Volvieron a sonar los golpes. Era un martilleo desabrido, impaciente. Claudia se había acercado hasta la puerta y su mejilla rozaba la madera, abandonándose a la vibración que en ella sembraban los furiosos puñetazos del visitante. No espió por la mirilla, ni su mano temblaba cuando se posó sobre el picaporte. Sólo hubo un pequeño aflojamiento de sus miembros, apenas perceptible. En su gesto desvanecido se enredaba una indecisa mezcla de tristeza y distracción.
La puerta, al abrirse, la empujó con violencia. Tropezó con el borde de la alfombra y cayó dócilmente, sin gritar ni hacer ruido, como un pájaro muerto. El hombre era alto, parecía joven, y tenía unas manos grandes y hermosas. Con una cerró la puerta. En la otra llevaba un arma negra que alzó despacio, hasta interponerla entre Claudia y su mirada, un poco obtusa, casi impersonal.
– Levántate, zorra -masculló, sin motivo, sin entusiasmo, como si algo en aquella escena le produjera una insatisfacción irremediable. Ahí fue donde ella le sintió confusamente incapaz, pero eso no pudo cambiar nada de lo que vendría después.
Claudia se incorporó y, guiada por la boca del revólver, retrocedió hasta la cama. Se sentó sobre el colchón por su cuenta, mientras la mano que sujetaba el arma dejaba advertir un pequeño titubeo. Soñó que una gota de sudor brillaba en el borde inferior de la culata, y luego otras imágenes menos nítidas y probables. Cuando volvió a abrir los párpados, el agujero negro la miraba justo entre los ojos. A continuación vino una escueta sensación de frío en la frente. Ya sólo podía dejarse caer hacia atrás, pero se negó a hacerlo. Esperó a que el metal se cargase del calor de su carne, mientras observaba fijamente a aquel hombre en cuyas facciones la sonrisa debía resultar una mueca dolorosa. Fue entonces cuando advirtió que el pómulo contra el que la puerta se había estrellado le ardía y le pesaba como si le hubieran inyectado plomo derretido.
– ¿Dónde está? -gruñó el hombre, mientras alejaba unos centímetros su arma.
– Dónde está -repitió ella, ausente-. ¿Dónde está qué?
– Será mejor que no te hagas la imbécil, preciosa.
Claudia le estudió durante un instante, deduciendo de la inerte frialdad del hombre la posible índole de sus pensamientos.
– No soy imbécil y tampoco preciosa -repuso, masticando las palabras-. No me interesan tus asuntos, si son lo que sospecho. Nunca me interesaron. Él iba y venía, y yo nunca preguntaba. Lo mataron, o lo matasteis, y tampoco pregunté. ¿Por qué tendría que saber nada ahora?
– Eh, para. Quizá no has comprendido todavía. El revólver lo tengo yo.
– Eso no basta. -Claudia se había procurado una súbita firmeza. Era rubia y pálida, pero sus ojos oscuros sabían mirar de frente y no se privó de usar aquella ventaja.
– Ahora soy yo quien no entiende -concedió el hombre, benévolo. Su sonrisa era sólo estúpida.
– ¿Y quién eres tú? -escupió ella, con desprecio. El hombre hizo chascar algo en el revólver. Demasiado nervioso, como suele ocurrir cuando se tiene el cerebro lento. Claudia captó el peligro y se apresuró a aclarar, con ambigua prudencia-: No es suficiente un hombre armado. Hace falta una mujer asustada, y una mujer asustada necesita tener algo que pueda perder. Fíjate bien en mí. Utiliza tu juguete y no estarás seguro durante el resto de tu vida de que no te bendigo todas las noches desde el infierno.
– Zorra -volvió a decirle, antes de haberse enterado de nada.
Claudia apartó la vista y murmuró:
– Qué sabrás tú.
El revólver buscó su mejilla y la obligó a girar la cabeza hacia el desconocido. Claudia se obstinó en no mirarle, pero él se acercó tanto que habría tenido que cerrar los ojos para eludirle.
