2.

Lo que hagas, hazlo por ti, hermano

Por elegir un momento que me excuse de retroceder más allá de lo que mi ánimo me permitiría, todo había empezado una semana antes. Era por la tarde, había acabado mi jornada, y me dirigía a mi cuarto para tumbarme un par de horas mirando el techo, según había adoptado como costumbre para dilapidar los momentos vulnerables del día, esto es, aquellos momentos en que no tenía nada ajeno, como el trabajo, para distraerme. Alguien me llamó desde la centralita.

– Juan, al teléfono.

Imaginé que se trataría de alguna faena intempestiva, alguna vieja que había resbalado en la ducha y se había roto el cuello del fémur. Siempre se rompían ese hueso. El modesto equipo quirúrgico del balneario no servía para nada que exigiera más de cinco puntos de sutura, así que había que llevarlos al Hospital Provincial y alguna arbitraria disposición había acumulado a mis oscuras funciones la de conductor de la ambulancia. Con fastidio, pero resignado, como vivía desde hacía diez años, cogí el auricular.

– Diga.

– ¿Me recuerdas?

Tan desusado saludo me desconcertó, como seguramente pretendía. La voz me resultó en seguida familiar, pero el muro que mi cerebro había erigido alrededor de su recuerdo impidió que le asociara inmediatamente el nombre de Claudia. Luché estúpidamente durante unos segundos con aquella sensación de prohibición que me entorpecía el reconocimiento.

– No puedo creer que no vinieras. Estuvieron todos los que no le querían. Te eché de menos. Claro que los entierros no arreglan nada -razonó, deprisa, sin apiadarse o dando por hecho que yo estaba ansioso por averiguar en cualquier momento, al cabo de diez años, que era ella quien estaba al otro lado de la línea preguntando por mí.

– ¿Claudia? -aventuré, al fin.

– Quién si no, memo. Nadie más se acuerda de ti. Dime, ¿por qué no viniste?

– Me enteré tarde -repuse, a duras penas.

– Te envié un telegrama.

– No llegó a tiempo -mentí.

– No lo creo. En cualquier caso podrías haber ido a llevarle unas flores. Sabes que para él no había nadie como tú, a pesar de todo.

– No quería volver a verte, Claudia -alegué, por decir algo.

– Bueno, no me paso el día haciendo guardia junto a su tumba, como puedes adivinar.

– Entonces, ¿cómo sabes que no he ido a llevarle flores?

– Lo acabas de admitir, implícitamente.

– Eso te parece a ti. ¿Me llamas sólo para reprenderme por descuidar mis deberes fúnebres?

– Vaya, vaya, Juan. Veo que te has vuelto un cínico. Antes no lo eras.

– Estoy confuso, simplemente. Podría decir cualquier cosa. ¿Crees que puedes llamarme, después de una eternidad, y esperar que reaccione como si nada? Hace muchos años que no vivo a tu ritmo, Claudia. Y no lo añoro.

– Eso no ha cambiado. Siempre te traicionaba la voz al mentir.

– ¿Qué quieres? No te diré que me alegra oírte, por más que te empeñes.

– Eso sí puedo creerlo. Voy a ir a hacerte una visita, ahí, a ese pueblucho. Te llamo para arreglar el sitio donde prefieras que nos veamos. Podría presentarme allí sin más, pero no quiero estropear tus relaciones con alguna honrada enfermera rural.

– Gracias por tu delicadeza, pero no tienes por qué preocuparte. ¿Serviría de algo si te dijera que no quiero que vengas?

– Por supuesto que no, chéri.

– En ese caso ven cuando y como quieras. Ya estoy viejo para cambiar de escondite. Estaré aquí, a cualquier hora de cualquier día. Trabajo hasta las cinco y también dos noches por semana, lunes y sábado. Ya sabes cuándo no podré atenderte. Yo necesito ganarme la vida, aunque sea de mal gusto decirlo.

– No seas sarcástico, Juanito. Iré cuando te sea posible verme.

– No vuelvas a llamarme Juanito. Por favor.

– Qué sensible te has vuelto, Dios mío. Caeré por allí en un par de días. Un beso, chéri.

