Dejé a Begoña atada a una butaca, amordazada y a oscuras, y llevando débilmente en mi memoria el rencor cansado de su última mirada bajé a la calle. Cuando arranqué ya sabía adonde iba y sospechaba lo que podía ser capaz de hacer. De entre todos mis adversarios, era de Lucrecia de quien esperaba las más completas explicaciones y a ella a quien suponía merecedora de la venganza que ilimitadamente alimentaba mi corazón. La abyecta emboscada que había preparado el demente moribundo que antes había sido mi amigo necesitaba del concurso de alguien de sutil inteligencia, y a esos efectos me costaba creer en la aptitud de un fatuo como Jáuregui. Sin duda era ella, Lucrecia, quien había desempeñado aquel papel. Pensando en ella podía hacer que mi sangre hirviera, porque ella estaba viva y me había infligido fríamente todos los daños particulares que me impulsaban. Casi agradecía al destino y a la tortuosa previsión de Pablo que ella existiera. A ella podía golpearla. Si sólo hubiera tenido el triste fantasma de Pablo, presuntuoso y patético, abstracto y desvanecido, no me habría quedado otra alternativa que dejar que mi rabia se consumiera y esterilizara en una resignada especie de tedio o tristeza.
Mientras conducía hacia la casa de Lucrecia, comprobé que aquel miserable vehículo que tanto había despreciado poseía alguna virtud. Era muy adecuado para esquivar y regatear en el tráfico de la ciudad, especialmente en aquella hora próxima al mediodía en que la circulación volvía a complicarse. Llegué al barrio en que vivía la hermana de Claudia demasiado pronto, poco antes de la una. Por relajado que fuera su horario de trabajo, aún tardaría en regresar. Aparqué a cierta distancia del edificio y concebí la apresurada idea de aguardarla en su piso. No fue difícil entrar en el portal, aprovechando la salida de uno de los vecinos, pero antes de tomar el ascensor advertí por pura casualidad la existencia de un contratiempo imprevisto, aunque previsible. Los pocos días que me separaban de nuestro primer encuentro no eran bastantes para que me costara reconocer al policía joven y calvo que había ido a buscarme a mi apartamento en compañía de otro de prominente barriga. Le vi de reojo, mientras se bajaba de un coche aparcado al otro lado de la calle. Entré en el ascensor con toda normalidad, maldiciendo la estupidez que me había llevado a cometer aquel error de principiante. Por aquel entonces todavía no tenía muy claro cómo me había localizado la policía a los dos días de llegar a Madrid, pero estaba perfectamente seguro de que aquello, de un modo u otro, tenía que ver con Lucrecia. La presencia del calvo en aquel inoportuno momento era del todo lógica y mi imprevisión imperdonable. Pulsé el botón del primer piso y en cuanto el ascensor se detuvo salí de él y monté la pistola. Me agazapé en el descansillo de la escalera y agucé el oído. Oí cómo se abría el portal y unos pasos, pero ninguna palabra. Venía solo, o tuve que apostar que venía solo. Bajé deprisa los escalones que me separaban de la planta baja y lo encontré ante el ascensor, esperando como un imbécil.
– Ni un solo ruido -amenacé, mientras le apuntaba entre los ojos.
Le empujé hasta un pequeño cuarto trastero, al fondo de un breve pasillo que arrancaba unos diez metros a la izquierda del ascensor. Antes de hacerle entrar, vi que podía cerrarse con un candado que alguien había dejado descuidadamente abierto y colgado del marco de la puerta. Después de entrar yo, entorné la hoja, de madera contrachapada y repintada con groseros brochazos. Mecánicamente, le ordené:
– Las manos altas, muchacho. Ponte de cara a esa pared y apóyalas en ella.
Le registré. Llevaba la placa y un nueve largo.
– Vaya trasto. ¿No había nada más incómodo?
El policía permanecía callado y quieto, como quien hubiera estudiado con aplicación cuál era la mejor conducta que se podía observar en circunstancias como aquéllas. Miré su documentación, buscando su nombre.
– Encantado de conocerle, inspector Ramírez. Dése la vuelta. Así, tranquilamente.
Me observó con interés y aparente aplomo, aunque era difícil tomar en serio aquel rostro de aspecto desvalido por la prematura alopecia.
– Supongo que no tengo que presentarme -dije.
– No, Galba, no tiene que hacerlo.
Su voz era de bajo, y no mala a nada que la educara, si es que no lo había hecho. La calva y la voz grave juntas eran demasiado para aquella cara de niño. A veces Dios usa de una minuciosa astucia para refutarnos. Otras veces prefiere mostrarse brutal. Comparando mi experiencia con lo que caprichosamente imaginaba de la suya no me sentí sobrado para compadecerle.
