Capítulo XXII



Cómo se llevó todo a cabo

—¿Quieren ustedes que se lo explique?

Para dirigirnos esa pregunta, Poirot había esperado a que nos trasladásemos al salón de recepciones. Aquí, sin siquiera decirlo, todos estábamos de acuerdo en considerar insoportable la macabra compañía de un muerto.

Al pasar de una habitación a otra, se había reducido el grupo. Los Wilson se habían retirado discretamente. Los Croft tuvieron que dejarse conducir por la Policía. Así que solamente quedaron cinco alrededor de Poirot, es decir, mistress Rice, Lazarus, Challenger, Vyse

y yo.

—He de confesar —empezó diciendo Hércules— que me he dejado engañar, engatusar como un necio. La joven Esa me ha hecho andar de cabeza, a su capricho. ¡Ah, señora, cuánta razón tiene usted al decir que su amiga es una simuladora muy astuta!

—Esa siempre ha dicho mentiras —aseguró con mucha calma mistress Rice—. Y por eso no podía yo creer que fuesen verdad aquellos peligros de que tan maravillosamente se había librado.

—i Y yo, imbécil de mí, que lo he creído todo!...

—¿No eran ciertos? —exclamé, casi atontado de estupor.

—Fueron inventados, bastante ingeniosamente, para crear cierta impresión. La impresión de que miss Esa tenía su vida seriamente amenazada. Pero volvamos más atrás. Les explicaré la historia tal como la he reconstruido, y no como he tenido que ir adivinándola poco a poco. Al principio de los accidentes teníamos una muchacha joven, bella, desprovista de escrúpulos, apasionada y fanáticamente apegada a su propia casa.

Charles Vyse exclamó:

—Ya se lo había dicho yo.

—Y decía usted bien. Ésa estaba enamorada de La Escollera. Pero no tenía dinero, la casa estaba hipotecada, la necesidad de dinero era urgente y no tenía a quién acudir. En Le Touquet encontró al joven Seton y lo conquistó. Ella sabía que, según toda probabilidad, el aviador heredaría la fortuna de un tío millonario. Bien; empieza a aparecer su estrella. Se puede permitir toda esperanza. Pero él no siente por ella un profundo amor; le agrada, la juzga divertida, pero no está enamorado de veras. Encontrándola otra vez en Scarborough, se la lleva de excursión en aeroplano, y al regreso de esa excursión... ocurre la catástrofe. Seton conoce a Maggie Buckleys y al momento se enamora de ella perdidamente. Esa queda asombrada. ¡Su prima, que a ella ni siquiera le parece guapa! Pero a los ojos de Seton es «distinta». Es la esperada, la soñada, la única... Los dos jóvenes se prometen secretamente y una sola persona, por la fuerza de las cosas, sabe que están prometidos: Esa. La pobre Maggie está muy contenta de tener alguien con quien confiarse. Indudablemente lee a su prima parte de las cartas del novio. Y así, se entera Esa del testamento del aviador. De momento, no da gran importancia a la cosa, pero no la olvida... Y en esto acaece la imprevista muerte de sir Mateo, precisamente en los días en que empezaban a surgir temores acerca de la suerte de su heroico sobrino. Entonces se forma en la mente de miss Esa un plan criminal. Seton no podía saber que su verdadero nombre es Magdalena, pues él la conocía sólo por Esa. El testamento es sencillísimo; nada más que la mención de un nombre. Y ese nombre ha sido ya unido por la gente al suyo. Si llegase Esa a proclamarse prometida del aviador, a nadie asombraría; pero para llevar a cabo el plan es preciso quitar de en medio a la prima. El tiempo apremia. Esa invita a Maggie a pasar unos días en La Escollera, y mientras se prepara para recibirla, se libra de varios peligros mortales: el cuadro cuya cuerda de sostén corta ella..., el freno averiado, el pedrusco que rueda... Esto tal vez no surgiera de ella y se limitara Esa a inventar haber pasado por el sendero en el instante del desprendimiento. Luego ve mi nombre en un periódico (bien lo decía yo, Hastings, que el nombre de Hércules Poirot es conocido de todos) y tiene la audacia de hacerme cómplice suyo. La bala que atraviesa el sombrero y viene a parar a mis pies. ¡Ingeniosa comedia! ¡Y yo caigo! ¡Y yo creo en el peligro que la amenaza! ¡Y ella tiene ya de su parte un testimonio autorizado!... Y yo me presto ingenuamente a su juego, insistiendo para que llame a una amiga a su lado. Aprovecha la ocasión al vuelo y suplica a Maggie que anticipe un día su llegada. Qué fácil es el delito a partir de ese momento. Al final de una cena, el lunes pasado, nos deja para ir a enterarse por la radio de la muerte de Seton y, por consiguiente, para ultimar los preparativos del golpe. Sabe que tiene tiempo de apoderarse de las cartas escritas por Seton a su prima. Las lee. Escoge las que responden mejor a su objeto y las guarda en su cuarto, destruyendo las otras... Por la noche, ella y su prima se apartan del espectáculo de los fuegos para volver juntas a la casa. Esa induce a su compañera a que se ponga su mantón. Luego la deja salir y, siguiéndola de cerca, le larga tres tiros. Entra inmediatamente en casa, oculta la pistola en el escondrijo, cuyo secreto cree ella ser la única en conocer, y va arriba, a su cuarto. Espera en el primer piso, hasta que oye unas voces... Se ha descubierto el cadáver... Todo ha salido con arreglo a sus previsiones. Baja corriendo y sale por la puerta-vidriera... ¡Qué bien recita su papel! ¡Admirable! La criada dice que en esta casa se respira una influencia malsana. Me siento inclinado a darle la razón y a decir que en su casa se ha inspirado Esa para hacer lo que ha hecho.

