Llegó por la tarde, cuando el sol empezaba a declinar. Todavía quedaban un par de horas de día y de luz, pero de esa luz engañosa en la que se notan menos los fallos del cutis y quizá también del alma. Primero fue al pueblo y me telefoneó desde allí. Probablemente quería asegurarse de que estaría en la escalinata de la entrada para verla irrumpir en el aparcamiento, sortear con temeridad un par de obstáculos y clavar el todoterreno a medio metro de unos arbustos. Pero sobre todo, para que pudiera admirarla mientras descendía de la altura de su máquina, afectando delicadeza en el modo de tender la pierna hacia el suelo, exhibiendo en toda su maligna perfección su pantorrilla vestida de seda blanca. Vino hacia la entrada, sin prisa, oscilando suavemente, desperdiciando dulzura y teatro dentro de su traje de lino, mirándome sonriente bajo el filo de un anacrónico sombrero de verano. Yo cumplí dócilmente mi papel, erguido en mi pobre y sucio uniforme de enfermero, sobre el que me había puesto un veterano jersey azul para hacer más abrupto y ventajoso para ella el contraste. Pero no quise premiar su aparición con la menor señal de estupor. Conocía de sobra aquellos trucos suyos, y también los había previsto. Podían morir todos a su alrededor, podía venirse el cielo abajo, pero eso no era ni remotamente suficiente para que ella variase sus hábitos. Sin embargo, por encima y más allá de sus artes menores, y sin que éstas lograran más que casualmente agravarla, Claudia se mostraba ante mí armada con su terrible belleza inconsciente, aquella que debía a mis lejanas imprudencias y a la nunca extinguida tortura de su recuerdo. Las erosiones sufridas en el largo intervalo que habíamos estado sin vernos, con ser muchas y perceptibles, no podían bastar para contrarrestar esa belleza. De modo que, en cualquier caso, hube de aguardarla vacilante y un tanto impedido, sin acertar a negarle resueltamente mi homenaje.
Subió los escalones de puntillas, como lo hacía la comedida señorita que su esmerada educación le había enseñado a ser y ella había aprendido a sacudirse de encima cuando le venía en gana. Cuando hubo llegado al penúltimo peldaño se detuvo e irguió el cuello al tiempo que entrecerraba los ojos y ladeaba ligeramente la cara. Puse mis labios sobre aquella mejilla y me llevé, al retirarme de ese frío intercambio, un leve jirón de aroma de jazmines. Habría podido o habría querido abrazarla, sin pensar, como si ella hubiera sido cualquier mujer y yo cualquier hombre hambriento de calor. Pero la deliberada exhibición que, gracias al desnivel, me ofrecía su escote, asociada por alguna ruda conexión subterránea a diversas formas de desaliento, me disuadió violentamente. Adivinándome, no sé si con su astucia de loba o de mujer, Claudia sintió la necesidad de quebrar el silencio, a cuya confusa acumulación de signos había abandonado hasta entonces el encuentro.
– ¿Así me recibes? -protestó, frunciendo el ceño-. Después de diez años. Esperaba que te emocionarías, al menos.
La observé fijamente, midiendo la pérdida de brillo en sus ojos, la huida de la firmeza de sus facciones, la sutil atenuación de la dureza de sus hombros. Sentí que algo trataba de derramarse entre mis párpados y me apresuré a contestar, con indiferencia:
– Estoy muy emocionado. ¿Y tú?
Claudia dio un respingo, subió el último escalón y mientras se encaminaba hacia la puerta, dejándome atrás, concedió bruscamente:
– Por supuesto.
Conservaba los reflejos, pero a mí me dolía demasiado verla para dejar que se me escurriese.
– ¿Adónde vas? -la detuve, cuando ya se disponía a entrar en el vestíbulo. Lo dije sin fuerza, con curiosidad.
Claudia se giró y me dirigió una mirada furibunda.
– Supongo que tendrás algún agujero ahí dentro -explicó-. Supongo que me darás algo de beber y dejarás que me siente. He hecho doscientos kilómetros para venir a que me insultes. Proporcióname al menos alguna comodidad.
