3 Un territorio inestable

El mar abrazó a Dhamon Fierolobo. Oscuras y turbulentas, las aguas llenaron sus pulmones, y una ola se alzó como un puño gigante para hundirlo violentamente. En ese instante —cuando todo era negro y abrumador— le llegó una repentina lucidez. Comprendió que sería fácil dejar de luchar; permitir que el océano lo arrastrara a las profundidades, tomar unos cuantos tragos más de agua salada, hundirse en el olvido con Rig —con Jaspe, Raph, Shaon y los otros—, con aquéllos que lo habían considerado un camarada y que habían muerto en su presencia. Era la oportunidad de reunirse con ellos. Tal vez su deber era unírseles.

La maldita escama dejaría de atormentarlo, y también los dragones que dominaban Krynn y que habían acabado con toda esperanza. Ya no sentiría el dolor producido por la pérdida de los amigos, ya no sería responsable de más muertes. La escama de la pierna lo estaba matando de todas formas, pues cada ataque era peor que el anterior. «Ríndete —se dijo—. Todo el mundo muere más tarde o más temprano. Toma el camino fácil y muere ahora». Empezó a relajarse y a rendirse, sintió que un extraño frío se apoderaba de él, y, luego, una incómoda presión en los oídos.

El agua realizaba su trabajo y empezaba a ahogarlo. Pero a medida que el dolor aumentaba, una parte de él comenzó a resistirse.

«Salva a Fiona y a Ragh —pensó—. Piensa en alguien más para variar».

En el último instante, cuando notaba ya que la consciencia se le iba desvaneciendo, se rebeló contra la tormenta y el mar. Movió los pies, frenético, pegó los brazos a los costados, y se impulsó hacia arriba. La escama no tardaría en matarlo, lo sabía, pero no podía morir hoy, ya que tenía camaradas que salvar y cosas importantes que aún debía llevar a cabo.

Su cabeza salió a la superficie, y tosió con fuerza, para vaciar los pulmones. El sabor del agua salada era penetrante y nauseabundo. Azotado por las olas que levantaba el fuerte viento, se esforzó por ver a través de la espuma y la lluvia, sin dejar en ningún momento de esforzarse por llenar los pulmones con el precioso aire. Las aguas eran casi tan negras como el cielo, pero el resplandor de los relámpagos le confería de vez en cuando un tono gris verdoso.

—¡Fiona! —chilló—. ¡Ragh!

Suplicó a los dioses desaparecidos que sus compañeros, merced a algún milagro, siguieran vivos, que no hubiera provocado la muerte de dos amigos más.

—¡Fiona!

La única respuesta que recibió fue el resonante retumbo del trueno y el lúgubre gemido del viento. Bramó una y otra vez, en los intervalos en que las olas no lo cubrían; pues libraba una auténtica batalla para mantener la cabeza y los hombros fuera del agua, para otear entre las aberturas en el oleaje, en un intento de ver algo… cualquier cosa.

—Fio…

La voz de Dhamon se apagó. Estaba seguro de haber oído algo, así que puso a prueba los sentidos, decidido a captar sonidos débiles entre el estrépito de las olas y el fragor del trueno. El ruido era potente, el mar helado y demoledor.

¡Ahí! Realmente oía algo. ¿Una voz? Dhamon se concentró y cerró los ojos. ¿Se trataba de un siseo? ¡Por las cabezas de la Reina de la Oscuridad! ¿Seguían buscándolo los dracs?

—¡Encontrad al hombre!

—¡Essscuchad! Lo oigo. ¡El hombre essstá gritando!

—¡Debemosss encontrar al hombre!

—¡Lo oigo!

—Dracs asquerosos —masculló él—. Criaturas despreciables e infames.

—¡El hombre! ¿Dónde essstá el hombre?

Por un breve instante, consideró la idea de provocar a sus adversarios, para atraerlos adrede y llevarse a uno o a dos de ellos consigo a una dulce muerte bajo las aguas; pero al final decidió que no deseaba dar a las fuerzas de la hembra de Dragón Negro aquella satisfacción.

