Dhamon se sintió arrastrado por un remolino que lo sumergía en una oscuridad asfixiante.
El calor concentrado en el pecho se desperdigó por todo el cuerpo y amenazó con consumirlo.
—¿Mal? —llamó Dhamon.
No obtuvo respuesta; no había más que tinieblas, turbulentos sonidos y un intenso calor.
Ni una sola parte de él se libró. Dagas de fuego se clavaron en su cuerpo desde todas direcciones, y se sintió desgarrado, desmembrado sobre el potro de tortura. Le arrancaban brazos y piernas del torso, en medio de un dolor insoportable.
Dhamon jadeó, aspirando todo el aire que los abrasados pulmones le permitían, al mismo tiempo que intentaba aislar alguna parte de él del agudo dolor y ver… algo… cualquier cosa.
Todo lo que consiguió detectar fue una abertura en la oscuridad que era negra como el azabache.
—¿Qué? ¿Mal? ¿Estás ahí, Mal?
Un gruñido gutural fue la única respuesta.
—¡Fuerte! —se oyó decir Dhamon en voz alta—. ¡Soy fuerte, Nura Bint-Drax! —Las palabras siguieron el rítmico latido de su corazón—. ¡Nada es más fuerte que yo, condenada serpiente! ¡Yo detendré tu magia!
Pero el hechizo de la naga ya había acabado.
El dolor y la fiebre se agudizaron hasta tal punto que Dhamon creyó —esperó— perecer antes de volver a tomar aire. Chilló, y el chillido se transformó en un rugido, que a continuación se apagó cuando el calor empezó a disminuir. Volvió a chillar sólo para estar seguro de que seguía vivo, luego aspiró profundamente y encontró la voluntad de resistir un poco más.
—El calor —musitó—, ¡me purificaba!
El calor ahuyentaba toda la debilidad de lo que en una ocasión había sido un cuerpo humano, y dejaba únicamente poder y fuerza.
—¡Viviré, Nura Bint-Drax! ¡Y mantendré una promesa que le hice a Ragh! Te veré muerta.
El cuerpo seguía cambiando, para crecer más, tal vez. Colocó una mano ante el rostro pero no vio nada excepto oscuridad. Oyó un chasquido y sintió que el pecho se ensanchaba e hinchaba, pero esa vez no sintió dolor. ¿Dónde estaban el dolor y el calor?
En aquellos momentos ya no sentía nada en realidad, comprendió sobresaltado, y en su papel de participante a la fuerza, aguardó mientras percibía cómo el tamaño del cuerpo se doblaba, para a continuación volver a doblarse.
—¡Fiona!
Desde algún lugar de la oscuridad Maldred llamaba a la dama solámnica.
De modo que el mago ogro seguía allí. ¿Por qué llamaría a Fiona? ¿Estaba también ella allí?, se preguntaba Dhamon. ¿Cómo había conseguido la mujer llegar aquí, a ese lugar situado en las profundidades de la tierra? Las tinieblas empezaron a retirarse, y el corazón de la caverna se fue haciendo visible. Podía verse a sí mismo.
«Mis ojos —oyó decir Dhamon a una voz en el interior de su cabeza—. Ves a través de mis ojos ahora, Dhamon Fierolobo, pero pronto no verás y no percibirás nada nunca más».
La consciencia del Dragón de las Tinieblas estaba totalmente incrustada en su cerebro; eran dos seres que compartían un solo cuerpo. «¿Qué magia vil podía hacer desaparecer el alma de alguien?», pensó.
—¡Ragh! ¡Fiona! ¡Daos prisa! —Volvió a oír la voz de Maldred.
De modo que el draconiano y Fiona estaban allí, habían conseguido seguir su pista. ¿Habían conseguido llevar a Riki y al bebé lejos de los hobgoblins? ¿Estaba a salvo su hijo? Intentó llamarlos, pero no consiguió emitir la voz; ni siquiera fue capaz de abrir la boca.
—¡Fiona! —La voz de Maldred no dejaba de resonar.
