Fiona estaba incómodamente sentada en la costa del Nuevo Mar, entre unos helechos de olor acre. Tenía las muñecas atadas con una gruesa tira de tela procedente de la túnica de Dhamon, y llevaba una mordaza teñida de sudor en la boca. La punta de su propia espada se le clavaba ligeramente en la espalda, cada vez que se movía en exceso.
Ragh empuñaba el arma de la mujer, y yacía oculto entre los helechos más altos, detrás de la solámnica. Dhamon permanecía en pie, tambaleante, unos pocos metros por detrás de ellos, perfectamente oculto por las sombras de la tarde y un velo de hojas de sauce. Maldred lo acompañaba, observándolo todo y sin decir nada. El mago ogro había estado muy callado y ocupado desde el momento en que Dhamon recuperó el sentido, cerca de la medianoche, algo más de tres días después de que Fiona lo atacara.
Dhamon seguía padeciendo terribles dolores por culpa de las escamas, que casi le cubrían todo el cuerpo, pues sólo le quedaban tres zonas de cierta extensión con piel humana: en el lado izquierdo del rostro, en el costado izquierdo, y en la parte baja de la espalda. Maldred había usado un conjuro con él, uno particularmente incómodo al que en un principio el herido se había opuesto, lleno de desconfianza. Sin embargo, por extraño que pudiera parecer, Ragh se había puesto de parte del mago ogro en aquella ocasión, y declarado que el hechizo podría detener la propagación de las escamas. Dhamon había acabado por ceder, y ni una sola escama había surgido desde aquel conjuro; aunque tampoco había desaparecido ni una sola.
Dhamon había renunciado a las botas, debido a las escamas de la parte superior de los pies y a la gruesa piel gris dura como cuero cocido que cubría las plantas, gracias a la cual ya no notaba apenas el terreno pedregoso y las raíces que pisaba.
La herida de la espalda era lo peor, pero su capacidad para curar era extraordinaria, si se tenía en cuenta la profundidad a la que Fiona había hundido la espada. Sabía que la herida de la espalda debería haber acabado con él, pues habría matado al instante a cualquier hombre normal, e incluso él, aún no se había recuperado por completo. La fiebre que recorría todo su cuerpo podía estar provocada por aquella herida o por las escamas o incluso por el conjuro de Maldred; fuera cual fuese su origen, la fiebre incrementaba su sufrimiento.
La fiebre y el calor bochornoso amenazaban con derribarlo sobre el pantanoso barro, y por lo tanto se esforzaba en mantenerse alerta y se apoyaba en el mango de la alabarda para sostenerse.
Ragh le dirigió una mirada preocupada.
—Me encuentro bien —rezongó Dhamon.
Sorprendentemente, encontraba cierto consuelo en la preocupación del draconiano. No dejaba de resultar curioso que el destino lo hubiera unido a un sivak en ese trance de su vida. En la época en que perteneció a los Caballeros de Takhisis, éstos contaban con sivaks como espías e informadores, pero él nunca depositó su confianza en ninguna de las criaturas, y hasta que conoció a Ragh, los había despreciado a todos.
—De verdad, Ragh, me encuentro bien.
El draconiano le dedicó una mirada cargada de escepticismo, luego devolvió toda su atención a Fiona, y se arrastró para secar el sudor de la frente de la solámnica, antes de regresar a su puesto, detrás de ella. Dhamon pasó la andrajosa manga por la mejilla izquierda, para intentar limpiar los hilillos de sudor, pero la prenda estaba empapada y no sirvió para mejorar la situación. «Vuelvo a tener sed —pensó—. Necesito más agua potable, tal vez más descanso. Necesito estar en la orilla y sentir la brisa». Pero Dhamon no iba a permitirse ninguno de aquellos lujos, pues de sus tres compañeros, el draconiano era el único en el que creía poder confiar, el único, por lo que sabía, que no lo había traicionado.
