12 Traidores y otros amigos

Fiona estaba sentada en la orilla del arroyo, agitando la espada en sus aguas. La luz del sol se reflejaba en la hoja y creaba motas centelleantes que describían ondulaciones sobre la superficie del agua, y la hipnotizaban. La espada era de magnífica factura, y probablemente valía más monedas de las que ella había tenido jamás. Sin embargo se sentía enojada con la espada, ya que la mágica arma no se había dignado hablarle desde hacía horas.

—Maldito sea Dhamon Fierolobo —masculló al alzar la mirada y verlo conversar con Ragh y Maldred—. Maldito sea por todo.

Sopló para alejar a los mosquitos, luego hizo girar la hoja para observar el reflejo de su rostro desfigurado sobre ella.

—Parezco un monstruo, soy tan horrible como ellos tres juntos. —Contempló fijamente el rostro, sin observar que las runas grabadas en la hoja habían empezado a centellear con un tenue tono azulado—. Peor que un monstruo.

«Lo que buscas», le dijo la espada, mentalmente, rompiendo su largo silencio. La dama se puso en pie, y notó cómo la espada la arrastraba lejos del arroyo. «Lo que buscas».

La mujer echó una nueva ojeada hacia sus compañeros: el traicionero mago ogro, el draconiano sin alas y Dhamon, que no parecía muy distinto de un drac negro en esos momentos.

—Monstruos todos ellos —murmuró, a la vez que se preguntaba dónde estaría Rig.

«Lo que buscas».

—Y ¿qué es lo que busco? —preguntó a la espada.

La solámnica abandonó el claro sin hacer ruido, y el arma la condujo a través de una hilera de cipreses jóvenes, luego le hizo rodear una ciénaga cubierta por la neblina, y siguió así hasta que recorrió casi dos kilómetros. La mujer se detuvo un momento para soltarse de una enredadera y echó una mirada a su espalda. Evidentemente, sus compañeros no habían notado aún su ausencia.

—¿Qué busco? —repitió con voz monótona.

«Belleza y verdad», respondió la hoja.

La espada la condujo al linde de un pequeño claro. Había un manto de helechos en el centro, y una niña de cabellos cobrizos estaba sentada entre ellos con las piernas cruzadas, acariciando las frondas con los dedos. La criatura resultaba familiar, y a Fiona le pareció que la había visto en dos o tres ocasiones con anterioridad, y que en cada una de ellas habían sucedido cosas desagradables; pero al fin y al cabo no era más que una niña, allí sola, probablemente asustada, y aquello despertó el instinto maternal de la solámnica. La pequeña le hizo una seña para que se acercara.

«Lo que buscas».

—¿Quién eres? —preguntó Fiona.

—Soy lo que buscas —respondió la niña.

La mujer se arrodilló junto a ella, y la pequeña le pasó las manos por el rostro. Los diminutos dedos estaban calientes, y producían un hormigueo agradable.

—¿Quién…?

—Magia, Fiona —musitó la niña—. Soy magia.

Revolotearon insectos alrededor de la pequeña y la dama solámnica pero no se posaron en ninguna de las dos. La niña empezó a canturrear una melodía rápida en la que intercaló gorjeos, y al poco sus dedos se pusieron a tirar y empujar de los rizos de la mujer, luego a hacerle cosquillas en los párpados, y también a alisarle la túnica. Cuando la canción finalizó, la niña se puso en pie e hizo una seña a la dama para que la siguiera.

Con la espada envainada, Fiona tomó la mano de su acompañante y se dejó conducir hasta un estanque de aguas cristalinas situado más allá de los helechos. La niña señaló con el dedo, y la solámnica inclinó el rostro para ver mejor.

—¡Oh, en el nombre de Vinas Solamnus!

Vio su rostro reflejado en las tranquilas aguas, pero aquella Fiona aparecía sin mácula, con los ojos límpidos y los cabellos como recién peinados. También parecía más joven. Perfecta.

—Soy hermosa.

—Claro que eres hermosa; yo he hecho que lo seas.

Resultaba curioso, pero la pequeña ya no tenía la voz de una niña.

—Rig se sentirá feliz cuando me vea tan hermosa —le dijo Fiona.

—Rig no puede sentirse feliz —respondió la otra, tajante—. Rig está muerto. Muy muerto.

Fiona empezó a tartamudear, a la vez que sacudía la cabeza y decía que aquello no era cierto, que Rig había estado con ella no hacía mucho tiempo.

—Muerto. Muerto. Muerto —arrulló la niña con una sensual voz seductora.

—¡No!