—¿Y los bombones envenenados? —preguntó Rice.

—Entraban en el plan que había de desenvolverse. Un nuevo atentado contra su vida, producido después de la muerte de la prima, había de suministrar una prueba palpable de que a aquélla la mataron por equivocación. Cuando creyó llegado el momento oportuno, llamó por teléfono a mistress Rice y le pidió que le comprase una caja de bombones.

—¿Era de veras su voz?

—Sí. ¡Cuan a menudo la verdadera explicación es también la más clara! A su voz dio ella ciertas inflexiones un poco insólitas para que usted, si fuese interrogada acerca de ello, no pudiera responder con mucha certeza sobre ese punto.

»Y cuando llegó la caja de bombones al sanatorio, ¡qué fácil era también entonces la línea de conducta que había de seguirse! Llenó de cocaína tres bombones. Miss Esa llevaba encima, muy bien escondida, una buena dosis de la droga. Tomó uno de los bombones envenenados, de modo que pudiera enfermar, pero no mucho. Sabía exactamente la cantidad que podía absorber y la serie de síntomas que exagerar. En cuanto a la tarjeta... ¡Qué cosa más fácil! Adoptó la que acompañaba mi canastilla de flores... Es sencillo, ¿verdad? Pero había que pensar en ello.

Hubo una pausa, tras la cual preguntó la Rice:

—¿Y por qué habrá puesto la pistola en mi abrigo?

—Me esperaba su pregunta, señora. Es muy natural que se le ocurriera. Dígame... ¿No ha advertido usted un cambio en los sentimientos de miss Esa con respecto a usted? ¿No ha sospechado nunca que la amistad de otro tiempo se hubiese convertido en... en odio?

—Es difícil decirlo —repuso lentamente Frica—. Nuestra vida era sincera. En un tiempo me quería mucho.

—Y dígame usted, míster Lazarus... Comprenderá que éste no es momento para falsas modestias: ¿ha habido alguna vez cierta ternura entre usted y miss Esa?

Lazarus negó moviendo la cabeza y comentando luego:

—Durante cierto tiempo me pareció atractiva; luego, no sé por qué, ya no me gustaba.

—¡Ah! —exclamó Poirot—. Su trágica suerte ha dependido precisamente de eso: de que atraía a la gente y luego ya no gustaba. Usted, en vez de encontrarla cada vez más simpática, se enamoró de su amiga. Y Esa, al verse apartada, empezó a detestar a la señora... que tenía a su lado un amigo rico. Aún la quería el invierno pasado, en la época en que hizo el testamento; pero después variaron sus sentimientos.

