8 Sombras del pasado

Dhamon se encontró frente a frente con un vacío inmenso, de un negro interminable que se extendía en todas direcciones. No había nada que insinuara la presencia de formas o sombras, sin embargo sentía como si se moviera, pues los pies se balanceaban aunque sin tocar nada. Alargó los brazos hacia arriba, luego al frente y por fin a ambos lados, pero los dedos no percibieron otra cosa que aire húmedo y cálido.

Resultaba un cambio sorprendente después de la fresca brisa que había flotado en el interior de su celda y lo había confortado hasta que se convirtió en las aterradoras corrientes heladas de los seres de Caos.

Intentó llamar a Maldred, pero aspiró un aroma y un sabor fétidos. No conseguía oírse a sí mismo, ni tampoco los latidos de su propio corazón, y el sabor y el aroma aumentaron en intensidad.

Sabía que era todo cosa de magia, y que debía haber pedido, en el momento en que Maldred lanzaba el conjuro, que todos fueran conducidos a Ergoth del Sur, a la lejana costa donde se alzaba el puesto avanzado de los Caballeros de Solamnia. Pero Maldred había actuado con demasiada precipitación, y Dhamon no había tenido la oportunidad de decirle adonde se dirigían, de modo que ahora ¿adónde los llevaba? Tal vez a los bosques de Qualinesti, a lo mejor a la orilla oriental de Nostar. Desde luego no los llevaba de vuelta a territorio ogro.

Dhamon sentía más curiosidad que preocupación, ya que cualquier magia creada por su amigo tenía que ser un hechizo positivo. No obstante, llamó en voz alta a Fiona, por si acaso ella podía oírlo, para tranquilizarla y decirle que todo iba bien y no tenía motivos para asustarse; pero no recibió respuesta.

Siguió flotando en la nada, aunque se dio cuenta de que cada vez se sentía más fatigado; puede que debido a que pasaba el tiempo o más probablemente porque el hechizo de Maldred estaría absorbiendo energía de su persona. A lo mejor Maldred mismo le extraía la energía.

—Maldred —intentó volver a llamar, y en esta ocasión al menos se oyó a sí mismo.

Se produjo un cambio en el aire. La temperatura aumentó más aún y el fétido olor se tornó más penetrante; al mismo tiempo se produjeron variaciones en la negrura, rasgos azules y grises e imágenes tenues que recordaban escudos, como si hubiera hileras de caballeros subidos unos sobre los hombros de los otros, hasta un total de tres o cuatro hombres, unos encima de otros. Se estremeció, a pesar de que hacía calor en lugar de frío.

—¿Maldred?

—Aquí, Dhamon.

—¿Dónde estamos?

—Mi hechizo nos ha llevado muy lejos de aquella cárcel.

Dhamon oyó sonidos extraños: un bronco y constante siseo, el revoloteo de algo que parecían hojas impelidas por el viento, el graznido ahogado de un alcaudón, y el chillido gutural de un búho.

—Mal, ¿dónde?

Todavía era de noche, dondequiera que estuvieran; que ya no era cerca del mar, pues no percibía ni un vestigio de aire salobre. No obstante, a Dhamon le pareció detectar el aroma azufrado de una herrería, y no tardó en percibir al draconiano y las presencias familiares de Fiona y Maldred. De todos modos, el olor fétido lo dominaba todo.

—¿Adónde nos has traído?

—A un lugar seguro.

Dhamon parpadeó cuando el muro de escudos empezó a moverse, como si los invisibles caballeros dieran dos pasos al frente y luego atrás, sin parar, siguiendo el ritmo del siseo. Antes de que pudiera llamar la atención de Maldred al respecto, el muro de escudos desapareció, y fue reemplazado por una serie de espesas formas grises cruzadas por franjas verdes tan oscuras que parecían negras. Dhamon dejó de tiritar.

Concentrándose, el hombre clavó los ojos al frente hasta que consiguió ajustar la mirada, y se dio cuenta de que estaba en el interior de una cueva. Las figuras oscuras eran sombras que creaban los salientes y huecos de la piedra, el color verde provenía de las enredaderas cubiertas de musgo que colgaban hasta el suelo y que agitaba una suave brisa que se había levantado. Siguieron susurrando hojas en algún punto situado más allá del lugar donde debía estar la entrada de la cueva. Giró despacio, y descubrió las siluetas de Fiona y Ragh a pocos metros de distancia. También vio a Maldred, que hablaba en voz baja con palabras que no entendió, sin duda lanzando otro conjuro. Al cabo de unos instantes, una esfera de luz apareció en la mano del mago ogro, y, mientras crecía, éste la arrojó hacia el techo, donde quedó flotando.

