Capítulo XIV



El testamento que no se encuentra

Volvimos inmediatamente al sanatorio.

Esa Buckleys no esperaba nuestra segunda visita; por lo que Poirot explicó respondiendo a su muda pregunta:

—Ante todo voy a decirle que he puesto en orden sus papeles.

—¡Ya era hora de que lo estuvieran! —repuso la joven, que no pudo contener una sonrisa—. ¿Es usted muy ordenado, míster Poirot?

—Pregúnteselo al amigo Hastings.

Esa clavó en mí una mirada inquisidora.

Referí algunas de las muchas manías de Hércules: su insistencia para que siempre le corten en cuadraditos las rebanadas de pan tostado, para que los dos huevos que toma como desayuno sean exactamente del mismo tamaño. Conté, por fin, el caso desembrollado felizmente por él, gracias a su manía de colocar en su puesto las figurillas sobre el mármol de la chimenea.

Hércules, que me había escuchado sonriendo, dijo después:

—El cuadro tiene colores demasiado vivos; pero, en conjunto, es real. Imagínese ahora, señorita, que no he podido lograr que Hastings se peine con la raya en medio en vez de llevarla a un lado. Observe usted la falta de simetría de su peinado.

—Entonces también me desaprobará usted a mí, míster Poirot, porque llevo igualmente la raya a un lado, y tendrá que aprobar a Frica, que se divide los cabellos por el medio.

—¡Ahora comprendo yo por qué la admiraba tanto la otra noche! —dije maliciosamente.

Poirot no quiso seguir la broma y repuso serio:

—Dejémonos de bromas... He vuelto para decir a usted que no he podido encontrar el testamento, señorita...

—¡Oh! —exclamó Esa arqueando las cejas—. Pero... No importa. Al fin y al cabo no estoy muerta. Y el valor de un testamento no empieza hasta que muere el testador, ¿verdad?

—Es cierto. Sin embargo, me urge ver el suyo. Por ciertas ideas mías particulares... Reflexione usted, señorita. Procure recordar dónde lo ha dejado, dónde lo vio por última vez...

—No puedo haberlo guardado celosamente. Nunca pongo las cosas donde debería ponerlas. Tal vez lo haya guardado en algún cajón.

—¿O quizá en el escondrijo secreto?

—En... ¿En dónde ha dicho usted?

—Helen me ha comunicado que existe en el saloncito, pero no sabe en qué sitio, o en la biblioteca, un escondrijo secreto.

—Lo ha soñado. Nunca he oído hablar de semejante cosa. ¿Se lo ha dicho a usted?

—Sí, parece que de niña la llamaban a La Escollera para ayudar en la cocina. Y la cocinera que había en aquella época se lo enseñó.

—Es la primera vez que oigo hablar de eso. Tal vez le sirviera al abuelo... Pero no...; si el abuelo hubiese sabido algo, me lo hubiera dicho. Estoy segurísima. ¿No cree usted que haya podido soñarlo Helen?

—No lo comprendo exactamente, señorita. Sin embargo, creo que pueda haber algo. Esa mujer es... un tipo extraño.

—No, no lo crea. William es un ser deficiente y el niño es un mal bicho; pero ¡ella!... Ella es muy normal, es una persona muy buena: la quintaesencia de la honradez.

—¿Le había dado usted permiso para ver los fuegos artificiales?

—Naturalmente. Siempre van, y a la vuelta quitan la mesa.

—Pues anoche no fue.

—Sí que fue.

—¿Cómo lo sabe usted, señorita?

—Digo que fue, porque es natural que haya ido. Le dije que fuese a disfrutar del espectáculo si quería, y ella me agradeció mucho el permiso... Por tanto, creo que fuera a recrearse.

—Pues se quedó en casa.

—¡Qué extraño!

—¿Se asombra usted?

—Otras veces nunca se ha quedado en casa. ¿No ha dicho por qué se quedó ayer?

—La causa verdadera no me la ha dicho, de eso estoy bien seguro.

Esa le miró con una interrogación en los ojos, al tiempo que decía:

—¿Y es cosa que tenga importancia?

Poirot alargó los brazos y volvió las palmas de las manos, forma peculiar de confesar su ignorancia

—Eso es precisamente lo que no sé. Pero no deja de ser una cosa extraña...

—En cuanto a lo del escondrijo secreto —replicó Esa, al parecer preocupada— es también muy extraño... y poco convincente... ¿Se lo ha enseñado también a usted en alguna ocasión?

—Ha dicho que no se acordaba del sitio en que estaba.

—¡Naturalmente! ¡Si lo ha soñado!

—Soy de su misma opinión.

—Empieza a chochear la pobrecilla.