Traté de convencerme de que no me jugaba nada, de que no era ella, la Claudia a la que antaño me había rendido con torpeza e indignidad. Pausadamente, sin esforzarme en detallarle motivos, le aclaré:
– Sí tengo un agujero. Pero tú no puedes entrar allí. Podemos pasear por los jardines del balneario, por el campo o por el pueblo si es que prefieres que vayamos allí. Dentro de poco es posible que tengas frío. Entonces podemos refugiarnos en algún bar en el pueblo o puedo dejarte alguna prenda de abrigo para seguir paseando. Pero no iré ahí dentro contigo. Esas son mis condiciones, y sólo puedes tomarlas o dejarlas, aunque repugne a tus costumbres.
Claudia me observó durante un par de segundos, ostentosamente atónita. Luego se rehízo y masculló:
– Deberías verte, Juan. Das mucha lástima y un poquito de asco, defendiendo nada con ese orgullo pasado de fecha. ¿Quieres castigarme? Está bien, adelante. Vamos adonde quieras y puedan hacerme un café. Ya pasearás solo cuando me largue.
– Tendremos que ir en tu coche. Yo no tengo -informé, manteniendo a base de un par de cálculos viciados la calma y la distancia.
Bajó corriendo los escalones y se dirigió hacia su vehículo, sin mirarme. Cuando llegué, el motor estaba en marcha y la puerta del copiloto abierta. Trepé y me introduje inhábilmente en el habitáculo. Arrancó casi sin darme tiempo a cerrar la portezuela. Mientras atravesaba de volantazo en volantazo la explanada del aparcamiento, me requirió:
– Tú dirás.
La guié hasta un mesón, a la entrada del pueblo. A aquella hora era seguramente el sitio menos concurrido y disponía de las comodidades indispensables. No era muy sucio, no era muy limpio, y yo no solía frecuentarlo. Aunque esta última era una previsión ruin, no quise dejar de hacerla. No era improbable que después de estar allí con Claudia reuniera unas cuantas razones para no volver. Durante el trayecto procuré no abandonarme a la tentación de contemplarla, en aquella cercanía extraña y tensa. Le dediqué fugaces miradas de reojo, mientras ella permanecía atenta a la carretera. Siempre se había maquillado con maestría, difuminando los contornos de cada color para hacerlo decaer gradualmente hasta el tono de su piel. Pude advertir que conservaba el arte y que éste, aplicado a aquella carne ablandada, resultaba tierno y frágil, más conmovedor que antaño. Pero algo más que la frialdad de su mirada me defendía de aceptar sin trámite esta clase de espejismos. Si Claudia había sufrido algo que la hacía apta para suscitar emociones sin sospecha, tendría que demostrarlo de un modo menos equívoco.
Entramos en el local y dejé que eligiera una mesa en un rincón apartado, lejos de la luz. Ella tenía sus razones para preferir ése y yo las mías para que esto fuese como ella prefiriera. Mientras nos sentábamos, traté de disuadirla de la idea que traía:
– No me fiaría del café de este pueblo, si fuera tú.
Aguardó a que el camarero se acercara, sin responderme y sin apartar los ojos de sus gafas ahumadas, con las que sus dedos jugueteaban sobre la mesa. Cuando el camarero esgrimió su lápiz, se apresuró a pedir:
– Yo lo quiero solo.
– A mí me trae un whisky, sin hielo -dije, esquivando su dardo.
Antes de que el camarero se hubiera separado un par de metros, Claudia comentó:
– Empiezas temprano.
– No lo suficiente. Para ser un alcohólico hay que llegar a desayunarlo. Pero todavía estoy lejos de sentir ese desasosiego en el paladar al levantarme. Una sensación que tú podrías describir mejor que nadie, por lo demás.
– Eres un inocente si piensas que el alcohol me dominó alguna vez. Siempre he sido dueña de mis vicios, aunque a ti te cueste concebir que eso es posible.
– Desde luego que me cuesta. Si el mundo es una cuestión de flores e insectos, yo nunca he tenido pétalos.
– Qué pena que la verdad no quepa en una metáfora. Habrías sido un sabio, Juan, y no el último de los desprevenidos.