Cuánto tiempo permaneció Dhamon balanceándose en las aguas y tomando aire cuando podía, mientras intentaba permanecer oculto a los dracs… nunca lo supo con certeza. Finalmente, dejó de oír siseos, y supuso que el enemigo se había dado por vencido y volado de vuelta a Shrentak.

Brazos y piernas le pesaban como plomos por el esfuerzo de mantenerse a flote, y cada vez le costaba más mantener los irritados ojos abiertos bajo el constante golpear del agua salada. Aun así, se negó a dejarse vencer, y se obligó a volver a nadar.

¡Más sonidos! ¿Fiona? ¿O acaso habían regresado los malditos dracs? ¿Había sobrevivido Ragh?

Contuvo la respiración para escuchar y de nuevo intentó descifrar el conjunto de sonidos de la tormenta para definir los que acababa de oír. No se trataba de palabras. Era una especie de golpeteo, pero no de alas. ¿El crujido de la madera? ¿Un barco? Sí, se oía un continuo rechinar, y órdenes dadas a voz en cuello; unos cuantos términos náuticos que recordaba haber oído usar a Rig. Los crujidos aumentaron en intensidad, ¡luego, finalizaron en un fuerte chasquido! Se oyó el chapoteo ahogado de algo que caía al agua, a continuación chillidos y más órdenes dadas a gritos.

—¿Eh? ¡Socorro! —chilló Dhamon.

¿Sería una nave? ¡Tenía que serlo! Eran gritos de hombres, de hombres aterrorizados, y no detectaba siseos de dracs. Los crujidos persistieron. ¡Maderos que se quejaban de la tormenta! ¿Qué tamaño tendría el barco? ¿Podían verlo, forcejeando en el agua, los hombres de la cubierta?

—¡Socorro! ¡Socorro! —aulló, y las palabras le sonaron amargas y desconocidas. Agitó un brazo con energía—. ¡Aquí! ¡Socorro! ¡Ayudadnos!

No obtuvo respuesta.

—¡Aquí! —Sus gritos perdieron fuerza cuando se quedó sin aliento—. ¡Aquí!

Siguió sin obtener respuesta.

El crujido del barco se tornó más apagado, luego se desvaneció por completo. Las frenéticas órdenes de los marineros se convirtieron en murmullos, que fueron apagándose hasta desaparecer. Transcurrieron largos minutos, y Dhamon dejó de gritar. Estaba seguro de que la embarcación se había alejado, y estaba igualmente seguro de que Fiona estaba muerta. La mujer era una luchadora formidable, pero el mar era un adversario brutal y desconocido.

Se puso en marcha en la dirección que creyó había tomado el barco, aunque sin estar seguro de si sus brazadas lo hacían avanzar. Tras varios minutos, algo lo rozó, e instintivamente alargó la mano para cogerlo, con la esperanza de que se tratara de algún resto de madera caído de la nave que pudiera ayudarlo a mantenerse a flote. En su lugar, los dedos se cerraron sobre carne cubierta de escamas.

—¿Ragh?

El draconiano tosió una respuesta y empujó algo hacia él.

—¡Fiona! —exclamó Dhamon—. ¡Por todos los dioses de…!

—Está viva —replicó Ragh, que tragó aire antes de hundirse, y volver a ascender—, pero apenas. Ya no puedo sujetarla por más tiempo.

—¿Cómo está?

Dhamon le palpó el rostro. La mujer respiraba de un modo irregular, y el resplandor de un relámpago mostró un profundo corte inflamado en la frente y lesiones graves producidas por el ácido de los dracs.

—Es fuerte para ser humana —indicó Ragh—; no es del tipo que se rinde fácilmente. Me agarré a ella durante todo el descenso, no la solté ni un instante; pero la caída la dejó inconsciente. —El sivak volvió a hundirse.

Dhamon sostuvo la parte posterior de la cabeza de Fiona entre las manos, a la vez que hacía todo lo posible para mantener la boca y nariz de la mujer fuera del agua. Pasó una mano alrededor de la solámnica y la apartó de Ragh.

