1 Viento y escamas

Las correosas alas de la criatura batían con fuerza y constancia mientras ésta ascendía por el cielo nocturno y se abría paso entre las ráfagas de un viento enfurecido. La luna llena iluminaba a un manticore cuyo tamaño era casi el de una cría de dragón. El cuerpo y el pelaje del animal recordaban un león, el rostro mostraba un desconcertante aspecto humano y lucía una larga cola fibrosa que finalizaba en un conjunto de mortíferas púas. Sin advertencia previa, el manticore echó la cabeza hacia atrás y rugió, lanzando un sonido horripilante que hendió el aullido del viento y provocó escalofrío a sus tres pasajeros.

Dhamon Fierolobo, sentado justo detrás de la cabeza de la criatura, y encajado junto con Fiona entre dos de las púas que discurrían a lo largo de la espalda del animal, se inclinó hacia la derecha todo lo que pudo para esquivar la ondeante melena de su montura, pero el viento le aguijoneó los ojos e hizo que las mangas de sus raídas ropas se hincharan y chasquearan como velas que flamearan al viento. Se dijo que el viento resultaba extrañamente cálido, a pesar de hallarse ya a principios de otoño y muy entrada la noche, y a pesar, también, de que volaban como mínimo a doce metros por encima de las copas de los árboles más altos de la ciénaga de la hembra de Dragón Negro. En el cogote, notaba la respiración de Fiona, que era más cálida y suave que el viento. Los brazos de la Dama de Solamnia le rodeaban la cintura, y el pecho de la mujer se apretaba con fuerza contra su espalda. La solámnica le dijo al oído:

—Tengo que comprarme un hermoso vestido para mi boda, Dhamon. Cuando lleguemos a una ciudad…, no tardaremos mucho en llegar a una, ¿verdad?

«No importa, Fiona que no tengas una sola moneda de acero en el bolsillo —pensó Dhamon—, o que no vaya a haber boda. Tu amado Rig está muerto, y tú has perdido la razón. Los dos lo vimos morir a pocos pasos de nosotros».

—Mi madre me decía siempre que el azul es el color que mejor me sienta —añadió la mujer.

—Los colores ahora no importan, mi señora. Lo único que importa en estos momentos es que esta infame bestia vuela a demasiada velocidad.

Un malhumorado refunfuño emitió Ragh, el draconiano sivak encaramado, con cierta precariedad, detrás de la solámnica.

—A una velocidad excesiva para este viento tan fuerte.

El sivak repitió su queja otras dos veces, sin recibir respuesta; bien porque Dhamon o Fiona no tenían ganas de contestar o bien porque no podían oír su ronca voz susurrante por encima del fragor del viento y del ruidoso aleteo de las alas de la bestia. El draconiano se sentía inquieto, y sus piernas empezaban a entumecerse debido a la fuerza con que las apretaba contra la grupa del manticore; clavó las zarpas como para subrayar sus sentimientos, y notó cómo la piel áspera del animal se estremecía a modo de protesta. La criatura volvió a rugir.

—Y nos encontramos a una gran altura.

Si bien la mayoría de los sivaks podían volar —eran los únicos draconianos capaces de hacerlo—, Ragh había perdido las alas por culpa de un cruel castigo y no sentía el menor deseo de comprobar si era capaz de sobrevivir a una caída desde aquella altitud.

El sivak mantuvo los ojos fijos en el cogote de Dhamon, tomó aire con energía e intentó tranquilizarse, a la vez que se esforzaba por combatir la sensación de que iba a vomitar en cualquier momento. Casi una hora más tarde, y después de que el aire refrescara un poco, el draconiano consiguió por fin calmarse, aunque sólo ligeramente, y decidió arriesgarse a echar una ojeada al suelo. Mientras oteaba el oscuro entrelazado de ramas de cipreses que se extendía a sus pies, Ragh distinguió un claro en el follaje, y a través de éste captó el vislumbre de una cinta plateada, que era la luna reflejándose en un afluente de un río. Ya no faltaba mucho para dejar atrás la ciénaga.

Al mirar hacia el oeste que era adonde iban, Ragh divisó lo que parecía un pedazo de cristal negro, y que era, en realidad, el Nuevo Mar. Más allá, apenas visible, se extendía el ondulado paisaje de las montañas de la Muralla del Este de Abanasinia. Un grupo de nubes de un gris pálido, con hilillos amarillentos de luz centelleando en su interior, flotaba por encima de los picos como un manto.

Muy por debajo de ellos, el sivak percibió que se preparaba algo peor que una tormenta. Había notado un cosquilleo en el escamoso cogote desde el mismo instante en que habían alzado el vuelo, y su inquietud aumentaba por momentos. Se lo había dicho a Dhamon inmediatamente, pero su compañero había contestado que él no detectaba nada, y ya había transcurrido más de una hora desde entonces. Desde luego, parecían hallarse solos allí arriba, en el cielo. No se veía nada a su alrededor que pudiera causarles preocupación.

De todos modos, Ragh volvió a echar otra mirada al suelo, y en esa ocasión descubrió, tras varios minutos de observación… algo…, su vista era demasiado aguda para gastarle malas pasadas. Había algo allí, algo definido que efectuaba un recorrido paralelo al suyo, una silueta negra en medio de la oscuridad de las copas de los árboles. No, eran dos siluetas; tal vez tres. Sí, tres. Sin embargo, todo resultaba demasiado lóbrego, y ellos se movían a demasiada velocidad para distinguir detalles, excepto que aquellas sombras tenían alas y eran de un tamaño considerable.

Quizá debería gritar a Dhamon Fierolobo y a Fiona que había visto… algo; gritarles que, desde luego, había algo que no resultaba tranquilizador. Estaba seguro de poder hacerse oír por encima del sonido del viento y el batir de alas si realmente deseaba que lo oyeran. Tal vez, el manticore debería descender en picado y ocultarse en el dosel de hojas más elevado de la ciénaga, en lugar de atajar a cielo abierto, donde no existía escondite alguno.

