada la muchacha que en otro tiempo había tratado y cuya pervivencia en aquella mujer tampoco me cabía atestiguar, nada sabía todavía, y fue poco o secundario lo que aprendí después, aunque ella se esforzó por facilitarme las cosas. Ya en aquel primer momento, conmovida por la vulnerable estampa que yo ofrecía, allí en medio de la sala sin atreverme a avanzar o retroceder, se apresuró a aliviar mi situación:

– Dame esa bolsa y siéntate. Estás en tu casa.

Obedecí, sin creer posible lo que ella decía. Se llevó mi bolsa fuera de la habitación, lo que me intranquilizó más que nada por perder su presencia a la que intentaba trabajosamente acostumbrarme. Regresó a los pocos segundos y se sentó junto a mí.

– Te pedí que vinieras de noche -recordó, y en sus palabras y en su mirada había un matiz de recriminación del que se deshizo en seguida para aclarar-: Pero tampoco era indispensable. Sólo habría resultado más fácil. Te habría recibido de otra forma y quizá los dos habríamos sabido mejor qué hacer. Un hombre que viene por la noche a la casa de una mujer es más comprensible que uno que aparece por la mañana con la bolsa al hombro y pidiendo perdón.

– Yo no quería, es decir, no busco… -farfullé, sin la menor idea de cómo podría continuar.

– No te preocupes. Todo tiene remedio -aseguró, empeñosa, mirándome muy recto a los ojos.

Me sentía desbordado por lo absurdo de la situación, que yo mismo había provocado sin detenerme a meditar acerca de la anómala fisonomía que forzosamente tendría que mostrarme. La mujer poseía ya la ventaja de una insólita o descabellada manera de concebir el mundo, pero además yo le había regalado la de acudir desarmado a su invitación. Por la inferioridad que sentía, o por corresponder a la intrepidez que en medio de sus actos y palabras imprudentes derrochaba mi interlocutora, me vi en el deber de especificar la advertencia que había intentado infructuosamente hacerle al principio:

– No puedo quedarme ni un minuto aquí sin que sepas lo graves que son los problemas que tengo. No estoy apurado de dinero, ni me ha abandonado una mujer, ni me han echado del trabajo.

– Has matado al Papa -conjeturó, en un tono malévolo que me cogió de sorpresa-. No importa, no soy religiosa.

– Estoy hablando en serio -traté de continuar, apenas convencido-. He estado metiendo los dedos donde no querían que los metiese y he desatado algo que puede llegar a ser muy peligroso.

– ¿Cuánto de peligroso?

– Creo que han intentado matarme y que volverán a intentarlo. Y la policía me pisa los talones.

– ¿Eres un criminal? -y al preguntarlo había en sus ojos tal curiosidad, una inocencia tan temible, que no pude evitar descender a los sustratos más profundos de mi conciencia, para elegir una respuesta distinta de la trivialidad que aconsejaban la cautela y la superficie comúnmente usada de esa misma conciencia.

– Nunca logré serlo. Siempre me falló algo. Tal vez lo mismo que me ha fallado ahora.

– Yo no voy a juzgarte. Conmigo puedes perder cuidado.

Me sentí incómodo. Por un lado, me estaba comportando temerariamente. Por otro, no podía beneficiarme de su solicitud sin enseñarle del todo mis cartas. Sin ganas, me dispuse a darles la vuelta.

– Hay algo que debes entender.

– Qué.

– No deseo nada de ti.

Ella me miró con tristeza, pero tuvo la entereza de ahondar:

– ¿Por qué no vas a otra parte a esconderte, entonces?

– No tengo otro sitio adonde ir.

Su expresión se iluminó. Después cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás. Como si yo no estuviera allí, como si no fuera a mí a quien hablara, y probablemente no era a mí, dijo:

– Eso es mejor todavía. Con eso incluso sobra.

