Capítulo VI



Visita a Mr. Vyse

Poirot permanecía fiel al café con leche de los continentales. Estaba, o cuando menos decía estar, asqueado de ver la tortilla con salchichón que me servían a mí al levantarme; y para dejarme saborear plenamente las alegrías del desayuno al gusto inglés, él lo tomaba en la cama. Al salir de mi cuarto el lunes por la mañana, fui al suyo y encontré a mi amigo sentado en el lecho, envuelto en una elegantísima bata.

—Buenos días, Hastings. Iba a llamar al camarero. ¿Quiere usted hacerme el favor de decir que envíen esta cartita a La Escollera y se la entreguen a la señorita? Se trata de una cosa urgente.

Mientras me entregaba el sobre dirigido a la Buckleys, me miró y me dijo entre suspiros:

—Hijo mío, ¡si quisiera usted llevar la raya en medio, en vez de llevarla a un lado..., su rostro adquiriría mayor simetría! ¿Y los bigotes? Si no quiere afeitárselos del todo, cuando menos debiera usted llevarlos enteros, como hago yo.

Al pensar que hubiera podido yo ser una imitación de Poirot, me corrió un escalofrío por la espalda. Cogí la carta y me marché.

Me había reunido con él en nuestra salita común cuando nos anunciaron la llegada de miss Buckleys al hotel. Hércules dio orden de que la dejasen subir al momento.

La muchacha se presentó con sus acostumbrados modales desenvueltos. Pero tenía una mirada más oscura que nunca. Traía en la mano un telegrama, que entregó a Poirot, diciendo:

—Aquí lo tiene. Supongo que estará contento.

Y Hércules leyó en voz alta:


«Llegaré a las diecisiete treinta. Maggie.»


—¡El guardia de Corps! Pero hace usted mal, muy mal, pues Maggie no es un «cráneo». No es capaz más que de moverse alrededor de obras benéficas. No sabe ni siquiera coger al vuelo una broma. Frica sería diez veces mejor que ella para descubrir una serpiente escondida. Y aún valdría más Jim Lazarus. ¡Ése sí que se podría decir que tiene una inteligencia ilimitada!

—¿Y el comandante Challenger?

—¿George? Sólo ve lo que se pone delante de las narices. Pero, por lo demás, haría pagar caro al que cayese en sus manos: es un verdadero atleta.

Se quitó el sombrero y añadió:

—He dado orden de que dejen entrar al hombre de quien me habla en su carta. Al agente misterioso... ¿Tendrá que colocar un dictáfono?

Poirot movió la cabeza.

—No, señorita, nada científico. Me ayudará a formarme una opinión, al suministrarme unos datos que necesito.

—¡Oh!, entonces... La charada está casi acertada, ¿no es así?

—Acertada precisamente...

Esa volvió la espalda y permaneció un momento parada mirando por la ventana. Luego, volviéndose otra vez, nos mostró su rostro profundamente alterado. En vez de su impertérrito y acostumbrado valor, reflejaba el tormento de quien, invadido de insoportable angustia, contiene trabajosamente las lágrimas.

—No —balbució despacito—. No está acertada. Tengo miedo, mucho miedo, ¡y me creía valiente!...

—Y lo es de veras. El amigo Hastings y yo estamos admirados de su valor.

—Así es —dije yo con toda la cordialidad de que era capaz.

—No, no —replicó Esa moviendo la cabeza—. No soy valiente... Es... la espera..., el temor de alguna nueva desgracia... La preveo, la espero...

—Ya, y el estar con el ánimo en suspenso.

—Esta noche he puesto la cama en medio del cuarto, he echado el pestillo a la puerta... Hoy, para venir aquí, he seguido la calle... No he podido decidirme a cruzar el jardín... Mis nervios han cedido de pronto... Una contrariedad más, como si no bastasen las otras.

—¿Qué otras, señorita? ¿Qué otras?

La joven titubeó y luego dijo confusamente:

—Nada en concreto... Los periódicos hablan de la enervante vida moderna. Tal vez sea culpa de ésta; demasiados aperitivos, demasiados cigarrillos... Tal vez... El caso es que he caído en un estado... ridículo de depresión.

Se había sentado en una silla y agitaba nerviosamente los dedos.

—No es usted del todo franca conmigo, señorita. Quiere ocultarme su pensamiento.

—No... Nada... Nada...

—Usted me calla algo.

—Se lo he dicho todo, todo...

