Capítulo X
El secreto de Esa
Cuando me desperté era ya de día.
Poirot continuaba sentado en el mismo sitio y en la misma postura que antes. Pero algo había variado en su rostro. Tenía en los ojos el extraño brillo verde y gatuno que tanto le conozco. Tardé en levantarme, pues tenía una enorme pereza y estaba dolorido. Una meridiana no es uno de los mejores lechos para un hombre de mi edad. Sin embargo, tenía ya el cerebro plenamente despierto y activo y así advertí inmediatamente la variación del rostro de mi amigo y le pregunté:
—¿Se le ha ocurrido a usted alguna buena idea? Dígamela.
Hércules asintió. Se inclinó sobre la mesa y le dio unos golpecitos con los nudillos, mientras decía:
—Responda usted a mis preguntas, Hastings: ¿Por qué miss Buckleys ha pasado estas últimas noches sin poder dormir?... ¿Por qué ella, que nunca se viste de negro, quiso ponerse un traje negro ayer?... ¿Por qué dijo anoche que ya no tenía ninguna razón para vivir?
Le miré estupefacto. ¿Qué tenían que ver todos esos puntos interrogativos con la desgracia acaecida?
—Contésteme, Hastings, contésteme a las preguntas que le he formulado...
—Bien. En cuanto a la primera, miss Buckleys confesó que tenía graves preocupaciones...
—Sí, precisamente. Pero ¿de qué derivaban?
—En cuanto al vestido negro, un capricho; el atractivo de la novedad, supongo yo...
—¡Qué inexperto es usted en cuanto a psicología femenina, y eso que usted está casado! Cuando una mujer sabe..., o cree..., que cierto color no le sienta bien, no se lo pone nunca.
—En cuanto a la última pregunta, la declaración es natural en el momento en que la hizo inmediatamente después de la espantosa tragedia.
—No, querido; no fue natural... Que miss Esa se horrorizase de la muerte de su prima, que se la reprochase ella misma, eso sí que eran cosas naturales, pero no el hastío de vivir. Anoche declaró que la vida le pesaba, que ya no tenía ningún valor para ella... Y nunca se había expresado de ese modo. Habíase mostrado impertinente, había hecho crujir los dedos casi desafiando al Destino con un ademán de pilluela; luego, por reacción, había tenido miedo... Miedo, entiéndalo bien, porque la vida le parecía dulce y no quería morir. Pero cansada de vivir, no y no; nunca había dicho estarlo. Y aun antes de la cena era aquélla su actitud... Así, pues, Hastings, nos hallamos frente a un cambio psicológico. ¿Qué lo provocó? Es un punto importantísimo para ser resuelto.
—La emoción por la muerte de su prima.
—No, la sacudida le soltó la lengua. Pero tal vez existiera ya el cambio psicológico. No se podría explicar de otro modo. Reflexione, Hastings; haga usted que trabaje la sustancia gris.
—Es verdad...
—¿Cuál fue el último momento en que pudimos observarla a nuestras anchas?
—Durante la cena.
—Precisamente... Después no la vimos más que dar la bienvenida a los invitados... En fin, desempeñar por pura formalidad sus obligaciones de ama de casa... ¿Qué sucedió al terminarse la cena?
Pensando bien las palabras, contesté:
—Fue al teléfono.
—¡Acabáramos! Al fin ha dado usted en el quid... Fue al teléfono y estuvo ausente un buen rato. Por lo menos veinte minutos. Veinte minutos son demasiados para responder a una llamada telefónica... ¿Quién la telefoneaba? ¿Qué palabras cambiaron? Y además, ¿era verdad lo de la llamada telefónica? Es preciso llegar a conocer el empleo de esos veinte minutos, que estoy seguro que nos darán la clave de la situación.
—¿De veras?
—Sí, de veras. Siempre he dicho que miss Esa nos esconde parte de su pensamiento. Estará convencida de que su secreto no tiene nada que ver con el delito. Pero Hércules Poirot está seguro de lo contrario. Debe de haber alguna relación. Desde el principio he advertido la falta de uno de los datos del problema. Si no existiera esa laguna, ya vería yo claro todo lo sucedido. Y como ahora no está claro, la explicación esencial debe de hallarse en el lazo que falta. Sé que tengo razón, Hastings... Cuando me den las respuestas a esas tres preguntas..., empezarán a disiparse las tinieblas.
