Capítulo I



El Hotel Majestic

En mi opinión no hay puerto de mar al sur de Inglaterra más atractivo que Saint Loo, y comprendo el entusiasmo de sus huéspedes estivales, que lo llaman la reina de las playas. Recuerda por muchos conceptos la Riviera. La costa de Cornwall rivaliza en belleza con la Costa Azul.

Así que hube expuesto ese pensamiento al amigo Hércules Poirot, me respondió éste:

—No es muy original su afirmación, querido, pues la leímos anoche en el coche-restaurante, en la cartulina de la minuta.

—¿Y por eso no le parece tal vez justificada?

Hércules sonreía para sí mismo, absorto en sus propias reflexiones. Tuve que repetir la pregunta.

—Dispénseme, Hastings; estaba pensando en otra cosa, y precisamente en ese lugar de que usted hablaba.

—¿En la Corniche?

—Sí. Pensaba en el último invierno que pasé allí y en los acontecimientos que sucedieron.

Recordé. Se había cometido un asesinato en el tren directo del Mediterráneo, y Poirot, con su acostumbrada e infalible perspicacia, consiguió desenredar las enmarañadas complicaciones de aquel caso criminal.

—¡Ah! —suspiré—. ¡Cuánto me hubiera gustado estar con usted entonces!

—También hubiera querido yo tenerle a usted cerca, porque su experiencia me hubiese valido bastante.

Le miré de reojo, pues por larga experiencia desconfío de los cumplidos de Poirot. Pero esta vez parecía realmente hablar en serio. ¿Y por qué no? ¿Quién podría preciarse de conocer mejor que yo sus métodos?

—Sentía sobre todo la falta de su férvida fantasía, amigo Hastings. —y añadió, casi hablando consigo mismo—: Siempre se necesita alguna pequeña ayuda. Sin embargo, cuando intento aclarar una duda exponiéndosela a George, me veo obligado a reconocer la completa falta de imaginación de mi criado, y eso que es bastante listo.

A decir verdad no me pareció muy genial la observación.

Pregunté a mi amigo si no le venían ganas de volver a la actividad de otros tiempos. Su actual vida pausada...

—Me viene como un guante —me replicó al momento—. Tenderse al sol es la más agradable de las ocupaciones. Y además, descender voluntariamente del pedestal, cuando se ha llegado ya a la cumbre de

la notoriedad, ¿puede darse algo mejor? En todas partes se habla de mi como del grande, del único, del incomparable Hércules Poirot. Nadie ha superado mi valor, nadie lo ha tenido igual, nadie lo tendrá nunca. El resultado conseguido no ha sido del todo malo, y me contento con él; yo soy modesto.

¿Modesto? En ese caso hubiera adoptado yo cualquier otra palabra. El egotismo de mi amigo no se había debilitado seguramente con el transcurso de los años. Se apoyó contra el respaldo de la silla atusándose el bigote, y parecía un gatito ronroneando.

Estábamos sentados en una de las terrazas del Majestic, que era el principal hotel de Saint Loo. Y a ese hotel pertenece el terreno en que surge un espolón rocoso, elevado sobre el mar. A nuestros pies, verdeaban las palmeras de su jardín. La superficie del agua era de un azul oscuro, el cielo muy claro, el sol tenía ese resplandor de agosto que no siempre, ni siquiera a menudo, concede a Inglaterra. Sentíamos en torno nuestro un alegre zumbido de abejas. El conjunto era ideal.

Llegados la víspera por la noche, aquélla era para nosotros la primera mañana de una proyectada estancia de ocho días. Y para que esa temporadita fuera perfecta, bastaría que no variasen las condiciones atmosféricas imperantes entonces.

Recogí un periódico que había en el suelo y empecé a leer las noticias del día: la situación política, enojosa, pero poco interesante. La China en desorden; un gran robo cometido en la City. Volví la página en busca de alguna columna que me llamase la atención y al punto comenté en voz alta:

—Es curiosa esa epidemia de psitacosis, en Leeds.

—Sí, muy curiosa.

—Parece que ha habido otros dos casos mortales.

—¡Lástima!

—Y no se tienen noticias de Seton, ese que quiere dar la vuelta aérea al mundo. Son muy atrevidos nuestros jóvenes aviadores. Del Albatros dicen que es un hidroplano de construcción perfecta. ¡Con tal que sea verdad! ¡Con tal que no se haya matado!... Aún hay esperanza: podría darse el caso de un aterrizaje en alguna isla del Pacífico. En cuestión de política, me parece que se molesta demasiado al ministro del Interior.

