9 La piel de Shrentak

Dhamon estaba de pie en una elevación que lindaba con el borde oriental de la extensa ciudad gobernada por la señora suprema, Sable. Fiona se hallaba recostada contra él, contemplando con arrobo el rostro sudoroso de su compañero. A sus pies, una neblina cubría las calles, y disimulaba parte de su suciedad y deterioro, en tanto que los brumosos hilillos que se elevaban en el aire, ayudaban a atenuar el aspecto de las desmoronadas torres que ascendían como dedos retorcidos hacia un cielo de un pálido tono gris anaranjado.

Dhamon intentó mirar más allá de la fea superficie del lugar, y vio hombres y mujeres que deambulaban con pasos lentos, como lo harían en cualquier otra ciudad de Krynn. Había alegría allí, en alguna parte. Oyó reír a un niño, a un hombre que saludaba con educación, a un perro que ladraba excitado. La gente se ganaba la vida como podía, amaba, y formaba familias igual que lo hacía en Palanthas o en Encina Invernal o en Solanthus. Igual que en cualquier otra ciudad. Excepto que aquella ciudad pertenecía a Sable, la señora suprema, y se encontraba justo en medio de un pantano repleto de dracs, cocodrilos gigantes y toda clase de otros horrores. Mientras que algunos de los aterradores ciudadanos de aquel lugar reptaban bajo las calles, otros deambulaban libremente por la ciudad.

Observó a una pareja de dracs que pasaban despacio ante la tienda de un carpintero, arrastrando el cuerpo de algo grande cubierto de piel correosa. Una docena, más o menos, de otros dracs se apiñaba en esquinas y bajo los aleros de los edificios en el barrio comercial, y también había unas cuantas abominaciones llamativas, criaturas grotescas producto de la mezcla de sangre draconiana, y magia de dragón, con los cuerpos de elfos, enanos, e incluso de kenders. Estos seres no resultaban tan elegantes como sus hermanos dracs, sino que mostraban cuerpos deformes: extremidades extras, alas contrahechas, colas de serpiente, y más cosas. Dhamon creía que se estaba convirtiendo en una de tales abominaciones, y que cuando la transformación se hubiera completado su cerebro humano sería reemplazado por… alguna inteligencia de otro mundo. El nuevo ser sería leal a su creador, el Dragón de las Tinieblas.

Mientras proseguía con su observación de la ciudad, vio que un draconiano sivak saltaba de lo alto de una espira ennegrecida y desplegaba las alas para describir perezosos círculos sobre el centro de la ciudad antes de descender en picado y perderse en una maraña de edificios en ruinas y remolinos de niebla.

La ciudad apestaba a pantano, a desperdicios humanos y a cadáveres putrefactos. El aroma de cenas preparándose sobre el hogar resultaba casi imperceptible en medio de la fetidez. Habían comido muy poco desde que abandonaran la guarida del Dragón de las Tinieblas, y sabía que Fiona y Ragh estaban hambrientos; el bienestar de Maldred y Nura Bint-Drax no le importaba. Tal vez podría encontrar algo razonablemente comestible en una posada, pues era importante que la mujer y Ragh conservaran las energías para enfrentarse a cualquier reto que les esperara.

Oyó los gritos y rugidos de las criaturas encerradas en corrales para su exhibición y venta en el mercado central. Allí había sembrado estragos al liberar a Fiona y a los otros prisioneros de las mazmorras situadas bajo la ciudad y, junto con ellos, también a las fieras enjauladas. Todo aquello parecía haber sucedido hacía una eternidad.

Oyó también música suave que emanaba de un edificio que sospechó —a juzgar por los tres hombres que lo abandonaban tambaleantes— se trataba de una taberna. Era una melodía agradable, interpretada por una flauta y alguna especie de trompa, que un instante sonaba como el triste chillido de un ave marina y al siguiente sutilmente enojada a medida que adquiría ritmo.

Dhamon se quedó contemplando con atención los edificios, los dracs y las abominaciones, mientras escuchaba la excepcional melodía y se decía que al menos había descubierto un ápice de belleza bajo la fea piel de Shrentak. Repentinamente, la música cesó, y él soltó un profundo suspiro que no se había dado cuenta que había estado conteniendo.

—¿Vamos a entrar en esa ciudad, Rig? —Fiona dio un tironcito al brazo de Dhamon—. Me resulta curiosamente familiar, y me parece que preferiría detenerme en cualquier otro sitio.

