Después de hablar con Lucrecia, además de muy buenas razones para estar asustado, tenía varias alternativas para mi búsqueda, y aunque quizá el tiempo apremiaba decidí detenerme primeramente en aquella de la que esperaba sacar menos, retrasando el momento de apurar las que parecían más prometedoras. En realidad, se trataba de una posibilidad que existía con anterioridad a nuestra conversación en el Ministerio, que incluso había pasado por mi mente en el mismo instante en que leí en el periódico que Claudia estaba muerta y comprendí que tendría que averiguar por qué. Pero buena prueba de la cuestionable utilidad que me ofrecía era que la primera mañana me hubiera entretenido en despachar otras cosas antes de hacer aquella indagación. Sin embargo, pronto habría de reconocer que también mis cálculos respecto a ella habían sido equivocados. Porque cuando al fin la hice, mi investigación, sin lograr, es cierto, un progreso material perceptible, me transportó no obstante a un mundo de extrañas y a la vez familiares realidades que me impresionaron, seguramente, mucho más de lo que habría podido hacerlo cualquier descubrimiento concreto en relación con la muerte de Claudia.
El ático estaba en una zona acomodada de la ciudad. De ésas en las que a las siete de la mañana sólo hay hombres de verde regando las calles y algunos jubilados de aspecto digno o empleadas de hogar paseando las más abominables muestras de la degeneración de ciertas razas caninas. Había decidido madrugar para que mi aproximación a la casa pasara desapercibida y también para poder entrar y salir antes de que el portero se instalara en su puesto, lo que calculé que no ocurriría antes de las nueve. La historia está llena de crímenes impecables desentrañados gracias a la curiosidad y a la formidable memoria de una persona desocupada, y es sabido que los porteros son los más terribles entre esa clase de gente, ya que llegan al extremo de convertir la desocupación en un oficio. Por fortuna, y ésta era una de las razones que me impulsaban a cumplir aquel trámite pese a su probable esterilidad, disponía de la nada despreciable facilidad de poseer las llaves de la casa, con lo que salvaba satisfactoriamente el único problema que la ausencia del portero me planteaba. Después de diez años no estaba seguro de saber manejar una ganzúa de modo apropiado.
La forma en que me había hecho con aquellas llaves merece ser relatada. Claudia y yo nos habíamos visto sólo una vez, durante mi breve estancia en Madrid antes de la emboscada en la casa de la montaña. Concertamos la cita por teléfono. Fuimos a unos grandes almacenes y simulamos curiosear en el mismo montón de pantalones vaqueros rebajados. Ella dejó una cajetilla de cigarrillos entre ellos y se marchó inmediatamente. Yo permanecí allí diez minutos más, revolviendo pantalones, y cuando estuve seguro de que nadie podía estar observándome saqué la cajetilla y me la guardé en el bolsillo. Al abrirla, encontré dentro un papel minuciosamente doblado y las llaves que aquella mañana me disponía a utilizar. En el papel estaban las últimas instrucciones de su alambicado plan para eliminar al hombre que la seguía y al final había una referencia a las llaves que decía más o menos así:
Las llaves son de mi casa en Madrid. Te las doy por si tienes alguna necesidad inesperada y urgente de verme y crees que merece la pena arriesgarse. Como ves, confío plenamente en ti. Tampoco seré muy estricta a la hora de juzgar tu necesidad de verme, si llegas a sentirla. Cualquier excusa que sea suficiente para ti lo será para mí. Y fíjate que digo cualquiera, chéri.
En su momento había ignorado cortésmente aquella imprudente invitación, pero había retenido las llaves, así como la dirección que estaba apuntada en el papel. Tampoco Claudia me había pedido que le devolviera nada, y ahora, mientras me disponía a acceder al ático donde ya no estaba ella, pensé de pronto que su frialdad en el momento de nuestra despedida podía haber sido sólo una maniobra de distracción, para acabar llegando a algo distinto que su muerte había frustrado en su mismo inicio. Desde luego, yo no habría colaborado, pero no me resultaba fácil asegurar que no habría sucedido nada.
A pesar del reciente y luctuoso suceso, los dueños del inmueble no habían considerado necesario cambiar la cerradura. Entré sin problemas en el portal y subí en el ascensor, para no tropezarme con nadie y también para cansarme menos. Ante la puerta me sentí notablemente defraudado por no encontrarla precintada, o con algún letrero prohibiendo el acceso como mínimo. De todos modos me alegré de no estar en un telefilme americano, en el que jamás se habría descuidado aquel detalle, porque poder entrar y salir sin dejar huella era bastante mejor que sembrar en la mente de la policía sospechas imprevisibles.
