Capítulo V
Los Croft
Aquella noche había baile en el Majestic. Miss Esa, que había cenado allí con sus amigos, nos saludó al pasar, risueña y alegre. Llevaba un vestido de crespón color escarlata que le llegaba hasta el suelo. Del vaporoso traje emergía la mórbida blancura de los hombros y del cuello y la provocativa cabecita morena.
—Un diablillo tentador—dije yo.
—En pleno contraste con la clase de belleza de su íntima amiga, ¿no es así?
La amiga iba de blanco. Bailaba con una gracia lánguida que distaba mucho de la endiablada animación de la Buckleys.
—Está bellísima —murmuró inopinadamente Poirot.
—¿Quién, nuestra Esa?
—No, mistress Rice. ¿Será mala? ¿Será buena? ¿Será simplemente infeliz? No puedo decirlo. Es misteriosa. Y así se lo parecerá a usted tarde o temprano. Ya lo verá seguramente.
Se levantó de pronto. Esa bailaba con Challenger. Frica y míster Lazarus, después de unas vueltas de vals, volvieron a su mesa. Pero casi inmediatamente después se marchó él. Poirot se encaminó derecho hasta la señora y yo detrás de él. Hércules tiene ciertos movimientos resueltos que van directamente a su objeto.
—¿Me permite usted?
Había tocado una silla, y sin más preámbulos, se había decidido a sentarse.
—Me urge hablar con usted un momento mientras baila su amiga —le dijo.
—¡Ah! ¿Sí?
La voz era tranquila y fría.
—No sé si se lo habrán dicho, señora, pero yo estoy aquí para enterarla de que su amiga ha corrido hoy un peligro mortal. Poco ha faltado para que fuese víctima de un atentado.
Los ojos grises de la señora abriéronse desmesuradamente, horrorizados. Hasta se le dilataron sus negras pupilas.
—¿Qué quiere usted decir?
—Que alguien ha disparado una bala contra miss Buckleys en el jardín de este hotel.
Entonces Frica sonrió graciosa e incrédulamente, y preguntó:
—¿Se lo ha dicho a usted Esa?
—No, señora. Lo he visto yo. Aquí está la bala disparada.
—Entonces..., entonces...
—Entonces —repuso con voz segura Poirot— no se trata de una invención de miss Buckleys, yo se lo garantizo; y aún hay más: han acaecido varios hechos extraños estos últimos días. Habrá usted sabido también... Y eso que tal vez no, puesto que no ha llegado usted aquí hasta ayer.
—Sí... Ayer.
—Después de una breve permanencia en Tavistock, en casa de unos amigos.
—Eso es.
—¿Me quiere usted decir el nombre de esos amigos?
La interrogada arqueó las cejas y preguntó con acento glacial:
—¿Hay alguna razón para que le dé yo ese dato?
Poirot representó admirablemente el papel de ingenuo:
—¡Oh!, perdóneme, señora, he sido muy indiscreto; pero es que como yo también tengo amigos en Tavistock, podría esperar noticias de ellos por mediación de usted. Son los Buchanan. ¿Los conoce usted?
Mistress Rice negó con la cabeza.
—Es la primera vez que oigo ese nombre. No me parece haberlos visto nunca —su acento ya se había vuelto enteramente cordial—. Pero no divaguemos. Hábleme de Esa. ¿Quién ha disparado contra ella y por qué?
—Aún no sé el nombre del agresor. Pero lo sabré; sí, lo sabré. Lo descubriré, de seguro. Soy un detective: Hércules Poirot.
—¡Un hombre célebre!
—Es usted muy amable.
—¿Y qué me pide usted que haga?
Creo que Poirot se sorprendió tanto como yo por tan extraña pregunta. En efecto, no nos la esperábamos.
—Quiero pedirle, señora, que monte la guardia alrededor de su amiga.
—Lo haré.
—Nada más.
Poirot se levantó, saludó rápidamente a la señora y volvimos a nuestra mesa.
—¿No teme usted descubrir demasiado su juego?