—También lo preferiría yo —respondió éste, sin mentir.

Durante los dos días de viaje hasta llegar a aquel lugar, Fiona se había dirigido a él con frecuencia como si fuera Rig, y el hombre estaba seguro de que aquello lo motivaba el que él llevara la alabarda que el marinero acostumbraba empuñar. Con la ayuda de Ragh, había intentado en repetidas ocasiones convencerla de que Rig estaba muerto y de que él, Dhamon, no se parecía en absoluto al marinero. De todos modos, la solámnica tenía de vez en cuando momentos de lucidez, en los que reconocía a Dhamon y le dejaba bien claro lo mucho que lo despreciaba.

—Preferiría estar siguiendo la pista de Riki y mi hijo —dijo Dhamon, aunque más para sí que para los demás—. A mí tampoco me gusta tener que regresar a Shrentak.

—Un nombre feo para una ciudad fea —declaró Ragh.

—Yo considero a Shrentak hermosa —dijo Nura Bint-Drax con una risita.

Ella y Maldred se encontraban varios pasos por detrás de ellos, y habían estado absortos en una especie de conversación entre cuchicheos. Durante todo el trayecto hasta allí, Dhamon había buscado una oportunidad para oponerse a la naga y al mago ogro, pero ellos siempre estaban preparados, pues lo vigilaban en todo momento, y Nura, además, se había dedicado a amenazar constantemente a Fiona y a Ragh, al darse cuenta de que los compañeros de Dhamon eran una debilidad que había que explotar. La naga, al igual que Dhamon, no había dormido, y el hombre estaba seguro de que la criatura se encontraba tan agotada como él, pero el ser había ocultado mágicamente su figura de reptil bajo la apariencia de una atractiva joven ergothiana y, de algún modo, escondía también así la fatiga que sentía.

Maldred estaba a todas luces exhausto, y no intentaba ocultarlo. Había abordado a Dhamon en varias ocasiones, intentando continuamente explicarle sus acciones y reavivar la amistad entre ambos; pero Dhamon lo había rechazado cada vez. El hombre se dijo que sería más fácil vencer a Maldred que a la naga. Cansado y con un sentimiento de culpabilidad, el mago ogro podría ser derrotado en algún callejón oscuro, y Dhamon dudaba de que el asesinato fuera considerado un crimen terrible en Shrentak. Vencer a Nura Bint-Drax sería algo muy distinto. Necesitaría crear una oportunidad, y conseguir la ayuda de Ragh. Dhamon y el draconiano habían estado intercambiando miradas, y el humano esperaba que también pudieran contar con Fiona cuando llegara el momento.

—Pasaremos el resto de la noche aquí arriba —anunció la naga, sin dejar de contemplar la puesta de sol—. Esperaremos hasta la mañana para entrar en la ciudad y buscar a Sable.

—Pensaba que también servías a Sable —observó Dhamon—. ¿No sabes dónde está?

Ella hizo como si no lo oyera e hizo gala de desperezarse y estudiar a un trío de sivaks que alzaban el vuelo desde el centro de la ciudad.

—Esperaremos, he dicho. Por la mañana, o tal vez la mañana siguiente, bajaremos a la ciudad. Me toca a mí decidir cuándo actuaremos, y digo que, por el momento, esperaremos.

—¿Esperar? —Dhamon no hizo ningún esfuerzo por ocultar su sorpresa.

—Sí, quiero asegurarme de que la señora suprema no tiene demasiados secuaces a su alrededor. Debemos elegir el mejor momento para atacar.

—Bueno, pues yo tengo prisa, y no voy a esperar.

«Me estoy muriendo —pensó—, y no voy a pasar mis últimas horas esperando por culpa de un capricho».

Antes de que la naga pudiera decir o hacer nada, Dhamon agarró a Fiona de la mano y echó a correr montículo abajo, seguido de cerca por Ragh. Si Nura deseaba perder el tiempo, era porque debía haber un motivo oculto, se dijo Dhamon, y sería mucho más fácil ocuparse de ella más adelante si la mantenía inquieta y alterada.

—No lo pierdas de vista —siseó la criatura a Maldred, al mismo tiempo que empujaba al mago ogro tras ellos—. No vuelvas a perderlo… ¡o acabarás muerto muy pronto! Tengo aliados en la ciudad que no le permitirán, ni tampoco a ti, escapar. ¡Él es responsabilidad tuya!