– No abuses de mí, Claudia. Sabes que no puedo discutirte ciertas cosas.
El camarero interrumpió este duelo idiota, que yo sostenía sin ganas y cada vez más mermado por todas las sensaciones que ella me causaba, que eran ella y a la vez mucho más de lo que ella sabía ser. Me sujeté al vaso de whisky y conseguí resistir. Claudia, tras el primer sorbo de café, dulcificó su semblante. Ya habíamos vivido aquello otras veces. Ahora se bajaría poco a poco de su displicencia. Un par de comentarios descuidados, algún truco un tanto más impaciente. Y sin más razón que su antojo, la pelea se declararía concluida. Pero yo no podía dejar de temerla.
– Este café es agua sucia -observó, sonriente-. Gracias por el aviso.
– Te habría acompañado, a pesar de todo -revelé, con estúpida camaradería-. Pero luego no me deja dormir.
– ¿Duermes mucho por las noches, Juan?
– Depende de la estación -inventé, sin pensar. Empezaba a tener la sensación de que el dueño nos vigilaba de reojo.
– A mí eso no me afecta. Duermo diez o doce horas diarias, todos los días, en cualquier época. Duermo de un tirón y no sueño. ¿Tienes alguna explicación ocurrente para eso?
– Seguramente no.
Claudia adoptó una expresión premeditadamente melancólica.
– En realidad, ni siquiera de niña soñaba -confesó-. Conseguía los juguetes antes de soñarlos y el resto no me interesaba. Cuando ya era una adolescente soñé varias veces con un muchacho débil al que solía ver de lejos, en el parque. Le soñaba sin querer, sin enredarme demasiado, pero eso bastó para que despertara mi curiosidad y me gustara encontrarlo entre los árboles. Sin pasión pero disfrutando, como cuando una oye detrás de una puerta que alguien la elogia. Su destino consistía sin duda en morir de leucemia antes de cumplir los veinte años, pero el azar, irracionalmente, lo quitó de en medio antes de los quince, sirviéndose de un camión que ignoró un semáforo. Lo vi desde el otro lado de la calle, el choque y después el muñeco rebotando hasta quedarse quieto. Lloré un poco, por inercia, sin estar convencida. Luego me propuse no volver a soñar a nadie, pero también sin convicción. A ti y a Pablo os soñé, a veces.
– Iré disponiendo mi entierro.
– No pretendía facilitarte ese chiste.
– No es un chiste. Me haces pensar que después de todo quienes defienden que el sueño es un eco del pasado son, científicamente, tan inocentes como lo eran sin ciencia los antiguos augures. Naturalmente no intentaré comparar nada de mi vida con nada de la tuya, pero yo tampoco sueño ahora, y sin embargo, cuando carecía de pasado, construía tres o cuatro mundos posibles cada noche. En realidad el asunto es espantosamente simple. Después de comprobar que ninguno de esos mundos se ha realizado, ¿qué sentido tiene soñar?
– Quedan las pesadillas, cargadas de sentido -se apresuró a corregirme, con malicia.
– Las pesadillas corresponden a un estado intermedio, a cuando todavía queda algo que salvar. Hace años que no tengo pesadillas. Ya no pueden avisarme de nada.
– Siempre fuisteis un par de fúnebres, y lo que es peor, con vocación.
– Hablo sin tristeza, Claudia. Estoy acomodado y tranquilo. Veo ponerse el sol y alternativamente duermo la siesta. Dentro de mis limitaciones, dispongo de una certeza: ya no puedo hacer mal a nadie.
Claudia meneó la cabeza.
– Nunca se llega a ser tan pequeño o tan grande como para eso.