– Esto no es un juego para niñas malas -masculló, casi convincente, aquel individuo cuya faz áspera se había llenado de energía. En su mano, espléndidamente trenzada de unos músculos suaves e inflexibles, el revólver parecía ahora un instrumento airoso, casi sin peso-. Por última vez, antes de que te tape la boca y empiece a hacerte daño: ¿Dónde está?
– No sé de qué estás hablando -y antes de que acabase la última palabra, la mano bella e inmensa, sin soltar el revólver, se estampó contra su rostro y la sumió en una bruma erizada de alfileres que traspasaron ardiendo cada uno de los huesos de su cráneo.
Sin prisa, el hombre sacó de su bolsillo un pañuelo grande como media sábana. Cogió con brusquedad la cabeza de Claudia, que ahora reposaba en el colchón, y manejándola con el mismo esfuerzo que le requeriría a un hombre normal cambiarse de mano una bola de billar, le anudó el pañuelo a la boca, muy fuerte, apretándole las comisuras. De otro bolsillo sacó un par de juegos de esposas y encadenó las muñecas de Claudia a la cama. El cabecero de ésta era un panel liso, de modo que hubo de trabarla abajo, al filo del somier, dejándola con los brazos violentamente doblados hacia atrás. Ella continuaba medio aturdida, pero comenzó a seguir sus movimientos con recelo. El hombre dejó entonces el revólver sobre la mesilla de noche y extrajo de su chaqueta una navaja automática. La hizo saltar inmediatamente y, manteniéndola en alto, se inclinó sobre Claudia.
– Ahora voy a darte tiempo, mucho tiempo para pensar todo lo que tienes que decirme y la mejor manera de decírmelo para que yo lo comprenda bien y rápido. Puedo ser un poco bruto, puedo no ser ingenioso, pero con la navaja, por ejemplo, soy un artista. Tengo muchas habilidades artísticas, como verás. Te las enseñaré despacio, con cariño, y cuando te desamordace, tú me lo contarás todo. Ya sabes: bien y rápido. Si no, te pondré otra vez el pañuelo en la boca, y es posible que te lo ate más fuerte, y empezaremos otra vez, pero olvidándonos del arte.
Entonces comenzó a cortarle la blusa, abriéndole las mangas por las costuras con la misma limpieza con que habría abierto un plátano. Por la amarga mirada de Claudia pasó una nube oscura; el miedo de no haber entendido bien aquel instante o la decepción de que, de todas las posibles fórmulas, de todos los posibles significados, aquellas manos acabaran eligiendo el que sórdidamente había previsto desde el mismo momento en que él había irrumpido en la habitación. Mientras los botones saltaban uno tras otro sobre su pecho y después sobre su vientre, mientras la hoja que había rozado la piel de sus brazos blancos y ya desnudos le metía el escalofrío en las entrañas, recordó efímeramente las caricias de los hombres que había deseado y también las que había tolerado por caridad o desvío. A continuación la navaja destramó el hilo que unía las piezas de tela sobre sus hombros; tras dos pequeños cortes más y un par de delicadas maniobras, se vio tendida sobre un lienzo ya ajeno a su suerte, como la piel de un animal desollado. Sin pausa, la navaja inició la destrucción de la falda. Impúdica, se infiltró por la cintura y la humilló discurriendo en línea recta por encima de su intimidad. El hombre cortó hasta abajo, y después extendió la tela sobre el colchón igual que lo había hecho con la blusa.
– Eres un bombón -dijo, mientras la contemplaba con la desvergüenza y la minuciosidad de un agrimensor-. Vamos a dejar que te dé del todo la luz.
Pero antes de que la punta de la navaja pudiera llegar a la cadera de Claudia, su pierna se disparó como una ballesta y le colocó un punterazo en la boca al hombre. Éste retrocedió un par de pasos, meneando la cabeza, y barbotó:
– Maldita sea, ya me estás jodiendo.
Le dio dos golpes secos con el canto de sus manazas, uno en cada muslo, muy cerca del vientre. Claudia gimió y se quedó inmóvil, como si le hubiera partido las piernas.