– No le diré que aparece en buen momento, inspector. Pero tenía ganas de hablar con usted. Hay un par de preguntas que deseo hacerle desde nuestro frustrado encuentro en mi apartamento.
– Me parece que la curiosidad es recíproca.
– Pero ahora soy yo quien pregunta. Tengo las armas.
– ¿Y qué es lo que quiere saber, Galba?
– Algo muy simple: ¿cómo me encontró? O mejor dicho: ¿cómo pensó que tenía que buscarme?
Ramírez sonrió con visible complacencia. Todavía era demasiado joven para considerar sus aciertos sin vanidad, estaba todavía más lejos de entenderlos como indeseables culminaciones parciales de un camino que nunca acaba siendo afortunado.
– El comienzo fue sólo su nombre de pila. Fue todo lo que nos facilitó Lucrecia Artola cuando la interrogamos después de la muerte de su hermana. Desde el primer momento me pareció que había cosas que sabía y no deseaba contarnos, pero mientras confirmaba o dejaba de confirmar aquella impresión, acepté que pudiera no recordar su apellido. Nuestra investigación empezó sin más datos acerca de usted, y he de admitir que poco pudimos hacer con aquello. Pablo Echevarría estaba bajo sospecha desde tiempo antes de su muerte y conocíamos a muchos de sus colaboradores, fijos o esporádicos. Curiosamente, no había ningún Juan. Nadie imaginaba que hubiera que retroceder diez años, a cuando Echevarría era un criminal novel, casi desconocido, y ninguno de los de la brigada se dedicaba todavía a estos asuntos.
– Usted debía estar entonces preocupado por su acné, por ejemplo. ¿Cómo se las arreglaron para retroceder tanto?
– Simple casualidad, o suerte, si prefiere llamarlo así. Había algo que podía hacerse mientras nuestras pesquisas en todos los demás frentes fracasaban estrepitosamente: vigilar a Lucrecia Artola. Puedo decir que fue iniciativa mía, y que no conté por cierto con el apoyo entusiasta de mis superiores. Mi intuición de que aquella mujer callaba algo no les parecía suficiente para desperdiciar demasiados medios en seguir esa posible pista. De modo que nos limitamos a un control mínimo, que podía hacerse sin mucho esfuerzo. Día tras día revisamos las hojas de visitas del servicio de seguridad del Ministerio, para averiguar quién había ido a verla. Además de eso, y actuando por mi cuenta, la seguí algunas tardes. Sorprendentemente fue lo primero lo que dio resultado. Un día apareció su nombre en la hoja de visitas. Un perfecto desconocido. Demasiado desconocido. Trabajaba en un sitio alejado de la civilización en el que no sabían demasiado de usted, aunque le consideraban en términos generales un buen tipo. Estaba en Madrid aprovechando unas vacaciones que tenía atrasadas. A su jefe le había extrañado que pidiera vacaciones, porque renunciaba sistemáticamente a ellas, como si no le interesaran. En cuanto colgué el teléfono me fui a los archivos y me remonté a diez años atrás: el tiempo que me habían dicho que llevaba en el balneario. No fue fácil, pero al fin apareció. Nunca le habían probado nada, incluso las sospechas que había habido sobre usted eran muy imprecisas. Lo único que constaba sin duda era su vinculación a Pablo Echevarría, otro joven a quien entonces tampoco se le acusaba de nada concreto. Por aquella época no eran más que dos posibilidades, entre muchas otras. Qué curioso es examinar los hechos a la luz de otros hechos posteriores.
– Curioso e insólito. Su oficio resulta muy emocionante.
– Puede creerme si le digo que esa noche me acosté a las cuatro y apenas pude conciliar el sueño. Ya se había dado orden de buscarle y me parecía inaceptable que le localizaran mientras yo dormía.
– El resto de la historia puedo imaginarlo. Tratasteis de encontrarme buscando entre las personas que se habían registrado en hoteles o apartamentos, pero no conseguisteis nada, porque para entonces yo ya disponía de una identidad falsa. Así que sometisteis a Lucrecia a vigilancia permanente y en cuanto me acerqué a ella tuvisteis mi rastro. Me seguisteis hasta el apartamento, y una vez que supisteis dónde me refugiaba pusisteis a un centinela frente al edificio mientras tú me acompañabas a distancia, para ver en qué ocupaba el tiempo. Y hubo suerte, porque en la primera de mis expediciones fui a comprar munición a un tipo del que debíais tener algunas referencias. Así que en cuanto volví al apartamento te uniste al centinela y os dispusisteis a detenerme. Por desgracia, el centinela no había sido muy disimulado y pude escaparme. Lo que no entiendo es por qué no me detuvisteis en cuanto disteis conmigo.