No importaba si estaban allí, pensó. Lo que deberían hacer era irse. Maldred debería decirles que huyeran mientras aún tuvieran tiempo de salvarse. Volvió a intentar llamarlos, para advertirles que huyeran. Centró los pensamientos en abrir la enorme boca y en gritarles que corrieran lo más deprisa que pudieran.
¿Qué pasaba con el miedo al dragón?, se preguntó. Lo cierto es que deberían estar huyendo. El aura de miedo al dragón que exudaba el Dragón de las Tinieblas debería repelerlos; pero no era así, ni, ahora que lo pensaba, había estado presente el temor al dragón cuando él penetró en la sala. Se dio cuenta de que, en realidad, él no había sentido ni un ápice de aquel miedo. ¿Se habría vuelto tan débil el Dragón de las Tinieblas que era incapaz de generar su magia? O acaso ¿había puesto todo su poder en el hechizo para controlar a Dhamon?
—¿Es ése Dhamon? ¿Es realmente Dhamon? —Era el familiar susurro ronco del draconiano—. ¡Por los huevos primigenios! No se está convirtiendo en un drac, ¡se está convirtiendo en un dragón!
De repente, Dhamon supo que aquello era verdad, pues era capaz de percibir el tamaño que había adquirido: piernas gruesas como viejos y robustos robles, zarpas imponentes, con uñas largas y letales. Las protuberancias de los omóplatos habían desaparecido, reemplazadas por alas que se encontraban plegadas a los costados, incapaces de extenderse demasiado porque la barrera mágica de Nura seguía allí. El cuello era largo y sinuoso, la cabeza ancha y los ojos enormes, y ahora lo veían todo con suma claridad.
El Dragón de las Tinieblas volvió la testa, y Dhamon vio a Maldred, que golpeaba aún el invisible muro con los puños. Fiona lanzaba estocadas contra la barrera con la maldita espada, al tiempo que chillaba algo sobre… ¿sobre que había sido estafada? Aullaba su ira, y esta vez Dhamon la oyó claramente entre el retumbar de la caverna y los poderosos latidos de su corazón.
—¡Maldito seas, dragón! —chillaba la dama con voz aguda—. ¡Es mi destino matar a Dhamon Fierolobo! ¡Yo! ¡Hacer que pague por Rig! ¡Qué pague por todos ellos!
—¡Ragh! ¡Ayúdame con la barrera! —gritaba Maldred mientras golpeaba.
Curiosamente, Ragh no hizo nada, y en su lugar habló en voz tan baja al mago ogro que Dhamon no consiguió oír lo que decía, a pesar de su agudo oído de dragón. El suelo retumbaba con demasiada fuerza, Fiona chillaba enloquecida y Nura Bint-Drax también hablaba, pronunciando más de aquellas palabras arcanas. ¡Otro conjuro!
Sin duda la naga se esforzaba por mantener la invisible barrera, supuso Dhamon, se esforzaba por impedir que sus compañeros la rompieran, lo salvaran y se enfrentaran al Dragón de las Tinieblas.
Si Nura estaba tan absorta en su hechizo, aquello significaba que la magia del dragón no era definitiva aún, que el monstruo no poseía el control total sobre el cuerpo de dragón de Dhamon.
«Y si no tienes el control total, todavía podría ser capaz de detenerte —se dijo Dhamon mentalmente—. Mis compañeros y yo te detendremos».
«Es demasiado tarde para eso, Dhamon Fierolobo —se mofó mentalmente el Dragón de las Tinieblas—. Mi conjuro está concluido. Poseo este cuerpo. Jamás debería haberte enviado contra Sable; tendría que haberte mantenido cerca de mí. Después de todo, no he necesitado la energía de la muerte de la Negra. Sólo necesitaba la magia de todos esos prodigiosos objetos mágicos… y tu magia interior. Te necesitaba a ti. Nura ha estado en lo cierto desde el principio, y también Maldred. Eres el elegido a través del cual viviré».