Nada me sorprendió en el aspecto del ático. Si había habido forcejeo, lo que era presumible, o sangre, que no parecía indispensable, ninguna huella quedaba allí. Todo estaba ordenado y limpio, aunque olía un poco a cerrado. No busqué una figura dibujada con tiza en el suelo, pero era obvio que tampoco la había. En cuanto al ático en sí, había sido comprado o alquilado amueblado o había sido decorado de una sola vez encargando la tarea a algún profesional que le había dado una apariencia de inflexible impersonalidad. Parecía una casa destinada a ser fotografiada, en la que cualquier ser humano no hacía más que perturbar el equilibrio de los muebles a la suave luz de las lámparas. Si esta impresión era acusada en el salón, la cocina y otra pequeña pieza que servía de mirador, llegaba a la hipérbole en el dormitorio, que parecía una inmensa tarta de nata adornada con innumerables filigranas de crema. El cuarto de baño anexo, en sorprendente contraste, era de una obscena agresividad, por el tamaño y las aventuradas formas de todos los sanitarios, hechos de una especie de aleación gris oscura. Si es que el individuo responsable intentaba aducir para su obra algún criterio rector distinto de su sano capricho, imaginé que aquella decoración estaba inspirada por alguna grosera teoría acerca de la dualidad del alma. En cualquier caso, y dejando de lado mi reprobación, que a nadie importaba un comino, hube de reconocer que aquél no dejaba de ser un entorno adecuado para Claudia, en el que debía de haber desahogado a gusto sus instintos. Había lujo, grandes perspectivas y un falso refinamiento que lo impregnaba todo. Como había sentenciado fríamente su hermana, Claudia era una esnob. Por un momento me sentí aliviado de una ominosa e indefinible carga, pero luego la recordé saliendo del pantano, húmeda y segura de mi fascinación, y tuve que admitir que reírme ahora de ella no era un entretenimiento digno.
Registré sin violencias, empezando por el salón. Allí, como en la cocina, no encontré más que una larga y variada serie de objetos domésticos, que sin duda venían en su mayoría con los muebles; muchos de ellos estaban sin desembalar y casi todos tenían el aspecto de no haber sido usados nunca. Había artefactos asombrosos, de cuya existencia y funciones nada había sabido en mis diez años de exilio rural, y que hice girar en mis manos como un gorila haría girar una cafetera; sin entender cuál era el revés y cuál el derecho. Me encaminé hacia el dormitorio con la esperanza de hallar algo más revelador, pero al principio mi registro resultó igualmente decepcionante. El tocador estaba repleto de frascos intactos, los armarios llenos de ropa apenas estrenada y los cajones infestados de alhajas a las que nadie había quitado siquiera la etiqueta. Por todas partes obtenía la sensación de que Claudia no había vivido allí; simplemente había preparado todo para ocuparlo, y después de reunir cuanto podía precisar y una infinidad de cosas prescindibles, no había llegado siquiera a tomar posesión. También era típico de Claudia: antes de decidirse a tener algo, cerciorarse de que podía tener tanto esto como aquello, ya fueran afines u opuestos. Y luego elegir uno cualquiera, o no elegir. Había jugado aquel mismo juego, desatento y destructor, con Pablo y conmigo. Y al final nos había elegido a ambos, es decir, a ninguno. Había muerto sola y aterrorizada, en medio de todas aquellas cosas sin dueño.
En los dos únicos bolsos que, entre otros quince envueltos en celofán, daban la impresión de haber sido utilizados, tampoco encontré gran cosa. Cogí tres o cuatro facturas de restaurantes y hoteles y un mechero de un club nocturno, pero lo hice más por rutina, por si más adelante alguna otra pista me llevaba a ellos, que con la intención de considerarlos vías autónomas de investigación. El resto, salvo una barra de labios de un raro tono ocre, que cogí como recuerdo de la tarde en que había ido a verme al balneario con los labios pintados de aquel color, no suscitó mi interés como tampoco había suscitado el de la policía, que probablemente se había llevado todo lo que merecía la pena. Al discurrir aquello, de repente recordé algo que había estado en uno de aquellos bolsos y que bajo ningún concepto me interesaba que tuviera la policía: la carta de Pablo. Imaginaba que no contendría ningún dato excesivamente explícito, pero en aquel momento carecer de certeza al respecto era más grave que cuando le había devuelto la carta a Claudia sin leerla. Entre otras cosas, en aquella misiva se hablaba de mí, con un grado de precisión acerca de mi identidad y de mi cometido que me inquietaba ignorar, si la policía la había leído dos semanas antes.