—Lo cierto es que da mucho crédito a las cosas fantásticas; dice que La Escollera es una casa de mal agüero.

Esa se estremeció.

—Tal vez —dijo lentamente— tenga razón en eso, pues también lo he pensado yo algunas veces. La Escollera tiene algo que asusta.

—No piense usted en eso ahora. ¿Cuándo y donde firmó su testamento?

—¡Oh! Fue antes de que me operasen de apendicitis. Míster Croft sugirió que pudiera ser conveniente, a fin de evitar complicaciones a los posibles herederos… Realmente, míster Poirot, no lo tomé muy en serio.

—¿Quiénes firmaron como testigos del testamento?

—Helen y su marido. Lo redacté en una simple hoja de papel, y llamé a Helen, y le pedí que firmase debajo de mi firma, y que llamase a su marido para que también hiciese lo mismo. Y así se hizo, no les di más explicaciones.

—¿Y después? ¿Qué hizo después con el testamento? Intente recordarlo, miss Buckleys.

—Después… ¡claro! Entonces pensamos enviárselo a mi primo, a Charles Vyse, puesto que es abogado y habría de saber si estaba correctamente redactado, y míster Croft se ofreció a acercarlo al buzón. Sí, así fue. Lo había olvidado por completo.

—Está bien, miss Buckleys. Ahora procure descansar. Nosotros haremos cuanto sea preciso. Sería aconsejable que expidiese una autorización por escrito, para que míster Vyse nos permita acceder al testamento. Bastarán unas líneas.

—Naturalmente, míster Poirot.

Redactada la autorización por miss Buckleys, salimos de la clínica y nos encaminamos derechamente al bufete de míster Vyse, el cual se encontraba en su despacho, y nos recibió inmediatamente, informándole Poirot de que deseábamos, con permiso de Miss Buckleys, ver su testamento.

—Lo siento, míster Poirot; ignoro si Miss Buckleys ha otorgado testamento, pero en todo caso, no me lo ha entregado en depósito.

—Me ha dicho que hizo uno, ológrafo, que lo escribió en una hoja ele papel de cartas y que se lo remitió a usted.

El abogado movió la cabeza.

—No puedo más que repetir que no lo he recibido.

—Si eso es cierto, míster Vyse...

—Nunca he recibido dicho documento, monsieur Poirot.

Hubo una pausa. Luego se levantó Poirot.

—Siendo así... Habrá que creer en alguna equivocación.

—Seguramente, algún error.

También se levantó el abogado.

—Adiós, señor abogado.

—Hasta la vista, monsieur Poirot.

—Y eso es todo —dije yo a modo de conclusión, apenas volvimos la esquina.

—Una equivocación —repitió entre dientes Poirot.

—¿Cree usted que ha mentido el abogado?

—¡Imposible saber a qué atenerse! Ese leguleyo es un hombre recio y tiene también algo de férreo en sus facciones. Claro que no se volverá atrás. Él no ha recibido nada; ésa es su tesis, y de ella no se moverá en absoluto.

—Pero miss Esa debería tener algún recibo del documento.

—Esa locuela no se habrá preocupado seguramente de pedirlo. Expedido el testamento, no ha vuelto a acordarse de él. Además, acordémonos de que aquel mismo día tenía que ir a un sanatorio a que la operasen. Así, pues, tendría otras cosas en la cabeza la pobrecita.

—¿Adonde vamos ahora?

—A ver a míster Croft. Veremos lo que él recuerda de una cosa en la que ha querido sostener una de las partes principales.

—Y sin esperar ganar nada.

—Ya, la cosa parece clara. Tal vez sea uno de esos entremetidos cuya suprema felicidad consiste en cuidarse siempre de los asuntos ajenos.

Juzgué exactísima la definición, pues, a mi parecer, Croft era una de tantas moscas borriqueras insoportables, presente siempre en todas partes, entre los atribulados mortales.

Cuando llegamos a su casita, estaba en mangas de camisa, guisando. Del puchero que tenía delante salía un apetitoso olor de estofado. Se nos acercó a toda prisa con evidente impaciencia de oírnos hablar con detalles del crimen.

—Medio minuto... Ahora subimos. Mi mujer no me perdonaría haberles entretenido charlando aquí. Cu... u... yyyyy! Milly!! Vienen dos amigos!

Mistress Croft nos recibió con mucha cortesía y al punto quiso enterarse del estado de Esa. Me parecía mucho más simpática ella que el marido.

—¿Conque han tenido que trasladar a un sanatorio a la muchacha? Ya se comprende... Después de semejante caso bárbaro, míster Poirot, verdaderamente bárbaro,... ¡Pensar se puede asesinar de ese modo, sin razón alguna, da escalofríos. Se me pone la carne de gallina... Y no es en un país de salvajes donde ha tenido que ocurrir semejante horror, sino en nuestra vieja y civilizada Inglaterra. No he podido pegar los ojos en toda la noche.

