Maldred apretó la espalda contra el muro de piedra del callejón. Era de noche, bien pasada la medianoche, y se aproximaba el alba. Aunque la luz de la luna cada vez más tenue no dejaba al descubierto su presencia, él se mantenía pegado a la pared, con los dedos hundidos en los huecos dejados por el mortero. El aire era fresco, un gran cambio después de la húmeda ciénaga, y el aliento que surgía de su rostro se alejaba flotando en forma de diminutas nubes. Se dio cuenta de que tiritaba y deseó tener unas botas y una capa gruesa. Sus pies descalzos percibían desagradablemente el frío que se había instalado en el suelo.
Permaneció allí varios minutos, escuchando los sonidos procedentes de la calle que discurría más allá. No oyó nada inesperado: un repentino estallido de risas procedentes de una taberna situada justo al doblar la esquina, el chapoteo de algo arrojado por una ventana, y el sordo golpeteo de dos pares de botas sobre una acera de madera. Dos ogros, a juzgar por las sonoras pisadas, uno tal vez borracho. Maldred aguardó, vigilando el punto donde el callejón desembocaba en la calle, mientras hacía tamborilear los dedos.
—¿Por qué estamos aquí? ¿Qué estamos esperando?
Aquélla era la voz melodiosa de Sabar, y Maldred se volvió para echar un vistazo a su compañera, escudriñando los matices de las sombras hasta que localizó la delgada figura envuelta en ropas moradas.
«¿Siente el frío?», se preguntó. La figura no mostraba ningún signo externo de que se sintiera afectada, Sabar parecía real, pero sospechaba que no era más que una agradable manifestación del hechizo del cristal. El frío no alteraría la magia.
Ragh había protestado cuando el ogro sacó la bola de cristal e instó a la criatura a aparecer; y aunque estaba ocupado impeliendo la balsa, el draconiano había amenazado con detenerse y arrojar la esfera al río; pero Maldred había conseguido convencerlo de que podría usar la magia del cristal para encontrar un modo de ayudar Dhamon. Ragh había acabado por ceder, con una advertencia:
—No te perderé de vista, ogro.
—¿Esperas algo? —preguntó Sabar al mago ogro.
—Sí… —respondió éste, llevándose un dedo a los labios, y, tras una pausa, añadió—: Bueno, no. Nada en concreto. Sólo…
Echó la cabeza hacia atrás a toda velocidad cuando el sonido de las botas aumentó de intensidad. Los dos ogros pasaron ante la entrada del callejón y siguieron calle adelante.
—Tengo curiosidad. ¿Por qué deseabas venir aquí? —insistió Sabar; posó una mano sobre su brazo, y los dedos tenían el mismo tacto pegajoso de la carne auténtica—. A este lugar…
—Bloten. Esta ciudad se llama Bloten. Es la capital de todos los territorios ogros. —Maldred se encogió de hombros, y avanzó despacio hacia el final de la callejuela—. Necesito ver este lugar —dijo al cabo de unos instantes—, para averiguar si ha cambiado algo desde la última vez que estuve aquí.
Sacó la cabeza al exterior, para mirar hacia el norte. La calle se hallaba casi a oscuras, y bordeada en su mayor parte por edificios desvencijados que tal vez llevaban mucho tiempo vacíos. La luz de la luna mostraba cascotes en la calle. Era como si la ciudad se desplomara alrededor de sus habitantes. Ardía una luz en una ventana de un segundo piso, y las andrajosas cortinas ondeaban al viento. Un resplandor suave emanaba de una ventana en una casa de la siguiente manzana.
La taberna se encontraba unas cuantas puertas más abajo, y de ella surgían luz y risas estridentes, y también algo que quería ser música. Los dos ogros descendían por la calle, uno zigzagueando y gesticulando. El que estaba borracho llevaba una jarra de madera atada a la muñeca para no perderla.
—No es lugar para una dama —dijo Maldred, pensativo.
—Sin embargo debo acompañarte siempre mientras estés dentro del cristal —le recordó Sabar.
