Puede ser porque lo recuerdo ahora, cuando ya he averiguado todas las mentiras y una parte vergonzosa de la verdad, cuando ya está cumplido hasta su inconcebible final nuestro infortunio o como haya que llamarlo. Puede ser también porque sí, por una economía trivial de la memoria. El caso es que por más que intento individualizarlos y distinguirlos, aquellos dos viajes en tren, desde el balneario hasta Madrid, me parecen hoy uno solo. A lo sumo, se me ocurren irrelevantes discrepancias en el paisaje. Durante el primero había sobre los prados extensas manchas rojas, amarillas y moradas, que me hicieron pensar casualmente en el candor suicida de quienes sueñan en las flores silvestres de su país el color de una bandera. En el segundo, en cambio, el verde efímero huía de la tierra que no sabe retenerlo, y no quedaba apenas en la llanura sueño para los candorosos vencidos. Esto es todo lo que puedo aducir para separar un viaje de otro, o todo lo que corresponde a las impresiones del corazón que ha conservado mi memoria. Queda, además, esta inservible sutileza del cerebro: en el primer viaje iba a matar a un hombre para Claudia; en el segundo, acababa de saber que Claudia estaba muerta y volvía a Madrid sin ideas definidas. Lo que relataré a continuación, hechas estas salvedades, puede entenderse perteneciente al residuo común de aquellos dos regresos igualmente desconcertados y dubitativos.
Desde el balneario hasta la estación había y hay una larga caminata, que logré evitarme gracias a un compañero que en la errónea creencia de deberme diversos favores se brindó a llevarme en la vieja ambulancia de la que yo solía ser conductor. No había sido difícil obtener permiso de mis superiores para utilizarla, así como tampoco para ausentarme durante un plazo que me había abstenido de precisar. Dos circunstancias concurrían en mi favor: la primera era que se me debía un número ingente de días de vacaciones, ya que en los últimos tres o cuatro años no había considerado necesario tomar un bien que no iba a utilizar; la segunda circunstancia tenía que ver con los motivos íntimos que movían al director del balneario a desempeñar su cargo. Según atestiguaban diversas leyendas o calumnias, no siempre coincidentes en varios detalles de cierta trascendencia, el director había cometido, en los años en que aún era un joven especialista de talento y futuro, un trágico error profesional. En la gravedad de dicha tragedia era donde divergían las distintas versiones, sin duda por ser el extremo más propicio a los excesos de la fantasía. Para unos había amputado un miembro equivocado a una delicada muchacha, condenada, de resultas de su distracción, a una doble y espantosa invalidez. Para otros, menos sensuales, había ordenado que se administrase a un anciano en plena crisis hepática una dosis de calmantes que había resultado fulminantemente letal. Lo cierto e innegable era que aquel hombre demostraba una casi enfermiza propensión a pasar desapercibido, y tampoco cabía dudar que su puesto alejado y oscuro era una táctica vital buscada con fruición. Rara vez reprendía a sus subalternos, apenas se dejaba ver y concedía prácticamente todo aquello que se le solicitaba, siempre y cuando no ofreciera riesgo de acrecentar demasiado su popularidad. Mientras la ambulancia avanzaba hacia la estación, dejando oír en cada cambio de velocidad una desesperada queja de aquel embrague que un día se incendiaría o habría que revisar, sonaban en mis oídos las suaves y apresuradas palabras de aprobación con que inmediatamente había respondido el director a mi petición de licencia por asuntos personales. Antes de salir de su despacho había conseguido tropezarme fugazmente con sus ingenuos y cansados ojos azules, y ahora casi me remordía la conciencia haberle sorprendido de aquel modo, causándole un sonrojo desaforado. Personalmente no creía en las historias espectaculares que entre los empleados se preciaban de constituir la clave para descifrar su carácter. Existen tantas explicaciones ordinarias para el miedo que empeñarse en atribuirlo a algo excepcional denota una cierta pobreza de ingenio.
Así, pensando en el miedo y en la extraña debilidad de los hombres de ojos azules, me encontré paseando arriba y abajo del andén, con una pequeña maleta en la mano y la forma familiar y casi nostálgica de mi Astra embarazándome la axila. Por aquel pueblo pasaban un par de trenes que unían Madrid con capitales de la periferia y otro que tenía su final en la población más importante de la comarca. Con mucho eran preferibles los primeros, más directos, que discurrían casi despectivos por la meseta, como si sólo una casualidad o una delirante arbitrariedad administrativa les obligara a detenerse en algunas estaciones intermedias. Subir a ellos implicaba enfrentar el recelo y el moderado pero implacable fastidio de los viajeros capitalinos, que asistían con indisimulada complacencia a los arduos esfuerzos de los intrusos rurales por encontrar un sitio libre en el vagón cuya distribución había sido decidida sin preverlos. Nunca me ha disgustado decisivamente ser tomado por lo que no soy, e incluso he comprobado a menudo que tales equívocos suponen un beneficioso auxilio para un hombre sin esperanzas, en las cosas grandes lo mismo que en las pequeñas. De modo que avancé entre los asientos con un porte ostentosa y verosímilmente aldeano y ocupé con generosa torpeza uno que había libre junto a una mujer de unos treinta años y aire pulcro. Ante el mohín de su nariz, lamenté uno de los fallos de mi disfraz: mi olor era de veras aceptable.