La caverna era inmensa, y la luz no alcanzaba las sombras más profundas.

—Mentiroso, mentiroso, mentiroso —siseó Fiona cuando sus ojos se encontraron con los de Maldred.

La dama solámnica, de pie junto al draconiano, apretó con fuerza el fardo de ropas contra el pecho y su mirada enfurecida se paseó entre Dhamon y Maldred.

—Los dos sois unos mentirosos.

Dhamon miró a su viejo amigo.

—Mal —dijo—, planeaba ir a rescatarte. La verdad es que, si no hubiéramos ido a naufragar en aquella maldita isla de Nostar, Ragh y yo habríamos conducido a Fiona hasta Ergoth del Sur y luego habríamos regresado a buscarte. De hecho, si no te importa lanzar otro de esos veloces conjuros tuyos y llevarnos a Ergoth…

Se oyó una profunda aspiración de aire, procedente de Fiona. Y Ragh profirió un ronco juramento. Los escalofríos se iniciaron de nuevo, en cuanto Dhamon dio media vuelta para mirar con fijeza a las profundidades de la cueva, en dirección a un apagado resplandor amarillento. ¡Los ojos de un dragón! Las enormes escamas se agitaron, lo que provocó un curioso siseo.

—¡Sable!

Dhamon sintió como si el corazón le fuera a estallar en el pecho. Lanzó un rugido furioso y miró ansioso a su alrededor en busca de un arma.

—¡La próxima vez, Mal, podrías intentar buscar un lugar más seguro que la madriguera de Sable!

Agarró a Fiona y a Ragh, y tiró de ellos hacia atrás, en dirección al punto donde juzgó por la suave brisa que debía de hallarse la entrada de la cueva.

—Moveos —les susurró—. Deprisa.

A pesar de sentirse atónitos y confundidos por el lugar en el que habían ido a aterrizar, los compañeros de Dhamon no vacilaron, y avanzaron con él. La mano de Fiona fue en busca de su inexistente espada.

—En una ocasión fui un siervo de Sable —murmuró Ragh—. Tal vez recuerde que le fui útil y me deje vivir. Pero temo que tú y Fiona…

Envuelto en sombras, que cubrían gran parte de su enorme cuerpo, el dragón no se movió ni habló, sino que se limitó a contemplarlos en silencio. La impresión que daba era la de un gato gigantesco que estudiara, con benigno interés, a un insignificante grupo de ratones intrusos.

—Mal, será mejor que des la vuelta y nos sigas despacio —advirtió Dhamon—. Ni Fiona ni yo poseemos una sola arma, de modo que no podemos… ¿Mal? ¿Mal?

Se dio cuenta de que Maldred no había retrocedido un centímetro ni desenvainado la espada. En realidad, el mago ogro avanzaba despacio hacia el dragón, con los brazos extendidos como si suplicara.

Dhamon contuvo la respiración.

—Por todo lo que es…

—Mentiroso, mentiroso, mentiroso —salmodió Fiona desde detrás de Dhamon.

—Me… me parece que ella tiene razón —musitó Ragh—. Dhamon, creo que tu amigo ogro nos ha traicionado.

—¿Traicionado? —Dhamon no podía creerlo—. ¿Nos ha traído aquí a propósito? —Era una posibilidad tan disparatada que la desechó rápidamente, sacudiendo la cabeza—. No, no puede haberlo hecho. Maldred no lo haría.

«No de motu proprio, al menos», pensó.

A lo mejor Sable había capturado a Maldred en Shrentak, hechizado al mago ogro, y exigido que éste le llevara a Dhamon allí. Era la única explicación sensata. Si era así, si Ragh estaba equivocado, entonces ¿por qué motivo se aproximaba su amigo al dragón con tanta tranquilidad?

Detrás de Dhamon, Ragh volvió a decir:

—Espera, yo había servido a Sable, y ése no es Sable —manifestó en voz muy baja—. Ahora que puedo verlo mejor, ni siquiera es un Dragón Negro.

—Maldred —llamó Dhamon con firmeza, con la esperanza de llegar a una parte de su amigo que la criatura no pudiera influenciar—. Sal con nosotros. Retrocede ahora.

Si es que el dragón, por casualidad, les permitía hacerlo.