Se acordó de aquel testamento. No sabía que los Croft lo habían retenido y que, por tanto, nunca había llegado a su destino. Mistress Rice, así hubiera razonado la gente, tenía ahora un motivo para desear la muerte de Esa. Así, pues, decidió pedir por teléfono a esta señora la caja de bombones... Esta noche tenía que leerse el testamento que la nombraba su segunda heredera. Luego hubieran encontrado un revólver en el bolsillo de su abrigo, precisamente el revólver que dio muerte a Maggie Buckleys. La señora, al notar que llevaba un arma encima, se hubiera traicionado por el acto mismo con que hubiese intentado librarse de ella.

—Debe de haberme odiado —murmuró Frica.

—Sí, señora. Porque usted posee lo que ha sido negado a su supuesta amiga: el arte de hacerse amar y de mantener constante el amor.

—Seré muy estúpido —dijo, al llegar a esto, el comandante—; pero aún no he comprendido con certeza lo del testamento.

—No, pues eso es una cosa distinta. Distinta y muy sencilla. Los Croft están aquí, retirados, para eludir las investigaciones de la Policía. Esa ha de sufrir una operación... Nunca ha pensado en hacer testamento. Los Croft, comprendiendo inmediatamente la posibilidad de un buen golpe, la convencen para que redacte uno y se encargan ellos de echarlo al correo. Meditan que si sucede una desgracia, es decir, si muere miss Esa, pueden presentar un testamento apócrifo que, después de una alusión a Philip Buckleys y a Australia, instituya heredera universal a mistress Croft. Pero como la testadora repone su salud, la falsificación ya no tenía razón de ser..., al menos de momento. De pronto, empiezan los atentados contra la vida de Esa. Los Croft vuelven a cobrar esperanzas, y finalmente, cuando yo anuncio la muerte de miss Esa, se apresuran a disfrutar la espléndida oportunidad. El documento falsificado es enviado inmediatamente al abogado Vyse. Claro está que, lo primero de todo, los Croft creen que miss Esa es mucho más rica de lo que en realidad era. Ellos no saben nada de la hipoteca...

—Lo que yo quisiera saber —preguntó Lazarus— es cómo se ha arreglado usted para desenredar toda esa maraña. ¿Cuando empezó usted a sospechar?

—¡Ah! Me da vergüenza confesarlo. He empezado tarde, muy tarde. De algunas cosas estaba yo muy convencido. Otras me chocaban... Advertí ciertas contradicciones en las afirmaciones de miss Esa y de otras personas; por desgracia, creía yo en las palabras de Esa. Luego, de repente, tuve una revelación. Miss Esa cometió un grave error. Por querer ser demasiado astuta, se dejó llevar a hacer más de lo necesario. Cuando yo le recomendé que llamase a una amiga suya para que le hiciese compañía, no me dijo que ya había invitado directamente a su prima. Por lo visto, al proceder así, creería eludir mejor las sospechas, pero se equivocó. Porque Maggie Buckleys, apenas llegada a Saint Loo, escribió a los suyos, y en su sencilla cartita puso una frase que al momento me pareció extraña: «Pero no comprendo por qué ha telegrafiado de ese modo, pues hubiera sido lo mismo que llegase yo el martes.» La alusión al martes llegaba inesperada y sólo podía explicarse suponiendo que miss Maggie había recibido ya una invitación para aquel día. Entonces, por primera vez, empecé a juzgar a Esa desde otro punto de vista bien distinto. Examiné sus afirmaciones, en vez de creerlas indiscutibles; me decía a mí mismo: «Supongamos que esto o aquello sea infundado. ¿A qué resultado se podría llegar aceptando como verdadero no lo que dice ella, sino lo que se afirma distintamente de lo que ella dice?» Después de examinar bien todas las contradicciones, pensé: «Vamos a lo esencial. ¿Qué ha sucedido realmente?» Y entonces vi claro que la única cosa realmente sucedida era el asesinato de la joven Buckleys. Eso y nada más. ¿Y quién podía haber deseado matarla? Me acordé entonces de que el verdadero nombre de Maggie era Magdalena, pues me lo había dicho la misma Esa, al comunicarme que era un nombre muy usado en su familia, que había dos Magdalenas Buckleys... Repasé mentalmente todo lo que había leído de la correspondencia de Seton... Si podía ser... En las cartas del aviador había una alusión de Scarborough. Pero allí Maggie había estado con Esa, me lo había dicho su madre... De ese modo venía a aclararme ya un punto oscuro: me habían llamado la atención las pocas cartas guardadas... Cuando una joven guarda las cartas del novio, las guarda todas... ¿Por qué, pues, eran aquéllas tan pocas? ¿Qué tenían de común todas ellas? A fuerza de reflexionar, recordé que en ninguna de aquellas cartas estaba escrito el nombre de la destinataria. Empezaban todas de distinto modo, todas con un adjetivo cariñoso, pero en ninguna se leía la palabra «Esa». Además, otra circunstancia extraña que hubiera debido advertir al momento y que proclamaba muy alta la verdad...

