Capítulo II
La Escollera
—Hércules —dije a mi amigo mientras comíamos en una mesita junto al hueco de una ventana—, he reflexionado...
—Magnífico ejercicio...
—Escúcheme: el pistoletazo lo dispararon muy cerca de nosotros y, sin embargo, no oímos ninguna detonación.
—Y cree usted que hubiéramos debido oírla en la solemne quietud interrumpida únicamente por el leve ruido de la resaca.
—Cuando menos el hecho es algo extraño, ¿verdad?
—Yo creo que es muy fácil de explicar. Aquí nos hallamos muy cerca de ciertos ruidos y por eso no se perciben otros. Durante toda la mañana han cruzado por el golfo vapores. Al principio, usted mismo se lamentaba del estrépito que armaban al pasar, y poco después, ya ni siquiera lo advertía. Ya ve usted. En el ruido próximo de uno de esos vapores casi se perdería hasta el estruendo de un cañonazo.
—Es verdad.
Poirot bajó la voz para decirme:
—Ahí viene la muchacha con su séquito. Por lo visto almorzarán en la fonda. No podemos tardar en devolverle el sombrero. Pero no importa. El caso es lo bastante serio para justificar una visita a La Escollera.
Se levantó gallardamente, cruzó con rapidez la estancia, y con una inclinación entregó el sombrero a la muchacha, que en aquel momento iba a sentarse a la mesa, al lado de sus amigos.
Era un cuarteto compuesto de Esa Buckleys, el comandante Challenger y de otra pareja. No podíamos verlos bien; pero de cuando en cuando nos llegaba la rumorosa risa del oficial de la Marina. Éste me parecía un alma sencilla y amable, un individuo simpático.
Poirot permaneció taciturno y distraído todo el tiempo de la comida. Se entretenía con las migas, hablaba a medias palabras y no dejaba en su sitio los platos ni los cubiertos sobre la mesa. Después de intentar yo varias veces reanudar la conversación, acabé por renunciar a ella. Hércules se quedó sentado largo rato después de tomados los postres. Se levantó en cuanto los otros dejaron el comedor y los siguió a la galería. Antes que se acomodaran alrededor de una mesa, los alcanzó y preguntó a miss Esa:
—¿Me permite unas palabras, señorita?
La Buckleys arqueó la cejas. Leía yo fácilmente su pensamiento, el temor de encontrar en aquel forastero bajito y extraño una fuente de molestias. Y la compadecí, al notar que la situación no podía parecerle de otro modo. Separóse sin ganas, disgustada, de su grupo.
Y al momento, mientras Poirot le hablaba en voz baja, vi asomar en su rostro una expresión de sorpresa.
Entre tanto yo me aburría de estar solo, solito. Challenger tuvo el acierto de venir en mi ayuda, ofreciéndome un cigarrillo y haciendo unas cuantas observaciones vulgares. Nos habíamos mirado recíprocamente de arriba abajo, y creo que nos habíamos agradado mutuamente. Parecía serle yo más simpático que el otro señor del cuarteto, a quien también pude observar al mismo tiempo: era un joven alto, rubio, de facciones bellas y regulares, aunque la nariz era demasiado carnosa. Tenía unos modales algo desdeñosos y cierta languidez en la voz. También me desagradaba su extremada esbeltez.
Su compañera, sentada con mucha compostura en una butaca, habíase quitado el sombrero, descubriendo enteramente un rostro de «virgen cansada». Los cabellos, de un blanco ceniciento, partidos en medio de la frente, escondían las sienes y las orejas y se anudaban sobre la nuca. El semblante, delgado y muy pálido, tenía una expresión singular y extrañamente atractiva. Los ojos eran grandes y de un color gris claro. Parecía estar lejos de la realidad circundante y me miraba fijamente, dispuesta a hablarme. Al fin me dijo:
—Siéntese, mientras su amigo habla con Esa.
Su voz lenta no parecía sincera y, sin embargo tenía no sé qué de simpático. En conjunto emanaba de ella un suprema expresión de cansancio. Parecía cansada, más mental que físicamente, decepcionada por haber tropezado en todas partes con soledad y soberbia que parecían incomprensibles.
Mientras aceptaba el asiento que me ofrecía, le expliqué:
—Miss Buckleys ayudó muy amablemente a mi amigo a levantarse cuando se cayó esta mañana, produciéndose una ligera torcedura.
—Me lo ha dicho.
Seguía mirándome, pero con aire absorto, distraído.
—¿La tibia ha vuelto a su sitio?
Sentí que me ruborizaba.
—¡Oh!, fue un dolor momentáneo, señora. Afortunadamente, nada grave.