La mujer se apartó de ella, pero uno de sus talones tropezó en una raíz y cayó al suelo. La niña alargó las manos, la sujetó, y los dedos volvieron a revolotear sobre el rostro de la solámnica para que la magia penetrara en ella. En esta ocasión los dedos no apaciguaban; esta vez le proporcionaban una visión horrible, y mostraban una y otra vez los acontecimientos de aquella noche en Shrentak, cuando Dhamon los había rescatado de la mazmorra situada bajo las calles de la ciudad.

Una y otra vez, contempló cómo Rig la aupaba sobre el lomo del manticore, y luego, a menos de un metro de distancia de ella, caía derribado, salpicándola con su sangre.

—¡No! —Enterró el rostro entre las manos y sollozó—. ¡Oh, por favor, no!

—Muerto. Muerto. Muerto. —La niña sonrió perversa—. Y aquél que como si dijéramos lo mató, Dhamon Fierolobo, vendrá a por ti pronto. Huye, Fiona. Si te encuentra, te matará también a ti. Corre. Corre. Corre. No debes permitir que Dhamon te alcance. Tienes que asegurarte de que Dhamon, Maldred y ese Ragh sin alas no vuelven a verte jamás. ¡Corre!

Nura Bint-Drax se dio la vuelta y echó a correr alegremente entre los helechos, mientras dirigía una última mirada de reojo a la dama solámnica.

—¡Huye, hermosa Fiona! ¡Rig está muerto, y tus enemigos vienen a por ti!

Transcurrieron varios minutos antes de que la mujer recuperara algo parecido a la compostura. Temblando, intentó regresar a donde creía haber dejado a sus compañeros.

—Debo hablarles de la extraña criatura y…

—¡Fiona! —llamó Maldred.

El ogro mentiroso.

—¡Fiona!

Dhamon debía estar con él. Y entonces también Ragh empezó a llamarla.

—¡Fiona! ¿Dónde estás? —Volvía a ser la voz de Maldred.

—¡Fiona! —chilló Dhamon.

—¡Oh, Rig! —exclamó ella—. Rig, tú estás muerto, y tu asesino me llama.

Confiando en todas las habilidades aprendidas con los caballeros solámnicos, la mujer dio la vuelta y echó a correr, y consiguió despistar a sus perseguidores hasta que oscureció, momento en que ellos dejaron de buscarla. Cuando reanudaron la búsqueda de la solámnica al día siguiente, ella se encontraba ya mucho más lejos y había conseguido ocultar a la perfección sus huellas. De vez en cuando, se les acercaba furtivamente para vigilarlos, riéndose tontamente ante su necedad, aunque volvía a moverse de inmediato en cuanto volvían a acercarse a ella. Se esmeró en esconder sus huellas de modo que ni siquiera el experto rastreador que era Dhamon pudiera encontrar el más leve indicio de su paradero.

Finalmente, los tres enemigos se dieron por vencidos, y marcharon en dirección este.

—Estoy a salvo —musitó Fiona para sí.

Al igual que había estado la pequeña cuando Fiona la encontró en el claro, la dama solámnica se hallaba en esos momentos completamente sola.


La pequeña estaba sentada sobre una repisa rocosa, con los pies balanceándose por encima del borde mientras las piernas pateaban distraídamente el aire. Se encontraba a unos treinta metros por encima de un sendero sinuoso, contemplando una pequeña caravana de comerciantes mientras consideraba si debía hacerles una visita bajo su apariencia de ergothiana seductora. Podría haber algo dentro de uno de los carros que agradara a su amo, y tal vez algo que pudiera complacerla a ella.

El Dragón de las Tinieblas yacía en las profundidades de la montaña, dormido. Había estado durmiendo más de lo normal, y los intervalos en que permanecía despierto eran cada vez más cortos. Pasado el mediodía del día anterior, el dragón le había hablado apenas unos breves instantes antes de sumirse en uno de sus intermitentes sopores que hacían estremecer la cadena montañosa. Había llegado el crepúsculo ya, y el ser no había despertado todavía.

Vigiló los carros hasta que desaparecieron de la vista, sin dejar de preguntarse si no habría dejado escapar algún bocado exótico y sabroso o una chuchería especialmente atractiva, y siguió observando mientras el cielo se oscurecía y las estrellas aparecían poco a poco. Todo en Throt era seco y aburrido. Las escarpadas montañas pardas recordaban la columna vertebral de alguna enorme bestia muerta, y el aire olía a… a nada. No flotaba el menor indicio de lluvia en la atmósfera. Nura echaba de menos el calor húmedo y asfixiante del pantano con su fuerte olor a vegetación putrefacta y su diversidad de animales repugnantes y hermosos. Había aves en ese lugar, pero no había variedad, todas eran negras y pardas, todas con el mismo gorjeo fastidioso. Se veían lagartos, unos que eran pequeños y con colas rizadas, pero la mayoría lucían el mismo color pardo de las montañas. No resultaban nada apetitosos.