Aquélla fue la primera vez que me asustó seriamente, en la amarga tarde de nuestro reencuentro. Y no me faltaba motivo, ni una especie desdichada de perspicacia. Por sí mismas sus palabras eran inquietantes, pero más allá de ellas, bajo su significado descifrable, estaba o estuvo una ironía malvada, subrepticia. Ahora pienso que Claudia sabía perfectamente lo que me iba a pedir y lo que yo tendría que hacer, y que ya desde antes de aproximarse decididamente a ese áspero territorio se complacía en extraer de aquella idea una pizca del placer inicuo a que su temperamento había reducido la vida. Sólo podría culparla desde aquí si alguna vez hubiera pretendido convencerme de que su naturaleza era otra. Pero Claudia nunca fingió, ni en la dulzura ni en el insulto. Interpretaba, sí, pero no mentía. Estaba demasiado satisfecha de sí misma para despojarse más de lo indispensable de su pervertido ser.
Ahora me miraba con resuelta simpatía. Acaso era porque había logrado reírse de mí, porque me sentía indefenso o porque había olvidado la injuria de mi recibimiento. Antes de que empezara a condescender de un modo demasiado notorio tenía que procurar conducirla a alguna otra táctica de las que le conviniera o apeteciera poner en ejecución para embaucarme. Una buena manera de ganar tiempo era invitarla a exhibirse, a lo que tenía una intensa afición.
– Antes de que se te vaya la mano -dije, tras medio minuto de sostener su amable mirada-, espero que te des cuenta de que esta lucha es desigual. Sé muy poco de lo que has estado haciendo estos años. Quizá fuera un oportuno acto de cortesía por tu parte subsanar mi ignorancia y confirmarme si puedo fiarme de lo que recuerdo de ti.
– No presumas de estar en desventaja.
– No presumo. Tú sabes lo que he hecho yo. Has visto el balneario y el pueblo. No necesitas ni siquiera conocerme para descartar posibilidades. Pero yo no puedo calcular hasta dónde te ha llevado tu proverbial audacia.
Claudia me escrutó con unos ojos resplandecientes, casi de muchacha.
– ¿De verdad te interesa saberlo? -preguntó, simulando una especie de alegría confusa.
– Haz como si me interesara.
– En fin, puedes imaginarlo casi todo, creo.
– No lo creas. Aparte de la estrechez de mi actual entorno, me ciegan el rencor y la derrota.
– Pronto dejas de dudar de tus recuerdos. Ahora vuelves a hablar para ella. Siempre preferiste hablar para ella.
– ¿Para quién?
– Para Claudia el hada mala, la que se deja contemplar, la que nunca busca. Pero no me confundas con tu ilusión de mí. Ahora como antes, puedo ver más allá de tu retórica.
La miré detenidamente, aguardándola. Ahora fundiría el resto del hielo e intentaría implicarme en su juego interesado. Pero no bastaba con que la dejara hacer. Me pedía que la alentase.
– ¿Y qué es lo que ves, Claudia?
– Nada inexacto, contra lo que pretendes hacerme pensar. Supones que le traicioné otras veces. Antes y después de que lo mataran. Y no puedo negarlo. También supones que después de que dejáramos de vernos seguí coqueteando con el caos y amándome sin pudor, como tú solías decir. Tampoco puedo decir que con esto te equivoques. Ni aspiro a esconderlo. Aquí estoy y hay cosas que son ostensibles.
– Me reconforta ser tan sagaz, si puedo creerte.
– Con las limitaciones inherentes a tu sexo, debo precisar. Te falta olfato para presentir los detalles, como a todos. Y lo más gracioso de esto es que un hombre puede suicidarse por un detalle inesperado, después de meses de conocer los términos generales. Incluso después de sobarlos mil veces en magníficos discursos.
– El riesgo de vincularse a grandes cosas. También lo he visto en mujeres, si se me permite protestar.
– Nunca en mí.
– Eso tengo que admitirlo. ¿Qué detalles se me escapan, si no es indiscreción?
Mientras la veía pensar, detenerse, entendí sin euforia que acababa de darle la señal esperada.