—Ahora temo salir de casa y dejarte sola, viejecita mía —dijo su marido, el cual se había puesto la chaqueta para reunirse con nosotros—. Al pensar que te quedaste sola en casa anoche, me dan escalofríos.

—No me volverás a dejar sola, te lo aseguro, o cuando menos no me volverás a dejar sola completamente a oscuras. Ya se me han quitado las ganas de continuar aquí. Para mí se acabó la tranquilidad. Seguramente la pobre Esa no podrá ya decidirse a seguir durmiendo en La Escollera.

No fue fácil llegar al objeto de nuestra visita, por lo mucho que hablaban él y ella y por las ganas que tenían de saber todos los pormenores posibles del suceso. Nos preguntaron si habían venido los padres de la muerta, si se habían comenzado las investigaciones, si la Policía había descubierto alguna pista, si se sospechaba de alguien, si era cierto que habían practicado ya una detención en Plymouth.

Después que hubimos contestado a todas sus preguntas, nos convidaron insistentemente a comer, y no hubiéramos podido dejar de aceptar, a no ser por la rápida e ingeniosa excusa que dio Poirot de que estábamos citados con el intendente de Policía del condado.

Al fin hubo una pausa, durante la cual consiguió formular su demanda Poirot. Míster Croft se habían puesto en pie para levantar un poco la cortina de la ventana y parecía absorto en su ligera ocupación: contestó que se acordaba muy bien.

—Fue —dijo— en los primeros tiempos que estábamos aquí... Los médicos habían diagnosticado apendicitis.

—Y probablemente se equivocarían —dijo interrumpiendo la señora—. Los médicos están siempre dispuestos a operar, pero aquélla no era una enfermedad que exigiera una operación, se comprendía muy bien. Se trataría de una indigestión o de cualquier otro ligero trastorno fácil de curar sin necesidad de rayos X ni de intervención quirúrgica... Y la pobrecilla Esa tuvo que ir a un sanatorio.

—Le pregunté —dijo Croft—, más por curiosidad que por otra cosa, si había hecho testamento... Y se decidió a hacerlo sin más ni más. Quería mandar por papel sellado, y yo se lo quité de la cabeza, puesto que el papel sellado puede dar lugar a muchas complicaciones... Al menos así lo he oído decir... Además, el primo de la señorita es un letrado que seguramente hubiera podido redactar un testamento en forma legal si las cosas hubieran ido bien, como sabía que debían ir. Se trataba de una precaución.

—¿Y a quiénes tomaron por testigos?

—A Helen, la criada, y a su marido.

—¿Y dónde depositaron luego el documento?

—Se envió a míster Vyse, es decir, al primo abogado.

—¿Está usted seguro de que aquel sobre fue echado al correo?

—Monsieur Poirot, yo lo eché en el buzón de la verja.

—Pero el abogado Vyse dice que no lo ha recibido.

Croft abrió mucho los ojos:

—¿Quiere dar a entender que se ha extraviado en el correo? No puede ser; en Correos nada se extravía.

—En resumen, usted está seguro de haberlo echado.

—Segurísimo... Puedo jurarlo.

—Pues bien —replicó Poirot—: por fortuna, la cosa no tiene importancia, ya que miss Esa está viva y sana.

Nos fuimos.

—Y ahora —me dijo Poirot, en cuanto estuvimos a buena distancia de la casita—, ¿podría usted decirme cual de los dos es el que miente? ¿Croft o Vyse? Confieso que no veo ninguna razón de que pueda mentir el australiano, no podría tener interés en suprimir un testamento sugerido por él. Sus declaraciones están muy de acuerdo con las de miss Esa. Pero con todo eso... Con todo eso...

—Con todo eso, ¿que?

—Pues que ha sido una afortunada casualidad que estuviera en la cocina haciendo de cocinero. Ha dejado una nitidísima impresión del pulgar grasiento y del índice en una esquina del periódico que estaba desplegado sobre la mesa, y a hurtadillas he conseguido coger ese pedacito de papel a sus espaldas. Se lo enviaré a Japp, el inspector de Policía de Scotland Yard. No es del todo improbable que nuestro buen amigo encuentre en algunas de sus fichas la exacta reproducción de esas huellas.

—No es posible.

—¿Qué quiere usted que le diga, Hastings? La bondad de míster Croft me parece demasiado genial, demasiado completa, demasiado excelsa; en una palabra, me parece demasiado grande para ser verdadera... Y ahora vámonos a comer, que me muero de hambre.

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