Fiona se removió e intentó escupir la mordaza de la boca, y Ragh volvió a darle un golpecito con la espada.
—Quédate quieta, solámnica —advirtió el draconiano con un gruñido—. A menos que quieras… —Con la mano libre apartó los helechos—. ¡Dhamon! Otra embarcación. Ésta regresa a la playa.
El aludido cambió de posición para atisbar entre las hojas y observar el Nuevo Mar. Las aguas eran negras cerca de la playa, debido a los grupos de algas oscuras que se arremolinaban como aceite en la superficie. Pero más allá el líquido elemento era de un azul brillante, que reflejaba el color de un cielo sin nubes. El oleaje estaba algo picado por culpa de un ligero viento, y la luz del sol centelleaba en la superficie.
Efectivamente, una nave hendía las aguas hacia ellos. Era pequeña y con una única vela cuadrada de un blanco sucio, y Dhamon supuso que se trataba de un barco de pesca. A medida que se aproximaba, pudo oler el pescado y el cebo, y su aguda vista distinguió redes recogidas a los costados, un largo garfio apoyado contra la barandilla, y los barriles abiertos de cebo cerca de carretes de sedal.
—Picó —dijo Ragh en voz queda.
—No estés tan seguro aún —replicó Dhamon—. Veamos hasta dónde se acerca.
Dhamon sabía que aquello debía parecer una trampa, con la dama solámnica sentada en la playa con las manos atadas al frente y amordazada. La escena pregonaba a gritos que era una trampa, en especial si se tenía en cuenta que la mujer se hallaba en el reino de la hembra de Dragón Negro, donde reinaban toda clase de criaturas y hombres malévolos, ninguno de los cuales vacilaría en usar a una hermosa víctima para atraer a otros a sus salvajes garras. «Y ahora nosotros ocupamos nuestro lugar entre esas malignas criaturas —pensó Dhamon con tristeza—. En estos momentos no somos distintos de los secuaces de Sable».
Pero ¿qué elección tenía?, se recordó. Fiona no estaba dispuesta a ayudar de buen grado a conseguirles un pasaje, y había que tratarla como una renegada. Fiona… la inmaculada Fiona. Después de recuperar el conocimiento, le había preguntado por qué lo había atacado y también qué fuerza sobrenatural había eliminado las cicatrices dejadas por el ácido en su rostro y cuello. A la primera pregunta ella había contestado: «Buscaba justicia». A la segunda se limitó a decir: «La espada me curó». Dhamon sabía que el arma no era capaz de devolverle su belleza, de modo que el misterio persistió.
Le había suplicado una y otra vez que los ayudara a atraer la atención de un navío, pero la respuesta de la mujer siempre fue: «Jamás, jamás, jamás».
De modo que ahora ayudaba a la fuerza, pues él no estaba dispuesto a permitir que Maldred asumiera su aspecto humano.
—No, no dejes que nadie resulte engañado como me ocurrió a mí —dijo con amargura a su amigo de antaño—. Eres un ogro.
Él o Ragh, con sus escamas, espantarían a cualquier barco que pasara, de modo que habían optado por aquel plan, aquella trampa tan obvia podría atraer la atención de algún espíritu caballeroso.
Llevaban esperando desde el amanecer y por fin habían hecho caer en la trampa a un pequeño barco de pesca.
«Acércate más», deseó Dhamon en silencio.
Otras tres naves se habían aproximado con anterioridad, una era un transbordador y las otras dos embarcaciones cargadas de cajones de embalaje; pero todas, muy sensatamente, habían evitado el lugar. Dhamon había considerado la posibilidad de acercarse a nado y apoderarse de una por la fuerza, pero se encontraba todavía demasiado débil para tales temeridades.
Aquella embarcación se acercaba cada vez más. No distinguió más que a cuatro hombres en la cubierta, y el situado en la proa parecía ser quien daba las órdenes. Era un hombre de cierta edad, con cabellos que eran una mezcla de negro y gris, y una bien recortada barba que mostraba algunos hilos plateados; sin embargo, el rostro curtido por el sol no aparecía flácido y los ojos eran límpidos. El marinero observaba a la Dama de Solamnia con expresión resuelta.