Se dio cuenta de que el draconiano tenía más problemas que él para mantenerse a flote, ya que su cuerpo desgarbado no estaba hecho para nadar.

—Probablemente sea mejor para ella haber perdido el conocimiento. No sentirá nada. Vamos a morir aquí de todos modos, como te habrás dado cuenta —jadeó el sivak, saliendo de nuevo a la superficie—. Moriremos, y Nura Bint-Drax seguirá viva.

—Oí un barco —gritó Dhamon.

Ragh volvió a hundirse bajo las olas, y en esta ocasión tardó mucho más tiempo en volver a salir.

—Yo también lo oí. No pude verlo, sin embargo, y tampoco ellos pudieron vernos.

—¡No puede haber ido muy lejos! —insistió Dhamon.

Sujetó al otro con la mano libre y usó su enorme fuerza para nadar y mantenerlos a todos a flote. Parpadeó para aclarar la visión, en un esfuerzo por ver algo que no fueran las aguas negras como la noche.

—Ragh, si conseguimos llegar hasta el barco, juntos podríamos conseguir hacer algo para atraer su atención…

Una ola estrelló violentamente al draconiano contra él.

—¡Ningún barco podría sobrevivir a esto!

Otra ola chocó contra ellos, y la mano de Dhamon se aflojó. El draconiano volvió a hundirse.

—¡No vamos a darnos por vencidos! —instó Dhamon, y empezó a tirar de Fiona en dirección a lo que suponía era el norte; si era posible encontraría el barco.

—¡Ragh! ¡Síguenos!

Vio que el draconiano volvía a salir a la superficie y empezaba a nadar, luchando por alcanzarlo.

Transcurrieron minutos interminables. Dhamon aguzaba el oído en busca del crujir de mástiles y los gritos de los marineros, y rezaba para poder divisar algún rastro de la nave cuando el siguiente relámpago describió un arco en el cielo.

—¡Por todos los dioses de Krynn! —musitó, cuando por fin descubrió la embarcación, o más bien una parte de ella.

Una sección del navío flotaba en una ola delante de él, con aspecto destrozado, como si hubiera sido arrojado contra un arrecife. El barco había naufragado.

Se dirigió hacia el trozo de madera, justo cuando las aguas se alzaban como una montaña debajo de él y otra ola se elevaba por encima como un puño, y los abatía a él y a Fiona bajo las aguas. Tras luchar denodadamente para regresar a la superficie, agitó la mano libre de un lado a otro, hasta que consiguió agarrarse al borde de la sección de madera antes de que éste pudiera irse y, a continuación, tiró de Fiona y de sí mismo hacia él. La aupó encima, fuera del agua, con un tremendo esfuerzo y la tendió sobre la improvisada balsa. Luego, oteó el embravecido oleaje en busca del draconiano.

—¡Ragh!

Retumbó el trueno, y el viento ofreció una chillona réplica.

Agotado, Dhamon llamó unas cuantas veces más antes de izarse parcialmente sobre el conjunto de maderos, con las caderas y las piernas balanceándose aún en el agua. No deseaba volcar la frágil balsa subiéndose a ella, de modo que introdujo los dedos en una rendija entre dos tablones y se sujetó allí. Cuando volvió a centellear el relámpago vio que el draconiano había conseguido también encontrar la balsa, y se agarraba con fuerza en el lado opuesto.

—Tierra firme, Dhamon —refunfuñó Ragh con voz débil—. Te dije que deberíamos habernos enfrentado a los dracs en tierra.

El draconiano añadió algo más, pero su compañero no intentó comprender las palabras. Cerró los ojos y, no obstante el caos que lo rodeaba, cedió a la fatiga. El mundo se tornó gris, y él se sumió en una duermevela, sin que los doloridos dedos soltasen la madera. Recuperó toda la consciencia en el mismo instante en que una ola enorme empujaba la balsa hasta una playa de arena.

La tormenta había pasado, por fin, y las estrellas parpadeaban desde brechas abiertas en las nubes, cada vez más deshechas. El viento seguía soplando con fuerza, pero no era nada comparado con lo que había sido antes. A juzgar por el color del cielo, Dhamon comprendió que no faltaba demasiado para que amaneciera.

