Hay al menos dos formas de hacer un movimiento peligroso. Una, midiendo al milímetro las distancias y al miligramo las propias fuerzas. Otra, por las buenas. No voy a negar aquí que mi temperamento siempre se inclinó hacia la primera solución. Gracias a eso pude compensar las desmedidas apetencias de Pablo por la segunda, y también gracias a eso nos hicimos amigos y en último extremo nos peleamos, ya que todo lo que ocurrió con Claudia fue consecuencia directa de su vehemencia y de mis escrúpulos. Sin embargo, en aquel desagradable instante de mi vida en que remontaba sin alegría el curso de mis pesquisas para esclarecer la muerte de Claudia, sentí de pronto la necesidad de deshacerme de cualquier método y de embestir los pocos signos que alcanzaba a ver de aquel impenetrable jeroglífico o laberinto. Bien pensado, en lo que a Emilio Jáuregui concernía, tampoco era un disparate. Podía, es cierto, empezar a medirle los pasos, intentar averiguaciones laterales, hacerme una idea previa de quién era y qué hacía. De todos modos, tendría que acabar yendo a él, y durante todo el periodo de aproximación asumía el riesgo de ser sorprendido en actitud sospechosa. Sin embargo, presentándome sin más ante él, eliminaba la posibilidad de tropiezos preliminares, obtenía rápidamente una impresión directa y lo que es más, le manifestaba mi presencia para que fuera él quien se moviese y me diera una más evidente oportunidad de entender cuáles eran sus intenciones y, en consecuencia, cuál había sido su papel. Sabía que podía haber una contrapartida: que a las dos horas de hablar con él alguien me pegara un tiro. En mi situación, aquélla no era un objeción de peso. Probablemente, no era una objeción. Estaba convencido de que el tiro me lo pegarían tarde o temprano, y siempre existía la posibilidad de que fallaran. En tal caso, mi estrategia habría sido fructífera, porque habría desvelado el enigma en seguida y además habría salvado el pellejo para intentar que en aquella historia hubiera que incluir algún renglón escrito por mí. En caso contrario, el enigma habría sido igualmente desvelado, y aunque yo no habría escrito nada y ni siquiera habría podido componer este resumen que no es más que la transcripción de lo que escribieron otros, tampoco tengo la certeza de que habría fracasado. Para empezar me habría ahorrado averiguar cosas que honradamente preferiría no haber sabido jamás.
No había oído nunca el nombre de Emilio Jáuregui. O bien era un recién llegado al negocio, es decir, alguien que se había incorporado en los últimos diez años, o bien se dedicaba al negocio a una escala que estaba por encima de lo que yo había conocido, o bien estaba fuera del negocio. Cualquiera de las tres explicaciones era verosímil, y de la que consiguiera elegir aquella mañana, si por alguna podía inclinarme tras hablar con él, dependía en buena medida la táctica que debía emplear en un hipotético futuro. La casa, como anunciaba antes de verla el nombre del barrio residencial en que la ubicaban las señas que me había dado el padre Francisco, era muy confortable. Disponía a todas luces de esas instalaciones mínimas que permiten llevar una existencia no inquietada por las múltiples agresiones del mundo moderno. La primera idea al respecto la adquiría uno en la verja de entrada, a unos cien metros de la casa propiamente dicha, junto a la que había una garita del tamaño de mi apartamento desde la que un sujeto con gafas oscuras y uniforme neonazi, es decir, un vigilante jurado al uso, inquirió mi identidad y mis propósitos antes de salir de su refugio blindado. Le grité desde el coche:
– Mi nombre es Julio Valbuena. Traigo un mensaje para el señor Jáuregui de parte de don Pablo Echevarría.
El vigilante procedió a una consulta telefónica que resultó algo complicada, ya que se prolongó durante diez minutos y pareció ser realizada con diferentes interlocutores. Eso me hizo meditar mientras tanto si habría sido una buena idea darle uno de mis nombres falsos. Quizá había rizado el rizo. Finalmente, el vigilante reunió las garantías necesarias; colgó el aparato y osó salir de la garita. Mientras me abría la verja, oprimiendo un pulsador eléctrico, me saludó afablemente:
– Buenos días, señor Valbuena. Ha habido algunos problemas para confirmar su nombre. Disculpe por la espera.
Traspasé el umbral despacio, con la mirada imantada por el inmenso 38 que desde la cadera del vigilante erguía su culata hasta casi la axila de su portador.
– Por aquí, señor Valbuena, tenga la bondad -me indicó, dirigiéndome hacia un pequeño aparcamiento situado cerca de la entrada-. Si es tan amable deje ahí su coche. El señor Olarte vendrá personalmente para llevarle a la casa.
Debí de hacer algún gesto extraño, porque el vigilante se apresuró a decir:
– No se preocupe, el coche está seguro aquí. Cerca de la casa no hay espacio para aparcar.
De que el coche estaba seguro allí, si él mismo no decidía volármelo con su revólver para ejercitar su puntería, no me cabía ninguna duda. Que no hubiera sitio para aparcar junto a la casa ya me parecía más extraño. En cualquier caso, obedecí. Después de estacionar mi vehículo me encaminé hacia la garita, a diez o doce metros del aparcamiento. El vigilante me esperaba allí, con su alarmante sonrisa. Le faltaba uno de los colmillos superiores. Algún intercambio de impresiones con un visitante lento de comprensión y rápido de puños, deduje sin brillantez. Cerca de la garita, tras él, y ocultos por la valla para cualquiera que mirara desde fuera, dormitaban dos mastines que cada mañana desayunaban diez o doce tipos como yo, migados en la leche. Estaban atados, pero era notorio que permanecían quietos sólo por lástima de romper la cadena, de lo que parecían perfectamente capaces si se lo proponían.