—No podemos proceder de otro modo —me contestó—. Es un caso en que hay que jugar a cartas vistas para estar un poco más seguro, y no quiero correr ningún riesgo. Además, ya he aclarado un punto cuando menos.
—¿Cuál?
—Que mistress Rice no ha pasado estos últimos días en Tavistock. ¿Dónde estaba en realidad? Lo sabré. Nadie puede ocultar a Hércules Poirot lo que éste quiera saber. Mire usted allí... Ya ha vuelto el bello Lazarus. Ella se lo está contando... ¿Ha visto usted la mirada? Éste es listo. Observe usted el perfil de esa cara. Quisiera yo saber...
Como se interrumpió, le pregunté:
—¿Qué?
Y no obtuve más que esta ambigua respuesta:
—Lo que sabré el lunes.
No insistí. Exhaló Hércules un suspiro y luego añadió:
—En otro tiempo, hubiera tenido la curiosidad de enterarse. En cambio ahora...
—Ahora —repliqué yo, con acompasado tono— conviene desacostumbrarle a usted de ciertos placeres.
—Y entre ellos, ¿de cuáles?
—Del de negar respuesta a quien le interroga.
Volvió a brillar en sus ojos la maliciosa viveza de otros tiempos. Un instante después, Esa, dejando a su caballero, se acercaba, alegre pajarillo de brillantes plumas, a nuestra mesa, y sonrió al decirnos:
—Estoy bailando al borde de la tumba.
—¿Es una sensación nueva para usted, no?
—No experimentada hasta ahora. Es original.
Y se alejó, agitando la mano con un saludo picaresco.
—Ha sido una frase desdichada la suya —dije yo—. No me gusta eso de «Bailar al borde de la tumba».
—Ya, está demasiado de acuerdo con la realidad. Esa chiquilla es valerosa, demasiado valerosa. Pero, más que valor, necesitamos ahora prudencia, mucha prudencia, para desembrollar el intrincado problema.
* * *
Al día siguiente, que era domingo, estábamos sentados en la gran terraza del Majestic cuando, a eso de las once y media, Poirot, levantándose de repente, me invitó a seguirle, explicándome de este modo sus decididas intenciones:
—Venga, quiero probar un pequeño experimento. Lazarus y la señora han pasado hace un minuto en automóvil, y la muchacha va con ellos. La cuesta está libre.
—Libre ¿para qué?
—Ahora lo sabrá usted. Venga conmigo.
Bajamos la breve escalinata. Cruzando luego un pequeño prado, llegamos a la verja del sendero, que descendía serpenteando hasta el mar. Subía por él una pareja de bañistas. Se cruzaron con nosotros, charlando y riendo. Así que se hubieron alejado, Poirot me guió hasta el sitio en que, encima de otra verja, bastante herrumbrosa, había una tabla con esta inscripción: A la Escollera. Camino particular. No se veía alma viviente. Abrimos la verja y pasamos al otro lado. Un minuto después estábamos en el callejón y precisamente delante de la casa de la Buckleys. Tampoco había allí nadie. Poirot se llegó hasta la punta de la roca y, después de mirar en torno suyo, se encaminó de nuevo a la casa. Las puertas de la galería estaban abiertas de par en par y entramos tranquilamente en el salón. No perdió allí el tiempo el amigo Hércules. Abrió una puerta que daba al vestíbulo y subió la escalera, y yo detrás de él. Fue derecho al dormitorio de Esa, sentóse al borde de la cama y me miró, guiñando un ojo.
—¿Ve usted, Hastings, lo fácil que es introducirse en esta casa? Nadie nos ha visto entrar. Nadie nos verá salir. Si tuviéramos que cometer cualquier fechoría a escondidas, podríamos hacer cuanto quisiéramos con perfecta tranquilidad. Podríamos, por ejemplo, limar el sostén metálico de un cuadro, de tal modo que tuviera que caerse fatalmente al cabo de unas horas. Y aunque alguno nos viese venir, bastaría que fuésemos conocidos como amigos de miss Esa para poder justificar nuestra presencia en este cuarto.
