Capítulo XII
Helen
Poirot no abrió la boca mientras salíamos del sanatorio. Pero en cuanto dimos unos pasos por la calle, me detuvo, y apretándome el brazo para llamarme más la atención me dijo:
—¿Ha visto usted?... ¡Razón tenía yo! Desde un principio noté que faltaba uno de los datos del endemoniado rompecabezas. Sin ese dato esencial el conjunto era incomprensible.
Esa mezcla de complacencia y de lamentación era para mí doblemente oscura. No me parecía que hubiese sucedido nada muy extraordinario.
—Estaba ahí desde el principio y yo no lo veía. ¿Cómo había de verlo? Tener la intuición de que había una incógnita, sí; pero adivinar su naturaleza...
—¿Ve usted alguna relación entre lo que hoy nos ha dicho Esa y el delito de anoche?
—¿Y usted no la ve?
—Confieso que no.
—¿Será posible?... Tenemos ahora en la mano lo que buscábamos, el recóndito móvil del crimen.
—Seré muy tonto; pero, la verdad, no acierto a verlo. Así, según usted, ¿se trata de un drama de celos?
—¿Celos? ¡No, no y no! Se trata del móvil ordinario, del único, el inevitable: el dinero, querido, el dinero.
Le miré consternado. Él prosiguió, más tranquilo:
—Escúcheme: sir Mateo muere la semana pasada. Y sir Mateo era riquísimo. Uno de los ingleses más ricos de hoy día.
—Sí, pero...
—Espere, cada cosa a su tiempo... sir Mateo tiene un sobrino de quien está orgulloso y al cual, según razonables probabilidades, habrá dejado su enorme fortuna...
—Pero...
—Querrá usted decirme que habrá hecho diversos... legados... Habrá distribuido tesoros para el sostenimiento de sus extravagantes iniciativas, desde luego; pero la mayor parte de la fortuna ha ido a parar a Michael Seton. El martes pasado los periódicos anunciaban el probable fin del aviador, y los atentados contra miss Esa empezaron el martes... Ahora supóngase que Michael Seton, antes de emprender tan peligroso viaje, hubiera hecho testamento a favor de su prometida...
—Es una hipótesis.
—Sí, una simple suposición, la cual, por lo demás, ha de corresponder a los hechos. Porque, si no fuera así, no tendrían ningún significado los incidentes acaecidos. No se trata de una pequeña herencia, sino de una fortuna enorme.
Recordé atentamente las cosas oídas. Parecíame que Poirot saltaba de una premisa hipotética a una conclusión con excesiva desenvoltura. Y, no obstante, en el fondo de mi alma me sentía movido a darle la razón. Tal vez contribuyeran a convencerme las mil pruebas que tenía yo de la extraordinaria perspicacia de Hércules. Sin embargo, esta vez seguían siendo inexplicables para mí muchos puntos y objeté:
—Desde el momento que el noviazgo era secreto...
—¡Tonterías!... Seguramente lo sabría alguien. En semejantes casos nunca falta alguien que esté muy bien enterado. Y el que no sabe procura adivinar. Mistress Rice sospechaba algo, nos lo ha dicho miss Esa. Y puede haber pasado de la sospecha a la certidumbre.
—¿Cómo?
—Ante todo debe haber cartas escritas por Seton a miss Esa. Eran prometidos desde hace algunos meses y mistress Rice no puede ignorar que Esa es una desordenada, que deja las cosas en cualquier sitio sin el menor cuidado. Probablemente no habrá cerrado nada con llave en toda su vida. Sí, Frica debía de contar con una certeza.
—¿Y cree usted que la Rice sabía algo del testamento de Esa?
—Indudablemente. Y aquí empieza a hacerse la luz. La lista de anoche, en la que he incluido los invitados con las letras desde la A hasta la J, puede reducirse ahora a dos nombres solamente... Pueden eliminarse las personas de la servidumbre... Puede ser también eliminado el comandante..., aunque haya empleado hora y media en venir de Plymouth a Saint Loo, es decir, en recorrer unos cuarenta kilómetros... Se puede eliminar al narigudo Lazarus, a pesar de su oferta de cincuenta libras esterlinas por un cuadro que apenas vale veinte... (Y eso es muy extraño... ¡Es muy extraño que un judío sufra un error de ese calibre!) Se pueden eliminar también los australianos, tan cordiales y tan cariñosos. Sólo quedan dos en la lista.
