Capítulo III



¿Casos fortuitos?

A partir de aquel momento la conversación tomó otro giro. Hasta allí, Poirot y su interlocutora habían tenido palabras contrarias, permaneciendo infranqueable entre ellos la alta barrera de los años. No habiendo sabido hasta entonces nada de la gran fama del detective, pues su generación solamente sabe los nombres conocidos de la actualidad inmediata, Esa Buckleys no había dado importancia a la clamorosa autopresentación del detective. Para ella, Poirot había sido hasta aquel momento un forastero anciano y casi cómico con su propensión al melodrama.

Su actitud había herido a Hércules en su vanidad, ya que estaba convencidísimo de que todo el mundo conocía su existencia. Y he aquí que alguien la ignoraba. Lo cual no era del todo inútil para él, convencido estoy de ello, pero perjudicaba directamente al objeto a que quería llegar. No obstante, con el descubrimiento de la desaparición del revólver el asunto cambió de aspecto: Esa ya no lo juzgó como una broma poco interesante. Siguió hablando con desenvoltura, pues era su costumbre tomar las cosas a la ligera; pero en su modo de proceder se notaba ya cierta diferencia.

Se apartó del escritorio y volvió a sentarse a nuestro lado en el brazo de una butaca. Con grave semblante susurraba:

—Es extraño... Es extraño.

Poirot se volvió a mirarme:

—¿Se acuerda usted de mi dudosa hipótesis? Pues bien: como ve, no era desacertada. Si la señorita hubiera muerto en el jardín de la fonda, no se hubiera descubierto su cadáver probablemente hasta algunas horas después de cometido el delito. Pocas personas pasan por allí. Junto a ella, cual si se le hubiese caído de la mano, hubieran encontrado el revólver. Helen no hubiera titubeado en identificarlo, y habrían salido a relucir habladurías sobre preocupaciones, insomnios...

Esa replicó vacilante:

—Es verdad... ¡Tengo tantas preocupaciones!... Todos me reprochan haberme vuelto nerviosa... Sí; se hubiera hablado de todo esto.

—Y habrían atribuido el suceso a suicidio. Ninguna huella dactilar en la culata del arma, a no ser las de la señorita... Un caso sencillo, muy convincente. Eso hubiera sido todo.

—¿De veras? La cosa tiene una gracia tremenda —exclamó Esa, a la que, sin embargo, no parecía hacerle mucha.

Poirot tomó la frase en un sentido convencional.

—¿Tremenda? Sí. Pero convendrá usted conmigo, señorita, que ese juego ha durado ya bastante y debe terminar. Cuatro tentativas han sido inútiles, pero la quinta podría ser eficaz.

—Y bajaría yo a la negra tumba —se arriesgó a decir en tono alegre la joven.

—Pero aquí estamos el amigo Hastings y yo para evitarle ulteriores daños.

Me agradó aquel «estamos». Poirot no suele asociarme a mí en sus empresas. Creí, pues, deber añadir:

—Sí, sí, esté usted tranquila, señorita, que la protegeremos.

—Son ustedes muy amables —respondió miss Buckleys—. Todo esto es extraordinario, increíble, melodramático.

Esa no había querido desechar el tono alegre de quien no toma las cosas por lo trágico, pero parecíame descubrir cierta turbación en sus ojos.

—Lo primero que debemos hacer ahora —declaró Poirot— es tener una consulta.

Sentóse y la miró con expresión de sincera amistad.

—Ante todo, vamos a ver, señorita: ¿sabe usted si tiene enemigos?

Esa movió la cabeza, y casi parecía lamentar tener que respondernos:

—No creo tenerlos.

—Está bien. Podemos dejar por ahora esa hipótesis. Pasemos a la pregunta clásica de las películas y de las novelas policíacas: ¿a quién aprovecharía su muerte?

—No lo podría decir —contestó Esa—. Y precisamente eso es lo que me impide tomar por lo trágico mis casos. ¿Esta casa? Es una ruina. Y, además, está hipotecada hasta el máximo de su valor: el techo se hunde, la roca en que se apoya no esconderá seguramente un filón de antracita ni de ningún otro precioso mineral.

