Por suerte o por desgracia, nunca conocí demasiado bien a Óscar. Apareció poco antes de que mi camino y el de Pablo se separaran, transportando varias cargas que nadie me describió con detalle y que desde aquí sólo acertaría a resumir, de un modo vago, como unos desaconsejables antecedentes. Pablo siempre fue propenso a simpatizar con seres anormales, y creo que en cuanto lo encontró asumió el deber de salvarle, entendiendo por salvación diversas alternativas corrompidas poco próximas al sentido usual del término. Yo no quise mezclarme en el asunto. No podía hacer otra cosa que desaprobar ese tipo de ocurrencias en términos abstractos y reconocer, por encima de todo, su derecho a hacer lo que le viniese en gana. Consecuentemente, ni me esforcé por disuadirle cuando empezó a aficionarse a aquel tipo ni me impuse la obligación de preocuparme cuando, pocos meses después, advertí que Óscar se había convertido en un instrumento insustituible para él. Todo lo que hice entonces fue tratar de enterarme de las condiciones que reunía para haber ganado la confianza de mi amigo. Y lo que averigüé no fue demasiado, porque Pablo tuvo exquisito cuidado de que Óscar, a quien le constaba que yo no profesaba ninguna devoción, no se acercase a mí. Por referencias no siempre coincidentes y a veces del todo contradictorias, pude deducir con una mínima garantía que se trataba de un ser astuto, pese a su tosca y descomunal estampa; que declaraba guardar a Pablo una lealtad agradecida y casi ciega; que esto último chocaba con su talante por lo común tranquilo y calculador. Pocos meses después comenzó lo de Claudia y la distancia que se abrió entre Pablo y yo volvió irrelevante la figura de aquel individuo que, curiosamente, habría de ser el ejecutor de mi castigo.
Sobre estas premisas, fragmentarias y apenas desenterradas, tenía que interpretar ahora, mientras avanzaba entre las últimas casas del barrio de Inés, qué pintaba la cara de Óscar en el cuerpo del hombre al que acababa de abatir. Indudablemente habría misteriosas razones capaces de suavizar o diluir aquella impresión de sinsentido que gobernaba mi cerebro. Pero con seguridad no iba a ser capaz de obtenerlas y con alguna probabilidad no era conveniente aspirar a hacerlo. Fue entonces cuando se me ocurrió una hipótesis, muy poco retorcida, a todas luces débil para deshacer mi estupor, pero quizá adecuada para regir mis actos inmediatos. Óscar era un sujeto de dudosa procedencia, que había encontrado en Pablo un medio de sustento y que sólo por ello le había entregado una aparente lealtad. Desaparecido Pablo, había debido buscar un nuevo amo, y en el medio en el que gracias a Pablo había aprendido a desenvolverse, había localizado en seguida uno recomendable y menos expuesto que Pablo a un triste final que le dejara otra vez desocupado: Jáuregui. Otra modalidad, apenas más enrevesada que la enunciada, suponía que Óscar había sabido implicarse a tiempo en la conjura contra Pablo. Pero podía ensayar una última, todavía más audaz: que Óscar había sido uno de los que habían alentado o urdido esa conjura. En cualquiera de los tres casos, resultaba perfectamente plausible que ahora sirviera a los intereses de Jáuregui.
Pero había cosas que mi hipótesis no resolvía. Por el momento en que habían aparecido, la tarde del mismo día en que había ido a provocarle, había asumido que los dos que habían venido a buscarme al hotel trabajaban para Jáuregui. Al margen de que hubiera un par de detalles inexplicables, esta interpretación parecía bastante sólida y era la que me obligaba a dejar menos casillas en blanco en mi crucigrama. Sin embargo, mi hipótesis sobre Óscar suscitaba una duda relevante: si él era uno de los hombres de Jáuregui, ¿cómo había entrado en acción más tarde que los otros? En teoría era posible que Óscar hubiera estado cerca del hotel, vigilando, y que tras el fracaso de los otros me hubiera seguido hasta el hostal primero y hasta la casa de Inés después, a pesar de todos mis intentos para despistar a un posible perseguidor. Esto último no era improbable, porque había no pocas razones para creer a Óscar más hábil que yo en aquellos menesteres. Lo improbable era que hubiera dejado que los otros entraran a matarme mientras él esperaba en la calle. Aquel lejano día de Lisboa le había visto disfrutar, como si lo que hacía no fuera la venganza de Pablo, sino su propio desquite, secretamente alimentado durante semanas, por alguna cuenta que mantenía abierta conmigo ignoro por qué género de agravio o de antojo. Aunque es poco lo que se puede decir con certeza sobre esa clase de malquerencias, resulta suficientemente admitido que no menguan con los sucesivos desahogos que quien las sustenta pueda alcanzar a concederse. Óscar había tenido Lisboa, y por lo que era casi imposible no sospechar a la vista del modo en que había sido asesinada, también había tenido a Claudia. Pero no por eso estaba satisfecho, sino que debía querer más, y así lo había probado, en cuanto le había dado la ocasión, con Inés. Por todo ello, no cuadraba en absoluto que habiendo dado Jáuregui la orden de terminar conmigo, Óscar no hubiera acudido personalmente a aprovechar la primera oportunidad.