– Por diversas razones. Para empezar, podías tener algún socio.
– Absurdo. Debíais haberlo descartado, por mis antecedentes y lo que sabíais de mi personalidad.
– Sabíamos de tu complicidad con Lucrecia.
– Eso es una falsa impresión.
– Lo dudo. En cualquier caso, las apariencias invitaban a creeros de acuerdo. Y ésa era la segunda razón para no tener prisa por detenerte.
– ¿Por qué? ¿Qué otras consecuencias sacabas de mi presunta complicidad con ella?
– Que no eras un asesino, al menos en la opinión de Lucrecia. No es probable que alguien encubra al asesino de su hermana.
– Ni imposible.
– Lucrecia no tenía ningún motivo para estar interesada en la muerte de Claudia. Tampoco hay que complicar demasiado las cosas de entrada. Si han de complicarse ya suelen hacerlo solas.
– Como técnica de economía policial puede servir, pero no para retrasar mi detención o al menos mi interrogatorio.
– Había algo más.
– Qué.
– El cuadro.
– ¿Qué cuadro?
– No intentes convencerme de que no lo sabes. Todos lo saben en el mundillo. La música, de Gustav Klimt. No el pequeño de 1895, sino el grande, pintado en 1898 y, según la historia oficial, quemado por los alemanes en la guerra. Tu amigo Echevarría murió por causa de ese cuadro. Por encontrarlo o por inventar que lo había encontrado. Desde hace un año hay mucha gente obsesionada con el mito del cuadro perdido. Personalmente, no descarto que fuera la causa de que asesinaran a Claudia Artola. A alguien se le debió ocurrir de repente que ella podía tener el cuadro, aunque era notorio que hacía años que ella y Echevarría no formaban un matrimonio feliz. O bien hubo algo más que una ocurrencia repentina.
– Perdona un segundo. Hace tanto que estoy fuera de esto que me cuesta asimilar. De modo que todo ha sucedido por un cuadro que no existe. Pero la policía también cree que existe, y hasta imagina que yo puedo saber dónde está.
– A estas alturas, y con todo lo que ha pasado, la policía no puede desechar nada. Un tipo se medio suicida despertando la peligrosa codicia de sus enemigos, un año después su mujer es estrangulada y para acabar de enredar el panorama un antiguo camarada que llevaba una vida de ermitaño desde hace una década se planta en Madrid y se encuentra varias veces con la hermana de la difunta. Demasiado jaleo para que no haya algo detrás. No soy propenso a creer en historias fantásticas, pero lo soy menos a admitir que una sucesión de hechos tan singulares sea sólo fruto de la casualidad.
– Así que esperabais que os condujera hasta el cuadro. ¿Y por qué no seguisteis esperando?
– En cuanto supe que ibas armado pensé que tal vez me hubiera equivocado en mis suposiciones. No podía esperar a averiguarlo cuando acribillaras a alguien. Además, si te cogía con un arma y munición tenía algo de que acusarte. Eso podía incitarte a colaborar.
Mientras escuchaba a aquel policía diligente y precipitado me maravillaba de la malvada precisión con que Pablo había calculado que yo no había de enterarme de la causa de su muerte antes de leer su mensaje escondido al final de un intrincado laberinto. Había asegurado que el padre Francisco no me diría nada, utilizando cualquier argucia, y había previsto que del resto de los iniciados sólo hablaría con Jáuregui y con Lucrecia, que tampoco me dirían nada o peor aún, me dirían lo que él quería que me dijesen. Me había puesto en las manos dados trucados, y jugando sólo con ellos había permanecido ignorante de algo que incluso aquel estudioso pero ingenuo muchacho sabía. Y ahora, una vez cumplido el juego en la manera en que el antojo de Pablo lo había dispuesto, me encontraba con la dudosa recompensa de que la situación se había invertido y era yo quien sabía de La música lo que los demás, seguramente Jáuregui y Lucrecia incluidos, no alcanzaban a soñar.
Desde aquel conocimiento solitario, sentí de pronto el deseo malsano de abusar de Ramírez.
– Reconozco, inspector, que has sido relativamente hábil. Pero detecto en tu actuación algunos errores de bulto. Primero: si estaba confabulado con Lucrecia, ¿por qué en lugar de callar acerca de mí ella dio mi nombre en cuanto la interrogaste, aunque se reservara mi apellido?