—Sí, un hombre maduro, pero no un anciano. Un hombre caballeroso también, a juzgar por las apariencias —susurró Dhamon.
Desde luego, el hombre se movía con garbo, aunque Dhamon observó que recorría la cubierta cojeando.
—Vamos —instó Dhamon—. Ven a rescatar a la pobre mujer. Eso es. Más cerca.
Echó una veloz mirada a Ragh, esperando que el draconiano se mantuviera oculto hasta el último momento. Aquélla era una embarcación perfecta, lo bastante pequeña para que pudieran gobernarla.
—Acércate más.
Fiona forcejeó con las ligaduras, y Ragh volvió a darle un empujón con la espada.
—No te muevas —musitó—. No te muevas o te rajaré como hiciste con Dhamon.
El tiempo se hacía interminable, pero el barco estaba lo bastante cerca ya para que Dhamon pudiera oír al capitán sin demasiado esfuerzo. El hombre ordenaba a su tripulación que tuvieran cuidado, e instaba a uno a otear los árboles y bajíos, a otro a escuchar con atención en busca de cualquier ruido sospechoso.
—Es una trampa, Eben —advirtió uno de los hombres.
—Evidentemente —masculló Dhamon en voz apenas audible.
—Probablemente —asintió el capitán, a la vez que extraía un largo cuchillo del cinto—; no creo que las bestias que la han atado y dejado allí se hayan ido tan tranquilas. Están ocultas.
—Deberíamos alejarnos, Eben. Es una trampa.
—No permitiré que las repugnantes criaturas que colocaron la trampa se queden con la joven. La liberaremos.
—Somos pescadores, Eben —intervino otro—; no somos guerreros, ni héroes.
—¿Héroes? ¿Pescadores? Somos hombres, ¿no es cierto? —replicó el capitán—. Podéis quedaros en la nave, vosotros tres, cobardes. Yo iré por la muchacha y ya me las arreglaré si es necesario.
«Caballeroso y estúpido —pensó Dhamon—, y bueno para nosotros que lo sea».
—Vamos, acércate más —musitó a continuación.
Uno de los cuatro marineros era un semielfo, que prestaba especial atención a los árboles donde se ocultaba Dhamon, y éste contuvo la respiración y echó una ojeada a Maldred de reojo. El mago ogro suspiró y desvió la mirada; Dhamon seguía sin confiar en él.
—No veo nada, Eben. —Era la voz del semielfo, que seguía con la mirada fija en el follaje, mientras su mano agarraba el garfio—. Pero eso no significa que no haya nada ahí.
—Oh, ya lo creo que hay algo ahí, Keesh. Estoy seguro —contestó el capitán categórico—; probablemente hombres lagarto o bakalis. Abundan por esta zona. A lo mejor se trata de unos traficantes de esclavos que trabajan para la Negra, y usan a una humana como cebo para capturar a más. No importa, de todos modos, acerquemos más este trasto. A lo mejor quienquiera que esté ahí no se defenderá demasiado, y tal vez podamos ahuyentarlos. Cojamos a la muchacha y salgamos de este lugar.
Arriaron la vela y dejaron caer el ancla a unos doce metros de la orilla, justo donde empezaba el manto de algas negras. Dhamon observó que el capitán soltaba un profundo suspiro y sacudía la cabeza, como si se reprendiera por lo que estaba a punto de hacer. Luego, se izó torpemente por encima de la borda, con el cuchillo sujeto aún en una mano. Dos de sus acompañantes decidieron seguirlo; pero el que se había opuesto con tanta energía al arriesgado empeño vaciló un instante antes de anunciar a voz en grito que aquello era una estupidez inmensa y unirse a ellos.
