Para alivio de quien la sufre, en cualquier experiencia desfavorable siempre acaba llegando un momento en el que todo empieza a suceder al margen de uno. O por expresarlo de otro modo: a partir de determinado punto, casi no hay que inventar y apenas hay que decidir. Los acontecimientos se gobiernan a sí mismos y uno no ha de preocuparse más que de entender cuanto sea posible y experimentar el mínimo de daños. Lo poco que me quedaba por aportar a aquella peripecia en que estaba inmerso, antes de precipitarme a la vorágine de dos días de alienación, lo hice esa misma tarde, después de visitar a Lucrecia. Y fue algo minúsculo, por no decir irrelevante o inútil. Fui a mi apartamento a cambiarme de ropa y luego emprendí una expedición en metro. En el mismo barrio y en la misma calle donde había conseguido las tarjetas que acreditaban mis varias identidades, ajeno como el falsificador a los diez años transcurridos, encontré al proveedor adecuado para satisfacer una necesidad que tras mi entrevista con Jáuregui había razones para juzgar perentoria. Aunque no era una munición corriente, conseguí a un módico precio cinco cajas, es decir, ciento veinticinco cartuchos. Con eso y los dos cargadores que tenía había para sostener una guerra, si hacía falta. Regresé al apartamento cuando ya atardecía. Fue mi último movimiento como hombre relativamente libre. En los dos días siguientes, nada de lo que hice pudo ser sopesado. Me limité a irme apartando, sin saber hacia dónde, y a cubrirme, sin saber con qué.
Me fijé en el coche por casualidad. Habían aparcado inteligentemente, detrás de una gran furgoneta, con buena perspectiva sobre el portal y escasas posibilidades de ser detectados por cualquiera que entrara en él a no ser que se volviera del todo. Pero para mi fortuna, en el mismo instante en que yo llegaba a la calle, el conductor de la furgoneta subió a ella y arrancó rápidamente. Dispuse apenas de una fracción de segundo para ver al hombre que estaba dentro del coche soltar el periódico, bajar la cabeza y comenzar a atisbar en todas direcciones. Luego seguí caminando como si nada, mirando al suelo, para que no se diera cuenta de que le había descubierto. Entré en el portal y subí a mi apartamento sin demorarme. Un hombre que lee un periódico en un coche estacionado detrás de una inmensa furgoneta puede significar muchas cosas, pero algunas de esas cosas son más probables que otras y dentro de las probables alguna es especialmente verosímil para alguien a quien la policía busca como sospechoso de asesinato. Por eso no me sorprendió cuando vi desde la ventana que otro hombre se metía en el coche y que al cabo de unos minutos salían los dos y echaban a andar, el recién llegado normalmente y el otro desentumeciendo las piernas, hacia el portal por el que se accedía a mi apartamento. Recogí sin pérdida de tiempo las pocas pertenencias que me eran imprescindibles, desalojé el piso y cerré la puerta. Corrí por el pasillo hasta el descansillo de la escalera y allí me escondí. Para intuir el oficio de aquellos dos hombres, me sobraba con la gravidez y la barriga del que me había estado esperando en el coche, o con la dosificada energía del que había llegado después, más joven y prematuramente calvo. Pero tenía que cambiar mi intuición por una certeza. No sin motivo, adivinaba que en las horas sucesivas me iba a ser de gran ayuda contar con algunos detalles confirmados sin ningún género de duda. No tardaron ni un minuto en salir del ascensor. Oí cómo uno de ellos amartillaba su revólver y el monótono y apagado ruido de sus pasos alejándose por la moqueta. A continuación, débil, remoto, sonó el timbre. Lo pulsaron tres veces. Después vinieron los golpes, más próximos, más reales. Y la voz enronquecida por el alcohol o el frío de algunas malas noches que ladró para corroborar definitivamente:
– Abra, Galba. Policía.
El resto ya me lo sabía, así que no me quedé a escucharlo. Mientras bajaba derribaron la puerta. Con los treinta segundos que desperdiciarían en registrar y deducir yo tenía más que suficiente para llegar al garaje y subir al coche. Poco me importaba que me vieran irme en él. El formidable deportivo italiano estaba condenado a la jubilación inmediata, como mi documentación de Julio Valbuena, que tiré por la ventanilla apenas estuve en la calle. Conduje a buena velocidad, pero cuidándome de llamar la atención, hacia el centro. Callejeé un poco y en el primer hueco que vi, un vado en una acera de mala muerte, abandoné el coche. Caminé unos quince minutos, hacia la zona comercial. Allí tomé un taxi. Pedí al taxista que me llevara al aeropuerto. Una hora después, regresaba a Madrid en mi nuevo coche alquilado bajo mi nuevo nombre. Era un utilitario, rápido, pero que no despertaba el interés de nadie. El tiempo de los caprichos había pasado. Ahora el juego iba en serio.