Si Dhamon no se hubiera mostrado tan rebelde, ella y el Dragón de las Tinieblas estarían aún disfrutando del glorioso clima de la ciénaga. Si Maldred hubiera sido más digno de confianza… si al menos ella hubiera previsto que tendrían un problema con aquel estúpido.

Caviló respecto al ogro hasta que el cielo se iluminó y las rocas se estremecieron bajo ella. Se levantó de un salto, y corrió hacia una amplia hendidura en la montaña. Se detuvo justo traspuesto el umbral, para despojarse de la imagen de niña, y se deslizó al interior de la polvorienta caverna como la serpiente Nura Bint-Drax.

Apenas quedaba lustre en las escamas del dragón, y éste aparecía más gris que negro.

—Amo —salmodió ella—, vivo para servirte.

La naga se enroscó, pegada casi al suelo, frente a la criatura, sin osar moverse otra vez hasta que notó que el suelo retumbaba en respuesta. Entonces se alzó muy erguida, para recostarse sobre la cola, con la caperuza bien desplegada alrededor de la cabeza y los ojos bien abiertos con expresión satisfecha.

—¿Funciona tu plan? Dímelo, amo. —Nura no intentó ocultar su nerviosismo—. Esperabas todo esto. Lo previste. ¿Forma todo parte de tu plan para obligar a Dhamon Fierolobo a matar a Sable?

El dragón sacudió la inmensa testa, y las barbas gotearon hasta el suelo. La respiración de la criatura se aceleró, y la brisa provocada golpeó, ardiente, el rostro de Nura.

—No exactamente. He descubierto otro modo de producir la energía que necesito para vivir —respondió el dragón.

Nura Bint-Drax se arrastró hacia atrás hasta colocarse a una respetuosa distancia y, desde aquel punto de observación más seguro, consiguió ver una parte mayor del hermoso Dragón de las Tinieblas. La cueva no era tan oscura como la de la ciénaga, y eso era lo único bueno que tenía en opinión de la naga, ya que podía ver mejor a su amo.

—Khellendros, llamado Skie por los hombres —empezó a decir el dragón—, intentó en una ocasión crear un cuerpo para su amor, Kitiara. Lo que se cuenta entre los dragones es que en un principio esperaba colocar el espíritu de la mujer en el cuerpo de un drac azul; pero cuando eso fracasó, intentó robar a Malys su alma, con la intención de permitir que Kitiara penetrara en el cuerpo de la Roja.

Los ojos de la mujer-serpiente centellearon fascinados.

—Más, amo. Cuéntame más.

Nura vivía para relatos como aquéllos, que eran conocidos sólo por dragones.

—Khellendros podría haber tenido éxito, si las cosas hubieran salido como correspondía. Pero yo tendré éxito con Dhamon Fierolobo. No cometeré los errores de Khellendros.

—No comprendo.

Nura Bint-Drax arrugó el entrecejo, pensativa. Se suponía que Dhamon tenía que matar a Sable, para que el dragón, cuya forma física se estaba muriendo, pudiera usar su magia para transferir su espíritu al interior del cuerpo de la Negra.

—Olvidas que puedo leer tus pensamientos —tronó el dragón con una formidable risita.

La criatura se estiró todo lo que pudo dentro de los confines de la cueva, alargó una zarpa en dirección a la naga y arañó el suelo de piedra.

—No, ésa no fue nunca la intención, Nura Bint-Drax. Dhamon… y los otros que cultivé… el mejor ejemplar iba a albergar mi espíritu cuando este cuerpo se deteriorara. Dhamon ha demostrado ser el más fuerte. Es quien mejor se ha adaptado a mi magia. Es el indicado.

—Pero ¿Sable…? —La perplejidad resultaba evidente en el rostro de la naga.

—Sable fue siempre un medio para obtener un fin. Mi intención era usar la energía liberada por la muerte de la señora suprema para ayudar a potenciar mi conjuro. Me estoy muriendo, Nura Bint-Drax. Vivir en el interior del cuerpo de Dhamon es mi mejor recurso.

—¡De modo que es el cuerpo de Dhamon el que te salvará! —exclamó ella, atónita.

—Sí.

—Tu espíritu desplazará al suyo.

El dragón asintió ligeramente.