—Que son, supongo, en primer lugar, mistress Rice...
Mientras hablaba acudió a mi memoria el rostro blanco, delicado, con aquella aureola de cabellos dorados.
—Sí, su nombre es el que más sobresale. Como el testamento de miss Esa se habrá redactado probablemente a toda prisa, debe de expresar claramente la voluntad de nombrar segunda heredera a mistress Rice. Fuera de La Escollera, ha de heredar esa señora todo lo de su amiga. Si en vez de morir miss Maggie hubiera muerto Esa, mistress Rice sería hoy una persona riquísima.
—Apenas puedo admitir la exactitud de su razonamiento.
—Porque apenas puede usted admitir que una mujer hermosa sea una criminal... Ya. Siempre es difícil convencer de tal posibilidad a los miembros de un jurado... Y, por lo demás, no deja usted de tener razón al mantenerse incrédulo... Hay otra persona sospechosa.
—¿Quién es?
—El abogado Vyse.
—Pero ¡si a ese sólo le tocaría la casa!
—En efecto, pero tal vez no lo sepa él. ¿Ha redactado él el testamento de miss Esa? Lo dudo. Si el documento hubiese sido dictado por él, lo tendría en su bufete y no «en cualquier sitio», como nos acaba de decir miss Esa. Así, pues, ya ve usted, Hastings, que es muy probable que Vyse no lo haya leído ni sepa nada del testamento. Y hasta puede figurarse que miss Esa no haya pensado nunca en testar, y en ese caso toda la fortuna que dejase su prima iría directamente a él, que es el pariente más cercano...
—Esta segunda hipótesis me parece tan poco plausible como la primera.
—Por efecto de su acostumbrado e incorregible romanticismo, ya que el letrado perverso es un personaje que nunca falta en las novelas policíacas. Si, además, se trata de un abogado de fisonomía impasible, no cabe ya duda de su culpabilidad... Verdad es que, en cierto modo, el abogado, en nuestro caso, está mucho más indicado que mistress Rice. Él tiene más probabilidades de haber sabido la existencia de la pistola, como también el modo de manejarla.
—O el modo de mover y precipitar un pedrusco —añadí yo.
—Tal vez, sí. Aunque repito que el incidente del pedrusco más bien puede atribuirse a destreza que a esfuerzo muscular... En cambio, la idea de estropear los frenos del auto parece proceder de un cerebro de hombre. Pero son hoy muchas las mujeres que entienden de mecánica tanto como los hombres... Eso aparte, la hipótesis contraria al abogado presenta dos lunares.
—¿Cuáles?
—Es bastante probable que mistress Rice haya sabido del noviazgo de Esa, pero ¿el abogado?... Otro punto flaco: la irrupción de la acción criminal.
—¿Qué quiere usted decir?
—Quiero decir que la certeza de la muerte de Seton no se ha tenido hasta anoche. Los jurisconsultos no suelen obrar precipitadamente sin tener una base de absoluta certidumbre.
—Es verdad; las mujeres son más impulsivas.
—Nunca dudan de ver el hecho mismo plegarse a su capricho.
—¡Qué extrañamente afortunada ha sido miss Esa! ¡Haber podido salir incólume de una serie de atentados!... Casi es increíble...
Como un eco de mis palabras volvieron a sonar en mi imaginación las de mistress Rice:
«Esa tiene una Providencia que la protege.»
Me estremecí.
—Sí, casi casi —repitió a media voz Hércules—. Y ni una sola vez se ha librado por mis méritos... Humillante circunstancia...
También a media voz murmuré yo:
—La ha protegido la Providencia.
—Querido —exclamó Hércules—, no achaquemos al Padre eterno las responsabilidades de las maldades humanas. No me saque usted a relucir la Providencia, con el acento convencido de sus oraciones dominicales, sin pensar en el resultado de sus reflexiones que es precisamente éste: que el Padre eterno ha matado a Maggie Buckleys.
—¿Habla usted en serio, Poirot?