Podía elegir que Óscar trabajaba por su cuenta, o para otro distinto de Jáuregui, o que pese a mis objeciones, que no contaban con quién sabe cuántos elementos escondidos, sí era después de todo Jáuregui su patrón. En cualquier caso, me iba a ser difícil decidir un plan de acción mínimamente coherente y con alguna esperanza de éxito. Agotada la reserva de serenidad que había desperdiciado en los inútiles razonamientos que preceden, en mi cabeza y en mi corazón sólo había rabia. Una rabia azuzada por la inocencia todavía tibia del cadáver de Inés, por el rostro absurdo de Óscar caído como un armario al lado de su cama. Una rabia que me exigía revolverme y golpear por encima de cualquier razonable necesidad de esperar y comprender. Era aceptable que me liquidaran sin haber comprendido, pero de pronto temía como la peor de las humillaciones que pudiera terminar todo antes de que consiguiera al menos herir a uno de los culpables. Miré mi reloj. Eran las ocho y cuarto. Lo bastante temprano, si me daba prisa y encontraba pronto un taxi. Lo cogí unos diez minutos después. Pedí que me llevara a la estación de Chamartín. Lo único que tenía seguro del boceto acelerado de plan sobre el que trabajaba mi cerebro era que necesitaba un coche. No era buena idea robarlo, porque ahora que las cosas se complicaban me convenía menos que nunca tener a la policía detrás de mi matrícula, así que a pesar de mi nerviosismo opté por el método usual de alquilarlo. No debía ir al aeropuerto porque hacía dos días había abandonado un coche que había alquilado allí. El único sitio en el que podría con cierta seguridad conseguir un coche un domingo a aquella hora era la estación. Además, la de Chamartín me pillaba de camino. Empleé mi antepenúltima identidad falsa, la de Restituto Arniches, para alquilar un utilitario pequeño bastante trotado. Yo había pedido un deportivo, para enfrentar con alguna ventaja cualquier situación comprometida, pero según me informó con visible placer el empleado de la compañía de alquiler, tenía suerte de poder llevarme aquello. No quise discutir, para que no se fijara en mí más de lo que el maldito humorismo del falsificador al inventar nombres le habría invitado ya a hacerlo.
Conduje forzando el motor en dirección oeste y al cabo de unos veinte minutos llegué ante la entrada de la urbanización. Inspeccioné el terreno y pronto di con el lugar idóneo para apostarme, bajo unos árboles al otro lado de la carretera. Estaba a unos cuarenta metros de la entrada, pero podía distinguir las caras de los ocupantes de los coches que aparecían por ella y tendría una oportunidad de alcanzarlos si giraban en sentido contrario al que habían de tomar para pasar ante mí. Tuve tiempo de meditar y de ratificarme en la creencia de que ella era el instrumento ideal para mi venganza. También pude manejar y al cabo de dos horas desechar el temor de que el servicio de vigilancia de la urbanización encontrara sospechoso el estacionamiento de mi vehículo entre los árboles. Desde la caseta que había a la entrada de la urbanización no se me veía, a los vigilantes no les preocupaba lo que estuviera fuera del recinto del Edén y además era domingo por la mañana, lo que quería decir que debían hacer frente a la resaca de la borrachera cogida la noche anterior en algún tugurio del extrarradio, donde convivían con aquéllos de quienes ahora debían defender a los habitantes de la urbanización.
Habría esperado durante días, pero mi suerte me la entregó aquella misma tarde. Y apareció relativamente temprano: poco después de la una. Salió en su descapotable blanco y giró hacia mí. Llevaba gafas oscuras, el pelo recogido y una camiseta de tirantes. Eso me hizo reparar en el calor que hacía. Estaba sudando como un cerdo. La hija de Jáuregui pasó a treinta o cuarenta por hora junto a los árboles, mientras yo me agachaba para que no me viera. Esperé cinco segundos y comprobé que nadie venía tras ella. Notable imprudencia por parte de su padre, que me simplificaba las cosas. Puse el periódico encima de la pistola, que había sacado de la guantera para solventar cualquier contratiempo, arranqué y salí detrás de ella. Pronto estuve a unos veinte metros, con un coche en medio: la situación ideal para seguir a alguien. Ahora sólo quedaba aguardar la mejor ocasión para atraparla. Imaginé sobre la marcha que podía ir al centro comercial cercano a comprar cualquier cosa o a ver a alguna amiga, aunque me extrañaba que para eso tuviera que salir de la urbanización. Mi primera suposición resultó acertada, y preví con alegría que todo iba a ser infinitamente fácil. Dejé que aparcara en la inmensa explanada al efecto que había delante del centro comercial y un minuto después coloqué mi coche al lado izquierdo del suyo. Busqué una sombra para esperarla, pero la más cercana estaba a unos cien metros, de modo que acaté con resignación el sol de justicia que tendría que soportar durante un lapso de tiempo impredecible. Eché de menos el sombrero de paja, que había dejado atrás en alguna de mis numerosas y recientes mudanzas.
Tardó una media hora. La vi venir caminando distraída y sin prisa, con una revista en la mano y la amplia falda lila agitándose con el viento y apretándose de vez en cuando a la espléndida forma de sus piernas. La abordé cuando se disponía a abrir su coche. Me acerqué por detrás y apoyé mi Astra en sus riñones. La hija de Jáuregui se quedó quieta, y sin volverse, subió despacio la mano en la que tenía la llave.
– Llévatelo, no voy a gritar. No necesitas hacerme daño -para tener una pistola apuntándola, en su voz había bastante aplomo. Probablemente Jáuregui había enseñado a su hija a no temer a los desgraciados que podían darse por contentos con la entrega de bienes que el dinero de su padre reemplazaría con facilidad. Más que una reacción rápida, parecía una técnica estudiada.
– No quiero el coche -dije, dudando, porque el mío no corría nada pero el suyo era demasiado llamativo para que nos largáramos en él-. Date la vuelta, lentamente, y lo comprenderás.
La hija de Jáuregui obedeció y al verme esbozó un gesto de asombro que en décimas de segundo cambió por otro de excitación y por otro de provocativa suficiencia.
– Volvemos a encontrarnos -anotó, indolente.
– No, te he encontrado yo. Ahora vas a entrar en este otro deportivo que hay a mi izquierda.
– ¿Y si me niego?
– Te pegaré un tiro en la barriga.
– ¿Y si no te creo capaz de eso?
– Eres muy libre de creer lo que te plazca. Pero por si te ayuda a entender la situación, esta mañana han estrangulado a la mujer con la que dormí anoche.
No sé por qué le hice aquella confidencia, y tampoco podía saber si ella entendería que yo había sido el estrangulador o lo que yo pretendía, es decir, que tenía la sangre lo bastante caliente como para cargármela allí mismo. El caso es que surtió efecto. Perdiendo por un instante la sonrisa, según le dictó el miedo o alguna regla consuetudinaria de su ambiente que recomendaba un módico respeto por el dolor de los inferiores, se dejó guiar por mi brazo y entró en el coche. Se acomodó con visible desagrado en el asiento, algo raído y sucio, y yo, sin dejar de apuntarla discretamente, di un rodeo por delante hasta el otro lado, me instalé en el puesto del conductor y arranqué en seguida. Intenté que aquel cacharro se pusiera a una velocidad decente, pero a duras penas llegaba a ciento diez. Vigilaba de reojo a la hija de Jáuregui, que tenía una expresión de ligero desprecio.