—Más vale así, me agrada cerciorarme de que no ha sido pura invención de Esa; pues ha de saber usted que es una embustera de marca mayor, extraordinaria. La más provecta que puede imaginarse: es una artista en el género.
Me quedé estupefacto. Divertida tal vez por mi turbación, prosiguió la señora:
—Es una de las primeras amigas que he tenido; pero eso no impide que la considere muy embustera, ¿verdad, Jim? La historia de los frenos del automóvil, por ejemplo, dice Jim que la debió de inventar de cabo a rabo.
El joven rubio confirmó al momento, con bien timbrada voz:
—¡Y me parece que yo entiendo algo de automóviles!...
Había vuelto un poco la cabeza; fuera de la fonda, alineado con otros varios, pude ver un largo automóvil encarnado, el más largo y más encarnado que he visto en mi vida; un superauto.
—¿Es suyo? —le pregunté con súbito impulso.
Él asintió, y casi me vinieron ganas de decirle:
—¡Tenía que serlo!
En aquel momento se nos acercó Poirot. Yo me levanté, Hércules me cogió del brazo, inclinóse rápidamente ante los otros dos y me llevó de allí.
—Estamos de acuerdo. Iremos a visitar a miss Esa esta tarde, a las seis y media. Ya habrá vuelto de su excursión en coche, y habrá vuelto sana y salva, sí.
Parecía inquieto, turbado.
—¿Qué le ha dicho usted?
—Le he pedido que me conceda una entrevista lo antes posible. La cosa no parecía gustarle mucho, como es natural. Pensaba (¡me es tan fácil imaginarme sus reflexiones!): ¿quién será este hombrecillo? ¿Un impulsivo? ¿Un desocupado? ¿Algún empresario de películas?... De buena gana me hubiera contestado que no si hubiera encontrado algún pretexto; pero, por lo visto, no lo ha encontrado. Es tan difícil negar una petición presentada así, de improviso. Miss Buckleys estará de vuelta en su casa a las seis y media; estaremos, pues, preparados.
Quise emitir mi opinión de que las cosas se presentaban bien, pero no fue muy favorablemente acogida esa idea. Durante toda la tarde Hércules estuvo inquieto, como un gato perdido. Iba y venía por la habitación, murmurando para sí y ocupado continuamente en poner en orden las fruslerías esparcidas sobre los muebles. A todo cuanto yo le decía, limitábase a mover las manos y la cabeza.
Dejamos el Majestic a las seis en punto.
—Parece imposible —dije, mientras bajábamos de la terraza al jardín— que se intente matar a tiros a alguien en el jardín de una fonda. Es cosa de locos.
—No estamos de acuerdo; el acto podría no tener nada de loco si existiera cierta condición esencial. En primer lugar, el jardín está abandonado. Aquí se acostumbra pasar las horas en la terraza que da al océano, y todos se reúnen y entretienen en esa terraza; el único que pasa sus ocios en el jardín soy yo, porque soy un original. Y ni siquiera he visto nada en esta azotea. El jardín es bastante tupido: árboles, grupos de palmeras, arbustos en flor. Cualquiera podría esconderse y esperar sin que le vieran el paso de la muchacha, la cual, por lo que se ve, viene siempre a la fonda por ese lado, que es el camino más propio para llegar desde la Escollera al Majestic, siguiendo la calle; y podemos estar seguros de que miss Esa es de las que siempre llegan tarde y tienen necesidad de ir acortando.
—Pero sea lo que fuere, el peligro era enorme; alguien hubiera podido ver al criminal. Y no se puede pretextar haber disparado un revólver por pura casualidad.
—Por pura casualidad, no.
—¿Qué quiere usted decir?
—Nada... Una idea mía: puedo haber dado en el clavo, pero también puedo equivocarme... Aplazando por ahora este punto, vuelvo a asegurar que la explicación depende de una condición esencial.
—¿Cuál?
—Seguramente la imaginará usted.
—No quisiera privarle del placer de demostrarme su superior perspicacia.
—¡Oh, oh! Qué importancia nos damos hoy. Pues bien, hela aquí: salta a los ojos que el móvil del delito no puede ser obvio. Si lo fuese, entonces sí que hubiera sido enorme el peligro que se corría. La gente diría «El culpable debe de ser el Fulano de Tal. ¿Dónde se hallaba en el momento del atentado?» El delincuente, es decir, el aspirante al delito, no puede ser fácil de identificar. Y eso es lo que me asusta. Porque, lo confieso, estoy asustado. Para tranquilizarme pienso que hago cuanto puedo. Un atentado en aquellas condiciones sería realmente una locura. Sin embargo, temo. Hay que investigar minuciosamente y pronto acerca de esos horribles casos fortuitos... —detúvose de pronto y luego añadió—: Aún es temprano. Tomaremos el camino más largo. El jardín no puede revelarnos nada. Vamos a La Escollera siguiendo el camino corriente.