—Entre tanto —dije yo, estirando mis brazos entumecidos— tengo que cuidarme de dos cosas igualmente urgentes: tomar un baño y afeitarme.
Después de bañarme y mudarme de ropa me sentí mejor, conseguí vencer el cansancio que me había quedado de la incómoda posición en que había tenido que dormir. Y luego, cuando hube tomado una buena taza de café caliente, recobre la total posesión de mis medios.
Miré el periódico. Pocas noticias, aparte de la confirmación de la muerte de Michael Seton. La desaparición del intrépido aviador era ya cosa segura. Al día siguiente vendría seguramente una columna titulada con grandes letras: Joven muerta durante los fuegos artificiales. Misteriosa tragedia...
O cualquier otro título por el estilo.
No bien hube terminado de desayunarme, cuando vi acercarse a mistress Rice. Vestía traje de crespón negro con un cuello blanco plegado. Me pareció más rubia y más bella que nunca.
—Desearía hablar con míster Poirot, capitán. ¿Cree usted que se habrá levantado?
—La acompañaré arriba, señora. Le encontraremos en el salón.
—Muchas gracias.
—Supongo —añadí, mientras entrábamos juntos en el comedor— que no habrá dormido muy mal anoche...
—Ha sido una sacudida horrible —dijo lentamente mistress Rice—. Pero no conocía yo a esa pobre muchacha. Hubiera sido peor que la muerta fuera Esa.
—¿No había usted visto antes a la joven Maggie?
—Sí, una vez en Scarborough. Vino a almorzar a casa de Esa.
—¡Cómo estarán sus pobres padres!...
—¡Desgraciados!
Sin embargo, en aquella compasiva respuesta no vibraba ningún calor de afecto. La que hablaba de aquel modo debía de ser una egoísta incapaz de dar valor alguno a lo que no se relacionase con su persona.
Poirot estaba sentado, leyendo el periódico. Se levantó para recibir a mistress Rice, y con su acostumbrada y exquisita cortesía se inclinó, diciendo:
—Enchanté.
Y al momento acercó una butaca.
La señora dio las gracias con una ligera sonrisa y tomó asiento. Apoyó los brazos en los de la butaca y durante un buen rato permaneció muda, mirando delante de sí. Había en su inmovilidad y en su aspecto distraído algo que daba casi miedo observarlo.
—Monsieur Poirot —dijo al fin—, supongo que no puede haber duda de que en el trágico accidente de ayer la víctima designada era Esa.
—En efecto, creo que no puede dudarse.
Mistress Rice arqueó las cejas.
—Esa tiene una Providencia que la protege —murmuró después.
El eco de un pensamiento retenido acompañaba el claro sonido de las palabras.
—A quien tiene la suerte de su parte, todo le sale bien —dijo sentenciosamente Poirot.
—Sí. Y no se puede luchar contra la mala suerte, por el contrario.
En aquel momento la voz lenta parecía cansada y sólo cansada. Tras una nueva pausa, volvió a dejarse oír de este modo:
—Le debo a usted muchas excusas, míster Poirot, y también a Esa. Hasta ayer no he creído en su peligro... No la suponía amenazada... seriamente.
—¿De veras, señora?
—Ahora comprendo que habrá que indagar por todas partes minuciosamente, y me imagino que no quedará libre de sospechas ni siquiera el círculo de íntimos de Esa. La cosa es ridícula, pero así será. ¿Verdad que tengo motivos para creerlo, míster Poirot?
—La señora es muy inteligente.
—Anteayer me hizo usted algunas preguntas acerca de mi permanencia en Tavistock. Y como tarde o temprano llegará usted a saberlo, prefiero decirle, desde ahora, que no estuve en Tavistock.
—¿No?