Los pescadores avanzaron despacio y con cautela en dirección a Fiona, que se revolvía con fuerza a pesar de los golpecitos de Ragh. El semielfo iba delante, sin dejar de escudriñar con atención los helechos y los árboles, y sus ojos se abrieron de par en par al descubrir un destello plateado: el sol reflejado en la espada que sostenía el draconiano.
—¡Ahí, Eben! —El semielfo señaló con el garfio—. Hay algo en los helechos detrás de la mujer.
En ese instante, Ragh salió como una exhalación de su escondite, y pasó a toda velocidad junto a Fiona, a la que derribó a posta al pasar, mientras las afiladas zarpas de los pies desgarraban el cenagoso suelo. En un santiamén estaba ya en el agua y se abalanzaba hacia el semielfo, que iba a su encuentro, haciendo girar el garfio.
—¡No hay motivo para matarlos! —chilló Maldred.
—No te muevas, ogro —le instó Dhamon, tras dirigirle una mirada furiosa—. Quédate aquí quieto hasta que esto haya acabado.
El hombre agarró el espadón con una mano y levantó la alabarda con la otra. Ambas eran armas para empuñar con dos manos, sin embargo, a pesar de las heridas, Dhamon se sentía lo bastante ágil para blandir las dos.
—No hay motivo para matarlos —repitió Maldred.
«Y no tengo intención de hacerlo», pensó Dhamon. El suelo retumbó sordamente bajo sus pies mientras se lanzaba sobre los pescadores.
—¡Monstruos! —chilló el semielfo—. ¡Son dos!
Dhamon se estremeció al sentirse calificado de monstruo.
—Son un par de draconianos —exclamó el llamado Eben, al mismo tiempo que agitaba el largo cuchillo en el aire y corría junto al semielfo—. Tales criaturas son peligrosas, amigos. Peores que los hombres lagarto. ¡Estad alerta!
Ragh alzó la larga espada para detener el ataque del garfio, luego sujetó con fuerza la empuñadura y retorció el arma al mismo tiempo que levantaba uno de los afilados pies y asestaba una patada al semielfo en el estómago. Éste cayó de espaldas al agua, aturdido y desarmado.
—¡No…! —empezó a advertir Dhamon.
—No planeaba matarlos —respondió el sivak mientras se agachaba bajo el agua para esquivar el ataque del largo y reluciente cuchillo de Eben—, aunque creo que sus intenciones son bastante distintas.
Cuando los pescadores vieron a Dhamon, uno de ellos, al advertir las escamas que cubrían su cuerpo, giró en redondo y se encaminó de vuelta al barco, derribando casi al semielfo en su precipitación.
—¡Capitán! —gritó Dhamon, y al mismo tiempo blandió amenazadoramente la alabarda justo por encima del agua—. ¡Suelta el cuchillo! —Indicó con un gesto al otro hombre armado—. Tú, también.
Los dos hombres vacilaron.
—Podríamos mataros fácilmente —amenazó Dhamon—, y creo que lo sabes, pero prefiero dejaros vivir.
Al ver que el capitán vacilaba unos instantes más, el semielfo hizo intención de ir a recuperar el garfio abandonado; pero Ragh fue más rápido, agarró la improvisada arma y la arrojó unos cuantos metros más allá. El semielfo no se rindió, sino que extrajo un cuchillo del cinturón.
—¡He dicho que no os haremos daño! —repitió Dhamon.
—Malditos draconianos —escupió el capitán.
—Ése es un drac —indicó el semielfo, señalando a Dhamon.
—Soltad los cuchillos, Keesh, William —aconsejó Eben a sus compañeros—. No tenemos elección. —Bajó su propio cuchillo—. Ha sido culpa mía, muchachos.
—No deberíamos habernos acercado a la orilla —dijo el semielfo con la enfurecida mirada puesta en el capitán—. Sabías que era una trampa. Eres un pescador ahora, ¿recuerdas? Ya no eres un caballero.
—No tenía elección —repitió el otro.