El vigilante aseguró un último detalle:
– Perdone, señor Valbuena. ¿Lleva usted armas?
– Ah, sí, una Astra pequeña, del nueve corto -más que pequeña me parecía minúscula, al imaginarla empuñada por aquellas manazas en las que reparé entonces y para las que inferí que la culata del 38 había sido diseñada a medida-. ¿Debo entregársela?
– No, por favor, no es necesario. Sólo se lo pregunto para que tenga en cuenta que hay un detector de metales a la entrada. Deberá dejarla en el vestíbulo para evitar que se dispare la alarma.
– Ah, comprendo -pero la verdad es que no veía qué diferencia había entre desarmarme ahora o desarmarme en la casa. Quizá fuera porque nunca estuve en un colegio de jesuítas.
El señor Olarte resultó ser un individuo atildado, de tez muy morena, amplia nariz y ojos tristes, que acudió a la vega conduciendo un pequeñísimo y reluciente jeep. Descendió de un brinco y me tendió su fina mano oscura.
– Buenos días, señor Valbuena. Ernesto Olarte. Lamento haberle hecho esperar.
– No importa. Soy yo el que debe excusarse por venir a una hora tan intempestiva.
– No se preocupe por eso. Aquí todos madrugamos bastante. Suba al coche, por favor.
Me instalé en el asiento del copiloto y Olarte arrancó suavemente. Mientras conducía, a paso de tortuga, hablamos un poco del tiempo y en seguida se acercó al grano del asunto. Daba la sensación de ser un hombre ocupado, de los que miran de frente, golpean deprisa y no valoran el ballet.
– Y bien, señor Valbuena…
– Julio, por favor -aunque no era desde luego el momento para reparar en tales cosas, lo que acababa de decir me sonó tan ridículo que tuve que esforzarme para no reír. Verdaderamente, aquel nombre que me había fabricado el falsificador era una combinación insostenible.
– De acuerdo, Julio, si lo prefiere. -Olarte carraspeó y forzó una risita que me estremeció hasta el tuétano de los huesos-. Verá, el señor Jáuregui está en estos momentos ocupado con otras cuestiones que no puede abandonar inmediatamente. Yo soy su secretario personal, de modo que le agradecería si pudiera ir anticipándome el contenido del mensaje del señor Echevarría.
Le miré un poco como quien mira una mierda, para desconcertarle. Después, tragando saliva y aduciendo ante mi propia conciencia atónita que ya que había hecho una locura no era cosa de vacilar en momentos secundarios, contesté con soltura:
– Mire, Olarte. El solo hecho de que usted me esté sonriendo ahora mismo, cuando no tiene ni puta idea de quién puede ser Julio Valbuena, y me sorprenderá si la tiene, porque yo al menos no sé quién es, debería sobrarle para percatarse de que el mensaje que traigo no es asunto de subalternos. Si es el señor Jáuregui el que le ha encargado que vaya sacándomelo, es él entonces quien me decepciona. Por no saber hasta dónde pueden llegar sus empleados ni en qué cosas puede o debe ahorrar su tiempo.
Olarte me contempló con singular dulzura, pero desde entonces su obsequiosidad menguó y los silencios se volvieron algo tensos. Hablamos otra vez del tiempo y de las plantas en aquella época del año, como si su intento de sacar otra conversación hubiera sido una salida de tono. Llegamos a la casa. Dejamos mi pistola en el vestíbulo y caminamos por largos pasillos con distintas intensidades de luz, unos muy luminosos y otros en semipenumbra, hasta una escalera que nos condujo a otro pasillo que a su vez desembocaba en un amplio gabinete. Allí me ofreció asiento y café y después de que yo aceptara lo primero y rechazara lo segundo me rogó que aguardase y prometió sin afán que intentaría que el señor Jáuregui me atendiera lo antes posible. Yo le agradecí su gentileza y él salió por una puerta lateral. Conté hasta diez. Al no recibir en ese lapso el balazo cuya espera se traducía en cierto desasosiego o escalofrío en mi nuca, comprendí que mi ejecución había sido aplazada y que aquella mañana me enteraría de algo. Después de todo, mi temeridad con Olarte había sido un lujo a mi alcance, aunque intuía de un modo vago que el odio que tan despreocupadamente había engendrado en aquel personaje era un sentimiento con cuyas consecuencias iba a tener ocasión de medirme en un porvenir no muy distante.
Aguardé quince minutos, justos. Cumplido ese plazo, sin duda calculado, Olarte volvió a salir por la misma puerta por la que había desaparecido antes.
– El señor Jáuregui le recibirá ahora mismo -anunció-. Si tiene la bondad de seguirme.
Mientras cruzábamos la antesala de lo que, al fin, parecía ser el sacro despacho del señor Jáuregui, Olarte creyó oportuno instruirme brevemente acerca del comportamiento que se esperaba de mí.
– Le sugiero que reflexione cuanto vaya a decir. El señor Jáuregui tiene mucho trabajo e intereses mucho más importantes que cualquiera de los relacionados con el señor Echevarría. Quizá usted no esté debidamente informado, pero él puede no comprenderlo.
– Ese será su problema, Olarte. Yo no tengo otros intereses, ni tampoco nada más que hacer. No se apure por mí.