Y el cerebro, de acuerdo con la nueva situación, empezó a funcionarme a pleno rendimiento. Había poco donde elegir para explicar la presencia de la policía en mi apartamento, cuando éste había sido alquilado bajo nombre falso y no hacía cuatro días que estaba en la ciudad. Pero tampoco debía apresurarme a sacar conclusiones que podía demostrar o desmentir con poco esfuerzo. Aunque sólo me quedaban cuatro identidades falsas, consideré sobre la marcha que merecía la pena dilapidar una en ganar aquella tranquilidad. Busqué un hotel de segunda categoría, no muy alejado del centro, pero tampoco situado en una calle de gran bullicio. No tuve problemas para conseguir una habitación en el cuarto piso y en una esquina, esto es, lejos del ascensor y de la escalera. Me registré bajo el increíble nombre de Genaro Salaberry, que había sido la segunda ocurrencia del falsificador, y dejé el DNI en la recepción sin contemplar que pudiera haber ninguna oportunidad de recogerlo a la mañana siguiente. También pensé, con malicia y cierta tristeza por la insólitamente amable conversación de la recepcionista, que no habría ocasión de pagar la cuenta. Aparqué el coche a dos calles del hotel y subí a la habitación. Me duché y mientras me secaba examiné el desolador mobiliario estándar que decoraba la pieza. Me llamó la atención una percha de ésas sobre ruedas con forma de torso, que tienen hombros y un cajón y una rejilla abajo para dejar los zapatos. La empujé con el pie hasta el centro de la habitación y cuando hube terminado con la toalla se la eché encima. Después, sin otro pasatiempo con que retrasarlo, cogí el teléfono y llamé a Lucrecia.
– Dígame -requirió sin clemencia, al otro lado del aparato, su voz despierta y firme.
– Lucrecia.
– ¿Quién es?
– Juan.
– Ah, vaya, no esperaba que cayeras tan pronto. Había hecho planes para esta noche, pero si me insistes podré cancelarlos.
– No es necesario que te tomes la molestia. Esta noche quiero dormir -y al decir esto, por contrastar con ella y para darle más confianza, dejé que toda la somnolencia que luchaba por apoderarse de mí se derramara en forma de bostezo sobre el teléfono.
– ¿Y bien?
– Llamaba para contarte que he estado paseando esta tarde, meditando sobre tu proposición o como haya que llamarlo.
– Yo no te he propuesto nada. Serás tú quien me lo proponga a mí.
– Bueno, como sea.
– ¿Y?
– No se me ha ocurrido nada a favor, pero tampoco estoy seguro de tener demasiadas razones en contra.
– Es un comienzo.
– No sé qué es. Luego he vuelto al apartamento y me ha parecido poco luminoso, así que me he cambiado de domicilio. Mientras pienso o sueño una solución para lo nuestro tal vez quieras apuntar dónde estoy.
– Ya te he dicho que serás tú quien me llame.
– Apúntalo de todos modos. Quizá pasen cuatro o cinco días y decidas que tienes que tentarme un poco más. Si eso ocurre, querrás localizarme.
– No me hará falta, pero nada me cuesta darte el gusto, si te empeñas. Ya tengo papel y lápiz.
Le di el nombre del lugar, el número de la habitación, y leí para ella el teléfono que había bajo el emblema del hotel en un papel de denso texto que alguien había manoseado antes de mí. Al principio no supe lo que era, pero luego advertí que se trataba de una encuesta sobre la calidad de los servicios que ofrecía el establecimiento. Por lo que a mí me concernía, podían aprovecharla para otro huésped más.
– Y ahora te dejo -dije, volviendo a pensar en Lucrecia, que estaba al otro lado de la línea-. Que te diviertas. Y avísame si notas algo extraño.
– Descuida.
Colgó antes de que se hubiera extinguido en el auricular el eco de su voz. Oí con algo lejanamente semejante a la amargura aquel chasquido seco que, tal y como lo sentía en aquel momento, interrumpía y concluía todo entre nosotros. Ahora no me quedaba más que esperar. Traté de armarme de un átomo de duda para no exterminar absolutamente la ilusión, pero no tuve éxito. Lucrecia había sido demasiado evidente. En la primera oportunidad que le había dado me había vendido. Debía estar en contacto con la policía desde nuestro encuentro en el Ministerio, tres días atrás. Y sin embargo, había tenido, aunque insuficientes, algunos destellos de talento. Había sido hábil aguardando a que fuera yo quien le diera las primeras señas, y negándose a apuntar inmediatamente las nuevas hacía unos minutos. También había exhibido un estimable aplomo haciéndose la ignorante durante aquella breve y amañada conversación telefónica, obstinándose en sostener su farsa que ya para nada podía servir. Ahora quizá estaría preguntándose por qué le había dado mi nueva dirección, aunque siempre cabía que se conformara con suponerme demasiado estúpido, o demasiado enamoradizo, creyendo su propio cuento. Veinte años antes, habría acertado con ambas suposiciones, pero ahora yo sólo era demasiado impuro. En cualquier caso, no tenía más remedio que llamar a la policía para informar de mi nuevo paradero, o del que yo ofrecía como tal. Y la policía no tendría más remedio que investigarlo, y cuando lo hiciera yo ya habría averiguado a qué había de atenerme, al menos, con uno de los personajes que poblaban aquella adversa aventura. Comparando con la desorientación con que había avanzado hasta allí, era un triunfo. Aunque en rigor no progresara nada, porque con ello me limitaba a precisar la entidad de una amenaza adicional y en un principio imprevista.