«Mientes dragón. Tu conjuro no ha finalizado, pues tu títere, Nura, intenta conseguirte un poco del tiempo que necesitas para ponerle fin», repuso Dhamon enfurecido. Durante todas aquellas semanas había creído que el Dragón de las Tinieblas lo estaba convirtiendo en un simple drac o abominación; que lo azuzaba, lo amenazaba con la transformación definitiva si no mataba a Sable, y le prometía la curación si lo hacía, además de añadir a todo ello la amenaza contra Riki, Varek y el hijo del propio Dhamon. En realidad, durante todas aquellas semanas se había estado convirtiendo poco a poco en un recipiente para la esencia del dragón, para un dragón creado por el dios Caos.
—¡No! —gritó Dhamon, que sobresaltó a todos los presentes con el rugido que vomitaron sus fauces de dragón—. ¡No dejaré que venzas!
Intentó decir otras palabras, pero el Dragón de las Tinieblas penetró en su mente como una tempestad y sofocó su consciencia. En su mente, cada vez más reducida, Dhamon vio cómo el dios Caos tomaba del suelo del Abismo la sombra que él mismo proyectaba y le daba la vida y la forma de un dragón. Volvió a contemplarlo todo: la recién engendrada criatura el Dragón de las Tinieblas matando a Caballeros de Takhisis y Caballeros de Solamnia, al dragón luchando y eliminando Dragones Azules, cuya energía se bebía.
«Del mismo modo que los maté a todos ellos, mataré también a tu espíritu. Volveré a volar bajo mi nueva y perfecta forma —siseó la criatura en la mente de Dhamon—. Expulsaré tu alma».
Dhamon sintió cómo la consciencia se le escapaba, cómo la sangre que contenía su vida se derramaba. El dragón vencía. Todo a su alrededor se nubló: el hechizo interminable de Nura, los gritos de Fiona. Oyó lo que pareció un trueno, tal vez el latir del inmenso corazón del cuerpo del dragón al invadir su cuerpo, luego no distinguió nada.
Percibió unas tinieblas, acogedoras y aterradoras. Su fin lo llamaba, y se sintió atraído poco a poco hacia él.
—¡Lo has conseguido! —gritó Ragh—. ¡Lo has conseguido, ogro! ¡La barrera ha caído!
A una sugerencia de Ragh, Maldred había tomado algunas de las estatuillas mágicas que había en la bolsa y las había arrojado contra la barrera invisible. La explosión fue pequeña pero suficiente para hacer añicos el conjuro de Nura, a la vez que derrumbaba una parte del techo de la caverna.
Fiona se lanzó hacia el frente, esquivando las piedras que caían.
—¡En nombre de Vinas Solamnus! —gritó—. ¡Por la memoria de mi Rig!
Ragh vaciló, y sus ojos se movieron veloces entre el dragón en que se había convertido Dhamon y el cascarón del Dragón de las Tinieblas. Maldred contemplaba a su antiguo amigo.
—Por mi padre —dijo el mago ogro en voz baja—. Por todo lo que es sagrado. Mírale, Ragh. Mira en qué se ha convertido.
Dhamon, bajo la forma de un dragón, no se parecía a ningún otro dragón que hubiera sido visto jamás en Krynn. Las escamas eran espejos negros que reflejaban la caverna y a todos sus ocupantes, y despedían principalmente un fulgor plateado, aunque en algunas partes mostraban una tonalidad satinada.
El dragón Dhamon era una criatura imponente, no tan grande como el Dragón de las Tinieblas, pero sí con un aspecto mucho más elegante. Era como si un gran artista hubiera esculpido la criatura, hurtando los mejores rasgos de varios dragones de Krynn para crear una composición única.
El Dragón de las Tinieblas había tomado las astas, de un negro indefinido, de un joven Rojo que había eliminado durante la Purga; las magníficas alas pertenecían al primer Azul que había matado en el Abismo, y las zarpas las había copiado de las de un Dragón Blanco, palmeadas y letales como una hoja bien afilada.
—Hermoso —admitió Ragh, contemplando con asombro al dragón que era Dhamon—. Es… es una criatura hermosa, desde luego. Increíble.
—Hermosa o no, morirá —siseó Fiona.
La solámnica se había aproximado despacio y alzaba en aquellos momentos la espada mientras seguía acercándose poco a poco a la criatura. El dragón se movía perezosamente, debido a que los últimos vestigios mágicos del hechizo seguían actuando.