«Dentro del cristal. ¿Se hallaban realmente dentro de la visión, como ella afirmaba?». Parecía como si estuvieran realmente en Bloten, pues notaba la fría grava bajo los pies, y olía el olor almizcleño de los ogros. Todo resultaba muy convincente, pero apenas unos momentos antes, Maldred se había hallado en la balsa con Ragh, Fiona y Dhamon. Había pedido a Sabar que le mostrara aquella ciudad, luego se había inclinado muy cerca, para ver mejor, y había dejado que el cristal absorbiera su energía mágica, con la esperanza de que iluminaría más la oscuridad de la imagen. Era de noche en el río y reinaba la oscuridad en el interior de la esfera de cristal, y antes de que pudiera reaccionar, se encontró en la callejuela de Bloten, con la mágica guía junto a él. Sabar tuvo que asegurarle en más de una ocasión que no se hallaba realmente en la ciudad, que su cuerpo seguía en la embarcación, con los dedos sujetando el cristal.
—Únicamente tu mente se encuentra aquí, ser sagaz —dijo al ogro una y otra vez—, y debo acompañarte en este viaje.
—Entonces, acompáñame al palacio de mi padre —pidió Maldred, tras tocar el muro del callejón una última vez.
Realmente no parecía como si sólo su mente estuviera allí, ya que sentía el mismo frío que padecía cada vez que estaba en Bloten.
—Necesito hablar con él.
Pasaron junto a la taberna. Maldred echó un vistazo al interior, y vio a una docena más o menos de ogros sentados alrededor de mesas desgastadas. Eran de aspecto humanoide, con estaturas que iban desde los dos metros diez a los dos metros ochenta, hombros anchos y fornidos, narices amplias, ojos muy separados, y venas protuberantes en los gruesos cuellos. Todos eran congéneres de Maldred, pero ni uno solo se parecía a él. Su piel era azul, y en cambio la de ellos iba del color pardo u ocre oscuro al amarillo negruzco. Cicatrices y verrugas adornaban brazos y rostros, y algo que la mayoría tenía en común eran dientes rotos o torcidos que sobresalían de los bulbosos labios.
—Ésos son tu gente —dijo Sabar.
Maldred asintió.
—Y sin embargo…
—No me parezco a ellos —finalizó él.
—Sí; tú eres…
—Azul. Sí, eso es lo más evidente. Y más grande.
—¿Es la magia que hay en tu interior lo que te proporciona el color azul?
—Supongo —se encogió de hombros—; los pocos miembros de mi raza que son hechiceros se parecen algo a mí. Piel azul, cabellos blancos. Sobresalimos, incluso entre los ogros. —Lanzó una risita—. Aunque mi viejo amigo Sombrío Kedar es tan blanquecino como el marfil, y hay magia en él, también, de modo que no es siempre cierto que los magos ogros sean azules.
—No te gusta demasiado tu gente, ¿verdad? ¿Ni tu país?
Las preguntas lo cogieron desprevenido.
—Por aquí —indicó, señalando el camino, y sin hacer caso del interrogatorio—, y luego al oeste un corto trecho. El palacio de mi padre está allí.
Sólo se encontraron con otro ogro que deambulaba por las desgastadas aceras de madera, un joven jorobado con un andar lento. Se hallaba en la acera opuesta a la de ellos, y echó una ojeada en su dirección, vacilando un instante, antes de proseguir su camino.
—Ese parece triste —comentó Sabar.
—La mayoría de mi gente se siente desdichada —respondió Maldred, y apresuró el paso.
«Pero no siempre ha sido así —se dijo—. No había sido así hasta que los grandes dragones se instalaron en la zona, y empeoró cuando el pantano de la Negra empezó a engullir su país». Los ogros, que eran una raza de guerreros orgullosos y temibles matones, habían sido vencidos por fuerzas que no podían comprender ni derrotar.
Giraron al oeste. Los edificios de esa zona se hallaban en mejor estado, y la mayoría parecían ocupados. Un velón ardía en una ventana, y surgían voces de otra; los edificios estaban recién pintados en la calle y se veían menos escombros.