Mientras el tren corría o alternativamente se arrastraba sobre los raíles y mi compañera de asiento desistía de leer una revista para tomar un libro de dudosa calidad, abandonado luego para oír música banal en unos auriculares microscópicos pero de todo punto estridentes, empecé sin remedio a meditar sobre mi conversación con Claudia; sobre lo que había creído comprender, sobre lo que dudaba si atreverme a adivinar y sobre lo que me había resignado a no entender en absoluto.
Ahora, viendo aquella tierra discurrir hacia su inminente desaparición en beneficio del paisaje urbano en que habitaban mi pasado y todos sus fantasmas, sentía de pronto la humillante necesidad de discernir entre las palabras de Claudia la mentira y la verdad. En una época de no improbable juventud me había fiado de ella y eso no me había acarreado más que reveses. Ahora no era joven y me sabía más débil; la consciencia que hace cobardes de todos nosotros luchaba por distinguir entre el rostro y la máscara con una inercia difícil de desobedecer. Una inercia, no obstante, que el encargo póstumo de Pablo me obligaba a reprimir, porque no había manera de hacer lo que tendría que hacer si me abandonaba a los efectos de aquel mecanismo de autoprotección. Y es que Claudia podía haberme mentido tanto que no era posible decidir en qué punto debía comenzar a recelar. Podía ser falso su relato de aquel último año, y entonces debía dudar de sus motivos, o mejor dicho de lo poco de ellos que me había dejado sobreentender. Podía ser inexacta su historia acerca de la amenaza que pesaba sobre ella, y entonces tenía que deshacerme de mis fragmentarias previsiones acerca del adversario al que iba a enfrentarme. Lo que no me detuve a considerar, evitándome a un tiempo una pavorosa perplejidad y una siniestra razón para quedarme quieto, fue que Claudia, mintiéndome o no, hubiera sido a su vez engañada. Quizá debí pensarlo en el segundo viaje, cuando iba a Madrid llamado por su cadáver, cuando tenía un motivo más que plausible para creer que algo se le había escapado de las manos. Pero nada recuerdo, tampoco en este punto, que diferencie un viaje de otro. No me atrevía a suponer nada, sólo intentaba a duras penas resistirme a la fuerza que me arrastraba y me sobrepasaba por todas partes. No construía hipótesis, caía inexorablemente hacia el corazón de las cosas, sin osar siquiera exigir que se me aclarase qué era lo que me estaba reservado.
Había incongruencias por todas partes, pero sabía que no debía valerme de ellas para subestimar nada de lo que hubiera hecho o dicho Claudia. Siempre había estado excusada frente a mí de mostrarse coherente, aunque yo hubiera pagado con largueza los deslices que a pesar de mis esfuerzos había cometido respecto a ella. De algún modo quizá injusto el filósofo no puede refutar al mago, pero sí es posible, incluso infinitamente posible, lo inverso. Por todo ello, fue más bien gratuito el laborioso soliloquio que sostuve a continuación, contra la nada favorable e incesante algarabía de chirridos que despedían los auriculares de mi compañera de asiento. Sin esperanza, enumeré los puntos frágiles de la historia de Claudia, los hitos inexplicables o inútiles de la estrategia en la que yo debía participar y las discordancias entre una y otra. Por más que me hubiera ofrecido aquel lema de Pablo para justificarse, y tomando como hecho incuestionable que su presunto afán por reencontrarse conmigo era una perversa invención, no dejaba de resultar un desacierto que su reacción al saberse amenazada hubiera sido acercarse a esa amenaza. Si había que prescindir de esto, nada explicaba, de todos modos, el retraso de siete días en acudir a verme, sin saber qué podría ocurrir cada nueva mañana que saliera a la calle con aquel hombre a su espalda. Por otra parte, aun reconociéndola dotada de innumerables habilidades y no poca astucia, me costaba imaginar cómo Claudia había logrado despistar a un profesional, para venir a visitarme sin peligro. Y si no era un profesional, debía descartar las suposiciones que cabía lógicamente hacer respecto a la identidad, siquiera fuese aproximada, de quienes habían ordenado que la siguieran. En cuanto a su plan para librarse de quienes la acosaban, aun sin plantear la objeción de su manifiesta limitación en cuanto al elemento que trataba de destruir, que podía ser una limitación de mi perspectiva y no del plan mismo, sin duda había modos más simples e igualmente efectivos de conseguir tan poca cosa como eliminar a un hombre, salvo que se tratara de procurar a Claudia un tortuoso placer más que de alcanzar el fin aparentemente buscado. Y lo que me resultó de todo punto irracional, y sólo pude considerar en el segundo viaje, fue que después de hacerme suprimir a aquel tipo y dejarme en la pensión, no se le ocurriera otra cosa que volver a su apartamento, donde naturalmente la estaban esperando. Al llegar a este punto sorprendí a la mujer que se sentaba a mi lado dedicándome una mirada atenta y difícilmente calificable. Había dejado de sonar en sus auriculares aquella corrupción de la música y me sonreía de un modo incomprensible. Me sentí ilimitadamente ridículo, tanto por ser objeto de aquella mirada como por estar devanándome los sesos en aquel catálogo de simplezas. Igual que aquella mujer no necesitaba disponer de un motivo razonable para sonreírme de aquella manera, tenía que admitir que Claudia había podido conciliar en su cabeza y en su alma muchas más cosas incompatibles de las que jamás sería capaz de soñar mi imaginación.