—Muy en serio, amigo mío, muy cierto. No estoy en modo alguno dispuesto a dejar que las cosas vayan por su pendiente, atrincherándose en la cómoda creencia de que esa pendiente la ha querido Dios; en cambio estoy convencido de que el Padre Eterno ha creado a Hércules Poirot para que intervenga en tiempo oportuno.
Poco a poco habíamos vuelto a subir la cuesta, siguiendo el tortuoso sendero que conduce hasta la puerta de servicio de La Escollera.
—¡Uf! —suspiró Poirot—. La cuesta es empinada... Estoy sudando... Le repito que voy a intervenir. Y para ponerme de parte de la inocencia. Me decido por miss Esa porque ha sido atacada y por miss Maggie porque ha sido muerta.
—Y se declara contrario a mistress Rice y al abogado Vyse.
—No, no, Hastings. Procuro mantenerme ecuánime. Me limito observar que uno de esos dos puede ser sospechoso, según están las cosas... Pero ¡silencio! ¡Punto en boca!
Habíamos llegado a la calleja y precisamente delante de la casa, en el prado, casi en el límite del camino, un hombre manejaba una máquina segadora. Tenía cara estúpida y ojos apagados. A su lado había un niño de unos diez años con cara sucia, pero inteligente.
Reflexioné en que no habíamos oído el ruido de la segadora que estaba funcionando. Seguramente el que la manejaba no se esforzaba mucho por terminar su trabajo. También supuse que se hubiera precipitado sobre la máquina sólo al oír el ruido de nuestras voces.
—Buenos días —le dijo Hércules.
—Buenos días, señores.
—¿Es usted el jardinero, el marido de Helen, la criada de esta casa?
El niño nos declaró:
—Es mi papá.
—Sí, señor, soy el jardinero. Y usted supongo que será ese señor forastero que hace de detective... ¿Qué noticias hay de miss Esa?
—Acabo de verla. Ha pasado buena noche.
El niño continuó queriendo darnos datos.
—Han venido los guardias... Miss Maggie fue muerta ahí. Cerca de la escalera... Yo he visto matar un cerdo, ¿verdad, papá?
—¡Ah! —exclamó con mucha calma el padre.
—Papá mataba los cerdos cuando trabajaba en una hacienda... ¿Verdad?... Y yo vi degollar uno... Si viera usted... ¡Es muy divertido!...
—A los niños les divierte ver matar a los animales —dijo el hombre.
Su voz soñolienta y tranquila parecía anunciar una verdad práctica, indiscutible.
—Pero a la señorita le han pegado un tiro... No la han degollado, ¿verdad, papá?
Continuamos hacia la casa. Me sentí libre de una pesadilla al perder de vista al feroz chiquillo.
Poirot entró en el salón por una de las puertas abiertas. Tocó la campanilla y al punto acudió a la llamada Helen, vestida decentemente de negro. Nuestra presencia no la maravilló en modo alguno.
Poirot le explicó que la señorita nos había autorizado para registrar la casa.
—Muy bien, señores.
—¿Ha terminado la actuación de la Policía?
—Han dicho que lo han visto todo... Han registrado por todas partes del jardín hasta esta mañana... No han encontrado nada...
Iba a marcharse del cuarto cuando la detuvo Poirot preguntándole:
—¿Se sorprendió usted mucho ayer al saber que habían dado muerte a la prima de la señorita?
—Mucho, sí, señor; fue para mí una gran sorpresa. ¡Era tan buena miss Maggie! ¿Quién puede ser el bandido capaz de no querer a un ángel como era ella?
—Si hubieran matado a otro cualquiera, ¿habría sido menor su sorpresa?
—No entiendo lo que quiere decir el señor.
En aquel momento quise intervenir yo para recordar a la mujer nuestra conversación de la noche anterior.
Durante un rato calló. Helen, apretando con sus dedos una esquina del delantal, movió la cabeza y luego dijo:
—Ustedes no lo comprenderían, señores.
—Sí, hija, sí —repuso inmediatamente Poirot—. Yo comprenderé. Por más extraño que sea lo que tenga que decirme, lo comprenderé.
La mujer le miró a la cara, y después de titubear todavía un ratito, decidióse a concederle su confianza:
—Verá usted, ésta no es una buena casa.
La afirmación me sorprendió desagradablemente. En cambio, a Poirot le pareció sencillísima.