Conteniéndose con dificultad, Olarte abrió la puerta. Entré con decisión, casi brincando. Era esa especie de alegría o euforia con que se reacciona a veces en situaciones de extremo pánico. Si su nombre me había sonado nuevo, tampoco me dijo mucho la cara de Emilio Jáuregui. Algo en ella me recordaba a alguien, pero tan borrosamente que lo achaqué a una reminiscencia casual sin la menor trascendencia. Era un hombre de unos cincuenta años, obeso y calvo, de cálidos ojos y sonrisa seductora. Sus cabellos, es decir, los que le quedaban, eran de un hermoso color ceniza. Le tendí mi mano antes de que él moviera la suya. Apretó un poco al estrechármela, pero sin duda por algún error de cálculo de sus grandes y robustos dedos, y no porque saludar a nadie en general o a mí en particular le produjera el menor entusiasmo.
– Buenos días, señor Valbuena -dijo, con afinada voz de barítono-. Me alegro de verle.
Pensé que no era cosa de arredrarme, y también con Jáuregui resolví eliminar desde el principio cualquier malentendido.
– El señor Valbuena no existe -repuse-. Disculpe la travesura, pero tengo alergia a los hombres de uniforme que se ponen detrás de las verjas y no me siento cómodo abriéndoles mi corazón. Veo que el nombre supuesto no ha sido un problema para entendernos, pero para que no quede ninguna duda mi nombre es Galba, Juan Galba. Encantado.
Jáuregui carraspeó con más firmeza que la que había usado antes Olarte. Tal vez para advertirme de que era más propenso a la impaciencia.
– Muy bien, señor Galba, esas pequeñas cosas no tienen mayor relevancia entre nosotros. Somos hombres de negocios y debemos estar preparados para comprender los actos ajenos, por extravagantes que resulten. Siéntese, por favor.
Tomé asiento y miré a mi alrededor. Pude identificar varios prerrafaelitas auténticos. Naturalmente mi olfato podía fallar, y más a aquélla distancia, pero dos hechos quedaban acreditados con razonable seguridad. Primero, que Jáuregui estaba en el negocio. Segundo, que era un hortera.
– Jáuregui -le dije, por no perder el impulso-, si no necesita a Olarte para que tome notas o alguna otra tarea mecánica, como yo tampoco le necesito sería tal vez conveniente que abandonara la habitación. Me permitiría expresarme con más espontaneidad.
Jáuregui dejó que sus ojos se perdieran en algún vacío que se extendía detrás del pulcro montoncito de folios que había sobre su mesa impoluta. Después tuvo la rara debilidad de pensar en voz alta:
– No parece que le coarte mucho, pero nada me cuesta complacerle.
Olarte miró a su amo, esperando la orden:
– Ernesto -murmuró Jáuregui-, haz el favor de salir. Dentro de media hora, ni un minuto más ni un minuto menos, entras otra vez. Es todo el tiempo que puedo dedicarle a este hombre. Si para entonces no ha acertado a hacer otra cosa que insultarme en mi propia casa, te pediré que se lo eches a los perros. En caso contrario le acompañarás a la salida, harás que le devuelvan su arma y le recordarás que no volverá a ser recibido en este despacho. Apúntalo para no perder tiempo luego. Gracias.
Olarte obedeció silenciosamente. Yo pensé en los mastines y en el júbilo de Olarte, como quien juega, porque también ése es a veces el rostro del miedo. Para darle a Jáuregui otra impresión, me apresuré a puntualizar:
– Tendrá que comprar comida para sus perros, Jáuregui. Llevo casi una hora dentro de su propiedad y hasta ahora no me ha dejado hacer otra cosa que apartar de en medio a sus empleados. Ahora que estamos solos prometo no defraudarle, y hasta procuraré ser más cortés. Perdone si mis modos son a veces bruscos. No estoy seguro de que siendo amable alguna gente me vaya a querer más.
– Quizá debiera intentarlo, para salir de dudas. Ya estoy esperando su mensaje, Galba. Tengo mucha curiosidad por saber que dice Pablo Echevarría un año después de su muerte.
– No me meta prisa. A fin de cuentas he venido antes de lo que nadie podía prever.
– ¿Qué quiere decir con eso?
– No sé, tal vez me dejo arrastrar por mi propia sensación. Ha sido usted muy fácil de encontrar. Apenas llevo tres días en Madrid.
Yo hablaba al azar, pero Jáuregui quedó un momento pensativo. Tras escrutarme meticulosamente, dibujó con sus finos labios una sonrisa de pretendida inteligencia.
– ¿Y qué es lo que ha encontrado en mí, Galba?
– Hasta aquí ha demostrado ser muy comprensivo, empezando por mi nombre supuesto. Comprenderá también que a esa pregunta no puedo responder en dos patadas.
– Tómese su tiempo, pero ya sólo le quedan veintiocho minutos.
– Creí que había dado instrucciones a Olarte para no tener que cansarse mirando usted mismo la hora. Habría sido un signo de elegancia que su precioso cronómetro estuviese parado y sólo le sirviera de adorno, pero reconozco que a menudo la realidad no alcanza la cota habitual de mis fantasías, así que no se sienta frustrado.
Jáuregui ya no dijo nada. Unió las puntas de sus dedos ante su rostro y me observó, inmóvil. Al fin un gesto de categoría. No podía seguir agitando la muleta ante sus cuernos, así que decidí atacar la cuestión.
– Como le dije al SS de la puerta, y esto es verdad, traigo un mensaje de Pablo Echevarría. Para compensar las dilaciones sufridas hasta aquí seré sincero y lo más directo posible. No tengo la menor idea de quién es usted, señor Jáuregui, ni me preocupa quién sea. Deshágase de sus esquemas mentales para hablar conmigo. Ponga que he vivido diez años con una tribu de bosquimanos o que he sido carmelita descalzo. No voy a echarme llorando a sus pies pidiéndole perdón porque alrededor de su casa haya más césped del que podría pisar en toda su vida aunque le dedicara diez horas diarias. No me juego en esto más que el pellejo y sólo cada hombre sabe lo que vale su pellejo. No intente tasar el mío porque puede equivocarse, señor Jáuregui.