—¿Quiere usted decir que debemos descartar la idea de un malhechor ajeno a la casa?
—Sí, así lo creo. El que atenta contra esa vida joven no es un loco vagabundo: es uno que conoce muy bien La Escollera.
Se acercó de nuevo a la salida, y yo detrás de él... No hablamos. Estábamos demasiado preocupados para hablar.
Y en esto, al volver la escalera, nos detuvimos ambos como de mutuo acuerdo ante la imprevista aparición de un hombre que subía hacia nosotros.
También él se paró de repente. Tenía el rostro en la oscuridad; pero su actitud no nos dejaba dudas acerca de sus impresiones. Al fin él rompió el silencio, gritándonos:
—¿A qué diantres han venido ustedes aquí? ¿Puede saberse?
—¡Ah! —respondió sin descomponerse Poirot—, míster... Croft, ¿no es así?
—Sí, ése es mi nombre... Pero qué...
—¿Vamos al salón? Allí estaremos más cómodos para hablar.
El otro aceptó al momento y bajamos con él al salón. Así que se hubo cerrado la puerta. Hércules, inclinándose, se presentó:
—Yo soy Hércules Poirot, para servirle...
La faz de Croft se iluminó y exclamó lentamente:
—¡El detective de quien he leído yo tantas cosas...!
—¿En la Gaceta de Saint Loo?
—No. Hace ya muchos años que le conocía a usted de oídas y por su fama en Australia. ¿Es usted francés?
—Soy belga, pero es lo mismo. Este señor es mi amigo, el capitán Hastings.
—Encantado de conocerle. Y dígame, ¿qué gran empresa tiene usted entre manos? ¿Cómo es que se halla usted por aquí? ¿Hay por aquí algo que esté... torcido?
—Depende de lo que se entienda por estar torcido...
El australiano asintió. Era un hombre de buen aspecto, a pesar de su completa calvicie y de su incipiente vejez. Tenía un físico envidiable, la faz poco erguida, tosca y rolliza, cuyo rasgo más característico era el azul metálico de los ojos.
—Miren ustedes —empezó a explicarnos—, he venido a traer a miss Buckleys unos tomates y un pepino. Su jardinero no sirve para nada. Es un haragán que deja que se estropee el huerto. A mi mujer y a mí nos indigna y procuramos remediar, cuando menos en parte, su pereza. Tenemos muchos más tomates de los que podemos consumir. Y como también conviene estar bien con los vecinos, he venido, pues, como de costumbre, entrando por la puerta-vidriera. Ya había dejado mi cesto en el suelo y me disponía a marcharme cuando oí en el piso de arriba un rumor de pasos y voces de hombre. Me quedé petrificado. En general, no suele haber ladrones por este sitio; sin embargo, siempre puede preverse un robo. Así, pues, quise cerciorarme de que no ocurría nada extraordinario, y no quedé poco sorprendido al encontrarles a ustedes en la escalera. Y ahora he aquí que usted se me revela como el más famoso de los detectives. ¿Qué significa su presencia aquí?
—Una cosa sencillísima —respondió Poirot sonriendo—. Miss Buckleys tuvo una sorpresa alarmante la otra noche. Un cuadro muy pesado que había colgado encima de su cama se cayó. Tal vez se lo haya dicho.
—En efecto, ¡de buena se libró!
—Para evitar todo peligro le prometí traerle una cadena de construcción especial, pues no convendría que se repitiera lo ocurrido. Me ha dicho que tenía que salir esta mañana, añadiendo, sin embargo, que, a pesar de ello, podía yo venir a tomar las medidas para la nueva cadena que ha de encargar. Ya ve que la cosa no puede ser más sencilla.
Hablaba con la mayor serenidad y sonriendo apaciblemente.
Croft suspiró, tranquilizado.
—¿Nada más que eso?
—Nada más. Se ha asustado usted en balde. Somos ciudadanos muy respetuosos con la Ley mi amigo Hastings y yo.