– Francamente, no lo sé. Pero esto no son matemáticas.
– Segundo: antes de apostar por mi inocencia en función de mi supuesta confianza con Lucrecia, ¿por qué no investigaste dónde estábamos los dos la noche en que mataron a Claudia?
– Lucrecia estaba en una cena con personal de su departamento. Nueve testigos. Coartada impecable.
– ¿Y yo? ¿No le preguntaste al director del balneario, durante aquella conversación telefónica?
– No. Y reconozco que eso fue una omisión imperdonable.
– Así que no tienes la menor idea de dónde estaba yo esa noche.
– No he dicho eso. Ayer volví a hablar con tu jefe, o ex jefe. Ya no esperaba que regresaras, por si te interesa saberlo. Le hice esa pregunta que se me olvidó hacer la primera vez. La noche en que asesinaron a Claudia no estabas en el balneario. Habías pedido otro extraño permiso con cargo a vacaciones acumuladas.
Me sorprendió la calma con que Ramírez dijo aquello, que era prácticamente una acusación. También me desconcertó verme cazado en mi propia trampa. Pero tuve la serenidad necesaria para preguntar:
– ¿Y cómo se te ocurrió llamar ayer a mi jefe?
– Por otro suceso singular. El último de la cadena hasta ahora. Ayer encontramos dos cadáveres en un piso de un barrio periférico. Ella se llamaba Inés Aranda. No tenía nada de particular, que sepamos, salvo que murió estrangulada, como Claudia Artola. El tipo era harina de otro costal. Óscar Larrosa, un célebre secuaz de Echevarría que llevaba un año aparentemente fuera de la circulación. Lo mataron con una pistola del nueve corto, una Astra muy antigua, un arma bastante rara. Como ésa con la que me estás apuntando. Fue como dejar el DNI, Galba. Por no faltar, no faltaban ni tus huellas dactilares. Estaban por todo el piso. Incluso te vio salir algún vecino, para rematar la faena.
Ramírez disfrutaba visiblemente. Era su momento y yo lo había procurado con ciega torpeza. Debía haber calculado que no les había sido difícil relacionarme con lo ocurrido en casa de Inés. Si habían logrado lo más difícil, nada les impedía descifrar lo que era obvio.
– Comprendo, inspector. De modo que me tenéis cogido. Todo está aclarado y todas las pruebas me señalan.
– No hay por qué ir tan deprisa.
– ¿Qué puede deteneros?
– Cuando hablé con el director del balneario, ayer por la mañana, todavía no teníamos los datos del estudio forense. Nos los dieron a mediodía. Claudia Artola e Inés Aranda fueron estranguladas por un individuo de manos muy grandes. Mucho más grandes que las tuyas. Curiosamente, las marcas concordaban perfectamente con las dimensiones de los dedos de Óscar Larrosa. Sólo se te imputa una muerte, Galba. Y tal vez tenías buenas razones para causarla. Tu situación no es tan grave, si cooperas y nos ayudas a despejar los puntos oscuros que nos quedan. Nadie va a llorar a Óscar Larrosa.
En su día me había extrañado que la policía me persiguiera. Ahora que comprobaba cuánto habían descubierto estaba prácticamente estupefacto. No atinaba a decidir si Pablo no había contado con esto o si también la posible intervención de la policía formaba parte de su juicio de Dios. En cualquier caso, yo no podía ponerme a luchar codo con codo con Ramírez. Nuestras razones para intervenir en aquella guerra eran demasiado dispares, y el fin que él perseguía no tenía mucho que ver con el que ahora me movía a mí, aunque no debía excluir que aquel policía pudiera servir a mis propósitos. Traté de transmitirle la idea:
– Demasiado fácil, inspector. Si mis problemas pudiera arreglarlos la policía hace una semana que habría ido a buscarte. Tal vez podamos ayudarnos, pero no como propones.
– Ten cuidado, Galba. Hace cuatro días no sabía qué pensar, pero ahora me consta que estás solo. Lucrecia Artola es muy poco aliado para todo lo que tienes enfrente.
– Estás empeñado con lo de Lucrecia. Debe ser que la entiendes poco, por más que la hayas investigado.