—Es verdad —interrumpió Poirot—. Y ese pobre hombre debe de verse apurado de veras, puesto que busca apoyo donde nunca se creería.

Le miré. Con ligera sonrisa, Hércules sacó del bolsillo la correspondencia llegada por la mañana, recogida y bien envuelta en un paquetito atado con una goma. Tomó de allí una carta y me la alargó. Después de leerla, exclamé algo excitado:

—Puede usted estar orgulloso, me parece.

—¿Lo cree usted así?

—¡Un ministro entusiasta de su habilidad!

—Y con razón —dijo tranquilamente Poirot, sin mirarme de frente.

—Le suplica a usted que investigue; se lo pide como un favor personal.

—Sí, pero no hace falta repetirme sus frases. Ya comprenderá usted que las he leído.

—¡Qué lástima! —exclamé suspirando—. ¡Ya se acabaron nuestras vacaciones!

—¡No, hombre, no; tenga usted calma! No hay que renunciar a nuestra feliz holganza.

—Si el ministro dice que la cosa es urgente...

—Tal vez lo sea y tal vez no. Los políticos, en general, se excitan fácilmente. En las sesiones de la Cámara, en París, he llegado a ver...

—El caso es que hemos de prepararnos para marchar. Ya se nos ha hecho tarde para el rápido de Londres, que sale de aquí a las doce. El próximo tren...

—Le repito que tenga calma, Hastings. Usted se pone nervioso en seguida. No nos iremos a Londres hoy ni tampoco mañana.

—Pero ¿esa llamada...?

—No me conmueve. Yo no pertenezco a la Policía inglesa. Se me pide que aclare un suceso enmarañado, se me pide como detective particular y yo me niego.

—¿Se niega?

—Sí. Respondo en tono muy cortés, presento mis excusas, expreso mi profundo sentimiento por la respuesta que me imponen las circunstancias... Y explico mi voluntad de retirarme, por creerme ya hombre acabado.

—¡Pero no lo es! —exclamé.

Poirot me golpeó amablemente la rodilla con una mano.

—Es la voz del corazón de un buen amigo. Y dice bien. La sustancia gris funciona aún admirablemente; todavía tengo la inteligencia capaz de claridad, de orden, de método. Pero el que ha resuelto descansar, no vuelve de su decisión. Yo no soy un divo de teatro para despedirme veinte veces del público. Además, quiero dejar generosamente el puesto a los jóvenes. ¿Quién sabe si éstos no han de llevar a cabo brillantes operaciones? Mucho lo dudo, pero puedo equivocarme. Sea como fuere, siempre sabrán lo bastante para limpiar de estorbos el Ministerio.

—¿Y el homenaje que rinde a su valor?

—No me deja ni frío ni caliente. El ministro del Interior, con muy buen sentido, sabe que si pudiera asegurarse mis servicios, vería allanársele todos los obstáculos. Pero ese buen hombre llega tarde. No está de suerte. Hércules Poirot se dedica al descanso.

Le miré asombrado, deplorando su obstinación. Aunque ya segura y grande su fama, hubiérase, sin embargo, acrecentado por la feliz solución de la trama en que se hallaba metido el ministro del Interior. Por lo demás, era realmente admirable la firmeza de mi célebre amigo. Se me ocurrió decirle sonriendo:

—Debería darle a usted miedo expresarse con tanto énfasis. No tiente a los dioses.

—A todos les sería imposible hacer desistir a Hércules Poirot de una decisión que haya tomado.

—¿Imposible? ¿De veras?

—Tiene usted razón, Hastings; no debería ser categórico en mis afirmaciones. Así, pues, diré que si cerca de mí alguien disparase una bala contra la pared, a la altura de mi cabeza, querría investigar y moverme hasta comprender la causa de lo sucedido. Por más que digamos, siempre seguiremos siendo míseras criaturas humanas.

Y precisamente en aquel momento cayó junto a nosotros en la terraza una piedrecita, por lo cual me hizo reír la hipótesis que imaginaba mi amigo. Vi que Hércules se inclinaba para recoger el guijarro al tiempo que seguía diciendo:

—Sí, somos criaturas humanas. Y si nos echamos a dormir, puede darse el caso de que alguien venga a despertarnos.