– ¿Qué te pasa? -pregunté-. ¿No te gusta el coche?
– No huele bien.
– ¿Cómo dices?
– Que no huele bien. Hay un olor a tabaco espantoso.
Sólo soy un fumador ocasional, pero al parecer eso había bastado para enmascararme hasta aquel momento lo que tras la observación de la hija de Jáuregui reconocí como un hedor repugnante. Saqué el cenicero, que estaba lleno de colillas, algunas manchadas de carmín y otras no. Un recuerdo del último o de los últimos arrendatarios del vehículo. Observé durante un segundo la mueca de asco que torcía la cara de la hija de Jáuregui y arrojé las colillas con el cenicero por la ventanilla.
– ¿Mejor ahora? -consulté, sonriendo. Aunque probablemente estaba dispuesto a asesinarla si se daban las circunstancias precisas, y aunque estaba casi seguro de que esas circunstancias tenían que darse, aquella muchacha me inspiraba cierta simpatía injustificada, cuyas causas tal vez hubiera que buscarlas en su gentil y sorprendente actitud hacia mí la primera vez que la había visto. No excluía que pudiera agradarme matarla, más allá de la irremediable sordidez del acto, pero tampoco me disgustaba complacerla.
– Gracias -se limitó a responder, sin dejar de mirar al frente. Pero su gesto se había aflojado perceptiblemente.
– ¿Cómo te llamas?
– Begoña -informó, sin pensarlo-. Creí que lo sabrías.
– ¿Por qué?
– Ya que me has encontrado.
– Sólo venía por la hija de Jáuregui. No sabía nada de ti, salvo que tenías ese descapotable blanco -y mientras lo decía, advertí de reojo la rotunda forma que al envolver su cuerpo adquiría la camiseta, pero omití aquella otra cosa que también recordaba de ella y acaso había abrigado la ilusión de volver a ver cuando había resuelto secuestrarla. De todas formas, mis previsiones de placer al respecto tenían un carácter estrictamente contemplativo. Podía ser una buena idea la de hacer que Jáuregui encontrara el cadáver de su hija minuciosamente mancillado, pero prefería evitar en la medida de lo posible aquel refinamiento. Aunque fuera una preocupación prescindible desde mi situación presente, no tenía ganas de acarrear en algún improbable futuro una conciencia demasiado cargada de infamias. Contra la inclinación al exceso de mis enemigos, procuraría limitarme a hacer lo necesario.
La hija de Jáuregui me observaba ahora furtivamente. Yo luchaba sin esperanzas contra la resistencia del motor a subir de vueltas, y por un momento me abstraje en aquel esfuerzo simple. El pie daba al acelerador, el acelerador abría al máximo la válvula de admisión de la gasolina y los cilindros sólo tenían novecientos centímetros cúbicos de mierda.
– ¿Y tú como te llamas? -Giré la cabeza hacia ella y se apresuró a añadir-: Si puedo preguntarlo.
– ¿Por qué no? No va a empeorar mi situación que lo sepas. Me llamo Juan. Y lamento que nos conozcamos así.
Quizá era demasiada amabilidad, pero me apeteció confesarlo. Lo que no le dije, porque habría debido dejar que no lo entendiera o perder demasiado tiempo explicándoselo, era que a aquellas alturas de mi vida habría lamentado conocer a una hermosa muchacha como ella no sólo en aquélla, sino también en cualquier otra circunstancia. Begoña pareció relajarse un poco ante mi disculpa. Mientras no se excediera, era mejor eso que tener que soportar su nerviosismo.
– Yo también lo lamento -correspondió, superflua y soñadora, después de dejar transcurrir un minuto. De algún modo, hacía constar que había reflexionado sobre el particular.
– No voy a hacerte daño si puedo ahorrármelo -aclaré-. Voy a exigirle algo a tu padre y como imagino que te quiere y supongo que es un individuo listo él me lo dará y a ti no te ocurrirá nada. Tú no tienes nada que ver con esto. Si te utilizo es porque los métodos de tu padre no me dejan otra alternativa, pero yo no soy como él, ni tenemos la misma afición por la sangre. Sólo me gustaría que tuvieras en cuenta que soy un tipo desesperado. Si intentas cualquier tontería lo sentirás, por mucho que deteste hacerle daño a una chica bonita.
– No intentaré nada -prometió, muy seria-. ¿Qué te ha hecho mi padre?
Me encogí de hombros. Negligentemente, repuse:
– Para qué entrar en detalles. Digamos que no me aprecia mucho.
– No hablas como una esperaría de un secuestrador normal.
– No soy un secuestrador normal. Y no me subestimes por eso.
– No lo haré mientras tengas esa pistola.
Nos dirigíamos a un hotel de carretera que estaba a unos cincuenta kilómetros de Madrid, en dirección a Andalucía. Habíamos salido del centro comercial y tras recorrer unos pocos kilómetros de carreteras secundarias ya estábamos en la autopista de circunvalación, sorteando camiones y aguantando impotentes, al menos yo, el constante paso a nuestra izquierda de coches realmente rápidos.
– ¿Adónde vamos? -me interrogó, con una timidez que no era vergüenza, sino la duda de que yo fuera a contestarle.
– Vamos a Aranjuez. Cerca.
Begoña puso unos ojos maliciosos.
– ¿No se supone que yo no debería saber eso? Creí que me pondrías un pañuelo negro para que no viera adónde me llevas.
– No es necesario. No vas a poder decírselo a nadie, y cuando esto acabe yo no voy a volver allí.
– No he estado nunca en Aranjuez.
– Yo sí. Hay un palacio y jardines y un río que conoció mejores tiempos. Te llevaré a verlo, si quieres. Tampoco te voy a tener todo el tiempo amordazada en un cuarto oscuro, por si también habías imaginado eso como parte de un secuestro estándar.
Pocos minutos después estábamos en la carretera de Andalucía. Salimos a ella a la altura del kilómetro nueve. Quedaban poco más de cuarenta kilómetros, menos de media hora incluso con aquella calamidad de coche. Begoña parecía completamente calmada.
– Tengo una curiosidad -dijo de repente.
– ¿Cuál?