—¿No nos vimos ya ayer? —preguntó, dudando un poco, Croft. Y recordando de pronto, añadió—: Sí, ayer tarde. Pasaron ustedes por delante de nuestra casa.
—Es verdad. Usted trabajaba en el jardín y tuvo la atención de darnos las buenas tardes cuando nos encaminábamos a la casa.
—Sí, sí, ahora me acuerdo. Así, ¿usted es ese Hércules Poirot de que tanto se habla? Pero dígame, monsieur Poirot, ¿tiene usted mucho que hacer? Si estuviera usted libre, quisiera pedirle que viniese a mi casa y aceptase un té de mañana, pues en Australia lo tomamos por la mañana. Desearía presentarle a mi mujer, que siempre lee todo lo que se ha escrito sobre usted en los periódicos.
—Es usted muy amable. No tenemos nada que hacer y aceptamos gustosos.
—¡Magnífico!
Y Poirot, volviéndose, me preguntó apresuradamente:
—¿Ha apuntado usted exactamente todas las medidas, Hastings?
Le aseguré que lo había anotado todo y seguimos a nuestro guía. Croft era hablador. Nos habló de su casa, próxima a Melbourne, de los difíciles años vividos al principio de la carrera, de su matrimonio, de la lucha común y de la fortuna alcanzada al fin.
—Apenas tuvimos dinero, decidimos viajar. Siempre habíamos deseado conocer la madre patria. Pues bien: lo conseguimos. Vinimos aquí, intentamos encontrar a algunos parientes de mi mujer, cuya familia era oriunda de estos contornos. Pero no encontramos a ninguno. Entonces viajamos por el continente, por París, Roma, los lagos italianos, Florencia... Y durante nuestra permanencia en Italia ocurrió la desgracia ferroviaria que hirió gravemente a mi mujer. Pobrecilla. Un caso cruel... Mandé que la visitasen los mejores médicos y todos repetían la misma cantinela: «Con el tiempo..., tal vez con el tiempo... Se trata de una lesión que interesa la columna vertebral.»
—¡Qué desgracia!
—Una desgracia de veras. En fin, la desdicha es inevitable. Ella tenía la idea fija de venir a instalarse por estos parajes, le parecía que viviendo en una casa nuestra, por modesta que fuese, sentiría menos su infortunio. Vimos muchas casitas poco atractivas, y, por último, tuvimos la suerte de descubrir ésta. Simpática y tranquila, y además aislada; no se oyen ruidos de automóviles ni de gramófonos. La alquilé inmediatamente.
Mientras Croft terminaba sus explicaciones, llegamos a la casita. Al llegan «Cu... u... u... y», a lo cual hizo eco un grito parecido dentro de la casa.
—Pasen ustedes —nos dijo Croft.
Subimos pocos escalones y nos encontramos en un apacible dormitorio; allí, en un diván, estaba tendida una señora de edad mediana, con una hermosa cabeza de cabellos ya canosos y una dulcísima sonrisa.
—¿A quién crees que tienes delante, Milly? —le dijo el marido—. Nada menos que a monsieur Hércules Poirot. Le he traído aquí para que puedas hablar con él.
—¡Qué suerte! ¡Qué agradable sorpresa! ¡No sé cómo expresarle mi alegría! —exclamó la señora, estrechando fuertemente la mano de Hércules en la suya—. He leído el «Crimen del expreso del Sur». Quiso la Providencia que viajase usted en aquel mismo tren. Conozco muchos casos suyos. Desde que estoy obligada a la inmovilidad he leído todas las novelas policíacas que se imprimen. Nada me hace pasar el tiempo mejor. Berto, di a Edith que nos sirva el té...
—Tienes razón, Milly.
—Edith es algo así como una viceenfermera —nos explicó mistress Croft—. Viene todas las mañanas a ponerme aquí. No tenemos que luchar con criadas... Además, Berto es un buen cocinero y sabe llevar la casa admirablemente. Entre la casa y el jardín tiene su trabajo.