Razoné desesperadamente que no era posible, que Claudia, pese a todo, no había podido ser tan negligente como para dejar que la carta cayera en manos de la policía; que si lo había sido, Pablo habría tenido buen cuidado al escribirla, para no comprometerme. En cualquier caso, y por más que me empeñara, la primera suposición era estúpida y la segunda, indemostrable. En medio de mi nerviosismo, volví a revolver donde ya había revuelto, y una extraña inspiración me hizo abrir el cajón donde Claudia guardaba su perfumada y virginal lencería. Entonces algo se iluminó en mi memoria. Rápidamente, vacié el cajón. Probé con la uña en las aristas del fondo y al ver que no surtía ningún efecto me fui a la cocina y volví con un cuchillo. El tablero cedió fácilmente, dejando al descubierto el doble fondo. Aquél era un truco de los viejos tiempos. Si era preciso escoger un cajón para un doble fondo, siempre uno lleno de bragas y sostenes. Así el que registra se pierde en inexorables fantasías que le impiden profundizar en su trabajo. El truco lo habíamos compartido Pablo y yo y por alguna casualidad lo había aprendido Claudia. Aquella complicidad imprevista venía a ser una contraseña, una prueba indeseada de que, a pesar de todo, aunque fuera de una forma furtiva e incompleta y yo me obstinara en negarlo, ella era de los nuestros.
Con la mente confundida por estos pensamientos, cogí la carta y los otros dos objetos que había en el doble fondo. Uno era una fotografía en la que estábamos los tres, Pablo, Claudia y yo, veinte años atrás, cuando todo era múltiple y difuso y ella aún dudaba entre ambos. El otro, un libro viejo y amarillento, con las cubiertas manoseadas y el título, Une saison en enfer, casi borrado. En la primera página se podía leer, escrita en la letra que yo había tenido alguna vez, una escueta dedicatoria: Para Ophélie, la verdad que tal vez nos envuelve con sus ángeles llorando. Me acordé bruscamente de lo que me había contado Lucrecia, de lo que Claudia le había dicho antes de volver a Madrid a encontrarnos a mí y a la muerte. Una temporada en el infierno. Venía de pasar una y quería buscar otra. Eso le había dicho a su hermana, y le había dejado suponer que el nuevo descenso, evocación de viejos pecados, tenía que ver conmigo. Me creía capaz de jurar que aquella maniobra, haber guardado allí aquel libro para que yo diese con él, era una retorcida mistificación, una broma cruel que ella celebraba desde su tumba, e incluso creía oír sus carcajadas espantosas, resonando en el cráneo que habían empezado a pelar los gusanos. Y sin embargo me costó no llorar, aunque quizá no estaba triste por ella, sino por mi letra en aquella desvaída tinta azul, trazada por aquel otro que había dejado de ser y que también había amado a una Claudia distinta.
Descorazonado, ebrio de un rencor universal, que se remontaba por encima de Claudia hasta lo que no podría llamar más que Dios o descendía bajo ella hasta lo que sólo me cabe llamar yo, volví a colocar el doble fondo, dejando debajo la fotografía y el libro, ordené con cuidado encima su ropa interior y regresé al salón con la carta en la mano. Allí me senté junto a una lámpara de mesa, saqué las cuartillas del sobre desgarrado y empecé a leer:
Mi dulce y amadísimo veneno:
Imagino que en mi ansiada ausencia tu vida transcurrirá en una continua plenitud de pasmosas delicias, que saborearás con esa singular sabiduría que siempre tuviste para el placer y tanto te faltó para los otros asuntos relevantes de la existencia. Como sabía de tu incapacidad para el sacrificio, procuré, antes de mi inevitable desaparición, dejarte bien abastecida de los medios precisos para conseguir todas las golosinas de las que depende la felicidad de tu alma. Tú eres ahora el único juez para concluir mi éxito o mi fracaso, y yo ya no puedo enmendar nada. En esta carta sólo puedo ofrecerte mis excusas en el caso de que algún deleite importante haya escapado a tu exquisito paladar. Hice cuanto supe y pude, como siempre cuando se trató de ti.