Mientras me levantaba para buscar otro sitio en el que sentarme me propuse firmemente abandonar aquellas cavilaciones miserables. Faltaba aún hora y media para llegar a Madrid y no traía nada para leer. Siempre podía pedirle su revista a la mujer de la que acababa de huir, o podía incluso intentar, en un acto de irresponsabilidad, un romance ferroviario para el que la ocasión parecía servida. Quizá al separarme de ella había conseguido enardecerla hasta un punto desde el que le sería forzoso sucumbir si regresaba a cortejarla. Pero juzgué más apropiado dejarlo correr y me vi abocado a seguir pensando, y como a menudo sólo es posible escapar de un error cometiendo otro mayor, para cerrar la espita de mis elucubraciones anteriores hube de aflojar el esfuerzo con que mantenía cerrada otra, que giró con rapidez y dejó que me envolviera como un gas maligno el hálito de arriesgados recuerdos. En pocos minutos me vi devuelto a una época y unas imágenes a las que había estado luchando por no admitir que el viaje presente era una manera clandestina de reintegrarme. Me vi caminando junto a Pablo en una noche de enero, por las calles silenciosas de una lujosa urbanización. Paulatinamente noté el frío, el olor casi metálico de la helada en la nariz y la dureza del suelo en las plantas de los pies. Sin comprender de inmediato por qué mi memoria había elegido aquel suceso, me abandoné dócilmente a recorrerlo.
Pablo se acercó sigiloso a una valla coronada por un tupido seto y al cabo de unos segundos de escuchar qué había al otro lado me hizo ademán de que me acercase yo también. Mientras yo cruzaba la calle en una breve carrera, él trepó como un gato por la valla, superó el seto y cayó tras él con un sospechoso crujido. Medio minuto después oí un zumbido eléctrico y me fui hasta la cancela, que cedió sin resistencia a mi levísimo empujón. Entré y divisé a Pablo agachado junto a la casa, a medio metro del mecanismo que acababa de accionar para permitirme la entrada. Fui hasta él a grandes zancadas, aprovechándome de la ventaja del césped que insonorizaba mis pasos, y al llegar a su lado pregunté:
– ¿Qué te ha pasado?
Pablo me dirigió una mirada iracunda, pero pronto comprendí que no había en ella nada personal.
– El maldito seto -susurró-. Mira cómo me he destrozado el pantalón.
Se dio media vuelta y advertí que el impecable tejido negro se había abierto generosamente, dejando al descubierto la blancura de sus calzoncillos.
– No seas idiota -le recriminé-. Ya te comprarás otro traje.
– No encontraré otro como éste -se quejó-. Era de un luto perfecto. Un negro maravilloso.
– Venga, déjalo ya.
Pablo se sacó con furia la chaqueta y la arrojó al césped. Llevaba una camisa blanca de seda, como de costumbre.
– Vamos dentro -le urgí-. Ahora se te ve desde un kilómetro.
– No tienes ningún sentido del teatro, Juan. No olvides que lo que vamos a hacer nunca es más importante que cómo lo vamos a hacer.
– Ni tú pienses que lo más importante es el teatro.
– ¿Y por qué no? -me desafió, sacándose la pistola de la sobaquera y deslizándose velozmente hasta la puerta.
Manipuló la cerradura con el pequeño utensilio que siempre llevaba consigo y en un par de segundos estábamos dentro. A la luz de mi linterna vimos muebles costosos y una infinidad de cuadros y grabados que infestaban las paredes.
– El viejo demuestra su amor por el arte. Es nuestro único punto en común. Aunque yo prefiero un estilo menos geométrico -observó Pablo, mientras subíamos por la escalera, siempre acompañados por las piezas de aquella colección, colgadas por doquier.
– Llévate luego lo que más te guste -sugerí.
– Ah no, hermano, eso nunca. No me confundas con un ladrón. A Dios se le debe ofender gravemente o nada en absoluto. Nunca mancharé mis manos con pecados de villano. Yo soy un príncipe.