– Estoy francamente trastornado por su personalidad. Siga.
– Verá, Jáuregui. Yo era amigo de Pablo Echevarría antes de que usted pusiera por primera vez el culo en esa silla.
– Eso no es difícil. Esta casa es nueva.
– Antes de que usted pusiera el culo en algo blando, entonces, si eso le vale. Hice negocios con él, pero antes de eso hice otras muchas cosas infinitamente más importantes. Hace tiempo que abandoné los negocios, de modo que, contra lo que usted sugirió antes, en este despacho ahora mismo no hay más que un hombre de negocios, porque yo no lo soy ni se me da un higo serlo. Pero nunca he abandonado del todo las otras cosas en que Pablo y yo nos ocupamos antes de los negocios. Una de esas cosas era una mujer. A veces uno le cuenta verdades íntimas a un ser insignificante, como un escarabajo o un canario. Esto que le cuento ahora viene a ser algo parecido; se lo digo para que no malinterprete su posición. Los dos quisimos a aquella mujer, y ella terminó siendo para él y yo aceptándolo. Antes de morir, a manos de no sé quiénes porque aquél fue un asunto del que me puso al margen y porque tampoco servía de nada averiguarlo, Pablo me encargó que cuidara de su esposa. Como usted sabe, hice un pésimo trabajo.
– Es una forma de describirlo. Podría buscar otras más benévolas para consigo mismo.
– No es ése mi principal interés. Hacía bastante tiempo que no venía por Madrid, pero en cuanto supe lo que había ocurrido regresé y empecé a revolver escombros. Al principio me fue difícil, porque muchas cosas estaban enterradas a cierta profundidad en mi interior y otras tenían que ver con algo que me repugnaba. Pero vencí todos los obstáculos iniciales y sin grandes esfuerzos posteriores llegué hasta usted. Fue un descubrimiento casual, pero demasiado inequívoco para cuestionarlo. Usted es mi hombre, Jáuregui, y usted mismo me ha dado esta mañana la última prueba, al recibirme.
Jáuregui se tomó un par de segundos para descifrar mi última frase. Después, observó:
– Me confunde usted, Galba. Comienzo a adivinar que su problema es que piensa demasiado rápido. Si le he recibido esta mañana ha sido porque debía investigar quién era el que se atrevía a venir a mi casa en nombre de un muerto. También por el muerto en cuestión. Yo apreciaba a Pablo Echevarría, y fui su amigo, en la medida en que los negocios crean ese vínculo, cuando usted estaba escondido no sé ni quiero saber dónde. Que su mujer murió hace tres semanas lo sé porque ha salido en los periódicos. Parece comprensible que el que alguien aparezca ahora lanzando por ahí el nombre de Pablo resulte especialmente llamativo. Intenté que mi secretario le despachara, pero ante su obstinación he consentido en verle yo mismo solamente porque se trataba de Pablo Echevarría. Había imaginado que sería una especie de extorsionista, y mi propósito en tal caso era denunciarle a la policía para que dejara de ir por ahí usando el nombre del difunto. Ahora veo que no es necesario tomar ninguna medida: es usted un pobre lunático, un idiota inofensivo.
Le dejé hablar, recrearse en su arrogancia y su desdén. Era exactamente la especie de canalla que había imaginado. Busqué un modo de transmitírselo:
– Se precipita a hacer un resumen de este encuentro cuando aún no ha concluido, Jáuregui. Debería salir a la calle y dejar de tratar todo el día con cretinos con la cintura engrasada para doblarse a su paso. Los psiquiatras lo llaman la imbecilidad del golfista. Es la enfermedad que sufren quienes tienen vastas superficies de césped entre sus ojos y la realidad. Acaban incapacitados para el juego en corto. Le he dicho por qué he venido a verle, pero no para qué.
Jáuregui suspiró, dudando por un instante entre enfurecerse o seguir despreciándome. Consultó su reloj y, parsimoniosamente, optó por lo segundo:
– Muy bien, Galba. Tiene quince minutos para presentarlo del modo más apasionante que se le ocurra.
– Me van a sobrar por lo menos diez. Como le dije, Pablo me pidió que protegiera a su mujer. Ahora eso es agua pasada, pero hay algo más. Quizá se le haya escapado a usted un pequeño detalle: los dos la quisimos. Si no hubiera sido así, yo no habría tenido otra razón para actuar que la petición de Pablo, y fracasada mi tentativa de satisfacer esa petición, no me habría quedado otra cosa que volverme al agujero del que salí para defender a Claudia. Sin embargo, porque la quise y la quisimos juntos tengo o padezco recuerdos que me impiden retirarme tan fácilmente. No le he buscado para pasar el tiempo, Jáuregui. No vengo en nombre del Pablo Echevarría que usted conoció. Vengo en nombre del Pablo Echevarría que se emborrachaba conmigo por Claudia cuando todos teníamos veinte años y nos meábamos en el césped. Aquel Pablo Echevarría me pide que usted pague lo que ha hecho. Y aquí estoy para que sepa algo: buscaré las pruebas que necesita la policía para venir a pedirle cuentas. Pero si no las encuentro, o si dudo que ellos vayan a venir, tampoco pienso obsesionarme. Yo ya le he juzgado y sentenciado. No salga por ahí solo, Jáuregui.