Me gustaría poder decirte algo del lugar donde estoy ahora. Cómo es la luz, cómo el silencio, de qué forma te recuerdo y te amo, obligado por mi estupidez inmune a la muerte. Pero esta carta ha sido escrita antes de cruzar la puerta, y aunque en todo lo demás, lo que se refiere a ti, lo que se refiere a otros, pude situarme más allá de ese momento de oprobio, no me ha sido posible hacer otro tanto con lo que se refiere a mí mismo. Deberás quedarte sin saberlo, lo que seguramente dolerá a tu curiosidad, siempre aguzada, aunque se trate de seres que hace una eternidad que dejaron de interesarte, como yo. Cuando pienses en mí, recurre a alguna convención verosímil. Pon que soy un humo que dibuja en la noche tu nombre. Pon que tengo veinte años y te deseo con el corazón entero, como un perro joven y fuerte desea refugio en la tormenta.
Tampoco esperes que te cuente las razones de mi desaparición. Viene a resultar indiferente cuál de entre mis numerosos enemigos causó mi desgracia. Pudo ser el que fue y pudieron ser otros. La felicidad sólo tiene un camino pero son infinitos los caminos del desastre. Desde dos años antes del desenlace he cambiado de uno a otro aguardando pacientemente el día en que alguno acabaría conmigo. Querrás pensar al leer la frase anterior que he buscado lo que he conseguido, y aunque no sea más que por un frío rechazo intelectual, puede que te horrorice la idea. No desperdicies conmigo tus reproches. También te busqué a ti, y si nada en la vida terminó trayéndome más destrucción y desdicha, me arriesgo a apostar que en el lugar en que estoy ahora sigo buscándote, aunque tenga que tantear sin dedos y mirar sin ojos y olerte sin nariz. Hay seres que nacen para crear algo diferente de ellos mismos que aprovecha a otros, con lo que cosechan la admiración y la gratitud de una, de dos o de cien generaciones. Siempre he creído que ese tipo de gente sólo tiene una habilidad realmente insustituible: la de defenderse serenamente de sí mismos. Los que carecemos de esa aptitud estamos condenados a no dejar nada detrás de nosotros y a pasar la vida empeñados en aniquilarnos. Al final, el hombre que va a hacer que me llenen el corazón de plomo no es algo sustancialmente diferente de ti; los dos sois, en esencia, instrumentos para cumplir mi destino. Y no sabría decir quién entre ambos se ha desempeñado con mayor competencia, si dejamos aparte el detalle superficial de que gracias a él daré el salto. Porque, ¿quién como tú, mi adorado veneno, me ha traído hasta el filo de este precipicio? No estoy inculpándote. No soy, ni el miedo a lo inminente, a lo que ya será pasado cuando leas estas líneas, puede hacerme ser tan burdo.
Quién puede quejarse de haber tenido una bella e incuestionable manera de sufrir. Te estoy agradecido, porque sin ti me habría visto obligado a abrazar cualquier modelo inexacto. Hay cosas en la vida que quieren el azar y otras que prefieren regirse por nítidas pautas algebraicas. No es lo mismo una mujer para vivir que una mujer para morir. No es lo mismo cuando se tiene fe para esperar que cuando se aguarda con una oscura certidumbre. No, no me quejo. He tenido cuanto debía tener, me he acercado a la puerta con el corazón trémulo, pero sin que me temblara el cerebro, con la memoria cargada de instantes magníficos, de cuando fuiste dulce conmigo y eras hermosa, de cuando me traicionaste y tuve que morderme las manos para no decir que estabas todavía más linda, tan manchada de vergüenza y de los dedos dubitativos de mi hermano. Después de todo, me disteis más que me quitasteis.