Descansé unos quince minutos, haciendo esfuerzos para no dormirme, y me puse de nuevo en pie. No fue difícil encontrar un buen sitio para esperar a la policía. El hotel estaba medio vacío y conseguí colarme en una habitación cerca de la escalera, a unos quince metros de la puerta de la mía y a dos del ascensor. Allí estuve, espiando por la mirilla, cerca de dos horas. Durante ese tiempo pude dudar del acierto de mis sospechas, y recordé varias veces a la Lucrecia impávida y casi cínica que me había recibido en su despacho y en su casa. De pronto me costaba encajarla con mi adivinada Lucrecia, que corría a denunciarme a la policía en cuanto yo desaparecía de su vista. No hay ninguna cosa que una mujer bien enseñada no pueda fingir, pero también hay mujeres de una pieza. Comenzaba a admitir la posibilidad de haberme equivocado con Lucrecia cuando dos individuos de aspecto temible pasaron por el corredor. La mirilla era de esas que poseen un dispositivo óptico para ensanchar el campo de visión, y me permitió seguirles hasta el final del pasillo, aunque al llegar allí eran tan pequeños y estaban tan deformados que apenas podía distinguir qué estaban haciendo. No oí golpes, no oí voces. Y de pronto, los dos hombres se esfumaron. Estaba bastante confundido, pero conservaba la lucidez suficiente para comprender que aquél no era el método de la policía. Además, yo había previsto al de la barriga y al joven calvo. Vacilé un instante, y eso fue, en cierto modo, mi salvación. Dos rotundas detonaciones hicieron temblar el aire. Un segundo después los dos hombres regresaban por el pasillo, corriendo. Los vi tomar la escalera cuyo hueco también quedaba incluido en la imagen panorámica de la mirilla, y sin adoptar más precaución que la de empuñar mi pistola, sin sacarla siquiera de debajo del brazo, salí al corredor. Me llegué hasta mi habitación, que había quedado abierta, y encendí la luz. Lo que vi, si hubiera dispuesto de tiempo para reír, me habría resultado infinitamente cómico. En el suelo, con los hombros de madera astillados por los balazos, encima de la toalla, estaba la percha sobre ruedas. En la oscuridad, con el cuerpo que le prestaba la toalla, habían debido tomarla por un hombre, quizá agachado, quizá apuntándoles incluso. Y no se lo habían pensado dos veces. También una pareja de policías obtusos habría disparado, pero era obvio que aquellos dos tenían otro oficio porque después de los tiros dos policías no se habrían apresurado a huir, sino a festejar aliviados la confusión. Mientras bajaba de cuatro en cuatro los escalones de la escalera de incendios, recibiendo en las mejillas agradecidas el soplo fresco de la brisa nocturna, hice casi mecánicamente otro juicio rudimentario, pero no carente de cierta utilidad para captar el cariz que adquirían los acontecimientos: los disparos de dos policías habrían estado excusados por el ejercicio de su cargo, pero quienes no lo fueran sólo podían conducirse con aquella contundencia en virtud de criminales propósitos. Le habían dado a una percha y a una toalla, pero me habían tirado a mí, y pese al atolondramiento de momento, ese acto, el de dispararme, había obedecido, con toda probabilidad, a un objetivo plenamente asumido. Algo de lo que había hecho aquel día, y no podía discernir ahora qué, había dado resultado.
Lo que sí podía arrojar a la basura eran mis presunciones acerca de Lucrecia. Nadie en sus cabales avisa primero a la policía y luego manda a unos asesinos. Ahora tenía que admitir que era igualmente improbable que ella hubiera llamado a los unos como a los otros. Si había dado mis señas a la policía por la tarde nada justificaba que no se las hubiera dado por la noche, máxime cuando habría tenido motivos para temer que yo anduviera suelto. Si me había enviado a los asesinos por la noche, había perdido el tiempo, porque podía habérmelos enviado por la tarde. También cabía que los policías que había visto no fueran tales, o que los que yo había creído matones fueran en realidad policías que no deseaban tener que explicar su grotesco error ante sus superiores o sus compañeros. Pero la verdad no suele ser tan complicada. De todos modos, si había de sacar alguna conclusión, en adelante no debía fiarme de Lucrecia, aunque tampoco, así fuera sólo para preservar un poco de romanticismo, podía descartar definitivamente que estuviera de mi lado. Después de mi ingenua emboscada, permanecía en el misterio, reservándose el significado verdadero de sus flemáticas incitaciones.