– Nunca he sido buena para contar ordenadamente largas historias -comenzó, con desgana fingida-. Ni eso ni el sentido trágico lo aprendí de vosotros. Después de lo de Pablo dejé aquella mansión demasiado grande y me mudé a una casa modesta en las afueras. Fue un consejo de mi hermana, que ahora es jefe de algo en el Ministerio de Agricultura y se pasa la vida resolviendo cosas. Exceptuando sus regulares visitas, estuve sola, olvidada. La caída de Pablo disgregó en todas direcciones a quienes habían aparentado ser sus amigos. Imagino que algunos tuvieron que ver con su muerte y que los inocentes procuraron ponerse a salvo. Disfruté durante un par de meses de mi condición de viuda apestada, pero luego se me pasó el anonadamiento y me puse a hacer cosas. Liquidé lo que quedaba de nuestro patrimonio y metí el dinero en varias cuentas seguras, sobre todo en las que Pablo tenía fuera del país. A pesar de su desgraciado final, la aventura de Pablo podía traducirse en un éxito económico asombroso para un hombre de ambición media, y como yo siempre he sido una mujer de ambición media, me propuse aprovechar esa gratificación para compensarme de los sinsabores sufridos en otros aspectos. Hice viajes, me compré ropa, joyas, coches, siempre lejos de Madrid. Pero también cometí un error un poco estúpido. Contra lo que Pablo y tú supusisteis siempre, mi naturaleza es muy fiel, y me apasiono con dificultad. Aunque me hubiera divertido con una legión de imbéciles, sólo por él y algo menos por ti había perdido la independencia. Pues bien, mi error estúpido fue exagerar con un individuo insuficiente, mientras procuraba consolar mi viudedad. Le traté como a un rey, me humillé, le perseguí. Perdí las referencias, me encapriché como una tonta, y todo se complicó de una manera increíblemente absurda. Cuando empecé a darme cuenta de sus limitaciones, aquel hombre se había hecho un hueco demasiado grande en mi vida. Yo le comparaba, y comparaba lo que sentía con lo que había sentido con Pablo y contigo, y me parecieron un disparate todas las exigencias que había tolerado que me impusiera. Me desprendí de él sin muchas contemplaciones, pero era un tipo sin espíritu deportivo. Me hinchó un ojo e incluso creo que quiso violarme. Afortunadamente pude escabullirme y cambié de ciudad. Entonces, inesperadamente, caí en una enorme tristeza. Añoraba muchas cosas, pequeñas y grandes, recordaba mucho a Pablo y por las noches soñaba que estaba vivo y luego me hartaba de llorar. Intenté drogarme en serio, con heroína, pero me hice un desaguisado en el brazo al tratar de pincharme y me asusté. Así que decidí recurrir a métodos más usuales. Antes de que te burles, te diré que no bebí como bebes tú, sin saber por qué. Lo hice a conciencia, para destruirme. Nunca antes había tenido ese deseo, y me sorprendía, pero lo acepté. Cada noche cogía la botella y la vaciaba sin ganas, testarudamente. Es difícil matarse a fuerza de beber, aunque no imposible. Yo estuve a punto de lograrlo. Pasé una cura en un sitio que prefiero no recordar y volví hecha un trapo a Madrid. De eso hace un mes, más o menos.
La vi callarse, coger la taza y tomar abnegadamente un par de sorbos. Sólo se me ocurrió decir lo que seguramente ella esperaba de mí en aquel momento:
– Te has recuperado rápido de ese año tan intenso.
– Cuando se falla, hay que resignarse a volver a ser como siempre. Y cuando una se resigna es mejor abreviar.
Ambos sabíamos que todo aquello que me había contado no era lo que yo le había pedido. Yo no me refería a aquel último año del que nada quería, con todos los motivos del mundo, averiguar. Me interesaba lo que había ocurrido antes, en los años siguientes a mi marcha, entre Pablo y ella. Podía mentirme, si lo prefería. Sólo quería saber su historia, falsa o cierta. La versión de Pablo podía deducirla gracias a la carta que guardaba en el cajón de mi armario. Pero Claudia prefería contarme ese año, el último, y aunque ya me había llevado tan cerca del peligro como para presentir por qué, no podía distraerla de su propósito. Sólo me quedaba aguardar a que ella resolviera declararlo abiertamente, y no cabía creer que se detendría mucho más en los preliminares. Su mirada concentrada me sacó de estas cavilaciones, mientras me hundía en el abismo al que se referían.