– Me gustaría saber lo que valgo para ti -y ante el gesto de extrañeza que debió de cruzar por mi semblante, precisó-: Me refiero a lo que le vas a pedir a mi padre a cambio de mí.
– Ah, eso. No puedo contártelo.
– Al fin un secreto. ¿Es para que no me asuste?
– No -mentí.
Begoña quedó sumida en un silencio que poco a poco se me fue haciendo molesto. No quería intuir su miedo, no quería permitirle nada que pudiera dificultarme lo que tuviera que hacer con ella. Sin naturalidad, traté de sacarle conversación:
– Y tú, ¿qué es lo que haces?
– Lo que hago, ¿en qué sentido?
– En general. En la vida. Si es que necesitas hacer algo.
– No necesito hacer nada, pero mi padre me obliga a estudiar.
– ¿Qué estudias?
– ¿De verdad te interesa saberlo? -En sus palabras había una ira contenida que me esforcé por ignorar.
– Desde luego. Si no me interesara no lo preguntaría. No tengo muchas esperanzas de caerte demasiado bien, haga lo que haga.
– Estudio Derecho. Una pérdida de tiempo absoluta. Además, nunca conseguiré aprobar el Derecho romano.
– ¿Derecho romano?
– Sí. Ulpiano y la manumisión y la enfiteusis y un montón de historias sin sentido que me importan un bledo.
– Ulpiano; gracioso nombre -observé, mientras recitaba mentalmente, comprobando una vez más cuán delirantes eran las posibilidades que tenía la memoria de realizar proezas inservibles: Ulpiano, Papiniano, Paulo, Pomponio y Modestino. Los cinco jurisconsultos que gozaban del ius publice respondendi ex principis auctoritate. Que aquella muchacha de diecinueve años tuviera que pelear con la misma materia que yo había tenido que desbrozar a su edad con idéntica sensación de inutilidad creaba una súbita solidaridad entre ambos. Como si la inmovilidad del Derecho romano, que era el mismo entonces que hacía veinte años, ofreciera un escenario imaginario en el que los dos podíamos encontrarnos armados de una similar juventud. Me dejé resbalar por aquel peligroso pensamiento durante una fracción de segundo, pero en seguida Begoña me reclamó a la realidad y al deber.
– No te parecería gracioso si tuvieras que sufrirlo.
– Ya me lo supongo. ¿Qué piensas hacer cuando termines?
– No pienso terminar.
– Cuando lo dejes entonces.
– Trabajaré de modelo. ¿Crees que puedo ser modelo? -preguntó, alzando el busto con una especie de lascivia muy barata que me desalentó bastante. Recordé con vergüenza que hacía un par de noches había soñado con ella.
– Seguro que sí -contesté sin mirarla-. Pero ¿qué harás después? No podrás ser modelo toda la vida.
– Después heredaré. Soy hija única y recibiré una fortuna considerable. -Aquí se interrumpió y al cabo de unos segundos agregó-: Si tú no lo impides, claro.
– No quisiera tener que truncar un destino tan halagüeño.
Ahora fui yo quien se quedó callado. En cierto modo me fastidiaba aquella blandura que de pronto tenía con las mujeres, ya lo merecieran, ya dejaran de merecerlo. Nunca pude presumir de ser adecuadamente distante con ellas, pero desde el escarmiento que había sufrido con Claudia me las había arreglado para transmutar de forma paulatina y casi convincente mi inferioridad en una suerte de desinterés. Desde que Claudia había ido a verme al balneario, sin embargo, me costaba encontrar entre las mujeres que me había tropezado una ante la que no me hubiera sentido vulnerable. Paradójicamente, la única excepción en quien podía pensar era Inés en nuestro encuentro en el tren. Y digo paradójicamente porque ella era la única que merecía conmoverme. Ni Claudia con su malograda emboscada, ni Lucrecia con sus ocultas intenciones, ni aquella niña insolente con su cuerpo de gimnasta.
No recuerdo de qué otras cosas hablamos antes de llegar al hotel. Aparqué cerca de la puerta y antes de bajar le advertí a Begoña:
– Ahora vamos a entrar ahí, los dos juntos, y tú vas a mantener la calma y no vas a abrir la boca ni aunque te pregunten. Llevaré la pistola bajo el pantalón. Si haces cualquier movimiento extraño no tendré tiempo de pensar. Sólo podré sacar el arma y disparar a matar. El tipo de la recepción se quedará paralizado y yo me iré tranquilamente. Odio ser tan macabro, pero no quiero que haya equivocaciones. Odio todavía más que las cosas pasen por equivocación.
– De acuerdo, no soy estúpida. No te pongas nervioso.
Me reventó que ella se diera cuenta. Mordiéndome los labios para tratar de aplacarme y no ser yo quien hiciera algún disparate, abrí la puerta y salí del coche. Ante el recepcionista todo se desarrolló con normalidad. El muy cretino ahogó una risita al leer el nombre de Restituto Arniches y Begoña le contempló imperturbable. Aborté las tentativas del tipo de entretener su aburrimiento con nosotros y le apremié a que nos diera la llave.
– Hemos venido de un tirón desde Cádiz y estamos muy cansados -expliqué, sin la menor cordialidad.
– Por supuesto. Tenga usted, señor. Espero que la señorita encuentre la habitación agradable. Verá que es muy luminosa.
Begoña miró a otro lado, ignorándole. Yo cogí la llave y la tomé a ella del brazo. Se dejó arrastrar dócilmente hasta el ascensor. Una vez que estuvimos dentro de él la felicité:
– Lo has hecho estupendamente.
– Gracias. Sólo espero que tú también sepas lo que haces.
– Te avisaré cuando empiece a perderme. De momento vamos bien.
La habitación sólo era luminosa. Por lo demás no habría pasado la inspección del más venal funcionario competente. Dejé que Begoña se lavara primero, después de comprobar que el baño no tenía ventanas. Después, la até a la cama.
– Perdona, pero no podría fiarme de ti ni aunque quisiera.
– Está bien.
Me duché en cinco minutos y en diez regresé al cuarto y la desaté. No se había movido un milímetro. Su mansedumbre me enterneció.
– ¿Quieres comer algo? -pregunté.
– Sería un detalle por tu parte, si la tortura no se incluye en tus planes para mí.