Volvimos, pues, sobre nuestros pasos, y apenas salidos del portal de la fonda, tomamos por la derecha la salida que conduce a la cima de la colina. Allí, en el poyo de un sendero, una placa indicaba la dirección: A la Escollera.
El sendero, bastante corto, torcía súbitamente, y en el recodo nos encontramos frente a una verja doble, que necesitaba muy visiblemente una buena capa de pintura. Al otro lado, a la derecha, había una casita tan mona, que contrastaba con la pobreza de la verja y del largo camino invadido por la hierba. El jardincillo que la rodeaba estaba muy bien arreglado: los marcos de las ventanas parecían recién pintados y detrás de los limpios cristales veíanse blancos visillos.
Un hombre de raídos vestidos estaba inclinado sobre una era florida. Incorporóse cuando oyó rechinar la verja y se volvió a mirarnos. Era un individuo como de sesenta años, de tez bronceada por una larga costumbre de vivir al aire libre, que así se comprendía al momento, y completamente calvo. Tenía ojos azules que parpadeaban de continuo. El conjunto era simpático.
Nos dio amablemente las buenas tardes. Yo le contesté en la misma forma, y durante todo el tiempo que empleamos en recorrer el sendero de la casa sentí que no apartaba de nosotros una mirada inquisidora.
—Yo me pregunto... —susurró el amigo Poirot.
Pero no añadió nada más, y, por tanto, no supe qué duda le cruzaba otra vez por el cerebro.
La casa era grande y de triste aspecto. En varios puntos, las ramas de los árboles que la rodeaban tocaban el tejado. Parecía evidentemente en ruinas. Poirot contempló con atención la fachada antes de tocar la campanilla, una campanilla de modelo antiguo que requería un esfuerzo considerable para ponerse en movimiento y que una vez movida continuaba sonando y sonando melancólicamente.
Nos abrió la puerta una mujer de mediana edad, una criada decentemente vestida de negro, que me produjo el efecto de ser una persona respetable, triste e indiferente a cuanto la rodeaba. Nos dijo que aún no había vuelto la señorita. Poirot le explicó que estaba citado con ella aquí y se esforzó un rato en convencerla. Comprendíase que la mujer no se fiaba de un forastero, y me precio de haber sido yo la causa de su decisión al admitirnos en la casa e introducirnos en el salón de su amable señora.
De aquel ambiente estaba desterrada la tristeza. Daba al mar y hallábase a pleno sol. El mobiliario, bastante usado, en el que había sólidos muebles de la época de la reina Victoria, al lado de objetos de estilo ultramoderno y de poco precio, revelaba el choque de gustos encontrados. Las cortinas eran de un brocado descolorido; las sillas tenían fundas nuevas y claras, y por el suelo estaban esparcidos unos cuantos almohadones. En las paredes había retratos de familia, algunos de ellos verdaderamente artísticos. Sobre una mesita veíase un gramófono, cuyos discos yacían aquí y allí, en perfecto desorden. Descubrí un aparato portátil de radio y observé la falta completa de libros. En la esquina de un sofá había quedado abierto un periódico. Hércules lo cogió y volvió a dejarlo con una mueca. Era la Gaceta de Saint Loo. Un nuevo pensamiento le impulsó a examinarlo por segunda vez, y lo estaba leyendo cuando entró silenciosamente en el aposento Esa Buckleys.
—Tráeme el hielo, Helen —dijo a alguien que había detrás de ella. Y volviéndose luego a nosotros, añadió—: Aquí me tienen. He dejado plantados a los demás. Tengo mucha curiosidad por saber de qué se trata. ¿He de representar en alguna película la heroína perdida en un bosque? Tenía usted un aspecto tan solemne esta mañana —añadió, hablando a Poirot—, que no creo que se trate de otra cosa. ¿Me hace usted algún ofrecimiento razonable?
—¡Ay de mí, señorita! —balbució Hércules.
—No me diga que he de prepararme para otra cosa. Usted no puede ser ningún miniaturista con deseos de dar a otros sus obras maestras... No; un hombre como usted, que se hospeda en el Majestic, es persona que puede permitirse soportar, además de la peor cocina, los elevados precios de hospedaje que se usan en Inglaterra... ¿Son equivocadas mis suposiciones?