– Hace una semana -suspiró- empezaron a acosarme. Sabía que era cuestión de tiempo, tras regresar a Madrid. Pablo me lo dijo. Me dijo que después de que ocurriera habría confusión durante unos meses, pero que luego se aclararían y me buscarían. Cuando le oía decir eso creía que eran incoherencias de borracho, no imaginaba qué era lo que iba a ocurrir ni me esforzaba por imaginarlo. En las semanas siguientes a su muerte estaba demasiado aturdida para interpretar o calcular nada, y creo que tampoco cuando me marché de Madrid lo hice por ninguna precaución. En cambio, cuando volví, hace un mes, sí sabía lo que estaba arriesgando. Pablo se aseguró de que lo sabría.
Abrió el bolso, hurgó dentro de él y sacó un sobre gris, desconsideradamente rasgado. Me lo tendió y así estuvo hasta que yo lo cogí, al cabo de cuatro o cinco segundos. Lo mantuve en mi mano, sobre la mesa, sin decidirme a abrirlo o devolvérselo. Claudia explicó:
– La carta es larga, según su costumbre, pero no tiene demasiada sustancia. Me recuerda lo que me dijo antes de morir y me advierte de que el plazo de gracia ha terminado. Una idea macabra, la de hacerme recibir un sobre escrito con su letra diez meses después de su muerte. Muy propio de su peculiar sentido del humor. Al menos tuvo el detalle de avisarme.
– Y tú, a pesar del aviso, volviste -observé, sosteniendo el sobre como si contuviera una carga de dinamita.
– Precisamente por el aviso. En primer lugar, porque ellos debían de saber dónde estaba, ya que lo sabía quien me había hecho llegar la carta. Igual daba esperarles aquí o allí. En segundo lugar -y al decir esto su gesto indiferente adquirió un súbito ardor-, por ti.
Alcé nerviosamente el vaso y me lo llevé a los labios, pero cuando fui a beber me di cuenta de que el whisky se había terminado. Devolví el vaso a la mesa y rendí toda resistencia. Claudia no se apiadó:
– La carta, al final, contiene ciertas instrucciones. Verte mezclado en ellas no me inspiró confianza, ni siquiera ilusión. Pero al leer tu nombre recobré algo innegable, una cercanía, un poco de afecto quizá. Yo estaba demasiado sola, y me sentía demasiado abandonada. Así que volví para que me encontrasen, para buscarte.
La contemplé fijamente, desconcertado por el dolor. Luego le pedí:
– No me engañes, Claudia. Dime qué quieres; o no, no me digas tanto. Cuéntame sólo qué tengo que hacer. No he leído esto, pero adivino que sabes que no me voy a negar.
– Lo que yo sé es que dependo de ti -titubeó.
– Habla -insistí, mientras arrojaba la carta sobre la mesa.
– ¿No quieres leer la carta antes? -preguntó, sorprendida.
– No quiero leerla nunca -respondí, ásperamente-. Primero, porque no quiero volver a meterme entre Pablo y tú, ni siquiera ahora. Segundo, porque sé de sobra que la clave del asunto no está ahí.
– ¿Y cómo lo sabes?
– Pablo podía ser imprudente a veces, pero me cuesta imaginar que no se ocupó de evitar que pasearas en el bolso papeles comprometedores.
– Muy razonable. ¿Dónde está la clave, entonces?
Sonreí, por la ironía, por la antigua maldad amable de sus palabras, por el arco carnoso de sus labios y la ternura falsa de sus ojos.
– Aquí -repuse, tocándole la frente-, y ya sé que no puedo entrar. Ni voy a suplicarte.
Claudia me miró largamente, antes de admitir:
– Me alegra que nos entendamos. Aunque yo no merezca esa facilidad, como sin duda piensas.
– No te tortures por lo que yo pueda pensar. Dime qué quieres, simplemente.