En realidad, es mejor que no sepas demasiado de lo que me estuvo envolviendo en los últimos tiempos. Ésa fue mi política en vida y no pienso quebrantarla ahora mediante esta carta. Las probabilidades de que te busquen disminuirán en la medida en que sea menor la información que de ti puedan conseguir. Sin embargo, no debo ocultarte que existen otras posibilidades de que seas perseguida que de ningún modo me ha sido posible eliminar; siempre hay imbéciles que tienen una tosca idea de la venganza, y otros que no se enteran demasiado bien de lo que ha ocurrido e intentan averiguarlo a deshora y atropelladamente. Como te advertí muchas veces cuando sólo podías creer que se trataba de divagaciones de borracho, los meses inmediatos a mi desaparición habrán sido más o menos seguros. Todos habrán estado midiéndose cuidadosamente los pasos y nadie debe de haberse acordado de ti. Pero ahora que recibes esta carta las cosas han cambiado y tú no estás a salvo. Quien te la ha hecho llegar dispone de información fiable acerca de esos dos extremos. También podrá decirte que te queda un pequeño espacio para irte y te indicará la manera de hacerlo y varios lugares apropiados entre los que puedes elegir. Naturalmente, carezco de argumentos para persuadirte de que aceptes mi aviso y las instrucciones que te darán con él. Como siempre, haz tu voluntad, pero no quiero que pueda acusárseme de que no te hice saber a qué te estabas exponiendo. Si te localizan puedes estar convencida de una cosa: se darán más o menos prisa, buscarán la ocasión o irán por ti en el mismo momento en que te encuentren, tratarán de extorsionarte o no, lograrás esquivarlos momentáneamente o no lograrás sacudírtelos de encima; en cualquier caso el final será el mismo y será inapelable. Creo que el mundo lamentaría tu pérdida. Aún eres joven y hermosa y hay por ahí otros muchos seres atormentados a los que podrías dar tanta ayuda como me diste a mí. Si no quieres cuidarte por mí o por ti, hazlo por ellos. Aunque yo sacrifiqué este conocimiento por ti, es una de las riquezas que tiene la vida. Se puede descender a lo más profundo del hastío, se puede reducir el alma a la más ínfima inanidad, pero siempre subsiste incólume la opción de remontar el vuelo y vivir todavía lo más grande. Corresponde a los espíritus ambiciosos como el tuyo tener en cuenta esa opción por encima de cualquier debilidad del ánimo. ¿No te estimula pensar que todavía puedes hacer una faena mejor que la que hiciste conmigo? En este punto zozobran mis previsiones. ¿Por qué me extiendo sobre esto? Quizá estés ya enfrascada con otro infeliz y pierdo el tiempo tratando de convencerte de algo que tienes plenamente asumido. No sé, pero quizá pienso que aunque sólo sea por cumplir con las costumbres, o por no perderte la sensación, o porque hayas decidido tenerme un poco de lástima, te habrás tomado algún tiempo para llorarme. Si no es así, tampoco tiene mayor importancia. Por supuesto que también hay un pasaje para él. Elegid un sitio romántico y bebed algo a mi salud de vez en cuando, que a fin de cuentas pago yo.
Muchas veces me he preguntado por qué no te maté. No fue porque me diera miedo quedarme sin ti. Ambos sabemos de sobra que he vivido sin ti cada uno de los días que duró nuestro accidentado o accidental matrimonio. Tampoco fue porque me resistiera a perder la visión de tu belleza. No es ya que tu belleza habite en mi corazón; eso habría sido un consuelo enfermizo, desviado, casi falso. La cuestión es que mi corazón no tiene más forma que la de tu belleza, hasta tal punto que sólo arrancándomelo podrían privarme de ella. Ni mucho menos, como no creo necesario aclararte, fue la causa de que no te matara alguna repugnancia o algún horror por el crimen. No habría podido serlo, desde el momento clarividente en que descubrí que el crimen es una de las más altas y absolutas formas de la poesía. Con el crimen habría culminado a un tiempo tu belleza y tu vida y mi amor ilimitado, fundiéndolos con la eternidad en un éxtasis único, indiscutible. En realidad, si repaso cualquiera de las objeciones usuales a la decisión de eliminar a la propia mujer, a cualquier mujer en definitiva, no encuentro sino razones poderosas para haberte matado. Ante la incapacidad de la lógica para justificar mi abstención, me inclino a