– Ni remotamente. Te llevaré a un sitio agradable. Vamos.
– Juan.
– Qué.
– ¿Qué es lo que te ha hecho mi padre?
– No nos serviría de nada a ninguno que habláramos de ello. Tú no ibas a creerlo y yo no dejaré de creer que tu padre es un canalla. Vamos a tener que convivir durante algún tiempo. Aunque las circunstancias sean anómalas, más vale que nos evitemos polémicas estériles. Hablemos sólo de cosas sobre las que podamos estar de acuerdo o en razonable desacuerdo. No me caes mal, Begoña. No quiero perjudicarte más de lo imprescindible.
– ¿Y si estuviéramos de acuerdo?
– ¿Sobre qué?
– Sobre mi padre.
– Lo dudo. Vámonos ya.
Devolvimos la llave en recepción y creo que ambos agradecimos que el hombre locuaz se mostrara en esta ocasión bastante taciturno. Recorrimos unos cinco kilómetros, hasta un restaurante a orillas del Tajo. Era el día ideal para pasar desapercibido allí. Muchos domingueros habían aprovechado la agradable temperatura, el sol radiante y el día de fiesta para disfrutar de una comida campestre. Afortunadamente, estábamos todavía al final de la primavera y no había demasiados mosquitos junto al río. Escogí una mesa algo retirada y pedí la carta.
– Esta vez no me has recordado dónde llevas la pistola y qué harás si doy un paso en falso -dijo Begoña, sonriendo.
– Sé que ya no hace falta. No encuentro placer en amenazar. No soy un matón.
– Ya me había dado cuenta. No te enfades, pero se te ve, cómo lo diría, fuera de lugar. Conozco a algunos hombres que van a menudo por casa. Aunque entran por la puerta trasera y nunca pasan a las habitaciones donde está la familia, a veces me las arreglo para verles. A ellos no los imagino invitando a comer a una chica secuestrada. No sé si me explico. A ellos me los imagino secuestrando chicas, pero a ti no habría podido imaginarte y sin embargo eres tú quien…
– Ya te entiendo. Tampoco es necesario que seas tan explícita. Pueden oírte.
Un hombre de pelo grasiento tomó nota de lo que íbamos a comer. Diez minutos después venía el primer plato. Lo despachamos en silencio y casi al instante de retirarlo nos trajeron el segundo. Begoña me observaba ahora como si fuera digno de lástima. Eso me enfurecía, pero al mismo tiempo me inspiraba deseos de abandonarme, de flotar sin resistencia en la plácida superficie de su misericordia. Lo que no previ fue el modo en que había de ensayar su acercamiento. Y sin embargo, lo hizo de un modo perfectamente previsible. Pese a mi desviada y fluctuante percepción de ella, era apenas una adolescente como tal inquirió, con un abnegado afán de ser útil:
– ¿Cómo has llegado a esto?
– A qué.
– A esto. A ir por ahí con una pistola, jugándote el pescuezo. Tú has nacido para hacer otras cosas. Estoy segura.
– No sé para qué he nacido ni me importa. Esto, como tú lo llamas, no es demasiado malo para lo que soy y lo que he hecho. Al margen de lo que te pueda parecer a ti, esto es lo que me corresponde.
– No puedo creerlo.
– Quizá sea porque nunca lo has visto antes.
– ¿El qué?
Hice un esfuerzo por sonreír, como si tuviera algún sentido tratar de seducir a aquella niña ignorante del dolor. Recordaba súbita y amargamente a Inés, y no entendía por qué había caído, por qué yo no lloraba, por qué no había asesinado a la hija de Jáuregui antes de poder tenerla delante interesándose por cómo había sido mi camino hacia el crimen. Al fin, con arrogancia, resumí:
– Un hombre devastado.
No lo dije para impresionarla, ni para ablandarla ni para estremecerla. Pero noté cómo temblaba, me miraba casi atónita y después rumiaba algo para sus adentros. Tal vez que nunca había vivido nada tan estimulante. Entonces me percaté de que si no reaccionaba corría el riesgo de terminar simplemente entreteniéndola, como cualquier juguete que le pudiera conseguir su padre.
– Termínate el plato. Ya ha pasado el tiempo suficiente para que tu padre comience a inquietarse. Vamos a llamarle por teléfono.
– Te equivocas -dijo, sin levantar los ojos de su filete ni apresurarse-. Mi padre no se preocuparía antes de que pasaran tres días. Está acostumbrado a que haga lo que me da la gana. Me costó enseñarle, pero lo logré.
– Es igual. Ahora es cuando me conviene que se entere -porfié, aunque mis palabras sonaron menos decididas que antes.
– ¿Y si mi padre no se preocupa ni aunque se lo cuentes?
– Creo que no te entiendo.
– Supón que no me quiere. Que le he deshonrado acostándome con un gitano o algo así. Que estuviera deseando librarse de mí y no te hiciera ni puñetero caso. ¿Qué harías entonces? ¿Me liquidarías para desahogar tu frustración?
Deseé sinceramente que, en lugar de aquella aventurera demasiado entusiasta y aburrida de la vida cotidiana, la hija de Jáuregui hubiera resultado ser una llorona medio lela que me pidiera por favor que la dejase volver con papá. En los últimos tiempos pesaba sobre mí una especie de maleficio en lo que a las mujeres se refería. Después de una juventud anhelante pero erizada de fracasos, ahora, sin ganas, comprobaba que ninguna mujer deseaba huir de mí. Eso me hizo pensar otra vez en Inés y aparté la mirada de Begoña. No quería que viera brillar mis ojos. Si seguía por aquel derrotero, no tendría más remedio que liquidarla, y ella, a fin de cuentas, tampoco me había hecho nada.
Tomamos el postre y café y pagué la cuenta. Llevé a Begoña del brazo hasta el coche, pero apreté un poco más de lo necesario, para que no confundiera. Fuimos hasta el pueblo y allí busqué una cabina. Metí a Begoña dentro de ella y le ordené:
– Marca el teléfono de tu casa y pregunta por tu padre.
Obedeció, mientras yo introducía las monedas. No tardó más de cinco segundos en decir:
– Adela, soy yo. Quiero hablar con papá.
Oí algo en el auricular y Begoña asintió.
– Vale, espero.