—Casi toda la gente rica vive aquí —indicó Maldred a modo de explicación—, si es que se les puede llamar así; porque en realidad no poseen gran cosa. —Señaló con la cabeza el final de la calle—. Pero a mi padre sí se le puede considerar rico.
El «palacio» ocupaba toda una manzana y estaba bien conservado comparado con todo lo demás que habían visto. Sin embargo, la hierba seca ocupaba las rendijas de un camino de piedra y cubría lo que en el pasado habían sido amplios arriates de flores. Dos ogros fornidos montaban guardia a ambos lados de una verja de hierro forjado, y se cuadraron en cuanto divisaron a Maldred. El mago ogro distinguió a otros centinelas al otro lado de la verja, pegados a las sombras. Su padre había aumentado la seguridad desde su última visita.
—El jorobado junto al que pasamos en la calle y ahora esos guardias —dijo Maldred a Sabar—. Si es sólo mi mente la que está aquí y no mi cuerpo, ¿cómo pueden verme?
En esta ocasión, la criatura no respondió enseguida, pues se había quedado rezagada unos pasos mientras los centinelas, al reconocer a Maldred, abrían la verja y le indicaban que pasara.
—¿La mujer…? —inquirió uno de los ogros.
—Viene conmigo —le tranquilizó Maldred.
Se encontraba casi ante la puerta del palacio cuando oyó cómo un guardia comentaba en voz baja:
—Ya te dije que el hijo del caudillo prefiere la compañía de los humanos.
Maldred golpeó fuertemente con el puño sobre la madera y permaneció allí, aguardando. Se oyeron sonoras pisadas en el interior, luego el sonido de un cerrojo al descorrerse, y al cabo de un instante, el mago ogro y Sabar se encontraron en un enorme comedor, sentados en sillas desparejadas ante una inmensa mesa de madera de roble.
—No se espera que vuestro padre se levante hasta dentro de unas horas —explicó una criada, mientras depositaba pan y sidra con especias frente a ellos.
Maldred tomó un buen trago de sidra, y mientras lo hacía, observó que Sabar no tocaba la comida colocada ante ella.
—Despiértalo —ordenó a la joven, tras secarse la boca—. Ya me ocuparé yo de las consecuencias.
No hubo consecuencias, y aquello sorprendió al mago ogro. Su padre pareció contento de verlo, y también parecía sorprendentemente anciano. El gran Donnag, gobernante de todo Blode, siempre lucía una multitud de verrugas, manchas y arrugas, pero las líneas que rodeaban los ojos eran más profundas, la piel bajo los ojos colgaba más y se detectaba una lasitud en el caudillo ogro que no resultaba propia de él. Maldred reprimió un escalofrío; necesitaba que su padre estuviera sano y fuerte, ya que tendría que gobernar Blode si su progenitor se tornaba demasiado endeble o moría.
Sabar tenía razón, y Maldred lo sabía en lo más profundo de su ser: a él no le importaba demasiado su gente. Encajaba mejor con los humanos que con los de su raza; le gustaba la compañía de los humanos, y no sentía el menor deseo en ese momento de su vida de convertirse en el gobernante de Blode.
—Ese será un día triste para mí —reflexionó en voz baja.
—¿Qué has dicho, hijo mío?
Maldred sacudió la cabeza.
—He venido a ver cómo os iba a ti y a Blode, padre. Para comprobar si la ciénaga había…
Maldred calló mientras el caudillo ogro se acercaba, y posaba una mano sobre su hombro. La mano atravesó su cuerpo.
—¡Fraude! —exclamó Donnag; dio una palmada, y antes de que su hijo pudiera decir nada cuatro ogros bien armados y con armadura irrumpieron en la habitación—. ¡Engaño! Hemos sido…
—¡No, padre! Soy yo realmente.
Maldred se sentía tan atónito como Donnag de que su figura careciera de sustancia. Desde luego, él podía tocar cosas. ¿Por qué no podían tocarlo a él?