—Fiona —gruñó—; tal vez tengamos compañía. ¿Fiona?

No obtuvo respuesta.

—¿Dhamon? —insistió.

A lo mejor, las siluetas no eran más que unos cuantos búhos gigantes, que, por pura coincidencia, seguían su misma ruta. O tal vez el fuerte viento agitaba las ramas de un modo que creaban oscuros espejismos. El sivak alargó el cuello por encima de los delgados hombros de la solámnica. Dhamon tenía la cabeza echada hacia atrás y dejaba que el viento le bañara el rostro, y era evidente que estaba disfrutando con el paseo tanto como Ragh había disfrutado volando cuando tenía alas. «Si Dhamon con todos sus sentidos inexplicablemente agudos no estaba preocupado en absoluto —se dijo el draconiano—, entonces tampoco tenía por qué preocuparse él». Pero…, lo cierto era que veía algo.

¿Lo veía realmente? Ragh entrecerró los ojos y parpadeó para eliminar las lágrimas provocadas por el viento, luego, miró hacia abajo, en un intento de volver a localizar las figuras. No había nada. Miró con fijeza durante varios minutos. Nada excepto las copas de los árboles. Así pues…, ya no había motivo para alertar a Dhamon; no había razón para que lo tildaran de aprensivo, para que lo reprendieran por su nerviosismo. El sivak suspiró y retiró las zarpas de la piel del manticore, para rodear suavemente con ellas la cintura de Fiona. A continuación, al igual que Dhamon, inclinó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos, y dejó que el viento fluyera por su rostro anguloso y plateado.

Dhamon había oído al draconiano, también había oído que Fiona decía algo sobre Rig; sin embargo, hizo caso omiso de ambos. Confiaba en que el manticore sabía cómo llegar a Ergoth del Sur, al puesto avanzado solámnico situado en la orilla occidental, donde deseaba depositar a la mujer. La Dama de Solamnia había enloquecido tras la reciente muerte de Rig en la ciudad de la hembra de Dragón Negro, y Dhamon era consciente de que la infeliz necesitaba cuidados. Aunque él no se consideraba ni capacitado para ello ni obligado a hacerlo, comprendía, no obstante, que a pesar de lo insensible que se había mostrado últimamente con la gente, no podía abandonarla en aquel estado. Y ése era el motivo del viaje aéreo que realizaban.

—Rig está muerto, Fiona —dijo, tanto para sí mismo como para ella.

Muerto y llenando, probablemente, las panzas de las horribles criaturas que se exhibían en la ciudad, pues Dhamon dudaba de que los lacayos de la hembra de Dragón Negro se tomaran la molestia de enterrar a nadie. Jamás había considerado al marinero un amigo, al menos no un amigo íntimo; pero lo había respetado y, muy a su pesar, también lo había admirado, y, en ocasiones, envidiado. La muerte del ergothiano le pesaba en la conciencia, como si hubiera algo que él pudiera haber hecho para impedirla. Un compañero difunto más que añadir a la lista de Dhamon. «Conocerme significa arriesgarse a morir», meditó, sombrío.

Dhamon suspiró y aspiró con energía el aire, que era cada vez más fresco a medida que se elevaban a mayor altura, dejando atrás el corazón del reino de la Negra. Se dio cuenta de que una parte de él disfrutaba con aquel vuelo enloquecido, que le recordaba la época en que había formado pareja con un Dragón Azul, cuando era miembro del ejército de los caballeros negros. Había cabalgado a lomos de aquel veloz dragón siempre que se le ofrecía la oportunidad, y había gozado con la sensación de volar sobre el mundo y de sentirse arropado por el aire, el viento, las nubes y el cielo.

Innumerables olores inundaban los agudos sentidos de Dhamon: el olor almizcleño del manticore sobre el que viajaban; la fetidez de las tierras cenagosas situadas a sus pies; y ahora el agradable y salobre aroma del Nuevo Mar, todo lo cual indicaba que, por fin, habían dejado atrás la ciénaga, y que se hallaban sobre el agua. Percibía también el tenue olor a azufre propio del establecimiento de un herrero, que atribuyó a Ragh; todos los sivaks parecían llevar consigo aquel olor como si fuera un distintivo. Dhamon podía oler, también, su propio hedor, procedente de las ropas cubiertas de sangre reseca y sudor, y de la piel y los cabellos ocultos bajo una capa de mugre de varios días. Arrugó la nariz.

Más allá de Nuevo Mar, se encontraban las montañas que eran su destino. Dejó vagar la mente y se sumergió en la sensación que le procuraba el viento, pues ya tendría tiempo más que suficiente para ocuparse de sus preocupaciones cuando sus pies volvieran a tocar suelo firme y Fiona se encontrara en otras manos.

De improviso, Dhamon notó que el manticore se ponía en tensión. Abrió los ojos y miró más allá del costado de la enorme bestia, y a través del batir de las alas distinguió tres siluetas negras que se elevaban de la negrura de Nuevo Mar. Las figuras resultaban difíciles de discernir, y de no ser porque la luna había salido ya, la coloración de su piel las habría hecho invisibles.

—¡Dracs! —maldijo Dhamon.

Desenvainó la espada con la mano derecha y agarró con fuerza la melena de la montura con la izquierda. Fiona había sacado ya su espada, aunque la mujer mantenía una mano cerrada sobre el cinturón de Dhamon.

El manticore dobló las alas contra los costados, giró y se lanzó sobre la criatura que iba en cabeza. Ragh volvió a clavar las zarpas en la montura y se maldijo por no haber advertido a su compañero sobre los algos que había visto un poco antes.

Eran unos dracs especialmente grandes, pues cada uno medía al menos dos metros y medio de altura, con espaldas anchas y un aspecto vagamente humano. Se recortaban con un color negro satinado en la oscuridad del Mar Nuevo, y sus escamas reflejaban la luz de la luna y les conferían un brillante aspecto oleoso. Entre el fragor del viento, Dhamon oyó el batir de sus alas festoneadas y detectó débilmente cómo tomaban aire, casi al unísono, mientras abrían de par en par las mandíbulas. Se preparó para el ataque.