En aquel momento reapareció el marido con una bandeja en las manos.
—Aquí está el té. Éste es un gran día para nosotros, Milly.
Mistress Croft se incorporó un poco y manejó la tetera sin dejar de hablar.
—Supongo que se detendrá aquí, monsieur Poirot.
—Me tomo unas pequeñas vacaciones, señora.
—Yo había leído que se había retirado usted, que había resuelto tomar vacaciones definitivas.
—¡Ay, señora! No se debe creer todo lo que dicen los periódicos.
—Es verdad... Es verdad... Así, ¿sigue usted trabajando?
—Cuando se me presenta algún caso interesante.
—No estará usted aquí en actividad de servicio, ¿verdad? —preguntó disimuladamente Croft—. La declaración de hallarse descansando podría formar parte de algún plan especial.
—No hagas preguntas indiscretas, Berto —replicó la señora—. De lo contrario, monsieur Poirot no volverá a venir a vernos. Somos gente muy sencilla, monsieur Poirot... Nos hace a los dos un gran regalo con su visita. No sé realmente cómo agradecérselo a ambos...
Las amables frases eran pronunciadas con tanta naturalidad, que al punto fue contando nuestra huésped con mi simpatía.
—Ha sido una mala cosa la caída de ese cuadro —dijo Croft.
—Esa pobrecilla —afirmó la señora— ha corrido el peligro de perder la vida. Es un verdadero diablillo. Su presencia en La Escollera lo reanima todo. Parece que no la quiere muy bien el vecindario, pero siempre sucede lo mismo en estos pueblecitos ingleses: no admiten la alegría de la juventud. Y es natural que ella no tenga gran apego a Saint Loo. Y ese larguirucho primo narigudo tiene las mismas probabilidades de convencerla para que se quede aquí definitivamente que tengo yo de dar saltos y hacer piruetas.
—Déjate de chismes, Milly —susurró el marido.
Pero Poirot exclamó al momento:
—¡Ah! ¡Viene de aquella parte el viento! Podemos fiarnos de la intuición de esta señora. ¿Está míster Vyse enamorado de nuestra amiguita?
—Está loco por ella. Pero Esa no quiere casarse con un abogado de pueblo. Y no deja de tener razón; además, dice que no tiene un céntimo. Me gustaría más verla casada con ese hermoso marino... ¿Cómo se llama?... Challenger... ¡Se reputan de buenos matrimonios algunos que no valen lo que puede valer ése!... Él tiene algunos años más que ella, pero eso no tiene excesiva importancia. Y ella necesita detenerse por fin en algún punto del orbe. Ese continuo vagar por Inglaterra y también por el continente, sola o en compañía de esa ambigua mistress Rice... Es una muchacha muy buena Esa, monsieur Poirot, y no estoy muy tranquilo respecto de ella. De algún tiempo a esta parte no es la misma... Me parece que la turba algún pensamiento molesto, y no estoy tranquila... Tengo mis buenas razones para quererla bien, ¿verdad, Berto?
Croft se levantó, diciendo:
—Déjame a monsieur Poirot, que quiero enseñarle mi colección de instantáneas de la vida de Australia.
La última parte de la visita no tuvo nada de notable.
Apenas salimos, resumí mis impresiones de este modo:
—Son buena gente, muy simples y sin pretensiones, típicamente australianos.
—¿Le gustan a usted?
—¿A usted le han gustado?
—Han estado muy amables, muy obsequiosos.
—Entonces, ¿qué encuentra usted?
—Que tal vez sean demasiado «típicos» —murmuró Poirot—. Ese modo de llamarse al son de «Cu... u... u... y», y esa insistencia en enseñarnos su colección de fotografías... ¿No ha sentido también usted la impresión de que exageraban algo? ¿De que recitaban un papel?
—¡Qué receloso es usted!
—Es verdad, querido, es verdad... Sospecho de todo y de todos. Tengo miedo, Hastings; sí, tengo mucho miedo.