Ragh se arrastró a cuatro patas hasta adentrarse más en la playa. Cuando se sintió finalmente convencido de hallarse lejos del alcance de la marea, el draconiano se tumbó de costado, vomitó y, luego, se dejó caer de espaldas.

—Ahogarse no habría resultado tan doloroso como esto —declaró, apretando una zarpa contra el costado—. Tierra firme, Dhamon Fierolobo.

Dhamon consiguió ponerse en pie, luego, se inclinó y agarró a Fiona y la condujo hasta el draconiano. Depositó a la mujer en el suelo, y a continuación, le palpó la herida de la cabeza; probablemente estaría infectada, pero por el momento no tenía nada con lo que curarla. Le palpó las costillas y el estómago con precaución, hasta comprobar que no había más lesiones de importancia.

—Me pregunto dónde estamos —dijo Ragh.

—Desde luego no en el lugar al que nos dirigíamos —respondió Dhamon.

—Así que esto no es Ergoth del Sur.

—Ni tampoco los bosques de Qualinesti.

Se volvió para contemplar con fijeza el mar, y se preguntó si alguno de los marineros del barco habrían conseguido sobrevivir a la tormenta.

—No tienes ni idea de dónde estamos, ¿verdad? —inquirió el draconiano, apoyándose en los codos.

Dhamon se sacudió la arena de lo que quedaba de sus pantalones y estudió la playa. Una gruesa arena blanca cubierta de guijarros del tamaño de guisantes se extendía hacia el norte y el sur hasta donde alcanzaba la vista, mientras que al oeste se alzaba una elevada cresta rocosa. No vio árboles, ni señales de otras personas, ni siquiera un indicio de fauna, ni más restos del barco naufragado que la marea hubiera arrojado a la playa. Se alejó unos pasos de Ragh y Fiona y sacudió los brazos.

—¡Dhamon! —llamó el sivak—. ¿Adónde crees que vas?

El otro se encogió de hombros.

—Para empezar, voy a intentar averiguar dónde estamos, y también miraré si hay por aquí un arroyo, algo que nos proporcione agua potable. Volveré dentro de un rato. Vigílala, ¿quieres? Si despierta, no la dejes ir a ninguna parte.

El aire fresco ya había secado a Dhamon cuando éste alcanzó la cima de la elevación y descubrió un amplio sendero al otro lado. El camino discurría paralelo al cerro, yendo casi en línea recta hacia el norte, hasta que giraba, al oeste, en el límite de su campo visual. A juzgar por su anchura y las poco profundas rodadas, comprendió que aquélla había sido una ruta frecuentada por carros, aunque de eso hacía algún tiempo, ya que la senda estaba cubierta de maleza y brotes. Se arrodilló para examinar el suelo con más atención, a la vez que deseaba que fuera de día para poder ver mejor, y, tal vez, descubrir incluso alguna huella de pisadas.

Supuso que hacía bastantes años que un carromato no pasaba por allí. Se alzó y desperezó e intentó eliminar la tortícolis del cuello. Debería sentirse cansado aún, tras la terrible prueba pasada; debería querer descansar junto a Fiona y Ragh, tendría que dolerle todo el cuerpo tras la paliza recibida; pero en lugar de ello, se sentía curiosamente fuerte, como si acabara de alzarse tras toda una noche de descanso.

Oteó el horizonte, visible ahora bajo la tenue luz que precedía al amanecer. No se veían señales de nada excepto unos pocos árboles que llevaban mucho tiempo secos. El lejano graznido de un cuervo le proporcionó una cierta esperanza: había algún tipo de vida allí… dondequiera que allí fuera.

—No es Ergoth del Sur. No hay nieve, ni tampoco hace el suficiente frío. No es Qualinesti.

Dhamon había estado en este último país, y sabía que era fértil y estaba cubierto de vegetación en cualquier estación del año.

—Sin duda no estamos lejos de Ergoth del Sur —se dijo.