sospechar que la culpa la tuvo una casual conjunción de circunstancias imprecisas. Alguna de ellas cabría encontrarla entre las múltiples modalidades de mi indolencia, que probablemente es el atributo del alma humana que ostento con mayor profusión de matices. Puedo pensar en la indolencia que me llevaba a dormir como nunca el día antes de un examen crucial que no había preparado debidamente, en la que desbarataba mi atención y lastraba mi elocuencia en la primera y normalmente última cita con una muchacha perseguida durante largas semanas, o en la que me disuadía de poner en el papel los versos más sublimes, que me habían sido dictados durante el sueño, hasta que ya era demasiado tarde para recordar más que torpes y enrevesados escombros del poema. Otro motivo nebuloso, pero cuya eficacia no debe ser subestimada, pudo ser que me traicionaras con mi hermano. Me resulta difícil desentrañar el efecto concreto de este hecho. Por una parte, la culpa podía ser desplazada de ti, que eras pese a todo irresponsable ante mí, hacia él, que no lo era. Bajo ese punto de vista, no tenía sentido castigarte. Por otro lado, y considerando que matarte hubiera podido ser un placer independiente de la sanción de la falta cometida, existía otro obstáculo; que al haberte mezclado con él te habías impregnado de algo que era sacrosanto para mí: su inmunidad. Yo no podía lesionarle severamente, cualquiera que fuera su delito contra mí, porque aunque hubiera burlado la lealtad que me debía, yo no dejaba de deberle mi lealtad, no ya a él, sino a los días en que me había dado la vida y a las veces que me la había guardado, salvado o defendido. Desde luego que le hice daño, que encontré maneras de vengarme que le resultaron dolorosas. Pero no podía destruirle, y aun a riesgo de que terminaras siendo totalmente suya, no podía levantar mi mano contra ti antes de estar seguro de que eso no le hundiría. Ya no recuerdo si intenté cerciorarme o si escogí quedarme en la duda. Tampoco sé por qué te cuento esto en esta carta. Tal vez sea porque lo omití antes y es la única cosa importante que te he ocultado. Tal vez sea porque estas palabras, que serán leídas después de mi muerte, están escritas a pesar de todos mis esfuerzos antes de ella, o para ser más exactos en su inminencia, que llena mi mente de cavilaciones funerarias. A lo mejor te tiene sin cuidado todo este jaleo que me traigo con la cosa de no haberte matado. Nunca ahondé demasiado en tu modo de ver el mundo o de verme a mí, y he tenido que morir rendido a este misterio. Desde luego que aprendí a navegar en la superficie de tu alma, e incluso a vejarla o a hacer chistes de ella. Pero nunca fui tan ingenuo como otros, que creyeron que empezabas y acababas en tu comportamiento y en tu irreflexivo sistema de prioridades. Yo adiviné o temí hace veinte años que sabías tanto de la vida como para mirarla desde el otro lado, desde donde mi lento y pesado cerebro de hombre jamás podría verla, y con esa impresión de muchacho me quedé para los restos. No puedo estar donde tú estás. He podido reírme de ti, pero sólo de una parte de ti. Eres grande y oscura como el universo que sabe para qué me hizo cuando yo he de morir ignorándolo. Puedo reírme de esa gorda que se unta crema bronceadora y que también es el universo, pero de todo el universo no aprenderé a reírme jamás, como tampoco lograré destruirlo. Mira, tal vez acabo de dar sin querer con la verdadera razón por la que no te maté.
Me siento extraño, advirtiéndote de las cosas que pueden pasarte, tratando de ser tu guía frente a los peligros que te acechan, y reconociendo al mismo tiempo todo lo que desconozco acerca de ti y de lo tuyo. A veces he querido soñar posibilidades diferentes; que en lugar de vivir acosándonos y huyéndonos hubiéramos podido vivir juntos, que solamente hubiéramos podido sentarnos una tarde frente al mar y decir: «Esa raya azul que tú ves al fondo es la misma que veo yo, y podemos inventar para ella horizonte, o cielo, o mar, o cualquier otro nombre que nos dé la gana». No me consta con seguridad que tú o yo hayamos nacido para eso. Quizá si hubiéramos intentado alcanzarlo habríamos acabado arrojándonos el uno contra el otro borrachos de odio. Quizá sea mejor así, haber corrompido el deseo de salvarnos, habernos tenido siempre pánico.