No, no era momento de estar seguro de nada, pero sí de tratar de reunir garantías razonables acerca de algunas cuestiones inminentes. Por ejemplo: podía conceder que a la policía la había burlado por la tarde y a mis segundos y más peligrosos perseguidores hacía escasos minutos. Y si estaba en lo cierto, aquélla era una circunstancia digna de ser aprovechada. Por eso no fui a recoger el coche, que alguien podía estar vigilando, sino que me dirigí a paso rápido hacia el centro. Atravesé calles concurridas y callejones desiertos, andando caminos para después desandarlos, dando rodeos y tomando atajos, variando continuamente el rumbo. Después de un buen rato creí poder persuadirme de que aquellos que habían venido por mí en las últimas horas tendrían que resolver el problema de recobrar mi rastro, antes de intentar otra vez lo que habían intentado aquel día. Y ahora yo estaba prevenido. Todo se reducía a no arriesgarme a ser visto, a cerciorarme en cada paso que diera de que no me acercaba a nada que pudiera tener alguna conexión con la conjura. Aunque distaba de imaginar cuáles eran las dimensiones y la índole de esa conjura, siempre era posible apostar que en determinados sitios estaba fuera de su alcance. Tenía que esconderme en uno de esos sitios, así fuera sólo para ganar tiempo mientras aclaraba mis ideas.
Y un lugar adecuado para estar no ya al margen de la conjura, sino al margen de todo, fue el que encontré en lo que venía a ser el residuo de una antigua calle comercial. Entre las tiendas de arcaico diseño y lóbrego aspecto, que esperaban con resignación a ser engullidas por algún otro sex-shop como el que hacía destellar sus luminosos rojos al principio de la calle, divisé junto a un portal medio ruinoso un letrero que decía simplemente Hostal, pero en el que no hacía falta ser muy avispado para leer también otra cosa. Al ver al hombre del mostrador, un viejo mal afeitado, que hedía a sudor añejo y parecía haber metido la cabeza en un cubo de caspa, comprendí que no me había equivocado. Allí tenían techo los negros ilegales y las putas en declive, es decir, clientes que no se quejaban del agua fría, ni de las sábanas sucias, ni del descuido del personal. Costaba la noche menos que un whisky barato, y tenían habitaciones, desde luego. No pedían que uno se identificara mediante ningún tipo de documentación. La mayoría de los huéspedes no tenían más que la palma de las manos para enseñarles. Había que creerlos cuando decían que se llamaban Abdul y apuntar eso, no porque interesara, ni porque uno adquiriera más derecho tras pagar por adelantado que el de conservar la habitación mientras pudiera defenderla, sino por distraer con alguna liturgia el aburrimiento cósmico del viejo nevado de caspa. Le dije llamarme Aarón Fitz-James Stuart y no me pidió que se lo repitiera o deletreara. Ni siquiera se inmutó. Apuntó en el libro grasiento lo que le había parecido oír, o cualquier otra cosa. Después me tendió la mano para que yo pusiera el dinero sobre ella y una vez que lo hice él puso la llave sobre el mostrador. Sin mirarme, haciendo el esfuerzo de hablar porque aquello era lo único que importaba decir, me advirtió:
– Las habitaciones se limpian a las diez. Tendrá que dejarla antes de esa hora o pagar otra noche.
Estuve por preguntar si en el caso de pagar otra noche podría quedarme durmiendo todo el día, pero temí que lo tomara como una provocación. Durante el día cada habitación debía tener cinco o seis huéspedes fugaces. O quince. Para reservar una de ellas para uno habría que pagar el equivalente a treinta noches. Le dejé bostezando, absorto o sólo parcialmente implicado en la vehemente discusión acerca de una jugada dudosa que dos incautos sostenían para miles de incautos en el programa radiofónico que tenía sintonizado su transistor. Subí por una escalera polvorienta, recorrí un pasillo polvoriento, abrí una puerta polvorienta, apreté un interruptor polvoriento, entré en un cuarto polvoriento. Dejé mi hatillo sobre la mesa, me quité la chaqueta y los zapatos, puse la pistola bajo la almohada y apagué la luz. Me tumbé sobre la cama, sin deshacerla. Prefería la mugre indefinida de la colcha a la de las sábanas, previsiblemente más concreta. Traté de adormilarme. Estaba a la vez inquieto y cansado.