Y colgó sin darme tiempo a despedirme. Mientras iba hacia mi cuarto sólo pensé dos cosas: primero, que algo en la esencia de la vida impedía que lo que había empezado mal dejara de torcerse; segundo, que no iba a ganar nada dándole vueltas al asunto y que más me valía esperarla sin revolver el polvo dormido.

Inexplicablemente, casi pude cumplir con este propósito. Los dos días que siguieron los gasté en una tensión medio inconsciente, entregado con entusiasmo a los tristes avatares de mi trabajo. En realidad, hacía mucho que había descubierto que un anciano meado no es por cierto lo más repugnante que cabe encontrar en el mundo. Incluso te dan luego las gracias, cosa que no hacen ni los bebés ni los caniches, que suscitan más sincero y sólido amor. Para tener más ocupado el tiempo sustituí el día siguiente a un compañero en el turno de noche. Eran las fiestas de un pueblo vecino y yo no pensaba acudir. La consecuencia era que el sábado libraría, pero ya se me ocurriría algo en que consumir esa noche maldita, si no lograba persuadir a mi compañero de que no era necesario que me devolviera el favor.

La segunda noche, después de la cena, salí a tomar el fresco a la terraza. A mediados de mayo, podía uno disfrutar de suaves noches mesetarias llenas de grillos. Estaba sentado, perdido en difusos pensamientos, cuando noté que alguien se aproximaba por detrás.

– ¿Puedo sentarme con usted? -oí, mientras me giraba, y vi que era un viejecillo enjuto, impecablemente vestido de beis, con corbata y pañuelo a juego. Haciendo un esfuerzo, reconocí su cara en la penumbra. Era un ex militar, asmático, a quien todo el mundo llamaba respetuosamente don Eladio. Podía haber sido general o sargento, pero nunca especificaba ese detalle. Si alguien insistía al respecto se limitaba a decir:

– El título más honorable para un militar es el de soldado. Yo he sido sólo eso, un soldado.

Solía charlar a menudo con él. Me recordaba a mi padre y a mi abuelo, y era uno de los pocos cuya conversación podía interesarme. Tenía exquisito cuidado de no hacer inventario de sus dolencias, aunque padecía tantas como el que más. El asma era sólo la principal, la que le impedía vivir en otro sitio. Cuando le oía hablar, fatigándose pero sin rendirse, aceptando con nobleza su exilio en el balneario, comprendía sin dificultad que era un ejemplo de lo que yo mismo habría podido decentemente ser. Yo no estaba allí por asma, pero en lo demás las similitudes eran muchas. Tampoco yo podía vivir fuera de aquel asilo.

Me levanté, le dejé sitio para que pasara y le señalé la butaca contigua.

– Por favor.

– Se le ve cansado -dijo-. ¿Ha estado trabajando mucho últimamente?

– Sí y no. Más de lo que suelo. Menos de lo que supongo que todavía podría aguantar.

– Me llama la atención esa manera de hablar de usted -observó-. Siempre anda con el todavía a cuestas, y siempre que se lo oigo me entra la misma curiosidad. ¿Sería una indiscreción preguntarle cuántos años tiene?

– ¿Por qué iba a serlo? Treinta y ocho.

– Sé por experiencia que son suficientes para tener una pesada carga que arrastrar. Pero le aseguro a usted que no hay nada que se compare a la impotencia que se padece a partir de los setenta. Amigo, esto sí que es claudicación. Un día te levantas y eres un fardo inútil, sin paliativos.

– No se me queje, don Eladio. No es su estilo.

– Yo no me quejo. También sé que es bueno haber sobrevivido para verse envejecer. Trato de ofrecerle algún aliciente.

– ¿Aliciente?

– Sí, mi envidia. Le envidio, porque usted puede coger un autobús y marcharse de aquí. Por eso me subleva verle así, como si fuera uno más de los jubilados que infestan este lugar.

– No puedo irme de aquí, don Eladio.

– Tonterías. ¿Qué se lo impide?

– ¿Se trata de una sugerencia? No creía que mi presencia le molestara.

– No diga bobadas. Sé que usted está aquí por renuncia. Es más de lo que tengo derecho a preguntarle, pero me gustaría conocer la causa. No creo que sea bastante para condenarle a los años grises que le esperan si se queda aquí.

