Capítulo IV



Debe de haber un motivo

—Poirot —dije apenas estuvimos otra vez en la calle—, quiero comunicarle una cosa.

—Diga, querido.

Le conté la versión que me había dado mistress Rice respecto de la avería del automóvil.

—Es un detalle interesante. Sabido es que existen pobres criaturas vanas, histéricas, que creen darse importancia inventando maravillosas aventuras de peligros de que se han librado. El tipo es archiconocido. Hay locuelos capaces de herirse gravemente para dar más colorido a sus invenciones.

—¿Y no cree usted...?

—¿Que esa señorita pertenezca a la categoría de las histéricas? No, por cierto. Habrá usted observado que no me ha sido fácil convencerla de los peligros corridos. Se ha mantenido casi incrédula hasta lo último. Está muy a la altura de los tiempos esa muchacha. Sin embargo, el comentario de mistress Rice es sintomático. ¿Por qué lo habrá formulado ahora? No era cosa para decirlo, aunque fuese verdad; era una charla atolondrada, inútil y antipática.

—Es muy cierto —dije yo—; la declaración de mistress Rice no venía a cuento en nuestra conversación, nada tenía que ver en ella.

—Es extraño, muy extraño... Los detalles extraños conviene sacarlos a plena luz. Son muy significativos, pues indican el camino que ha de seguirse.

—¿Para ir... adonde?

—Ha puesto usted el dedo en la llaga, mi buen amigo. ¿Adonde? ¿Adonde vamos...? Desgraciadamente no lo sabremos hasta que hayamos llegado a la meta.

—¿Quiere usted explicarme por qué toma tan a pecho la llegada de esa prima?

Hércules se puso serio y alzando el índice me apostrofó con vehemencia:

—Pero piense usted, hombre, en las espinas de la situación... ¿No comprende que estamos atados de manos? Encontrar un asesino después de cometer un delito es cosa fácil, por lo menos fácil para un detective de mi habilidad. Puede decirse que el delincuente deja su propia firma sobre el hecho consumado... Pero aquí no ha habido delito, y lo que queremos precisamente es impedir que éste llegue a cometerse... Impedirlo, prevenirlo: he ahí la mayor dificultad. ¿Cuál es nuestro principal objeto? Que la muchacha quede incólume; ardua empresa, sí, muy ardua... No podemos vigilarla día y noche. No podemos pasar la noche en la habitación de una muchacha... El caso es crítico. La única cosa que podemos hacer es poner obstáculos a los propósitos del asesino, avisándole y poniéndole cerca un testigo perfectamente imparcial. Con eso le suministramos defensas insuperables, aun para el más canalla de los malintencionados...

Se interrumpió, y luego, con un acento muy distinto, siguió diciendo:

—Sin embargo, me espanta...

—¿El qué?

—El hecho de que nos hallamos frente a un canalla muy astuto. No estoy nada tranquilo, no, absolutamente nada.

No pude menos de decirle que sus temores me ponían nervioso.

—Nervioso estoy yo también —me respondió al momento—. Escúcheme; aquella Gaceta semanal de Saint Loo estaba doblada de manera que quedase ante los ojos del lector una columna. ¿Sabe usted cuál? Pues precisamente aquella que anunciaba: «Actualmente se hospedan en el hotel Majestic monsieur Hércules Poirot y el capitán Hastings.» Ahora bien: supóngase usted que el desconocido agresor haya leído este anuncio. Seguramente conocerá mi nombre, pues todos lo conocen.

Yo le hice observar que miss Buckleys lo ignoraba.

—Esa es una cabeza de pájaros; no hace al caso. Pero un hombre reflexivo, un delincuente experto, sabe muy bien quién soy yo, y debe de tener miedo, debe de estar inquieto, debe dirigirse preguntas angustiosas. Después de un tercer atentado contra la vida de la muchacha ve aparecer en el horizonte a Hércules Poirot. ¿Será pura coincidencia? ¿Y temerá que no lo sea? ¿Qué decisión cree usted que adoptará entonces?

—Querrá contemporizar, procurando no dejarse descubrir...

—Ya... Ya... O también, si es de veras audaz, querrá dar su golpe pronto, de un modo fulminante. Y aun antes que yo haya llevado a feliz término mis investigaciones..., ¡paf!, muere la muchacha. Así procedería un tipo bien resuelto.