– En serio. Conozco a la gente con la que te enfrentas. Son una mezcla explosiva. Parte de ellos son desalmados profesionales, que se han pasado a esto desde el tráfico de armas o de drogas, donde ya estaban demasiado acosados. El negocio del arte es tanto o más lucrativo y mucho más seguro. A veces no hay más que hacer un cómodo viaje a una iglesia de pueblo que no vigila nadie. La otra parte son histéricos peligrosos, que no saben en qué emplear su dinero ni su poder y se afanan en conseguir lo que nadie tiene, o mejor, lo que nadie puede tener. Tampoco pueden enseñarlo, pero les da lo mismo. Es para verlo colgado en su salón privado. Además, las obras que están en el mercado clandestino corren todavía menos riesgo de depreciarse que las que están en el mercado legal. Son magníficas como inversión, especialmente si se trata de dinero sucio.
– Veo que tienes una teoría completa. En estos días no abunda la gente con perspectiva acerca de su trabajo.
– Me dedico a esto desde que empecé en la policía. Y ya he visto dos o tres de éstas. Cuando los histéricos se encaprichan más de lo habitual de algo y los desalmados se aplican a buscarlo por todos los medios. Nunca acabamos con menos de cuatro muertos. Justo los que llevamos hasta ahora. Y nunca había visto nada que despertara el interés que despierta La música de Klimt. Es lo máximo. No sólo es ilegal poseerlo. Es inconcebible. Si sabes algo de él, o cualquiera cree que lo sabes, tu vida no vale mucho, Galba.
– De eso estoy convencido. Ha sido una conversación sumamente instructiva, Ramírez, pero debemos darla por finalizada.
– Piensa en mi oferta.
– No puedo aceptarla, pero quizá estemos en contacto. Nunca se sabe a quién termina necesitando uno.
– Si tengo ocasión te detendré, antes de que compliques más tu situación. Es de justicia que te lo advierta.
– Claro, Ramírez, eres un buen chico. Contaré con ello. Ahora te dejaré aquí encerrado. Sé que no puedo obligarte a nada, pero te lo pido como favor: dame cinco minutos antes de empezar a aporrear la puerta. Prefiero no tener que dejarte sin sentido y supongo que tú también lo prefieres. Y si me fastidias la huida llevo un arma y tendré que usarla.
– Descuida, tendrás los cinco minutos.
– Una última pregunta, inspector.
– Tú dirás.
– ¿Por qué te tomaste tanto interés en esta investigación? ¿Por La música?
– No. Aunque trabaje con enfermos todavía no estoy enfermo -y al llegar aquí se interrumpió, pero finalmente, sin pudor, dijo-: Fue por la chica.
– ¿Por cuál de ellas?
– Por Claudia. Quizá no debiera confesarlo, pero aunque estaba muerta y rígida nunca había visto una mujer tan fascinante. Me obsesiona averiguar por qué razón exacta terminaron con ella.
– Me temo que Óscar ya no podrá responder a tu pregunta.
– Nunca debió poder hacerlo. No creo que él lo supiera.
– No sé qué decirte. Buena suerte, Ramírez. Me llevo tu pistola.
Antes de salir se me ocurrió que había una sospecha que Ramírez podía ayudarme a descartar. No me la había planteado seriamente, por antiestética, pero no era imprudente tratar de asegurarse.
– Otra cosa, Ramírez. Ya que hablamos de cadáveres. ¿Viste el de Pablo Echevarría?
– Sí.
No disfracé mi pregunta:
– ¿Cabía alguna duda sobre su identidad?
– Ninguna. Sólo tenía seis balazos en el pecho. Los seis de su propia pistola, disparada a unos tres metros de distancia.
– Mejor. No quiero pelear con difuntos -mentí, sembrando el desconcierto en aquel ordenado cerebro.
Mientras le echaba el candado a la puerta imaginé con una desviada voluptuosidad la escena del inspector atónito ante la belleza desarticulada del desnudo cadáver de Claudia. Sentí una punta de nostalgia, o de admiración, o de amor, o tan sólo fue un estremecimiento, al pensar que incluso después de muerta ella había ganado la batalla de la seducción en el corazón inocente de aquel joven calvo empeñoso. Aquella sensación tuvo el efecto de desorientarme momentáneamente. Ya no sabía qué estaba defendiendo, si no era a ella, ni era la memoria de Pablo, ni era el recuerdo de nuestra juventud, refutado por la suma de traiciones cruzadas. Tal vez sólo me quedaba aquello que nunca había tenido, como le había ocurrido al suboficial legionario Kempe. En su caso se trataba de La música de Klimt. En el mío, del efímero perfume de violetas de Inés. Sólo por ella podía continuar, hasta descifrar y vengar por completo su muerte innecesaria.
De regreso hacia la calle Zamora empecé a gestar mi plan. Si por ahora tenía que renunciar a Lucrecia, había alguien, aunque no fuera demasiado importante, que estaba en mis manos en todo momento. Ya era hora de utilizar a la hija de Jáuregui, y tal vez en Ramírez había hallado lo que me faltaba para poder emplearla adecuadamente.