Jáuregui meneó la cabeza. Con la voz más crispada que de costumbre, concluyó:
– Está completamente loco. Eso es lo único que puede salvarle el cuello. Pero no abuse de su suerte; ni para mí ni para otros los locos son sagrados.
– Yo me encargo de mis problemas. Ocúpese usted de los suyos, ahora que empieza a tenerlos. Ya sé que le atraen los crímenes con alevosía: mujeres solas, quizá también hombres desarmados. Pero si no va a mancharse de sangre hoy, hágame el favor de llamar a Olarte. El mensaje ya está entregado y usted debe seguir trabajando.
Jáuregui me estudió con súbita afabilidad. Era el momento de exhibir ante mí su confianza en sí mismo.
– Voy a hacer una obra de caridad, Galba. Voy a dejar que recoja su pistola y se vaya por donde ha venido y como ha venido: entero. Con eso le probaré, primero, que no soy un sanguinario, y segundo, que sé ser indulgente con quien me ofende. También voy a dejarle que consulte esta noche y todas las noches que le haga falta con la almohada si merece la pena ir por ahí metiendo ruido de cualquier manera o si, por el contrario, le resultará más ventajoso tomarse unas vacaciones y aclarar su desorden mental. Ahora bien, si vuelve a cruzarse en mi camino, me olvidaré de que es usted un demente irresponsable y daré simplemente una orden a mi gente: que encuentren la manera más rápida y segura de que deje de estorbarme. Acúseme de clavar a Cristo en el madero, si le da la gana; pero no podrá acusarme de no haberle avisado.
Tocó algo bajo la mesa y a los pocos segundos se abrió la puerta. La expresión de Olarte no ocultaba la avidez de su alma. Pero Jáuregui le desilusionó secamente:
– Acompaña al señor Galba hasta la salida, por favor.
Olarte recobró al punto su comedido continente y su sigiloso y educado desinterés. Se hizo a un lado y me señaló imperceptiblemente la puerta con un escueto movimiento de su mano derecha.
– Ha sido una reveladora entrevista, señor Jáuregui -opiné-. Gracias por su amable atención. Por cierto. Yo que usted no tendría aquí colgado ese cuadro de la izquierda. Demasiado conocido, es decir, hasta un jubilado como yo puede fijarse en él. La ostentación es un peligroso error, aunque no voy a enseñarle cómo llevar su negocio.
Jáuregui sólo entornó los ojos, para apremiar a su subordinado a que me sacara de allí. Durante todo el trayecto hasta la salida, Olarte no despegó los labios. Me devolvió mi pistola, soportó estoicamente mi larga y cuidadosa comprobación de su estado y me llevó en el jeep sin hacer el menor comentario. Cuando llegamos ante la verja bajó del vehículo, siempre sin mirarme, y se dirigió hacia la garita del vigilante. Habló con él unos segundos, mientras yo me introducía en mi coche. Arranqué y fui hasta la salida. Olarte hizo una señal con la mano al vigilante y la verja se abrió. Mientras rodaba despacio junto a él, se inclinó para decirme algo. Detuve el coche.
En ese momento, un pequeño descapotable blanco apareció por la curva y después de cubrir el breve trecho que había hasta la entrada frenó a un palmo del morro de mi coche. Olarte se incorporó en seguida y el vigilante se apresuró a abrir completamente la vega para que el descapotable pudiera entrar. Al volante estaba una muchacha que no llegaría a los veinte años. Era morena, tenía el cabello largo y liso y los mismos ojos cálidos de Jáuregui. También había semejanzas entre sus rostros, aunque el de ella era más hermoso, sin la obesidad y sin la permanente expresión de cálculo de quien sin duda era su padre. Entonces supe a quién me había recordado Jáuregui al verle: tenía ante mí a la muchacha que me había encontrado en la Castellana hacía dos noches, la que me había mirado incomprensiblemente. Mientras la verja se desplazaba despacio por el riel, ella me contemplaba como lo había hecho en aquella primera ocasión. Desorientado por la coincidencia, no acerté a reaccionar. Sonriendo, ella formuló la conclusión inevitable:
– Vaya, qué pequeño es el mundo.
Y sin darme tiempo a decir nada, aceleró y desapareció dentro del recinto. Olarte, que no estaba menos estupefacto que yo, se rehízo y corriendo un instantáneo velo sobre la escena anterior, reanudó lo que había interrumpido la hija de Jáuregui. Volvió a doblarse junto a mi ventanilla y yo volví a dedicarle un leve gesto de cansancio.
– No me haga el favor de obligar al señor Jáuregui a tomar medidas -me amenazó.
– A ti nadie te hace un favor, Olarte. Por no hacértelo, ni te lo hizo tu madre, que te dio esa cara de nabo frito.
Me sentía pletórico, absurdamente feliz. Solté el embrague y vi por el retrovisor cómo se levantaba un nube de polvo que envolvía a Olarte. En adelante tendría que tener en cuenta que Olarte estaba allí, agazapado en aquella nube de polvo, soñando con descuartizarme. Pero era pronto para que tal cosa me importara, o eso creía yo.