Entonces le quité el aparato. Al cabo de un breve espacio, la magnífica voz de barítono de Jáuregui, apenas disminuida en la línea telefónica, preguntó:
– ¿Begoña?
– No, el lobo -escupí con hastío.
– ¿Quién es usted? ¿Qué broma es ésta?
– Ninguna broma. Tu hija no vale más que la mujer que ha muerto esta mañana. Si no eres juicioso a ella le pasará lo mismo. Exactamente lo mismo, Jáuregui.
– ¿Quién demonios es usted? -insistió, en su cólera desorientada.
– Galba, el lunático. ¿Recuerdas?
– Maldito loco. No debí dejar que te escaparas. Tenía que haberte aplastado como un gusano. ¿Qué estupidez has hecho?
– Ninguna estupidez. Y no me has dejado escapar, no es necesario que juguemos a las mentiras. Mala suerte para ti que tus hombres sólo sepan acribillar perchas y estrangular mujeres.
– No sabes lo que dices, desgraciado. Ni dónde te estás metiendo.
– Me halagaría mucho que gastaras tu precioso tiempo explicándomelo, pero tengo que irme a pasear con tu hija. No llames a la policía, Jáuregui. Ya sabes que no te conviene que te relacionen con un par de cosas. Estaremos en contacto.
Antes de colgar, tapé el micrófono y le pedí a Begoña:
– Dile algo. Hola papá o estoy bien. Que no dude que eres tú. Nada más. Si intentas decirle dónde estamos te quedarás sin conocer los jardines y el palacio y no habrás arreglado nada. En media hora estaremos a cincuenta kilómetros de aquí.
Cogió el aparato y sin dejar de mirarme se lo llevó al lado de la mejilla. Esperó un momento y luego dijo:
– Hola, papá. Esta vez la has hecho buena.
Y apretó la horquilla sobre la que yo tenía apoyado mi dedo, cortando la comunicación.
– ¿Contento? -en su voz había una dureza sólo levemente menor que la que había usado con su padre.
– No ha estado mal -admití, algo desconcertado.
Abrí la puerta de la cabina y ella se dirigió hacia el coche con decisión. Tuve que seguirla casi corriendo. Cuando estuvimos dentro del coche, exigió:
– Yo he cumplido. Ahora te toca a ti cumplir con tu parte. Quiero ver el palacio y los jardines.
– Es justo -reconocí.
Debido al horario o a unas obras de restauración no pudimos ver el palacio, pero la llevé a los Jardines del Príncipe y allí mi confusión alcanzó cotas intolerables. Paseé con ella entre los árboles, hostigado por el aroma de las flores que se abrían dondequiera que uno posara los ojos. Recorrimos las fuentes, algunas semiderruidas, todas sucias, como siempre las había conocido. Ahora, además del embrujo de su decadencia, debía enfrentar la desventaja de todas las añoranzas que me asaltaban allí. Al principio había gente, pero a medida que nos fuimos internando en la espesura de la vegetación fue decreciendo la concurrencia. Al final llegamos a estar solos en el sendero por el que avanzábamos, en la amplia avenida que se hacía infinita entre árboles y por la que doscientos años atrás corrían los carruajes. Bajo el templete neoclásico, Begoña me provocó, pese a las diferencias físicas, dolorosas reminiscencias. Mi tristeza era tan intensa que resultaba imposible no captarla. Con innegable arrojo, Begoña indagó:
– ¿Venías aquí con esa mujer? Con la que esta mañana…
Reuní fuerzas para no derrumbarme ante ella. Definitivamente, me estaba comportando como un secuestrador lamentable.
– No -contesté, y no quería darle más explicaciones, pero añadí-: No con ella.
Retrocedimos hasta el río; aunque junto a él también me aguardaban recuerdos, siempre me había apaciguado contemplar la corriente. Nos sentamos sobre el muro, cerca de las casetas donde en otro tiempo se habían guardado las barcas. El río bajaba teñido de un color pardo, pero el olor era soportable. Begoña lanzó un par de piedras al agua. De pronto la pistola me pesaba como un bulto enojoso. Con vergüenza, dudé que fuera a ser capaz de matarla.
– Es un bonito sitio -observó ella.
– Ojalá.
– ¿No te lo parece?
– Sí. Quiero decir que ojalá fuera sólo eso. Un bonito sitio.
Begoña meditó durante un instante y después quiso averiguar el sentido de mis sombrías palabras. Mientras la veía venir comprendí que estaba cometiendo el error de despertar demasiado su curiosidad. Bastaba un razonamiento sencillo para alegar que eso era en cierto modo inevitable desde que la traía y la llevaba de un lado a otro con la persuasión de un arma. Pero quizá mi equivocación era provocar con demasiada frecuencia que esa curiosidad general se complicara con otras más específicas.
– ¿Por qué te duele tanto recordar? -preguntó, como si estuviéramos en un telefilme.
– ¿Por qué te extraña que me duela? -me revolví, sin amabilidad.
– Siempre pensé que me gustaría ser mayor, como tú, para acordarme de las cosas que ya no tenga, de las personas que se hayan ido, de los buenos momentos pasados.
– ¿Y qué es lo que te atrae de todo ese desastre?
– No es fácil decirlo. Imaginaba que tenía que ser como una especie de paz. La tranquilidad de no tenerlo todo por hacer.
– Todo está siempre por hacer. Y es mejor que sea así. No desees que eso cambie.
– ¿Y si lo deseo?
– Puede que un día te encuentres como yo, con todo deshecho. Y contándoselo a un adolescente que no entiende nada.
– Juan.
Me exasperaba que dijera mi nombre. Sentía ganas de sacar la pistola y metérsela en la boca para que perdiera aquella calma inquisidora y sentimental. Las ramas de los sauces que caían sobre el río me evocaban comprensiblemente a Claudia e incomprensiblemente a Inés. También podía tomar a aquella muchacha en mis brazos y creer que era otra y creer que yo tenía veinte años en el suave aroma de su cuello terso y bronceado. Intuía con tedio que si lo hacía ella no opondría resistencia. Begoña debía tener el aliento fresco, la lengua ágil. Todo era tan absurdo que acabé por decir tan sólo:
– Qué.
– ¿Vas a matarme de verdad?
– ¿Qué te hace pensar que te lo diría ahora, si así fuera?