—Estás a salvo aquí, amigo mío —respondió Maldred, aunque su voz no parecía nada convencida de lo que acababa de decir—. Te lo prometo, estáis todos a salvo. El dragón no os hará daño.

Bañado por la pálida luz ocre que emanaba de los ojos de la criatura, Maldred, de pie justo frente al enorme hocico de la bestia, se inclinó rígidamente a la altura de la cintura.

—He traído a Dhamon aquí, amo. Tal y como te dije que haría.

«¿Amo?».

—¡Muévete, Fiona! ¡Ragh!

—Soy una Dama de Solamnia —replicó la mujer en tono desafiante, clavando los tacones en el suelo—, y tengo que combatir a ese dragón. No es honroso salir huyendo.

—¡No tenemos ninguna espada! —Dhamon retrocedió.

—No tengáis tanta prisa. —La sensual voz no pertenecía a Fiona, y procedía de algún punto situado detrás de todos ellos—. No vas a ir a ninguna parte, Dhamon Fierolobo. Ya lo creo que no. Ni la dama sin seso; ni tampoco ese viejo sivak. Los tres sois moscas atrapadas en una telaraña, y creo que descubriréis que mi amo es la araña más grande con la que hayáis soñado jamás.

Dhamon reconoció la voz y giró en redondo, incrédulo, para encontrarse con los ojos de Nura Bint-Drax bajo su forma de mujer-serpiente. La criatura les cortaba la retirada, alzada sobre la cola en mitad de la entrada de la cueva, mientras balanceaba hipnóticamente el cuerpo recubierto de centelleantes escamas. Su magia, más que su amenazadora forma, inmovilizaba a Fiona y a Ragh.

—Ninguno de vosotros va a ir a ninguna parte hasta que mi amo lo permita —siseó Nura—. Si es que lo permite.

No tenían la menor posibilidad de redimirse, se dijo Dhamon. No tenían la menor posibilidad de…

—¡Dhamon! —El mago ogro, todavía de pie frente al dragón le hizo una seña—. ¡Ven! ¡Únete a nosotros, Dhamon!

«¿Unirme a vosotros? —pensó él—. ¡Por las cabezas de la Reina de la Oscuridad, esto no puede estar sucediendo! ¡No puede ser real!».

Dhamon intentó convencerse de que aquello no estaba sucediendo, pero sabía que así era.

Había percibido el miedo al dragón, y en esos momentos, al pasear la mirada de la entrada de la cueva a sus profundidades, veía cómo la naga se balanceaba, y también la sobrenatural luz amarilla de los ojos del dragón. Veía también a su traicionero amigo, Maldred, colocado frente a la criatura, aguardando.

—Ragh —musitó.

Por el rabillo del ojo, vio que el draconiano se estremecía como si intentara romper el hechizo de la naga.

—Ragh —llamó en voz más alta.

—Te… te oigo. —El familiar susurro ronco sonó como si la criatura se esforzara por recuperar fuerzas—. ¿Tienes algún maravilloso plan para sacarnos de esto?

Desde el fondo de la cueva, Maldred volvió a llamar a Dhamon.

—Bueno, pues yo sí tengo un plan —refunfuñó Ragh—. Mi plan es que vamos a morir, y prefiero dejar que sea el dragón quien me mate. Será mucho más rápido que cualquier cosa que esa criatura-serpiente planee hacer. Eso es lo que creo.

—Es Nura Bint-Drax, Ragh.

—Quienquiera que sea, es horrible.

—Se trata de Nura Bint-Drax —repitió.

«Y tú la conoces —pensó Dhamon, a continuación—, y desde el momento mismo en que te conocí, Ragh, has estado obsesionado con la idea de matarla. Ella te cortó las alas, te desangró para crear dracs y abominaciones. La odias».

—La has visto bajo otras formas, pero deberías reconocerla —insistió Dhamon.

—No la he visto jamás. Me acordaría sin duda, si la hubiera visto antes.

—El ser de Caos —masculló Dhamon.

La criatura de Caos había arrancado a Ragh el recuerdo de Nura Bint-Drax. Eso debía ser. ¿Qué recuerdo le habría robado a él aquel maldito ser?

—¿Dhamon? —volvió a llamar Maldred.

«No importa lo que el ser de Caos me quitara —pensó él—. Nada importará si no salimos de aquí con vida».

Pero las piernas no querían cooperar. Durante los pocos instantes en que había dejado vagar la mente, el miedo al dragón se había filtrado en sus huesos.

Al mismo tiempo, la naga se acercó más.