—Pero ¿por qué supone usted un lector de esa noticia que no sea miss Esa?

—Porque, cuando me he dado a conocer, mi nombre no le ha recordado nada, su rostro no ha mudado de expresión y, además, nos ha explicado que en la Gaceta semanal sólo buscaba el horario de las mareas. Pues bien: en aquella página no estaba la tabla de mareas.

—Así, usted cree que en aquella casa hay alguno...

—Alguno que está allí, o alguno que frecuenta la casa. Y entrar en ella es fácil: la puerta-vidriera ha quedado abierta. Los íntimos de la muchacha deben de ir y venir fácilmente y de continuo.

—¿Tiene usted alguna idea, alguna sospecha?

Poirot hizo con las palmas de las manos vueltas hacia fuera un acostumbrado movimiento suyo de desaliento.

—Ninguna. El motivo de la acción delictuosa no puede ser claro, lo he comprendido inmediatamente. Y por eso se siente seguro el agresor, por eso ha obrado con tanta audacia esta mañana. A juzgar por las apariencias, nadie tiene interés en suprimir a la Buckleys. ¿La propiedad, La Escollera? Le corresponderá al primo; pero éste no puede tener mucha prisa por entrar en posesión de una casa en ruinas y, además, con una fuerte hipoteca. La Escollera no representa para él un conjunto de tradiciones familiares, puesto que no es ningún Buckleys. Iremos a conocer personalmente a ese señor Charles Vyse; pero sería absurdo abrigar ninguna sospecha contra él. Está también la amiga del alma, la de los ojos soñadores y de la cara de «virgen cansada».

—¿También a usted le produce el efecto de una «virgen cansada»?

—¿Qué está usted diciendo? Empieza ella por decirle que la muchacha es una embustera... ¡Vaya una fiel compañera! Además, ¿por qué habla de ese modo de su amiga? ¿Temerá acaso alguna revelación desagradable? ¿Tendrá algo que ver su motivo con la avería del freno del automóvil? ¿O habrá contado la historia del freno estropeado para disimular alguna preocupación que no puede confesarse? ¿Ha sido averiado intencionadamente ese freno? Y si es así, ¿por quién? ¿Y qué sabe ella? ¿Y el rubio míster Lazarus? ¿Qué tiene él que ver? ¿Él, que tiene dinero a chorros y un automóvil espléndido? ¿Por qué ha de estar metido en eso? ¿Y el comandante Challenger?

—¡Oh!, de ése, querido Poirot, no se puede desconfiar. ¡Tiene tal aspecto de persona honrada!

—Es decir, que tiene el aspecto de un hombre educado, a la inglesa. Por fortuna, por mi condición de forastero, yo estoy libre de las preocupaciones locales y de su influencia en mi modo de razonar. Por lo demás, reconozco que es difícil de ver una relación entre el comandante Challenger y el caso que nos preocupa. No se comprende que él haya podido intervenir en esto.

—Seguramente no ha intervenido; la cosa es evidente.

Poirot me miró con aire lastimoso.

—Sus entusiastas convicciones producen en mí un efecto singular. Usted se deja engañar tan fácilmente por las apariencias, que, si no siempre, con mucha frecuencia se podría encontrar a un culpable siguiendo la pista de sus simpatías. Usted es el tipo del perfecto hombre de bien, destinado a dejarse embaucar por toda la canalla con que tropieza; el tipo que invierte un capital en pozos de petróleo que no existen, en minas de oro que nadie ha visto. De las legiones de los que a usted se parecen, viven infinidad de bribones. Voy a estudiar al comandante Challenger, pues usted ha despertado mis dudas.

Incomodado, repliqué:

—En vez de tratarme de ese modo, podría usted reflexionar que un hombre que ha navegado como yo...

—Puede no haber aprendido nada —interrumpió Poirot—, la cosa es inverosímil, pero es verdad...

—¿Y cree usted que la cría de ganado a que me he dedicado en la Argentina hubiera salido tan bien como ha salido si hubiera sido tan tonto como usted me supone?

—No se enfade, amigo. Su hacienda ha ido muy bien por sus cuidados y los de su esposa.

—Bella me pide siempre consejo antes de hacer cualquier cosa.

—La sabiduría de su señora es igual a su belleza —me respondió Poirot—. No discutamos, querido... Mire aquí delante de nosotros lo que dice: Garage Molt. Me parece que es ése al que aludía la muchacha. Aquí nos enterarán y podremos aclarar lo del desperfecto de los frenos.