– Es una larga historia, don Eladio. O quizá no sea precisamente larga. Podría contarse en tres palabras, a decir verdad. Es, más que nada, penosa. A lo que yo no tengo derecho es a torturarle con ella. Pero no debe preocuparse por mi futuro. Mis años siempre han sido grises, por lo que puedo recordar.

Las manos del anciano se apretaron al bastón y su mirada se perdió en el horizonte oscuro. A un kilómetro y medio se veían las luces del pueblo. Mucho más allá, tenues destellos intermitentes en la oscuridad que intentaba engullirlas, las de otro pueblo de la comarca.

– ¿Sabe, Juan? Llevo doce años y medio en este balneario. Me cuesta toda mi pensión y parte de mis ahorros. Quizá dentro de dos años no pueda pagarlo. De manera que sería bueno que antes de dos años lograse morirme. No dejo herederos, mis amigos han muerto o los he olvidado, y como única familia recuerdo tener una sobrina a la que jamás se me ocurrirá incordiar con mis miserias. Puede resultarle chocante, pero ahora vivo mejor que cuando tenía su edad. ¿Sabe dónde estaba yo con su edad?

– No.

– Le diré antes dónde estaba con veintitrés años. Recluido en un caserío, en Vizcaya, preparando Notarías. ¿Le sorprende?

– No.

– Porque juega con ventaja. Pues bien, con su edad estaba en Ifni, con el Tercio. Fui voluntario. Estaba a punto de ascender, a punto de conseguir para el resto de mi carrera militar un cómodo puesto administrativo. Y me fui allí, y no me mataron. Aunque fue una guerra de verdad. He visto morir a cincuenta hombres en menos de dos días, no mucho más lejos de mí de lo que usted lo está ahora. Pero yo, que fui a buscarla, escapé a la muerte. Fue mi forma de aprender que no es bueno desear demasiado una cosa, porque se acaba siempre espantándola.

– Creo que es la primera vez que me cuenta batallas, don Eladio.

– Se equivoca. No le voy a contar nada de la guerra. Todo se reduce a una cosa: mueren los mejores y algunos de los peores, y los demás, si se descuidan, quedan atrapados en su recuerdo. Depende de la voluntad que se tenga para arrancárselo. Yo creo haberlo conseguido, en parte. Cuando alguno de los pocos que saben que existió me pregunta cómo fue aquella guerra, sólo respondo: a tiro limpio. Y cambio de tema. A algunos les parezco un maleducado. Pero es un asunto peligroso, demasiado para supeditarlo a las reglas de la urbanidad.

Observé su gesto orgulloso, su frente amplia y su ceño enérgico. Tenía los ojos húmedos, pero resistía. Había hecho de la resistencia su modo de entender el mundo.

– ¿Por qué me cuenta todo esto a mí? -le interrogué-. No sabe si merece la pena el riesgo, si yo merezco su confianza.

– Creo saberlo. Puedo imaginar muchas cosas de usted, porque yo he sido como usted.

– ¿Está seguro? Yo he abusado de personas indefensas, he traicionado a mi mejor amigo y creo que quise, o quiero, a la peor de todas las mujeres que encontré.

No sé por qué dije eso. No sólo no se lo había dicho a nadie, en diez años; ni siquiera lo había dicho a solas, ni siquiera me había permitido pensarlo, así de nítidamente. Oí mi propia voz como si fuera la de un extraño. Un pobre idiota que se apresuraba a confesar su intimidad al primero que se sinceraba con él, como si quisiera impresionarle, en una insensata competición de confidencias. Entonces me di cuenta de que la inminente visita de Claudia me afectaba mucho más de lo que conscientemente había consentido en admitir.

– Efectivamente, su historia podía contarse en tres palabras -juzgó, malicioso, el viejecillo-. Y le diré algo: nos parecemos todavía más de lo que había pensado.

Súbitamente exasperado conmigo mismo, intenté una defensa indigna:

– No me diga que se fue al Tercio por una mujer, don Eladio.

– ¿Por qué no? Dudo que sea usted de los que no conciben que la memoria de los ancianos pueda guardar violentas historias de amor.

– Desde luego.