El curioso y embriagador olor del aceite perfumado del ser se mezcló con el desagradable hedor de la ciénaga, y Dhamon se sintió débil, mareado y dispuesto a darse por vencido. «Debería haber dejado que el mar acabara con él durante aquella tormenta», se dijo, porque así aquel dragón no obtendría la satisfacción de matarlo. Jamás conseguiría ver a su hijo.

—Luchad contra el miedo al dragón —siseó, tanto para sí como para Ragh y Fiona—, y contra la magia de la naga. No os rindáis. ¡Defendeos!

Se concentró en su cólera, una técnica que utilizaba en la época en que montaba a un Dragón Azul y tenía que enfrentarse a su contenida aura. Se centró en el miedo al dragón, y presa de ciega cólera se apartó dando bandazos de Ragh y Fiona, y corrió hacia Maldred.

—Ragh —gritó por encima del hombro—; ¡fue Nura Bint-Drax quien te quitó las alas!

Esperaba que aquella revelación hiciera reaccionar al draconiano, pero no aguardó a ver qué sucedía. Agarró al sorprendido Maldred, alargó veloz la mano hacia la espalda del ogro y soltó la enorme espada de doble empuñadura que éste llevaba siempre envainada allí.

—¡Dhamon, no!

El mago ogro intentó hacerse con el arma, pero Dhamon ardía de rabia, y en unas pocas zancadas ya había puesto distancia entre él y Maldred y el dragón, fortaleciéndose para resistir la incesante aura de miedo a la vez que preparaba la espada para entrar en acción.

Los refulgentes ojos del dragón ni siquiera pestañearon, y la bestia no habló ni hizo movimiento alguno, aparte del continuo sisear de sus escamas.

—¡Dhamon, detente!

Al estar concentrado en el dragón, la embestida de Maldred lo cogió por sorpresa, y el ogro consiguió alcanzarlo y tumbarlo. La espada rodó por el suelo con un metálico tintineo.

—¡Dhamon! —chilló el ogro en tono desafiante, al mismo tiempo que alzaba el brazo en un gesto de advertencia—. ¡Tienes que escucharme, Dhamon!

El hombre lanzó una patada que hizo perder el equilibrio a Maldred, y luego gateó por el suelo para recuperar el arma.

—¡No, escúchame tú a mí, Mal! ¡El dragón te tiene bajo su control! Este dragón…

—¡No es Sable! —exclamó el otro—. ¡Este dragón no está interesado en hacerte daño!

Sí, Ragh había dicho que el dragón no era Sable.

No era la hembra de Dragón Negro, pero la fetidez todavía bien presente en su boca, los sonidos de la ciénaga que se deslizaban al interior de la cueva… todo aquello le indicaba que se encontraba en el reino de la Negra. De modo que si no se trataba de Sable, ¿qué otro dragón se hallaba en el pantano de la señora suprema? Y ¿por qué tenía esclavizado a Maldred?

—Muy bien. Te escucho —indicó a Maldred, al mismo tiempo que bajaba ligeramente la espada—. Habla deprisa.

A su espalda, oyó que Nura Bint-Drax siseaba mientras Ragh y Fiona se adentraban despacio en la cueva, resignados a su destino. Así pues, sus palabras no habían conseguido que el draconiano reaccionara.

—He dicho que te escuchaba, Mal.

—Dhamon —dijo éste—; sé que te debo la verdad. El dragón no me controla en estos momentos, ni lo ha hecho nunca en realidad. Pero estoy… asociado… con él. Te he traído aquí a petición suya. Tengo que pensar en mi familia, en mi país, y…

Sin un pestañeo, los ojos de Dhamon se entrecerraron y se encontraron con los ojos nublados del dragón. Había algo familiar en la criatura, en especial en los ojos, en aquellas rendijas de forma curiosa. Por un instante se vio a sí mismo reflejado en ellas, pero era alguien distinto: alguien con unos cuantos años menos, con cabellos rubios como el maíz, alguien que era honrado e intrépido, alguien que había estado a punto de morir, y que llevaba un escama de hembra de Dragón Rojo incrustada en el muslo.

—El Dragón de las Tinieblas —dijo.

Sí, se trataba del Dragón de las Tinieblas que en una ocasión le había curado con su sangre, con la ayuda de una hembra de Dragón Plateado. La sangre y la magia de aquel dragón habían roto el dominio que Malys ejercía sobre su persona, pero tornaron negra la enorme escama de la pierna, ennegrecieron sus cabellos y afectaron a su alma.