Maldred le lanzó una mirada furiosa pero no dijo nada, y en unas cuantas zancadas largas alcanzó a Dhamon. Desenvainó la espada como precaución, aunque no se atrevió a usarla contra su amigo; no si quería que el plan del dragón siguiera adelante.

«¡Eres hombre muerto, Maldred, si no lo vigilas!», oyó que repetía Nura dentro de su cabeza.

—Dhamon, espera —suplicó el ogro—. Nura tiene razón. Es mejor que averigüe si Sable…

—No puedo vencer a esa maldita hembra de dragón no importa cuándo o dónde ataque —respondió él tajante—. Ni con toda tu ayuda y magia. Tú lo sabes, Maldred. Tanto da si la hembra tiene a diez secuaces aquí con ella o a diez mil.

Puedes vencerla —sostuvo el ogro—. Nosotros podemos. Hemos de hacerlo.

—Para salvar tu territorio ogro —gruñó él—. ¿Correcto? Para salvar el pedazo de terreno reseco de tu detestable pueblo. —Aceleró el paso, mientras pensaba: «Yo tengo que salvar a mi hijo y a Fiona antes de salvar a la raza de los ogros. Y antes de morir».

Dhamon no estaba seguro de adonde se dirigía, pero sabía que la naga le podía seguir el rastro, con o sin Maldred. Percibía la rivalidad del ser con su antiguo amigo y pensaba aprovecharla. Una rápida ojeada a su espalda le mostró a la criatura encaramada en la elevación, y no aminoró la marcha hasta que la perdió de vista y se encontró en medio de una multitud de hombres de aspecto apaleado, que abandonaban un solar en construcción, y se dirigían a casa tras todo un día de trabajo. Oyó el golpeteo de sus tacones sobre los ladrillos que había por la calle, escuchó las conversaciones que mantenían sobre el trabajo y la familia, sobre lo cansados que estaban todos, sobre el pantano que todos odiaban. Sujetó con fuerza la mano de Fiona para mantenerla pegada a él, y oteó la calle en busca de callejones, de aquéllos que estuvieran sumidos en la oscuridad y vacíos, a cuyo interior pudiera atraer a Maldred. Por el momento, los únicos que vio estaban ocupados de un modo u otro. En uno, dos mujeres jóvenes flanqueaban a un hombre de más edad, vestido con un uniforme de soldado, que se dedicaba a depositar monedas en sus palmas extendidas. En otro, había hombres enroscados sobre sí mismos, que dormían apoyados en paredes y en umbrales, y en el siguiente, unos cuantos hombres se acurrucaban en un cobertizo de aspecto precario, y se dedicaban a pasarse unos a otros, con dedos torpes, una pesada jarra de arcilla, con cuyo contenido se intoxicaban alegremente.

Dhamon los envidió. Él también se había intoxicado muy a menudo durante los últimos meses, bebiendo cualquier cosa lo bastante fuerte como para que nublara sus sentidos cada vez que la escama empezaba a dolerle. Se dedicaba a aturdirse, después de cada ataque, y saboreaba con fruición la inconsciencia que el alcohol le proporcionaba, sin importarle jamás el dolor de cabeza y de estómago que sentía una vez sobrio, ni importarle que se estuviera destrozando las entrañas. Al fin y al cabo, se estaba muriendo.

Pero no había tomado un trago desde la última vez que puso el pie en Shrentak; cuando había buscado la ayuda de una anciana demente que intentó eliminar la escama, cuando había estallado toda aquella barahúnda después de que liberara a Fiona y al resto de prisioneros. No había tenido oportunidad de beber desde que huyera de aquella ciudad a lomos de un manticore, ni tampoco había tenido oportunidad de hacerlo en la isla ocupada por los seres de Caos. Hasta ese momento, ni había pensado en el tiempo que hacía que no había tomado un trago. Se detuvo para mirar con fijeza a los hombres acurrucados y se preguntó qué sabor tendría su veneno particular; pensó en las monedas de acero de la bolsa que colgaba de su cinto y en qué cantidad de fuerte bebida alcohólica podría comprar con ellas.

—No conseguirás más que embotar tu mente —le susurró Ragh, leyendo tal vez sus pensamientos—. Necesitamos estar bien despiertos, buscar una oportunidad para…

—Sí, tienes razón. —Se alejó malhumorado y se mantuvo en el centro de la calle, buscando un callejón apropiado—; ya lo creo que busco una oportunidad.

Fiona lo oyó, hizo una mueca despectiva y se soltó repentinamente de él, pues al parecer acababa de verlo con otros ojos y se había dado cuenta de que no era el ergothiano.