—Bueno, no estoy realmente aquí, de un modo físico. Estoy en el pantano de la Negra y…
Otros cuatro guardianes se unieron al primer cuarteto, y el de mayor tamaño empezó a proferir órdenes e hizo intención de detener al mago ogro.
Justo entonces, Donnag detuvo a sus hombres con un ademán.
Había algo en el tono de súplica de Maldred que hizo vacilar al caudillo.
—Encontré un cristal mágico, padre, y a través de él mi mente… —Maldred miró a Sabar, pero ésta había desaparecido—. Mira, es magia lo que me ha traído aquí.
Donnag pareció aceptar la explicación e hizo una seña para que la mitad de los armados marchara. Tras un prolongado silencio, el gobernante acomodó toda su corpulencia en un sillón situado en la cabecera de la mesa, uno tan opulento, aunque viejo y estropeado, que podría haber pasado por un trono.
—Incluso en las raras ocasiones, Maldred, en que visitas… físicamente nuestra ciudad, nunca te hallas aquí en realidad. Tu mente y tus sueños se encuentran siempre en otra parte. Siempre en otro lugar.
—No me digas eso ahora, padre. Justo en estos momentos… intento ayudarte a ti y a esta miserable ciudad. Intento detener el pantano y a la Negra. Hago exactamente lo que me pediste que hiciera… sin importar el alto precio que tengo que pagar por ello.
Donnag hizo una seña con la cabeza a la sirvienta para que se acercara.
—Algo caliente —indicó—, y sabroso. —A continuación, dijo a su hijo—: Nos lo sabemos. Sabemos que has actuado para entregar a tu buen amigo Dhamon Fierolobo a la naga de modo que éste se enfrente a la hembra de Dragón Negro y salve nuestro país. Pero cambiaste de idea, ¿no es cierto? Tenemos entendido que has antepuesto a tu amigo humano a parientes y amigos…
Maldred se levantó de un salto, lanzando la silla hacia atrás, al tiempo que cerraba la mano alrededor de la vacía copa.
—No he antepuesto a Dhamon a ti o a tu gente, padre. Lo entregué a la naga y a su señor dragón. Hice todo lo que se supone que debe hacer un pelele. —Sus hombros se hundieron mientras posaba los ojos en la mirada legañosa de su progenitor—. Las cosas no salieron como estaban planeadas.
Donnag asintió con expresión apreciativa.
—Algunas criaturas de Sable ya han aparecido por aquí. Nos observan. —Jugueteó nervioso con los aros de oro ensartados en el labio inferior—. No muchos, ni tampoco muy a menudo; simplemente dan a conocer su presencia.
—Esa presencia… —empezó Maldred, entrecerrando los ojos.
—Son dracs. Dracs negros. Ya sabes qué clase de criaturas son. Nuestros hombres han descubierto a unos cuantos en los tejados, vigilándonos.
—¿Dónde?
El otro se encogió de hombros, y luego siguió:
—Frente a nuestro palacio, y en el Barrio Viejo. Se avistaron algunos hace unos pocos días.
No eran los dracs de la Negra, se dijo Maldred. Eran de Nura o del Dragón de las Tinieblas, pues dudaba que la señora suprema Negra se molestara en espiar una ciudad de ogros. A lo mejor la naga buscaba a Dhamon, pensando que Maldred lo traería aquí a ver a…
—Sombrío Kedar vive en el Barrio Viejo —repuso el mago ogro, al recordar el dato.
La naga sabía muchas cosas sobre Maldred y podría sospechar que éste llevaría a Dhamon al famoso sanador ogro; a decir verdad ya había llevado a Dhamon a ver a Sombrío Kedar en una ocasión, pero el sanador ogro no había podido ayudar… si bien Maldred había descubierto más tarde que su padre, el caudillo ogro, había ordenado a Sombrío que no prestara su ayuda.
—Sombrío Kedar vivía en el Barrio Viejo —corrigió Donnag en tono pesaroso—. Sombrío era muy anciano, hijo mío.