Sintió un gran frío en el corazón, y escudriñó con más atención al Dragón de las Tinieblas.

Dhamon había cambiado desde aquel día fatídico, pero ¿y el dragón? Evidentemente era más viejo, pero aquello resultaba extraño, pues en el transcurso de aquellos pocos años la criatura casi no debería haber envejecido. Los dragones vivían durante siglos.

Un retumbo zarandeó la piedra y la tierra, y Dhamon tardó unos instantes en comprender que se trataba del dragón que hablaba por primera vez.

—¿Recuerdas…? —inquirió la bestia—. En las montañas muy lejos de aquí.

—Sí, dragón. A muchos kilómetros de distancia y no hace demasiados años.

Dhamon jamás lo olvidaría. Ni siquiera el gran hechicero Palin Majere pudo poner remedio a la escama, pero el Dragón de las Tinieblas lo había salvado aquel día en que Dhamon fue a parar, accidentalmente, a su cueva. El leviatán podría haberlo matado entonces, como podía hacer ahora, pero en lugar de ello, le había salvado la vida.

El Dragón de las Tinieblas no sólo era inexplicablemente más viejo ahora, sino también más grande, mucho más grande. Dhamon dedujo que debía medir casi sesenta metros de largo. ¿Cómo era que se había vuelto tan grande? ¿Y por qué parecía tan viejo? ¿Qué lo habría envejecido? ¿La magia?

—Sí, dragón, lo recuerdo —fue todo lo que respondió.

El suelo de roca volvió a vibrar debido a la potencia de la voz de la criatura.

»Sí, me salvaste la vida, dragón, y admito que estoy en deuda contigo por ello.

—¿Conoces a este dragón? —preguntó Ragh a Dhamon, a la vez que miraba furtivamente a Nura Bint-Drax—. ¿Conoces al dragón y a la mujer-serpiente? ¿Cómo es posible que…?

Dhamon hizo callar al draconiano y se concentró en los retumbos para descifrar las guturales y alargadas palabras de su interlocutor. No sólo parecía más viejo y más grande, sino que el dragón también parecía fatigado, se dijo. Anciano y agotado, aunque no debería ser ninguna de las dos cosas.

—¿Deseas cobrar la deuda que tengo contigo?

¿Había entendido Dhamon correctamente a la criatura? ¿Había manipulado ésta a Maldred para conseguir que llevara a Dhamon hasta allí? Deuda o no deuda, él no tenía tiempo para ayudar al dragón; las escamas lo estaban consumiendo, y todavía tenía que ayudar a Fiona, y localizar a Rikali y al niño.

—¿Qué quieres?

¿Qué podía querer un dragón de un humano?

De nuevo se esforzó por captar las palabras entremezcladas con los retumbos.

—Mata a Sable —respondió el Dragón de las Tinieblas—. Quiero que mates a la Negra que gobierna esta ciénaga.

—¡No! —Sintió que el color desaparecía de su rostro—. ¡Eso no es posible!

En realidad, todo aquello era ridículo: que su amigo Maldred lo hubiera llevado allí, que se hallara de pie ante un dragón anciano y decrépito que había sido joven y había estado lleno de vitalidad hacía apenas unos años, que tuviera a Nura Bint-Drax acechando a su espalda bajo el aspecto de una serpiente gigante, que le instaran a matar a una señora suprema.

—Un humano no puede oponerse a un dragón —respondió Dhamon—, y mucho menos a un señor supremo. No, dragón, respeto el hecho de que me salvases la vida, pero ni siquiera pienso intentar una estupidez tal.

—Te salvé de la Roja sólo para que pudieras servirme tú ahora. —Hincó una zarpa en el suelo de la cueva, produciendo un chirrido insoportable—. Salvé a otros, también, intenté moldearlos según mis propósitos, pero tú eres el más prometedor. Tú eres la persona indicada.

Nura siseó, cuando Maldred arrancó la espada de la mano del aturdido Dhamon.

—No entiendo qué parte tienes tú en esto —dijo éste al mago ogro, con un tono cargado de amargura—. Será mejor que puedas encontrar una explicación para todo esto más tarde, cuando hayamos salido de aquí. Que es lo que pienso hacer ahora mismo.

Hizo intención de marcharse, pero la mano de su amigo se cerró con fuerza sobre su brazo.

—No puedes irte, Dhamon —declaró—. Aún no. Tienes que aceptar matar a Sable.