– Tú eres un cretino borracho. Y mira que te lo avisé.
Pero cuando entró en el dormitorio, y sin provocar el menor sonido encendió la luz y apuntó tras un breve malabarismo el arma, nada temblaba en su espíritu ni en su figura. En la cama había un hombre de mediana edad y una mujer joven. Los dos se incorporaron como impulsados por un mismo resorte y la cara de ella se quedó atravesada en la línea recta que tendía inmisericorde el cañón de la pistola de Pablo. Yo encañoné vagamente al hombre. Pablo habló deprisa:
– Antes de que se te ocurra gritar y hacer que la mate, dime con la cabeza si hay alguien más en la casa. No teníamos ganas de registrarla.
El hombre meneó negativamente la cabeza y en ese mismo momento se oyó una detonación y la mujer cayó hacia atrás tan de golpe como se había levantado.
– Esto es para que no pienses que andamos de broma. Tengo ganas de irme a dormir y no voy a permitir que nos entretengas más de lo necesario.
El hombre estaba muy pálido. En cuanto a mí, algo en mi interior, algo que no era la humanidad que ya habíamos perdido hacía años, ni la lástima que ya sólo podía sentir por mí mismo, me hurgaba en el estómago y me inquietaba con unas enormes ganas de vomitar. No había ocurrido nada imprevisto, sin embargo, y sabía que tanto aquella acción como las que hubieran de seguir obedecían a un propósito bien establecido y fundado, al menos hasta donde éramos capaces de distinguir. En aquel tiempo pensábamos que, ya que siempre puede llegarse a un punto en el que todo zozobra, más valía quedarse de este lado que indagar las brumas del otro. Quizá era la única manera de actuar deprisa y sin vacilar, como continuamente exigían las circunstancias. Quizá no estábamos equivocados y me equivoco yo al recordarlo. En realidad, la memoria siempre es una forma de error.
Pablo se aproximó al hombre. A cada paso se abría la hendidura en su pantalón, mostrando un óvalo blanco de tamaño variable.
– Cálmate -dijo, mientras le ponía la mano sobre el hombro-. No estamos de juego pero tenemos escrúpulos. Te lo hemos demostrado. A esa guarra puedes cambiarla mañana por otra. Piensa que podríamos haber elegido a la madre de tus hijos para advertirte. Tranquilo te digo. Esto que ha pasado esta noche es un aviso nada más. Antes de irnos quiero asegurarme de que lo has entendido. ¿Nos conoces, verdad?
El hombre asintió nerviosamente.
– Así está bien. La última vez que nos vimos me pareció que no nos concedías demasiada importancia. Pero olvidemos el pasado. Cualquiera tiene derecho a desbarrar. Tú ya has entendido, ¿eh?
El hombre volvió a asentir. Pablo puso entonces el cañón sobre su sien y apretó el gatillo. El disparo tiró al hombre como un muñeco sobre el cadáver de la mujer.
– Pocos hombres tienen la suerte de morir entendiendo. Este indeseable ha sido un privilegiado, después de todo -observó desdeñosamente Pablo.
– A veces pienso que te gusta -le reproché.
– No pongas esa cara de susto al decirlo, hombre. ¿Por qué no puede gustarme?
– No hacemos esto porque sí. Tenemos razones. Si te gusta puedes acabar haciéndolo porque sí, y porque sí esto es una basura. La más grande y asquerosa de las basuras. ¿No te parece?
– No, mi bondadoso hermano. No hay razones para nada. Si crees en lo que estamos defendiendo con esto hasta el punto de pensar que esto está justificado por aquello, es que eres aún peor que yo. Puede que tú prefieras disculpar unas cosas con otras, pero déjame a mí preferir que cada cosa se baste a sí misma. Un hombre sin conciencia puede ser puro, pero un hombre con la conciencia dividida se arrepiente en el fondo de cada cosa que hace con el beneplácito de esa conciencia. Y yo no quiero vivir arrepentido. Mejor que me castiguen otros, cuando llegue el día.
– En momentos como éste no sé si estamos haciendo lo mismo, aunque parezca que estamos juntos.
– Por supuesto, pequeño. No lo tomes en serio. Cada uno tiene su parte. A mí no me importa apretar el gatillo, y eso es bueno para los dos. Gracias a mí, tú no tienes que mancharte las manos. Limítate a seguir pensando en las razones que tenemos y en los hechos necesarios. Hasta ahora no nos va mal así. En fin, creo que habrá un lugar mejor para continuar esta conversación. Ya sabes que me impresiona la sangre, y ese cerdo está soltando mucha. Además, hemos hecho un poco de ruido. Vámonos.