—¿Muerto? —La palabra fue como un jadeo arrancando a la garganta de Maldred—. ¿Sombrío Kedar está muerto?
—Se le ofreció un excelente funeral. Yo mismo le rendí homenaje. Muchos dignatarios dijeron palabras amables. Lo echamos de menos.
Las manos de Maldred apretaron con fuerza el borde de la mesa, y los dedos se clavaron en la madera.
—¡Muerto!
Las velas de la habitación hacían brillar la superficie de la mesa, y el mago ogro contempló en ella el reflejo de su ancho rostro. ¿Cómo era posible que pudiera ver su imagen? ¿Cómo era posible que pudiera tocar la lisa madera? ¿Cómo era posible que notara cómo se aceleraba su respiración?
—¿Cómo murió?
—Ya te lo he dicho, hijo. Sombrío era viejo. De haber estado aquí, también tú podrías haber hablado en la ceremonia. Sombrío te apreciaba mucho.
Maldred soltó la mesa.
—Debo marchar.
—¿Tan pronto? Acabas de llegar.
—Te repito, que no estoy aquí realmente —replicó él con aspereza—. No soy más que una visión producida por una bola de cristal que se encuentra muy, muy lejos de aquí. —Se puso en pie, y pasó junto a los guardianes—. Regresaré, padre. Tan pronto como pueda, regresaré aquí sin la ayuda de la esfera de cristal. Y te prometo que encontraremos un modo de detener el pantano.
Sabar lo acompañó mientras cruzaba la verja, pero él no le hizo ni caso, y se limitó a seguir andando. Sin dejar de avanzar a buen ritmo, el ogro desanduvo el camino por el que habían venido, y giró justo después de dejar atrás la familiar taberna. Seguía siendo esa nebulosa hora que antecede al amanecer. Aparentemente, la conversación con su padre no había ocupado ni un minuto de tiempo. A lo mejor el tiempo se distorsionaba dentro del cristal, y puede que también se distorsionaran otras cosas.
—Tal vez Sombrío no esté realmente muerto —dijo, esperanzado.
El cielo era de un tono gris pálido cuando el mago ogro y la mujer llegaron al edificio que había servido de residencia a Sombrío Kedar.
—El lugar parece igual que siempre —indicó a Sabar.
—Se ve sucio —respondió ella.
La fachada de madera aparecía deteriorada y resquebrajada, como arrugas en el rostro de un anciano, y la ventana de la fachada tenía los postigos cerrados. La puerta también estaba cerrada; algo que Maldred no había esperado, pues Sombrío jamás cerraba con llave.
Los dedos del mago ogro acariciaron el picaporte; luego, se volvió y dijo a Sabar:
—Dices que no estoy aquí físicamente, pero entonces ¿cómo es que noto este metal? Comí la comida de mi padre. Siento el frío, y puedo ver mi aliento. No comprendo cómo puede suceder esto.
—Tu mente es poderosa —respondió ella—, y te permite sentir cosas que personas más débiles podrían pasar por alto. Tienes suerte de poseer tanta magia en tu interior.
—Sí —respondió Maldred, taciturno—, soy realmente afortunado de ser lo que soy. —Giró el picaporte, rompió el cierre, y abrió la puerta de un empujón—. Aguarda un minuto.
Su mirada se desvió hacia lo alto de la parte delantera del edificio de tres pisos situado frente al del sanador, y vio una figura que se movía por detrás de la única sección intacta del almenado tejado.
Resultaba difícil distinguir con claridad de qué se trataba, se dijo, de modo que permaneció muy quieto, con la mano aún sobre la puerta, sin dejar de observar la figura que se movía sigilosa. Sintió los fríos dedos de Sabar en la parte posterior del brazo.
—Parece… —Entrecerró los ojos al mismo tiempo que se precipitaba al interior de la tienda del viejo sanador—… un drac. Un apestoso drac.
Sabar lo siguió, y cerró la puerta a sus espaldas. Maldred alargó la mano, farfulló una retahíla de palabras antiguas en el lenguaje de los ogros e hizo que una esfera de luz se iluminara en la palma de su mano.