– Como ves, no me importa machacar los bombones, si me hinchan las pelotas. Más te valdrá seguir quietecita.
Sólo quedaban dos pequeñas prendas. Un corte de navaja abajo y tal vez tres arriba. No más de medio minuto. Algún otro comentario, más sucio, o quizá no. Luego se bajaría los pantalones o simplemente se tumbaría sobre ella abriéndose a la vez la bragueta. También podía demorarse sádicamente en acariciarla con la lengua o con la punta del estilete. En cualquier caso quizá no me afectaba demasiado que pudiera violarla. Incluso puede que lo deseara, torcidamente, porque en otro tiempo aquella mujer, sin esforzarse, me había hecho más daño del que era capaz de olvidar. También es posible que, en aquel momento en el que todo habría debido estar decidido, y me refiero a todo lo que en aquella tarde yo mismo esperaba de mí, no acabara de vislumbrar en qué consistía, allí y entonces, mi lealtad a la memoria de Pablo. Si en defender a su viuda, si en dejar que ella pagara por el desorbitado sufrimiento en que había hundido, antes y después de mí, a mi amigo difunto.
Sea como fuere, no me gustaba el hombre de las hermosas manos, y por lo poco que sabía de él no calculaba que mereciese el placer que iba a darse. Aunque Claudia ya no fuese más que un residuo de todo lo que yo la había visto ser, a aquel tipo le sobraba para volverse loco. Ya lo imaginaba, con todos los detalles, y no estaba seguro de conservar la impiedad necesaria para salir indemne de semejante degradación. Todavía vacilante, pero ya con esa inercia de lo que acabará por ocurrir, busqué el contacto de mi Astra, que en realidad no era legítimamente mía. La había comprado mi abuelo en 1920, la había heredado mi padre y yo, que no había sido militar como ellos ni poseía permiso para tenerla, la guardaba tras la muerte de ambos. No era un arma como el revólver de aquel sujeto. No tenía diez tiros, sino seis; no era un 38, sino un 9 corto; no la habían fabricado ayer, sino hacía ochenta años. También se diferenciaba del revólver en que solía encasquillarse, como tarde, al tercer disparo, y en que en 1921 le había metido un balazo en la frente a una mora que estaba mutilando a un soldado moribundo, bajo una chumbera en algún punto a medio camino entre Melilla y Monte Arruit. Era pequeña y redonda, y ya no se fundía acero como aquél. La empuñé fuerte, la monté rápido y abrí de una patada el armario en que comenzaba a asfixiarme, rodeado por las ropas ligeramente perfumadas de Claudia.
Extendí el brazo hacia aquellos ojos incrédulos y situé la mira justo en el centro de ambos. No me temblaba el pulso, pero sí me corría el corazón.
– Tira el acero, chico.
Dejó caer la navaja, abriendo mucho aquella mano de músico. No le salió ninguna excusa, aunque abrió y cerró la boca un par de veces. Después de eso, pareció que intentaba rehacerse y me dirigió una precaria mirada de desafío. Pero no dijo que disparase si tenía cojones.
– No parece que la dama estime mucho tus fantasías -observé, acordándome de alguna película-. Sé un poco más dulce. Olvídate un poco de ti mismo y déjala inventar.
No comprendió, como cabía prever.
– Que la sueltes, imbécil.
Obedeció, mordiéndose ostensiblemente los labios. Claudia se incorporó, tanteó el estado de sus muñecas y se retiró con rapidez de la cama. Sólo cuando estuvo lejos de él se quitó el pañuelo de la boca.
– ¿A qué esperas? -me urgió, y lamenté haber ordenado que la desatara.