—¿Hipotecada?

—No hubo más remedio que recurrir a eso. Tenga usted presente que en pocos años he tenido que pagar dos veces derechos de sucesión. Mi abuelo murió hace seis años y poco después de él murió mi hermano. Ésa fue la última caída.

—¿Y su padre?

—Era inválido de guerra cuando volvió del frente y se lo llevó una pulmonía en mil novecientos diecinueve. Era yo muy niña cuando perdí a mi madre. Vivía aquí con el abuelo. Entre éste y mi padre no existía buena armonía, cosa que no puede sorprender, así, pues, mi padre nos dejó y empezó a correr por el mundo por su propia cuenta. Tampoco mi hermano Gerard se entendía con el abuelo. Y aun creo que éste no me hubiera tomado a mí cariño si yo hubiese nacido varón. Pero a mí me quería. Decía que yo era un retoño de la antigua rama y que había heredado todos los caracteres de ella —y al llegar aquí se interrumpió con una sonrisa—. Creo que mi abuelo era un calavera, pero con mucha suerte. Decían que en sus manos todo se convertía en oro. En cambio, como era jugador empedernido, pronto perdía lo que había ganado. Cuando murió, no dejó casi nada más que la casa y ese poco de terreno que la rodea. Entonces tenía yo dieciséis años y Gerard veintidós. Gerard falleció víctima de un accidente de automóvil hace tres años, y yo me quedé en posesión de la finca.

—¿Y a quién iría ésta a parar si usted desapareciese? ¿Cuál es su pariente más cercano?

—Mi primo Charles; Charles Vyse, un abogado domiciliado en Saint Loo, persona muy digna y muy buena, pero poco divertida. Siempre me aconseja que refrene mis gustos extravagantes.

—¿Y es él quien administra sus bienes?

—Administrar... Es un decir, porque yo no tengo nada que administrar. Sin embargo, Charles fue quien me buscó un prestador para la casa y los inquilinos de la casita que está próxima a la verja.

—¿La casita? Iba a pedirle datos sobre ella. ¿Está alquilada?

—Sí; a un matrimonio australiano, un tal Croft, con su esposa. Muy buena gente, de una cordialidad excesiva, oprimente. Nunca dejan de ofrecerme algún regalo de manojos de apios o peras primerizas o qué sé yo... Lo descuidado que está mi jardín les horroriza. Son algo pesados, es verdad, cuando menos él, demasiado diligente. Ella está inválida; la pobrecilla no puede moverse del sofá en el que permanece tendida desde la mañana a la noche. Además, pagan el alquiler, que para mí es un gran alivio.

—¿Hace mucho que han venido aquí?

—Unos seis meses.

—Comprendo. Ahora dígame: aparte de ese primo suyo... Entendámonos: ¿es primo por parte de su padre o de su madre?

—Por parte de mi madre, que de soltera se llamaba Any Vyse.

—Muy bien. Decía, pues, si no tiene otros parientes, aparte de ese primo.

—Tengo otros primos lejanos, auténticos Buckleys, que viven en el distrito de York.

—¿Y ninguno más?

—Ninguno.

—Está muy aislada.

Ella le miró.

—¿Aislada? ¡Qué gracia! Aquí estoy muy poco. Vivo generalmente en Londres. Por lo demás, los parientes suelen ser aguafiestas, husmean por todas partes, se meten en lo que no les importa... Vale más, mucho más, tenerlos lejos y no hacerles caso.

—No perderé el tiempo en compadecerla. Usted es una muchacha moderna... Ahora dígame qué personal tiene a su servicio.

—¿Personal?... Vaya una palabra imponente. El personal se reduce únicamente a Helen. Su marido cuida un poco del jardín, pero es jardinero de ocasión, se contenta con una mísera paga porque le he dado permiso para que tenga en casa a su hijo. Helen me sirve cuando estoy aquí, y ella y yo nos ayudamos en lo que podemos cuando doy alguna recepción. Daré una el lunes: la semana que viene es la semana de regatas, como usted sabe.