Todavía embriagado por las mieles de aquella asombrosa escaramuza, conduje a gran velocidad por las calles de la lujosa urbanización en que se hallaba la casa de Jáuregui, desafiando las placas que en cada esquina conminaban a ir a veinte por hora y arriesgándome a ser como mínimo ametrallado si me topaba con alguno de los coches patrulla de la compañía de seguridad que, según advertía un letrero a la entrada, velaba el sueño y la vigilia de aquellas dichosas criaturas. Sin mayores contratiempos atravesé los límites del Valhalla y tras recorrer un trecho por campo abierto entré en un suburbio de aspecto menos apaciguador. Tomé la autopista que bordeaba cuidadosamente la urbanización de Jáuregui, pero partía sin piedad el mismo corazón del suburbio, y me dirigí a la ciudad. Fui directamente al centro, y presa de aquel enloquecido optimismo, decidí atreverme a tener el encuentro que más celosamente había rehuido desde mi llegada a Madrid. Aparqué en una calle tranquila y umbría en las inmediaciones del Museo del Prado. Ascendí lentamente el resto de cuesta que le quedaba a la calle desde el lugar en que había aparcado, dejándome atraer por las copas de los árboles que se mecían al débil viento, un poco más adelante. Pronto, tras cruzar otra calle que marcaba uno de sus límites, llegué ante la puerta occidental del Retiro. Sintiendo toda la piel erizada, entré.
Lo había temido destruido, sucio, irreconocible, como estaba la última vez que lo había visto, aquella tarde negra de hacía diez años en que me había jurado no volver nunca. Ahora que quebrantaba aquel juramento, ya fuera por una rectificación de la desidia municipal o por el más probable influjo benéfico de la primavera, el parque estaba espléndido. Me interné por el paseo principal hasta uno de los antiguamente habituales senderos, en cuyos bancos, bajo el frío del invierno, sobre la alfombra otoñal de hojas, o refugiándonos de la canícula del verano, Pablo y yo habíamos vivido trozos largos de nuestra vida, y yo, por mi parte, los únicos episodios no estériles de soledad que recuerdo. Todo parecía auténtico, inalterado. Aquel aire, aquella inconfundible e irremplazable luz verde. Había venido a ordenar mis ideas, al lugar donde siempre lo había hecho mejor, pero igual que mi escepticismo respecto a la supervivencia de sus viejas propiedades curativas, también mis intenciones se revelaron improcedentes una vez que estuve allí.
Apenas discurrí superficialmente sobre el hecho, casi probado después de mi charla con Jáuregui, de que aquel gordo infatuado no era ajeno a la muerte de Claudia. Repasé deprisa las evidencias reunidas Jáuregui se dedicaba al negocio, probablemente a gran escala, teniendo en cuenta sus maneras, su parafernalia y algunas de las telas que colgaban de las paredes de su despacho; había participado en la guerra que había acabado con la muerte de Pablo y era más que presumible que desde la trinchera contraria; por consiguiente, estaba implicado, con el mismo grado de probabilidad, en la muerte de Claudia. Ahora tenía un terreno en el que moverme y un sospechoso al que seguir. También había abierto otra puerta para que entrara la verdad: había ido hasta las entrañas mismas de la conspiración y allí había disparado una bengala. Ahora ya no dependía exclusivamente de mis movimientos. Los que hiciera Jáuregui en adelante me ayudarían a delimitar sus responsabilidades. Dar con el resto de los implicados, si es que había otros, era sólo cuestión de tiempo. Recordaba a varios individuos a quienes podía sondear. Pero de pronto todo esto me interesaba lejanamente. Espoleada por la inesperada y tanto más atractiva aparición de la hija de Jáuregui, mi mente porfiaba por flotar libre en aquel aire hospitalario, y en cuanto empecé a rendirme se vio invadida por sombras tumultuosas, que inundaron mi alma de los turbios síntomas de la añoranza. Descansé largamente en aquel sentimiento indefinido, que se agitaba sobre un fondo de silbidos de pájaros. Hasta que alguna asociación fortuita hizo surgir en mi cerebro un rostro concreto. En otras circunstancias lo habría apartado a un lado o habría jugueteado con él sin mayores consecuencias. Pero en aquella mañana desequilibrada, un impulso incontrolado me llevó a realizar una maniobra sin fundamento.
Desanduve el camino que había hecho y volví al coche. Tras callejear durante un rato encontré un sitio en el que apostarme. No era fácil aparcar cerca y a la vez lo bastante lejos como para no turbar el somnoliento monólogo en que parecía debatirse el guardia civil que estaba a la entrada del Ministerio. Me dispuse a aguardar. Aunque es sabido que el horario de los funcionarios es flexible, eran sólo las doce y a esa hora únicamente desertaban de sus puestos aquéllos dotados de una especial desfachatez, entre los que a priori me costaba encuadrar a Lucrecia.
La espera se prolongó hasta que el sol estuvo a punto de derretir el techo de mi coche; esto es, mis sesos ya llevaban una hora derretidos cuando Lucrecia salió, en un pequeño utilitario, del aparcamiento del Ministerio. Aunque la vista se me nublaba, pude distinguir las manecillas de mi reloj: eran las tres menos cuarto. La coordinadora jefe de lo que fuera se había ganado aquella mañana su sueldo y su cuota de pensión. Fue sencillo seguirla. Conducía despacio, con desgana. Dejaba que se le cerraran los semáforos y se mantenía a la estela de los vehículos más lentos. No hacía nada por abortar o esquivar los criminales movimientos de los taxistas. A eso de las tres y media llegamos a una calle tranquila en un barrio ni muy céntrico ni muy periférico, de viviendas de reciente construcción. Lucrecia se metió en su garaje subterráneo y yo aparqué en las inmediaciones. Dejé transcurrir quince minutos y me acerqué hasta el portal que supuse que correspondía al garaje tras cuyo portón ella había desaparecido. En seguida vi su nombre en el panel del portero automático. Llamé dos veces, con un pequeño intervalo.
– ¿Quién es?
– Juan, el presunto asesino -grité junto al altavoz.
Hubo un momento de silencio y luego sonó el mecanismo de apertura.