—Vine en automóvil por esos parajes al principio de la semana pasada con míster Lazarus; no queríamos despertar más comentarios de los que ya son de por sí inevitables. Nos detuvimos en un lugar que se llama Shellacombe.
—Que, si mal no recuerdo, está a unos once kilómetros de Saint Loo, ¿verdad, señora?
—Sí.
Y dichas estas palabras volvió a caer en su acostumbrada lasitud.
—¿Quiere usted permitirme una pregunta impertinente, señora?
—Hoy no puede ser impertinente ninguna pregunta.
—Creo que tiene usted razón. ¿Desde cuándo son amigos usted y Lazarus?
—Le conocí hace seis meses.
—Y... ¿le tiene usted mucho cariño?
Frica se encogió de hombros y respondió:
—Es rico...
—Señora, esas cosas no se dicen.
Por un instante mistress Rice se animó y replicó al momento:
—¿No es mejor que se lo confiese yo antes que usted se lo imagine?
—Cuestión de sentido común, sí... Permítame repetirle que demuestra usted ser muy inteligente, señora.
—Entonces me dará usted un premio, tarde o temprano —dijo la señora levantándose.
—¿No desea usted decirme nada más?
—No... Me parece que no... Voy a comprar unas flores para Esa.
—Pues muchas gracias, señora, por su franqueza.
Frica le dirigió una extraña mirada de reojo y pareció a punto de abrir la boca; mas, como si mudase de pronto de parecer, se dispuso a salir, sin añadir una palabra. A mí me envió una graciosa sonrisa al abrirle la puerta.
—Es lista —declaró el detective así que se hubo alejado la señora—. Pero ¡también lo es..., y mucho más..., Hércules Poirot!
—¿Qué quiere decir?
—Que ha sido una buena jugada la de venir aquí a hablarme expresamente de la riqueza de míster Lazarus.
—Pues a mí eso me ha parecido de muy mal gusto.
—Hijo mío, usted es el hombre de las reacciones normales en los momentos que no lo son. Ahora se trata de cosas muy distintas y no de tacto y de buen gusto. Si mistress Rice tiene un amante millonario y que puede satisfacer todos sus caprichos, no necesita matar a una íntima amiga suya para heredar unas pocas monedas. ¿No le parece?
—¡Oh! —exclamé.
—Así es...
—¿Y por qué la ha dejado usted que vaya inútilmente al sanatorio?
—¿Para qué había de descubrirme? No es Hércules Poirot quien impide a miss Buckleys que reciba a sus íntimos, sino el médico y las enfermeras. Esas fastidiosas enfermeras que siempre tienen en la lengua los reglamentos y las órdenes del doctor.
—¡Quién sabe si después de todo la dejarán entrar! Esa podría insistir.
—A nadie dejarán ver a miss Esa, querido Hastings, a no ser a usted y a mí. Y así, es preferible no dejar la visita para más tarde.
En aquel momento, abierta bruscamente la puerta, entró en el saloncito Challenger, con su rostro bronceado impregnado de cólera.
—Oiga usted, míster Poirot, y explíquemelo. He telefoneado a ese maldito sanatorio; he preguntado cómo seguía Esa y a qué hora podría verla yo, y me han contestado que el doctor no le permite recibir a nadie. Quiero saber lo que significa eso... Hablemos claro: ¿es usted quien prohíbe las visitas o es que aún está Esa con los nervios un tanto agitados...?
Poirot no le dejó siquiera terminar la frase, pues le interrumpió contestando con mucha cortesía:
—Sírvase creerme, caballero. Yo no dicto reglamentos para sanatorios. No me atrevería a hacerlo. ¿Por qué no ha telefoneado usted al doctor?... ¿Cómo se llama? ¡Ah!, sí..., el doctor Graham.
—Ya le he telefoneado, y dice que Esa va todo lo bien que puede esperarse... Lo de siempre. Conozco sus trucos: tengo un tío médico en Harley Street, especialista en enfermedades nerviosas, psicoanálisis, etc. No deja entrar a parientes ni amigos con mil pretextos, conozco el método. Pero no creo que Esa necesite aislamiento. Detrás de todas estas cosas debe de estar usted.