No era consciente de haberme cruzado con nadie, si exceptuaba al viejo, desde el portal hasta la habitación. Pero pronto se demostró que alguien sí me había visto a mí, lo suficiente como para que se despertaran su curiosidad y otras pasiones más ilegítimas. Esperaron dos horas, pero eso, que hubiera sido una precaución holgada si yo hubiera sido capaz de dormirme, resultó una imprudencia en aquella noche en que parecía condenado al insomnio. En aquellas dos horas me acostumbré de tal modo a aquel silencio peculiar, habitado por varios tipos de ruidos regulares, que cuando les oí acercarse no pude confundirlos con nada inofensivo. Había aprendido ya cómo crujían en la noche las paredes, cómo goteaban los grifos, cómo chirriaban los somieres y cómo, en la habitación de al lado, sollozaba incansablemente un ser cuyo sexo -puta o negro- no cabía precisar. Sus pasos me sonaron inequívocamente a pasos, y su ritmo estaba tan desacompasado con el de los demás sonidos nocturnos que ni siquiera dudé un segundo antes de empuñar la pistola y esconderla entre mis piernas, que encogí en posición semifetal. Giré la cabeza para que no estuviera mi cara vuelta hacia la puerta, pero no tanto que no pudiera ver de reojo qué ocurría. Eran un hombre y una mujer. Ella abrió la puerta con lo que debía ser una llave maestra y entró. Él se quedó en el umbral, vigilándome. Algo brilló en su mano. La mujer se acercó a la mesa y fue a coger mi bolsa. El segundo destello del arma del hombre me permitió comprobar que sólo se trataba de una navaja. No iba a ser difícil. Todavía a oscuras, monté la pistola y apunté a la cabeza del hombre. Conseguido el efecto paralizante del ruido metálico entre las sombras, encendí la luz. Los dos me miraban con los ojos muy abiertos. Ella dejó caer mi bolsa y él subió las manos sin soltar la navaja.
– Oye, no te pongas nervioso -rió, dubitativo.
– No estoy nervioso -repuse-. Desde aquí no fallaría ni con los ojos vendados.
– Perdona, sólo nos hace falta un poco de pasta para pillar algo. Mil pesetas, no íbamos a cogerte más. Llevamos dos días en blanco. La chica lo está pasando mal.
La observé. Temblaba y le sudaba la frente. Pero él no tenía mejor aspecto. La navaja se escurrió de entre sus dedos y chocó contra las baldosas.
– Es una pena, pero seguro que puedes arreglarlo poniendo tú el culo por ella, para variar. Eres un tío guapo.
El tipo se sintió obligado a defender su orgullo. Deslucidamente airado, amenazó:
– Eh, listo, ten cuidado con lo que dices.
– La última vez que volé una cabeza tan hueca como la tuya me deprimió mucho -le atajé-. No hagas que vuelva a deprimirme. Fuera.
– No tienes cojones.
Aquello no estaba saliendo bien. Tenía que esforzarme más. Me daba mucha pereza, pero me levanté. Sin dejar de apuntarle, caminé hasta donde él estaba. Los dos me miraban quietos, dudando de sí mismos pero también de mí. Le di con la punta del cañón en los dientes. Fue un movimiento brusco, un golpe inusual que no pudo prever. Luego le metí la rodilla en el vientre y cuando alzó la cara dispuesto a todo se encontró, antes de que pudiera reaccionar, con el cañón entre los ojos.
– Fuera -repetí, sin emoción.
Ya no dudaba de mí. Si hubiera dudado le habría volado los sesos, y de tal modo lo pensé que incluso él se enteró. La mujer seguía inmóvil junto a la mesa.
– Ya nos vamos -masculló el hombre-. Tranquilo, ¿eh?
Retrocedió lentamente, pendiente a un tiempo de la pistola y de la navaja que yo mantenía pisada. La envié de una patada bajo la cama y me hice a un lado. Le indiqué a la mujer la salida.
– Venga.
Vino tropezando, trémula, fea como un puerco, implorando mierda para sus venas con sus ojos de animal moribundo. Cuando estuvo a mi altura le di un leve golpe con la pistola en el trasero, para que aligerara.
– No la toques -gruñó él, inconvincente.
– No te preocupes. Ya sé que no he pagado.
Sus ojos se incendiaron con algo que pretendía ser furia, pero que resultaba tan rutinario, inane y falso como las caricias que ella debía ejecutar, cuando estaba en mejor forma, sobre los sórdidos abdómenes de sus clientes.
– Si piensas volver luego con amigos para tratar de ganarte una pistola -le dije a él-, tráete más de seis. Y adviérteles de que por lo menos tres no vivirán para contarlo, además de ti.