Me extrañó un poco verle levantarse en aquel momento y descender los dos escalones que separaban el jardín de la terraza. Y precisamente en aquel instante, mientras él bajaba, casi le salió al encuentro una señorita muy esbelta.

Apenas tuve tiempo de recibir la impresión de un conjunto de rara elegancia, cuando mi atención hubo de volverse de nuevo a mi amigo, que, por no haber mirado bien dónde ponía el pie, cayó pesadamente contra las raíces muy salientes de un árbol.

Se había desplomado muy cerca de la joven, por lo cual ella y yo acudimos con la misma prontitud a inclinarnos sobre él. Y yo le atendía a él solo, como es natural, y, sin embargo, tuve por un instante la percepción de una abundante cabellera castaña y del oscuro azul de los ojos maliciosos puestos en nosotros.

—Le pido mil perdones, señorita —balbució Poirot—. Su amabilidad me confunde... ¡Ay!... Me he torcido un pie... Pero no será nada... Pasará... Si quisieran ustedes ayudarme; usted, Hastings, por un lado y la señorita por el otro... Si no es muy indiscreto lo que les pido...

Sostenido por nosotros, volvió a subir cojeando a la terraza y de nuevo tomó asiento en la silla abandonada poco antes.

Le propuse que llamase a un médico, pero no quiso oír hablar de eso.

—No es nada. Una simple torcedura. Y eso que me duele bastante... ¡Ay!... —al breve lamento, añadió casi inmediatamente—: ¡Bah! Dentro de diez minutos ya no pensaré en ello. Señorita, no sé cómo agradecerle... Tenga la bondad de sentarse, por favor.

Asintió la joven y se sentó.

—No será nada —dijo luego—. Pero no debiera usted dejar de llamar al médico.

—Ya pasará. Es una bagatela, un pequeño dolor, que, con el placer de su compañía, casi no lo siento.

—Muy bien —dijo riendo la señorita.

—¿Tomará usted un aperitivo? —pregunté yo en aquel momento—. Es la hora más a propósito, me parece.

—Pues bien, sí, acepto, muchas gracias.

—¿Un Martini?

—Sí, con mucho gusto. Un Martini.

Me fui. Cuando volví, después de encargadas las bebidas, encontré muy empeñada la conversación entre ella y Hércules.

—Figúrese, Hastings —me dijo inmediatamente mi amigo—, que aquella casa que está en el extremo de la punta del espolón y que tanto hemos admirado pertenece a esta señorita.

No recordaba yo haber admirado ni siquiera haber visto la casa de que me hablaba. Pero, naturalmente, seguí la cosa, y en refuerzo de los elogios oídos ya seguramente por la señorita, exclamé:

—¿De veras? Es muy original su nido. Parece una roca dominadora, aislada, imponente.

—La llaman La Escollera. Le tengo bastante cariño, a pesar de lo poco que vale. Es tan vieja, que se cae en pedazos.

—¿Es acaso la señorita la última superviviente de un antiguo apellido?

—No, pero sí de una familia noble... De trescientos años a esta parte, siempre ha habido Buckleys en Saint Loo. Hace tres años perdí el único hermano que tenía, así que soy en realidad la última de nuestra familia.

—¡Triste destino! ¿Y vive usted sola en La Escollera, señorita?

—Suelo parar poco en Saint Loo. Y cuando estoy en casa, tengo siempre un séquito de alegres amigos.

—Es usted modernísima, señorita. Y figúrese. Yo me imaginaba su vida muy recogida en un palacio antiguo, misterioso, sobre el que pesase alguna maldición familiar...

—¡Qué férvida fantasía la suya! No: La Escollera no alberga fantasma alguno... O a lo sumo alberga uno benéfico. En tres días consecutivos me he librado tres veces de la muerte. Casi podría creer en una protección sobrenatural.

Poirot se incorporó en su silla.

—¿Que se ha librado tres veces de la muerte? Cuénteme, señorita; le suceden cosas interesantes.

—No; no se trata de casos espectaculares. Simples incidentes...

Movió vivamente la cabeza para espantar una avispa y añadió en tono atrevido:

—¡Malditos bichos! Debe de haber un nido por aquí cerca.

—Se ve que las abejas y las avispas no le son muy simpáticas. ¿Le han picado a usted alguna vez?

—No; pero detesto oírlas zumbar casi en mi cara.