– Pero no fue ésa la causa. Me fui al Tercio para purgar traiciones, lo mismo que usted hace aquí. No deseo contarle la historia; no esta noche, al menos. Lo que me importa decirle es otra cosa. Que regresé y continué purgando, y no dejé de negar la vida. En justicia, la vida me había enseñado una cara tan miserable que nada podía disuadirme de mi actitud. Pero esto es lo que he aprendido en treinta años de negación: no vale la pena ser riguroso. Al final, ahora, poco importa si uno fue piadoso o un desalmado, si fue coherente o un juguete del viento. Creo que nadie se molesta en juzgarnos, porque no valemos el trabajo de pensar para nosotros un castigo o una recompensa. Los únicos que pierden son aquellos que cometen la ingenuidad de juzgarse a sí mismos. Yo he perdido y sé de lo que estoy hablando. Podría verle caer en mi mismo error sin mover un dedo, porque eso me ayudaría a creerme menos estúpido. Pero no quiero vivir de esos consuelos. Prefiero avisarle de que todo lo que hace es innecesario, por si desea escucharme.

Procuré sonreír, ser honrado con aquel anciano que parecía estar siéndolo conmigo.

– No hará falta que le diga que ya no busco nada, don Eladio. Tampoco creo que le sorprenda si le confío que, más que pagar por lo que hice, me importa esconderme y alejarme de todo aquello.

La noche era muy limpia. Se oyó el ulular de una lechuza y una estrella fugaz cayó en veloz diagonal hacia el Oriente. Don Eladio permanecía absorto en los lomos oscuros de las encinas que se extendían bajo el promontorio desde el que las mirábamos.

– Tampoco yo voy a sorprenderle si adivino que sueña con frecuencia que vuelve allí, y que tiene derecho a pisar donde pisó, a pelear, incluso a poseer a esa mujer -sentenció el anciano, mientras le brillaba la mirada-. Si yo fuera un mentecato le diría que tiene que ir a ganar su batalla al lugar donde está. Lo que le digo es que más vale que a uno le destruyan las cosas que reconoce su corazón, y no acabar como un perro, en tierra extraña.

Descubrí que en aquel viejo la rabia estaba intacta. Que lo mismo que estaba dándome aquel consejo podía odiarme y me lo haría ver con la misma falta de miramiento. Quizá intentaba enardecerme. Como última defensa, traté de atajar aquella tentativa:

– Sus intenciones son muy loables. Pero yo ya he perdido el impulso. En ese sentido veo que soy más viejo que usted. Creo que incluso me arrepiento de tener esos sueños encendidos, lo que a usted seguramente no le ocurre.

Don Eladio se rió con franqueza.

– Amigo mío, estoy convencido de que cuando cometió sus crímenes era mejor de lo que es ahora. He aquí una última razón a mi favor. Seguro que era más listo, por ejemplo. Hemos charlado muchas veces, en todos estos años, y a pesar de eso, nunca habíamos descendido a las profundidades de hoy. ¿Por qué? No es que yo me ablande al envejecer, ni que una hermosa noche de primavera baste para derribar mis defensas. Soy un paciente antiguo, tengo confianza con la telefonista. Sabía que una mujer joven le había llamado hoy. Ahora puedo suponer además quién era esa mujer, y que no cree todo lo que me ha dicho.

Dudé entre ofenderme y reconocer su astucia. Opté por una vía intermedia.

– Ahora comprendo mejor -admití-. Pero sigo sin entender por qué se siente usted llamado a participar en este asunto, don Eladio.

– Disculpe la falta de consideración. Soy demasiado viejo para ser educado. Ya no tengo más vida que la que consiga robar, y desde hace años me olía que en este cementerio usted era la única víctima posible. No podía dejar pasar la ocasión. En cuanto a esa mujer, recupérela, húndase en ella hasta el final. Nunca hay que dar la espalda al enemigo, ni en la guerra ni en el amor. Los cobardes debemos observar con especial celo esta regla. Es menos dañina que las consecuencias de quebrantarla.

– Si supiera lo que me está pidiendo sería usted un individuo diabólico.