Cerré la puerta en sus narices y volví a la cama. Podía haberles dado cinco mil pesetas para que consiguieran algo que pincharse. Me lo habrían agradecido volviendo para quitarme más o para abrirme las tripas. Me gustaba mucho menos lo que había hecho, pero era más seguro. Ahora podía dormir y nadie sufriría daño. Deseé que hubiera sido tan fácil cuidar a Claudia, salvarla de la muerte y poder olvidarla. Salvarla a ella y salvarme yo, de su presencia paradójicamente perpetuada por la violencia de su desaparición. El rostro de Lucrecia, y otra imagen obsesiva, la forma blanca y afilada de sus clavículas, vistas por primera vez la tarde anterior, flotaban en la oscuridad como un símbolo de aquel instante en el que todo, el apetito como la rabia, la musa como el demonio, era postumo e impreciso. En medio de la agitación y de las maniobras fortuitas, Pablo, a quien continuaba utilizando como motor teórico de mis actos ante aquéllos a quienes tenía que desafiar, prácticamente se había desvanecido. Había naufragado del todo, otra vez, en aquello que había estado diez años esquivando. En hacer lo que me exigía lo que acababa de hacer inmediatamente antes, sin una razón o un propósito que pudiera defender de cualquier objeción no infectada por esos actos previos.
Me deslicé sin resistirme hacia el hueco negro que al fin me llamaba. Caí agradecido, acogiendo aquella paz que me aliviaba de mí y de los otros como una inconcebible merced celestial, abandonando mis armas, mis anhelos o el rescoldo incierto que quedaba de ellos, aquella inteligencia mermada que no lograba abrirse paso, mi nombre y el nombre de mis enemigos. Así, desarmado y casi limpio, me encontré en una inmensa escalera mecánica, descendiendo hacia las entrañas de la tierra. Estaba rodeado de seres inanimados, que se dejaban arrastrar como yo hacia abajo o venían por la escalera paralela que ascendía cinco metros a mi izquierda. Hacía calor y me sobraba la chaqueta, pero no tenía prisa por quitármela. Empecé a sudar complaciéndome en la innecesidad de tomar medidas para evitarlo. Podía sudar, sentarme, cerrar los ojos. Sudar sentado y sin abrir los ojos durante horas sobre aquella escalera infinita. Pero no me senté, y al cabo de unos segundos, abrí los ojos. Y de pronto la vi. Subía muy erguida, con una expresión de extraña firmeza en el semblante. Todos los rostros, delante y detrás de mí, delante y detrás de ella, eran invariablemente abúlicos. Todos los que subían con ella o bajaban conmigo, yo incluido, ofrecían un aspecto desaliñado, claudicante. Ella, en cambio, iba impecablemente vestida, con un traje color cereza, una blusa muy blanca, pañuelo en el bolsillo de la chaqueta y bolso reluciente. Podía tener veintisiete o veintiocho años. La singular disciplina que desprendía su figura atrajo solamente mi mirada. Los demás estaban ciegos, o muertos. Cuando cruzó a mi altura me fijé en su perfil, la nariz corta y pequeña, los ojos color de almendra, el cutis empalidecido artificialmente por el maquillaje. Eso fue un segundo y luego fue su pelo cuidadosamente moldeado, su espalda recta, un atisbo ínfimo de pantorrilla vestida de reflejos de seda. Se iba y yo pensé sin entenderlo en la nitidez que sólo tienen el mar, algunas noches y las mujeres imprevistas. Esa nitidez que no se deja apresar en las palabras con que la estoy evocando, que se manifiesta exhibiendo como su más valioso atributo su futura irrecuperabilidad, la naturaleza solitaria y efímera del placer que proporciona a quien siempre alejado la presencia. La miré subir hasta que se hizo demasiado pequeña para distinguirla de los otros, y cuando volví la vista al frente apenas tuve una fracción de segundo para comprender que la escalera mecánica se terminaba y extender hacia adelante el pie derecho antes de tropezar y caer como un cretino a los pies del cadáver que me precedía. Ante mí tenía ahora un pasillo larguísimo. A los diez metros del final de la escalera comenzaba una cinta transportadora, para que quienes habían de recorrer aquel corredor pudieran conservar su quieto sopor intacto. Advertí que la temperatura era ahora menor. Comenzaba a cansarme de acatar la velocidad uniforme, el puesto en la cadena humana que aquella situación me asignaba. Salí a la orilla izquierda de la cinta transportadora y eché a correr. Sumando mi velocidad a la de la cinta, vi las cabezas discurrir demasiado deprisa para identificar nada en sus rostros. Perdí la noción del tiempo. Al cabo de mil metros o cabezas la cinta concluyó. Seguí corriendo y llegué hasta una escalera convencional que constaba de unos treinta peldaños. Luego vino otro pasillo, también convencional, es decir, sin cinta. Para aquel instante ya era consciente de otro cambio. Ahora no había nadie. Justo después de razonarlo, reparé en un punto, al poco una figura, que se aproximaba hacia mí. No dejé de correr hasta que pude verla bien. Era ella de nuevo. Ahora tenía diecisiete años, vestía un uniforme azul marino, de colegio de monjas. La falda le venía pequeña y dejaba ver demasiado de sus muslos desnudos. Bajo la rodilla, unas medias blancas pretendían en vano enmascarar la lascivia de aquellas piernas poderosas y bronceadas. Tampoco el pelo castaño y liso, que llevaba algo alborotado, bastaba para atenuar en lo más mínimo la sensualidad de sus ojos y sus labios entreabiertos. Aunque fuera disfrazada de colegial, así, con diecisiete años, pude precisar su identidad como no lo había hecho al verla con veintiocho. Y ahora no había escaleras mecánicas que nos separaran y nos arrastraran en sentidos opuestos, hacia el cielo ella y hacia el infierno yo. Ahora estábamos solos en el pasillo, cerca de ninguno de los extremos o si acaso cerca del infierno, es decir, de mi territorio. Pero ella no tenía miedo. Podía adaptarse a mi terreno como sabía remontarse hasta el suyo. Cuando estuve a cuatro pasos de ella, interrumpió su marcha. Venía caminando sin prisa y lo hizo suavemente. Yo tenía la respiración acelerada por la carrera y me costaba serenarla. Ella me miró con dulzura, dejando colgar los brazos a lo largo de los costados. Por si no la había reconocido, repitió:
– Vaya, qué pequeño es el mundo.