– Creo que no quieres hacerme daño. Que preferirías hacer otra cosa conmigo. Mejor dicho, lo sé. Desde la primera noche. Una mujer puede ver esas cosas fácilmente.
– Tú no eres una mujer. Eres una niña, que es muy distinto.
– Atrévete a comprobarlo.
Aquello era insufrible. No podía ser culpable de tanto desatino. Era una cuestión de estricta mala suerte. Violento, gruñí:
– ¿Dejarás de mezclarlo todo si te prometo que te volaré los sesos?
Titubeó una décima de segundo, pero era una imbécil tozuda:
– Eso no cambiaría nada.
– No sé a qué ni con quién estás acostumbrada a jugar -comenté, con cansancio-. Pero esto no tiene nada que ver. Créeme.
Inasequible al desaliento, absolutamente descabellada, exclamó:
– Me gustaría ser la mujer que recuerdas.
Algo estalló dentro de mi pecho y me dolió como si me destensaran bruscamente las arterias que comunicaban mi corazón con el resto del cuerpo. Aquella inconsciente podía estar divirtiéndose conmigo o creer lo que había dicho, pero en ninguno de los dos supuestos sus palabras podían dejar de aturdirme. Me miraba fijamente, su voz era incitante como si hubiera tardado más de los veinte años que tenía en elaborarla. Y yo me sentía más débil y deforme que nunca junto a su cuerpo que se afirmaba con avidez ante el mío. Pero yo tenía casi cuarenta años y debía conseguir que imperara la razón. Sobreponiéndome a su belleza incuestionable, suponiendo a duras penas que valían más mi escepticismo de desencantado y mi pudor de herido, quise insultarla:
– Esa es la ocurrencia más ridícula de todas, las que has tenido hoy. Hay algo aquí que no le sienta bien a tu cabeza. Volvamos al hotel.
Ahogó el rencor bajo un brillo de acero que escapó de sus ojos y se dejó arrastrar hacia la salida de los jardines. Mientras caminábamos se levantó aire y empezó a nublarse. Cuando llegamos al coche ya se oían truenos. Tardamos unos diez minutos en estar de nuevo en el hotel. Recogimos la llave y subimos a la habitación. En el ascensor Begoña me observaba como si tuviera algo de que acusarme y lamentara callarse. Pero no despegó los labios, que mantenía sellados desde que la había conminado a regresar. Una vez en la habitación, ella entró en el cuarto de baño y yo me quedé mirando por la ventana. Comenzaba a llover. Triste final para un día de campo. En realidad, ningún domingo puede terminar bien, como todo el mundo sabe.
Begoña regresó al cabo de un cuarto de hora y se sentó sobre la cama. Yo estaba apoyado junto a la ventana, viendo todavía la lluvia. Su voz, ahora desabrida, me sacó de mi ensoñación:
– ¿Y puede saberse cuándo le vas a comunicar a mi padre el precio de mi rescate?
– No hay prisa -dije, abstraído.
– ¿Vamos a estar todo el tiempo aquí?
– Eso depende.
– ¿De qué?
– De lo que me apetezca, fundamentalmente. También de los contratiempos que surjan o me causes.
– Me parece que mi padre tiene razón. En lo que te dijo antes por teléfono.
– ¿A qué te refieres?
– No sabes dónde te has metido.
– Mira, niña. Tienes derecho a estar ofendida. Pero no esperes que yo me ofenda. Ocúpate de tus asuntos y déjame a mí los míos.
– Tus asuntos son ahora mis asuntos. Por desgracia. Te había creído más listo.
– Lamento haberte decepcionado. Que conste que no te prometí que te impresionaría.
Begoña estaba furiosa. Inocentemente, amenazó:
– Hasta ahora no he hecho nada. Pero en adelante puede que intente escaparme.
– Entonces puede que te pegue un tiro -deduje, sin énfasis.
– Ya veremos.
– Mejor que no lo veamos. No me malinterpretes, Begoña. Aprecio tus intenciones, pero debes comprender que no puedo hacer locuras. A mí nadie me protege. En el fondo, ésa es la diferencia fundamental entre tú y yo. No la edad, ni que yo tenga la pistola, sino esa red que hay debajo de tus volteretas y que no habría debajo de las mías. No nos peleemos. Pero tampoco cuentes con que te aliente a buscar lo que no existe.
Era una niña y entre otras muchas cosas lo corroboraba la facilidad con que variaba su humor. De pronto, sus ojos se pusieron casi dulces y soñó en voz alta:
– Sí existe. La diferencia entre tú y yo es que yo no me empeño en negarlo.
No respondí. No podía explicarle nada, así que había de resignarme a que no entendiera nada. Afuera llovía como si el cielo se estuviera viniendo abajo. Entorné los ojos. Tenía sueño o ganas de no estar allí. O ganas de no ser yo. Dejamos transcurrir un par de horas, somnolientos, callados. Begoña se tendió en la cama y yo me recosté en el sofá. Arrullados por la lluvia, descansamos el uno del otro y al menos a mí me hizo bien.
Para la hora de la cena había escampado. Salimos a la calle y aspiramos el olor a tierra mojada que llenaba la atmósfera enriquecida de oxígeno. Fuimos a cenar a un restaurante del pueblo y después paseamos bajo los soportales. No hablamos demasiado. Begoña me contó aspectos ordinarios de su vida, sin poner demasiado interés en ello. Yo, cediendo a algún impulso ilógico, le describí someramente Bloomsbury. En un momento de la noche, coincidimos en elogiar los paisajes de Madrid. Le dije que siempre que había estado lejos había añorado Madrid en noviembre. Cualquier rincón. La Plaza Mayor, el Parque del Oeste, el Palacio de Oriente. El Angel Caído desafiando el viento, en una mañana habitada sólo por gorriones friolentos y ancianos abrigados. No le conté nada de las violetas, pero volví a ver a Inés muerta sobre su cama de sábanas perfumadas. Con asombro, comprobé que la imagen, lejos de resultarme amarga, se impregnaba de aquella belleza detenida de la que también Aranjuez era una muestra. Por un momento, casi me sentí capaz de contemplar aquella belleza en paz, como pretendía Begoña. Pero sabía que se trataba de una ilusión y no me atreví a confiarme. En cada rincón de Aranjuez estaba Claudia y en ella la belleza siempre había sido turbulenta. En cuanto a Inés, mi torpeza la había arrojado a aquella turbulencia y semejante descuido tardaría en purgarlo. Para la belleza, en mi alma, sólo había remordimiento y peligro. En la medida en que aquella muchacha fuera bella debía cuidarse de mí, y había tratado de advertírselo de mil maneras. Pero aquel paseo nocturno, por lo que sospeché detrás de su frente mientras andaba despacio junto a ella, estaba inutilizando todos mis avisos. Bruscamente, decidí suspenderlo.