El drac que iba en cabeza fue el primero en soltar el chorro de ácido. En circunstancias favorables, el líquido habría empapado al manticore y a sus jinetes, lo que les habría ocasionado terribles heridas a todos y, probablemente, habría provocado también que se precipitaran al vacío, a una muerte segura. Pero el manticore se había colocado en ángulo con el viento, y aquella posición diluyó la fuerza del chorro de ácido. Sólo la bestia y Dhamon se vieron alcanzados por el líquido, y de un modo muy somero.

—¡Vaya, eres un animal muy listo! —dijo Dhamon a su montura—. ¡Usas el viento en nuestro favor!

Los dracs revolotearon en el aire, manteniendo las distancias mientras se comunicaban apresuradamente entre sí con una serie de siseos y gruñidos. Dhamon se esforzó por captar las pocas palabras que resultaban inteligibles, pero ni siquiera su sorprendente capacidad auditiva fue capaz de abrirse paso por completo a través de los aullidos del viento y el potente e insistente batir de las alas del manticore. Todo lo que consiguió oír fueron las palabras «atacar» y «matar», y las dos parecían ser un elemento básico del vocabulario de aquellas criaturas.

De repente, la criatura situada en el centro levantó las zarpas, y las otras dos volaron a colocarse a ambos lados, en un intento de rodear al manticore y a sus jinetes. Dhamon se estiró todo lo que pudo, y blandió la espada, aunque no consiguió alcanzar al adversario más próximo. Aquello significaba que también éste se encontraba demasiado lejos para clavarles las garras, aunque sí lo bastante cerca para lanzarle el aliento; y en esta ocasión, el drac se hallaba a favor del viento. La criatura lanzó un chorro de ácido que salpicó la túnica de Dhamon y quemó el tejido hasta alcanzar la carne. No obstante, la mayor parte del líquido alcanzó a Fiona.

—¡Acércate más! —le gritó Dhamon, enojado—. ¡Lucha conmigo, demonio cubierto de escamas!

A su espalda, notó cómo la mujer se tambaleaba y estaba a punto de derribarlo, asida como estaba a su cinturón. Sin embargo, la dama solámnica consiguió mantener el equilibrio y se dedicó a lanzar estocadas al drac situado al otro lado. Profirió un grito triunfal cuando consiguió asestar lo que parecía un golpe mortal.

—¡Lucha conmigo! —chilló Dhamon al drac que tenía más cerca, y que se preparaba para lanzar su aliento otra vez—. Lucha…

El resto de sus palabras resultó inaudible, ya que el manticore rugió con más potencia que antes, y de un modo tan ensordecedor que Dhamon quedó tan aturdido que estuvo a punto de soltarse y caer.

De súbito, la montura cambió de posición, y echó la cabeza hacia atrás de tal modo que su melena cayó sobre Dhamon y lo cubrió como una sábana. La criatura se irguió hasta quedar casi vertical, en un intento desesperado de esquivar el chorro de ácido, y Dhamon, Fiona y Ragh tuvieron que concentrar todos sus esfuerzos en agarrarse bien y evitar ser rebanados por las púas del lomo que se clavaban en sus cuerpos. Mientras ascendía, las alas del manticore batían en un ángulo extraño, tan desmañado, que a Ragh le sorprendió que el animal pudiera mantener el vuelo. El frenético aleteo producía un sonido penetrante, un silbido agudo que ahogó el fragor del viento e inundó los sentidos de los tres jinetes, provocando que se sintieran como aguijoneados por cientos de agujas al rojo vivo.

—¡Sujétate! —gritó Dhamon a Fiona, a la vez que sacudía la cabeza para liberarla de la melena y poder ver.

Se oyó otro rugido, y el hombre estuvo seguro de no haber oído nada tan ensordecedor en su vida. Ni siquiera el rugir de los Dragones Azules en el campo de batalla podía equipararse a ese retumbo. Apretando los dientes, consiguió apenas envainar la espada y, a continuación, agitó la mano libre a su espalda hasta conseguir agarrar un pedazo de la túnica de la solámnica.

—¡Fiona, sujétate!

«No te conviertas en otro nombre que añadir a la lista de mis camaradas muertos», pensó.

Mientras el lacerante sonido proseguía, Dhamon aspiró con fuerza y su pecho se comprimió dolorosamente. El rugido se tornó insoportable para alguien con una agudeza auditiva como la suya. La multitud de agujas punzantes se tornaron dagas llameantes, y al mismo tiempo, a medida que ascendían, sintió como si a su cuerpo lo oprimieran pesadas rocas.

—No puedo respirar.

Se encontraba cada vez más aturdido, igual que si estuviera ebrio. Sentía el golpeteo de la sangre en las sienes y tenía la certeza de que iba a perder el conocimiento de un momento a otro. Se mordió con fuerza la lengua, con la esperanza de crear un dolor distinto que lo mantuviera alerta; luego, asió fuertemente la melena del manticore y la túnica de Fiona.

«El sonido es una tortura —pensó—; ¿acaso tiene esta criatura intención de matarnos junto con los dracs?».

—¡Para! —chilló al manticore—. ¡Nos matarás!

Entonces volvió a morderse la lengua y notó el sabor de la sangre.

El sonido resultaba también brutal para sus atacantes, y los dos dracs de menor tamaño apretaban las zarpas contra las orejas en un inútil intento de ahogar el ruido. Dhamon se retorció sobre el lomo, y entre una neblina de dolor distinguió al drac de mayor tamaño —el que estaba más cerca—, el que resultaba una amenaza mayor; pero el enemigo aparecía desvalido. El ser se revolvió en el aire y sus alas batieron de modo errático, luego, de repente, dio una sacudida, se agarrotó y cayó como una piedra. Recuperó el control en el límite mismo del campo visual de Dhamon, y permaneció flotando allí apenas un instante, para, a continuación, reanudar su caída en picado en dirección al Nuevo Mar, hasta que desapareció de la vista del hombre.