Begoña seguía atada y amordazada. Había intentado mover la butaca, pero sin demasiada energía. Al menos no estaba en el suelo, como le habría sucedido de haberse puesto a ello desesperadamente. La desamordacé y solté sus ligaduras. Sus muñecas tenían la marca de las cuerdas. De hecho, estaban casi moradas.
– Esta vez se te ha ido la mano -me recriminó.
– No te enfades, Begoña. Hoy volverás a ver a tu padre.
Contemplé con placer su gesto de incredulidad.
– ¿Qué es lo que has conseguido? -preguntó.
– Nada, todavía. Pero voy a conseguirlo. Ahora nos vamos de aquí.
– ¿Adónde?
– Nos vamos, simplemente.
Salimos y cerré la puerta. Con la cerradura forzada, cualquiera podía entrar, registrar los armarios y, dentro de uno de ellos, encontrar el lienzo enrollado que Pablo había escrito que era La música de Klimt. Lo había tenido en mis manos hacía tres horas, después de atar a Begoña, pero ni siquiera había pensado en desenrollarlo. Ni era imprescindible que se tratara del cuadro en cuestión, para los efectos que Pablo había pretendido y obtenido, ni me importaba demasiado lo que pudiera pasarle. Ya lo recogería luego, si tenía ocasión, pero no iba a arriesgar nada por él. Tampoco tenía demasiado claro que hubiera de llevármelo, acatando el sangriento legado de Pablo.
Llevé a Begoña a un polígono industrial del extrarradio. Estuvimos un rato callejeando por allí, mientras pensaba cuál sería el lugar mejor para tender la trampa. Una vez que encontré uno a propósito, un cruce despejado en cuyas inmediaciones había dos o tres edificios altos, busqué, a un par de kilómetros, una calle sin tránsito en la que hubiera una cabina telefónica.
– ¿Se puede saber qué estamos haciendo? -indagó Begoña, en cuanto detuve el coche y quité el contacto.
– Voy a devolverte a tu padre -repuse, fingiendo satisfacción-. Pero no puedo hacerlo de cualquier forma. Ya me ha demostrado un par de veces que a pesar de su pose no es un hombre pacífico. Tengo que tomar precauciones. No te preocupes. Tu pesadilla está a punto de terminar. No es algo que otros puedan decir.
– ¿Mi padre, por ejemplo?
Construí para ella la sonrisa que acababa de ganarse.
– Eres una chica lista. Pongamos que será menos malo para él si haces exactamente lo que yo te diga. Pero no puedo prometerte que voy a quererle a partir de ahora. Quédate aquí. Tengo que hacer una llamada.
Salí del coche y me metí en la cabina. Marqué el 091. Una rutinaria voz femenina respondió al otro lado de la línea.
– Buenas tardes. Quería hablar con el inspector Ramírez.
– ¿Es una emergencia?
– No, soy un amigo suyo.
– Entonces, ¿por qué llama a este número? Aquí no estamos para dar recados personales.
– Lo siento, he perdido su teléfono.
– ¿Ramírez ha dicho?
– Sí.
– Un momento.
Al cabo de cinco segundos la voz preguntó:
– ¿Eduardo Ramírez?
– Sí -creí recordar.
La voz me dictó siete cifras y advirtió:
– Y esta vez guárdelo bien.
– Gracias.
Marqué el nuevo número. Desde el coche, Begoña me observaba atentamente.
– ¿El inspector Ramírez, por favor?
– Un momento.
Reconocí la voz que contestó perezosamente:
– Ramírez.
– Tengo algo para ti, inspector.
– ¿Quién es?
– Galba.
– ¿Dónde estás?
– No me hagas perder tiempo. No voy a dejar que me localices. Limítate a escuchar. Si quieres cazar al que ordenó la muerte de Claudia Artola voy a entregártelo. También yo me entregaré. Espero que haya comprensión para mi caso.
– Descuida.
– Yo llegaré en un coche rojo pequeño, y él en un deportivo blanco. Dentro de cinco horas justas en el polígono de Fuencarral. Apunta la calle.
Le di las señas del cruce y agregué:
– Te doy tiempo para que despliegues por allí a tu gente. Que sean discretos. Organízalo bien, que me juego la vida.
– Galba, espera un momento.
– Ya lo sabes todo. No me falles, Ramírez, porque no tendrás otra oportunidad como ésta. Convence a quien tengas que convencer. Adiós.
Regresé junto a Begoña.
– ¿Ya está? -preguntó.