Corrimos por los pasillos, escaleras abajo, encendiendo todas las luces a nuestro paso porque ya no era preciso guardar esa precaución. Salimos a la calle y entonces los vimos. Dos hombres que acababan de cruzar la verja. Iban armados y exhibían un gesto de asombro que nuestra aparición hizo aún más patente. Pablo no necesitó pensar para apuntar hacia ellos. Yo perdí una fracción de segundo en comprender que algo había fallado, porque nos habíamos preocupado de asegurar que el viejo vendría solo y que allí no había nadie antes de que él llegara. En la fracción de segundo siguiente vi caer a uno de los hombres enfrente y a Pablo a mi lado. Apenas tuve tiempo de rehacerme antes de que el tipo que había abatido a mi compañero me disparase a mí, pero jugaba con ventaja y pude derribarlo de un balazo en el pecho. Me arrodillé junto a Pablo. Tenía un tiro en el hombro.
– ¿Qué te pasó? -se quejó, con una sonrisa amarga en el semblante-. ¿Tardaste en encontrar un motivo para dispararle?
Tenía razón. Él había cumplido su parte sin demora, liquidando al adversario que venía por mi lado. La técnica que teníamos ensayada exigía que yo le hubiera cubierto a él a mi vez. Si los dos reaccionábamos con la suficiente rapidez era fácil anticiparse a los oponentes, que perdían más tiempo al apuntar en paralelo. Si uno se retrasaba, el compañero quedaba sin defensa. Yo había llegado demasiado tarde. Al desasosiego que últimamente me venían produciendo aquellas escaramuzas, se unió un sentimiento de culpa, de deslealtad y de estupidez por mi negligencia.
– Creo que piensas demasiado de un tiempo a esta parte, Juan -se burló-. Vas a tener que volver a dedicarte a la literatura y dejar esto a los inconscientes.
No sabía qué decir. Me sentía equivocado ante mí mismo y ante el mundo y, lo que era todavía peor, también ante él.
– Vamos, hombre, que me estoy desangrando -me apremió.
Lo cargué a mi espalda y lo llevé hasta el coche. Luego, mientras yo conducía a toda velocidad por la autopista, sorteando los escasos coches que por ella circulaban, Pablo se mostró inesperadamente locuaz:
– Qué sensación. Deberías hacer que me hirieran más a menudo. Es como mearse, pero por todo el cuerpo. Muy relajante. Si no fuera por este maldito fuego en el hombro. Dios mío, ¿y ahora adónde me vas a llevar? En cualquier hospital harían preguntas. Realmente es todo un problema, mirándolo por ahí. Tendremos que buscar un médico venal, como hacen siempre en las películas. También podemos coger uno cualquiera. Primero tendría que curarme, por eso del juramento hipocrático. Luego lo mataríamos. Pero tendrías que ser tú, Juan. Habría que aclarar entonces si tenemos suficientes razones, antes de hacer nada.
Verdaderamente no tenía piedad. Tras rozar peligrosamente un par de coches le pedí con rabia:
– ¿Quieres hacer el favor de callarte?
– No me digas que también has perdido el sentido del humor.
– ¿Qué quieres decir con eso de también? -pregunté, como un perfecto imbécil.
– Qué sé yo -repuso, riendo de buena gana-. Me estoy muriendo, no me exijas que sepa lo que digo.
Pero en realidad mantenía un dominio casi insultante de la situación.
Al llegar a este punto mi recuerdo se abreviaba. Encontramos sin mucha dificultad un médico de confianza y la herida de Pablo se curó sin problemas. Había perdido poca sangre y como única secuela experimentó una pequeña pérdida de movilidad del brazo derecho. Algo poco grave, teniendo en cuenta que era zurdo (por eso caminaba siempre a mi izquierda, o yo caminaba siempre a su derecha). Para mí fueron peores y más duraderas las consecuencias de aquel incidente. Era la segunda vez que le fallaba. La primera había sido en el pantano, con Claudia, un par de semanas antes. Y no sabía qué me asustaba más, si la locura que empezaba a percibir en él, o los patinazos a que podría llevarme en el futuro el desconcierto en que me sumía mi traición. Estaba en ese punto en el que un hombre no es capaz de descubrir qué cosas causan otras y ha de acostumbrarse a vivir desconfiando de todo, cometiendo errores y temiendo impotente que algún día cometerá uno irremediable. No sabía si todo salía mal porque Pablo estaba fuera de control o porque el que estaba fuera de control era yo y una modalidad más de mi extravío era dudar de su juicio. Cuando le veía moverse y reír, libre, incontenible, a despecho de todos los contratiempos, le envidiaba como nunca antes lo había hecho. En aquellos días oscuros en que era mío sin provecho lo único que él había amado en el mundo, aparte de nuestra amistad. También Claudia era bella y libre. Sólo yo sufría y me arrastraba como un gusano, mientras era dueño de todo, mientras lo destruía todo.