—¿El lunes?... Y hoy es sábado... Bueno. Dígame ahora algo de sus amigos. ¿Quiénes son los que comían hoy con usted?

—Frica Rice, la joven señora rubia, puede decirse que es mi mejor amiga. Es una criatura desgraciada, casada con un tunante, borracho y morfinómano, un desequilibrado sin miramientos humanos. Frica tuvo que separarse de él hace un año o dos, y desde entonces no para en ningún sitio... Quisiera que pudiese conseguir el divorcio para casarse de nuevo con Jim Lazarus.

—¿Lazarus? ¿El anticuario de Bond Street?

—El mismo. Mejor dicho, Jim es hijo único del dueño de esa casa de antigüedades. Tiene mucho dinero. ¿Han visto ustedes su automóvil? Jim es judío, pero de los buenos. Está enamoradísimo de Frica y siempre anda detrás de ella. Habían venido juntos a pasar el fin de semana en el Majestic, pero se detendrán un poco más para poder tomar parte en mi recepción del lunes por la noche.

—¿Y el marido de mistress Rice?

—¿El marido? Le echan de todos los cargos y ahora nadie sabe dónde para. Así, pues, la situación de su mujer es muy enojosa. ¿Cómo va a divorciarse de un individuo cuyo domicilio se ignora?

—Ya.

—¡Pobre Frica! Es desdichada de veras. Hubo un momento en que parecía poder quedar libre, pues el marido había aceptado dejarse sorprender en compañía de una mujer; pero a última hora dijo que andaba muy corto de dinero... Y por último consiguió que le pagasen para marcharse, y desde aquel día nadie ha vuelto a saber nada de él. En resumen, es un ser abyecto.

—¡Dios mío! —exclamé.

—Ha escandalizado usted al amigo Hastings. Tenga usted cuidado. Acuérdese de que está un poco atrasado, porque ha vuelto hace poco de las vastas y claras llanuras de la Argentina. Aún no ha tenido tiempo de familiarizarse con las costumbres de hoy...

—Pues no hay que escandalizarse —replicó Esa, mirándome de frente—; quiero decir que esos tipos existen, y que todo el mundo lo sabe. ¿Y por qué no había de llamarle abyecto? ¿Acaso no lo merece? En fin, la infeliz Frica se vio en aquella época reducida a no saber cómo salir del paso.

—Comprendo, comprendo; una historia fea. ¿Y el otro amigo suyo, el bueno del comandante Challenger?

—¿George? Le he conocido siempre. Es decir, desde hace cinco años. Es un buen muchacho.

—Que quisiera casarse con usted..., ¿verdad?

—Me habla de ello de cuando en cuando, a ratos perdidos o después de haber bebido dos vasos de lo bueno.

—¿Y usted permanece insensible?

—¿Por qué habíamos de casarnos George y yo? Ni él ni yo tenemos un céntimo. Además, a su lado me aburriría mortalmente. Es el tipo a quien se le ha metido en la cabeza ser «patricio» o «amoldarse a las tradiciones»... Esto aparte, tiene lo menos cuarenta años.

La observación me lastimó un poco.

—Ya —dijo riendo Poirot—, tiene un pie en la sepultura... No; no tema haberme ofendido, señorita. Yo soy un abuelo, un vejestorio... Quisiera algunos otros pormenores respecto a los peligros corridos. Por ejemplo, el cuadro...

—Ha vuelto a su puesto, previa sustitución de la cuerda que lo sostenía. Venga a verlo si quiere.

Nos abrió paso y la acompañamos a su dormitorio. El referido cuadro era una pintura al óleo, encerrada en un pesado marco. Estaba colgada en la pared, precisamente sobre la cabecera del lecho. Poirot, después de decir «Permítame, señorita», se quitó los zapatos y se puso en pie en la cama. Examinó el sostén y, como pudo, el peso del cuadro. Hizo una mueca elocuente y volvió a bajar, diciendo:

—Si esto le hubiera caído a usted encima, hubiera sido un mal negocio. ¿También era de alambre el primitivo sostén?