El hombre estaba ahora solo y desvalido. Daba lástima, tan alto, inmóvil, señalado por mi pistola y por el rencor de ella. Yo en su lugar habría tratado de hacer algo. Si mi primer disparo fallaba, habría podido triturarme sin despeinarse. Entonces creí que era poco ambicioso. Ahora que lo recuerdo no sé qué creer. Yo jamás había matado a un hombre a sangre fría, aunque había odiado lo bastante como para desearlo. A aquel infeliz, en cambio, no le odiaba en absoluto. Borrosamente me asistían otras razones. Prestarles oído fue en parte un error y en parte, si no debe atenderse sólo a lo que al final resulta de las cosas que uno da en hacer, un acto radicalmente justo. Le di en la cabeza, y el ruido de la detonación reverberó en el pequeño cuarto durante cuatro o cinco segundos, mientras él terminaba de encontrar la quietud de la muerte sobre el suelo de losas oscuras. Una alegría ausente y brutal llenó el semblante blanquísimo de Claudia.
No había prisa. Estábamos en una casa de montaña, a un par de kilómetros de cualquier ser viviente. Un capricho de Pablo, había dicho ella al describirla, para escaparse de la mierda cuando empezaba a llegarle al cuello. Claudia se había vuelto dura, desagradable, dando rienda suelta a aquello que siempre había atesorado en secreto su alma, detrás de las maneras leves con que nos había hechizado a los dos y a tantos otros. Lo había demostrado trayendo a aquel desdichado hasta la trampa, aguantando el tipo mientras yo meditaba en el armario.
– Te lo has pensado, ¿eh? -me reprochó-. ¿Creíste haberte equivocado de bando o sólo querías verme desnuda, como cuando me espiabas en la ducha?
– Nunca te espié en la ducha.
– No seas tímido. Si quieres, terminaré yo lo que él ha dejado a medias -y se llevó la mano a un tirante del sostén-. Sin compromiso. Considéralo tus honorarios.
– Esto no es mi profesión.
– Llámalo recompensa, entonces.
– Tampoco. No estoy aquí por ti, y lo sabes de sobra, princesa. Por ti no mataría ni una cucaracha.
– Claro. Por mí sólo traicionaste a tu amigo y te miras con asco en el espejo, cada mañana.
– Afortunadamente no me miro al espejo, ni tú sabes nada de lo que hago por la mañana. Vístete, Claudia. Yo tengo que enterrar a este pobre diablo. La tierra está dura, hace frío y pronto será de noche. Hay un largo camino hasta Madrid, y yo ardo en deseos de dormirme con una botella de remedio escocés en los brazos.
– Supón que te deseo -ofreció, con una humildad deliberadamente sucia.
– Supón que me he cortado el pito -murmuré, y salí, dando un portazo.
El cielo estaba gris y el aire de la sierra batía furiosamente las laderas. Aunque pareciera mentira, era mayo. Me sentía envilecido y desquiciado, como si acabara de comerme el hígado de un niño. También me había trastornado su cuerpo claro, incitante, su solicitud casi rendida al cabo de tantos años; aunque fuese un subterfugio, aunque entre ambos se interpusiera mucho más que el peso amargo de los buenos días perdidos y la miserable culpa ganada, mucho más que el hueco absurdo que era todo lo que quedaba de Pablo.
A un costado de la casa había una especie de cobertizo. Allí encontré la pala. Entré de nuevo en la casa para sacar el cuerpo. Claudia estaba ajustándose unos pantalones. Inició una sonrisa, pero yo aparté los ojos. El muerto pesaba indeciblemente, como correspondía. Su cráneo dejó un reguero de sangre sobre el suelo. Tuve náuseas, y agradecí que el nueve corto no fuese suficiente para vaciar sus sesos a la distancia desde la que le había tirado. Me costó un calvario cavar un agujero en el que cupiese. Disimulé la tumba como mejor pude y devolví la pala a su sitio. Cuando entré, Claudia había limpiado la sangre y estaba lista para marcharnos. Cogí el revólver de la mesilla y la navaja del suelo. El revólver me lo guardé y la navaja se la tendí a ella.
– Toma, guárdala. Por si esta noche le echas de menos y quieres volver a sentir el cosquilleo de la hoja en el vientre.
– Prefiero sentir otras cosas en el vientre. O prefería.
De modo que también me guardé la navaja. De pronto, me había convertido en un coleccionista de armas.