De repente la pistola me pesaba sobre el costado como diez kilos de barro. Pronto tendría que utilizarla de nuevo, y regresar a aquella miseria en la que sólo los espíritus como Pablo podían desenvolverse airosamente. Un movimiento a mi lado me sacó de mi abstracción. La mujer de los auriculares se había sentado junto a mí. Reprimiendo una blasfemia, sintiendo abrumada mi alma por la inagotable crueldad de Dios, la miré con el más profundo gesto de desagrado que me fue posible construir. Entonces advertí que tenía unos lindos ojos, y que su rostro amenazado por la insinuación de las primeras arrugas no carecía, sin embargo, de atractivo. Ya había superado la edad en que una mujer de treinta años podía aparecérseme investida del encanto de su mayor experiencia, pero en cierto modo mi espíritu seguía atascado en el arquetipo primaveral de la muchacha sin heridas, y aquella mujer que era más joven que yo me pareció de pronto adornada por una engañosa sugestión otoñal. En cualquier caso no podía dejar de odiarla, porque esto era algo que había decidido arbitraria pero rotundamente, con la suficiente energía como para imponerlo a una impresión superficial como aquélla que ahora me producía, para la que un hombre puede tener tan escaso motivo como un perro para elegir un árbol en el que apoyar la pata. La mujer, por el contrario, estaba arrebatada por una especie de apasionada estolidez.
– ¿Por qué me molesta, señora? -le escupí.
– ¿No me recuerdas, Juan Galba? -gorjeó.
Puse cara de no entender, mientras la evidencia de mi nombre en sus labios peleaba con la negativa de mi memoria a reconocerla.
– Al principio yo tampoco te identifiqué, y cuando te levantaste antes pensé que me había equivocado. Pero eres tú.
– Lo siento, no… -murmuré, saliendo con esfuerzo de mis pensamientos para afrontar aquella escena imprevista.
– Tienes disculpa. Hace muchos años, y yo sólo era una niña. También estaba enferma, más fea, creo. Era verano y a veces te quedabas por la noche hablando conmigo en la terraza. Yo me enamoré de ti y tú no abusaste. Siempre te he aborrecido por eso -rió, bajando los ojos.
Entonces caí. Aquello había ocurrido el primer año de mi trabajo en el balneario. Por aquel tiempo ella ya no era una niña, pero jugaba con despreocupación a serlo conmigo. La había esquivado laboriosamente, después del error inicial de dejarla acercarse. El asunto lo recordaba de forma muy sumaria y había olvidado su nombre.
– Ahora me acuerdo -dije, con poco entusiasmo, forzando la sonrisa-. Qué coincidencia.
– ¿Vas a Madrid?
– Sí, a hacer unas gestiones -expliqué, titubeante.
– Yo vivo ahora en Madrid -volvió a gorjear.
– ¿Ah, sí? -me asombré, aunque no tenía la más remota idea de dónde vivía antes.
Entonces se estiró repentinamente para mirar por la ventana, sin importarle apoyarse encima de mí para ver mejor.
– Oh, qué faena -se quejó-. Ya estamos llegando. Vas a tener que perdonarme. La próxima es la mía.
– Ah, vaya -comenté ambiguamente, procurando que no se notara demasiado mi alivio.
– Oye, pero tenemos que vernos -exigió.
– Sí, claro, por qué no. Aunque no sé si me dará tiempo -corregí-. Voy a estar sólo un par de días y tengo bastantes cosas que hacer.
– No tengo teléfono -me informó-. Pero voy a darte mis señas. Ven por la tarde o por la noche. Y si te falla el alojamiento, tengo una cama de sobra. Con toda confianza.
Escribió deprisa, ruborizándose, en la hoja de un bloc que luego arrancó y me puso en la mano.
– Gracias -fue todo lo que se me ocurrió responder, confundido por su falta de prevención.
– De nada. No dejes de venir. Me debes algo, Juan Galba -y al decir esto último su voz tembló un poco, pero me miraba aviesamente.
Después se fue a su sitio y recogió sus cosas. Balanceando sin habilidad las caderas recorrió el vagón y desapareció por la puerta del fondo. En ese momento, el tren se detuvo. Debía ser una de las últimas estaciones. La vi en el andén, despidiéndose con la mano. Correspondí con un ademán escueto y acerté a sonreír, pero no miré el nombre de la estación. Pensé que tampoco sabía el nombre de ella y que la extraña mujer que ahora era y la adolescente común que había sido me resultaban igualmente desconocidas. El tren arrancó y mientras la imagen de aquella figura tambaleante pero atildada se difuminaba en mi cerebro guardé el papel con las señas en la cartera; como a veces uno guarda sin motivo un billete de autobús o una caja de cerillas. Iba a escribir que fue una decisión aciaga. Mejor digamos que fue una decisión con consecuencias, algo que no habría tenido la de rasgar simplemente el papel y arrojar sus pedazos al suelo.