En aquel momento llegaron las bebidas. Alzamos los vasos, abandonándonos al cambio de las frases de rigor, las rituales.

—Tengo que irme al hotel para estar allí a la hora del aperitivo —dijo miss Buckleys—. Si no, creerán que me he perdido por el camino.

A Poirot le picaba la garganta cuando dejó el vaso.

—Cuánto preferiría —balbució— una buena taza de chocolate. Pero eso no entra en las costumbres inglesas... En cambio, tienen ustedes en Inglaterra algunos usos muy agradables... Así, las señoritas se ponen y se quitan el sombrero... de un modo tan gracioso... Con tanta facilidad.

La muchacha abría mucho los ojos.

—¿Qué mal hay en ello? ¿Por qué no habíamos de hacerlo?

—Usted habla así porque es joven, señorita, muy joven. Para mí, un sombrerito normal sigue siendo una cosa alta y rígida, fijada con largos alfileres... aquí..., aquí..., aquí.

Hércules subrayaba con alegre mímica sus palabras.

—Ya; pero ésas no son cosas prácticas.

—Estoy convencidísimo de ello. Ninguna mártir de la moda hubiera podido protestar con más eficaz acento. Los días de viento, los sombreros rígidos debían de ser un verdadero tormento, una causa segura de jaqueca.

Miss Buckleys se descubrió y tiró el sombrero al suelo.

—Y ahora hacemos esto —exclamó riendo.

—Y es cosa sensata y graciosa —respondió Poirot con una ligera inclinación.

Miraba yo atentamente a la muchacha. Con los cabellos un poco revueltos en aquel momento, me recordaba, Dios sabe por qué, un gnomo, un pequeño espíritu. Algo melancólico emanaba de toda su persona, de su rostro pequeñito, de los grandes ojos de un azul oscuro; algo así como un efluvio indefinido e indefinible. ¿Soplaba tal vez en torno suyo alguna brisa de inquietud? Bajo los ojos tenía unas sombras oscuras.

La terraza en que estábamos sentados era poco concurrida. La otra terraza, la mayor, preferida de los demás, extendíase detrás, y precisamente hacia el sitio de la alta ribera que dominaba el mar.

De detrás de la esquina venía un hombre de faz colorada y que, por su andar oscilante y el modo de llevar los puños casi cerrados y los brazos caídos, revelaba a primera vista un hombre de mar.

—No acierto a comprender dónde se ha metido —decía, con voz que se oía fácilmente desde donde nosotros estábamos—. ¡Esa! ¡Esa!

Miss Buckleys se levantó.

—Esperaba verle impacientarse... Aquí me tiene, George.

—Frica está rabiando porque falta usted al aperitivo. Venga, pues, al momento.

Dirigió a Poirot, a quien seguramente consideraba muy distinto de los demás amigos de la muchacha, una mirada de franca curiosidad.

La joven esbozó una presentación.

—El comandante Challenger, el...

Con gran sorpresa mía, Hércules no pronunció su nombre. Se levantó, saludó con mucha ceremonia y dijo sentenciosamente:

—¿Oficial de la Marina inglesa? Siento gran simpatía por la Armada inglesa.

Los ingleses no suelen buscar cumplidos de esa clase. El comandante Challenger se sonrojó, mientras Esa Buckleys tomaba el mando de la situación.

—¡Pronto, pronto, George! No se entretenga, que Frica y Jim nos esperan.

Y volviéndose sonriente a Poirot, añadió:

—Mil gracias por el aperitivo. Espero saber pronto que ya tiene usted el pie curado.

Después de dirigirme a mí un saludo, apoyó la mano en el brazo del marino y se marchó con él, desapareciendo por la esquina de la casa.

—He aquí, pues, uno de los amigos de la muchacha —balbució Hércules—, uno de la alegre cuadrilla.

Y volviéndose a mí, añadió, mirándome:

—¿Qué me dice usted de él, Harold? Expóngame su juiciosa opinión. ¿Le parece un buen chico?

Para tener tiempo de decidir el exacto significado de las palabras «buen chico» en la mente de Poirot, contesté evasivamente:

—Parece una buena persona, por lo que se puede descubrir con una simple ojeada.

—Yo me pregunto... —murmuró Hércules.

La muchacha se había olvidado el sombrero. Poirot se inclinó, lo recogió y empezó a darle vueltas alrededor de un dedo.