– Más o menos. ¿Tienes hambre?
– ¿Te parece que puedo tenerla?
– Yo sí la tengo, al menos. Vamos a buscar un bar.
Arranqué y fuimos a una especie de restaurante. Al principio tuve la tentación de entrar a comer tranquilamente. Pero tampoco había que excederse.
– ¿De qué quieres el bocadillo? -interrogué.
– De lo que haya -repuso, mirando a otro lado.
– No te muevas de aquí. Sería una tontería por tu parte, ahora que queda tan poco.
Compré dos bocadillos de jamón y dos cervezas. Durante toda la operación no le quité el ojo de encima a Begoña, pero no intentó nada. Al cabo de un par de minutos volví al coche y lo llevé otra vez junto a la cabina telefónica. Allí despachamos los bocadillos y las cervezas en silencio. Cuando hubimos terminado, sugerí:
– Ahora podemos echar una siesta. Tenemos tiempo.
Begoña me miró con curiosidad.
– ¿Qué ha pasado esta mañana? No te he visto tan confiado desde que empezó nuestra accidentada relación.
– No te dejes engañar. Soy un hombre sin ilusiones.
– Me gustabas más cuando me parecías indefenso.
– No se trata de gustarte.
– Es una lástima. Que siempre se imponga lo feo, quiero decir.
– Al menos no podrás decir que no he jugado limpio. Desde el principio supiste cómo eran las cosas.
– Qué me importa la limpieza. Habría preferido un engaño interesante.
– Lo siento, Begoña. En mi próxima vida moriré por ti. A ésta has llegado tarde.
La vi pensar y tuve miedo de sus pensamientos. La vi construyendo mentalmente la frase y tuve miedo de su voz.
– No te pido nada, ni siquiera que lo sientas -murmuró.
– No merece la pena, Begoña.
– Vamos, hombre devastado. Es lo menos que puedes hacer.
Sus ojos se habían puesto brillantes y su cuerpo se aproximaba, casi imperceptiblemente. Era demasiado hermosa para negarse a tomarla, aunque ahora pesaran en mi conciencia tantas cosas que la volvían pequeña y errónea. Begoña estaba acostumbrada, sin duda, a adivinar cuándo un hombre la deseaba. Pensé mezquinamente que no era indispensable descender hasta la arena en que ella podía humillarme, que podía salir ileso de aquel desacierto al que me estaba invitando. Olvidándome de quién era ella y de quién era yo llevé mi mano hasta su nuca. Aparté sus cabellos y toqué su piel tibia. Atraje hacia mí su cabeza y la besé con la desesperación que nunca había podido darle ningún adolescente. Begoña se entregó a aquella ceremonia simulada con toda la energía de su belleza hambrienta de significado. Yo sabía lo que estaba buscando y no me importó si creía o no que lo conseguía. Aquel abrazo era una manera como cualquier otra de pasar el tiempo que me quedaba antes de deshacerme de ella. Al fin y al cabo, una manera menos trabajosa que seguir hablando. Por eso, dejé que se consumiera su pasión extraviada y después la tuve quieta y caliente sobre mi pecho. Yo había sido tan joven como para haberme entregado como una fiera a las muchachas como aquélla, pero ahora, y la sensación no era del todo desagradable, comprobaba que podían aburrirme con una infinita suavidad. No era mi triunfo sobre ellas, sino una sosegada forma de redondear la derrota.
Durante la última hora estuve constantemente pendiente del reloj. Veía avanzar la manecilla como si fuera barriendo porciones de mi alma, disfrutando de aquella calma tensa que discurría hacia algo que por primera vez en tanto tiempo yo había dispuesto. Saboreé la soledad del artífice con la misma delectación torcida con que debía de haberla saboreado Pablo mientras tramaba su celada. Pero mi placer era doble, después de haber sido un juguete del capricho ajeno.
Al fin llegó el momento. Me quité cuidadosamente a Begoña de encima, salí del coche y entré en la cabina. Marqué el teléfono de Jáuregui. Una voz desconocida gruñó:
– Diga.
– Quiero hablar con Emilio Jáuregui.
– ¿Quién es?
– Soy su hija.
La voz tartamudeó una especie de reproche antes de enmudecer. A los pocos segundos, Jáuregui estaba al aparato.
– Escúchame, maldito cretino de mierda -empezó a rugir.
– Con calma, Emilio. Te va a dar una angina de pecho.
– Acabaré encontrándote, cabrón. No te va a reconocer ni tu puta madre, cuando termine contigo.
– Ella menos que nadie, por desgracia. No tengo tiempo para sostener un debate contigo, Jáuregui. Ni tú tampoco.