—¿Cuál era? —pregunté yo ansioso.

—El hecho de que habiendo sido Esa operada del apéndice el veintisiete de febrero, una carta de Seton fechada el dos de marzo no revela el menor indicio de ansiedad ni contiene ninguna alusión a la enfermedad, lo cual parece extraño... Eso hubiera debido darme a entender desde el primer instante que las cartas no iban dirigidas a ella... Entonces volví a examinar, a la luz de la nueva idea, toda una serie de preguntas ya meditadas mucho tiempo. En todas o en casi todas el resultado del examen fue simple y convincente. Además, encontré la verdadera solución de una adivinanza embarazosa. Cuando me pregunté por qué se había comprado un vestido negro miss Esa, no pensaba yo en modo alguno que su vestido tenía que ser del mismo color del de su prima y que la única diferencia entre las dos había de consistir en el mantón de Manila encarnado. Pero la primera respuesta imaginada nunca me satisfizo plenamente; porque, después de todo, es difícil creer que una muchacha se vista de luto cuando aún no está segura de la muerte de su novio. Por todo lo cual, me decidí yo a representar también mi pequeño drama, y se ha efectuado la circunstancia por mí prevista. Esa había negado obstinadamente la existencia del nicho secreto. Ahora bien: si existía, y no veo por qué lo hubiera podido afirmar en falso la criada, miss Esa lo conocía seguramente. ¿Por qué lo había negado con tanta vehemencia? Es posible que en aquel hueco se escondiera la pistola y que se escondiera allí con la recóndita intención de hacer recaer las sospechas en algún otro personaje. Le di a entender que sobre mistress Rice pesaban los más graves indicios. Eso era conforme a sus propósitos. Como yo preví, no supo resistir a la tentación de añadir una prueba más contra su amiga, una prueba suprema, aplastante. Además, era cosa más segura para ella. El escondrijo secreto podría llegar a ser descubierto por la criada y con la pistola dentro. Y hace un rato, cuando todos estábamos reunidos ahí, ha querido ella aprovechar el momento para sacar la pistola del nicho y meterla en el abrigo de la señora... Y así es cómo, por fin, se ha descubierto ella misma.

—Sin embargo, no puedo arrepentirme de haberle cedido mi reloj...

—Sí, señora.

La Rice exclamó casi gritando:

—¿Sabe usted también eso?

En aquel momento interrumpí yo para preguntar.

—¿Y Helen sabía o sospechaba algo?

—No. La he interrogado. Me ha dicho que se decidió a quedarse en casa aquella noche porque, repitiéndolo con sus propias palabras, sentía «que había algo en el aire». Supongo que Esa insistiría demasiado para decidirla a ir a ver los fuegos... Y ella había comprendido la antipatía de su ama por mistress Rice. Me ha dicho que «sentía en los huesos» que aquella noche había de suceder algo..., pero que creía que había de sucederle a Frica... Conocía el carácter de su ama, que, según ella, siempre había sido «una chiquilla extraña».

—Sí —murmuró Frica—. Eso pensamos de ella. Una chiquilla extraña. Una pobre criatura que no conseguía dominarse... Yo, por lo menos, quiero creerla así.

Poirot le tomó la mano y se inclinó gentilmente a besarla.

Charles Vyse se movió penosamente:

—Será un mal asunto... Sea como fuere, deberíamos unirnos para defenderla.

—No creo que sea necesario —repitió pausadamente Hércules Poirot—; cuando menos, si es verdad lo que sospecho.

Y volviéndose de pronto a Challenger

—¿No es usted el que introduce la droga en los relojitos de pulsera?

—Yo... Yo —balbució el marino muy sorprendido.