—¡Para! —ordenó Dhamon, y volvió a probar suerte, hincando los talones en los costados de la criatura—. ¡Detén el ruido o moriremos!

El manticore no le prestó la menor atención.

Ragh tenía la barbilla hundida contra el pecho y los codos apretados a los costados, igualmente afectado, mientras el sonido y la tensión amenazaban con descabalgarlo en cualquier momento. También Fiona se esforzaba por mantener la consciencia en medio de aquel estridente ataque.

Los dos dracs restantes mostraban las bocas abiertas, y Dhamon estaba seguro de que chillaban presas de agudo dolor, aunque no podía oírles debido a que los chillidos del manticore lo ahogaban todo. Manaba sangre de la nariz y boca de una de las criaturas que, además, tenía los ojos desorbitados y la mirada fija, mientras movía las alas débilmente. Al cabo de un instante, las alas se detuvieron, y el ser fue a reunirse con el primero en una veloz caída en picado. El último drac resistió, y sus ojos se entrecerraron, moviéndose veloces de uno a otro de los pasajeros, aunque permanecieron más tiempo sobre Dhamon, que era el único capaz de devolverle la mirada, que estaba llena de odio.

Con los labios crispándose en un gruñido, el drac se dejó caer unos metros por debajo de ellos, y ganó así cierta distancia, aunque fue sólo para lanzarse inopinadamente hacia arriba y aparecer en el otro lado. El ser se lanzó sobre ellos y asestó un zarpazo al ala del manticore, luego retrocedió a una posición segura; pero durante todo el tiempo su boca permaneció abierta en una expresión horripilante y dolorida. Dhamon vio brillar sangre a la luz de la luna, y un largo desgarro en el ala de su montura que tenía un aspecto feo y preocupante. No obstante la enorme criatura consiguió batir las alas, manteniendo así su extraña posición, y el agudo grito prosiguió sin pausa mientras se movía de modo casi imperceptible para volver a sorprender al adversario. Entonces, el manticore rugió, dio un coletazo e irguió las púas para alcanzar al drac en el pecho.

El drac, desafiante, aspiró con fuerza para preparar otra ráfaga de su cáustico aliento, pero las púas le habían provocado heridas mortales, y la criatura estalló en una deflagración de su propio ácido. El manticore aulló al recibir el impacto de la peor parte de la explosión. El ácido consumió parte de la melena y borboteó y siseó sobre la piel que cubría las patas delanteras del animal, que también recibió parte del mortífero líquido en el rostro y en la parte inferior de las alas.

Las alas dejaron de batir con tanta fuerza, el chillido se fue apagando. El martilleo que Dhamon sentía en las sienes cesó, también, lo que permitió a éste volver a respirar con facilidad. Soltó a Fiona y palpó a su alrededor para asegurarse de que la mujer estaba bien, y entonces se dio cuenta de que la solámnica había dejado caer la espada.

—¡Fiona! —Y en voz más alta, repitió—: ¡Fiona!

—Estoy bien.

Aturdida, la solámnica rodeó con ambas manos la cintura de Dhamon.

Ragh refunfuñaba detrás de ella, sin dejar de mirar al suelo para asegurarse de que no aparecían más dracs. El draconiano retiró las zarpas con cuidado del lomo del manticore; las había clavado con tanta fuerza que estaban cubiertas de sangre.

Los tres atacantes no eran más que una muestra del contingente instalado en Shrentak, una ciudad repleta de dracs. Dhamon estaba seguro de que las tres criaturas procedían de aquella ciudad, enviadas sin duda para vengar los disturbios que había provocado allí. En aquella ciudad, varios días atrás, Dhamon, Ragh y el mejor amigo de Dhamon, Maldred, habían localizado a una anciana sabia que creían poseía el poder necesario para curar la dolencia de Dhamon: la escama de dragón incrustada en su pierna que lo obsesionaba y atormentaba. Si bien la sanadora fue capaz de eliminar todas las escamas más recientes y pequeñas que habían brotado alrededor de la escama original, no hizo nada para quitar la grande. En realidad, la anciana había desaparecido, dejándolo a él y a Ragh solos en las catacumbas situadas bajo su torre. Maldred no había ido con ellos y ya no volvieron a verlo.

Mientras se esforzaban por localizar al gigantón o conseguir marchar del lugar, Dhamon y el sivak equivocaron el camino y fueron a parar a las mazmorras de la hembra de Dragón Negro. Entre los prisioneros que allí liberaron estaban Fiona y Rig, dos antiguos conocidos que llevaban a cabo una misión descabellada. Durante la lucha para abandonar la ciudad, Dhamon había liberado a aquel manticore de una jaula de la plaza del mercado. Sin embargo tuvieron que dejar a Maldred atrás, en su precipitada huida para salvar la vida ante la abrumadora superioridad de las fuerzas a las que tenían que enfrentarse.

—Dejamos allí a Maldred —murmuró Dhamon para sí—. A lo mejor también él está muerto.

Dhamon imaginó que a pesar de la fiereza con que seguía soplando el viento, el manticore necesitaría menos de dos horas para cruzar el Nuevo Mar y llegar a la costa de Abanasinia. No se equivocó. Amanecía cuando alcanzaron las montañas. La criatura se posó torpemente junto al borde de un sendero, y las uñas de las patas escarbaron la tierra que la llovizna que caía había convertido en resbaladiza. Dhamon intentó examinar el ala de la criatura, pero ésta se negó a aceptar sus atenciones, y, tras lamerse la herida, se enroscó en el suelo, igual que un perro, y no tardó en quedarse dormida. Ragh se acomodó a poca distancia y alzó una mirada malhumorada hacia las nubes y los delgados arcos de luz que danzaban en lo alto.