No tengo más para decirte. Deplorablemente, ésta es una despedida insuficiente para agotar el significado de lo bueno y lo nefasto que hemos estado intercambiando todos estos años. No aspiraba a más y no voy a caer en la vergüenza de sublevarme ahora contra eso. Sólo me queda hacerte una última indicación. Te diría que es algo que te ofrezco sólo por si es estrictamente indispensable, es decir, que se trata de un recurso que deberás utilizar si mis previsiones y la fuga que te he preparado fallan, pero en ningún otro caso. Sin embargo, vuelvo a reconocer la soberanía de tu antojo para determinar cuál es su naturaleza y en qué momento y manera procede su uso. No soy de esos asnos que intentan ponerle puertas al campo. Si te encuentran, ya sea por mala suerte o por tu demente voluntad, sólo hay una persona a la que podrás recurrir para que te ayude, si quieres tener alguna posibilidad de éxito. Las instrucciones acerca de lo que tienes que pedirle que haga, para qué y cómo, te serán suministradas de forma segura a través del mismo que te ha hecho llegar esta carta. En cuanto al nombre de tu protector, podemos referirnos a él mediante una clave que no puede plantearte dudas: Hamlet. No te asombre que te confíe a su protección. Después de lo que me ha pasado, incluso antes, no existe otro en quien pueda confiar lo bastante, ni siquiera la mitad de lo que confío en él. Tampoco temas que se niegue a colaborar. Creo que he tomado las medidas adecuadas para que eso no ocurra, y aparte de ellas está lo que tú puedas hacer por tus medios, que no son escasos. Conociéndote, sé a lo que me arriesgo confiándote a él, y por eso no dejaré de contemplar todas las hipótesis, no vaya a ser que creas hacer tú el descubrimiento. En consecuencia, no me empeño en exigirte que acudas a él sólo en caso de peligro. Ya que no dispongo más que de él, he de aceptarle con todos los inconvenientes, y he de aceptar de antemano lo que decidas hacer. Búscale si quieres, Claudia. Todo te lo debe. Primero, por la deuda que ya pagó, pero creerá hasta la muerte tener conmigo por ese detalle irrisorio de haber disparado primero. Segundo, por no haber sido capaz de olvidarte. No voy a pedirte que seas prudente, porque ya no me herirá lo que te ocurra, ni te rogaré que le tengas piedad, porque no me siento tan grande o tan muerto como para cometer ese desliz.
Ahora creo que sobre todo, en el sitio donde estoy mientras lees esta carta, la sensación es el silencio. Mi boca ha dejado de hablar y han dejado de hablar las bocas de los hombres, el mar y el viento y las entrañas del mundo. Aquí sólo escuchamos y no hay nada que podamos oír. Te he escrito esta carta, Claudia, como te entregué mi vida. Me he preocupado de advertirte, aunque a ti pueda serte indiferente y yo esté demasiado lejos para ver lo que ocurre, porque aun después de mi vida vivo para ti. Te maldigo como maldigo el aire y el vientre de mi madre. El camino fue oscuro de punta a cabo, pero entre las tinieblas mis dedos rozaron a veces los dedos de los dioses. No te sientas aludida, veneno, sólo maldigo porque se me termina la voz.
Doblé meticulosamente las cuartillas y las devolví a su sobre. Recompuse éste como pude y me lo guardé en la chaqueta. Ahora que no estaba ninguno de los dos, sólo podía pertenecernos a mí o al fuego. Mientras pudiera rehusar la evidencia de que los derechos del fuego eran incomparablemente mejores que los míos, la guardaría yo. Ya no quedaba nada más que hacer allí. Eran las nueve menos veinte. Debía borrar las últimas huellas de mi paso por el ático y salir cuanto antes del edificio. Durante mi rápida labor de limpieza pensé que me habría gustado encontrar alguna foto de Claudia sola, que habría sido menos dolorosa que la que ella había dejado para mí. No son buenas las fotos con tantos muertos dentro, y al decir esto no me refiero sólo a ella y Pablo. Pero aquélla no era su casa, aunque se hubiera alojado allí. Sólo había fotos de paisajes y animales, que le habrían vendido junto con los portarretratos. En algún otro lugar debían de estar sus objetos personales, si es que había conservado alguno, tras una vida despegada y nómada. Lucrecia sabría, pero no estaba muy convencido de que yo pudiera pedirle nada a Lucrecia.
Mientras bajaba por las escaleras, despreciando el ascensor con argumentos apenas razonables, empecé a reaccionar. Cuando me encontré de nuevo dentro del coche, con la mano lista para accionar el arranque, los pensamientos se agolpaban en mi cerebro, exasperados e incoherentes. Me parecía como si hubiera violado el sagrado templo de la intimidad de Pablo y Claudia, mucho más que cuando la había tenido a ella entre mis brazos y había escuchado sus confidencias. Quería creer que las circunstancias excusaban mi falta, pero otra parte de mí lamentaba no haber repetido el acto de renuncia de quince días antes, cuando ella me había ofrecido la carta por primera vez. La traición a Pablo y la traición a mí mismo pujaban por imponerme la culpa que a cada una correspondía, y me arrepentía de no haber dejado la carta en el doble fondo, como si nunca la hubiera visto, para que la culpa fuera sólo de Claudia. De ella, cuyo acto de semanas atrás, facilitándome la lectura de aquellos renglones febriles, se me aparecía ahora como la más inconcebible e inmunda demostración de impudicia, entre las muchas que había protagonizado ante mí y ante otros. Pero no era sólo eso. También había habido una perversa tentativa de renovar, contra aquel cadáver que se agitaba, la antigua ofensa que los dos le habíamos infligido, llevándola ahora a insólitos extremos de depravación. Porque no se me ocurre otro modo de entender el intento de emplear aquella carta para embaucarme, invitándome implícitamente a disfrutar de la venganza y de la impunidad. En la guerra y en el amor vale todo, pero yo sabía y sé que Claudia no me buscaba; tan sólo necesitaba un lugar a propósito para dar el penúltimo bandazo. Lo que arriesgaba dudo que a aquellas alturas le importara demasiado, o eso se había forzado a creer. Y a cambio, tenía una víctima fácil, una jugada segura para recomponer su orgullo, o su aplomo, o su conciencia de ser fuerte. Quién puede o quiere comprender qué buscaba exactamente. Y nadie, o al menos yo no, será capaz de descubrir si lo consiguió o dejó de conseguirlo.