—¡Ahora es el momento de atacar! Cuando la hermosa bestia todavía es vulnerable.
—¡Nooo! —aulló Nura.
La naga había estado observando orgullosa, maravillada ante la transformación final, pero ahora, con cierto retraso, pasó a la acción.
—¡No arañarás el nuevo cuerpo de mi amo! ¡No vas a hacerle daño, mujer miserable!
Nura corrió hacia Fiona, y su aspecto cambió mientras lo hacía, su estatura aumentó, las piernas se fusionaron para formar el repugnante cuerpo de serpiente, y toda ella se estiró hasta medir seis metros de altura desde la coronilla hasta la cola. Los cabellos cobrizos se desplegaron en abanico para formar una caperuza.
Ragh entró en acción simultáneamente, tras decidir que Dhamon podía defenderse de Fiona, pero que la naga era peligrosa.
El draconiano corrió hacia la mujer-serpiente.
En ese mismo instante, el cuerpo inerte del Dragón de las Tinieblas se contrajo.
Maldred se dio cuenta e interrumpió el conjuro que había iniciado; incluso tuvo que echar una segunda mirada de tan sorprendido como estaba, pues había creído muerto al otro dragón.
—¡Ragh! ¡Fiona! —tronó—. ¡El Dragón de las Tinieblas controla ambas formas! ¡Hemos de vérnoslas con dos dragones, no con uno!
El mago ogro detuvo el hechizo, introdujo los dedos en la bolsa que llevaba y los cerró sobre la última estatuilla que le quedaba. Corrió al frente y arrojó la figura; pero, aunque había apuntado al Dragón de las Tinieblas, erró el tiro. La talla golpeó la pared de la cueva, lanzando fragmentos de roca por los aires a la vez que se desplomaba un trozo del techo. Las vibraciones arrojaron a Maldred al suelo.
En medio de la neblina levantada por los cascotes, el mago ogro creyó haber alcanzado el blanco, pero entonces el polvo y las piedras se aposentaron en el suelo, y el Dragón de las Tinieblas volvió a moverse, de un modo más perceptible esta vez.
El elegante dragón intentó moverse, pero todavía resultaba lento; era como si el Dragón de las Tinieblas no pudiera manejar los dos cuerpos a la vez.
Dhamon abrió la boca y rugió su ira.
El Dragón de las Tinieblas aulló a modo de respuesta.
—¡Matad al Dragón de las Tinieblas! ¡Al Dragón de las Tinieblas! —gritó Maldred mientras se incorporaba—. Matadlo y tal vez podamos romper el hechizo. ¡Tal vez podamos salvar a Dhamon!
Recogió la alabarda del suelo, y cargó como enloquecido contra el dragón, con quien tenía su propia deuda de venganza.
La caverna tembló a causa de toda la energía contenida en ella: la energía procedente de las estatuillas mágicas de Maldred, la existente en los conjuros del Dragón de las Tinieblas y de Nura, y la producida por la magia que había liberado el montón de riquezas.
El ruido y los constantes temblores finalmente resultaron excesivos para Nura Bint-Drax, que giró a un lado, luego a otro, como torturada por la necesidad de tener que elegir. Se revolvió contra enemigos invisibles, se alargó en dirección al Dragón de las Tinieblas, meditó la posibilidad de realizar un conjuro, y luego lo desechó mientras pensaba en otro.
Durante aquellos instantes de indecisión, los dedos de Ragh se cerraron alrededor de la caperuza de su garganta de serpiente.
—Dhamon cree que yo debería conocerte y odiarte, mujer-serpiente —escupió el draconiano—. Bueno, pues realmente te odio, pero no deseo conocer algo tan repugnante como tú. —Apretó con fuerza, a la vez que sujetaba con las piernas los costados del cuerpo de serpiente para inmovilizarla—. Sólo quiero verte muerta.
Metros más allá, Fiona se detuvo, repentinamente paralizada. La indecisión reflejaba claramente la división de su espíritu. Su honor de Dama de Solamnia la impelía a atacar al Dragón de las Tinieblas, pero también deseaba con desesperación llevar a cabo su venganza contra Dhamon.