—Soltad los cuchillos —volvió a advertir Dhamon, y a continuación, apuntó con el espadón al capitán—. Tengo bastante prisa, y no volveré a pedirlo con amabilidad.
El hombre de más edad meneó la cabeza e introdujo el cuchillo en su cinto. Sus dos compañeros imitaron el gesto.
—Ya me sirve —indicó Dhamon—. No os haremos daño; os doy mi palabra. —Alzó la mirada y vio cómo el pescador que huía se izaba a lo alto de la embarcación—. Impide a ése que marche, capitán.
—Si quieres seguir vivo —intervino Ragh.
—¿Un drac que da su palabra? —El semielfo frunció el labio superior en una mueca despectiva—. Me parece que nos matareis de todos modos. Me parece que…
—La mujer —inquirió Eben, acallando al otro con un gesto de la mano—, ¿qué pensáis hacer con ella?
—Tenemos la intención de conseguirle ayuda —respondió Dhamon—, pero es una larga historia y hace falta demasiado tiempo para contarla.
Detrás de ellos, oyeron el ruido de una cadena, el ancla al ser izada. A Dhamon le enfureció que Eben no hubiera ordenado al marinero que se quedara.
—Lo que necesitamos es un transporte. Eso es todo. Debemos cruzar el Nuevo Mar y llegar a la costa de Throt. —Hizo una seña a Ragh, al mismo tiempo que miraba de refilón el barco de pesca.
El draconiano agitó la larga espada ante el semielfo, con actitud amedrantadora, luego pasó rápidamente junto a él, chapoteando en dirección a la nave. El desesperado marinero forcejeaba con la vela en aquellos momentos y ya había conseguido izar la mitad de ella cuando las jarcias se enredaron.
—Pasaje para nosotros. Luego podéis seguir con vuestras cosas.
—No harás daño a mi tripulación.
No se trataba de una pregunta.
—No, no haré daño a ninguno de vosotros… si cooperáis.
Ragh trepaba por el costado de la nave, mientras el pescador se desplazaba poco a poco hacia el otro extremo de la cubierta, sacando un cuchillo.
—Sólo pasaje, y quizás un poco de la comida y el agua que tengas a bordo.
—¿Para vosotros dos? —Eben señaló a Fiona—. ¿Y ella?
—Se llama Fiona. Sí, para nosotros dos, Fiona y un pasajero más. —Dhamon volvió la vista por encima del hombro—. ¡Ogro! ¡Trae a Fiona, tenemos un modo de llegar a Throt!
No soplaba demasiado viento, y por lo tanto no alcanzaron su destino hasta pasados algo más de dos días. Empezaba a oscurecer cuando llegaron, y el cielo de un morado pálido con listas grises que pintaban las bandas de nubes, restaba algo de su aspereza a la desolada tierra de Throt. Los pastos de las irregulares llanuras que se extendían ante ellos estaban secos y quebradizos, y los matorrales que crecían en grupos habían perdido la mayor parte de las hojas. Se distinguía también un bosque de pinos que parecía algo fuera de lugar, pues los árboles que había allí eran todos relativamente pequeños. Al este, y discurriendo casi en línea recta de norte a sur, se veía una escarpada cordillera montañosa. El Dragón de las Tinieblas estaba allí en alguna parte, si la magia del cristal había dicho la verdad. Las montañas no eran especialmente notables o altas o lo que Dhamon imaginaba que un dragón elegiría para su guarida, pero tuvo la impresión de que tenían el aspecto de las púas del lomo de uno de tales seres.
Ya no debía de faltar demasiado, se decía Dhamon. El pueblo cercano a Haltigoth, donde Riki y su hijo aguardaban, no podía estar muy lejos. Si avanzaban deprisa, sin duda llegarían al día siguiente. Estaba ligeramente familiarizado con Throt, pues había librado unas cuantas escaramuzas en aquel país cuando servía con los Caballeros de Takhisis. Tenía que reconocer, no obstante, que no había permanecido mucho tiempo en tierra, pues combatía a lomos de un Dragón Azul llamado Ciclón, pero entre sus recuerdos y la bola de cristal, tenía esperanzas de que supieran hallar el camino.