—¡Estás tan loco como Fiona! —Dhamon se soltó de un violento tirón—. ¿Matar a una señora suprema? Ningún hombre, ningún ejército, puede matar a un señor supremo. ¿Y por qué quiere ver muerta a Sable este Dragón de las Tinieblas?

—Para quedarme con el reino de Sable —respondió el dragón con un sordo retumbo.

La cueva se oscureció unos instantes, al cerrar los ojos el Dragón de las Tinieblas. Cuando los volvió a abrir, el resplandor amarillo parecía dirigido a Dhamon. Uno de los labios se frunció hacia arriba, dejando al descubierto unos dientes color gris oscuro, y la lengua de la criatura culebreó burlona al exterior.

—Puedes matar a Sable. Eres la persona que puede hacerlo.

Aquellas palabras las pronunció Nura Bint-Drax, que había reptado hasta colocarse detrás de Dhamon.

»Te he puesto a prueba, Dhamon, y conozco las hazañas que eres capaz de llevar a cabo.

El aludido se volvió para clavar la mirada en su frío rostro de niña-serpiente.

»Maldred también te estuvo poniendo a prueba. Movió tus hilos con más habilidad que yo.

—No tuve elección —intervino el mago ogro, mientras Dhamon se volvía, enfurecido, para mirarlo.

—¿Me pusiste a prueba?

—Sable… la Negra… el pantano crece día a día. Ya sabes qué está sucediendo. Has visto cómo sucedía. Con el tiempo, la ciénaga acabará engullendo todo el territorio ogro, mi tierra natal, Dhamon… a menos que se haga algo para detener a la señora suprema.

—¿Todo esto tiene que ver con Blode? ¿Todo esto está relacionado con esas montañas apestosas y el condenado reino de tu padre? Creía que despreciabas a tu padre.

—Es la tierra de mi gente. Y… temo por la seguridad de mi padre, si la señora suprema tiene éxito.

—¿Todo esto tiene que ver con el pantano?

El otro asintió con la cabeza.

»¿Qué demonios esperas de mí? ¡De mí! Si tú y tus horrendos parientes queréis ver muerta a la Negra, pues declaradle la guerra vosotros. Yo no quiero saber nada.

—Los míos no son los mejores guerreros del mundo —respondió Maldred, meneando la cabeza—. Ya no. Necesitamos a alguien intrépido, alguien con extraordinarias reservas de energía y decisión…

—¿Me has estado poniendo a prueba?

—Para asegurarnos de que eras la persona indicada —intervino Nura.

—Y esas pruebas…

—Mis hermanas y yo —respondió ella, divertida, refiriéndose a un grupo de asesinas que habían intentado matar a Dhamon y a Maldred en las estribaciones de Blode—. Arañas gigantes. La Legión de Acero que os intentó ahorcar. Todo eso y más. Todo fue cosa nuestra, todo ello era parte de las pruebas. Deberías sentirte orgulloso, humano, pues has superado todas las pruebas… hasta ahora.

Las venas del cuello de Dhamon se hincharon hasta parecer a punto de estallar, y el humano cerró las manos con fuerza, hirviendo de rabia, a la vez que miraba con amargura a Maldred.

—Amigo —escupió—. ¡Yo te llamaba amigo, Maldred! Te consideraba igual que un hermano. Te quería, Mal, todo lo que un hombre puede querer a otro. Arriesgué la vida por ti una docena de veces, y…

—Dhamon…

—¿Me manipulaste? ¡Me engañaste! ¿Por tu detestable raza de ogros? —Las palabras surgieron hirientes y veloces, como dagas arrojadas contra el hombretón.

Maldred intentó decir algo, pero Dhamon no le dio la menor oportunidad.

—No quiero saber nada de los dragones, ogro. Y no quiero saber nada de ti. No quiero veros nunca más, ni a ti ni a tus amigos.

Dhamon empezó a quedarse sin aire, y sintió que se le secaba la garganta; jadeó intentando llevar aire a los pulmones.

—Nura —advirtió Maldred—; déjalo en paz.

La naga reptó al frente y enrolló la cola en las piernas del humano, para a continuación enroscarse toda ella mientras le oprimía la garganta. Los ojos de la criatura emitieron un leve fulgor verdoso, y el resplandor se extendió por todo el cuerpo, hasta desaparecer en el interior de Dhamon, que quedó inmovilizado. El resplandor se propagó también sobre Ragh y Fiona.

