Capítulo XV



Curiosa actitud de Frica

No eran del todo fantásticas las imprevistas aseveraciones de Poirot respecto del intendente de Policía. En efecto, el coronel Weston nos visitó en el Majestic a primera hora de la tarde. Era un hombre de aspecto marcial y bastante guapo. Tenía elevado concepto de Hércules, cuyas proezas parecía conocer muy bien.

—Es una verdadera suerte para nosotros su presencia en estos lugares —repetía de cuando en cuando a mi célebre amigo.

Evidentemente, le atormentaba la idea de tener que verse obligado a recurrir a la ayuda de la Policía metropolitana para conseguir capturar al misterioso culpable, y el hecho de hallarse Poirot en aquellos parajes le infundía la viva esperanza de descartar toda intervención de Scotland Yard. Por lo que pude ver, Poirot no le ocultó ninguna de las circunstancias de que había tenido conocimiento.

—Una confusión endiablada —dijo el coronel—. Hasta ahora no había tropezado con otra cosa por el estilo. De momento, la muchacha puede estar segura en el sanatorio, pero no se la puede dejar allí eternamente.

—Ahí está precisamente el busilis, coronel. No hay dos modos de salir de cuidado, sino uno solo...

—¿Y es?

—Dar caza al culpable de los hechos.

—Si, pero no será cosa fácil, si lo que usted imagina corresponde a la verdad.

—Estoy convencido de ello.

—¿Y cómo haremos para obtener pruebas?

Después de una breve pausa, añadió frunciendo el ceño:

—Los casos tan extraordinariamente inusitados son siempre difíciles de descubrir. Si siquiera pudiéramos encontrar la pistola...

—Según toda probabilidad, el arma estará ya en el fondo del mar... Es decir, si el homicida tiene algo de sentido común.

—Sucede con frecuencia que esa gente no lo tiene —exclamó el coronel—. Todos los días se cometen muchas tonterías, enormes, increíbles, desde luego. No hablo particularmente de los asesinos, pues por fortuna hay pocos delitos de sangre en estos lugares, pero en los delitos de menor cuantía es asombrosa la bestial estupidez de los delincuentes.

—Digamos que razonan a su modo, que tienen una mentalidad distinta de la normal.

—Sí... Tal vez... Si el culpable es Vyse, nos costará mucho trabajo poder echarle el guante. Es un hombre cauto, un buen jurisconsulto; no se descubrirá. En cuanto a la mujer... Si ha sido ella, no será tan difícil nuestro cometido, porque lo más probable es que vuelva a las andadas... Las mujeres no tienen paciencia.

Se levantó.

—La información está señalada para mañana. El coroner trabajará con nosotros y no hablará mucho. Por ahora conviene guardar bastante reserva.

Se encaminaban hacia la puerta, cuando de pronto se volvió diciendo:

—¡Caramba! ¡Se me olvidaba lo mejor! Mire esto y déme su opinión.

Sentóse otra vez y sacó del bolsillo un pedacito de papel manuscrito, que entregó a Poirot.

—Mis hombres han encontrado esta cosita en el jardín, cerca del sitio donde estaban ustedes reunidos mirando los fuegos. Es el único objeto algo sugestivo que han descubierto en sus indagaciones.

Poirot desdobló el papel, escrito con letras grandes, que decía:


El dinero pronto, si no... Puede suceder... El aviso está claro...


Con la frente iluminada, Hércules leía y releía.

—Es un papelito interesante. ¿Puedo quedármelo?

—Desde luego. No tiene huellas dactilares. Y mucho me alegraría que pudiera darle a usted una indicación útil.

El coronel Weston se levantó otra vez.

—Tengo que irme de veras. Como le he dicho, la información se efectuará mañana. No le llamaré a usted como testigo. Sólo interrogarán al capitán Hastings. No quiero que se enteren los periodistas de que usted se cuida de este asunto.

—Comprendo... ¿Y la familia de la pobre joven?

—Los padres llegarán hoy, a las cinco y media de la tarde... ¡Pobres gentes!... Son dignos de compasión... Mañana se llevarán el cadáver... —y con un largo suspiro añadió—: Es un mal asunto. Y no me hace mucha gracia tener que encargarme de él.

—¿Y a quién podría hacer gracia, coronel? ¡Bien dice usted que es un mal asunto!

Así que hubo salido el coronel, Poirot examinó de nuevo el pedacito de papel.

Hércules se encogió de hombros y me contestó:

—No comprendo... Tal vez sea indicio de algún chantaje. Alguno de los de la comitiva de anoche estaría desesperado por falta de dinero. También podría ser que se tratase de cualquier extraño a los amigos de miss Esa.

Examinó de nuevo el escrito con un cristal de aumento.