Lucrecia me recibió en pantalón corto, calzada con unas zapatillas de piscina y vestida con una mezcla de blusa y camiseta bajo la que se atisbaba sin dificultades la escualidez y blancura de su pecho. Se había recogido el pelo y desmaquillado totalmente. Una mujer expeditiva. Tras examinarme de arriba abajo sin preocuparse de lo que yo pudiera pensar de su aspecto, juzgó fríamente:
– No te torturas pensando cuál será la mejor hora para visitar a alguien, ¿verdad?
– No tenía otra oportunidad para seguirte. Y no estaba seguro de que me invitaras a tu casa si te lo pedía por teléfono.
– Yo tampoco. A estas horas suelo comer. ¿Y tú?
– También. Para arreglarnos mejor puedo ir a buscar un bar por ahí y volver en una o dos horas. O tres, si duermes siesta.
– No corras tanto. Tal vez estaba pensando en invitarte, aunque no te lo merezcas.
Lo dijo sin ganas, como quien propusiera la solución más rápida para una situación incómoda. Antes de que se arrepintiera, acepté.
– Será un placer. Pero no he comprado vino ni flores.
– Ya descubrí que no eres un caballero. Dame la chaqueta y siéntate por ahí mientras saco de algún modo de mis platos para uno raciones para dos.
– Si necesitas alguna ayuda, he vivido solo, es decir, puedo freír huevos sin incendiar el aceite.
– Jamás te dejaría tocar mi comida.
Veinte minutos después apareció con una bandeja que puso sobre la mesita ante mí. Dispuestos en ordenados montones había diversos alimentos de fácil digestión. Verdura, arroz, carne sin grasa. También había una pera y un yogur. Mientras yo admiraba la pulcra organización de mi comida y lamentaba su escasa suculencia, ella volvió a la cocina y trajo su propia bandeja, en todo gemela a la mía, salvo por dos pequeños detalles: una gragea de repulsivo color verdoso que parecía hecha de alfalfa apelmazada y una cápsula rosa.
– Disculpa que te obligue a comer en bandeja. Sólo utilizo mesa y mantel para las grandes ocasiones. Tampoco te lo avisé antes: si quieres comer callos o alubias o chuletas de cordero tendrás que buscarte ese bar.
– Puedo arreglarme con esto, si me garantizas que al menos tienes café.
– Desde luego. No soy una fanática. Es una simple cuestión de paladar.
Empezamos a comer. Era extraño estar allí, sentado junto a aquel perfil idéntico al de Claudia, masticando champiñones insípidos. Pero aquel día había agotado mi capacidad de sorpresa. No sabía a qué había ido a ver a Lucrecia, y ella tampoco lo sabía. Sin embargo, ninguno trató de señalar la incongruencia del instante. Mientras yo la miraba sin disimular, ella atacaba sus platos con la misma mesurada minuciosidad con que los había preparado. Aquél parecía su principal interés, como si mi presencia no fuera una anomalía destacable. Sólo fue de pasada, por sacar conversación, que preguntó:
– ¿Cómo va la venganza? ¿Has desenmascarado a los villanos o seguimos en peligro?
Traté de leer en sus ojos la respuesta que imaginaba. Pero sus ojos esperaban adormilados, insensibles.
– Estoy más cerca de ellos, o sea, corremos más peligro que antes -improvisé.
– Magnífico. ¿Me traes algún consejo?
– No abras a nadie de noche y no aceptes caramelos de desconocidos.
– Comprendo.
Intentaba vencer la indolencia que me invitaba a no hacer otra cosa que quedarme sentado junto a aquella mujer y dejar pasar el tiempo. Pero aunque nada de lo que se me ocurriera podría convencer a nadie, empezando por mí, de la pertinencia de aquella visita, tenía la obligación de buscar, por lo menos para usarlo frente a ella, un móvil que no resultara demasiado inconsistente. Tanteando, expliqué:
– En realidad he venido a verte para asegurarme de que sigues bien, de que nadie te ha molestado en estos dos días.
– Muy amable de tu parte. Ayer me echó una bronca el Director General, pero no sé si merece que le mates. Creo que el pobre no sabía lo que hacía, como de costumbre.
– También quería cerciorarme de que la policía no ha vuelto a visitarte.
– Creo que no.
– ¿Crees?
– Desde nuestra conversación del otro día tengo la sensación de que todo el mundo me sigue. Quizá alguien me siga de verdad y sea policía. Si yo fuera tú no me preocuparía, en cualquier caso.
Yo había terminado prácticamente aquel frugal almuerzo, pero ella aún tardó diez minutos más. Mientras la veía comer me aleccionó acerca de las bondades de determinadas salsas y compuso una prolija lista de los lugares donde podía comprarse la mejor fruta. Al fin llegó el momento de la gragea verde alfalfa y de la cápsula rosa, que engulló disciplinadamente con un sorbo de agua.
– No estoy enferma -aclaró-. Tomo fibra y vitaminas. ¿Cómo quieres el café?
– Con leche y tres cucharadas de azúcar.
– Leche y azúcar. No eres tan duro.
– ¿Quién ha dicho que lo fuese?
Salió y no regresó hasta que el café estuvo hecho. Lo trajo en unas tazas blancas con ribete gris, sobre una bandeja roja con dos pequeñas servilletas de papel también rojas dobladas en forma de triángulo. Sin ningún motivo que yo pudiera determinar fácilmente, se había soltado el pelo. Puso la bandeja sobre la mesa, cogió su taza y se sentó al otro extremo del tresillo, muy reclinada hacia atrás. Me observaba de un modo intranquilizador.