Ahí fue donde me quedé sin la sonrisa, y lo que vino a continuación no me ayudó a recobrarla. Claudia lo contó todo despacio, con sistema, como si estuviera recitando una lección bien aprendida. Yo me resigné a escucharla sin adivinar lo que callaba, aquella zona oscura que constituía la inteligencia de todo y que yo tenía que ignorar mientras hacía mi parte. Comprendí que buscaba en los meandros de su relato armarse para mí, para aquel momento degradado y vulnerable, de lo más esplendoroso de su olvidado hechizo, y la vi rozarlo precariamente y luego caer, casi sin resistencia, con el aplomo infrecuente de la mujer que ha arrancado al tiempo la enseñanza de la renuncia. Fue su único fallo. En lo demás, no habría podido ser más concienzuda si hubiera tenido que engatusarme. Representó a la perfección el desasosiego, el miedo, el ansia de protección y hasta el deber superfluo de prometerme gratitud. Su historia no parecía especialmente consistente, y el plan que había urdido, sin resultar descabellado, pecaba de cierta extravagancia; pero ésos eran aspectos secundarios, de los que pude prescindir a la hora de prestar mi consentimiento a su solicitud. Sólo quise preguntar, no porque me cupiera una duda significativa, sino por obligarla a aclararlo:
– ¿Hasta qué punto quieres que te libre de ese hombre?
– Completamente.
– ¿Y después?
– Habrás cumplido.
– ¿Puedo estar seguro de eso?
– No te entiendo -protestó, y su cara mostraba una convincente perplejidad.
– Es una idea que se me acaba de ocurrir. Dices que ese individuo te sigue desde hace una semana.
– Sí.
– Quizá parezca algo obtuso si lo pregunto. Quiero decir que quizá debería imaginar la respuesta, porque tiene que ser algo muy evidente. Pero ¿dónde está ahora nuestro hombre?
Claudia soltó una breve carcajada.
– Naturalmente -explicó-, conseguí despistarle antes de venir. Poco podrías ayudarme si él me hubiera seguido hasta aquí y me hubiera visto hablando contigo. Alguien todavía menos agradable que yo habría venido a visitarte al día siguiente, y todo el plan se habría ido al cuerno. Tu ventaja es que todos te han olvidado. No puedo estropeártela, porque es todo lo que me queda.
– Ya. Aquí es donde viene mi duda. Si ahora, que nadie te sigue, vas a volver allí para que te sigan otra vez, ¿quién me asegura que después de que te libre de ese tipo vas a ser razonable? No pretendo decidir lo que debes hacer, pero no quiero tener una aventura de éstas siempre que te aburras.
– No tienes por qué. Ni siquiera puedo obligarte a que me ayudes ahora. Soy una mujer muy débil -bromeó.
– No trates de jugar conmigo, Claudia. Me aparté de todo aquello porque tenía razones. No aspires a que me olvide de ellas en beneficio de tus caprichos. Has perdido el poder de imponérmelos. Estás usando del favor de un muerto, y no de tu viejo encanto. Te lo advierto por si se te ha pasado por la cabeza la idea de abusar. No le debo tanto a Pablo.
– Tú sabrás. Yo no intento escribir tu vida. Ayúdame o no, pero no me pidas garantías de que seré como quieras ser. Yo no espero nada y tú tampoco puedes esperar nada. Ésas son las reglas.
– Claro. Nadie cree en los Reyes Magos. Me conformo con que ninguno de los dos se engañe. Sólo te advierto que muchos días no me apetece levantarme de la cama. Si comprendes que la próxima vez que me llames puedo tener uno de esos días y no hacerte caso, todo está bien.
– No te preocupes. No tengo derecho a que seas tan meticuloso.
Claudia se detuvo e hizo girar lentamente la taza, aún llena hasta la mitad de un café ya frío.
– En cuanto a mis motivos para regresar ahora a Madrid -prosiguió-, sólo te daré una pista, no para que entiendas, sino por la vieja amistad.
– Tú y yo nunca fuimos amigos. Yo te deseaba.
– No he dicho que esa vieja amistad fuese entre tú y yo. Ahí va la pista: Las cosas y la vida hay que perderlas por mala suerte y no por equivocarse en un cálculo. ¿Te resulta demasiado oscuro?
– No. Reconozco el estilo.
– Lo repetía a menudo, antes del desastre. Era algo así como su divisa.
– ¿Crees que es el mejor ejemplo que puedes seguir?