Pero tampoco podía apiadarme de Pablo. Había un ridículo anhelo de superioridad, una cómica aspiración de omnisciencia, en su afición por las cartas póstumas. Esto era perceptible en aquélla como en la que me había dirigido a mí, aunque ante Claudia mezclara e incluso confundiera la condescendencia y la autohumillación. Por lo demás, no podía quejarme de que hubiera cometido ninguna infidelidad conmigo al escribir ninguna de aquellas palabras, aunque al cotejarlas con las que había escrito para mí detectara alguna incoherencia o incluso alguna mentira de moderada trascendencia. Por ejemplo, que a mí me dijera que Claudia sólo acudiría a mí si estaba en peligro y a ella, guiado por su innato masoquismo, casi la incitara a implicarme por diversión. En definitiva, Claudia había venido a mí cuando ya la amenaza pesaba sobre ella, y lo que menos importaba era cómo había llegado a estar amenazada. La discrepancia entre ambas cartas podía deberse tan sólo a que conmigo Pablo había ahorrado palabras, colocándose en la hipótesis más probable. En cualquier caso, eso no me preocupaba. Lo que me inquietaba y casi me desagradaba de lo que acababa de leer era algo mucho más vago, una sensación de inverosimilitud, que no se refería al contenido de la carta en sí, sino tal vez a la facilidad con que todo podía ser descifrado, por mí o por terceros extraños, como si en cierto modo no hubiera rehuido, sino pretendido ese efecto. Una muestra era el candoroso propósito de esconder mi identidad bajo el nombre clave de Hamlet, en el que sin duda sólo yo podía reconocerme inmediatamente, pero que no costaba deducir en un par de minutos, por el contexto de la carta, que se refería a mí. Aferrado a este ejemplo, quise interpretar que aquella desconcertante claridad debía achacarse a una torpeza motivada por el apresuramiento con que la carta había sido probablemente escrita. Pero esta explicación no era bastante para disipar mi asombro. Y todavía quedaba algo más escurridizo, más alarmante: la turbia hostilidad que notaba de pronto al acordarme de Pablo.
No puedo contar mucho del resto del día, pero sé que hice esfuerzos para no averiguar nada acerca de aquella hostilidad. Había otra cosa que la carta de Pablo me había traído, o me había devuelto, para ser más exactos. Mientras la leía, y a la vez que sentía y pensaba tantas otras cosas contrapuestas, volví a notar aquella conmoción que nos había sacudido en los tiempos de gloria anteriores a Claudia, cuando habíamos comprendido sin vacilaciones que entre los dos existía algo que nadie podría vulnerar. La sensación, recobrada otras veces, era menos pura que nunca, y nunca había venido tan a destiempo. Y sin embargo, la acepté, e incluso me obstiné en llenarme de ella y desde ella resistir hasta que todos los demás fantasmas que habían sido liberados enmudecieran.
Aquella noche me acosté borracho, tan solo y triste de alcohol como jamás lo había estado antes. Creo que fue entonces cuando mi corazón admitió, al fin, que Pablo se había ido y que hacía más de uno y más de diez años de su marcha. Costaba ser exacto, con el cerebro embotado de whisky, pero pensé al azar en una noche en el Retiro, frente al estanque. La noche en que había aparecido Claudia. Pero ella no había tenido la culpa. Cómo puede ser culpable quien no se da cuenta de lo que ocurre. Los culpables habíamos sido nosotros, que sí nos dábamos cuenta. Y ahora sólo quedaba yo para pagarlo.