El paisaje resultaba tan deprimente como el estado de ánimo de Dhamon, los matorrales marchitos y aplastados contra el suelo, los escasos árboles sin hojas y encajados entre rocas; todo era pardo, gris y helado, El otoño se había enseñoreado del lugar. Dhamon sabía que, tal vez, no todo el territorio sería tan deprimente, que sendero adelante, en ambas direcciones, habría pueblos, y que un poco más al norte se alzarían poblaciones de mayor tamaño. Habría chimeneas encendidas; conversaciones amenas y comida caliente en el interior de casas secas. Habría vida.

—Y yo en todo lo que soy capaz de pensar es en la muerte —refunfuñó Dhamon para sí.

Se hallaba de pie, a varios metros de distancia de los otros, pero sin perder de vista a Fiona. Se dio cuenta de que la piel del brazo derecho de la mujer estaba llena de ampollas y heridas provocadas por el aliento del drac y que había perdido parte de los cabellos. También la mejilla y el cuello habían recibido el impacto del ácido, y comprendió que ya no volvería a ser una mujer bella. Sin embargo, la solámnica actuaba como si estuviera en trance y no parecía ser consciente de sus heridas.

—Vas a regresar a Shrentak, ¿verdad, Dhamon? —le preguntó el draconiano tras un largo silencio, mientras sus ojos seguían fijos en el centelleo de los relámpagos—. ¿A buscar a ese grandullón amigo tuyo, a Maldred?

—Sí —respondió él, contemplando cómo Fiona se tumbaba bajo un saliente; un lugar donde el suelo parecía estar razonablemente seco—. En cuanto me sea posible, regresaré. Maldred esperará que vaya a buscarlo. —Hizo una pausa—. Si es que sigue vivo.

—Aún tienes que matar a Nura Bint-Drax —añadió Ragh—. Tal vez siga en la ciudad.

—Si se cruza en mi camino.

Nura Bint-Drax, una naga y agente de la hembra de Dragón Negro, había ocasionado toda clase de problemas a Dhamon en los últimos meses. Ragh había sido su esclavo, y la criatura le había extraído sangre innumerables veces para crear dracs y abominaciones. El sivak seguiría siendo su esclavo de no haberlo liberado Dhamon.

—Yo me aseguraré de que su camino se cruce con el nuestro, Dhamon Fierolobo. La mataremos entre los dos.

El draconiano lo estudió, a la espera de una respuesta, pero no recibió más que silencio.

La lluvia había pegado los largos cabellos negros de Dhamon a ambos lados del rostro y hacía relucir su piel tostada. El humano resultaba atractivo y formidable, con profundos ojos negros llenos de misterio, una mandíbula firme, y un cuerpo delgado pero musculoso envuelto en ropas destrozadas por el ácido. Una enorme escama negra, cruzada por una fina línea plateada, resultaba visible a través de un desgarrón de la pernera derecha del pantalón, y alrededor de aquella escama, la piel de Dhamon aparecía rosada y con aspecto frágil. Ragh había estado junto a Dhamon cuando la anciana hechicera había eliminado las escamas más pequeñas. El humano se hallaba inconsciente cuando la sanadora había anunciado con altivez al sivak que podía eliminar la escama más grande, también, y curar por completo a Dhamon… por un precio. El precio era Ragh, había declarado, y el draconiano había reaccionado con violencia, matándola y ocultando a continuación el cadáver. Cuando el humano despertó, su compañero le contó que la anciana se había dado por vencida y se había ido.

El draconiano resultó convincente, y Dhamon lo creyó.

Ragh se sentía sólo un poco arrepentido de aquella mentira. El draconiano había llegado a… rumió las palabras, y encontró gustar demasiado fuerte, aunque tolerar le pareció inadecuada… había llegado a aceptar la compañía del humano. Apreciaba la fuerza y la energía de Dhamon, y pensaba mantenerlo cerca de él para que lo ayudara con Nura Bint-Drax.

—Se cruzará en nuestro camino, Dhamon Fierolobo —el draconiano repitió su solemne promesa con firmeza—; te lo prometo. Y la mataremos.

A continuación, se tumbó en el suelo, y a pesar de la lluvia se quedó dormido enseguida.

Dhamon despertó al draconiano varias horas más tarde con un codazo no demasiado amable.

—Fui un estúpido al permitir que descansáramos al descubierto —dijo.

Seguía lloviendo, una llovizna fastidiosa, y el humano dio un nuevo codazo al sivak.

—Muévete, y deprisa.

Ragh se alzó pesadamente, y sus ojos se posaron un momento en la pierna de su compañero. Una docena de escamas de menor tamaño habían brotado ya alrededor de la más grande.

—Dhamon…

—Rápido.

El draconiano frunció el entrecejo al darse cuenta de que se había formado un profundo charco a su alrededor mientras dormía y que la mitad de su cuerpo estaba ahora cubierto de barro. Empezó a sacudirse el polvo y el barro, pero Dhamon repitió la orden y señaló con la mano en dirección al manticore, sobre cuyo lomo estaba encaramada ya una empapada Fiona de expresión ausente. Luego, el hombre indicó con un gesto de cabeza hacia el este, en dirección al Nuevo Mar. Sobre aquél, unos puntos negros flotaban como salpicaduras de tinta en el cielo de aspecto tenebroso.

El draconiano bizqueó mirando a lo alto, y meneó la cabeza.

—¿Crees que son más dracs? —Un gruñido surgió de las profundidades de su pecho—. Podrían ser aves. Una bandada de pájaros grandes —indicó, pero volvía a sentir aquel hormigueo de advertencia en el cogote.

—Sí, son dracs. —Dhamon se encaminó hacia el manticore—. Por la expresión de tu feo rostro, no creo que tenga que decírtelo.

—Preferiría enfrentarme a un adversario así en tierra firme.

También Dhamon habría preferido enfrentarse a los dracs en tierra; si Maldred estuviera a su lado, y si Fiona tuviera su espada y no hubiera perdido el juicio. En aquellas condiciones, aún podrían tener una posibilidad… una posibilidad remota. Al descubrir a sus alados enemigos minutos antes su primera idea había sido huir volando a lomos del manticore para refugiarse en la población más cercana; pero una población no haría desistir a los dracs, y su presencia no haría más que poner en peligro las vidas de los habitantes. No, lo mejor era perderlos en el aire, evitar una lucha, algo que Dhamon encontraba decididamente desagradable.