—La energía del dios Caos me dio vida, y la energía procedente de las muertes de los dragones en el Abismo me alimentó. La magia surgida de las muertes durante la Purga de Dragones me fortaleció. Y ahora…

—Comprendo. La energía generada por la muerte de Sable te ayudará a vivir en el cuerpo de Dhamon Fierolobo.

Nura escudriñó el semblante de su señor y se vio reflejada en los apagados ojos. La naga inclinó la cabeza pesarosa.

—Yo habría albergado de buena gana tu espíritu, amo —dijo—. De buen grado habría…

—Lo sé —replicó el Dragón de las Tinieblas—, pero eres más valiosa, para mí, y para este mundo. A Dhamon se le puede sacrificar.

Aquello complació a la naga, que se deslizó al frente para acariciar la mandíbula del Dragón de las Tinieblas.

—Cuéntame más, por favor —imploró—. ¿Qué planes tienes? ¿Qué debo hacer? ¿Qué hemos de hacerle a Dhamon Fierolobo?

—Por el momento, protegerlo.

El dragón cerró los ojos un breve instante, y ella temió que volviera a sumirse en un profundo sueño, pero en realidad lo que hacía el leviatán era disfrutar con las caricias de la mujer-serpiente. Al cabo de unos minutos, sus ojos volvieron a bañar la cueva con su apagado fulgor amarillento.

—Hay una magia interesante en el interior del mago ogro —comentó el dragón—, y en las armas que él y Dhamon llevan. Existe magia en el sivak sin alas. Las muertes de Maldred y el sivak deberían liberar la magia necesaria, combinada con la destrucción de los objetos encantados que he ido reuniendo desde la Guerra de Caos.

—¿Será eso suficiente? —inquirió Nura, escéptica.

—No tanto como la magia que late en el corazón de Sable —replicó rápidamente su señor, y las palabras enviaron nuevos temblores a través de la roca—. Pero no tenía demasiadas esperanzas en que Dhamon matara a Sable; en realidad, mi objetivo era conseguir tiempo hasta que su cuerpo estuviera preparado para mi espíritu. La magia de que disponemos tendrá que ser suficiente. Entre tanto, reuniremos más para estar más seguros.

—¡Oh, ya veo! Eres muy listo, amo. ¡Empezaremos con el tesoro oculto en la fortaleza de los Caballeros de Neraka en las montañas Dargaard!

A Nura le había dado que pensar el que, nada más llegar a Throt, el Dragón de las Tinieblas le hubiera pedido que capturara a un caballero de aquellas montañas y lo condujera hasta aquella cueva.

—Sí; de esa fortaleza. El caballero me… ha hablado de su cámara del tesoro.

—¿Será difícil de conseguir?

—No para ti, mi querida Nura.


Marcharon la siguiente tarde, cuando el crepúsculo se abatió sobre Throt y antes de que las estrellas aparecieran en el cielo. El dragón se movía como una negra nube de tormenta que avanzara veloz a impulsos del viento, mientras Nura cabalgaba sobre su lomo bajo el aspecto de ergothiana. No es que se tratara de su disfraz favorito, pero en ocasiones convenía a sus propósitos, y los brazos y piernas humanos resultaban útiles para sujetarse al cuello del dragón. Hacía mucho frío a tanta altura del suelo, y la naga tuvo que soportar innumerables incomodidades a las que no estaba acostumbrada, que le hicieron desear tener las prendas de pieles que solían lucir los débiles humanos.

El viaje les llevó tres días, ya que cuando el sol se alzaba cada mañana el Dragón de las Tinieblas tenía que buscar refugio de la luz. En una ocasión tuvieron la buena suerte de localizar una cueva lo bastante grande; pero el resto de días el dragón tuvo que usar la magia para excavar la tierra de la base de las laderas de las colinas y crear un improvisado cubil que parecía más bien un pozo. Nura montó guardia durante las horas de luz más fuerte, y se tropezó con gente tan sólo en una ocasión: un grupo de exploradores de una compañía de Caballeros Negros. Acabó con la avanzadilla rápidamente, convencida de que el destacamento marcharía a otra parte cuando los exploradores no regresaran a informar.

La comida escaseaba, pero la naga pudo usar su magia para atrapar a media docena de jabalíes, que el Dragón de las Tinieblas devoró sólo porque ella le instó a hacerlo, ya que se hallaba tan obsesionado con la misión que apenas pensaba en sus propias necesidades.

Al tercer día, en aquel momento de silencio que precede a la medianoche en que incluso los pájaros y los animales nocturnos parecen desvanecerse, descendieron cerca del alcázar de los Caballeros de Takhisis.