—¡Sombrío!
Volvió a intentarlo al cabo de unos instantes.
—¡Sombrío Kedar!
El interior de la tienda estaba tan ordenado como siempre. Había dos mesas y sillas en las que los clientes de Sombrío se sentaban y bebían sus brebajes y, en ocasiones, celebraban alguna partida. Detrás del mostrador había una entrada tapada por una cortina hecha a base de huesos de dedos, que conducía a una habitación donde el sanador ogro utilizaba sus hierbas y conocimientos mágicos en los pacientes que pagaban por ello.
Maldred apartó la cortina, y los huesos tintinearon entre sí a su espalda. Sabar se deslizó al interior tras él.
—¡Sombrío! ¡Sombrío Kedar!
—No está aquí.
Levantándose perezosamente de un catre situado en el fondo de la estancia había el ogro más escuálido que Maldred había visto jamás. Resultaba extrañamente delgado, con tan sólo un atisbo de músculos a lo largo de los antebrazos, y no medía más de dos metros diez de altura cuando se puso en pie.
—Mi tío está muerto.
El joven ogro se pasó los dedos por entre una masa de cabellos negros como el azabache y fijó los llorosos ojos rojos en Maldred.
»Te conozco —dijo—; y sólo porque seas el hijo del caudillo no puedes meterte tranquilamente en…
El mago ogro retrocedió de vuelta a la tienda, y los huesos castañetearon violentamente a su espalda. Se encaminó directamente a la pared opuesta y a una librería bamboleante, y una vez allí, arrojó la esfera luminosa hacia el techo y pasó los dedos sobre las encuadernaciones de los libros, buscando.
Los huesos volvieron a tintinear.
—Ten un poco de respeto —exigió el joven ogro.
Se abalanzó sobre Maldred e hizo un ademán para apartar el brazo del mago ogro, pero las manos atravesaron la azulada carne.
—¡En el nombre de…!
—Es magia —respondió el otro mientras giraba enojado—. Tengo gran cantidad de magia en mi interior, por lo que parece. Sombrío poseía magia, también. Magia curativa, si bien parece que no fue suficiente para salvarlo. Está realmente muerto, ¿verdad? Nadie más dormiría aquí si siguiera vivo.
—Mi tío… —empezó a decir el joven ogro con una mirada airada.
—Era un buen hombre —terminó Maldred—. El mejor de todos los que vivían en esta ciudad abandonada de los dioses.
—Lo sé —respondió el joven con tristeza—, era capaz de ayudar a cualquiera.
—Me ayudó a mí en numerosas ocasiones —indicó Maldred.
El joven ogro dirigió una veloz mirada a Sabar, que había traspuesto en silencio las cortinas detrás de ellos.
—Se sabía de él que incluso había ayudado a humanos —siguió diciendo el joven—. Decía que los dioses también los habían creado a ellos, y no debíamos despreciarlos de ese modo.
—Sombrío era una buena persona —repitió el mago ogro.
—Incluso recogió a uno en una ocasión.
—¿Cuándo? —quiso saber Maldred, enarcando una ceja.
—Era una chiquilla sucia que encontró vagando por la calle. La recogió para que nadie la convirtiera en su esclava. Eso sucedió un día o dos antes de que muriera.
—La niña…
—Oh, hace mucho que marchó. Alguien debió recogerla justo después de que lo encontraran muerto. Una bonita niña humana como aquella vale un buen puñado de monedas.
—Una chiquilla, dices —Maldred empezaba a sentir un nudo en la garganta.
—Pues sí, y…
—¿De esta altura? —La mano del mago ogro descendió hasta la altura de su cadera.
El otro asintió.
—¿Con los cabellos del color del cobre bruñido?
—Sí.
—Esa pequeña, ¿recuerdas su nombre?
—Jamás me preocupo de recordar los nombres de los humanos —repuso el otro con un encogimiento de hombros—. Nunca estoy cerca de ellos el tiempo suficiente para tener que preocuparme de aprender sus nombres.