—Sí, pero no tan grueso. Éste es más sólido.

—Muy bien. ¿Y examinó usted el punto de la rotura? ¿Fueron limados los extremos de los dos pedazos? ¿Los observó usted?

—Me parece que sí, pero no lo examiné muy atentamente. ¿Por qué había de darme que pensar?

—Eso precisamente, ¿por qué? En fin, me gustaría ver ese alambre. ¿Sabe usted dónde está?

—Quedó junto al cuadro, pero probablemente el operario que vino a cambiarlo lo tiraría.

—¡Lástima! Me hubiera gustado verlo.

—¿No cree usted que fuera un caso fortuito? No puede ser otra cosa.

—Podría ser, no es posible asegurar nada. Pero el desperfecto producido en el automóvil, ese indudablemente no fue un caso fortuito. ¿Y el pedrusco desprendido de la pendiente...? Me gustaría ver hasta dónde rodó.

Esa nos condujo a través del jardín: hasta el sendero del desprendimiento, bajo el cual centelleaba el mar. Se detuvo en el punto en que había ocurrido el incidente, que volvió a describir al muy atento Poirot, el cual, cuando calló la joven, le preguntó:

—¿De cuántos modos se puede llegar a su jardín, señorita?

—Hay la calle de enfrente, la que pasa por delante de la casita; hay también una puerta de servicio en la tapia, en la mitad del callejón. Existe al mismo tiempo una salida aquí, en lo alto de las rocas. El sendero que de ella parte conduce, serpenteando, del mar al Majestic. Además, naturalmente, se puede muy bien entrar en el jardín desde el hotel, cruzando el seto. Así he entrado yo esta mañana. Y cruzando el jardín se acorta para ir a la ciudad.

—¿En dónde trabaja de ordinario su jardinero?

—Anda por el huerto o permanece sentado en el cobertizo de los aperos, afilando una hoz o guadaña.

—¿Ese cobertizo está en la otra parte de la casa?

—Exactamente.

—¿Así que si alguno viniese a quitar de su equilibrio una piedra, podría hacerlo sin que le vieran?

Vi sobresaltarse a Esa.

—¿Quiere usted decir que alguien ha procedido de ese modo? No llega a convencerme. Esa acción hubiera sido fútil.

Poirot sacó otra vez del bolsillo la bala del revólver.

—Pero esto no ha sido una acción fútil, señorita —insistió amablemente.

—Eso habrá sido el acto de un loco.

—Pudiera ser. Es muy comprensible que guste entablar en las veladas una discusión respecto del problema de la supuesta locura de todos los delincuentes. Tal vez haya en ellos una defectuosa formación de la sustancia gris. Es probable. Pero eso es cosa que compete al médico. Mi misión es distinta. Yo debo cuidarme de la víctima, no del criminal. Pienso en usted, señorita, y no en su desconocido agresor. Usted es joven y bella; el mundo está para usted lleno de promesas, le espera la vida y el amor. Eso es lo que yo pienso... Dígame, esos amigos suyos, es decir, mistress Rice y míster Lazarus, ¿cuánto tiempo llevan en estos parajes?

—Frica llegó aquí el miércoles. Estuvo dos días con unos amigos en los alrededores de Tavistock y vino a Saint Loo ayer. Jim ha estado de excursión no sé por dónde.

—¿Y el comandante Challenger?

—Ése vive en Davenport. Viene con su auto cuando puede, generalmente los sábados, para concluir aquí la semana.

Poirot movió la cabeza y permaneció un rato sin abrir la boca; pero, mientras volvíamos a la casa, rompió de pronto el silencio para preguntar:

—¿Tiene usted alguna amiga de la que pueda fiarse totalmente?

—Frica.

—Aparte de ésta, ¿no tiene otra?