– ¿Quién le asegura que no lo soy? He cantado a gritos esa canción demencial, y lo que es peor, he llegado a ser de corazón un novio de la muerte -concluyó, con alegría, mientras se levantaba-. En fin, no le molesto más. Ya es la hora en que los viejos deben ir a la cama. Total, para qué. ¿Sabe? Con mucho, lo peor de la vejez es el insomnio. Ser consciente de todo ininterrumpidamente es un suplicio. Nunca moleste a un viejo que ha logrado quedarse frito en un sillón. Es como quitarle la teta a un lactante. Ya me contará, si quiere. Aunque lo mejor que puede hacer por mí es que pasado mañana o dentro de tres días alguien me diga que usted ha desaparecido, sin dejar recado.

Le observé alejarse, vacilando sobre su bastón, muy tieso en su traje beis. Recordé lo que me había dicho una vez una enfermera, una gorda insensible de ásperas manazas rojas. Don Eladio tenía una herida de guerra. Le habían volado un testículo con un proyectil del 7.62. La gorda no estaba segura de que eso le hubiera dejado impotente.

Lo que don Eladio no se había detenido a pensar era que el insomnio no es patrimonio exclusivo de los ancianos. Ya en mi habitación, resignado a no acostarme siquiera, cogí un libro y me senté a leerlo en la butaca. Podía ser César Vallejo:

Me moriré en París, con aguacero,

un día del cual tenga ya el recuerdo.

Pero en seguida me di cuenta de que no era aquello lo que pretendía leer. Me costaba aceptarlo, y todavía me costó más ir hasta el cajón donde había guardado el sobre y desenterrarlo de entre todos los papeles que había amontonado deliberadamente encima. Pero lo hice. Saqué las cuartillas y las desplegué. La pulcra caligrafía de Pablo se alineaba en apretadas hileras que cruzaban a una misma altura los rabos inferiores de unas letras con los superiores de otras. Mientras me disponía a comenzar la lectura me vino a la memoria una escena muy lejana. Pablo y yo estábamos ante un tablero de ajedrez. La posición pertenecía a una vieja partida, de Capablanca, quizá. Pablo trataba de hacerme percibir la sutil violencia ofensiva de aquella posición. La dama negra estaba al fondo del tablero, y entre ella y el enroque del rey blanco se interponían dos piezas propias y un alfil contrario. Al cabo de dos movimientos, a partir de un sacrificio magistral, la dama, sin moverse del sitio, con su sola fuerza, asfixiaba el corazón del enemigo. El resto era pura rutina para las negras, que podían maniobrar tranquilamente hasta aniquilar al rey atrapado. Pablo había dicho, después de explicarme todo lo que surgía de aquella posición: Está quieta, está oculta, está lejos, pero su potencia, bien dirigida, es mortal. La lírica del ajedrez es que a esta pieza la considera femenina. Tratando de sacudirme del cerebro la persistente imagen de Claudia, empecé a leer:

Lo más difícil es buscar la fórmula adecuada para empezar. ¿Tendría que decir «Querido amigo»? ¿Tendría que ahorrarme el «querido», el «amigo», o ambas cosas? Hace mucho que no te escribo, y sin embargo no me sale decirte otra cosa que lo mismo de siempre, aunque tantas cosas hayan cambiado alrededor y entre nosotros. Por eso, y porque renuncio a forzarme, te digo simplemente: hermano.

Cuando recibas esta carta yo ya no estaré en el mundo. O si prefieres decirlo de otra manera: si la recibes, será que ya no estoy. Habrá llegado el momento, de verdad, después de los múltiples sobres cerrados que intercambiamos a lo largo de nuestra amistad para ser abiertos en caso de que uno de los dos desapareciera. Al final siempre nos impacientábamos, o decidíamos cambiar el testamento, y nos autorizábamos a elegir entre abrir o quemar el sobre viejo. Si yo no recuerdo mal, siempre lo quemábamos, quizá porque siempre nos gustó el fuego y nos dolieron las palabras. En mi caso, y creo que puedo suponerte a ti la misma razón, lo que me movía a quemarlo era el miedo de que tu escrito no resultara lo suficientemente sublime. Comprenderás cuánta responsabilidad asumo al tenderte esta trampa, al asegurarme de que esta última voluntad será leída.