Protestaba muy seria y parecía muy sincera.

—Todo cuanto concierne a los peligros corridos, eso sí.

—¿Pues entonces?

—No me ha dicho usted el sueño que le invade el corazón.

—¿Quién puede resolverse a tanto?

—¡Ah! —exclamó Poirot—; ¡admite la reticencia!

La joven movió la cabeza. Hércules fijaba en ella una mirada muy atenta.

—Tal vez —dije yo con cierta timidez— no se trate de un secreto suyo.

Vi parpadear rápidamente a la joven, y casi al mismo tiempo se recobró y se puso en pie.

—Monsieur Poirot, le he dicho verdaderamente todo cuanto sé referente a estos estúpidos sucesos. Si cree usted que le oculto algún dato o alguna sospecha de esta o de aquella persona, se equivoca por completo. Precisamente el no poder sospechar de ninguno es lo que me atormenta... Porque no tengo ni el menor indicio... Si los incidentes de los días pasados no son casos fortuitos, no pueden evidentemente ser otra cosa que maquinaciones de alguno que está cerca de mí. Y no tengo la menor idea de quién pueda ser.

Dicho esto se llegó otra vez a la ventana, y volviéndonos la espalda, se puso a contemplar el cielo y el mar. Poirot me hizo una seña para que callase. Creía esperar oír algún desahogo, pues la joven parecía haber perdido el dominio de sí misma.

Cuando volvió a hablar, su voz había mudado de acento. Parecía venir de lejos o de las nebulosidades del sueño:

—Voy a confesar —decía— un curioso deseo mío. Siempre he anhelado poner en escena una obra en La Escollera. Me ha parecido siempre que allí flotaba la atmósfera de un drama. Fantaseando sin consideración, he imaginado muchas obras teatrales adaptadas al ambiente. Ahora mismo me parece que aquí se desenvuelve un drama de veras. Un drama que, sin embargo, no he escrito yo. En cambio, tomo parte en él. Lo represento... Y tal vez esté destinada a morir en el primer acto...

La voz se le quebró en la garganta.

—Vamos, vamos. No sea así, señorita —le dijo afectuosamente el amigo Hércules—. Eso es histerismo.

Esa le miró escrutadora.

—¿Le ha metido a usted Frica en la cabeza que yo soy histérica? De cuando en cuando se dedica a explicar a todo el mundo que padezco histerismo. Mas no siempre hay que creer lo que diga Frica: hay momentos en que... no está enteramente en su juicio.

Calló. Y un instante después, Poirot rompió el silencio con una pregunta que no tenía nada que ver con la conversación.

—Dígame, señorita, ¿no le han hecho a usted nunca alguna oferta por La Escollera?

—¿Oferta de compra?

—Sí. Eso es lo que quería decir.

—No... Nunca.

—¿Y la vendería usted si le ofrecieran un buen precio?

Esa Buckleys reflexionó un momento, tras el cual repuso:

—No. Me parece que no. Al menos, claro está, que la proposición fuera tan extraordinariamente ventajosa que me pareciese una locura no aceptarla.

—Precisamente...

—Estoy tan apegada a nuestra vieja casa...

—Lo comprendo muy bien.

Esa se encaminó a la puerta, pero en el umbral se detuvo para decir:

—A propósito. Esta noche habrá fuegos artificiales. ¿Los verán ustedes? Se cena a las ocho y los fuegos empiezan a las nueve y media. Se verán muy bien desde la parte del jardín que domina el puerto.

—Los veré muy a gusto —respondió Poirot.

—La invitación es para ustedes dos, se entiende.

—Mil gracias —dije yo.

—No hay nada mejor que una reunión de muchos para levantar los espíritus deprimidos —añadió la joven con una breve risa en el momento de marcharse.

—¡Pobre niña! —murmuró Poirot.

Hércules cogió el sombrero, del cual quitó cuidadosamente un minúsculo granito de polvo.

—¿Salimos? —le pregunté.

—¡Claro! Tenemos que cumplir un trámite legal.

—¡Ah!, sí, comprendo.

—Con su agilidad de pensamiento es natural que comprenda al vuelo.