La luz de la luna mostró que el lugar estaba bien guardado. Varios caballeros patrullaban el terreno yermo y duro donde estaba encajada la fortaleza en la base de las Dargaards. Un hechicero Caballero Negro estaba apostado sobre una zona almenada entre dos arqueros, y era seguro que había otros centinelas que no consiguieron descubrir.

—Tienes razón; no debería resultar nada difícil, amo.

Nura se apartó del alcázar, mientras se arreglaba las escasas ropas y se retocaba los cabellos, como había visto hacer a las humanas en todas las ciudades que había visitada. Cuando se hubo asegurado de que su aspecto agradaría a los hombres, hizo una seña al dragón con la cabeza.

—Lista, amo.

La naga contempló embelesada cómo el Dragón de las Tinieblas dibujaba un símbolo en el suelo con una oscura zarpa. Se trataba de un conjuro que había aprendido de uno de sus primeros subordinados, un hechicero que no acogió las escamas con la misma facilidad que Dhamon y que murió cuando el dragón intentó forzar en él su magia. El hechizo contenía palabras, pero el leviatán se limitó a salmodiarlas en su mente, pensó en Nura y en el vínculo mágico entre ambos, y poco a poco se fue doblando sobre sí mismo.

A medida que el conjuro surtía efecto, el dragón empezó a desinflarse, y se tornó plano, como un pedazo de tela cortado del cielo nocturno. A continuación, la extraña tela tomó cuerpo y fluyó como aceite, para recorrer el suelo hasta acariciar el talón de Nura.

Al finalizar el hechizo, el dragón se había convertido en la sombra de Nura, y de este modo pudo moverse junto a ésta, sin ser visto, mientras la naga se aproximaba a las puertas. Los guardas la detuvieron, desde luego, pero no se mostraron excesivamente alarmados, ya que ella les dejó bien claro que estaba sola y no llevaba armas. El mago del parapeto tampoco encontró nada raro en ella, ya que la magia del dragón frenaba los patéticos intentos de los humanos para ver más allá de su fachada de ergothiana.

Fue acompañada a ver al comandante, cuyo nombre la naga había averiguado por el Caballero de Neraka que había capturado días atrás, y la anunciaron como un gracioso regalo de parte de un señor de la guerra local. Para aumentar el efecto, el atractivo de la naga había sido acrecentado mediante un sugestivo conjuro. La condujeron a los aposentos privados del comandante, y, una vez allí, eliminó a éste sin hacer ruido, al poco rato de haberse cerrado la puerta… y apenas unos minutos después de que el Dragón de las Tinieblas hubiera sonsacado a la mente del oficial el modo de introducirse en las cámaras acorazadas de los sótanos.

Casi resultó demasiado fácil. De haber sido otra noche, Nura podría haber pisado un glifo u otra alarma mágica sólo para poder divertirse combatiendo a algunos de los defensores del alcázar, pero la diversión tendría que aguardar a un momento más propicio. Aquella noche, era importante conseguir lo que habían ido a buscar y marcharse sin incidentes.

Recogió lo más escogido de la colección, sólo aquellos objetos que eran pequeños y con energía concentrada y que, al tacto, parecían contener mayor cantidad de magia arcana. Las piezas elegidas fueron en su mayoría anillos y otras piezas de joyería que podía transportar en su cuerpo. Encontró una delicada mochila de cuero también ingeniosamente hechizada y la llenó de copas y dagas mágicas, una de las cuales contenía un conjuro que le quemó los dedos; collarines y un candelero achaparrado; cajas de incienso y frascos pequeños llenos de arremolinados aceites multicolores. Tanto ella como su sombra dejaron de lado artículos excesivamente grandes o con demasiada poca magia para ser de utilidad.

Se marcharon sin más, y entonces Nura invocó un sencillo conjuro propio que la transportó a ella y a su sombra a docenas de metros de distancia del alcázar. La naga se sentía tan aturdida por la insólita aventura con el Dragón de las Tinieblas, que juró encontrar otra fortaleza parecida en cuanto le fuera posible para poder compartir otro hechizo de sombra.

—¡Y Dhamon Fierolobo creía ser un ladrón experto! —exclamó, mientras se aupaba al lomo del Dragón de las Tinieblas y se sujetaba a su cuello.

—Hay que mantener a salvo a Dhamon —le recordó su montura, mientras se alzaba hacia el cielo nocturno y se encaminaba de regreso al nuevo cubil—. Nos busca en estos mismos instantes, Nura Bint-Drax. Encuéntralo tú primero, y asegúrate de que nada malo le suceda. Lo cierto es que día a día me siento más seguro de que es el indicado. Él es mi última posibilidad de sobrevivir.

Загрузка...