No había hecho daño a los pescadores, tal y como había prometido. Resultó que Eben era un antiguo Caballero de Solamnia, que había abandonado la Orden hacía más de una década, cuando quedó gravemente herido tras una escaramuza con hobgoblins. El hombre conservaba aún una acusada cojera como recuerdo de aquel enfrentamiento. Dhamon meditó la posibilidad de dejar a Fiona con él y decirle que la mujer estaría a salvo con los solámnicos, pero tenía la seguridad de que la enloquecida dama encontraría un modo de vencer a los marineros e iría tras él de nuevo. Era mucho mejor llevar a Fiona al pueblo, y dejarla con Riki y Varek hasta que se hubieran ocupado del Dragón de las Tinieblas. Entonces él regresaría y la llevaría a alguna ciudadela solámnica, siempre y cuando le quedara aún tiempo suficiente de vida.
—No tenías ningún derecho, Dhamon.
El tono áspero de Maldred arrancó al otro de sus meditaciones, y le hizo prorrumpir en una seca carcajada.
—¿Qué? ¿Que no tenía derecho a entregar tu espadón a los pescadores? Pues sí, ogro, tenía todo el derecho.
—Mi padre me entregó esa espada. —Los ojos de Maldred se convirtieron en delgadas rendijas.
Dhamon saludó con la mano al capitán del barco de pesca, que se alejaba en aquellos momentos de la rocosa orilla, en dirección a aguas más profundas del Nuevo Mar. El sonriente capitán Eben agitó la espada a modo de respuesta.
—Necesitábamos pagar por la travesía, compensar a esos pescadores por el tiempo perdido y las molestias causadas. Les hemos costado unos cuantos días de labor e innumerables preocupaciones. Compartimos su comida y bebimos de su agua y su alcohol. Además estaban todos tan nerviosos que no creo que ninguno de ellos durmiera durante el tiempo que estuvimos a bordo. Fue una suerte para nosotros que la espada fuera valiosa.
Maldred gruñó, y sus colmillos inferiores sobresalieron de los bulbosos labios.
—¿Valiosa? Esa espada valía más que toda su embarcación junta, Dhamon, y lo sabes muy bien. Podría comprarse un barco nuevo y grande con lo que vale, dos o tres en realidad, y contratar más hombres. Fuiste muy caritativo.
El otro no pudo reprimir una sonrisa.
»Mi espada estaba hechizada. Podrías haberles dado esa maldita alabarda, manchada con la sangre de Goldmoon. O la espada de Fiona. Mi padre me entregó esa arma.
Dhamon le dio la espalda para mirar a Fiona. El draconiano empuñaba todavía la espada de la dama solámnica y apuntaba a la mujer con ella.
—Quítale la mordaza, Ragh —indicó Dhamon.
—¿Quieres escuchar más de su cháchara insensata? —El sivak sacudió la cabeza y contempló con fijeza los ojos enloquecidos de la dama—. No te preocupes, no voy a desatarte —continuó diciendo—. Jamás sería tan estúpido como para eso; pero te quitaré la mordaza… si prometes mantenerte callada esta vez.
Fiona lo miró furiosa.
—Júralo.
La mujer sacudió la cabeza en ademán desafiante.
—No, pues la mordaza se queda, Dhamon. A menos que quieras vigilarla tú. —Ragh se sorprendió cuando Dhamon no discutió—. Recuerda lo que pasó cuando se la quitamos para permitirle comer en el barco…
Calló y ladeó la cabeza. Había oído algo; el suave susurro de ramas secas, una voz apagada y confusa. Tanto él como Dhamon miraron en dirección nordeste, los ojos fijos en el crepúsculo que avanzaba, mientras buscaban el origen del inquietante ruido.