A continuación volvió a abrir los ojos y sin separarla del respaldo de su asiento giró la cabeza hacia mí. Calmosamente, explicó:

– Sé que no recuerdas mi nombre, el que pronunciaste entonces, en las noches de verano en la terraza del balneario. Pero esta vez me recordarás, y no quiero que cuando lo hagas te falte nada que yo haya podido darte. Cuando te hayas ido, y también ahora, llámame Inés. Ese es mi nombre, y te servirá para lo que deba servirte. Eres libre de creer que a veces desvarío, pero sé de qué hablo cuando hablo de esto.

La observé asombrado, sin comprender. Mecánicamente, repetí:

– Inés.

– Es nombre de monja, pero te aseguro que no lo soy. También puede ser un nombre perverso.

– Pero tú tampoco eres perversa -concedí, sin haberlo reflexionado.

– No solamente.

Aunque no me sentía tan a salvo como pudiera interpretarse por este desliz, mi boca se abrió de un modo exagerado. La falta de sueño, y una intuición provisionalmente inadmisible acerca de la bondad de las intenciones de Inés hacia mí, pesaron de pronto en mis párpados más que el interés por tenerlos alzados para mirarla. Ella captó al instante mi flaqueza.

– Si no has dormido bien -se apresuró a ofrecerme-, en la habitación de al lado hay una cama con sábanas limpias.

– Tampoco importaría mucho si las sábanas estuvieran sucias. De todas formas, es demasiado. No puedo dejar de pensar que sería una grosería. Una especie de abuso.

Se levantó y pasó a la habitación que me había indicado. La oí bajar la persiana y realizar algunos otros preparativos. Después se fue directamente a la cocina. Mientras yo permanecía aún sentado en el salón y un chorro de agua comenzaba a sonar en el fregadero, me urgió:

– No te lo pienses más. Métete en esa cama y duerme cuanto quieras. Yo voy a preparar la comida. Habrá para dos, pero no tendrás que estar en pie a mediodía para comer tu parte. Podrá esperarte hasta la cena.

Estaba escuchando la voz de la sabiduría. Era la ocasión de aliviar mi cuerpo de su fatiga y mi cerebro del deber de tramar algo contra mis enemigos y encontrar una justificación plausible para lo que ella hacía por mí. Cuando estuve entre las sábanas, en medio de la oscuridad, comprobé que me había mentido. Aquellas sábanas habían sido usadas. Quizá sólo una vez, seguramente sólo por ella. Su perfume de violetas impregnaba la almohada, como un sortilegio que hubiera tendido para atraparme. En honor a la exactitud de mi relato, he de consignar que no traté de resistirme. Aquel aroma era agradable al olfato, intenso pero no agobiante, y tal vez tenía también algunas propiedades narcóticas, porque no estuve despierto más allá de dos minutos una vez que mi cabeza descansó sobre aquella almohada. Apenas tuve tiempo de razonar que si mi cerebro quedaba relevado de descifrarla por unas horas, mi corazón caía en sosegados círculos hacia el fondo de su imagen, empujado tenue pero ineluctablemente por su astuto perfume de violetas.

De lo que ocurrió allí, es decir, en el fondo de su imagen, nada puedo contar. Desperté a las diez horas, con la sensación de haber atravesado sin perturbaciones un largo y benéfico trayecto de absoluta negrura y perfecto silencio. Alguien me había jurado al vendérmelo que mi reloj tenía la esfera luminosa, pero hube de encender la lámpara de la mesilla para ver la hora. Eran las nueve y media. Salté de la cama, con la acaso ecuánime sensación de haberme rendido a una negligencia intolerable. Me cercioré durante un segundo en el espejo de que mi apariencia, aunque desaseada, no era alarmantemente repulsiva y abrí la puerta.

Inés estaba apaciblemente arrellanada en el sillón, con los pies descalzos subidos encima de él, leyendo un grueso volumen cuya portada impresa en chillones tonos metalizados anunciaba un interior de pasiones inagotables, estirpes ambiciosas y dramas atroces. El pequeño equipo musical que había en un rincón de la sala despedía a bajo volumen melodías de puro almíbar, para compensar. Al oír la puerta ella levantó la vista del libro. Llevaba unas gafas de montura delgada color caramelo, que no había utilizado para leer cuando la había visto hacerlo en el tren. Me miró sin decir nada, mientras cerraba el libro, entornando un poco los párpados para acostumbrar los ojos al cambio de distancia.