Tardó un poco en subir al coche. Calculé que estaba echándole la llave a la puerta, pero cuando arrancó y empezamos a alejarnos de allí, vi por el retrovisor que había estado haciendo otra cosa. La casa estaba ardiendo. Claudia sonreía, malévola, con la mirada fija en el camino.
– Eso no ha sido una buena idea -observé.
– ¿Por qué? -preguntó, suave y rápida.
Meneé la cabeza y pensé en la Guardia Civil, en el cadáver, en que había olvidado recoger el casquillo. Daba igual, identificarían el arma por el proyectil, en cualquier caso. Y también estaba el coche en el que él había venido, apenas oculto tras unos árboles a escasa distancia de la casa. Confusamente, traduje para ella:
– Te has dejado mucha ropa en el armario.
– Dejo otras cosas, peores que la ropa. Recuerdos de cuando no era una perra, de cuando no le había obligado todavía a buscarse un modo de morir.
– No creo que pienses eso.
– Pero tú sí lo piensas.
– Yo no soy nadie.
– Ahora eres un asesino, por mí. Bueno, puede que no lo hayas hecho por mí, pero yo sí te debo algo. Quizá incluso deba compartir tu manera de ver las cosas.
– No te lo aconsejo. Ahora mismo, por ejemplo, no sé ni siquiera dónde estoy. No sé si me he dejado utilizar como un idiota o si la idiota eres tú, por haberme llamado. Querías que le matase y lo he hecho, pero no sé quién era él, y nunca he sabido quién eres tú. Intuyo que simplemente dices eso para reírte de mí. Si es así, que te aproveche.
– No te desprecies. Sólo ha pasado que no tuviste suerte. Eras mejor que él. Por eso no me fui contigo.
– Vaya. Ya tengo tu admiración. Ahora sólo falta que Satanás me bese el culo, y mi vida habrá merecido la pena.
– Eres un cabrón, Juan.
– Yo no diré lo que tú eres.
Ya habíamos tomado una carretera en condiciones, después de recorrer aquella senda de cabras. El coche era uno de esos incómodos todoterreno que se habían puesto de moda hacía años entre la gente a la que Claudia, incluso después de casarse con Pablo, no había dejado de pertenecer. Se movía mal por los caminos para los que se le suponía concebido y todavía peor, según comprobé unos minutos más tarde, en la autopista. El motor rugía como un condenado pero todo el mundo nos adelantaba. Había comenzado a llover y los limpiaparabrisas reiteraban incansables su monótono barrido. Por la izquierda, en dirección contraria, hacia las cumbres, trepaba el tren que yo había cogido por la mañana, hasta una estación desierta desde la que había tenido que darme una caminata espantosa para llegar a la casa. Anochecía, y las facciones de Claudia se volvían azuladas. En aquella tarde enloquecida, la luz llegaba ahora desde un resquicio que las nubes dejaban momentáneamente a un cuarto creciente de luna. El tráfico fue aumentando a medida que nos acercábamos a la ciudad. En una ojeada casual al cuadro, vi que apenas quedaba gasolina. Claudia permanecía absorta en la ruta. Extenuado, me dejé caer en un espejismo de la memoria, y jugué a sentirme como si pudiéramos regresar igual que regresábamos entonces, cuando desde la estación, o desde el aeropuerto, o desde la carretera por la que llegáramos, volábamos al Retiro y teníamos que contenernos para no cometer el acto ridículo de besar la tierra. Si aquella noche hubiéramos perpetrado la estupidez de ir allí, sólo habríamos visto la miseria de los vagabundos, de las estatuas rotas y las fuentes sin agua, de aquella sobada pero inagotable desesperación de no ser los mismos.