Echó a andar por el sendero en dirección norte, primero al paso, luego a paso ligero. Resultaba agradable estirar las piernas, y correr le despejaba la mente. Transcurrieron largos minutos, luego una hora o más, y el cielo se fue iluminando, pero él siguió sin ver señales de gente, y el sendero había quedado casi tapado por la maleza.

Cuando oyó a otro cuervo, dio la vuelta en dirección oeste, y divisó a dos aves que descendían planeando para aterrizar en algún punto detrás de una loma rocosa. Observó la presencia de otras lomas y se preguntó si no habrían sido construidas por hombres en lugar de ser obra de la naturaleza, pues parecían un poco demasiado uniformes.

Decidido a examinarla más de cerca, se encaminó a buen paso hacia la siguiente colina, para detenerse en seco antes de haber recorrido ni medio kilómetro.

El dolor se inició con una breve punzada abrasadora en la pierna derecha, que se convirtió rápidamente en vibrantes oleadas que irradiaban de la escama. La sensación ascendió veloz por el pecho y descendió por los brazos hasta que ni una sola parte de su cuerpo quedó libre del tormento. En cuestión de minutos, se sintió como si se estuviera cociendo. El intenso calor le hizo caer de rodillas, y abrió la boca para gritar, pero no salió de ella el menor sonido. Se desplomó de bruces, sin sentir las agudas rocas que se clavaban en su rostro y pecho.

Las punzantes oleadas de frío aparecieron a continuación. Los dientes empezaron a castañetearle, y se acurrucó sobre sí mismo mientras tiritaba de un modo incontrolable. Estremecido por el atroz dolor, temió perder el sentido en cualquier momento. Por lo general, agradecía el sueño en el que la escama de dragón lo obligaba a sumirse, pero no era así esta vez, no cuando se hallaba perdido en una tierra desconocida y demasiado lejos de Ragh y Fiona. Clavó las uñas en las palmas de las manos, y se concentró en permanecer despierto y capear las sacudidas de frío y calor que se sucedían alternativamente. Una y otra vez se recordó por qué necesitaba permanecer con vida.

Sabía que había cosas que debía hacer antes de morir; tenía que entregar a Fiona a la custodia de los caballeros solámnicos, y tenía que encontrar a Maldred. Estaba seguro de que su amigo seguía vivo en Shrentak o se hallaba prisionero en alguna parte de la ciénaga que la rodeaba, y era su deber localizarlo y sacarlo de allí.

Por encima de todo, estaba la cuestión de Rikali y de su hijo. Rememoró la imagen de la semielfa la última vez que la había visto, menuda y pálida y muy embarazada. Había viajado con ella durante muchos meses, disfrutando con su compañía pero renuente a adoptar un compromiso más serio; así pues, sus caminos se habían separado durante un tiempo —por decisión de Dhamon—, y cuando la semielfa volvió a aparecer en su vida, lo hizo del brazo de un joven esposo que creía que el niño que ella esperaba era suyo. No obstante, Rikali había confesado a Dhamon que él era el auténtico padre, y, por algún motivo, éste comprendió que le decía la verdad. Dhamon no podía permitir que la escama de dragón lo venciera, hasta que encontrara a la semielfa y viera a su hijo, hasta que se asegurara de que tenían riquezas suficientes para mantenerse a salvo en aquel mundo infestado de dragones.

Tras un buen rato, el intenso calor disminuyó, y el frío paralizador se convirtió en un recuerdo borroso. Aquel doloroso episodio había durado, imaginó, media hora; se trataba del más largo hasta el momento. El ataque lo dejó débil y mareado, y permaneció tumbado e inmóvil durante varios minutos hasta que consiguió recuperar el aliento. Volvió a ponerse en pie, despacio.

—¡En el nombre de la Reina de la Oscuridad! —maldijo.

Echó una ojeada a la pierna derecha, y descubrió que estaba totalmente cubierta de nuevas escamas pequeñas que irradiaban de la grande. Sintió una opresión en el pecho; ¿cuánto tiempo le quedaba antes de que la abominable magia de dragón lo consumiera?