– ¿Eres miope? -pregunté, para romper el silencio.

– No. Tengo hipermetropía. Nunca he entendido del todo en qué consiste.

– Ah.

– ¿Has dormido bien?

– Como un leño. Me cuesta recordar qué hacía y quién era antes de meterme en esa cama.

– Me alegro.

– Yo no. O quizá ahora sí.

– ¿Y por qué ahora?

– Porque ahora te estoy viendo ahí, sentada y tranquila.

– ¿Es que debería estar nerviosa?

– Al despertarme he temido que lo estuvieras. El teléfono de la policía es corto y fácil de recordar.

– Ya te he dicho que no pienso juzgarte. Si probaras a escucharme te ahorrarías esas preocupaciones. ¿Tienes hambre?

– Sí. ¿Hay algún sitio por aquí donde podamos ir a cenar?

No sé por qué formulé aquella inconsecuente invitación. Quizá estaba todavía aturdido por la reciente inconsciencia, quizá me dejé arrastrar por la euforia de mis músculos descansados. Quizá quería simplemente agradecerle a Inés su hospitalidad y también, por qué no, la irracionalidad de su actitud. Pero ella me disuadió con una intransigencia que no menoscababa la dulzura de su voz.

– No, no quiero salir. No me gusta estar fuera de casa. Además, ya he preparado la cena. Te estaba esperando. Ya temía que iba a tener que empezar sin ti.

Acaté con resignación sus deseos. Antes de que se me escapara de nuevo a la cocina, pregunté:

– ¿El cuarto de baño?

– Por el pasillo. Al fondo.

El cuarto de baño tenía los azulejos de color malva pálido, un espejo enorme y una bañera igualmente desproporcionada. Sobre las repisas se alineaban centenares de frascos de productos cosméticos. Pero era curioso: ella apenas iba maquillada. En cuanto me fijé mejor me di cuenta de que todo eran cremas: hidratantes, protectoras, antiarrugas. Inés velaba por su piel de porcelana. También había colonia de lavanda y el perfume de violetas, en un frasco de vidrio de forma oval. Por lo que había aprendido en las tediosas tardes en la sala de televisión del balneario, entre los ronquidos feroces de algunos ancianos, el desodorante que usaba, aunque tenía una fragancia bastante comedida, se anunciaba como un arma capaz de hacer que individuos de impecable indumentaria y complexión atlética se arrojaran a procelosas piscinas para recoger la rosa que la torpeza o la malicia de la usuaria había precipitado en sus aguas durante un tumultuoso cóctel nocturno. Avergonzado de mis pesquisas de subinspector entusiasta, terminé mi adecentamiento y fui en busca de mi anfitriona. Antes pasé por el dormitorio, para dejar mis utensilios de aseo. La cama había sido restituida a un irreprochable estado de revista y ante la ventana abierta las cortinas se agitaban con la brisa nocturna. La habitación, iluminada por el resplandor mitigado que venía de la calle, refrescada por la brisa, ofrecía un aspecto decididamente acogedor. También, admití, contribuían a dar aquella impresión la pulcritud de aquella mujer y el residuo ahora casi imperceptible de su olor. Posiblemente era el primer sitio en el que me sentía a gusto en los últimos meses, o en los últimos años. No estaba autorizado a sacar conclusiones y no las saqué. Pero me quedé allí durante largos minutos, aspirando el aire limpio, olvidando que fuera había unos cuantos misterios hostiles que debía y no sabía desentrañar.