– ¿Y eso es todo lo que te traía a mi casa? -interrogó, ablandada y provocativa.
Temerosamente empecé a percibir no sólo que no eran aquellas banales consultas que le había hecho el motivo de mi visita, lo que en ningún momento había sostenido seriamente, sino también que, más allá de lo que me había atrevido a sospechar, la malvada suposición que parecía alentar su pregunta podía no estar descaminada. Cualquier otro habría celebrado descubrir a la vez un deseo inconfesado y ciertas esperanzas de satisfacerlo. Cualquier otro que hubiera estado en condiciones de aceptar sin aprensión determinados actos de competición y desnudez. Pero yo debía recriminarme ferozmente la inconsecuencia de soñarle o pedirle a aquella mujer ceremonias en las que sólo podía comparecer entorpecido por los emblemas de mi extrañamiento. Por decencia o por evitar el oprobio, tenía que empujarla a desistir:
– Vine por eso y por tomar este café. Por estar un rato en la casa de alguien. Un apartamento alquilado no es la casa de nadie, sino una incitación al suicidio o a la lujuria rutinaria. Y yo ya estoy viejo para esos dos pasatiempos.
– ¿Debo creerte o es que de pronto me ves demasiado flaca?
Hay algo que siempre me ha ayudado frente a las mujeres. Durante mis primeros veinte años de vida me rechazaron con una contundencia tan constante que me hice a calcular que sólo me buscarían en el caso de que les apeteciera humillarme. Así que nunca he podido asistir a las insinuaciones de una mujer sin una profunda sensación de irrealidad, lo que equivale a decir sin olerme una trampa.
– No acostumbro a consolarme con la hermana -repliqué, sin medir la crueldad-. Y aunque lo hiciera, no es el momento de esconderme bajo unas faldas. Es cuestión de tenerte respeto a ti y de conservar el poco que me queda por mí mismo.
Lucrecia encajó impasible mi brusca denegación. Como si lo que yo dijera fuera apenas un ruido lejano que no interfería sus pensamientos.
– Ahora yo podría quitarme esta ropa y complicarte ese ascetismo que te empeñas en gastarte -se burló-. He conocido hombres sin ataduras y hombres encadenados. A otra mujer, a un dogma moral o a un terror de adolescente. Nunca me he divertido con un sinvergüenza. Ignoran el misterio, es decir, el remordimiento. Pero tú acarreas tanta culpa que el placer sería infinito. No voy a acorralarte. Sabes donde vivo y yo no mendigo a nadie. Te esperaré aquí, Juan, y acabarás viniendo. Debajo de toda esa prudencia hay un ansia desesperada de estrellarse contra algo.
– Sin entrar a cuestionar tu meteórico psicoanálisis, ¿qué ganas tú con enredarme? Dudo que escaseen los hombres dispuestos a beneficiarse de tus encantos y de la seguridad de tu sueldo.
– Nunca le preguntes a una mujer sus razones. Lo mejor que puede hacer es mentirte.
– Miente, entonces. No soy un purista. Sólo es para tener algo con lo que entretenerme mientras espero a caer en tus brazos.
– Quiero verte perdido, sin inventar aspavientos como si yo fuera estúpida.
– ¿Es una razón o una mentira?
– Es una advertencia, por no abusar.
– Confidencia por confidencia, si es que aguardas a que esté agotado, tengo algo mejor que mis fuerzas para defenderme de ti.
– ¿Un revólver?
– No. Mis limitaciones. Nunca he usado revólver. Y ahora tendrás que perdonarme. Se me hace tarde.
– Puedes irte cuando gustes. No he echado la llave para esconderla en mi escote.
Me levanté y cogí la chaqueta, que estaba colgada en una silla junto a la puerta de la cocina. Lucrecia seguía mis movimientos con insolencia. Traté de ser deportivo:
– Te agradezco que no te hayas quitado la ropa. Me incomoda no poder complacer a la gente.
– La próxima vez trae flores. Esparciremos los pétalos por la cama.
– El impudor es un signo de impotencia.
– La impotencia es problema de hombres.
– Y de mujeres. Cúidate, Lucrecia. Si pasa algo podrás localizarme en estas señas y este teléfono. Si me das el tuyo podré avisarte en seguida en caso de que cambie de refugio.
– Hay una tarjeta mía en tu chaqueta. Llámame cuando empieces a soñar conmigo.
– No es por comparar, pero Claudia se hacía desear más. Casi demasiado.
– Claudia era una niña y prefería el juego a la realidad. Yo no he jugado en mi vida.
– Puedo creerlo. Adiós, Lucrecia.
Ya en la escalera, respiré aliviado. Rehusé el ascensor para ejercitar un poco las piernas. Bajé corriendo, como si huyera de un animal ponzoñoso. En mi mente estaba fija la imagen de la pálida frente de Lucrecia, sus cejas finas, sus ojos verdes, el comienzo de su nariz afilada y recta. La imagen no llegaba más abajo. Ni el final de la nariz, ni las mejillas, ni la boca. Vanamente me pregunté por qué había asumido la responsabilidad de velar por ella, aunque fuera limitándome a la mecánica escasa de darle mi dirección y mi número. Podía amar a Claudia, que estaba muerta, o a la hija de Jáuregui, que era un fantasma intocable. Pero ante el cuerpo blanco y conciso de Lucrecia, que cualquier día podía latir entre mis dedos, sólo me era lícito sentir espanto. Nada estaba más lejos de mi misión que caer en las sábanas de una mujer, pero por primera vez en varios años, al razonar mi renuncia reconocí, casi intolerable, una olvidada y ominosa forma del dolor.