A medida que nos acercábamos a Madrid mis pensamientos fueron cediendo a la predominante sensación de nostalgia y regreso. Imaginé la estación, el Paseo, los árboles, la inconfundible luz del mediodía sobre la ciudad, sin comparación con la de cualquier otra ciudad que haya conocido. Quizá porque mi alma es sombría prefiero sobre todas las demás las ciudades luminosas, y entre ellas mi ánimo oscila casi indistintamente de la limpia claridad de Madrid a la brumosa blancura de Lisboa. Creo que sería incapaz de vivir en otra ciudad. Y como en ambas me aguardan amargos recuerdos, es posible que ahora no sea capaz de vivir en ninguna ciudad. Si nadie me lo impide moriré en esta aldea, junto a este río que aquí empieza a transformarse en mar y que dicen que es el mismo que aquel otro sobre el que lloran los sauces de Aranjuez, en el corazón del jardín de reyes donde a menudo pequé con Claudia y, antes de ella, imaginé con Pablo algunas posibilidades distintas de la que finalmente fuimos.
Al fin, el tren comenzó a discurrir despacio entre el ruinoso paisaje industrial que anunciaba la proximidad de la estación. Fábricas con todos los vidrios de las ventanas rotos, con aparatos de aire acondicionado de aspecto fósil, con letreros ajados e incompletos que algún día fueron incluso luminosos. Antiguos edificios ferroviarios, talleres, barracones, trenes abandonados y repletos de pintadas. Detrás de una larga serie de edificios iguales, sobre los que sobresalía una esbelta torre blanca de iglesia, intuí, como había intuido mil veces antes de aquélla, la sombra propicia del Retiro. Aquellos edificios y aquella torre se habían convertido en un emblema de la belleza y de ciertos recuerdos imprecisos que me ligaban a una de las inviables muchachas que había amado en mi juventud. La vida, que es maestra en la técnica trivial de la casualidad, quiso que terminara pasando cerca de una semana dentro de aquellos edificios, viendo por la ventana, a apenas veinte metros, la torre blanca que no era más que un añadido postizo a un inmueble de lóbrego aspecto escolar. Ahora que hacía tantos años de lo uno y de lo otro, comprobaba que la vida no había podido aniquilar el arte, porque mi corazón se encendía al recordar a la muchacha y mi cerebro resbalaba sin atender sobre aquella anécdota posterior de desmitificación. Aunque ya no me era lícito adjudicarme la menor ilusión de triunfo, no pude contener una satisfacción indefinida.
No es posible regresar a las ciudades por otro medio que en tren. Desde el aire uno recibe una imagen irreal, inexistente, algo tan ajeno al hombre como vendría a serlo la percepción usual de Dios. Después el avión busca cobijo en un complejo que es igual al de cualquier otra ciudad y hay que enzarzarse en ominosas peleas por rescatar la maleta o atrapar un taxi. Por carretera no se llega a la ciudad, sino al final de una autopista, que siempre es más o menos parecido. Por mar, bien, Madrid no tiene mar, luego no hay ninguna razón para que yo deba ocuparme de él. El tren, en cambio, entra en la ciudad despacio, abriéndola suavemente con su dedos de acero, que no la menoscaban ni la transforman. Luego viene la estación, que es una cámara sabiamente urdida para una mejor transición del espacio angosto del vagón a la amplitud de la glorieta. Porque cuando uno sale de la estación está ya en pleno corazón de la ciudad, sin que nada se haya interpuesto entre el viaje y el reencuentro. Naturalmente debe ser una de esas estaciones antiguas, sólo a duras penas ampliadas, y no una de las modernas, con cuarenta o cincuenta vías, que sus constructores apartan del centro de la ciudad, poseídos de la misma vergüenza que aleja los aeropuertos.
Lo único que estorbó la ordenada sucesión de estas sensaciones, cuando al fin el tren se detuvo y bajé al andén, fue la imagen desalentadora de los viajeros de cercanías, que corrían en todas direcciones para no tener que esperar los seis minutos y medio que tardaría en venir el próximo tren. Recordé por un instante los dos años que había pasado inmerso en aquel ritmo ciego e inútil, justo después de salir de la universidad y antes de que Pablo me propusiera el remedio de precipitarnos a un mundo imprevisible. Aquel periodo entre la hermosa luz de la juventud y la embriagante sombra de nuestros crímenes me parecía ahora la más incuestionable forma de inexistencia que había arrastrado, antes de retirarme al balneario. El más injustificable atentado contra mí mismo, la más infundada de mis desviaciones. Por ello me costó y me cuesta arrepentirme de la mayor parte de la destrucción que Pablo y yo causamos después. Apenas si dañamos a alguien que no lo mereciera, y aunque termináramos naufragando en nuestra propia borrachera, así sufrió menos nuestro sentido de la dignidad y del desastre. Como Pablo sostenía con obstinación y acierto, no daba igual un modo u otro de ser un hombre acabado. Yo ahora volvía con la conciencia turbia y la mente confusa, pero aliviado de tener que mirar a aquellas gentes que corrían con el más mínimo átomo de comprensión.