En aquel momento se presentó, cargada con una bandeja en la que había varias botellas de hielo, la mujer que nos abriera la puerta. Esa mezcló las bebidas sin dejar de charlar. Me imagino que al fin la impresionó el persistente silencio de Poirot; puesto que, deteniéndose de pronto, le preguntó vivamente:
—¿Está bien?
—Así quisiera yo que estuviera todo: bien —repuso Hércules, tomando el vaso que ella le ofrecía—. ¡A su salud, señorita! —añadió después—: ¡A su inquebrantable buena salud!
La joven, que no era tonta, sorprendióse del tono de estas palabras.
—¿Hay algo que va mal?
—Sí, señorita. Esto.
Y así diciendo, Hércules alargaba el brazo y en la palma de la mano enseñaba la bala del revólver. La muchacha la tomó y la examinó frunciendo el ceño.
—¿Sabe usted qué es este objeto?
—Naturalmente: una bala de revólver. No cabe duda.
—Eso es. No fue una avispa lo que la rozó el rostro esta mañana, sino esta balita...
—¿Y usted cree...? ¿Le parece posible que haya un idiota tan idiota tomo para disparar en un jardín?
—Me parece precisamente posible.
—En este caso —exclamó Esa— puedo decir que me protege una Providencia. Ésta es la cuarta vez.
—Precisamente —dijo Poirot—. La cuarta... Desearía saber de sus propios labios, señorita, la historia de los otros tres casos... fortuitos.
La joven abrió mucho los ojos sin proferir una palabra.
—Quiero cerciorarme de la naturaleza de... esos casos fortuitos.
—¿Pues qué otra cosa podría ser?
—Prepárese para una desagradable sorpresa: ¿pudiera ser que alguien quisiese atentar contra su vida?
La única respuesta a esa pregunta fue una carcajada. Esa Buckleys parecía disfrutar.
—¡Magnífico hallazgo! Pero, señor mío, ¿a quién diablos se le podría ocurrir matarme? No soy ninguna rica heredera cuya muerte pueda dejar varios millones a éste o a aquél. Casi, casi, me gustaría llegar a ser objeto de una persecución dramática..., pues sería cosa sensacional, mas no lo espero.
—¿Querría usted darme detalles de tales incidentes?
—Con mucho gusto. Aunque repito que no tienen importancia, son casos tontos. Sobre mi lecho cuelga un cuadro de grandes dimensiones. La otra noche se cayó. Afortunadamente, momentos antes había yo oído golpear una puerta y había bajado para cerrarla, y gracias a eso me salvé, pues el cuadro me habría aplastado si me hubiera caído encima. He aquí el caso número uno.
Poirot escuchaba muy serio.
—Cuénteme ahora el caso número dos.
—Ése es más insignificante aún. Por ahí abajo pasa un caminito que va al mar. Yo bajo siempre por ahí para ir al baño, porque hay un saliente, a poco más de un metro sobre el agua, desde el cual se zambulle una admirablemente. Ayer, mientras me preparaba para bañarme, se desprendió un pedrusco desde lo alto, sabe Dios cómo, y rodó, pasando rozándome precisamente... El tercer caso es muy distinto. Se estropeó no sé qué en los frenos del automóvil. Un empleado del garaje ha intentado explicarme la naturaleza del desperfecto, pero no he comprendido sus explicaciones. Únicamente he entendido con claridad que si hubiese yo querido, una vez traspuesta la verja, continuar descendiendo hacia la colina, no hubieran funcionado los frenos, y yo, juntamente con mi coche, hubiera ido a estrellarme contra la Casa Consistorial... Leves desperfectos en la fachada del palacio, y completo destrozo de Esa Buckleys. Pero debido a un olvido hube de volver atrás por un objeto que me había dejado en casa, y así tuve la suerte de detenerme simplemente en medio de los laureles del seto.
—¿No puede usted darme idea de la clase de avería sufrida?
—Sería preciso ir a pedir explicaciones claras al garaje de Molt. Me parece que se trataba de un tornillo aflojado. Helen, la criada que les ha abierto la puerta, tiene consigo un hijo, y habrá querido tal vez entretenerse en desmontar las piezas. Los chiquillos suelen tener esas manías. Como es natural, la madre jura y perjura que el niño no se arrimó al coche. Y, sin embargo, según me dio a entender Molt, alguien tuvo que estropear aquella parte del coche en cuestión.
—¿Dónde está el garaje, señorita?
—En la otra parte de la casa.
—¿Está cerrado con llave?
De nuevo Esa pareció sorprenderse y respondió:
—No.
—Así, cualquiera podría manipular en su coche.
—Sí, podría si quisiera; pero ¿quién ha de querer semejante simpleza?