Hércules le sonrió cordialmente. Siempre me ha parecido dispuesto a simpatizar con los enamorados. Así que, muy amablemente, dijo a Challenger:
—Oiga usted, amigo mío. Si se admitiese a una sola persona, no se podría dejar de admitir a las demás. ¿Comprende? Hay que admitir a todos o a ninguno. Usted y yo queremos que miss Esa continúe incólume, ¿no es verdad? Pues ahora comprenderá: no se puede admitir a nadie...
Challenger se calmó y dijo:
—Comprendo... Pero en ese caso...
—¡Silencio! ¡Punto en boca! Y olvidemos hasta las palabras que acabamos de pronunciar. Hace falta mucha prudencia, muchísima.
—Callaré —dijo con sereno acento el marino.
Se fue hacia la puerta y en el umbral se volvió para preguntar:
—¿Estará prohibido enviarle flores?
Poirot sonrió.
Apenas se hubo marchado el otro, me dijo mi amigo:
—Y ahora tomemos un coche, y mientras el comandante, mistress Rice y acaso también míster Lazarus se encuentran en la tienda de flores, usted y yo nos vamos al sanatorio.
—¿A buscar las tres famosas respuestas?
—Las preguntaremos... Aunque ya las conozco.
—¿Usted? ¿Qué me dice?
—Sí.
—¿Y cuándo las ha encontrado?
—Mientras almorzábamos. Evidentes...
—Dígamelas.
—No; las ha de oír usted de boca de miss Esa.
Luego, como para hacerme cambiar de idea, me dejó sobre la mesa una carta abierta. Era un informe del perito encargado de examinar el cuadro, el cual lo valoraba en veinte libras esterlinas como máximo.
—Ya está aclarado un extremo —dijo Poirot.
Le repliqué con una de sus metáforas preferidas:
—¡Ningún ratón está en la ratonera!
—¡Ah! ¿Se acuerda usted de mi modo de hablar? Eso es precisamente: ningún ratón en esta ratonera. El retrato del viejo Buckleys vale veinte libras esterlinas, y míster Lazarus hubiera pagado por él cincuenta... ¡Padecer semejante error con un rostro tan inteligente!... Pero vámonos... no nos entretengamos más...
El sanatorio se hallaba casi en la cúspide de una pequeña colina que dominaba la bahía. Nos recibió un ayudante con bata blanca.
Nos introdujo en un saloncito de la planta baja, en donde, momentos después, se nos reunió una enfermera.
Le bastó dirigir una mirada a Poirot. Evidentemente había recibido instrucciones particulares del doctor y al mismo tiempo una minuciosa descripción del detective. Casi sonriendo, nos dijo:
—Miss Buckleys ha pasado buena noche. ¿Quieren ustedes subir?
Ocupaba Esa un hermoso cuarto lleno de sol. En la camita de hierro parecía una niña cansada. Tenía muy pálido el rostro y los ojos enrojecidos. Como distraída y doliente, nos dijo:
—Son ustedes muy amables al venir a verme.
Poirot le tomó una mano, que estrechó fuertemente entre las suyas, reteniéndola un buen rato.
—Ánimo, señorita. Siempre se puede dar un objeto a la propia vida.
Esas palabras la conmovieron. Miró a Hércules y exclamó un triste:
—¡Oh!
—¿Querrá usted decirme ahora, señorita, cuál era la causa de sus preocupaciones en estos últimos tiempos? ¿O me permite ayudarla y ofrecerle la expresión de mi profunda simpatía?
Esa se ruborizó.
—¿Lo sabe usted? ¡Oh! No me importa que lo sepa... Ahora ya todo acabó... No podré volver a verle...
Le faltó la voz.
—Valor, señorita
—Ya no tengo valor. He agotado todas mis fuerzas, he esperado..., esperado..., y últimamente esperaba contra toda evidencia.
Yo miraba atónito, sin comprender una palabra.
—El pobre Hastings —dijo Poirot— no sabe de qué hablamos.
Esa se volvió a mirarme. Y con voz trémula, añadió:
—Michael Seton, el aviador... Era mi prometido... Y ha muerto.