Salí a la glorieta, con mi pequeña maleta de emigrante retornado. Dejé que mis ojos se llenaran de aquella luz, que mi piel absorbiera aquel calor por todos sus poros. Podía alojarme en uno de los tristes hoteles que subsistían alrededor de la estación, rindiéndole tributo en las resonancias meridionales que invariablemente inspiraban sus nombres. Eran apropiados porque su personal estaría poco predispuesto a la curiosidad, pero me dejé llevar por un capricho y eché a andar por el Paseo arriba, junto a la vega del Jardín Botánico. Eran las tres de la tarde y por la calle apenas se veía gente. Sólo los coches, que en las inmediaciones de la glorieta formaban amagos de embotellamiento, turbaban la paz de la ciudad aletargada bajo el calor en la hora de la comida y para algunos en los preliminares de la siesta. Me sentí solo. Inmaculada, lúcidamente solo, como sabe hacer sentirse a un hombre una ciudad bien tramada. Pese a todos los peligros e incertidumbres que me cercaban, me embargó una invencible sensación de placer. Volvía a casa, y era la hora de la caricia como más tarde lo sería del hierro que aquellas calles también guardaban para mí.
Contra mi pronóstico, basado en derogadas ordenanzas, el Jardín estaba abierto al público a aquella hora tórrida. Pagué el precio de la entrada y me fui a buscar con mi maleta un banco bajo los árboles centenarios. Había sitio por todas partes, incluso en la siempre disputada plazuela del estanque. Me senté allí, a un par de pasos del césped intensamente verde. El aire estaba henchido de aromas, y el color desmedido de los macizos de flores vibraba con violencia en todos los rincones de la tarde. Quise seguir recordando, o quizá quise algo distinto, complacerme en enumerar las mil imágenes que podían acudir fácilmente a mi memoria en aquel lugar y aquel momento. Habíamos imaginado aquella sensación en nuestra juventud, tal vez no en todos sus pormenores, pero sí en los esenciales. Habíamos sabido que al tiempo que dormitábamos bajo los árboles y acaso por encima de ese mismo deleite perezoso del presente, estábamos construyendo el instante futuro en que alguno de los dos, solo y sin posibilidad de recuperar al otro, regresaría y sería capaz de recordarlo. Y si al imaginarlo habíamos decidido juntos que la vida sería bella si nos permitía realizar aquella premonición, si de aquella joven y tierna bisoñez salía el estremecimiento de un hombre cargado de otro conocimiento y otros daños, nadie era yo ahora para revocarlo y sospechar que en medio de las circunstancias contrarias aquél no era un momento de invulnerable belleza. Dejé que mi mente se adormeciera y me trajese la sonrisa orgullosa de un Pablo anterior a todas las abdicaciones, a todos sus desatinos y a todas las consecuencias de mi fragilidad moral. Yo había vuelto por esa sonrisa, por el amor de la vieja ternura inexacta y peligrosa que habíamos compartido él y yo. En aquella tarde emborrachada de sol no cabía la duda que había osado achacar mis pasos al hechizo del cuerpo duro y cruel de Claudia, tendido junto al pantano. Ella sólo había sido un instrumento, primero para herirnos y ahora para reunirnos en una misma sombra bajo el follaje.
Todavía trastornado por aquella extática enajenación, salí del Jardín. Era hora de poner manos a la obra. Había pensado alojarme a unas pocas calles de allí, en alguna de las pensiones oscuras del casco viejo, en las que ningún desconocido era acogido con más reticencias que otro. Podría beneficiarme del camuflaje que aquella zona ofrecía y a la vez estaba cerca del Jardín, cerca del Retiro y también, por qué no contar con ello, cerca de la estación.
Mientras avanzaba entre las callejas sentí una mezcla de tristeza y de angustia. Ya no estaba protegido por los ecos del pasado, comenzaba a ser sólo el hombre sin vínculos que debía acometer una tarea sin esperanzas. Aquel desvalimiento alcanzó su punto culminante en la habitación de la pensión. Dejé pasar la tarde, hasta que abajo, al otro lado de la ventana, se encendieron los primeros anuncios luminosos. Entonces me liberé del peso de la pistola y me asomé al ínfimo balcón. Por la calle pasaban numerosos grupos en busca de diversión o como fuera más certero denominarlo.
A partir de aquí divergen mis recuerdos. Si me sitúo en el primer viaje, he de pasar a los preparativos de la dubitable hazaña que Claudia me había asignado para dos días después. Al respecto, nada indispensable podría aportar ahora sobre lo que queda ya dicho. Más plausiblemente me corresponde continuar con lo que hubo en el segundo viaje. En aquella noche sin objetivos, sin nada concreto en qué ocuparme, porque nada había resuelto y nada veía que pudiese ayudarme a resolver.
Fumé despacio un cigarrillo, mientras la noche se extendía en el cielo. Claudia estaba muerta. Me representé sin querer su cuerpo vaciado del alma, tendido y frío después de haber sido ultrajado atrozmente. Y sólo se me ocurrió que un hombre sin planes, en una noche de tan honda derrota, no podía hacer nada mejor que acostarse temprano.