—¿Adónde has ido, Dhamon Fierolobo? —chilló—. ¿Dónde está mi venganza? —Una lágrima recorrió el rostro cubierto de polvo—. ¿Cómo sé contra quién debo luchar?
Una parte de ella reconoció el centelleo en los ojos del dragón, el centelleo de su oscura y misteriosa mirada. Era el mismo brillo que había observado en el bebé que había sostenido en brazos horas antes. Los ojos de Rig también habían sido oscuros. ¡Cómo echaba de menos al marinero!
—Jamás tendré un hijo —dijo, bajando ligeramente la espada—. Jamás tendré…
En ese instante, Dhamon se movió por fin, arrastrándose al frente. Sentía aún como si su alma se sumergiera en dirección a la oscuridad, pero luchó contra la pérdida de consciencia con las pocas onzas de humanidad que le quedaban.
«No puedo permitir que venzas», dijo al Dragón de las Tinieblas; pero no podía permitirlo sólo por Riki y su hijo, sino también por Fiona, Ragh y Maldred, y por las innumerables otras víctimas que habían perecido y perecerían a mano de aquel renacido Dragón de las Tinieblas durante los siglos que el ser vagaría por Krynn.
«Puede que ésta sea mi única oportunidad de redimirme —siguió, mientras proyectaba sus pensamientos hacia el Dragón de las Tinieblas—. Impedir que recorras la faz de este mundo».
El otro se defendió mentalmente, con las fuerzas divididas entre las dos formas.
Dos dragones combatían en la mente de Dhamon: uno tenía escamas negras que brillaban como espejos y una figura ágil, el otro era una enorme bestia gris, lenta y agotada, pero aun así formidable.
La criatura vieja lanzó al frente una enorme garra de uñas como cuchillas, para asestar un golpe al dragón nuevo.
—Ríndete —siseó el viejo—. No tienes elección. Y no consigues otra cosa que encolerizarme al resistirte.
El dragón nuevo rugió una palabra que sonó como «Jamás», una palabra que resonó en los confines de la mente de Dhamon. La nueva criatura alargó una zarpa, también, para apartar de sí a la otra, sin herir al Dragón de las Tinieblas, aunque lo mantuvo a raya.
A medida que Dhamon se deshacía del profundo aturdimiento que lo embargaba, su objetivo se tornaba más claro.
«Has querido abarcar demasiado», indicó Dhamon al Dragón de las Tinieblas en tono amargo.
«Venceré a tu espíritu —replicó el otro—. Luego venceré a tus amigos».
En la mente de Dhamon, el viejo dragón se abalanzó sobre el reflejo del otro, con ambas zarpas extendidas y las fauces bien abiertas, para mostrar unas hileras de afilados dientes oscuros. Una lengua sinuosa surgió al exterior, y azotó con violencia el aire, antes de golpear el hocico del nuevo dragón.
Dhamon retrocedió ante la imagen mental. «Ya no tienes más objetos mágicos, dragón —maldijo con vehemencia—. No hay nada que pueda facilitar energía a tu postrer hechizo».
«Sí que tengo algo —repuso el otro al instante—. Hay magia en el sivak sin alas, y más en el mago ogro. También en la naga. Sus muertes liberarán la energía que necesito».
Entonces el Dragón de las Tinieblas empezó a retirarse de nuevo al interior de su viejo cuerpo.
—Ya habrá tiempo para dominar tu espíritu más adelante, Dhamon Fierolobo —siseó la criatura—. Primero debo reunir más de la esencia necesaria… empezando por tus amigos.
«¿De modo que no posees poder suficiente para aniquilar mi humanidad? —manifestó Dhamon—. Debe haber algo en mí que resulta demasiado difícil de vencer. ¿Qué será?».
¿Por qué tenía tantos problemas el Dragón de las Tinieblas?, se preguntaba Dhamon. ¿Podría ser que llevaba con él una pizca de la locura de Fiona, legada por el ser de Caos que había invadido su mente? Tal vez su adversario era incapaz de hacer frente a aquel inesperado fragmento de demencia instalado en el cuerpo que había estado sustentando para sus propios propósitos.