Cuando pude salir de mi abstracción y retornar a la sala, la mesa estaba ya dispuesta. Había puesto un mantel blanco, había sacado la cristalería y plantado una flor roja en cada copa. También había colocado dos velas, evidentemente. Era un detalle que jamás debía descuidar el libro de tapas metalizadas, y aunque las velas suministran una luz más bien escasa para acometer el despiece de según qué viandas, no sentí que, tratándose de aquella mujer, mi alma desaprobara con rotundidad la cursilería. De algún modo, Inés ostentaba una especie de portentosa irresponsabilidad, que le permitía perpetrar sin consecuencias ocasionales atentados contra lo que algún fantasma que dormía en mi cabeza consideraba buen gusto. La razón por la que el fantasma la perdonaba no es algo que pueda explicar en dos palabras. Por un lado tenía que ver con la ilógica urdimbre de su conducta en general, a cuyo amparo lo que en otra persona habría sido un cálculo deficiente en ella no podía parecer más que un albur difícilmente reprobable. Por otra parte, era innegable que mi fantasma se veía intensa y favorablemente impresionado por no pocos de los demás recursos que ella empleaba. Por expresarlo de un modo un tanto indiscriminado, a una mujer sin encanto no se le aguanta un pisotón fortuito, pero si una mujer que sí posee encanto decide hundirle a uno su lindo pie en los testículos, es bastante posible que eso incremente su interés.

La comida que me sirvió acabó de ponerme de su lado. Empezó con una sopa de pescado y siguió con un guisado de carne, que pude regar generosamente con un vino de verdad. Mientras degustaba aquellos manjares olvidados comparé más de una vez con la fría asepsia y la desoladora temperancia de la ordenada bandeja que me había servido Lucrecia. Inés la había superado desde lejos, y en cuanto en mi estómago se acumuló la cantidad suficiente de alimento y en mi sangre la adecuada proporción de alcohol, estuve dispuesto a rendirle el homenaje que le correspondía. Durante la cena, no obstante, apenas hablamos. Ella me miraba y se dejaba mirar, y cuando mi copa estaba vacía yo la llenaba y reponía el nivel de la suya, a la que nunca le faltaba más de un sorbo. Ya antes de verla a través de los vapores del vino había reparado en que, sin haberse vestido de un modo especial, algo en su imagen resultaba distinto, más tentador. Tal vez se había retocado la línea de las pestañas, o se había empolvado ligeramente las mejillas. Tal vez fueran, a pesar de todo, las velas, a cuya luz fluctuante sus ojos aparecían inundados de un agua inmóvil. También creo que se había desabrochado un botón de la blusa, y mi mirada caía a veces de forma vertiginosa por el nevado desfiladero que se abría entre sus pechos, fragantes eflorescencias de nácar que contrastaban por su abultada firmeza con la frágil escualidez del resto de su cuerpo. Intermitentemente pensaba y reconocía que aquella criatura que leía libros de tapa metalizada, que gustaba por igual de la más sintética y estrepitosa música moderna y de estériles fondos de violines, que había sido diez años atrás una adolescente caprichosa e inoportuna, estaba teniendo la maña de dejarme navegar libremente hacia ella como no recordaba que ninguna mujer lo hubiera hecho antes, ni siquiera en situaciones mucho menos comprometidas. Había temido el instante de la cena, y mis temores habían abarcado por igual la hipótesis de que me sometiera a algún desordenado interrogatorio y la de que hubiera de soportar su defectuosa filosofía romántica. Pero ella había respetado mis deseos de no hablar ni escuchar, y para respetarlos había tenido que adivinarlos previamente. Se había limitado a traerme comida apetecible y bebida reconfortante, y había permanecido bella y retirada frente a mí. No sé si había previsto que yo necesitaba aquella paz para precipitarme sin reticencias a toda suerte de embriagueces. Pero en cuanto vi ante mí la oportunidad, por huir de mi memoria y del esqueleto incompleto y tambaleante de mis planes, me dejé arrastrar con el júbilo y el arrojo de un hombre condenado. Primero fue el vino y el placer de olvidar. Y después, poco a poco y sin que quedara dentro de mí apenas nada que pudiera impedirlo, empezó a ser ella. No pretendo alegar que mis facultades estaban disminuidas por el alcohol cuando mis fantasías comenzaron a estimularse con la presencia de Inés. Era aceptablemente consciente de lo que ocurría, es decir, lo era en la misma medida en que lo había sido cuando ante el sabor del primer sorbo de vino había decidido emborracharme.