Apretó el puño y lo descargó sobre la escama grande. Intentó tapar las escamas con la pernera del pantalón, pero la tela estaba tan hecha jirones que apenas cubría nada. Reanudó la penosa marcha en dirección a la loma. Carecía de una sola moneda, pero tal vez lograría persuadir a alguien para que le diera algo de ropa cuando encontrara la población más cercana, siempre y cuando los habitantes no huyeran aterrorizados de él, pensado que era un monstruo.

—Ropas y agua —dijo en voz alta. «Fiona y Ragh deben estar sedientos y hambrientos».

Alcanzó la primera cresta y, al no encontrar nada allí, siguió hasta la siguiente. A lo lejos distinguió entonces señales de civilización, de modo que dio media vuelta y volvió sobre sus pasos para regresar a la playa.

Era ya de día cuando llegó junto al sivak y la solámnica. El draconiano contempló de hito en hito la pierna cubierta de escamas y abrió la boca para decir algo; pero una severa mirada de Dhamon lo acalló.

Fiona había recuperado el conocimiento y retorcía distraídamente los dedos en sus cabellos, sin mostrar la menor indicación de ser consciente de que Dhamon le había salvado la vida o de que éste había estado ausente durante horas. Dhamon pasó junto a Ragh y se acercó a ella con cautela.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó mientras le examinaba el feo moretón de la frente.

—Hambrienta. —La mujer frunció el entrecejo.

Dhamon sabía que también sentía otras cosas. Sin duda sentía dolor, a juzgar por las contusiones de los brazos y el modo en que protegía su lado izquierdo.

—He encontrado una ciudad, Fiona. Se encuentra a unos cuantos kilómetros al oeste. ¿Te sientes con fuerzas para una larga caminata?

Por primera vez desde que abandonaran Shrentak, la dama solámnica lo miró como si lo oyera y su rostro se iluminó. Él rodeó su muñeca con los dedos y le dio un suave tirón.

—Vayamos, ¿te parece? Sin duda habrá comida y agua.

La condujo al otro lado de la elevación y sendero adelante, mientras Ragh los seguía a corta distancia. Era pasado el mediodía cuando Dhamon los llevó al lugar desde el que había visto la población. Matas de hierbajos rodaban por una extensión de terreno árido, y todo era desolado y helado en aquel extraño desierto. El otoño se había instalado profundamente en el territorio, cuyo suelo estaba cruzado, aquí y allá, por estrechas crestas rocosas perforadas por depresiones poco profundas en forma de cuenco. El polvo del aire se introducía en la boca de Dhamon y agravaba la sed que sentía.

—Feo —observó Ragh, escupiendo un poco de arena—; este lugar es feo.

Aparentemente, no había un sendero que condujera a la población, y mientras andaban, se dedicó a buscar posibles rastros. Aparte de las huellas de un solitario jabalí, todo lo que descubrió fue un nido de cucarachas y una arena áspera que lo azotaba todo.

Fiona se rezagó, para mantenerse a la altura de Ragh.

—¿De dónde las ha sacado? —preguntó el draconiano con un susurro conspirador.

—¿Todas esas escamas? —Fiona no hizo ningún esfuerzo por mantener la voz baja—. La grande procede de Malystrix, la señora suprema Roja.

—Pero es una escama negra, no roja.

—Estaba colocada en el pecho de un caballero negro que era agente suyo, y a quien Dhamon venció. Mientras agonizaba, el caballero se arrancó la escama y la apretó contra la pierna de Dhamon, donde quedó incrustada. La hembra de Dragón Rojo controlaba al caballero negro a través de la escama; así que Dhamon se convirtió, también, en títere de Malys, hasta que un Dragón de las Tinieblas, actuando de común acuerdo con un Dragón Plateado, rompió su control.

—Pero es…

—Negra —acabó la frase la solámnica—. La escama se volvió de un negro espejeante durante el proceso. Probablemente porque el Dragón de las Tinieblas utilizó su sangre negra para el conjuro que liberó a Dhamon.