– ¿Qué hostias quieres, idiota? Dímelo y te lo daré. Después ya puedes esconderte bien, por la cuenta que te trae.
– Mis peticiones son modestas. Soy una persona muy sencilla. Tienes quince minutos para estar en esta calle. Toma nota.
Le di las señas que le había dado a Ramírez.
– Vendrás en el deportivo blanco de tu hija. Solo. Yo apareceré con ella en un coche rojo. Si algo no me gusta lo teñiré de rojo también por dentro. Con la sangre que haya en la cabeza de tu hija.
– Hijo de perra. ¿Cuánto quieres que lleve?
– Cinco duros. Cogidos con los dientes. Te quiero a ti, precioso. Date prisa. Ya sólo te quedan catorce minutos. Si no estás a esa hora la mataré. Sabes que me sobran razones.
Colgué. Estaba muy tranquilo. Después de haberlo planeado, después de ponerlo en marcha, todo sucedería por sí solo, al margen de mí. Volví al coche, con Begoña. Todavía estaba adormilada, aunque me había estado espiando mientras hablaba con su padre.
– ¿A quién has llamado?
– A un amigo. Me aseguraba de que tu padre ha cumplido su parte.
– No sabía que tuvieras amigos. Ahora le matarás, ¿no? ¿Cómo lo harás? ¿Usarás mi cuerpo como parapeto?
– Te equivocas, Begoña. Vas a ir tú sola. A menos que seas tú quien le mate, no le pasará nada.
– No te entiendo.
– Te devuelvo, simplemente. Por el momento me conformo con que tu padre me entregue algo que quiere casi tanto como te quiere a ti. Te cambio por un rehén más cómodo. Ya ajustaremos cuentas más tarde.
– Me estás engañando.
– En absoluto. Vas a comprobarlo ahora mismo. Te voy a dejar el coche y te diré dónde puedes encontrarte con tu padre. No tienes más que coger el volante y correr hacia él. Yo me quedaré aquí.
– No puedo creerlo.
– No me gusta secuestrar muchachas. El trato que hemos hecho es un arreglo bueno para los dos. Tu padre te recupera a ti y yo no tengo que vigilarte. Y gracias al cuadro me aseguro de que él y yo seguiremos en contacto hasta que resolvamos nuestras discrepancias.
– ¿Qué cuadro?
– Pregúntaselo a él, cuando le veas. Me alegro de haberte conocido, Begoña. Me has dado más de lo que yo te he dado a ti. Ahora escúchame bien. Si has estado atenta durante el paseo que estuvimos dando antes por el polígono no te costará llegar al sitio que he acordado con tu padre.
Escuchó con asombro mis indicaciones, sin entender que aquello era la despedida. Antes de bajar del coche, le dije:
– Ve despacio y no te pongas nerviosa. Cuando llegues al cruce, si no está ya tu padre allí, paras el coche y le esperas. Sin miedo. No te sucederá nada. ¿Te pido un imposible si te pido que confíes en mí?
– Me parece que no tengo otro remedio.
– No pongas esa cara de cordero. Estás a salvo. Tú no tienes nada que ver con esto. Vamos, arranca.
Salí del coche y cerré de un portazo. Begoña me seguía mirando, sin decidirse. Di media vuelta y empecé a alejarme, calle abajo. A los diez o doce pasos oí el sonido del motor. No me volví para verla irse. Imaginé las dos luces rojas empequeñecerse hasta llegar a la intersección y allí, después de un instante de vacilación, torcer en dirección a la trampa. Pero no me sentía culpable, porque no le había mentido en nada decisivo, y Ramírez sabía a qué coche debía evitar que disparasen.
Todo podía fallar, pero tenía el presentimiento de que nada fallaría. No iba a hacer nada para cerciorarme; lo leería en los periódicos del día siguiente. Caminé hasta la carretera. Quería un coche grande, que corriera y en el que cupiera, por si acaso, un cilindro de metro y medio de largo. Mi corazón estaba melancólico, pero me sentía capaz de todo. Cuando vi aproximarse algo que podía servirme me coloqué en medio de la calzada. El coche frenó y me acerqué a la puerta del conductor con la pistola en la mano.
– Fuera.
Era una mujer de unos cincuenta años, que no opuso ninguna resistencia. Arrojé la pistola sobre el asiento del copiloto y ajusté sin prisa los retrovisores y la posición del asiento. Pocos minutos más tarde, mientras atravesaba el paisaje encantado de la ciudad anochecida, recé sin humildad para que me fuera dado encontrarme con Lucrecia.