—No sabría... Es decir, sí, lo sé... Pero ¿por qué me lo pregunta?

—Porque quisiera que tuviese usted aquí, a su lado, una amiga de confianza, y cuanto antes.

—¡Oh!

Esa pareció titubear y quedóse muda un momento, reflexionando. Luego, con acento no muy convencido, murmuró:

—Creo que podría mandar venir a Maggie...

—¿Quién es Maggie?

—Una de las primas de quien le hablaba a usted hace un rato. Son un familión. El padre es eclesiástico, es pastor. Maggie y yo somos casi de la misma edad. La invito de cuando en cuando a pasar alguna temporada conmigo en verano. A decir verdad, su compañía no es muy animada: ¡es tan candorosa la pobre! Pensaba dispensarme de invitarla este año.

—Pues su prima nos conviene mucho para este caso, señorita. Es precisamente el tipo de compañera que yo le hubiese escogido a usted, si pudiese.

—Pues bien —dijo entre suspiros Esa—: la telefonearé. No sabría a qué otra persona llamar en este momento; porque todos han fijado ya su programa de vacaciones; mientras que ella, si no ha de presenciar ninguna función de Sociedad Coral o alguna Fiesta de las Madres, vendrá inmediatamente de seguro. Pero no comprendo qué utilidad pueda tener su presencia en La Escollera.

—¿Podría usted conseguir de su prima que durmiera en el mismo cuarto que usted?

—Creo que sí.

—¿Y no se le ocurrirá que se le pide un favor extraño?

—Maggie no piensa, obra. Es persona seria. Efectúa obras cristianas con fe y perseverancia... En fin, le telegrafiaré que venga el lunes.

—¿Y por qué no mañana?

—¿Mañana? ¿Con un tren dominguero? Creerían que estoy moribunda; no, le diré que venga el lunes... Usted le enterará del tremendo hecho que me amenaza.

—Veremos... ¿Aún toma usted la cosa a guasa? Es usted valiente de veras...

—Es una diversión... —repuso Esa.

Me pareció sentir en su voz un acento extraño. La miré atentamente y hubiera jurado que no nos expresaba todo su pensamiento. Habíamos vuelto al salón. Poirot dijo:

—¿Lee usted la Gaceta de Saint Loo?

—No muy atentamente. La he abierto para ver la hora de las mareas, que la Gaceta trae cada semana.

—Comprendo... Y dígame: ¿ha pensado usted alguna vez en hacer testamento?

—Sí: lo hice hace seis meses, antes que me operasen de apendicitis. Me aconsejaron que lo hiciese, y lo hice. Aquel día me pareció ser un personaje importante.

—¿Y cuáles eran sus disposiciones testamentarias?

—Dejaba a Charles La Escollera. Casi no tenía ninguna otra cosa que dejar, pero lo poco que pudiera sobrar se lo legaba a Frica. Eso, que creo que llamaban el pasivo, me imagino que excedería del activo de los legados.

Poirot aprobó distraídamente.

—Tengo que marcharme ahora. Hasta la vista, señorita... Le recomiendo que esté en guardia.

—¿Contra quién?

—Inteligente es la pregunta; sí, éste es el punto flaco, que no sabe de quién ha de guardarse usted; pero no se apure, señorita, que dentro de pocos días habré descubierto la verdad.

—Y hasta entonces, cuidado con los tóxicos, las bombas, los pistoletazos, los accidentes de auto, las flechas envenenadas —dijo, riéndose, Esa.

—No se ría de sí misma —repuso gravemente Poirot. En el momento de trasponer el umbral de la puerta, volvióse y preguntó—: ¿Qué cantidad le ofrecía míster Lazarus por el retrato del abuelo?

—Cincuenta libras esterlinas.

—¡Ah! —balbució mi amigo, mientras alzaba de nuevo los ojos para examinar el astuto rostro del Diablote.

—Pero, como ya le he dicho, no he querido deshacerme del magnífico retrato de mi querido viejo.

—Comprendo, comprendo —respondió Poirot.

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