—¿No le parece a usted conocer esta letra, Hastings?

—Me recuerda otra... Pero ¿cuál? ¡Ah! ¡Ya caigo! La de la cartita de mistress Rice.

—Sí... Existe cierta semejanza... Sí, eso mismo —dijo Poirot—. Es curioso. —y con tono más decidido añadió—: Sin embargo, ésta no puede ser la letra de mistress Rice. ¡Adelante! —tuvo que gritar en aquel momento a alguien que llamaba a la puerta.

Entró el comandante Challenger, que dijo que acababa de hacer una escapatoria para saber cómo seguían las cosas y si empezaba a aclararse algo.

—No precisamente —le dijo Poirot—. Por ahora caminamos hacia atrás, como los cangrejos.

—¡Malo! ¡Malo!... Pero no puedo creerlo, monsieur Poirot. Me han contado su historia y me han dicho que usted es un detective maravilloso, que nunca ha tenido un fracaso.

—Han exagerado... Tuve un fracaso en Bélgica, hace veinte años. ¿Lo recuerda usted, Hastings? Ya le he contado aquel episodio de mi carrera: el asunto de los bombones de chocolate...

—Lo recuerdo muy bien...

Y lo dije sonriendo, porque me acordé de que Poirot me había obligado, al terminar su relato, a repetirle las palabras «bombones de chocolate» cada vez que me pareciera verle presumir demasiado, y aquel día, a aquella misma hora, me pareció deber pronunciar la palabra de orden. Y él se mostró muy ofendido.

—Una cosa de hace veinte años —dijo Challenger— no tiene ya ninguna importancia. ¿Verdad que llegará usted a desenredar la trama actual?

—Puedo jurarlo. ¡Palabra de honor de Hércules Poirot! Cuando he olfateado una presa, ya no abandono sus huellas.

—Muy bien. ¿Tiene usted alguna sospecha?

—Sospecho de dos personas.

—Supongo que no podré preguntarle sus nombres...

—No se los diría... Porque también podría equivocarme.

—Supongo que será satisfactoria mi coartada —dijo Challenger medio sonriendo.

—Verá... Usted salió de Davenport pocos minutos después de las ocho y veinte. Llegó aquí a las diez y cinco, o sea veinte minutos después de consumado el delito. Pero la distancia entre Davenport y Saint Loo es poco más de cuarenta kilómetros y usted ha podido recorrerla en una hora. Así, pues, como ve usted, su coartada no sirve de nada en este caso.

—Es asombroso...

—Comprenderá usted que yo indago por todas partes. Como le digo, su coartada no vale nada. Pero hay que tener en consideración tantas otras cosas, además de las coartadas... Según he creído entender, ¿usted se casaría a gusto con miss Esa?

El marino se sonrojó, y con voz alterada por la emoción dijo:

—Siempre he soñado hacerla mi mujer.

—Precisamente. Pero miss Esa estaba prometida a otro. Razón suficiente, tal vez, para matar a ese otro. Pero ya es cosa inútil, porque él ha muerto por sí solo, ha muerto como héroe...

—¿Luego es verdad? ¿Estaba prometida Esa a Seton? Lo he oído decir esta mañana en la ciudad...

—Ya. ¡Qué pronto se esparcen las noticias! ¿Y ha sido para usted una noticia inesperada? ¿De veras?

—Yo sabía que Esa estaba comprometida. Me lo dijo ella hace dos o tres días, pero no me dijo con quién.

—Pues era con Seton. Y le diré aquí, entre nosotros, que creo que le ha dejado una enorme fortuna. Por consiguiente, desde su punto de vista no era ésta la ocasión de dar muerte a miss Esa. Ella llora en estos momentos al novio muerto. Pero el corazón se consuela. Es joven y creo que siente gran simpatía por usted.

Challenger permaneció mudo unos minutos y luego murmuró:

—Si pudiera esperar...

En aquel momento llamaron de nuevo a la puerta y apareció Frica Rice.

—Andaba buscándole a usted —dijo al comandante—. Y me han dicho que estaba aquí. Quería preguntarle por mi reloj de pulsera. ¿Lo han arreglado ya?

—Sí, señora; he ido a buscarlo esta mañana.

Se lo sacó del bolsillo en el acto y se lo entregó a la señora. El reloj tenía la forma original de un globito y estaba fijo en una cinta de seda negra. Recordé haber visto otro igual en la muñeca de miss Esa.

—Espero que ahora andará bien.

—Es lástima. Se descompone a cada paso.

—Son cosas más bonitas que útiles —dijo Poirot.

—¿Son acaso condiciones incompatibles?

Al hablar, miró en torno suyo y se creyó en el deber de añadir:

—Temo haber interrumpido una conversación.