Claudia conducía bruscamente por las calles de la ciudad. Desde la mayor altura de su vehículo se imponía sin miramientos al resto de los conductores, incluyendo a los taxistas. Se metía por donde quería y arrinconaba a sus rivales con saña. Ahora comprendía el origen de las tres o cuatro abolladuras que lucía la carrocería de su pequeño blindado. Pronto estuvimos ante la lóbrega fachada de mi pensión. Subió el todoterreno a la acera y frenó un milímetro antes de derribar la señal que prohibía aparcar allí. Apagó las luces y quitó el contacto. Bien pudo ser sólo una falsa impresión, pero creí notar que estaba aturdida. Aguardé a que me pidiera algo. Que la acompañara a casa, o que matase a otro. A lo primero me habría negado, pero quizá no a lo segundo, si me dejaba emborracharme antes. Al cabo de un rato de mirar al otro lado del parabrisas, me aclaró:
– Ya no te necesito más. Olvídanos, a mí y a Pablo. Vete de Madrid, vuelve a ese balneario donde te pudres. Aquí no queda nada, ya lo has visto.
– ¿Y tú? No creo que el gigante estuviera solo. Ni siquiera creo que fuese importante. ¿Por qué ese empeño en que acabara con él?
– Te he dicho que lo dejes, que lo olvides. Confía en mí y vuelve allí antes de que nadie se preocupe por tu ausencia. A partir de aquí me las arreglo sola.
La dejé representar aquel papel, apoyándola con un breve silencio. Esto era artificio, pero lo que le dije después me salió del alma.
– Quién te habría imaginado así como eres y estás ahora, aquella noche en que te conocimos. Llevabas un vestido rosa, de fiesta, aún puedo recordarlo. Eras la muchacha que siempre habíamos esperado que apareciera en una noche de verano, paseando sola junto al estanque, hermosa y pensativa. Cuando te vimos, creímos que eras un efecto del alcohol.
– Vuestra desgracia fue que yo también estuviera borracha. Si hubiera estado sobria os habría esquivado.
– No lo hiciste. Te paraste y nos recitaste a Rimbaud:
Voici plus de mille ans que la triste Ophélie
Passe, fantôme blanc, sur le long fleuve noir.
– Para vosotros era poesía. Para mí era Madame Renard y el Liceo. La sórdida sensibilidad de un hatajo de lesbianas lánguidas.
– Eso no importaba, incluso nos habría excitado saberlo -supuse, con amargura.
– Déjalo, Juan, no remuevas la basura. Adiós.
– Sólo una pregunta.
– Qué.
– ¿Qué era lo que buscaba ese tipo?
– No tengo la menor idea.
– Pero sabías que entraría en la casa, a buscar algo.
– No lo sabía. Márchate, anda.
No merecía la pena insistir. Ahora tenía que irme. Arriba me esperaba la botella, y por mi vida que me moría de ganas de empezarla. Pero algo inoportuno me retenía junto a Claudia. Su rostro estaba tenso. Con un áspero movimiento pasó su brazo por delante de mi cara y me abrió la puerta.
– Bájate, por favor.
Eché el pie a tierra y salí del vehículo. Antes de cerrar la puerta, por maldad, pero también por desorientación, le susurré:
– De nada, Ophélie.
Arrancó inmediatamente. Dio marcha atrás y salió como un cohete a la calle. La vi irse, hasta que las luces rojas dieron un destello y desaparecieron por la derecha. Luego subí a mi cuarto, encendí la lámpara, conté desconchones en la pared. Guardé todas las armas que llevaba en el cajón de la mesilla de noche y abrí la botella. El whisky me dejó al pasar por la garganta una densa sensación de calor, que un segundo después recibía mi estómago con gratitud. Nunca he comprendido a quienes estropean con hielo esa tibieza sabia, que aquella noche apuré como si fuera una absolución. Luego sólo recuerdo la bruma, y una dicha sin errores. Pablo estaba sentado a los pies de la cama y hablamos largamente de la pálida belleza de una medio francesa errática que habíamos conocido esa noche, junto al estanque. Era curioso, porque por el modo en que hablábamos, la compartíamos como camaradas, igual que bebíamos de la misma botella.
Lo siguiente que supe de Claudia, diez días después, en un periódico atrasado de Madrid que recogí de una butaca en la terraza del balneario, fue que la habían violado y estrangulado en su apartamento, a las pocas horas de despedirnos.