En el hotel nos dio la llave de la habitación un sujeto distinto del que habíamos visto en la recepción durante todo el día. Mientras abría la puerta noté que estaba cansado de vigilar a Begoña, tanto para que no tratara de escurrirse mientras estábamos por ahí como para evitar que se acercara demasiado. Este doble esfuerzo, casi esquizofrénico, había desgastado considerablemente mis nervios. Apenas entramos, sugerí:
– Haz lo que tengas que hacer en el cuarto de baño y vamos a acostarnos. Estoy molido.
Begoña asintió en silencio y entró en el cuarto de baño. Yo eché una manta en el sofá y corrí las cortinas. Me acerqué al sofá la lámpara que había sobre la cómoda. Poco después, Begoña volvió a la habitación. Al verla, experimenté un sobresalto. Estaba completamente desnuda. Llevaba su ropa cuidadosamente doblada sobre un brazo y antes de dejarla sobre la silla enfrentó impasible mi mirada estupefacta. Tal vez era la mujer más formidable que había visto nunca, y ella se dio toda la cuenta que le hiciera falta darse.
– ¿Qué es lo que pretendes? -mascullé, vacilante.
– Nada, siempre duermo así. Vamos a dormir, ¿no?
– Métete en la cama, por favor.
Obedeció. Y al verla doblar la pierna sobre el colchón antes de entrar bajo las sábanas, o inclinarse para deslizarse mejor, sin que sus pechos durísimos cambiaran apenas de forma, maldije no poder medirme con ella decorosamente, aunque fuera irracional e incongruente pensarlo. Una vez que estuvo acostada me acerqué y até sus muñecas al cabecero, procurando que no le quedaran en una posición excesivamente incómoda. Ella seguía mis movimientos con una sonrisa condescendiente y perversa. En cuanto hube concluido, sin perder tiempo, me fui hacia el cuarto de baño, entré y cerré de un portazo.
Metí la cabeza bajo un chorro de agua fría. Luego contemplé con asco mi rostro durante unos cinco minutos, que quizá fueran diez. Tenía ojeras, la frente arrugada, unas amplias entradas, la barba sin afeitar. Y los ojos que miraban todo esto estaban inyectados en sangre. Necesitaba dormir.
Cuando volví a la habitación Begoña me aguardaba con aquella misma sonrisa con que la había dejado y que ahora era más ostensible. También era ostensible que iba a decir algo, y lo dijo:
– Has tardado mucho -y con una ironía satisfecha y brutal, conjeturó-: ¿Has estado masturbándote?
No me ofendí. Sólo se me ocurrió que aquella niña malcriada nunca había sufrido de verdad. Y quise que sufriera. Saqué la pistola de debajo del pantalón y despacio, sin inmutarme, la alcé y la monté con un movimiento seco, decidido. Caminé lentamente hasta ella y acerqué el cañón hasta que se apoyó entre sus ojos. Lo mantuve ahí, sin decir nada, quitando y poniendo el seguro con el pulgar hasta que la sonrisa abandonó sus labios. Simulé odiarla, sin calor, como un psicópata, vaciando mis ojos de expresión. Begoña creyó llegado el momento de hacer algo.
– Sé una cosa que querrías saber -aseguró, inquieta.
– No me digas -murmuré, mientras seguía acariciando con el dedo el seguro y el lomo de la pistola.
– En serio. Te interesará saberlo.
– Prueba a ver. Me están empezando a asaltar extrañas ideas. Quizá no tengas mucho tiempo.
Begoña respiró con fuerza y clavándome sus cálidos ojos de color de miel afirmó:
– Conozco a Lucrecia Artola.
– ¿A quién?
– A Lucrecia Artola. Estuvo anoche en mi casa.
No retiré la pistola. No me precipité. Cautelosamente, inquirí:
– ¿Y qué hacía en tu casa?
– Con ella sí te acostaste, ¿verdad? Mira si fuiste idiota.
– No has respondido a mi pregunta.
– Ni lo haré mientras tenga esa pistola entre los ojos.
Aparté la pistola.
– Vino a gritarle a mi padre. Estaba realmente envenenada. Escuché durante un rato detrás de la puerta. Hablaban de ti y de no sé qué desaguisado que habían hecho los hombres de papá en un hotel en el que se suponía que debías estar y luego no estabas. Mi padre también le gritaba a ella. Al final parece que Olarte pagó el pato.
– ¿Qué más oíste?
Begoña captó el ansia de mi interrogación y volvió la cara hacia otro lado.
– No recuerdo bien. No prestaba atención a todo. ¿Es verdad que fuiste a verla a su casa?
– ¿Qué dijo ella sobre eso?
– Lo suficiente. Así que es verdad. Pobre estúpido.
No sabía si debía defenderme, o callarme, o apalearla hasta que me dijera todo lo que supiera. Begoña tenía ahora los ojos cerrados y una mueca de profundo desánimo.
– ¿Desde cuándo va Lucrecia a ver a tu padre? -pregunté, sin convicción.
– Y yo qué sé. Déjame dormir. Detesto haberte conocido.
No merecía la pena insistir. Quité el cargador de la pistola y saqué el cartucho de la recámara. Después me despojé de la camisa y apagué la luz. El sofá era duro y estrecho. Yo también detestaba haberme conocido, pero una alegría maligna me embargaba. No necesitaba que Begoña me dijera más. Al fin habían casado dos piezas del rompecabezas, y aunque lo que de éste entreveía presentaba perfiles aberrantes, disfruté imaginando que ya no estaba tan lejos de resolverlo. Aquella noche, por gratitud o por simple voluptuosidad, soñé que lloraba largamente sobre los pechos desnudos de la hija de Jáuregui.