—Nada de simpleza, señorita. Usted no se convence del peligro a que está expuesta; peligro grave, gravísimo. Se lo digo yo. ¿Y sabe usted quién soy yo?
—¿Quién? —preguntó Esa conteniendo el aliento.
—Hércules Poirot.
—¡Oh! —exclamó la joven, con muy poca emoción.
—Usted conoce mi nombre, ¿verdad?
—Por supuesto.
Estaba turbada, confundida; se le leía en los ojos la angustia de no saber cómo salir del aprieto. Poirot la miraba atentamente.
—Se comprende, señorita, que no ha leído usted nunca mis libros.
—Eso... No... No todos... Naturalmente, pero conozco su nombre.
—Ahora miente usted por cortesía, señorita.
Me estremecí, recordando la confidencia que había tenido horas antes en el Majestic.
—Se comprende —siguió diciendo Hércules—. Es usted tan joven aún, que no ha oído hablar... ¡Se apaga tan pronto una fama!... Pero mi amigo aquí presente le explicará.
Esa me miró. Tosí para no tener que hablar inmediatamente, tras lo cual dije, algo embarazado:
—Monsieur Poirot es..., era..., un famoso detective.
—¿Y, según usted, basta eso? ¿No sabe usted dar a entender a la señorita que soy un detective único, incomparable, el más genial de todos cuantos han existido?
—Ya no tengo que tomarme ese trabajo, pues usted se ha dado a conocer por sí mismo, muy claramente por cierto.
—Pero hubiera sido más agradable no tener que violentar mi modestia. Esto se debería poder hacer sin necesidad de cantar las propias alabanzas.
—Se debería poder hacer cuando se tiene un perro fiel —dijo irónicamente Esa—. ¿Y quién es el perro?
—Soy Harold Hastings —respondí con gran frialdad.
—Lo que me sucede es asombroso, espléndido. ¿Y creen ustedes que alguien desea enviarme al otro mundo? El hecho sería sensacional. Pero no ocurren semejantes cosas en la realidad. Sólo suceden en los libros. Monsieur Poirot puede compararse a un cirujano inventor de una nueva operación, o a un médico que, habiendo estudiado cierta enfermedad, querría encontrarla en todos sus clientes.
—En fin —exclamó con impaciencia Poirot—. ¿Querría usted decidirse a hablar en serio? ¿Son ustedes efectivamente incapaces, los jóvenes de hoy, de mirar seriamente las cosas? No hubiera sido cosa de risa encontrar su cadáver con un lindo agujerito en la cabeza, en vez de encontrarlo en el sombrero. Le aseguro que en ese caso no hubiera usted reído.
—He oído una risa ultraterrena en una sesión espiritista —respondió Esa—. Pero en verdad, monsieur Poirot, su bondad me conmueve... Por lo demás, no puedo creer que no se trate de casos fortuitos.
—¡Es usted obstinada como un diablo!
—Y de eso precisamente deriva mi nombre. Mi abuelo tenía fama de haber vendido su alma al diablo. Por ello le llamaban Nicolás el Diablote. Era un hombre malo, pero bastante ingenioso. Yo le adoraba. Siempre iba con él, y la gente decía de nosotros: «Ahí va el Diablote con la Diablesa.» Y de ahí mi diminutivo, Esa; pero mi verdadero nombre es Magdalena, nombre que abunda bastante en nuestra familia. Ahí tiene usted una —añadió mostrándonos un retrato que había en la pared.
Después de mirarlo, preguntó Poirot:
—Y el otro retrato que hay encima de la chimenea, ¿es el de su abuelo?
—Sí. Una verdadera obra de arte. Jim Lazarus deseaba que yo se lo vendiese, pero no he querido. No quiero separarme del querido Diablote.
Poirot permaneció pensativo un momento. Luego, con grave acento, siguió diciendo:
—Escúcheme, señorita, y le suplico que preste mucha atención. La amenaza un gran peligro; hoy alguien ha disparado contra usted con una pistola Mauser.
—¿Una pistola Mauser?
La vimos vacilar.
—Sí. ¿Conoce usted alguien que tenga un revólver de esa marca?
La joven dijo con una sonrisa:
—Yo tengo uno.
—¿Usted?
—Sí. Era de mi padre, que lo trajo a casa al volver de la guerra, y desde entonces lo he visto rodar por ahí. El otro día estaba en este cajoncito.
Indicó un escritorio antiguo, y movida por súbita sospecha, se levantó de pronto y corrió a abrir el cajón, tras lo cual se volvió a nosotros y nos dijo con gran mudanza en la voz:
—¡Ya no está!