La criatura, totalmente enroscada alrededor de Dhamon, volvió la cabeza para mirar al Dragón de las Tinieblas. Los ojos de éste se cerraron un instante y, tras otro apretón asfixiante, la mujer-serpiente se desenroscó y retrocedió.

—Es la persona indicada, amo —manifestó con suavidad—, pero no parece muy dispuesto a participar.

El Dragón de las Tinieblas bajó la testa, y las barbas se desperdigaron sobre el suelo cuando alargó el cuello al frente. El seco aliento de la criatura azotó a Dhamon como un potente viento del desierto, pero no transportaba consigo ningún olor.

—Yo haré que se muestre dispuesto.

El dragón alargó una zarpa color gris oscuro, la pasó sobre la pernera del pantalón del hombre y rasgó la tela como si se tratara de una fina hoja de pergamino. La enorme escama negra y todas las otras escamas más pequeñas centellearon siniestras bajo la luz que proyectaban los ojos de la criatura.

—Las escamas crecen debido a mi magia, humano. Las escamas te producen dolor debido a mi magia. Te están matando.

El leviatán dirigió una veloz mirada a Nura, y la naga retrocedió un poco más para que Dhamon pudiera respirar con más facilidad.

—Te prometo detener las escamas y el dolor —prosiguió el dragón—, si matas a Sable. Te facilitaré la cura que buscas con tanta desesperación. Te dejaré vivir, y te volveré a hacer totalmente humano, sin más interferencias por mi parte.

Dhamon sintió un hormigueo en las extremidades a medida que recuperaba el control sobre ellas, y al mirar de reojo vio que Ragh y Fiona habían sido devueltos a la normalidad.

Permaneció en silencio varios minutos. ¿Una cura? Si bien el Dragón de las Tinieblas probablemente le decía la verdad, Dhamon se preguntó si existía en realidad un remedio para la maldita escama. La muerte se hallaba cerca ya, pues las escamas se multiplicaban como un sarpullido incontrolado. Sin embargo, no podía aceptar matar a Sable, pues aquello sería un suicidio mucho más rápido que cualquier muerte que le proporcionaran las escamas.

—Sabes perfectamente que no hay ningún humano que posea la capacidad de matar a un dragón —dijo, dirigiendo una furiosa mirada a Maldred.

—Tendrás mi ayuda —vibró la voz del Dragón de las Tinieblas—. Mis sirvientes Maldred y Nura poseen magia poderosa. Tus amigos llamados Fiona y…

—Ragh —le facilitó la mujer-serpiente, que parecía perpleja y ofendida porque el draconiano no la había reconocido. Ragh, el sivak sin alas, y la Dama de Solamnia, Fiona.

—Y tú, humano —tronó el dragón—, posees poderes que aún no has descubierto.

«¡Sandeces!» se dijo Dhamon; pero comprendió que no tenía más elección que aceptar. Más tarde, cuando estuvieran lejos de la cueva del Dragón de las Tinieblas, tal vez tendría la oportunidad de huir de Maldred y de la naga, o de matarlos a ambos. Más tarde, tal vez él, Fiona y Ragh podrían tener una posibilidad. Pero en esos momentos…

—De acuerdo —declaró solemnemente—, daré caza a Sable por ti. Y si por alguna peripecia del destino venzo, me concederás esa cura.

—Desde luego —tronó el dragón, que alzó el labio en algo parecido a una sonrisa—. Te curaré, y te concederé más que una curación. —Alzó la testa, para mirar en dirección a la entrada de la cueva, donde se estaba formando una pared de neblina—. Te concederé la seguridad y el bienestar de tu familia.

Una imagen apareció en la neblina, la de una aldea iluminada por la luz de las antorchas en un territorio árido. Matorrales y árboles achaparrados crecían a lo largo de una calzada. El dragón profirió un bufido, y la escena cambió al interior de una pequeña vivienda. Una semielfa de cabellos plateados estaba incorporada sobre una cama deteriorada.

—Riki —dijo Dhamon con una emoción que lo sorprendió, y cayó de rodillas.

Riki estaba envuelta en pieles y la atendían tres humanas, una de las cuales se dedicaba a secarle el sudor de la frente y a intentar calmarla.

—¡Cerdos, esto duele! —Dhamon oyó que la semielfa lanzaba su conocido juramento—. ¿Dónde está Varek?

—Fuera —respondió una de las mujeres—; lo llamaremos pronto. Cuando haya salido el niño.

Riki echó la cabeza hacia atrás y gimió.