—No podemos combatir contra ellos en el aire, a lomos de esa bestia —prosiguió Ragh.

Dhamon lanzó un bufido y se apresuró a montar y a acomodarse frente a Fiona.

—Cuento casi tres docenas de ellos, mi plateado amigo, y no tenemos más que una espada. Estarán aquí dentro de poco, de modo que date prisa si quieres unirte a nosotros… o quédate aquí y enfréntate a ellos, solo, sobre esta tierra fangosa.

Por un breve instante, el sivak consideró la posibilidad de ocultarse en alguna hendidura, y dejar que los dracs siguieran a Dhamon, que era sin duda su objetivo debido a los estragos que había provocado en las mazmorras de Shrentak. Pero el draconiano no quería arriesgarse a que algunos de los dracs se rezagaran y lo encontraran solo; no le importaba morir, pero no quería hacerlo aún, sin haber satisfecho antes su venganza con Nura Bint-Drax. Además, Dhamon resultaría útil en la lucha contra aquella naga… si conseguían dejar atrás a aquellos diabólicos adversarios.

Ragh corrió a instalarse entre un par de púas del lomo y clavó las zarpas en la piel de la criatura, como ya había hecho antes.

—Espero que este animal conozca algunas tretas más que poner en práctica mientras vuela.

—Están a bastante distancia de nosotros —manifestó Dhamon, mientras el manticore contraía los músculos y se proyectaba hacia el cielo—. Mi esperanza es perderlos en las nubes. —Señaló en dirección a un espeso y oscuro grupo de ellas situado muy por encima de sus cabezas, en dirección oeste—. O poder alejarnos lo suficiente para que se den por vencidos y regresen a su hogar.

El viento era casi inexistente sobre las montañas de la Muralla del Este, y la fina lluvia caía con suavidad y de un modo sedante. Pero también hacía frío, y a medida que se elevaban y se dirigían al oeste, la temperatura siguió descendiendo. En la época en que Dhamon había pertenecido a los caballeros negros y montado a un Dragón Azul, el uniforme que llevaba era grueso y diseñado para protegerlo de las inclemencias del tiempo, mientras que las ropas que vestía en aquellos momentos eran finas y estaban empapadas. De todos modos, aunque notaba el frío, éste no le molestaba. Sin embargo, Fiona, que también iba cubierta de andrajos, temblaba de un modo irrefrenable pegada a él.

—¿Qué me está sucediendo? —musitó Dhamon.

Sabía que, en toda lógica, debería estar temblando, también él, y sentirse incómodamente helado… y agotado. Había montado guardia en tanto que los otros habían dormido varias horas, y, además, llevaba casi tres días sin dormir. No obstante, se sentía sólo ligeramente fatigado, y aquella sorprendente fortaleza, en lugar de satisfacerlo, le preocupaba y encolerizaba. Durante las últimas horas había observado que las escamas pequeñas volvían a materializarse alrededor de la escama grande de la pierna; al parecer todo el trabajo de la anciana hechicera había sido en balde. El muslo le escocía, y sospechó que se estaban formando más escamas.

—No existe ninguna cura. Jamás debería haber ido a Shrentak en busca de una.

Los dracs negros no los perseguirían ahora si hubiera permanecido apartado de la ciudad de Sable, y tampoco se encontraría sobre el lomo de esa bestia herida que se dirigía hacia el gélido territorio del Dragón Blanco, señor supremo. Maldred seguiría a su lado planeando algún proyecto de envergadura que les reportara riquezas a ambos. ¿Rig y Fiona? Bueno, si Dhamon no hubiera ido a Shrentak, probablemente estarían muertos los dos, víctimas de las palizas y de la inanición.

Sintió que Fiona volvía tiritar pegada a él. No obstante su demencia, el coraje de la mujer resultaba admirable; no se quejaba, no temía a los dracs, y desde luego tampoco al frío.

«Pero tendrás más frío aún antes de que acabe el día», pensó Dhamon. Aquello sólo sería así, siempre y cuando consiguieran escapar de los perseguidores y alcanzar por fin Ergoth del Sur. La isla continente —excepto un trecho de terreno en la costa occidental— estaba cubierta de hielo y nieve, por cortesía del Dragón Blanco señor supremo, y los vientos que azotaban el territorio eran glaciales. Pero tenían que sobrevolar la gélida isla, o como mínimo una de sus bahías cubiertas de glaciares de la zona sur, para alcanzar el puesto avanzado solámnico de la orilla occidental.

Si no conseguían perder a los dracs, ya no tendrían que preocuparse ni por el frío, ni por el hielo ni por nada.

El manticore rugió a la vez que ascendía más, y Dhamon consiguió comprender las palabras.

—Una posibilidad —dijo el animal.

Eran las primeras palabras que la criatura había pronunciado desde que Dhamon la había rescatado de la horrible ciudad de Shrentak, y como pago, el ser había aceptado transportarlos hasta Ergoth del Sur. El animal viró hacia el sudoeste, en dirección al lugar donde las lejanas nubes eran más oscuras. Aunque había salido bien parada del enfrentamiento con el trío de dracs de la noche anterior, la bestia sabía que los que se acercaban ahora eran demasiados para poder ocuparse de ellos, y volvió a rugir, con un sonido fuerte y prolongado y, también, inquietante.

—La tormenta —interpretó Dhamon que decía—… los perderemos en la tormenta. O acabaremos muertos.