Antes de dirigirme a ti tengo que recordar que los últimos diez años no han transcurrido. Que nada de lo que los ha llenado nos es común, y que nada, por tanto, debo introducir en esta carta. No me asusta ese esfuerzo. A lo que temo es a lo que tú habrás vivido, a lo que a ti pueda impedirte entenderme. No excluyo que tu memoria haya permanecido tan fiel como la mía, o todavía más fiel, a las desdichas y venturas que compartimos. Pero soy yo quien está aquí, indefenso ante el papel. Soy yo quien asume el riesgo de regresar, sin haberme cerciorado antes de que sea probable o justo.

Te preguntarás por qué recurro a ti, después de tantos años de separación y no pocas heridas sin cerrar entre ambos. No sé qué haces ahora, con quién hablas, si hablas, a quién quieres, si es que quieres a alguien. Por eso no puedo saber si a ti te ocurrirá algo parecido a lo que a mí me ocurre. A menudo estoy rodeado de personas que discuten con vehemencia. Es imprescindible hacer esto, no podemos consentir aquello. Les miro exaltarse, veo las venas hinchadas en sus cuellos, los rostros congestionados. Y siento unos deseos feroces de sacar el revólver; de hacerlos callar para siempre y pasar el resto de mi vida leyendo las cartas que me escribiste hace un par de siglos. Antes esto ocurría de vez en cuando, y podía llamarlo un deseo abstracto. Ahora me pasa cada dos por tres, y ya me he sorprendido en alguna ocasión acariciando la culata del revólver mientras el alma se me ponía demasiado soñadora.

Hay cosas que nunca pude ofuscarme lo suficiente como para no ver. Ni cuando supe de esa pequeña afrenta que tanto sobreestimamos tú que la causaste y yo que la sufrí, ni cuando decidí la venganza que a causa de lo anterior; equivocadamente, te creíste obligado a perdonar. Y una de esas cosas era que, al cabo de todo, la única persona en quien podría confiar para cualquier acto realmente decisivo seguirías siendo tú. Por una razón todavía más fuerte que el afecto: porque ambos hemos aprendido juntos la misma forma torcida de entender el mundo, y porque cuando sucedieron los estúpidos accidentes que nos separaron ya éramos viejos para recuperar la posibilidad de aprender otra manera en otra parte. Eso hizo más glorioso el maldito daño que nos hicimos, hermano, pero también nos abocaba a esta carta que quizá sea una rendición. En cualquier caso, no me arrepiento de rendirme sobre tu hombro. Quién iba a merecerlo, si no. Hasta para la zorra de mi mujer éste es un razonamiento evidente.

Cuando todavía nos hablábamos, atribuíamos la responsabilidad de nuestra comunión a muy diversos argumentos. No puedo encontrar uno solo que deba considerar abolido. En rigor, si repasamos todo lo que ha habido desde entonces, nada basta para desmentir la más endeble de aquellas teorías. Convendrás conmigo en que nuestro vínculo lo hemos intentado disolver de forma artificial y probablemente innecesaria, sobreponiéndonos al impulso de nuestra naturaleza. Nada, ni lo que pasó ni lo que hubiera podido pasar, habría sido nunca tan grave como para justificar una renuncia consistente. Yo no he podido renunciar a ti, aunque he sabido respetar tu desaparición, y dudo que tú me niegues el derecho a escribirte esta carta. Si no lo dudara, no la escribiría. Habría tenido que sacar el revólver y dispararle a alguna cara congestionada. Algún cretino te debe la vida por ahí.