Maldred devolvió la atención a la librería, de la que extrajo un libro especialmente antiguo que estaba el estante más alto, y del que se desprendieron fragmentos de papel de las páginas mientras lo llevaba hasta el mostrador. Hizo un gesto con la mano, y la esfera luminosa lo siguió, para quedarse flotando sobre su cabeza.
—¿Enterraron a Sombrío?
—Lo quemaron —respondió el joven, negando con la cabeza; luego se inclinó sobre el mostrador, para intentar ver qué leía el visitante—. Lo quemaron a él y a los otros que murieron el mismo día.
Maldred miró con fijeza al joven ogro, conteniendo la respiración.
—¿Otros?
—Seis más. Todos murieron el mismo día. Dijeron que mi tío murió porque era viejo, pero creo que se trató de una especie de epidemia. Algo que acabó con él y con los otros a la vez.
Maldred le instó a dar nombres, pero el joven sobrino de Sombrío Kedar sólo recordaba a dos de los otros muertos. Ambos habían sido amigos de Maldred desde su juventud, y se encontraban entre aquellos habitantes de la ciudad en quienes el sanador confiaba.
—Nura Bint-Drax —Maldred masculló el nombre como si se tratara de una maldición.
—¿Decías?
—La niña que mató a tu tío —explicó él—; también mató a mis amigos. Pero lo pagará.
Maldred siguió rebuscando en el libro, sin prestar atención al joven ogro, hasta que por fin localizó el pasaje que buscaba y lo memorizó con el entrecejo fruncido. Cuando estuvo seguro de saber el conjuro, se colocó detrás del mostrador y hurgó en tarros y cajas pequeñas.
—No puedes coger ninguna de esas cosas. Esta tienda es mía ahora.
Maldred lo apartó un poco al pasar, y luego bajó los ojos hacia Sabar.
—Dices que no estamos físicamente aquí. En ese caso ¿cómo puedo conservar estas cosas? Tal vez podría utilizarlas para ayudar a Dhamon a retardar la magia que lo está convirtiendo en un drac.
La mujer tomó de sus manos una colección de hojas curadas, y un paquete de grueso polvo rojo.
—Mi magia los conservará para ti —le dijo.
—Debemos realizar una parada más —indicó el mago ogro—. Al otro lado de la calle. Ese drac que vi, voy a…
El joven ogro abrió la boca para decir algo más, pero no surgió ninguna palabra de ella.
—Dame esa bola de cristal, ogro.
En un instante, Maldred se encontró de vuelta sentado en la parte delantera de la balsa. Los primeros rayos del sol de la mañana se alargaban ya sobre el río y le arrancaban destellos.
Ragh le arrebató la bola de cristal con la base cubierta de gemas, y la introdujo en su bolsa, que a continuación ató a un cinturón que se había hecho con un trozo de tela. La embarcación se inclinó peligrosamente, pero el draconiano alteró su posición y volvió a impulsar la nave con la alabarda.
—Yo me ocuparé de la dama y del cristal durante un rato —anunció tajante.
—No había terminado —bufó Maldred.
—Pues has estado mucho rato —replicó Ragh—; demasiado. Para empezar, no tendría que haberte permitido usarlo. No estando Dhamon dormido. ¿Cómo puedo saber qué tramas? —Al cabo de un instante añadió—: ¿Has hallado algo para ayudarle?
Maldred contempló al sivak con expresión furiosa, mientras meditaba si enfrentarse a él. El draconiano resultaría un adversario formidable, pero el mago ogro se consideraba más listo y fuerte, y estaba seguro de poder vencer a la criatura. Pero ¿con qué propósito?
—Encontré algo en el lugar al que fui —respondió por fin; una de las carnosas manos sujetaba varias plumas, hojas, y una pequeña bolsa de polvos—. Pero tenemos que esperar a que Dhamon recupere el conocimiento, porque debe aceptar la magia para que funcione el hechizo.
—A lo mejor no despierta nunca —repuso Ragh, con voz triste—. Y si lo hace, no estoy seguro de que vaya a aceptar magia que provenga de ti.