Durante la mayor parte del día, el manticore se las apañó para mantener una buena ventaja sobre sus perseguidores, y durante un tiempo Dhamon creyó que podrían dejar atrás a las repugnantes criaturas. Pero con el ocaso, el animal empezó a cansarse, y a jadear por el esfuerzo. Habían sobrevolado la calzada que discurría entre Solace y Nuevo Puerto, por la que viajaban sólo unos pocos comerciantes en aquel día tan deprimente, y su ruta los llevó, también, sobre el Bosque Oscuro y más allá de Haven, luego por encima de Qualinesti, el antiguo territorio forestal de los elfos. El aroma del fértil mantillo era tan potente que ascendía lo suficiente como para que los agudos sentidos de Dhamon lo captasen. Casi habían dejado atrás el bosque cuando un grito procedente de Ragh les indicó que los dracs ganaban terreno.

—¡Son más de tres docenas! —aulló el draconiano con todo el volumen que su voz susurrante pudo reunir—. ¡La Negra tiene que odiarte con ferocidad, Dhamon Fierolobo, para enviar a un pequeño ejército en tu persecución!

La sensación de cosquilleo era más fuerte, y el draconiano estaba seguro ahora de que se trataba más de un vínculo que de una advertencia, una señal de que los dracs que había «engendrado» se hallaban cerca. Algunos miembros de la partida que se acercaba debían haber sido creados con su sangre y el infame conjuro de Nura Bint-Drax. El sivak alzó una zarpa para tocarse las gruesas cicatrices de su cuello y pecho, allí donde la naga le había extraído sangre para crear a las criaturas.

—¡Dhamon! ¡Pide a este animal que vaya más deprisa! —chilló enojado Ragh, a la vez que daba un puñetazo al manticore en el costado—. ¡No moriré a manos de dracs! ¡Debo vivir para ver a Nura Bint-Drax muerta!

El manticore hacía esfuerzos denodados por ir más deprisa, sus costados se alzaban y descendían veloces, y profería sonidos que parecían jadeos humanos. El animal avanzaba sin pausa en dirección a la zona más espesa de las nubes de tormenta. A juzgar por el fuerte olor a lluvia que flotaba en el aire, la mayor intensidad del viento y el frecuente retumbar del trueno, Dhamon comprendió que iban a enfrentarse a una tormenta formidable. En realidad no sentía ningún deseo de volar a su interior, pues, cuando era caballero negro había montado en un Dragón Azul, uno que podía invocar las tormentas, y sabía por experiencia que no era nada agradable atravesar una de ellas con los relámpagos danzando por todas partes.

Por un instante pensó en ordenar al fatigado manticore que aterrizara para que pudieran tentar a la suerte en tierra, como había sugerido el draconiano. Entonces, el manticore dejó atrás por fin el bosque y la costa, y voló a mar abierto. Al poco rato se encontraban bajo las nubes de tormenta, y la lluvia y el viento los abofetearon.

Las gotas de lluvia parecían dardos de hielo arrastrados por un viento más fuerte que el que habían encontrado el día anterior, y el manticore tenía dificultades para mantenerse en el aire. Dhamon gritó a Ragh, pero el draconiano no podía oírlo. Justo en el momento en que su montura viraba, Dhamon se esforzó por mirar a su espalda, pero se encontraban ya en el interior de las nubes, y todo lo que pudo ver fue una enfurecida masa de arremolinados tonos grises y algún que otro centelleo allí donde saltaban los relámpagos. Cuando retumbó el trueno, el estampido fue tan potente que los zarandeó, y el viento sopló con tal fuerza que los tres estuvieron a punto de verse arrancados del lomo de su montura. Dhamon se sujetó con desesperación a la melena del animal, y Fiona se agarró a él con más fuerza que nunca.

«Esto es una locura», pensó él, preguntándose de nuevo si debería haberse quedado en tierra, pues al menos los dracs eran un enemigo al que podía enfrentarse. Esta tormenta —un enemigo peor, en su opinión— los azotaba sin piedad y no podían hacer nada para defenderse.

Dhamon no estaba muy seguro de cuánto tiempo llevaban en medio de las nubes, minutos probablemente, aunque parecía mucho más tiempo. Los dedos le dolían de sujetarse con tanta fuerza a la melena de su montura, y cada vez que inhalaba aspiraba lluvia helada. Finalmente, el frío empezó a apoderarse de él, a filtrarse en sus huesos, y se preguntó cómo Fiona, incluso Ragh, podían soportar aquella tortura.

«¿Cuánto tiempo piensa el manticore permanecer en el interior de la tormenta?», se preguntó. El grupo de nubes había parecido inmenso, y daba la impresión de que la tormenta podía extenderse hasta Ergoth del Sur. ¿Cuánto tiempo podía seguir volando el manticore en medio de aquel espantoso tiempo?

Como en respuesta a la pregunta, la criatura lanzó un rugido y dio la vuelta, luego se dejó caer, con las alas plegadas con fuerza contra el cuerpo, y se escabulló bajo las nubes para mirar hacia el este. El animal quería ver si los dracs se habían dado por vencidos.

Dhamon intentó atisbar por entre la neblina, la lluvia y también la ondeante melena, inclinándose para mirar más allá de la cabeza del manticore.

—¡Por la memoria de la Reina de la Oscuridad! —maldijo.

Allí seguían aún, todavía iba tras ellos casi una docena de dracs que se esforzaban por abrirse paso por entre la abominable tempestad. Bueno, al menos habían perdido a algunos de sus perseguidores, se dijo, hasta que Ragh chilló una advertencia, y sintió una salpicadura de ácido sobre la espalda. Algunos de los malditos seres habían conseguido colocarse por encima de ellos y atacaban al manticore.

Contorsionándose, Dhamon desenvainó su espada justo en el momento en que su montura volvía a girar en redondo. La lluvia le cayó entonces lateralmente y lo cegó, de modo que todo lo que podía ver eran cambiantes masas grises, el centelleo de los relámpagos, y el destello de la negra zarpa de un drac. El grito sibilante del drac se fusionó con las ráfagas de viento al arañar el brazo derecho de Dhamon, y, al mismo tiempo, el ser soltó un chorro de ácido casi sobre el rostro del manticore. El animal dio una sacudida y se balanceó, pero consiguió mantener el equilibrio, a la vez que intentaba esquivar al atacante.