«Sí, esa locura es la última barrera —admitió su contrincante—. Pero con más magia, derrotaré esa locura. Una vez que tus amigos estén muertos, su energía será mía. Cuando se hayan ido, yo regresaré. Y entonces te destruiré».
Maldred acuchilló con las garras al hinchado Dragón de las Tinieblas. Había utilizado magia para afilar las garras, y ahora empezó a cortar a través de las escamas de la criatura hasta hacer brotar la oscura sangre.
—¡Matar al dragón es la clave! —exclamó exultante—. ¡Estoy seguro!
El draconiano forcejeaba con la naga, con las garras cada vez más apretadas alrededor del cuello del ser. Entre tanto, la dama solámnica se apartaba despacio de Ragh y Dhamon, sin dejar de contemplar como hipnotizada cómo el Dragón de las Tinieblas revivía, alzaba una zarpa y apartaba de un manotazo a Maldred igual que si se tratara de una muñeca hecha con vainas de mazorca.
El Dragón de las Tinieblas avanzó al frente, con los apagados ojos amarillentos fijos en Ragh, mientras abría las mandíbulas.
—Rig está muerto —murmuró Fiona en tono taciturno—. Y Shaon, y Raph y Jaspe. Todos muertos. Ragh estará muerto pronto. Y también Maldred. Todo el mundo estará muerto.
El Dragón de las Tinieblas apenas se molestó en echar una ojeada a la solámnica, mientras se acercaba al draconiano y a la naga, con los labios echados hacia atrás en una sonrisa cruel, que dejaba al descubierto los dientes.
A la bestia ni siquiera le importaba ella, se dijo Fiona. Primero acabaría con Maldred, luego con Ragh. Y finalmente, sólo quedaría ella con vida… sólo ella… allí sola.
La mujer dio un paso al frente, con la espada centelleando bajo la luz mágica que todavía se arremolinaba por la cueva. Pasó junto a Ragh y se aproximó al Dragón de las Tinieblas, blandió el arma en un poderoso y amplio arco, y la hundió en una gruesa placa cubierta de escamas situada en el estómago de la criatura.
El ser se volvió hacia ella, estupefacto al verse atacado por un humano solitario, y contempló con ojos entrecerrados la mágica arma.
—Tu espada —exclamó—, me la quedaré.
—¡Fiona! —gritó Maldred.
—Me quedaré con la magia de la espada —repitió el dragón—, y acabaré contigo.
Fiona escupió a la bestia y retrocedió, lanzando una nueva estocada contra la zarpa extendida de la criatura, que se hundió con fuerza en la carne e hizo brotar un chorro de sangre negra.
—¡Ven a cogerme, dragón! —aulló.
—¡Fiona, apártate! —volvió a gritar Maldred.
El ogro se había arrastrado hasta colocarse detrás del dragón, y, una vez allí, juntó los pulgares e intentó apresuradamente lanzar un conjuro. Las manos adquirieron un tenue fulgor verdoso, y él se puso en pie y apuntó con los dedos, como si se tratara de armas, al Dragón de las Tinieblas.
Ragh acabó de estrangular a la naga y la dejó caer al suelo; tras dar un traspié sobre el cuerpo de serpiente, giró en redondo y corrió en dirección al Dragón de las Tinieblas.
En ese momento, con su oponente distraído por la presencia de tantos adversarios, Dhamon sintió una oleada de poder en su interior.
En su mente el dragón que era él había estado dando caza al dragón malvado, y en aquel momento, el reflejo de sí mismo dejó escapar por la boca una nube negra que fluyó hacia el adversario.
Fiona lanzó una estocada hacia arriba, y la hechizada hoja se hundió profundamente en el tambaleante Dragón de las Tinieblas.
La criatura había sacrificado demasiada energía para alimentar el hechizo de transferencia; había usado casi toda la magia procedente del dios que lo había engendrado en el Abismo.