—¿Cree usted que ese individuo la quiere bien?

—¿Cómo quiere usted que yo lo sepa? Déme ese sombrero. La muchacha lo necesitará, y voy a llevárselo.

En vez de acceder a mi petición, mi amigo seguía haciendo girar lentamente el fieltro.

—Espérese, que esto me entretiene; no corre prisa...

—Hombre...

—Envejezco, chocheo, ¿verdad?

Esas palabras eran exactamente las que me cruzaban por la imaginación, por lo que me disgustó oír con tanta claridad mi pensamiento.

—No, no tema. Aún no chocheo. Devolveremos el sombrero a su dueña, claro está, pero no ahora. Se lo llevaremos a La Escollera, y de ese modo tendremos ocasión de volver a ver a la graciosísima miss Buckleys.

—¿Se ha enamorado usted de ella?

—¿Le parece a usted de veras una joven hermosa?

—¿Por qué me lo pregunta? Bien la ha visto usted.

—Porque desgraciadamente yo no soy juez en la materia. A mí, ahora, todo lo que es joven me parece bello. Es la tragedia de quien ha pasado de la juventud. En cambio, usted puede juzgar; se comprende que sus juicios puedan ser algo atrasados, pues aún tiene usted ante los ojos los figurines de hace cinco años: ha permanecido usted mucho tiempo en la Argentina. ¿Es una joven bella? ¿Atractiva? ¿Cree usted que un hombre puede perder por ella la cabeza?

—Yo diría que sí... Pero ¿cómo se apasiona usted tanto por esa chiquilla?

—¿Apasionarme yo?

—Basta oírle hablar.

—Se equivoca, querido. Me interesa miss Buckleys, es verdad; pero me interesa muchísimo más su sombrero.

Le miré estupefacto: ¿hablaba en serio? Poirot movió la cabeza.

—Sí, Hastings; este sombrero.

Alargó el brazo para que mirase de cerca el sombrerito y me preguntó:

—¿Ve usted ahora la razón de mi interés?

Con gran asombro repuse:

—Es un sombrero bonito, pero que no tiene nada de particular... He visto iguales a éste en infinidad de mujeres.

—¿Iguales a éste? Ninguno.

Lo examiné más detenidamente.

—¿No lo ve usted? —insistió Poirot.

—Veo un modelo de fieltro oscuro, de elegante diseño...

—¡Dale! No le pido que me lo describa. Es evidente que usted no ve: no sabe ver. Yo lo observaría sabe Dios cuántas veces y siempre con el mismo asombro. Pero mire bien, tontuelo. En este caso, no hace falta gran desperdicio de sustancia gris: basta tener ojos. Mire, mire...

Y por último, discerní la incongruencia acerca de la cual quería llamarme la atención. El sombrerito giraba lentamente alrededor de un dedo de mi amigo, y este dedo estaba metido en un orificio practicado en la tela. Cuando Hércules se convenció de que había adivinado su pensamiento, retiró la mano y me hizo examinar el agujero. Su contorno era muy claro y precisamente circular y no comprendía yo su utilidad.

—¿Ha observado usted el miedo que le daban a la señorita las avispas? ¿Ve usted... el agujero del sombrero?

—¡Qué tontería! Una avispa no perfora de ese modo el fieltro.

—Es muy cierto, Hastings; ¡qué perspicaz es usted! Una avispa, no; pero una bala de revólver, sí.

—¿Una bala?

—Sí, como ésta.

Me tendió una mano, en cuya palma había un minúsculo objeto.

—Mire; esto cayó en la terraza hace un instante, mientras hablábamos.

—Así, usted cree...

—Creo que si hubiera dado dos centímetros más abajo, la bala hubiese perforado, no el fieltro, sino la cabeza de la joven. ¿Comprende usted qué es lo que me interesa? Sí; tenía usted razón al decirme que no hubiera debido yo emplear la palabra «Imposible». Somos criaturas humanas, sí. Pero se equivocó de medio a medio el criminal que tomó por blanco a su víctima cuando ésta pasaba a pocos metros de distancia de Poirot. No le arriendo la ganancia... Y ahora comprenderá usted seguramente por qué tenemos que ir a La Escollera y trabar amistad con miss Buckleys. Ha escapado de tres atentados en tres días consecutivos, ella misma nos lo ha dicho; así, pues, hay que obrar pronto, Hastings: el peligro es inminente. No podemos perder tiempo.

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