—Debería estar con Rig —le espetó la dama solámnica, al tiempo que levantaba desafiante la barbilla hacia el cielo cada vez más oscuro—. No debería estar contigo, Dhamon Fierolobo. En estos momentos tendría que estar recibiendo una nueva misión de mi Orden. Hay tanto mal en este mundo contra el que luchar… —Se pasó los dedos por el cuello de la túnica—. Mi armadura… ¿Dónde está Rig? ¿Por qué estamos aquí? ¿Qué planeas hacer aquí, Dhamon?

«Estamos aquí para salvar a mi hijo», respondió él para sí.

—Estamos aquí para realizar un encargo, Fiona —respondió con suavidad—. ¿Recuerdas que el Dragón de las Tinieblas nos envió?

La mujer asintió, con ojos brillantes y expresión distante.

—Para matar a la señora suprema. Sable es malvada. —La idea pareció sosegarla.

Dhamon los condujo más al interior de la ciudad, guiándolos, de un modo inconsciente, en dirección a la achaparrada torre donde había encontrado a la vieja sabia. Maldred se rezagó unos pasos. Dhamon contemplaba los rostros mientras andaba; la mayoría aparecían tristes y cansinos, casi todos humanos; unos cuantos mostraban tenues sonrisas que parecían indicar que soñaban con una vida lejos de aquel lugar. Había algunos que estaban arrugados como una pasa, con ojos blanquecinos y llorosos, hombres de pieles marchitas y miradas inexpresivas. Una mujer solitaria de aspecto alegre aferraba a una criatura contra el pecho.

—Riki —musitó Dhamon para sí.

¿Sabían la semielfa y su joven esposo que el pueblo en el que se encontraban estaba rodeado por los hobgoblins del Dragón de las Tinieblas? ¿Que el hijo de Dhamon corría peligro?

—Dhamon. —Ragh había pronunciado el nombre varias veces antes de que él lo oyera y lo mirara.

El draconiano meneó la cabeza en dirección a una hilera de edificios, con las entradas y el pasillo que discurría ante ellos envueltos en las sombras que proyectaba el atardecer.

—¿Crees que deberíamos deambular tan abiertamente? Alguien podría reconocernos —dijo, y señaló a un par de humanos de aspecto ojeroso que llevaban andando tras ellos desde hacía dos manzanas.

Dhamon no los perdió de vista a partir de entonces, pero los hombres no tardaron en desviarse y entrar en la tienda de un curtidor.

—¿Reconocernos?

Sofocó una risita muy poco habitual en él. El draconiano resultaba excepcional: un sivak sin alas, y Dhamon exhibía un puñado de escamas en la pierna allí donde el dragón le había desgarrado los pantalones. Tenía incluso unas cuantas escamas en el cuello, que había intentado, sin éxito, arrancarse.

—Era de noche, Ragh, cuando huimos de este lugar. Dudo de que nadie que siga vivo aún pudiera vernos con claridad.

Sin embargo, antes que correr aquel riesgo, aceptó el consejo de su compañero. Además, las sombras ofrecían una mejor oportunidad de deshacerse de Maldred. Dhamon volvió a echar un vistazo a su espalda, y vio que el mago ogro los miraba de pies a cabeza. No se veía ni rastro de Nura Bint-Drax en ninguna de sus apariencias, aunque imaginó que la criatura podía adoptar el aspecto de quien quisiera y por lo tanto hallarse muy cerca. La idea le provocó un estremecimiento, así que apretó el paso e hizo caso omiso de las preguntas de Ragh y Fiona sobre adonde se dirigían exactamente. En aquel momento, Dhamon no lo sabía.


En la elevación situada al este de Shrentak, Nura Bint-Drax se deshizo de su aspecto ergothiano. Tras recostarse sobre un cómodo y grueso anillo de su cuerpo, con los cabellos cobrizos desplegados alrededor del rostro en una elegante caperuza, la criatura cerró los ojos e imaginó mentalmente al Dragón de las Tinieblas. Los últimos rayos solares le calentaron el rostro y cayeron sobre las escamas, que refulgieron, a excepción de un pedazo en sombras situado cerca de la cola. Aquellas escamas se parecían a las escamas pequeñas de la pierna de Dhamon, pero eran sólo un puñado… y no se habían propagado demasiado desde el día en que el Dragón de las Tinieblas las había colocado allí. La magia del dragón no se había afianzado con la misma fuerza en la naga, que era, por naturaleza, resistente a su hechizo, y por lo tanto esperaba que no apareciesen más escamas. Por ese motivo se sentía celosa y resentida contra Dhamon Fierolobo.