—No, señora. No hablábamos del delito. Hablábamos de cosas insignificantes. Es decir, comentábamos lo rápidamente que se esparcen las noticias. A estas horas, todo el mundo sabe que miss Esa era la prometida del heroico aviador desaparecido estos días.

—¡Oh! —exclamó mistress Rice—. ¿Esa era novia del fallecido Seton?

—¿Le extraña a usted, señora?

—Un poco. No sé por qué. Verdad es que me parecía bastante enamorado el último otoño, siempre andaba detrás de ella. Pero luego, a partir de Navidad, me pareció que su recíproca simpatía se había debilitado. Habían dejado de hablarse..., al menos así lo creía yo.

—Han sabido guardar muy bien su secreto.

—Tal vez hayan tenido que callar —murmuró mistress Rice— por causa del viejo sir Mateo, que era un tanto lunático.

—¿Y usted no sospechaba nada, señora, siendo tan amiga de miss Esa?

—También sabe Esa callar cuando le conviene. Es un diablillo muy astuto. Pero ahora comprendo por qué estaba tan nerviosa de poco tiempo a esta parte. Y debiera haberlo comprendido todo por una palabra que se le escapó el otro día.

—Su amiguita es muy atractiva, señora.

La vigorosa voz de Challenger proclamó, con muy dudosa delicadeza:

—Ese era también el parecer de Jim Lazarus...

—¡Oh, Jim...! —mistress Rice no quería dar importancia a la cosa; pero se comprendía que la observación le había herido en lo vivo.

Se volvió hacia Poirot y le dijo:

—Dígame, monsieur Poirot, ¿acaso tiene...?

No terminó la frase. Vaciló, y en aquel momento los ojos quedaron fijos en un punto de la mesa.

—¿No se encuentra bien, señora?

Le acerqué una silla y le ayudé a sentarse. Ella movió la cabeza, diciendo:

—No es nada.

Permaneció un momento con el busto algo inclinado y el rostro entre las manos. Todos la mirábamos, sin saber qué hacer.

Se incorporó y dijo a Challenger:

—Nada, nada, querido George. No ponga usted esa cara tan asustada. Hablamos de delitos, de cosas excitantes... Quería saber si míster Poirot tiene alguna pista del asesino...

—Es demasiado pronto para pronunciarse —respondió evasivamente Hércules.

—Pero tendrá ya alguna idea, ¿verdad?

—Tal vez... Me hacen falta muchas más pruebas...

—¡Oh!

Después de esa exclamación, pronunciada con voz poco firme, Frica se levantó casi de un salto, diciendo:

—Me duele la cabeza. Me conviene ir a echarme un poco en la cama. Quizá me dejen ver a Esa mañana.

Y se fue. Challenger refunfuñó:

—Nunca se sabe lo que quiere esta mujer. Esa puede quererla mucho, pero me parece que ella no quiere a Esa. Sin embargo, con las mujeres, ¡vaya usted a saber! Cuando todo parecen mimos y halagos y te sueltan a cada paso «querida, queridísima», a lo mejor están pensando: «¡Mal rayo te parta!» ¿Sale usted, monsieur Poirot?

Poirot se había levantado y se quitaba cuidadosamente del sombrero un granito de polvo.

—Sí, voy a la ciudad.

—Yo no tengo nada que hacer... ¿Me permite usted que le acompañe?

—Desde luego. Tendré muchísimo gusto.

Cuando se disponía a dejar el cuarto, Poirot volvió un momento hacia atrás.

—Se me había olvidado el bastón —nos dijo cuando nos alcanzó de nuevo.

Fuimos primeramente a ver una florista, porque Hércules quería enviar una canastilla de flores a miss Esa.

No fue fácil contentarle. Por último, se decidió por una cestita dorada que mandó llenar de claveles amarillos. Todo ello debía ir atado con una ancha cinta azul celeste.

La florista le entregó una cartulina, en la cual escribió él:


«Cariñosos saludos de Hércules Poirot.»


Siguiendo a su nombre una complicada rúbrica.

—Yo le he enviado flores esta mañana —dijo Challenger—. ¿Podría mandarle ahora un poco de fruta?

—Es inútil —dijo Hércules en tono perentorio.

—¿Cómo?

—Le digo que es inútil, porque no le permiten recibir nada de comer.

—¿Quién se lo ha dicho?

—Lo digo yo, que he dado esa orden. Ya se la han transmitido a miss Esa, y ella la ha comprendido perfectamente.

—¡Dios mío! —exclamó el comandante. Y mirando fijamente a Poirot, añadió verdaderamente intrigado—: Así, pues, estamos lo mismo que antes... ¿Aún tiene usted miedo?

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