—¿Quiere usted decir que la casa es vieja?
—Sí, señor..., y no es buena...
—¿Hace mucho que está usted aquí?
—Seis años. Pero también venía de pequeña... En tiempo del viejo míster Nicolás ayudaba yo en la cocina... Entonces era lo mismo.
Poirot la miraba atentamente.
—A veces —dijo sin quitarle de encima los ojos— en las casas viejas hay una atmósfera maligna.
—Eso es precisamente, señor —repuso con viveza la mujer—; maligna... Pensamientos... Hechos feos... Es como la corrupción de lo viejo, que, por más que se haga, nunca se consigue destruir en las casas. Algo que está en el aire. Siempre he tenido el presentimiento de que tarde o temprano ocurriría en esta casa una desgracia.
—Y ha acertado usted.
—Sí, señor.
En el tono de la respuesta se podía advertir la satisfacción de haber visto cumplirse sus siniestras previsiones.
—Pero nunca hubiese creído que pudiera ocurrir una desgracia a la bondadosa miss Maggie.
—¡Oh! No, señor, eso no. Nadie la quería mal; de eso estoy segurísima.
Me parecía que aquellas palabras pudieran dar motivo a una explicación más amplia y más clara. Pero, con gran asombro mío, Poirot pasó inmediatamente a otro asunto.
—¿No oyó usted el ruido de los disparos?
—No podría decirlo... Hacían tanto estruendo los fuegos... Ensordecían.
—¿No estaba usted en el jardín viéndolos?
—No; no había acabado de fregar.
—¿No la ayudaba el camarero interino?
—No, señor. Él estaba en el jardín viendo los fuegos.
—Y usted no.
—Yo, no.
—¿Por qué?
—Porque quería dejarlo todo en orden.
—¿No le gustan los fuegos artificiales?
—Sí, señor; me divierten mucho. Pero los hacen dos veces... Y William y yo tendremos mañana la noche libre. Por consiguiente, iremos a verlos al pueblo.
—Comprendido... ¿Oyó usted a miss Maggie pedir el abrigo y decir que no lo encontraba?
—Oí a miss Esa correr por arriba y oí a miss Maggie decirle desde abajo que no encontraba no sé qué... Y poco después añadió: «Me pondré el mantón: ¿te parece?...»
—Permítame —insistió Poirot—. ¿No se le ocurrió a usted ayudarla a buscar el abrigo, es decir, ir por él al automóvil donde se había quedado?
—Yo tenía mi trabajo, señor.
—Es verdad. Y probablemente ninguna de las dos señoritas pensaría en pedir su ayuda porque la creían a usted fuera mirando los fuegos.
—Eso es.
—Porque los años anteriores siempre iba usted a verlos.
La mujer se sonrojó instantáneamente.
—No sé lo que quiere usted decir, señor... Siempre paseamos por el jardín a nuestro antojo. Si anoche no quise ir a ver los fuegos y en cambio preferí terminar mi trabajo para poder acostarme pronto, es cosa que no le importa a nadie más que a mí, me parece.
—Indudablemente. No ha sido mi intención ofenderla... ¿Por qué no ha de hacer usted lo que más le guste? De cuando en cuando conviene variar...
Se detuvo un momento y luego añadió:
—Por cierto que usted podría darme un dato muy útil... Esta casa es vieja. ¿Tiene, que usted sepa, algún cuarto secreto?
—Sí. En este mismo piso, detrás de una tabla corrediza, en una pared, hay un escondrijo... Me lo enseñaron una vez cuando era pequeña. Pero no puedo acordarme del sitio en que está... Tal vez se halle en la biblioteca. No podría asegurarlo...
—¿Se podría esconder en ese sitio una persona?
—¡Oh, no! Es un armario chiquito, un nicho. Tendrá unos treinta centímetros de alto por otros tantos de ancho...
—Yo me figuraba otra cosa.
De nuevo se ruborizó Helen y repuso:
—Si cree usted que yo estaba escondida en cualquier sitio, se equivoca. Oí a miss Esa bajar a todo correr la escalera y la oí también gritar. Y vine al vestíbulo para ver... si había ocurrido una desgracia. Ésa es la verdad, señor, la pura verdad.