—Tú eres el elegido, Dhamon —siseó—. El adalid de mi amo.

El Dragón de las Tinieblas había fomentado las habilidades mágicas de Nura; había sacrificado un poco de sí mismo para engendrar su crecimiento mágico y crear un vínculo entre ambos que le permitiera contemplar el mundo a través de los ojos de la criatura. La naga se había convertido en una extensión de él.

A cambio, ella le entregaba su lealtad absoluta. En la medida en que era capaz de venerar algo, Nura idolatraba al Dragón de las Tinieblas.

—Amo —gorjeó.

La naga dejó vagar la mente hasta la cueva situada a varios kilómetros de distancia. La imagen del dragón se alzó ante sus ojos y alrededor de su propia persona, y la criatura imaginó la agradable fetidez de la madriguera de su señor. Aspiró con fuerza y retuvo el aroma todo lo posible.

—Amo —exhaló—; Dhamon Fierolobo se ha aventurado en la ciudad demasiado pronto. Tu títere Maldred lo sigue. No obstante, todo está bajo mi control.

En su mente, el suelo tembló con la respuesta del dragón, y ella aguardó paciente hasta que éste terminó de hablar.

—No, estoy de acuerdo en que Dhamon no está listo aún para enfrentarse a Sable —respondió—. Maldred y yo nos las apañamos para perder tiempo en el pantano y escogimos sendas equivocadas, con lo que tardamos días, en lugar de horas, en llegar hasta aquí. Pero, no obstante el tiempo que perdimos, todavía no está preparado para la prueba definitiva. Las escamas no se han extendido lo suficiente, ni con la rapidez necesaria… y sin embargo sigue adelante.

El dragón gruñó y envió una serie de ondulaciones a través de la tierra, y la mente de la naga fue discerniendo cada palabra.

—Sí, amo. Estoy convencida de que tu títere ogro encontrará un modo de retrasar a Dhamon hasta que esté preparado. Desde luego yo intervendré, si es necesario.

Hizo una pausa, mientras sus sentidos estudiaban al Dragón de las Tinieblas, y encontraban a la enorme criatura mucho más pletórica de energía de lo que la había visto jamás.

»Ese momento llegará muy pronto —le dijo el dragón—. Lo noto. Dhamon está enfurecido con mi magia, lucha contra ella con su mente, pero su rabia alimenta su transformación, y como su cuerpo no es tan fuerte como su mente, yo venceré.

»Pronto. —Los pensamientos de Nura acariciaron al dragón y extrajeron energía de su amo; puesto que las mentes de ambos se entremezclaban, la naga podía sentir lo que el otro sentía—. Muy pronto —ronroneó.

Sí, Dhamon estaría preparado, pronto, para enfrentarse a la hembra de Dragón Negro. A lo mejor sería una cuestión de horas, tal vez de unos días. Ella lo guiaría, y si vencía a la señora suprema, su amo obtendría exactamente lo que deseaba. Y muy pronto, ella gobernaría al lado del Dragón de las Tinieblas.

»Muéstrame el principio, amo —instó—. Por favor, una vez más, muéstrame el principio, la Guerra de Caos y tu nacimiento. Hay tiempo. Dhamon no está listo todavía, y las calles de la ciudad aún no están a oscuras.

La naga tenía la intención de descender a Shrentak cuando todo vestigio del crepúsculo se hubiera extinguido.

»Hace tanto tiempo desde la última vez que me contaste esa historia…

El Dragón de las Tinieblas cedió y le abrió la mente, y Nura sintió que se sumergía en el Abismo. Las imágenes le parecieron un delirio, y se sintió asfixiada por el calor del infernal reino. El fragor del combate casi la ensordeció. Los sonidos de los relámpagos siempre aparecían primero, provocados por los resoplidos del enjambre de Dragones Azules montados por los Caballeros de Takhisis. A continuación el olor a azufre inundó el aire, mezclado con el dulce aroma metálico de la sangre de los que se desplomaban y morían a su alrededor. Se escuchaban chillidos y órdenes dadas a voz en grito procedentes de los caballeros más valerosos, y gemidos lastimeros de los moribundos. Los dragones rugían, las cavernas temblaban, y por todas partes hombres y mujeres perecían víctimas de las llamas, las espadas y la magia.