—No intente echárselas de bonachón para engañarnos... Usted habrá engañado al amigo Hastings, pero no a mí... Sacan ustedes pingües ganancias, usted y el tío de Harley Street, con el comercio de drogas estupefacientes.

—¡Monsieur Poirot!

Challenger se había puesto en pie de pronto.

Hércules le envolvió en una plácida mirada.

—Usted es el útil «solterón». Niéguelo si quiere. Pero si no quiere que intervenga la Policía en sus actos, le aconsejo que se vaya.

Y con gran sorpresa mía, Challenger se fue. Salió de la casa corriendo. Yo miraba la escena con la boca abierta.

Poirot reía:

—Ya se lo he dicho, querido: sus instintos siguen siempre pistas falsas. Es una asombrosa especialidad suya.

—¿Había cocaína en el reloj de pulsera?

—Sí; y así es cómo miss Esa pudo tenerla en el sanatorio consigo. Y como su provisión se acabó con los bombones de chocolate, ha pedido el reloj de la señora, porque sabía que estaba lleno.

—Según usted, ¿no puede prescindir ella de la cocaína?

—No, no; Esa no es cocainómana; alguna vez de cuando en cuando..., por extravagancia, nada más. Pero esta noche necesitará la droga por otro motivo. Esta vez la dosis era completa...

—¿Quiere usted decir...? —no pude llegar a terminar la frase.

—Sí, es el mejor camino que puede seguir... Siempre es preferible eso a la cuerda del verdugo, pero silencio. No debemos hablar en presencia del abogado Vyse, columna del orden y de la ley. Oficialmente yo no sé nada. El contenido del reloj de pulsera es simple suposición mía.

—Sus suposiciones son siempre exactas —dijo tristemente la Rice.

—Tengo que irme —declaró Charles Vyse abrumado, bajo su fría apariencia, sabe Dios por qué dolorosos pensamientos.

Apenas hubo desaparecido el abogado, Poirot miró uno después de otro a Frica Rice y a Lazarus.

—¿Se casarán ustedes ahora?

—Lo antes posible —respondió el joven.

—En realidad, monsieur Poirot —añadió ella—, no soy tan viciosa como usted cree. Me he curado casi completamente, y ahora con la felicidad en perspectiva... creo que ya no necesitaré reloj de pulsera.

—Le deseo que sea muy feliz, señora —dijo cordialmente Poirot—; usted ha padecido mucho, y a pesar de todas las penas sufridas, sigue siendo misericordiosa...

—Yo la cuidaré mucho —declaró con ímpetu Jim Lazarus—. Mis negocios no van muy bien, mas espero salir adelante... Y aunque todo continuase mal..., Frica se resignaría a ser pobre..., como yo.

Mistress Rice levantó la cabeza sonriendo.

—Es tarde —dijo Poirot después de mirar el reloj.

Nos levantamos los cuatro.

—Hemos pasado una extraña velada en esta extraña casa. Helen tiene razón en llamarla casa de mal agüero.

Alzó los ojos en aquel momento hacia el retrato de aquel «demonio». Y con uno de sus originales arrebatos, preguntó a quemarropa:

—Perdóneme, míster Lazarus. Sírvase darme respuesta a un problema que no he resuelto. ¿Por qué ofreció usted cincuenta libras por ese cuadro? Me gustaría saberlo.

Lazarus le miró muy serio por un momento. Luego se decidió a sonreír y a explican

—Verá usted, monsieur Poirot. Yo soy comerciante.

—Ya.

—Este cuadro no puede valer arriba de veinte libras esterlinas. Sabía que al ofrecerle cincuenta, a Esa se le hubiera metido en la cabeza que valía muchas más y hubiese mandado tasarlo... Hubiera tenido que convencerse de que el premio por mí ofrecido era superior en mucho al verdadero valor del cuadro. Si por segunda vez le hubiese yo propuesto la compra, ya se cuidaría de mandar tasar de nuevo el cuadro para cedérmelo.

—Ya... ¿Y qué?

—Ese cuadro vale lo menos cinco mil libras esterlinas —replicó lentamente Lazarus.

—¡Ah! —exclamó Poirot con un gran suspiro de descanso. Y luego añadió, radiante—: Ahora ya lo sé todo.

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