Con esa lógica alterada que uno usa en los sueños, dije para ella lo que estaba pensando para mí:
– Ya sé que eres la hija de Jáuregui.
– ¿Y qué problema tiene eso? -preguntó, con preocupación.
– No lo sé.
– Yo no te he hecho daño.
– Pero podrías hacérmelo. Eres como Claudia. Tal vez seas Claudia.
– ¿Quién es Claudia?
– Es otra vida que abandoné. Y quizá es también la muerte que me llama. Fíjate, tus ropas se vuelven negras.
– Es por mí, no por ti. No tengo poder sobre tu muerte.
– ¿Y quién puede asegurarme eso? ¿Qué razones tienes para venir a este subterráneo a buscarme?
– Me has llamado y he vuelto.
– ¿Cuándo te he llamado?
– Antes, cuando yo subía y tú bajabas. No te voy a dejar solo con tus sueños de mí. Yo no soy como otras mujeres que hayas conocido. Si me añoras, regresaré.
– Tú no eres una mujer. Por eso no sabes que no puedes prometer lo que estás prometiendo.
– Tú no sabes quién soy yo. Mataría por ti. Moriría por ti. Por eso llevo ropas negras.
– ¿Por qué? Eso es absurdo.
– No puedo evitarlo. Eres demasiado viejo para jugar contigo. Dime que me deseas.
– Para qué podría servir. Es evidente, pero no podemos, ni tú ni yo, hacer nada con eso. No estoy seguro de mí. No estoy seguro de ti. Porque no eres una mujer, pero lo serás en cuanto te dé una oportunidad. Porque he cometido demasiados errores y ahora todos quieren dispararme. He corrido hasta ti, pero ha sido antes de pensarlo.
– En mis pechos sólo hay leche.
– En tus pechos sólo hay aire, y es en el aire donde la imprudencia del hombre siembra el fuego.
– ¿No te avergüenzas de ti mismo? Has salido a buscar y has encontrado. Y ahora, en vez de abrir tu regalo, te escondes de él. Incluso te permites adivinar lo que no puedes ver. Toma o vete, pero no apuestes sin haber visto. La negra tela que cubre estos pechos no dejará de ocultártelos hasta que sea demasiado tarde para desistir de ellos.
– Estás demasiado segura para ser una niña.
– No soy una niña.
De pronto, su imagen empezó a zozobrar. Se desdibujaron sus rasgos. Era la hija de Jáuregui pero empezaba a ser también otras. No, no quería recordar sus nombres. Me limité a dudar en voz alta:
– Y ahora, ¿puedo confiar en ti?
– Ahora no. Ahora soy quien tú me condenas a ser. Y me duele.
Eché otra vez a correr, dejándola atrás, ocupada en un caos de metamorfosis sucesivas. Sentía calor, tristeza, asco. Mientras corría me despojé de la chaqueta, de la corbata, de la camisa, de los zapatos. Para quitarme los pantalones hube de detenerme y en ese mismo instante oí el disparo y la bala dio en mi espalda. Antes de caer al suelo, convertido en una percha con ruedas cubierta por una toalla, volví la cabeza y vi a la hija de Jáuregui. Ella había caído junto a la pared. Con los dedos manchados de sangre dibujó en el aire y yo pude leer:
– Au revoir, chéri.
– Claudia.