—¡Glorioso! —murmuró la naga.

Las imágenes eran tan reales que Nura notaba cómo la sangre le salpicaba el rostro y cómo se le humedecían los ojos ante el exquisito olor acre del Abismo. Hizo chasquear la lengua, para paladear el aire y la sangre, y se emborrachó con la espléndida algarabía.

—Muéstrame más, amo.

Se libró la batalla, y el combate se tornó más violento y mortífero. En la visión, Nura Bint-Drax se movía sin problemas a través de los muchos túneles de la caverna, serpenteando por encima de los cadáveres y esquivando los dragones moribundos; la naga lo veía y tocaba todo, y descubría cosas nuevas que había pasado por alto en anteriores visiones. A medida que las imágenes de guerra se intensificaban, ella parecía fusionarse con la masa de combatientes, con la piel hormigueante debido a la energía que flotaba en el aire y que provenía de los relámpagos surgidos de las bocas de los Dragones Azules.

En el centro de todo se hallaba Caos, una deidad imponente conocida como el Padre de Todo y de Nada. El dios apartaba a los dragones a manotazos dados con el dorso de la mano, mientras sus carcajadas atronadoras desprendían pedazos de techo sobre los Caballeros de Solamnia y los Caballeros de Takhisis, y sus mismos pensamientos acarreaban el desastre sobre las filas de los combatientes. Caos hizo entrar en juego a sus propios ejércitos, y formó, a partir de su propia esencia, dragones abrasadores que chisporroteaban y siseaban envueltos en llamas. Aparecieron aterradores guerreros diabólicos y seres no muertos: criaturas heladas y seres de sombras.

También había derviches de magia incontrolada, y cada vez que éstos tocaban algo se producían resultados imprevisibles y catastróficos. Nura vio, también, unas criaturas que debían de ser duendes y curiosos seres de mirada atónita llamados huldres.

Entre la humareda y el horror, volvió a presenciar el nacimiento del Dragón de las Tinieblas.

La sombra de Caos era algo gigantesco que se retorcía continuamente, y cuando se tornó más frenética y convulsionada, el Padre de Todo y de Nada se agachó, la arrancó del suelo y le confirió vida. La cosa adoptó la forma de un dragón, pero retuvo el color de la sombra de Caos, y sus escamas brillaron tenebrosas con la luz de la magia del dios.

El recién nacido Dragón de las Tinieblas revoloteó por el techo de la inmensa caverna, y se dedicó a caer sobre los Dragones Azules que intentaban acercarse a Caos. La criatura adquiría fuerza con sus muertes, pues absorbía la energía que liberaban éstos al morir, igual que absorbería la de otros en la futura Purga de los Dragones; tal y como también pensaba absorber la energía de Sable cuando Dhamon Fierolobo matara a la señora suprema. Las escasas heridas que recibió cicatrizaron rápidamente.

Polvo y pedazos de roca llovían desde el techo mientras el Padre de Todo y de Nada rugía su desafío a las criaturas insignificantes que osaban desafiarlo. Entre tanto, su Dragón de las Tinieblas continuó esparciendo la muerte y la destrucción.

Cuando Caos volvió a quedar aprisionado en la Gema Gris, el Dragón de las Tinieblas escapó del Abismo a través de un misterioso portal y se encontró sobrevolando las montañas de Blode.

—Gracias, amo, por la visión —murmuró Nura Bint-Drax con entusiasmo.

La primera vez que se había cruzado en el sendero del dragón, él la había curado de una herida que amenazaba su vida, una lesión sufrida mientras luchaba con una cría de Dragón Negro. La naga le había jurado lealtad, y él, por su parte, a menudo le permitía disfrutar de la visión de la Guerra de Caos, aunque ya no le ofrecía el relato con tanta frecuencia. Nura pensaba volver a visualizar esa versión mentalmente muy pronto; una vez que hubiera comprobado cómo les iba a aquel idiota de Maldred y a Dhamon.

—Tienes razón, amo, Dhamon Fierolobo debería estar listo dentro de muy poco tiempo.

Reptó elevación abajo y se encaminó hacia la ciudad, y mientras lo hacía, volvió a adoptar el aspecto de una joven ergothiana. Sobre su cabeza las primeras estrellas empezaban a titilar, y la belleza de la noche le produjo náuseas, por lo que se sintió embargada de una cierta alegría cuando penetró en las calles deprimentes y oscuras de Shrentak y dejó que la envolviera la fétida fragancia de la ciudad de Sable.

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