Entramos. Poirot se presentó diciendo que la dueña de La Escollera le había indicado aquel garaje. Pidió precios de alquiler de un automóvil para realizar excursiones por las tardes, y luego llevó hábilmente la conversación a la avería producida en el coche de miss Buckleys.

Entonces su interlocutor se mostró muy locuaz; un caso extraño, el más extraño que se le había presentado en su vida. Entró en detalles teóricos; por desgracia, no entiendo nada de mecánica y creo que lo mismo le sucede a Poirot. Pero fueron para nosotros evidentes dos circunstancias: que el coche había sido estropeado y que la avería se había producido por una intervención rápida.

—He aquí un punto aclarado —me dijo Poirot cuando salimos del garaje—. La muchacha tiene razón y Lazarus no la tiene. Todo esto, amigo Hastings, es interesante de veras.

—¿Adonde vamos ahora?

—Al correo. Y si estamos aún a tiempo, enviaremos un telegrama.

—¿Un telegrama? —pregunté yo, con curiosidad.

—Sí, un telegrama.

La estafeta de Correos estaba todavía abierta. Poirot extendió el telegrama y lo expidió. No me declaró su contenido, y como noté que le hubiera gustado que le interrogase acerca de ello, me guardé muy bien de hacerlo.

—Es una contrariedad que mañana sea domingo —dijo al cabo de un rato, cuando volvíamos al hotel—. No podremos visitar a Vyse hasta el lunes por la mañana.

—Podríamos ir a verle a su casa.

—Desde luego; pero eso es precisamente lo que yo no quiero. Deseo que nuestra primera entrevista con él tenga carácter profesional. Creo que es oportuno formarse un juicio de él como abogado.

Ése fue también mi parecer.

—Así, podría tener gran importancia un dato muy sencillo —me dijo Hércules—: saber si míster Charles Vyse estaba realmente en su bufete esta mañana a las doce y media; pues, en ese caso, no será seguramente él quien haya disparado contra la muchacha en el jardín del Majestic.

—¿No deberíamos examinar también las posibles coartadas de los otros tres de la comitiva?

—Es cosa casi imposible. A cualquiera de los tres le hubiera sido muy fácil separarse, penetrar en el jardín por una de las muchas puertas de la galería de la sala, del salón de fumar, del escritorio..., llegar, oculto entre las ramas de los árboles, al punto adecuado para su objeto, disparar en el momento oportuno y volver a reunirse tranquilamente con los demás. Hasta ahora, querido Harold, no podemos estar seguros ni siquiera de conocer a todos los personajes del drama. Están, por ejemplo, la respetable Helen y su esposo, que por ahora nos es desconocido. Domiciliados ambos en La Escollera, tal vez tengan, y esta suposición es lógica, motivo de rencor contra su ama. También están allí los dos australianos de la casita. Y puede haber otras personas amigas de la muchacha, y que ésta no se haya acordado de nombrar, porque no le parezcan sospechosas. No puedo menos de suponer una razón oculta, un motivo no aparente bajo todo lo que sale a plena luz. Tengo la incipiente convicción de que miss Esa sabe algo más de lo que nos ha referido; no le quepa duda.

—¿Cree usted que nos quiere ocultar algo?

—Sí.

—¿Para poner a salvo a algún protegido suyo?

Hércules movió enérgicamente la cabeza.

—No, no. Sobre ese punto me parece que es del todo franca. Creo que de los atentados nos ha dicho verdaderamente todo cuanto sabe. Pero hay alguna otra cosa. Algo que, según ella, no tiene relación alguna con los mismos atentados. Y yo pagaría por saber qué es. Pero..., lo digo sin falsa modestia..., yo soy bastante más inteligente que esa locuela. Hércules Poirot puede muy bien descubrir una conexión entre cosas que a ella le parezcan incompatibles. Y eso podría darme el hilo de la madeja que hay que desenredar... Quiero resolver el problema. Y hasta que no olfatee algo, cuando menos, de la razón oculta de los hechos, no podré seguir adelante. Debe de haber un motivo; pero ¿cuál? Eso es lo que me pregunto yo a cada paso: ¿cuál?

—Ya lo descubrirá usted —dije para apaciguarlo.

—Con tal que no lo descubra demasiado tarde —me contestó, preocupado.

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