Sus ojos oscuros midieron mi escepticismo con dureza, pero me miraban compasivos cuando sentenció:
– Creo que es mejor que el tuyo.
Mientras regresábamos al balneario, inopinadamente, empezó a llover. El anochecer se volvió turbio y sobre el ruido monótono del limpiaparabrisas comenzaron a retumbar de tanto en tanto los truenos. Claudia conducía en silencio y yo también prefería callar ante el paisaje que se volvía insospechadamente extraño. Aquel llano y aquellos peñascales exiguos eran el hogar al que había acomodado la rutina simple y desertora de mi existencia. Pero mientras los veía pasar en la tarde viciada de la nostalgia incalificable a que me arrastraba la proximidad de Claudia, bajo la difusa amenaza de sus exigencias, me sentía recién llegado a otro reino al que jamás lograría encadenarme la costumbre. Ella me dejaría ante la escalinata y volvería a Madrid, a enfrentar sin aspavientos las peligrosas mutaciones y las ausencias. Dondequiera que Claudia colgase el vestido estaba su casa y podía conducirse con la misma familiaridad despótica. Pero a mí me había costado años hallar una apariencia de hogar en aquel páramo, y al verlo detrás de su perfil impasible experimenté una punta de agravio. No sólo había destruido mi amistad con Pablo y con ella mi honor y mi orgullo. Ahora se complacía en conmover sin consideración el arca en que reposaban mis cenizas humilladas. En adelante tendría que recordarla sobre aquel horizonte austero, como una distorsión irremediable.
Es singular que no pensara en el compromiso asumido, en todos los pequeños actos maquinales que tendría que encadenar con incesante menoscabo de mi alma para cumplir la promesa que ella acababa de arrancarme. Podría haberme enfrascado en la oscura previsión de cada una de las repudiadas sensaciones que tendría que reproducir, o haberme dedicado a enumerar los múltiples riesgos a que iba a exponerme. Yo había esperado a Claudia desde el miedo, confesado e inequívoco, y ahora tenía confirmadas todas las sospechas que habían inspirado ese temor. Pero no caí en la vulgaridad de ser coherente con los acontecimientos. Emulando lejanas y gloriosas imprudencias, o tan sólo vencido por una celada insensible de la memoria, vi a Claudia lánguidamente tendida junto a un pantano, en la tarde inacabable de un verano intenso y calinoso. El sol quemaba las plantas agostadas mientras nosotros nos beneficiábamos de la sombra maléfica de un eucalipto. Ella vestía una túnica transparente y un traje de baño tentador, violeta, como alguna noche pecaminosa yo había soñado sus ojos para llamarla tramposamente Eileen Wade. Simulaba dormitar, pero sabía que yo sabía que me estaba esperando. Aquella tarde había visto destellar tres veces el agua, y había meditado sin precipitarme. También había contemplado sin prisa la hendidura incitante de su escote, gustando la suave lujuria de su abandono. Ahora llovía, era mayo y estábamos más viejos, más solos, más desarmados. Pero volví a sentirme llamado y volví a acercarme, y volví a apurar el aroma limpio de su piel recién bañada. El sol quemaba alrededor, el pantano rompía olas diminutas contra la orilla. Ella era bella y fuerte como una diosa y yo juré que no iba a arrepentirme.
Luego cesó el recuerdo y Claudia me dejó ante la escalinata, desorientado bajo la lluvia. La vi irse sin dolor, casi sin conciencia. De repente, todo se volvía demasiado impreciso para elegir sentimientos indudables. Yo había tenido un hermano, pero la muerte imponía entre ambos un filtro que desdibujaba la lealtad que nos habíamos debido. Yo había odiado a aquella mujer y me había sacudido de encima, como la más inmunda de las infecciones, la inclinación a buscarla. Pero ahora no me desgarraba el corazón, no maldecía su regreso, no me resistía a la voluptuosidad depravada que había malogrado mi frágil fe en la vida. Pensé que iba a matar a un hombre al que no conocía y concebí fugazmente, bajo la lluvia de aquella tarde infausta, que acaso mi mejor razón para ello no fuera la petición de Pablo. Tal vez, después de todo, no me había arrepentido.