Fiona volvió a hundir la espada, y de este modo concedió, sin saberlo, unos minutos preciosos a Dhamon para que pudiera incrementar su batalla mental y descargar el arma que era su aliento. Dio, también, tiempo a Maldred para poner en marcha su hechizo, y a Ragh para que pudiera acercarse al anciano y cansado dragón, y usar las zarpas.
—¡Ven a cogerme, dragón! —volvió a chillar la solámnica.
El reflejo del dragón volvió a soltar aliento en la mente de Dhamon, y de improviso, aquel aliento negro se materializó. La negra nube ponzoñosa surgió como una exhalación de las fauces de Dhamon y envolvió la testa del Dragón de las Tinieblas.
En un abrir y cerrar de ojos, la criatura desapareció de la mente de Dhamon, que en ese mismo instante, consiguió por fin desprenderse de toda su indolencia.
El leviatán descargó una zarpa sobre Fiona; luego volvió la cabeza, para contemplar a Maldred con expresión inquietante. El conjuro del ogro lanzó una serie de esferas de fuego verde contra la criatura.
Maldred con su fuego verde, Ragh con sus poderosas garras, Dhamon con su aliento. Los tres se unieron para atacar a la bestia.
Y ésta sucumbió.
Igual que había sucumbido Fiona.
Cuando miraron a su alrededor, la naga había desaparecido sin dejar rastro. Ragh había creído que la aterradora criatura estaba muerta, pero Nura debió de escabullirse durante el combate final, que se saldó con la muerte de su querido amo. Los tres supervivientes carecían en aquellos momentos de las fuerzas o el ánimo para ir tras la niña-serpiente-mujer que los había atrapado en su enloquecida intriga.
Enterraron a Fiona en las profundidades de la cueva del dragón, cerca del lugar donde había efectuado su valiente y postrer ataque. Cerca de la cabeza de la mujer Maldred usó la magia para licuar la pared de roca —durante unos instantes—, luego incrustó la preciada espada larga de la solámnica en la piedra. Aquella espada que en otro tiempo había poseído magia marcaría eternamente el honroso final de la Dama de Solamnia.
Maldred extendió el hechizo sobre el suelo y las piedras rotas, para sellar aquel punto y convertirlo en una lisa capa de roca.
—Espero que haya vuelto a encontrar a Rig —comentó el draconiano cuando Maldred hubo terminado—. Espero que exista algo más allá de este mundo, un lugar al que vayan los espíritus cuando los cuerpos han acabado su función… Espero que esté allí con Rig, y que, juntos, estén en paz.
Dhamon no dijo nada. Cerró los inmensos ojos de dragón y lloró en silencio por Fiona y Rig, por Shaon, Raph y Jaspe. Por todas las vidas que había tocado y ensuciado. Minutos más tarde, en un silencio sobrenatural, se escabulló de la sala, tomando el pasadizo más amplio que ascendía a la superficie, seguido de Maldred y Ragh.
No hablaron hasta que salieron a las estribaciones. El sol se ponía, y pintaba el seco suelo con un cálido fulgor a la vez que hacía llamear las escamas de Dhamon como si fueran de metal fundido. Dhamon se tumbó en el suelo, con las zarpas extendidas hacia el horizonte y las alas plegadas contra el cuerpo.
Ragh trepó con cuidado el primero, hasta acomodarse en la base del cuello de Dhamon entre dos púas afiladas. Maldred aguardó, contemplando cómo el sol se hundía, hasta que el resplandor empezó a desvanecerse; luego se encaramó detrás de Ragh, y su mano se cerró con fuerza sobre una de las púas, las piernas bien apretadas a los costados, cuando el dragón desplegó las alas y, sin el menor esfuerzo, se elevó hacia el cielo.
Volar le resultó algo instintivo, y Dhamon se preguntó si era algo sembrado en él por la magia del dragón, o si se debía en parte a los años en que había volado sobre el lomo del Dragón Azul, Ciclón. El viento corría veloz por encima y por debajo de las alas, jugueteaba con su rostro y le acariciaba el lomo. Se dijo que debería sentirse preocupado por su destruida humanidad, pero el poder de esa nueva forma, la sensación de volar, mantenía a raya tan taciturnos pensamientos.