De postre tomamos una especie de crema, y mientras hundía en ella mi cuchara no dejaba de evocarme la tersa superficie de su piel. Inés eligió aquel momento para iniciar la aproximación, o mejor dicho, para incitarme a que yo la iniciase. No podía acusarla de apresuramiento. Yo ya llevaba un buen rato en sazón.

– Parece que hacía mucho que no comías en condiciones -sugirió, en un tono equívoco que no era sólo el que mi imaginación ya ocupada en ciertos pensamientos respecto a ella tendía a atribuirle.

Intenté asegurarme de que podría articular correctamente las palabras, pero al final balbucí:

– Hacía siglos. En realidad, quizá nunca haya comido en condiciones.

– No han sabido cuidarte.

Su semblante prometía que ella sí sabría hacerlo, pero sin apremiarme, como si le fuera indiferente que yo permitiese o no que lo demostrara, como si el problema no fuera más que mío. Y así era, en realidad. Inés podía esperar los años que hiciera falta a que viniera otro mejor que yo, y si no venía nadie podía morir en paz con su conciencia infestada de pájaros. Pero para mí ella era una última ocasión, ese abrazo precioso que el soldado no debe rehusar antes de marchar al frente para morir en una trinchera anegada de agua pútrida. Sus manos eran más hermosas a cada segundo, y su pecho surcado de venas azules me atraía como un palacio de cristal que brillaba en el fondo de un lago de aguas serenas. A la cara, apenas me atrevía a mirarla.

– ¿Por qué haces esto, Inés, sin saber si lo merezco? -susurré, desvalido, desde mi borrachera que no era sólo de alcohol para alguien que no era sólo ella.

– He dejado que tardaras en regresar, pero no voy a dejar que me evites, como entonces -recitó sin pudor, con la alegría de identificar al fin el momento para el que había memorizado laboriosamente aquella sentencia. Habría debido sentirme utilizado para una trampa ajena, la que el mundo le había tendido a aquella desaprensiva o la que ella había tendido al mundo para desquitarse. Pero más allá de esa sospecha, me invadía la sensación de estar ocupándome de la verdadera sustancia de mi propia existencia como jamás, ni en las lealtades ni en las traiciones, había acertado a hacerlo antes. Si allí había alguien indigno, ése era yo. Ella había ganado aquel instante. Yo sólo lo aprovechaba, sin habilidad ni derecho.

– Yo no puedo darte nada. No recuerdo haber hecho más que daño -confesé, con amargura.

– No pienses eso. Lo que yo espero lo veo en ti tan desnudo como el alma de un niño. Nada falta y no hay nada que pueda perjudicarme. Tú acabas de llegar, pero yo llevo aquí toda la vida, empeñada y sola, sabiendo cómo volverías. Puedo leer en tus manos y en tu frente, en tu silencio y en la misma forma de tomar el vino que te he dado.

Sin duda, aquélla era una lucha desigual: Inés había aprendido a fondo su papel y lo representaba con implacable vehemencia. Para terminar de sucumbir reconocí la música que estaba sonando y que de pronto era el Largo del concierto n.° 12 de La Stravaganza. Durante toda la cena había estado oyendo una música completamente inofensiva, una de esas selecciones de finalidad ambiental ejecutada por una orquesta en cuyos instrumentos cualquier melodía sonaba igual que cualquier otra. Pero ahora me asaltaba, en una versión decorosa, una de las piezas a las que había encadenado, antes de disponer de la mezquindad o el recurso de poder medir mis actos, la sagrada soledad de los paisajes del otoño. ¿Le habría contado algo de aquella música y aquellos paisajes a Inés durante nuestras conversaciones nocturnas en el balneario? No podía asegurarlo. Aunque era una sensación que correspondía a épocas muy lejanas, recobré al instante y con fruición la nostalgia precisa de aquel tesoro incalculable. Antes de resbalar hacia el desorden de todas las cosas, yo había sostenido con acierto, frente a la universal inclinación por la primavera, que nunca la vida es tan preciosa como a la pálida luz de noviembre, cuando la muerte merodea como una loba silenciosa alrededor del corazón. De pronto comprendí que aquella misma luz era la que se derramaba ante mí en la carne fresca y tierna de Inés. Sobrecogido por la certidumbre y por el miedo a la loba, omitiendo todo el camino mental que había tenido que recorrer antes de deducirla, pronuncié para ella una fórmula que acudió a mis labios como un conjuro, como la condensación demente y turbadora de todo lo que aquel borracho que me habitaba soñaba haber averiguado acerca de la vida:

– Violetas en noviembre.

Inés me observó complacida, sin sorpresa. Después, como si hubiera entendido, dijo:

– Violetas en noviembre.

Y la fórmula, el conjuro, adquirió en su voz templada como la noche la belleza de ser irrefutable.

Luego sólo recuerdo que los acontecimientos progresaron sin violencia hasta la imagen de Inés erguida junto a la cama en que yo yacía. Me había tumbado sin desvestirme, con el cerebro arrebatado por la súbita dureza de mármol que adquiría su cuerpo en la semioscuridad del dormitorio. Estuvo aguardando un tiempo que no pude contar, o para anotarlo todo, en el que sólo pude flotar sin voluntad ni rumbo. Y al fin, mientras una claridad azulada en la ventana anunciaba el lento ascenso de la luna, se dispuso a cruzar la barrera. Se llevó la mano derecha al botón que defendía el vértice de su escote y entonces, señalando el regreso del infierno al que yo pertenecía, el dolor estalló como una nube de ceniza en mis entrañas. Fue aún más salvaje que la tarde anterior, cuando me había zafado de Lucrecia. A fin de cuentas, con Lucrecia sólo había sufrido una apetencia cuestionable, pero a Inés me había entregado hasta el punto de brindarme a desechar todo lo que pretendiera negarla, dentro y fuera de aquella noche. Todo excepto el dolor, que no era algo que pudiera tomar o apartar a un lado, porque ningún hombre es dueño de sus miserias. Siniestra y desesperadamente despejado, cerré los ojos y supliqué:

– No.

Un segundo después la vi con la mano quieta sobre el botón, erguida todavía pero menos fuerte, incrédula y sin comprender.

– No hagas eso -volví a pedir-. Por favor.

– ¿Por qué? -musitó, y en sus palabras, como una paradoja, había algo semejante al temor vacilante de la niña que pregunta qué va a hacer al hombre que la ha secuestrado para forzarla.

– Porque no puedo -declaré, sin evitar el oprobio.

Nadie lo había merecido antes de ella, pero ella sí lo mereció y no traté de encontrar objeciones. Cinco minutos después, mientras Inés me escuchaba vencida desde el sillón de terciopelo que había cerca de la cama y yo, incorporado sobre el colchón, me resignaba a la bajeza de estar otra vez sobrio, le conté sin escatimar ni disfrazar nada:

– Sucedió hace diez años, como casi todo lo que ahora determina mi vida. Yo lo había esquivado o lo había temido durante meses. Ella era la mujer de mi mejor amigo. Hasta aquí, nada original, aunque ella era bonita y peligrosa como ninguna otra y la culpa que yo sentía no se parecía a la que me habían traído mis anteriores crímenes. Dudé mucho antes de caer, pero cuando caí no había nada en el mundo que deseara con más fuerza. Si hubiera podido matar a mi amigo, para que todo fuera más fácil, lo habría hecho y habría disfrutado. Pero no tenía el valor suficiente para eso. No podría decir ahora cuánto duró. Le traicionamos mil veces, con remordimiento en ocasiones, con fervor siempre. Hablo de mí, porque nunca supe a ciencia cierta qué sentía ella. Creo que mi amigo nos dejó continuar durante semanas después de enterarse. Quiso acumular pruebas o rencor y debió conseguir demasiado de ambas cosas. Me preparó la trampa en una ciudad triste y hermosa como acaso no exista otra en el mundo. Es una ciudad blanca de edificios estropeados que baja por las colinas hasta un río que se confunde con el mar. Nos sorprendieron en un cuarto de hotel desde el que se veía ese río. Estaba atardeciendo, o amaneciendo, que es igual, porque la ventana daba al sur. Ella estaba fumando y yo miraba al techo, pensando que prefería las mujeres que no fumaban. Su cadera desnuda estaba apoyada en la mía. Entraron sin ruido, no como en las películas, en las que siempre entran de una patada. Eran un tipo grande y fuerte y otro más bajo, algo ceñudo. El grande se llamaba Óscar. Le conocía. Al pequeño no. Óscar me sacó a mí de la cama y a ella la sacó el pequeño. Era humillante estar allí los dos desnudos delante de Óscar, pero lo era todavía más estar delante del otro. Mientras Óscar me sujetaba, el pequeño vejó a Claudia de diversas formas que quizá no convenga describir. Yo no tenía lástima por ella. Nadie que la conociera podía creerla en ninguna circunstancia, por infamante que fuera, tan ultrajada como para tenerle lástima. Mientras el otro maniobraba ella sonreía, impasible, y cuando su boca estaba demasiado ocupada para sonreír, era el desprecio de sus ojos el que demostraba su orgullo. Sin embargo, luché hasta cansarme contra el abrazo de Óscar. La rabia y la lástima por mí, no por ella, me empujaron a aquel esfuerzo infructuoso. Luego ella quedó tendida y sucia sobre el suelo y llegó mi turno. Óscar me violó con ímpetu, brusco y eficaz como un experto. Me asombró lo poco que dolía, físicamente quiero decir. Lo que me dolió hasta perder la razón fue encontrarme con la cara de Claudia, en la que permanecía un rastro insensible de sonrisa, mientras Óscar me embestía furiosamente. Cuando hubieron terminado nos dejaron allí, en el suelo, sin preocuparse porque nos quedáramos juntos. No hacía falta. Nos separamos esa misma noche. El resto de la historia es una sucesión de renuncias. Tras meditarlo, perdoné a mi amigo, pese a lo inmundo de su venganza. Yo le había hecho daño cuando él no había hecho otra cosa que arriesgarse por mí. Yo había disparado primero y eso me hacía culpable de todo. Además, sabía cómo quería a aquella mujer. Todo el dolor que él me había causado no era nada al lado del que le había causado yo. Aunque deshonrado, yo podía irme a otra parte, alejarme de ella, maldecirla. Pero para él, Claudia era el aire que respiraba. Le había dejado sin sitio en el mundo. No volví a verle. Abandoné mi casa y mi tierra y me fui a otra en la que nadie me conociera. Al cabo de los meses creí que había olvidado lo suficiente. Intenté algo con una mujer que no me importaba, para que fuera más sencillo. Luego lo intenté con otra que me importaba, y más tarde con otras cuatro o cinco respecto a las que ya no me paré a pensar si me importaban o no. Al final comprendí que era inútil. En el momento decisivo veía la cara de Claudia en aquel cuarto de hotel, mientras atardecía o amanecía, con su sonrisa insensible. No había modo de luchar contra ello. Dejé de buscar mujeres.

Inés me contemplaba con un gesto que no era de horror. En sus finos rasgos de hada errada sólo había una comprensión infinita, como si en su mundo de ensoñaciones desorbitadas cualquier dolor humano ostentara legitimidad para ser atendido y consolado. De todos modos, no podía entregarle sólo mi historia para indemnizarla.

– Ahora ya sabes la razón. Tú no tienes la culpa -y aguantando apenas las lágrimas proclamé sin reservas-: Eres la mujer más linda que he conocido. Lástima que haya sido demasiado tarde.