En los últimos tiempos vienen a inquietarme una serie de signos. Algunos son ridículos; otros me impiden dormir por la noche. Entre los ridículos puedo mencionar que cada vez tengo el pene más pequeño. Entre los otros, que un infeliz a quien siempre me he complacido en despreciar de la forma más humillante empieza a mirarme con condescendencia. Lo del pene no sé qué significa. Lo del infeliz sí. Tú también lo sabes, porque juntos le pusimos nombre, a ésta como a tantas otras cosas. Es la hora del lobo. Recuerda: viene en mitad de la noche, de una noche que pudiera ser como otras, tranquila o anodina. Pero el hombre se levanta y camina hacia el acantilado. Las olas rugen abajo, desatándose contra las rocas, frías y tenaces. Todo está oscuro; en la hora del lobo no hay luna, porque es una noche de naufragios. El hombre mira hacia la oscuridad, hacia el estrépito, hacia el frío, y el mar le mira a él con los ojos vacíos de todos los ahogados entre sus dedos de espuma. Es la hora del lobo, no hay escapatoria. El hombre siente que hasta la más insignificante hierba que pisa le condena. No intenta huir. Los que le ven irse noche tras noche a partir de entonces hasta el acantilado, no lo entienden. Unos pocos lloran de la rabia de no entenderle, y eso es lo máximo que el mundo hace por él. Sólo los tontos y los canallas saben hacia dónde camina. Cuando la concebimos imaginamos cuánto debía herir esa soledad. Ahora puedo asegurarte que no nos equivocamos.

No voy a importunarte con los detalles. Puedes adivinar de qué modo me he buscado el infierno que ahora tengo encima. Por otra parte, me consta que en buena medida tu huida lo fue también de toda esta mierda en la que caímos sin merecerlo. Te parecerá tal vez ridículo que me aferre a esta idea, pero nunca he dejado de creer que teníamos todas las bazas para ganar algo mejor. Una juventud melancólica y generosa, la dosis mínima de talento. No envidiábamos a los que con todo eso y unos años en la universidad y un relajado sentido de la dignidad personal se ganaban una mujer bien proporcionada, una vivienda con garaje y un deportivo alemán en el que soñaban, mientras la música flotaba inútilmente en el atasco, que algún día tenían una tarde entera para sí y acertaban a recordar cómo habían amado a Mozart. Pero tampoco envidiábamos a los indeseables entre los que al final acabamos viviendo y yo voy a morir. A veces me pregunto cómo habríamos sido exactamente si hubiéramos sido como debíamos. Me cuesta encontrar indicios, fuera de los cementerios, y aun en éstos no encuentro más que tres o cuatro, inseguros como todo aquello que se conoce indirectamente y a través de una barrera de tiempo. No sé si es que mi empeño es demasiado difícil o si es que yo ya me he corrompido demasiado para imaginarlo.

De todos modos, tuvimos tiempo de vivir cosas grandes. Incluso me siento capaz de escribir esta noche que la vida es maravillosa, y sin hablar de oídas, como quienes gustan de gastar demasiado esa palabra: tú y yo lo hemos tocado, antes de que todo empezara a volverse feo y desparejo. Podría quedarme en esta basura, pero no soy de esos desgraciados que se echan a la espalda el deber de ser también ignorantes para consolarse. Siempre hay una hermosa y cálida muchacha en flor sobre la arena de la playa, aunque yo haya caído en Claudia. Aún más: ella fue alguna vez la muchacha en flor. Decididamente, la vida es demasiado complicada para despacharla en un aforismo lúgubre.

De sobra sabes que poseo un alma inmunda. Por ello no te extrañará lo que constituye el propósito principal de esta carta, que no es otra cosa, ecuánimemente entendido, que un vil abuso de confianza. De tales abusos está repleta la historia de nuestra amistad. Te recuerdo cumpliendo escrupulosamente todos y cada uno de los compromisos que asumías ante mí, sin utilizar jamás la sólida y siempre disponible excusa de mis reiterados incumplimientos. Con cualquiera tendría que eludir esta desfachatez, pero entre tú y yo hay demasiados sobreentendidos, y más vale reconocer francamente lo que de otro modo deducirías. Entre otras razones, así puedo suplicarte, como mínima decencia, que me perdones por prevalerme una vez más de esta asimetría entre ambos de la que sólo yo saco ventaja y en la que son para ti todos los inconvenientes.

En cualquier caso, jamás se me ocurriría dirigirte mi petición si no se refiriera a algo que nos ha sido común. Algo en lo que tú pusiste tanto apego como pude poner yo, pero que el destino, erradamente, depositó en mis manos que ya no podrán seguir custodiándolo. Sin duda debo estar velando prioritariamente por mi interés, puesto que ése ha sido siempre el motor de mis actos, y es probable que a estos efectos nada cambie el hecho de que ya no vislumbre ninguna razón por la que nada deba interesarme. Sin embargo, pretendo creer, y quizá honradamente, que con esta carta, lejos de limitarme a imponerte una obligación en mi favor, trato también de señalarte un derecho que puedes ejercitar sin traba cuando yo ya no esté; un derecho que en realidad no he sido nunca nadie para negarte, y que acaso olvidarías si no reclamara ahora tu atención.