Pero Claudia estaba muerta, era rubia y quizá nunca había tenido diecisiete años, pensé mientras la luz podrida que entraba por las rendijas de la ventana me despertaba a la reducida perspectiva de mi mísero cuarto. Miré el reloj: las nueve y veinte. Había dormido unas tres o cuatro horas y estaba literalmente destruido. Pero al viejo del mostrador no podía tratarle como a los fallidos ladrones a quienes había despachado durante la madrugada. Si no dejaba antes de las diez la habitación tendría que volver a pagarle y me arriesgaba a que alguien a quien no podría asustar, alguien acostumbrado a apalear zulúes como si fueran niños de párvulos, viniera a sacarme mientras el viejo observaba, bostezando. Intenté lavarme con lo que salía del grifo y me vestí. Cogí la navaja de debajo de la cama y mi bolsa de encima de la mesa. Miré a ambos lados del pasillo antes de salir, con la mano cerca de la pistola. Todo estaba despejado.
El viejo seguía detrás del mostrador, leyendo ahora un diario deportivo. Si hubiera sido un ser normal le habría preguntado si no se acostaba. Pero sin duda se trataba de uno de esos tipos cuya actividad cerebral y muscular no llega al diez por ciento de la media, por lo que no necesitan dormir. Le devolví las llaves y puse la navaja sobre el mostrador.
– A alguien se le debió caer anoche esto. Guárdelo por si vienen a reclamarlo.
Cogió la navaja y la metió en un cajón. A continuación, reanudó su lectura, haciéndome ver que no volvería a ocuparse de mi presencia. Le deseé buenos días y me fui. En el portal había tres negros relucientes, majestuosos dentro de su ropas de segunda mano como gigantescas estatuas de ébano. Se apartaron para que pasara, seguramente advertidos por alguien que había sabido del incidente de la madrugada pero sin que aquella cautela elemental anulara el desprecio con que me consideraban, como a cualquier otro blanco de alma y cuerpo deteriorados, desde la incontaminada magnificencia de su raza, a la que sólo el miedo de la mía mantenía recluida en aquellas alcantarillas o catacumbas.
Tomé un copioso desayuno en una cafetería de aspecto agradable que encontré a sólo dos calles de allí. Compré un periódico en el que no leí nada que me interesara y entonces tuve aquella funesta idea. En mi situación lo más sensato era retirarme de la circulación un par de días, tal vez una semana. Debía darles tiempo a que se cansaran de buscarme, tanto unos como otros, antes de intentar algo que me procurase una mínima ventaja frente a ellos. También tenía que pensar qué podía hacer y lo que era más importante, a quién tenía que hacérselo. Ahora era arriesgado regresar al balneario. O la policía o los otros o todos tenían ya aquella pista controlada. No sabía adonde ir, y así fue como se me ocurrió, del modo más desdichado, sacar la cartera y rescatar de ella aquel papel en el que una mano femenina había escrito para mí unas señas que nunca había pensado utilizar. A grandes males, grandes remedios, debí de decirme. Pero sólo iba a complicar todavía más los males.
La zona a la que correspondía aquella dirección fue una razón más que me empujó hacia ella. Era un barrio residencial bastante apartado, en el que no vivía gente muy acomodada ni había que temer, en el otro extremo, la proximidad de gente peligrosa por su absoluta carencia de acomodo. Uno de esos barrios a los que podría ir a vivir Hitler haciéndose pasar por empleado de banca sin que nadie sospechara de él. Un sitio de gente decente y trabajadora, mezquina y embrutecida por la televisión, convenientemente inexistente, en suma.
Subí al piso que tenía apuntado en el papel por una escalera que me recordó mi infancia, tras atravesar un jardín estropeado que también me recordaba aquel tiempo, como el sol que iluminaba la mañana, el portal y los remiendos del pavimento de la calle. Pulsé el timbre dos veces. Fue entonces cuando caí en que era sábado. Eso me daba a la vez una oportunidad de que estuviera y otra de sacarla de la cama. Pero me abrió la puerta una mujer perfectamente despierta y decorosamente vestida. Había debido de reconocerme por la mirilla, porque en su gesto no había sorpresa alguna. En sus labios temblaba una sonrisa tenue, halagada.
– Hola -dijo, con una voz alegre y cristalina.
– Hola -respondí, sintiéndome confuso e inferior en aquella circunstancia en la que su sonrisa resplandecía sin conflicto pero todo mi ser estaba fuera de lugar-. Sé que esto es inaceptable. Desapareceré ahora mismo si me lo pides.
Algo en aquella sonrisa pareció de pronto burlarse.
– No te disculpes. Yo te di mis señas, ¿te acuerdas? Entra.
Entré andando torpemente, discurriendo de repente que aquello era una idiotez. Ella cerró la puerta y me invitó a pasar a la sala. Antes de desorientarme por completo, traté de explicarme:
– Para ser sincero, he venido porque tengo problemas. Necesito un refugio y he recordado tu oferta.
Meneó la cabeza y cerró los ojos. Sin brusquedad, sin reprobación.
– Qué más da -dijo, como si soñara-. Has venido. No importan las razones.
Durante meses creí que aquélla fue su equivocación. Ahora me cuesta convencerme de ser nadie para juzgar sobre el éxito o fracaso de sus actos.