Las oficinas de los abogados Vyse, Trevannion y Wynnard estaban situadas en la calle principal de la ciudad. Subimos la escalera hasta un primer piso y penetramos en un despacho en el que trabajaban tres empleados sin levantar los ojos. Poirot preguntó por el abogado Vyse. Un empleado susurró unas palabras por el transmisor de un teléfono, y por lo visto, obtuvo una respuesta afirmativa, pues, luego de anunciarnos que míster Vyse estaba dispuesto a recibirnos, nos condujo por un largo corredor. Dio unos golpecitos en una puerta, la abrió y se echó a un lado para dejarnos pasar.

Míster Vyse se hallaba sentado detrás de una amplia mesa llena de papeles. Se levantó para saludarnos. Era un joven pálido, de facciones firmes. Sus cabellos rubios empezaban a escasear alrededor de las sienes. Usaba lentes.

Poirot se había preparado para esa visita. Llevaba consigo un contrato sin firmar aún y pidió al abogado su opinión acerca de algunas frases del documento. Vyse, con palabra cuidada y estudiada, pudo resolver las dudas del nuevo cliente y aclarar por completo el sentido del texto.

—Le estoy agradecidísimo —declaró Hércules—. Ya comprenderá usted que, siendo yo forastero, me son un poco hostiles estas fórmulas jurídicas.

Y entonces fue cuando Vyse preguntó quién le había recomendado.

—Miss Buckleys —contestó Poirot—. Es prima suya, ¿verdad? Una muchacha muy simpática... Se me ocurrió manifestarle mi incapacidad para comprender el significado de algunas expresiones, y ella me aconsejó que acudiese a usted. Le hubiera consultado de buena gana el sábado si ese día, a las doce y media poco más o menos, le hubiera encontrado a usted en su bufete.

—En efecto, el sábado me marché antes.

—Su prima debe de aburrirse en aquel caserón, donde creo que vive sola.

—Muy sola.

—¿Me permitirá usted, míster Vyse, preguntarle..., si no es indiscreta la pregunta..., si hay alguna posibilidad de una próxima venta de La Escollera?

—Ninguna.

—Comprenderá usted que no lo pregunto sin más ni más. Tengo motivos para enterarme, pues ando buscando una propiedad por el estilo. El clima de Saint Loo me conviene. La casa de miss Buckleys me ha parecido en mal estado, y creo que andará escasa el dinero para restaurarla. En tales circunstancias tal vez pudiera aceptar la señorita alguna proposición ventajosa.

—Excluyo esa posibilidad —dijo Charles Vyse, moviendo enérgicamente la cabeza—. Mi prima está muy apegada a su propia casa. Nada podría inducirla a venderla, lo sé. Es una vieja propiedad de su familia paterna.

—Comprendo, pero...

—No hay ni que pensar en ello. Conozco a mi prima. Está enamorada de su casa.

Pocos minutos después nos hallábamos ya en la calle.

—¿Qué le ha parecido a usted el tal Vyse? —me preguntó Poirot—. ¿Qué impresión tiene usted de él?

Reflexioné un momento y respondí:

—Una impresión del todo negativa; no hay ningún rasgo saliente.

—¿Quiere usted decirme que míster Vyse no posee una personalidad muy acentuada?

—Sí. Y me parece un hombre a quien no reconocería yo si lo encontrase por segunda vez: una medianía.

—No tiene, en efecto, un aspecto muy imponente... ¿Ha notado usted incongruencia en su conversación?

—Sí —dije lentamente—. En sus afirmaciones respecto a la venta de La Escollera.

—Estamos de acuerdo. ¿Puede decirse de veras que la muchacha está muy apegada a su propia casa, que está enamorada de ella?

—Son expresiones fuertes.

—Sí. Y míster Vyse no es propenso a las expresiones rimbombantes. Su tendencia normal..., normal en él, como en casi todos los leguleyos..., es la de amortiguar más bien que exagerar sus impresiones. Y, así y todo, ha definido como muy apasionado el apego de la muchacha a su vieja casa.

De pronto recordé y dije:

—Sin embargo, esta mañana hemos oído a la misma Esa hablar muy sensatamente como persona encariñada con La Escollera..., y cualquiera lo estaría en su lugar..., aunque no fanáticamente.

—Por consiguiente —dedujo Hércules, meditabundo—, uno de esos dos no es sincero.

—Vyse parece persona sincerísima.

—Eso sería para él una gran ventaja si se hallase obligado a sostener una mentira —observó Poirot—. Sí, parece enteramente un George Washington... ¿Y no ha observado usted otra cosa?

—¿Cuál?

—Que no estaba en su bufete el sábado a las doce y media.

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