Se trata, naturalmente, de Claudia. Ambos la conocemos lo suficiente como para que pueda ahorrarme cualquier comentario caritativo sobre su situación, pasada, presente o futura. Todo lo que ha tenido y tendrá lo habrá merecido, porque ella no es como nosotros, que normalmente dejábamos que nos sucedieran las cosas. Ella siempre ha determinado los acontecimientos, para bien o para mal. Pero afortunadamente no hace falta que suscite tu lástima para convencerte de la necesidad de cuidarla, como ni siquiera tendría que convencerte de esa necesidad para pedirte que lo hicieras. Cuando yo era un adolescente cumplí dos años de abnegado sufrimiento por una dulce muchacha rubia que se había limitado a valerse de mí para colarse en un local para el que no tenía edad, y a la que sólo volví a ver dos tardes más, una hermosa e incomprensible y la otra, la última, penosa y desbaratada. A cualquiera le resultaría cómodo reírse de mi estupidez, pero tú tendrías que recordar antes de hacerlo que lo único que te diferencia de mí es que tu muchacha era morena y sólo la viste dos veces. Como a ambos nos consta sobradamente, podría multiplicar los ejemplos. El hecho es que cuando las cosas eran bellas para nosotros solían ser también desproporcionadas. Ahora que ya no hay belleza, por lealtad a nuestra memoria de ella, tienes que asumir esta otra tarea desmedida: velar por Claudia. Sin duda se trata de una especie de degeneración, pero no vamos a escandalizarnos por eso. Las mejores leyes siempre acaban sirviendo a fines devaluados.

Ya puestos, voy a permitirme descender a detallarte la manera de cumplir el encargo. No vayas inmediatamente a ella. No la busques, no te interfieras en su vida. De momento estará a salvo. Cuando las cosas empeoren, y sólo si es necesario, será ella quien reclame tu ayuda. Te aseguro que sabrá cómo hacerlo, en el momento adecuado; eso corre de mi cuenta. Cuando te llame tendrás que acudir, y deberás estar dispuesto a hacer lo que te pida. También corre de mi cuenta que ella sepa exactamente qué pedirte para conjurar el peligro. Puede que no sea fácil, y menos para ti. Pero no tendrás margen para pensarlo. Si titubeas, no habrá esperanza para ella. Lo que recuerdes de este juego te basta para comprender que los movimientos serán rápidos e implacables. Lamento que tengas que regresar; pero todo estará en tus manos.

Una última condición. No vengas a mi entierro. Al día siguiente de que leas esta carta la noticia de mi muerte será pública. Tardarán aún uno o dos días más en enterrarme. Pensarás que tienes tiempo de venir a Madrid para asistir a la ceremonia. Pero no vengas. No habrá nada que pudiera interesarte, y sí algunas cosas que estropear. Como ves, dejaré que me metan en tierra, para que los gusanos se indigesten con mi carne de perro. Renuncio a nuestra vieja fe en la incineración, y a que esparzan mis cenizas en alguno de los lugares que amamos. Me enterrarán en un cementerio pulcro e inhóspito, en el que nunca estuvimos. ¿Te queda alguna duda de que no debes venir? No, hermano, yo no voy a estar y tú tampoco estarás, porque ese espectáculo de mierda no va a ser asunto nuestro.

Creo que está todo dicho, y me refiero a todo lo que pudiera no ser obvio antes de que empezaras a leer estas líneas. Queda algo que no necesito explicarte, que es ahora como fue siempre. Olvida todo lo que acabo de escribir si crees de corazón que no te servirá de nada hacer lo que te pido. Lo que hagas, hazlo por ti, hermano. Sólo eso, y sea lo que sea lo que decidas, colmará todos mis deseos.

Volví a doblar las cuartillas y las metí en el sobre. Pensé en Claudia. Y tuve miedo, al fin aquel miedo triste y turbio que llevaba un año esperando.

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