A lo mejor existía algo de maravilloso y predestinado en su conversión en dragón. Dhamon descubrió que disfrutaba con la sensación de volar tan alto sobre la tierra.
—¿Adónde vamos? —Ragh tuvo que chillar para hacerse oír por encima del viento.
La respuesta de Dhamon fue virar al sur, hacia el borde la cordillera. El cielo empezaba a oscurecer cuando aterrizó e hizo una seña a Maldred para que desmontara.
El mago ogro lo hizo con cierta desgana.
—Te echaré de menos, Dhamon —le dijo—. Espero que el destino se ocupe de volver a unirnos, y también que durante ese intervalo de tiempo encuentres un modo de perdonarme.
Dhamon aguardó hasta que el mago ogro se hubo alejado un poco para volver a desplegar las alas. Las patas lo impulsaron de nuevo hacia las alturas, y mientras se elevaba, alargó el cuello hacia atrás para dirigir una última mirada a su antiguo amigo. El ogro de piel azul había desaparecido, y en su lugar volvía a estar el hombre de piel bronceada con un apuesto rostro anguloso y cortos cabellos rojizos. Aquélla era la vieja forma que Dhamon conocía y la que parecía sentar mejor a Maldred.
—No dejaré que me sueltes sobre algún pico solitario —refunfuñó Ragh, y en voz más baja, pero no tanto que el otro no pudiera oírle, añadió—: Además, no tengo adonde ir.
Su ruta los condujo ligeramente al oeste entonces, luego en dirección a Haltigoth. Las estrellas se extinguían ya cuando aterrizaron. El draconiano descendió del lomo de Dhamon, y éste invocó un conjuro que le llegó de forma espontánea desde las misteriosas profundidades de su ser.
En cuestión de momentos, el dragón que era Dhamon Fierolobo pareció plegarse sobre sí mismo, se encogió, y a continuación se quedó plano, como un charco de aceite. Y el aceite se deslizó silencioso hasta el draconiano, se pegó a él, y avanzó con él como su sombra. Ragh se dirigió a toda prisa al pueblo más cercano, rodeó el establo, y dejó atrás los puestos cerrados de los comerciantes. Había un pequeño edificio de piedra con el techado de paja, y los agudos sentidos de Dhamon los condujeron hasta allí.
Ragh se deslizó sigiloso hacia una ventana de la parte trasera.
Riki y su esposo estaban sentados ante una mesa de madera, y la semielfa acunaba a una criatura pequeña; un niño con misteriosos ojos oscuros y cabellos rubios como el maíz. Un chico, se dijo Dhamon, y decidió que echaría un vistazo de vez en cuando para asegurarse de que el niño se desenvolvía en aquel mundo sin problemas y de un modo provechoso.
—¿Has visto suficiente? —susurró Ragh al cabo de varios minutos, pues no deseaba arriesgarse a que los descubrieran.
«Sí —respondió mentalmente su compañero—. Lo he visto bien y también he visto suficiente».
Abandonaron el pueblo volando y tomaron un curso que les hizo enfrentarse a un frío viento otoñal. Dhamon se dirigió hacia el norte, donde un dragón llamado Ciclón ejercía su dominio. Quería ver a su antiguo compañero y observar su sorpresa. Durante los kilómetros que mediaban entre Throt y la guarida de Ciclón tal vez encontraría un modo de explicar lo que le había sucedido.
—¿Luego qué? —preguntó Ragh—. ¿Después de Ciclón?
Dhamon no estaba seguro. Tal vez podrían viajar a las islas de los Dragones, o a algún otro sitio donde no hubiera estado jamás. Aquel cuerpo nuevo, aquella vida nueva, exigían un entorno nuevo.
—Han llamado al niño, Evran —explicó Ragh—. Riki dijo que era un antiguo nombre familiar que deseaba honrar. Suena bien. Para ser un nombre humano.
Dhamon sonrió en su fuero interno. Evran era su segundo nombre de pila, y muy pocos, aparte de Riki, lo sabían. El niño tenía algo de él.