Ragh reprimió un escalofrío.

Dhamon se detuvo, se volvió, y los miró.

—Por si os interesa, al cabo de unos pocos meses se inició el dolor. Unos meses después de eso, empezaron a brotar las escamas pequeñas. Para ser sincero, creo que me están matando.

El draconiano contempló con atención la parte posterior de la pierna del hombre. Las escamas pequeñas eran en su mayoría también negras, pero unas pocas eran azul celeste y de color humo. Descubrió unas cuantas más que habían aparecido alrededor del tobillo de la otra pierna.

—Dhamon…, esas escamas…

—No son problema tuyo. —Señaló hacia el horizonte—. No hay demasiados kilómetros hasta la ciudad. Un par de horas de marcha como mucho. Llegaremos allí a primeras horas de la tarde, y buscaremos una posada.

—¿Con qué vas a pagar la comida? —inquirió el draconiano, malhumorado, a la vez que se golpeaba el estómago—. Desde luego, no con tus encantos. —Su mirada volvió a posarse en las piernas de su compañero.

—Alguien nos dará de comer —prometió Dhamon.

—Cuando lleguemos a esa ciudad —siguió Ragh—, será mejor que yo no entre con vosotros dos.

—Buena idea.

—Tal vez tú tampoco deberías hacerlo —añadió el draconiano, echando una nueva ojeada a las escamas.

Un cuervo alzó el vuelo detrás de ellos, con algo colgado del pico. Fiona retrocedió para echar un vistazo, luego agitó una mano para que Dhamon y Ragh siguieran adelante.

—Un esqueleto —les dijo, y reanudó la marcha hacia la ciudad.

No obstante, Dhamon se detuvo para inspeccionar el esqueleto. El hombre llevaba semanas muerto, conjeturó, y puesto que los cuervos se habían comido ya casi toda la carne, no quedaba gran cosa que indicara cómo había fallecido. Sin embargo, lo que sí pudo averiguar fue que el hombre no había sido pobre y que era de tamaño menudo, con toda probabilidad un elfo o un semielfo. A pesar de que las aves habían desgarrado la túnica, Dhamon pudo comprobar que había estado confeccionada con una tela cara, con botones de metal bruñido y un reborde trenzado. Buscó con la mirada una espada o daga pero ni siquiera encontró vainas. Las botas habían sido de elegante cuero embetunado, que ahora estaba agujereado por la arena que arrastraba el viento. La pesada bolsa de monedas que colgaba del costado del esqueleto y la cadena de plata que se balanceaba del cuello no tardaron en ir a parar al bolsillo de Dhamon.

—Eso pagará la comida —comentó Ragh satisfecho, y se entretuvo un instante para comprobar que no habían pasado por alto ninguna otra cosa de valor.

—Con un poco de suerte esto nos ayudará a salir de este lugar y a pagar un pasaje hasta Ergoth del Sur —declaró Dhamon, y empezó a caminar en dirección oeste.

Cuando alcanzó a Fiona minutos más tarde, ésta estaba hundida hasta la cintura en arena y forcejeaba para salir. La solámnica se encontraba en el centro de una depresión.

—¡El suelo ha desaparecido! —farfulló enojada, alargando una mano hacia Dhamon.

Éste se adelantó para sujetar su mano pero se encontró con que el suelo también se hundía a sus pies. Agitó los brazos violentamente, para intentar agarrarse a algo, pero sus frenéticos movimientos sólo sirvieron para enviarlo al fondo más deprisa.

—¡Arenas movedizas! —chilló.

Aquellas insólitas arenas movedizas no eran húmedas ni arenosas, sino que eran secas y polvorientas, y en cuestión de pocos segundos Dhamon se encontró hundido hasta el pecho en ellas, además de sentir como si tirasen de él hacia abajo. Se dijo que no debía dejarse llevar por el pánico, que tenía que relajarse e intentar nadar fuera de aquella cosa. Miró con inquietud a Fiona, que estaba hundida hasta los hombros ya, e intentaba desesperadamente liberarse, aunque sin conseguir otra cosa que sumergirse más en aquella porquería.