La imagen volvió a cambiar, y se alejó del pueblo. Más allá de la exigua línea de árboles había un burdo campamento militar que rodeaba una enorme hoguera. Docenas de hobgoblins se apiñaban alrededor del fuego, y uno, particularmente grande, estaba sentado en un cajón de madera, afilando su lanza.

El chillido de una criatura atravesó el campamento, y la imagen mágica osciló. La neblina de la entrada de la cueva se desvaneció.

—Los hobgoblins son mis peones —explicó el dragón con su voz retumbante—. Dejarán a la criatura recién nacida, a la semielfa y a su esposo, con vida, si haces lo que te ordeno.

—Ya he dicho que iría tras Sable —manifestó Dhamon, apretando los dientes mientras contemplaba con fijeza al leviatán—. Mantendré mi palabra.

—Sé que lo harás —replicó el dragón—. Nura, ¿podrías darles alguna arma especial con la que matar a la Negra?

La naga reptó al exterior, y reapareció al cabo de unos minutos, ya no como una serpiente sino bajo su aspecto de ergothiana. Llevaba la vieja túnica de Dhamon ceñida al cuerpo con un cinturón, y en una mano sostenía una elegante espada larga, una por cuya posesión Dhamon había entregado una fortuna en gemas. Había comprado el arma al caudillo ogro, el padre de Maldred, quien afirmaba que en el pasado había pertenecido a Tanis el Semielfo, y la naga se la había robado durante una de las pruebas a las que lo sometió. Se suponía que el arma poseía poderes mágicos ocultos. En lugar de entregar la espada a Dhamon, Nura se la dio a Fiona, que contempló con fijeza su reflejo sobre la brillante hoja.

En la otra mano, la criatura sujetaba una imponente alabarda con el filo en forma de hacha, que reflejaba la luz que emanaba de los ojos del dragón. Hacía unos cuantos años, un Dragón de Bronce había regalado aquella arma a Dhamon para ayudarlo en su lucha contra los señores supremos. El arma era un objeto mágico capaz de atravesar el metal de una armadura, y Dhamon había estado a punto de matar a Goldmoon con ella, en la época en que estaba bajo el influjo de Malys. Después de aquello, ya no quiso saber nada más de la alabarda, que arrojó lejos de sí, y Rig se apresuró a apropiarse de la mágica arma, ya que el marinero siempre había sentido un gran amor por las armas de exquisita manufactura. También la alabarda había desaparecido durante las pruebas a las que se había sometido a Dhamon.

Nura le tendió el arma, y asintió satisfecha cuando él aceptó de mala gana el mágico objeto. El dragón, entre tanto, se arrancó una pequeña escama del cuerpo y la entregó a Maldred.

—Cuando todo haya terminado —le indicó—, utiliza esto para regresar aquí.

—¿Y él? —preguntó Nura al dragón, señalando a Ragh.

—No necesito nada —se apresuró a resoplar el draconiano antes de que el otro pudiera decir nada—. Voy a donde Dhamon va, y poseo mis propios recursos… especiales.

Maldred guardó la escama bajo la túnica e hizo una seña a Dhamon y a sus compañeros para que siguieran a Nura Bint-Drax.

—¿Y si Sable nos mata? —se le ocurrió a Dhamon preguntar al Dragón de las Tinieblas antes de abandonar la cueva.

—Deberías asegurarte de que no lo haga —fue la retumbante respuesta que recibió—. Pero… por haberlo intentado le perdonaré la vida a tu hijo. Sólo a la criatura, no obstante.

—Será mejor que te asegures de tener éxito, Dhamon Fierolobo —siseó Nura.

Dhamon echó una última mirada al Dragón de las Tinieblas, en un intento de descifrar un oscuro significado en los ojos nebulosos del ser. Luego salió al exterior detrás de los otros.

—Espero que seréis conscientes de que sólo conseguiremos que nos maten al enfrentarnos a Sable —masculló Ragh, cuando abandonaron la cueva y salieron a la ciénaga sumergida en la oscuridad de la noche.

—Todo el mundo muere —respondió Fiona con indiferencia.

La mujer introdujo la espada en su cinto y alargó la mano hacia Dhamon. Luego, deslizó el brazo en el ángulo del codo de éste a la vez que alzaba la mirada con expresión admirativa hacia la hoja de la alabarda. El filo reflejaba la luz de la luna, que penetraba por una abertura entre las ramas.

—Me encanta que volvamos a estar juntos —declaró la solámnica con una cálida sonrisa—. Te he echado mucho de menos, Rig.

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