Volando junto a ellos, el drac retaba a Dhamon. Algunos fragmentos de palabras resultaban audibles por encima del lamento de la tormenta.

—Te agarraré —dijo la criatura—. Te cogeré.

El humano se estremeció al mismo tiempo que blandía la espada temerariamente ante su adversario. Puso toda su energía en los mandobles, sin dejar de luchar también contra el viento, y consiguió, por fin, alcanzarlo, aunque fue sólo un golpe indirecto. El drac se lanzó al frente y volvió a descender, lanzando un zarpazo a la vez que reía con voz aguda.

—Te capturaré.

—¡No! —gritó Dhamon—. ¡No cogerás a ninguno de nosotros!

Si su adversario no tenía intención de matarlo, entonces planeaba sin duda llevarlo de vuelta a Shrentak para enfrentarse a algún sórdido castigo o para transformarlo en un drac; Nura Bint-Drax ya había intentado hacerle eso en una ocasión.

—¡Antes moriremos!

Y Dhamon lo decía en serio, pues, de todos modos, estaba seguro de que las escamas de la pierna lo estaban matando poco a poco.

—¡Te cogeremos! —repitió otro, en tanto que el grupo de dracs los rodeaba.

Un remolino negro se movió frente a Dhamon, a la vez que aullaba con el viento. Otro remolino. Dhamon lanzó una estocada a uno, mientras notaba que el manticore daba un tirón y se revolvía. Sintió otra salpicadura de ácido mezclada con la fuerte lluvia, notó cómo la harapienta túnica se disolvía y hacía pedazos y también cómo le ardía la carne. Su montura lanzó un alarido de dolor y forcejeó para mantener el equilibrio, para seguir volando. Entonces, oyó chillar a Ragh. Recibió más salpicaduras de ácido.

El manticore rugió, y Dhamon apenas pudo entender las palabras.

—Ciego, estoy ciego.

«¡Por todos los dioses de Krynn!», pensó Dhamon mientras un nuevo chorro de ácido lo alcanzaba y los rociaba a todos, incluida la montura. Siguió lanzando mandobles a diestro y siniestro, de un modo tan salvaje que Fiona, agarrada a su cinto, estuvo a punto de soltarse.

Detrás de la mujer, Ragh agitaba desesperadamente una zarpa, con la que intentaba golpear sin éxito a un adversario de gran tamaño que lo acosaba. A pesar del temporal, el drac era capaz de maniobrar —aunque con torpeza— pero su punzante ácido fue desviado por el ángulo de la persecución y por el diluvio que caía.

—¡Tierra firme! —masculló el sivak—. ¡Deberíamos haber permanecido en el suelo!

En ese momento sintió cómo le caía un buen chorro de ácido en la espalda. El manticore también lo sintió, y la piel de la criatura se estremeció y crispó, y la cola salió despedida atrás para azotar con las púas a un enemigo que no podía ver.

—¡Te cogeré! —gritó el drac que volaba por encima de Dhamon, y las palabras eran simples susurros en medio de la horrenda tempestad—. ¡Te llevaré ante mi ssseñor!

«Que sin duda es Sable —se dijo Dhamon—. Nosotros no somos nada, algo insignificante —volvió a decirse—; nada comparados con un señor supremo o una señora suprema. La destrucción que provoqué en la zona de Shrentak no significaba nada para los planes del dragón. ¿Cómo es posible que un ser tan enorme sea tan vengativo como para ordenar a sus ejércitos que nos persigan?».

—¡No soy nadie! —aulló a la vez que lanzaba la espada hacia arriba en vertical, con tal energía que estuvo a punto de hacerlos caer a él y a Fiona.

La hoja habría dado en el blanco, pues iba dirigida al lugar donde se encontraba el repugnante corazón del drac. Pero en aquel mismo instante, otra de aquellas criaturas había conseguido desgarrar una de las alas del manticore, que profirió un grito de muerte y se precipitó al vacío, mientras sus pasajeros intentaban desesperadamente mantenerse sujetos.

—¡Coged al hombre! —gritó uno de los dracs.

La orden se repitió, y otras palabras se mezclaron con las primeras.

—¡Órdenesss!

—¡Coged al hombre!

Los gritos eran todos susurros para Dhamon. El mundo a su alrededor se convirtió en una arremolinada masa gris, la cortina de torturante lluvia, el viento que lo azotaba. Debajo de él, el manticore realizó un heroico intento de detener su caída, pero los músculos se esforzaron inútilmente en su lucha por batir las inservibles alas. La criatura agitó la cabeza, frenética, mientras descendía, y la melena empapada de lluvia resbaló de los dedos de Dhamon.

Al cabo de un instante, la espada también escapó de la mano del hombre.

Zarpas de dracs se movieron, torpes y desesperadas, para intentar asir a Dhamon, pero sólo consiguieron cerrarse en el vacío. Dhamon cayó del lomo del manticore, luego, también Fiona y Ragh, segundos más tarde. El viento giró alrededor de Dhamon, y la lluvia lo golpeó con violencia, mientras intentaba enderezarse y sujetarse a… cualquier cosa. Unos cuantos dracs zumbaron a poca distancia, con las zarpas extendidas para cogerlo, pero ninguno consiguió atraparlo mientras giraba y caía en picado.

—Lo siento —gritó Dhamon, dirigiendo la disculpa a Fiona—. Lo siento muchísimo.

Lamentaba haberla engañado, meses atrás, para conseguir que ella y Rig lo ayudaran a él y a Maldred a liberar a unos esclavos ogros. Lamentaba haber permitido que ella y Rig se marcharan solos a Shrentak para intentar salvar al hermano, posiblemente ya muerto, de la solámnica. Lamentaba que la mujer hubiera terminado en las mazmorras de la hembra de Dragón Negro, y también que Rig estuviera muerto y que ella fuera a reunirse con él en aquellos momentos. «Conocerme es morir —pensó—. Co…».

Sus reflexiones acabaron cuando se estrelló contra el mar embravecido por la tempestad.

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