Aquella noche dormí con Inés, adivinando su cuerpo bajo el camisón que preservaba su piel del contacto de la mía. No sucedió nada de lo que no debía suceder. Ella durmió profundamente, sin rehuirme ni acercarse. Yo la acaricié sin atrevimiento, y cuando dejé de estar despierto soñé y volví a soñar, llorando de alegría, un sueño en el que todo cuanto ocurría era que ella y yo dormíamos en la misma cama y de vez en cuando yo me despertaba para acariciarla sin atrevimiento. Mientras la noche fue tibia su cuerpo se mantuvo fresco, y al amanecer, cuando la temperatura descendió, tomé de ella el calor que mis miembros pedían. Junto a ella me salvé temporalmente de la desolación y la vergüenza de llevar mi nombre, mover mi cuerpo y deberle a Dios mi alma. Hasta dar con Inés, y a pesar de haberme enredado en la estela destructiva de Claudia, había seguido manejando la teoría convencional de que una mujer ha de ser valorada por lo que proporciona. Pero ninguna dádiva femenina, cualquiera que fuera su especie, podía producir goce comparable al de aquel saqueo exhaustivo y purificante. Teniéndola a ella cerca desistía de mi inteligencia y de mi orgullo, que no eran nada, y de todo mi pasado, que valía algo más. Aunque quizá debería decir del resto de mi pasado. Porque lo que me vinculaba a ella no tenía la forma renunciable del deseo reciente, sino la invencible intimidad de la añoranza. Gracias al espacio que había guardado durante años en el centro mismo de mi memoria, hasta que ella lo había rellenado, era como si la conociera desde el principio de los tiempos.

Pero, como me había atrevido a reconocer en voz alta, era demasiado tarde. Veinte años antes habría podido aceptar la ilusión de estar destinado a aquella mujer. Pero ahora ya no le pertenecía. Si la providencia me había obsequiado aquella aproximación improcedente y fantástica, no lo había hecho para que inventara esperanzas, sino para que conociera mejor mi fracaso. Mi tiempo y mis fuerzas eran de lo que quedaba de Pablo y de Claudia, es decir, del deber inseguro de esclarecer y vengar su muerte. Y si en algún momento acertaba a desembarazarme de aquel deber, nada podría ya sustituirlo.

Me levanté temprano, cuidando de no despertarla. Continuaba profundamente dormida, con las facciones distendidas en un gesto de perfecta inocencia. Me aseé y me vestí deprisa y tomé un vaso de leche caliente para asentar el estómago. Cuando entré en el dormitorio para recoger la bolsa me entretuve unos segundos contemplándola mientras dormía. En aquel momento dudé si besarla, si arroparla, si pasar por encima de todo y permanecer junto a ella para terminar hiriéndola de un modo imprevisible. Al final opté por marcharme sin más. En dos minutos estuve en la calle y en una desierta mañana de domingo. Ni siquiera parecía haber aún autobús, así que decidí ir andando. A los cinco metros me detuve. Debía dejarle al menos una nota, aunque no supiera qué escribirle. Garabateé en quince segundos una frase ambigua, para ser leída con fondo de violines.

Podía haberle metido la nota en el buzón, en lugar de subir para pasársela por debajo de la puerta. En ese caso, no habría visto que alguien había forzado la cerradura, ni tampoco todo lo demás. Antes de empujar la puerta monté mi Astra, con un oscuro presentimiento. Entré sin hacer ruido y atravesé el vestíbulo y la sala como si atravesara un interminable espacio lleno de niebla. Cuando me asomé al dormitorio vi al hombre sobre la cama, sentado a horcajadas encima de lo que sólo podía ser Inés. No me había oído y no lo pensé un instante. Le disparé en la nuca, y mientras caía le di de nuevo, en la espalda. Pero por segunda y última vez en la vida de Inés, había llegado demasiado tarde. Me incliné sobre ella e interpreté sin dificultad las marcas en la garganta, la ausencia de respiración. Tenía los ojos cerrados y la misma expresión de inocencia con que la había dejado unos minutos antes.

Sin rabia, como quien cumple un trámite, volteé de una patada el cuerpo del hombre, que estaba tendido de bruces. No pude confundirle, pese a la sangre. Ante aquel cadáver inverosímil y casi diabólico, comprendí que se trataba de una pesadilla y, sin posibilidad de oponerme, me limité a constatar:

– Óscar.

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