Dhamon intentó tranquilizarse, y eso pareció aminorar un tanto el descenso.

—¡Ragh!

El polvillo se vertía ya sobre sus hombros y empezaba a ascender por el cuello. A pesar de su gran fuerza, no conseguía izarse fuera de allí.

—¡Ragh, ven aquí enseguida!

El draconiano se acercó a toda prisa pero, cauteloso, mantuvo la distancia. Los veloces ojos se dieron cuenta al instante de la situación en que se hallaban sus compañeros. Se aproximó con suma prudencia a Dhamon, alargando primero una de las garras inferiores para poner a prueba el terreno antes de cada pisada.

—¡Ella primero! —indicó Dhamon—. ¡Salva a Fiona primero!

Ragh negó con la cabeza y alargó una mano.

—¡Sálvala a ella primero, Ragh!

El draconiano gruñó y se acercó a la mujer, preocupado todavía por la solidez del terreno. Tras tumbarse sobre el estómago, alargó el brazo hacia la dama solámnica.

—¡La salvaré a ella primero, Dhamon, si juras ayudarme a matar a Nura Bint-Drax!

—De acuerdo —convino rápidamente éste, mientras la cólera centelleaba en sus ojos—; lo juro.

Las arenas movedizas habían llegado hasta la mandíbula de Fiona, que tenía que ladear la cabeza para respirar.

—Levanta el brazo, Fiona —indicó Ragh—. ¡Es el único modo en que puedo ayudarte! ¡Deprisa!

La mujer consiguió por fin alzar los brazos. Tenía ya la mitad del rostro cubierto por la arenosa sustancia, que se derramaba al interior de la boca. Alargó los brazos hacia el sivak, que la sujetó por las muñecas y tiró de ella hasta depositarla en tierra firme.

—Gracias, sivak —consiguió decir la solámnica, tras escupir varias veces.

Ragh devolvió su atención a Dhamon. Sus manos cubiertas de escamas agarraron las del hombre y empezó a tirar.

—Lo has jurado —le recordó el draconiano.

—Sí —repuso él, mientras se arrastraba fuera del agujero, luego se volvió para observar cómo éste se arremolinaba violentamente—; lo he jurado. Te ayudaré a matar a Nura Bint-Drax.

—Antes de que esas escamas te consuman.

Mientras observaban desde un lugar seguro, la depresión se ahondó más y el polvo se arremolinó en el fondo como un torbellino.

—Por el Abismo, ¿qué es esa cosa? —inquirió Dhamon.

—Sumideros —contestó Ragh, y señaló unos cuantos más situados dentro de su campo de visión—. Mira ahí.

Mientras observaban, un sumidero se estremeció y durante los siguientes minutos se llenó, luego se desbordó, y empezó a escupir grava hasta dejar tras él una de las estrechas crestas que salpicaban el terreno.

—Significa que hay cavidades subterráneas bajo este terreno, puede que se trate de cuevas o de ríos. Los espacios se ensanchan, y no existe sostén suficiente para el terreno situado encima. Por lo tanto, el suelo se desploma y forma sumideros.

—Pero ése se llenó —indicó Fiona, contemplando con cautela la extensión de terreno que debían cruzar aún para llegar a la ciudad.

—Probablemente significa que las cuevas situadas debajo se están rellenando. Resulta extraño. En mi opinión toda la zona es inestable.

Esta vez fue el draconiano quién encabezó la marcha, con los ojos fijos en el suelo para buscar cualquier perturbación en el terreno. Su avance se hizo mucho más lento, al verse obligados a rodear media docena de sumideros que se arremolinaban o entraban en erupción, y cuando alcanzaron por fin los límites de la ciudad, el sol tocaba ya la línea del horizonte.

—Creo que entraré en la población con vosotros, después de todo —anunció Ragh, mientras dirigía una última mirada a un enorme sumidero que se estaba formando apenas a unos metros de ellos—. Me arriesgaré con los lugareños. A lo mejor no les preocuparán demasiado nuestras escamas.

Загрузка...